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VISIÓN PANORÁMICA Aunque suele hablarse de la Edad Media como la “época del oscurantismo” en ella ocurrieron procesos históricos de gran importancia, como la formación de Europa, la implantación de la ideología judeo-cristiana en Occidente, la consolidación de la Iglesia Católica, la difusión de la herencia cultural grecolatina, el desarrollo de las lenguas romances y el surgimiento del Islam, fenómenos que permanecen en la cultura actual. Por eso, el estudio de la Edad Media permite entender los orígenes de la Cultura Occidental. La desintegración del Imperio Romano Los dos últimos siglos de existencia del Imperio Romano estuvieron repletos de conflictos internos, guerra civil, separatismo, decadencia económica, cambios administrativos, lucha por el poder, nuevas religiones y presiones de los pueblos que vivían cerca de las fronteras del imperio. La producción agrícola cayó, las cargas fiscales aumentaron y se produjeron sublevaciones por todas partes. De hecho, el sistema esclavista empezó a decaer ante la escasez y el encarecimiento de los esclavos para ceder su lugar al colonato, procedimiento por el cual un campesino sin tierras (coloni) o el propio esclavo cultivaba la propiedad de un noble romano para subsistir con la condición de entregar a éste parte de la cosecha. Igualmente, los emperadores perdieron progresivamente su capacidad para gobernar y ejercer el poder frente a los jefes regionales y los ejércitos asentado en cada provincia, los cuales desarrollaron intereses en sus respectivas localidades que los alejaron de su lealtad hacia Roma. Estos fenómenos debilitaron seriamente al en otro tiempo temible y bien organizado imperio, al punto de que -a lo largo del siglo IV y V- no pudo resistir la penetración de pueblos ajenos a sus fronteras. A este proceso de infiltración de distintos pueblos belicosos se le conoce como invasiones bárbaras y se convirtió en el factor decisivo que terminó por disolver el Imperio Romano. Los primeros en emplear el término bárbaro fueron los griegos para referirse a todos los pueblos que no pertenecían a su ámbito cultural. Luego, el término fue retomado por los romanos en relación con los pueblos que se establecieron en las fronteras del imperio. Los bárbaros que invadieron el Imperio Romano fueron en su mayoría germanos (burgundios, anglos, sajones, jutos, francos, teutones, visigodos, vándalos, ostrogodos, suevos, britanos, escotos, lombardos, hérulos y alamanes), aunque también llegaron eslavos (búlgaros y bávaros) y mongoles (ávaros y hunos). Los pueblos germanos deben su nombre a que desde el siglo II a.C. ya ocupaban Germania (la actual Alemania), Dinamarca y el sur de la Península Escandinava. Se dedicaban al pastoreo, la caza, la pesca y la agricultura, teniendo guerras entre las distintas tribus que los conformaban. Las tribus se dividían en clanes llamados pagus con un líder militar como jefe. La tribu elegía un jefe militar máximo que no tenía poder absoluto sino que estaba limitado por la asamblea de guerreros, que se reunía en las noches de luna nueva, cuyos integrantes le juraban lealtad en todo momento. Su vida se regía por tradiciones, costumbres y leyes que se transmitían de manera oral, usando consejos militares que impartían justicia y otorgando al esposo propiedad y poder absoluto sobre su esposa, hijos y bienes. Tenían dioses del bien y del mal, de la guerra y de algunas fuerzas naturales. El dios más importante era Odín, soberano de los dioses, quien luchaba constantemente contra Loky, deidad maligna. Otros dioses eran Jord, diosa de la tierra, Thor, dios del trueno, Freya, diosa del amor y las Valkirias, que llevaban a los guerreros muertos a la morada de Odín, a los cuales se ofrecían sacrificios humanos y de animales. En la segunda mitad del siglo II d.C. la presión de los germanos sobre las fronteras romanas se intensificó. El emperador Marco Aurelio libró con éxito una guerra contra ellos pero ya entonces los ejércitos romanos usaban mercenarios germanos. Sin embargo, la mayoría de los bárbaros que cruzaron las fronteras antes del siglo IV no lo hicieron como invasores, sino como inmigrantes que se establecieron en territorio imperial con autorización de Roma para servir como soldados. Las mejores tierras y las presiones entre los propios pueblos germanos propiciaban estos movimientos migratorios, que se resolvieron inicialmente firmando pactos con los romanos denominados foedus (término del que derivó después la palabra feudo) a través de los cuales se otorgaban tierras para asentarse a cambio de servicio militar, contribuciones