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Lección 6: Lo más importante del siglo X
Introducción:
“Una nueva era empieza que, por su rudeza y esterilidad en el bien ha sido llamada la
Edad de Hierro; por la deformidad de su iniquidad desbordante, Edad de Plomo; y por
la escasez de escritores y hombres de entendimiento, Edad de la Tinieblas” Grau.
El siglo X ha sido uno de esos momentos y a su “leyenda negra” han contribuido tanto
autores católicos como protestantes. Sobre el siglo X ha pesado el malentendido de
comparaciones mal fundadas. En efecto, el Imperio carolingio como tal ya no existía y
ello no se consideraba positivo. El papado, a su vez, aún no había emprendido el
camino de la reforma que le va a caracterizar en el siglo XI.
El siglo X fue, como cualquier otro momento de la “Alta Edad Media”, un tiempo
cargado de luces y sombras. Fue desde sus inicios una época negra para el pontificado,
pero también conoció en su momento crepuscular figuras como la de Gerberto de
Aurillac , uno de los artífices del despertar intelectual de Europa.
El siglo X conocerá, además, el nacimiento de Cluny, que , andando el tiempo, fue algo
más que un monasterio: fue una orden religiosa de proyección europea y todo un
espíritu que impregnará al conjunto de la sociedad.
La Edad de Hierro del Pontificado
La estrecha relación entre la Iglesia y el poder civil, iniciada con Teodosio, muestra toda
la virulencia de su complicada problemática a partir de Carlomagno, y sobre todo,
cuando el imperio de éste queda fragmentado en múltiples reinos, por la ola feudal*
que invade Europa. (*feudo: “contrato por el cual los soberanos y los grandes señores
concedían tierras u otros bienes a sus vasallos a cambio de que ellos y sus descendientes
les prestaran servicios y les jurasen fidelidad”).
El feudalismo de los tiempos arrastra también a la iglesia, acosada no sólo por reyes y
emperadores, sino también por los señores propietarios de las regiones en donde realiza
su ministerio. Y la Iglesia misma se feudaliza al disponer de tierras y provincias enteras,
en número creciente.
La organización eclesiástica de Occidente desmenuzada cada vez más en múltiples
iglesias típicamente feudales a merced del conde, el duque o el señor que asumía la
verdadera dirección de las mismas nombrando obispos y prelados entre sus propios
adictos.
La Iglesia se convertía, a pasos agigantados, en la prolongación de la sociedad feudal.
La ruina de la jerarquía eclesiástica parecía segura. Los obispos y abades, al poseer
feudos, tienen deberes feudales. Los mismos sacerdotes que poseen tierras tienen que
ocuparse de su administración. El señor que dispone de la investidura, influye sobre la
elección del titular. Sin contar con la anomalía de los obispos y abades laicos, esto es,
hombres sin sentimientos religiosos que, llevados de su ambición material, escalan las
altas jerarquías eclesiásticas para gozar de los bienes que las mismas comportan.
Es el caso de muchos segundones de familias nobles. Y claro está que la mayoría de
estos prelados viven como cualquier laico con mujer e hijos amancebados y con
bastardos. Esta vida, tan alejada de las enseñanzas del Nuevo Testamento es lo que se
llama “nicolaísmo”. A ello se junta la “simonía” o compra de la investidura al señor, y,
por tanto, del cargo o dignidad, que durante el siglo X se hizo práctica corriente.
Así, abades y obispos son señores feudales con el espíritu y la práctica laica del señor
guerrero. La investidura se convertía en el acto esencial, pasando la elección a segundo
lugar, cavando la consagración religiosa por ser de hecho pura formalidad. El soberano
al entregar al obispo o abad las insignias de su función (anillo y báculo); como era
costumbre en las investiduras feudales; venía a manifestar que era el príncipe quien
disponía libremente del cargo.
Esta ceremonia, pues, de la investidura, en que el señor confía al nuevo prelado los
bienes materiales ligados a su dignidad, era la decisiva; la consagración la secundaria.
De este modo los señores convirtieron la investidura en un comercio. El espíritu
mundano se infiltraba gradual y progresivamente en la iglesia cuyos prelados
dependían del señor que les dio, o les vendió, la investidura.
El feudalismo eclesiástico llega también a Roma . De hecho nació allí, al recibir los
papas las donaciones de tierras hechas por Carlomagno, Pipino y sus sucesores, con lo
que dio origen a los estados pontificios. El Papa, al igual que los demás obispos, y como
gobernador de sus estados, era un señor feudal más.
Mientras que en el siglo IX la historia interior de la ciudad de Roma estuvo
esencialmente absorbida por la de los pontífices y los emperadores, en el siglo X, en
cambio surgen de entre la densa oscuridad de los tiempos, familias romanas que
dominan y profanan la santidad de la Iglesia.
La elección de los papas constituía el caballo de batalla de las diversas y enconadas
facciones de dicha nobleza. Varios partidos y familias dominaron alternativamente
Roma y trataron de nombrar los papas de entre sus protegidos y familiares.
Entre finales del siglo IX y mediados del siglo X, los papas se sucedieron unos tras otro
por medio de intrigas, asesinatos y corrupción interna. A la muerte del sacrílego
Cristóbal. Ocupa la silla papal Sergio III (904-911 con la ayuda que le prestó la familia
de Teofilacto a la que el Papa a su vez encumbró. Este período se conoce como la época
de la “pornocracia”, cuando el gobierno de la silla romana estaba de facto en manos de
mujeres de reputación no ya dudosa, sino muy segura.
Teodora, calificada de “cierta ramera sin vergüenza” en el Antapodosis, crónica de la
época escrita por Liutprando de Cremona. Esta mujer, esposa de Teofilacto, por real
voluntad hizo que el pontífice Sergio III (“el peor que haya tenido la Iglesia”) depusiera
y asesinara al anterior, Cristóbal, declarándolo antipapa, declaración que extendió a los
tres anteriores. Y más tarde convirtió en pontífice (Juan X) a uno de sus amantes, un
humilde clérigo cuando le había conocido.
Tuvo dos hijas: Marozia y Teodora (llamada II), que, según el mismo Liutprando, “no
sólo la igualaron, sino que la sobrepasaron en las prácticas que ama Venus”. La primera
(nacida hacia 890), en orden y en rango, empezó, apenas en su pubertad, siendo amante
de Sergio III, y con él tuvo un hijo que con el tiempo sería a su vez papa (Juan XI). Otros
papas, León VI Y Esteban VII, serían también nombrados andando el tiempo por
Marozia.
En todo caso, pasada la primera “locura” juvenil, Marozia fue casada por su madre con
el guerrero Alberico, pero aquí se produce un hiato en la crónicas hasta 925, en que
Marozia reaparece, ya viuda recalcitrante, como única en la familia con poder en Roma.
Nada se sabe de la extraña desaparición simultánea de padres y esposos. Pero un
enemigo no había podido ser destruido: el Papa Juan X, por lo visto odiado desde
siempre por la mujer.
Éste, olfateando el peligro, estaba pactando la protección del conde Hugo de Provenza a
cambio de hacerle rey de Italia, pero Marozia, más veloz, ofreció su mano a Guy,
hermanastro de Hugo, con el mismo plan. Ambos cayeron sobre Roma, y el pobre Juan
X acabó confinado en una mazmorra en Sant’Angelo, donde moriría al poco tiempo,
dudosamente por causas naturales.
Marozia, ya convertida en senadora romana, siguió con sus planes, intrigando para que
fuera aceptado como papa su hijo mayor, el habido con Sergio III. Pero para ello
necesitaba poderosas influencias, y las halló nada menos que con su cuñado, el mismo
Hugo que antes había intrigado con Juan X. Las maniobras que hubo que hacer para
ello fueron históricas: en primer lugar deshacerse del actual marido, Guy, mientras
Hugo hacía otro tanto con su propia esposa, declarar bastardo a su hermanastro y hasta
cegar a otro de sus hermanos. Pero finalmente el plan salió a pedir de boca, y un joven
papa de 21 años, Juan XI, acababa casando a su propia madre con su amante.
Pues las ambiciones de los esposos no habían terminado, y, ahora que tenían un papa
más dócil que nunca, se proponían nada menos que ser coronados como emperadores
de Occidente. Pero aquí falló algo: el hijo legítimo de Marozia, Alberico, que se sentía
postergado por su madre, consiguió revolver la ciudad de Roma, ya incómoda por tanta
perversidad, contra los adúlteros esposos. Hugo salió a estampida de Roma y tanto
Marozia como su hijo Juan fueron confinados de por vida a Sant’Angelo, como antes
hiciera ella con Juan IX. Y, como él, fallecieron en la cárcel. La línea pontificia fue
continuada por Alberico con el monje benedictino León VII, quien iniciaría, no sin
dificultades, una renovación eclesial.
A Juan XI, le sucedió Juan XII (955-964). Al papa Juan XII, nieto de Marozia, se le
atribuyen los siguientes hechos: Cometió incesto con su madre. Cometió incesto con
sus hermanas. Cometió incesto con su sobrina. Y por si esto fuera poco; mantenía un
harem en el palacio Laterano. El tipo era tan fornicario que a las mujeres de ese entonces
se les prevenía que no fuesen a la iglesia de San Juan Laterano, ya que podrían ser
violadas por su "santidad" el Papa.
El Obispo Liutprando de Cremona, observador papal y cronista de ese tiempo, dijo al
respecto: Las mujeres temen venir a la iglesia de los santos apóstoles pues han oído que
hace poco Juan llevó por la fuerza a varias mujeres peregrinas a su cama, casadas,
viudas y vírgenes indistintamente..