y fidelidad. Pero tras el reinado de Constantino I las invasiones se multiplicaron de forma violenta y desordenada cuando los hunos, mongoles procedentes de Asia Central, penetraron en los territorios eslavos y germanos empujando a estos pueblos sobre el Imperio Romano. En el año 395 d.C. el emperador Teodosio ordenó la división del imperio considerándolo ya como su dominio- para heredarlo a sus dos hijos Honorio y Arcadio, formando así el Imperio Romano de Occidente y el Imperio Romano de Oriente. Hacia el 410 d.C. los visigodos, dirigidos por Alarico, llegaron a Roma y la saquearon por primera vez. En 455 los vándalos de Genserico hicieron lo mismo y finalmente los hérulos de Odoacro depusieron al último emperador de Roma, Rómulo Augústulo, tomando la ciudad definitivamente en el 476 d.C. Los Reinos Germánicos Al desaparecer el Imperio Romano de Occidente se formaron paulatinamente, luego de los asentamientos y reacomodos de los pueblos bárbaros invasores, distintos reinos en los que una población germánica minoritaria se sobrepuso a la mayoría romana. En los territorios más romanizados -Italia, Francia, España y el norte de África- prevalecieron muchas formas culturales e instituciones propias de Roma, aun cuando los germanos introdujeron también muchos de sus usos ancestrales. De este modo, tras conquistar ciudades, repartir territorios, mezclarse con los romanos, con los pobladores locales y convertirse al cristianismo, los germanos sentaron las bases de la Europa medieval. No todos los reinos bárbaros prosperaron, algunos desaparecieron pronto -como el de los suevos y los burgundios- por los reacomodos entre los mismos germanos, la escasa integración que lograron o las nuevas invasiones de pueblos bárbaros. Otros, con mayor duración, como el de los visigodos o los ostrogodos, fueron absorbidos por la expansión territorial del Imperio Bizantino o la del Imperio Árabe. Sin embargo, en este proceso contradictorio y confuso hubo dos construcciones políticas que lograron la centralización necesaria para mantenerse unidos y resistir el ataque de los imperios expansionistas contemporáneos de los bizantinos y los árabes: el Reino Franco y el Sacro Imperio Romano-Germánico. El reino franco fue fundado por Clodoveo en el año 481 d.C. cuando su pueblo conquistó la Galia romana y fue proclamado “rey de los francos”, dando origen a la dinastía merovingia llamada así en honor de su abuelo Meroveo quien había gobernado a este pueblo antes de que se asentara. Clodoveo, siguiendo costumbres germanas y prácticas existentes entre los romanos, repartió tierras a sus jefes militares a las que llamó feudos; es decir, amplios territorios cuya extensión dependía del mérito alcanzado por cada guerrero y que se entregaban a cambio de la fidelidad de sus dueños. Así, estos nuevos señores feudales tenían poder ilimitado dentro de su territorio para gobernar, organizar, mantener privilegios y obtener beneficios económicos en ellos, con la única obligación de ser leales al rey. Ni siquiera se plantearon contribuciones económicas de los señores para con el gobernante. Tras la muerte de Clodoveo, los reyes merovingios se debilitaron y se observaron los riesgos de la fragmentación política que implicaba el poder territorial de los señores feudales frente a un “rey” que sólo lo era de nombre pues carecía de poder real sobre aquéllos. Así, el reino se dividió en cuatro partes (Austrasia, Neustria, Burgundia y Aquitania) donde, aunque se reunificaron ocasionalmente, el gobierno se descentralizó quedando repartido el poder efectivo entre varias familias de señores feudales. Poco a poco la Familia Carolingia ocupó cargos como mayordomos de los últimos, ocasionales y débiles reyes merovingios, ejerciendo la verdadera autoridad. Frente a la invasión árabe de la Península Ibérica el reino franco se vio amenazado, y fue entonces cuando el carolingio Carlos Martel unificó a los francos y detuvo el avance de los árabes sobre Europa, primero en la Batallas de Poitiers del año 732 d.C. y luego en Aquitania en el 739. Igualmente, defendió el reino contra los alamanes, bávaros y sajones. Posteriormente, uno de sus hijos también mayordomo- depuso al rey Childerico III y se proclamó rey de los francos con el nombre de Pipino el Breve en el año 754 d.C., poniendo fin a la Dinastía Merovingia y dando inicio a la Dinastía Carolingia. Los francos alcanzaron su máximo apogeo con los Carolingios, particularmente con Pipino el Breve y su hijo Carlomagno que gobernó hasta el año 814 d.C. Durante ambos reinados hubo continuas luchas para ampliar y defender el reino. Además, los francos no sólo se habían convertido al cristianismo rápidamente, sino que contribuyeron en estos años a su implantación en Europa apoyando de distintas formas a la naciente Iglesia Católica. Así, desde el gobierno de Carlos Martel se aceptó la labor evangelizadora de San Bonifacio, enviado por el Papa Gregorio III, que consolidó el cristianismo en el centro de Europa. Pero fue Pipino el Breve el que más apoyo dio a la Iglesia cuando acudió al llamado del Papa Esteban II -quien lo había coronado estableciendo dicha costumbre para los futuros reyes europeos- invadiendo Italia con su poderoso ejército para proteger a Roma de los ataques lombardos. Así, conquistó el norte de Italia, puso fin al Reino Lombardo, se proclamó “rey de los francos y lombardos” e hizo la llamada Donación de Pepino, dando oficialmente el dominio de Roma y las tierras circundantes al Papa en el año 756 d.C. Esta concesión implantó el poder temporal de los Papas (acompañada del dominio y rentas del Exarcado (seis reinos) de Ravena), consolidó su independencia del Imperio Bizantino y dio origen a los Estados Pontificios. Con esta base Carlomagno logró convertir el Reino Franco en el vasto Imperio Carolingio, ampliando territorios en las actuales Italia, Alemania y Austria -que incluso cristianizó contra su voluntad- y estableció una nueva capital en Aquisgrán. Trató de hacerlo con los árabes de España pero fue derrotado en la batalla de Roncesvalles. La navidad del año 800 d.C. fue coronado emperador de un supuesto y nuevo Imperio Romano por el Papa León III. Como gobernante organizó sus territorios en 300 condados gobernados cada uno por un conde, fomentó la cultura en escuelas asociadas a monasterios o catedrales y, a través de Alcuino de York y la Escuela Palatina, hizo que las bibliotecas reunieran y resguardaran textos clásicos. Este empuje cultural tuvo gran influencia en Europa Occidental y produjo la escritura carolina, gran arma caligráfica para la copia de textos que influyó mucho en los manuscritos miniados medievales que tenían la función de enseñar, comunicar, registrar y propagar la fe o algún otro tema. A su muerte, la administración estricta que había establecido comenzó a decaer pues su hijo Luis el Piadoso (Ludovico Pío) no pudo mantener unido el imperio frente a las rebeliones y ambiciones de sus hijos que iniciaron guerras entre sí. Finalmente el Tratado de Verdún de 843 d.C., acuerdo celebrado entre los nietos sobrevivientes de Carlomagno, dividió el imperio entre Luís el Germánico (con las tierras que hoy conforman Alemania), Carlos el Calvo (la mitad occidental de Francia) y Lotario (la región de Lorena), además de otros territorios que se perdieron como resultado de estas guerras. En buena medida, este desmembramiento ayudó a consolidar el régimen feudal en Europa al dar mayor independencia a los señores feudales. Por su parte, el Sacro Imperio Romano-Germánico surgió de la unión de los territorios de Germania con los del norte de Italia -los cuales habían pertenecido en otro tiempo al Imperio Carolingio- gobernados en el siglo X por Othón I quien, gracias a sus éxitos militares, su política evangelizadora en los territorios eslavos y sus servicios a la Iglesia, fue coronado como primer emperador del dicho Sacro Imperio en el año 962 por el Papa Juan XII. Nuevamente los reyes germanos y la Iglesia intentaban revivir al difunto Imperio Romano, aunque nominalmente el Sacro Imperio Romano Germánico sobrevivió cerca de 850 años si bien en la mayor parte de este tiempo la unión de los estados germanos que lo conformaron fue demasiado frágil. En sus primeros tres siglos el Imperio jugó un papel fundamental en los conflictos que surgieron entre el poder de la Iglesia frente al de los emperadores, conocido históricamente como la Querella de las Investiduras. El conflicto se debió al intento de la Iglesia de suprimir la intervención del emperador en la designación de obispos y abades, religiosos con cargos claves y vinculados a intereses políticos y económicos de los que éste esperaba fidelidad, en los territorios imperiales. Así, la investidura laica; es decir, el hecho de que el emperador, un personaje no perteneciente a la Iglesia, les otorgara su cargo, fue condenada por el Papa Nicolás II en 1059 y prohibida expresamente por Gregorio VII unos años después. El entonces emperador Enrique IV reunió a la Dieta de Worms y argumentando su autoridad “destituyó” al Papa. Gregorio VII respondió con la excomunión del emperador. El conflicto se agravó cuando surgió la guerra civil en el Sacro Imperio Romano Germánico, apoyada por el Papa, para destituir al emperador, lo que provocó -luego