Bonifacio VII (974-982) y (984-985) llamado por su contemporáneos “monstruo
horrendo”. En el año 985, murió repentinamente envenenado por una facción rival. Su
cuerpo fue arrastrado por las calles de Roma. En 996 el Emperador Otón III hizo elevar
al trono papal a un pariente suyo, que tomó el nombre de Gregorio V, y fue el primer
Papa alemán. A la muerte de éste, en 999, Otón nombró a su tutor Gerberto (Silvestre II,
999-1003), quien a cambio de un tributo anual, nombró a los reyes de Polonia y Hungría
vicarios papales con toda autoridad eclesiástica.
El movimiento de Cluny
Pese a que los monasterios no se habían librado tampoco de las corrientes de la época,
fue en ellos en donde se produjo una primera reacción, llamémosle “oficial”, en contra
del decadente cristianismo de los tiempos. Entre los varios movimientos monásticos, el
originado en Cluny, al norte de Lyon, Francia, fue el más decisivo no sólo en la forma
del monacato en general, sino aún de la misma Iglesia romana, de la que llegó a ser su
brazo derecho.
Cada día eran más los que creían que la salvación del alma se realizaba mejor por el
camino monástico. A los que sentían estos anhelos el monasterio de Cluny los
impresionaba profundamente. Era este flujo y estos impulsos ascéticos los que
constituían el manantial de donde tomaba el sistema monástico su fuerza.
La disciplina de Cluny era muy estricta y contrastaba con las normas prevalecientes. El
ideal de sus líderes estribaba en promover la reforma de la Iglesia liberándola de las
injerencias seculares y colocando al Papa no sólo por encima de toda otra autoridad
eclesiástica, sino incluso civil, según los principios de las decretales, lectura favorita de
los monjes cluniacenses.
Cluny fue tomado como modelo por todos los monasterios y a la nueva orden se
adherían gran número de conventos. Hasta entonces, cada monasterio había sido
independiente, pero Cluny dio principio a las familias de monasterios bajo un superior
general, sometido única y directamente al Papa. Esto dio una cohesión y una fuerza
tremendas al movimiento monacal y a su influencia. No es sin razón que muchos
historiadores hablen de una iglesia dentro de la Iglesia al referirse al movimiento
monástico. En el último tercio del siglo XI los monasterios dependientes de Cluny se
elevaban a la cifra de dos mil.
El mito del año mil
J. Heers en su “Impostura de la edad Media “ nos dice: “La Edad de Hierro del
Pontificado y lo ha sido, en mayor medida aún, el de los terrores del año mil. Dicho con
otras palabras : la existencia de una angustia generalizada que paralizó a la sociedad
europea en vísperas del milenario de la Encarnación según el impreciso calculo que en
el siglo VI hizo Dionisio el Exiguo. Las desmitificaciones y las revisiones de la
desmitificaciones, el reciente cambio de milenio ha sido para ello ocasión propicia; han
dado y sigue dando un extraordinario juego”.
La idea de ese pánico universal en los años finales del siglo X tiene su origen en el
contexto de la leyenda negra que sobre el Medievo se cernió -época de tinieblas y
superstición- desde finales del siglo X se produjo un pánico generalizado en todo el
orbe cristiano de forma que muchas familias se apresuraron a abandonar sus
patrimonios y se encaminaron a tierra Santa, donde Jesús había de aparecer para juzgar
a los hombres.
Había una creencia universal en la Edad Media de que el mundo debía terminar a los
mil años de la Encarnación de Jesús. Tenemos testimonio de estas creencias en las
medidas reformadoras del abad Odón de Cluny y sus sermones, en los que habla del
miedo al fin del mundo con una incidencia especial para el año mil.
Otro testimonio, de esa corriente supersticiosa hacia el año mil, lo encontramos en el
“libellus de Antechristo” del abad Adson de Montiérender, texto escrito entre 953-954. El
libellus es una explicación en torno a la esencia del Anticristo, que aparece como lo
contrario a Cristo: “es el orgullo personificado, expandidor de vicios, el destructor de la
ley del Evangelio que se servirá de prodigios sobrenaturales para seducir a los
gobernantes y a los pueblos. El Anticristo no nace de una virgen, como Cristo, sino de
un padre y una madre en cuyo útero ha anidado el diablo”.
Hay muchos más testimonios, sobre lo terrible que sería el final del milenio, algunos
hablan de la aparición de un dragón y una terrible epidemia en el año 997. Nada de esto
pasó. Mucho más cercano ha nosotros tenemos el fin del segundo milenio que también
creó una cierta expectación en la gente y algunos agoreros pronosticaron catástrofes y la
inminente llagada del fin del mundo. En cuanto a nosotros, en el milenio vivimos y el
fin del mundo llegará, pero sólo Dios sabe el día, el mes y el año.