de ser aplastada dicha rebelión- el ataque y saqueo de Roma por los ejércitos de Enrique IV y la expulsión de Gregorio VII que murió desterrado en 1085. El interés de los reyes consistía en que los obispos reconocieran y se sometieran a la autoridad del rey, por lo que los conflictos continuaron. San Anselmo, nombrado arzobispo de Canterbury, entró en conflicto con el rey Enrique I de Inglaterra por este asunto, pero en 1107 se pudo encontrar una solución. El Concordato de Worms de 1122 entre el Papa Calixto II y el emperador Enrique V estableció que la Iglesia tenía derecho a elegir a los obispos pero en presencia del emperador, quien otorgaría las tierras y rentas vinculadas a un obispado por la investidura de un cetro sin carácter espiritual. Pero en 1157 Federico I Barbarroja, tratando de intervenir en los conflictos de la nobleza germana y el autogobierno de las ciudades italianas, argumentó su derecho por el carácter sagrado de su corona. Sus declaraciones debilitaron seriamente su relación con el Papa Adriano IV quien estableció que Federico poseía el Imperio en calidad de feudo papal; es decir, otorgado por el Papa a través de la coronación, a lo que éste respondió, con el apoyo de los obispos germanos, que su dignidad imperial procedía sólo de Dios y no del Papa. En este caso el emperador fue derrotado por las ciudades italianas de la Liga Lombarda, que logró su independencia de la autoridad imperial. Federico II renovó en el siglo XIII los esfuerzos del Imperio para dominar las ciudades italianas y al Papado, pero no tuvo éxito. La muerte de Federico II en 1250 dejó vacante el trono imperial y trajo nuevas disputas por la sucesión que se resolvieron estableciendo el sistema electivo que no funcionó, pues los emperadores en turno debían atender distintos territorios y se mostraron incapaces de poner bajo control el Imperio. De todos modos, la Iglesia nunca pudo manejar con total independencia los asuntos eclesiásticos en el Imperio o los nuevos reinos europeos, mientras que éstos debieron esperar para desligarse de Roma hasta la Reforma Protestante o incluso las Revoluciones Liberales. Las invasiones bárbaras causaron en general un retroceso cultural, artístico y científico en Europa. Pero también se desarrolló una nueva cultura sumamente influida por el cristianismo, producto de la labor de evangelización, conversión, traducción y enseñanza que llevó a cabo la naciente Iglesia. Dicha institución se convirtió en depositaria del conocimiento a través de las Escuelas Catedralicias y Monásticas, centros de enseñanza organizados en torno a conventos y catedrales. De la Antigüedad perduró la enseñanza de las siete artes liberales: el trívium o iniciación (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium formado por materias avanzadas (aritmética, geometría, astronomía y música). Sin embargo, el legado cultural de la Alta Edad Media es de carácter religioso pues el catolicismo era el centro de la vida comunitaria y privada. Así, la Iglesia desarrolló un dominio ideológico con fuerte impacto en la cultura que, además de convertirse prácticamente en la única institución que podía atender o desarrollar la educación y el conocimiento, impuso sus valores y creencias sobre toda la sociedad. Así, arte, arquitectura (primero Románica y luego Gótica), moral, concepciones, costumbres, política, etc. llegaron a tener un marcado contenido religioso. En particular, la ciencia y el conocimiento se vieron afectados por los dogmas de fe y las autoridades impuestas por la Iglesia que provenían de los concilios, el Antiguo Testamento, los Evangelios, los planteamientos filosófico-teológicos de los Padres de la Iglesia (Patrística), de textos grecolatinos escogidos -sobre todo Platón y Aristóteles- y de ciertos autores avalados por el catolicismo, en su mayor parte anteriores al siglo X. Igualmente, ocurrió un abuso de la lógica (Ergotismo) para realizar demostraciones argumentativas separadas muchas veces de evidencia material o comprobación práctica. A esta forma de pensamiento, característica de la Iglesia durante buena parte de la Edad Media (siglos XI al XV) se le llama Escolástica. Sin embargo, a partir del siglo XII se reinició un estudio más crítico de la lógica y la filosofía (Nominalistas y Universalistas) e incluso de la ciencia con figuras como Roger Bacon (1214-1294) y Guillermo de Okham (1285-1349) que preparó el terreno para nuevas ideas. Destacaron intelectuales como San Agustín de Hipona (354-430) con sus obras Confesiones y La Ciudad de Dios, San Anselmo (1033-1109), Pedro Abelardo (1079-1142), Tomás de Aquino (1225-1274) con su libro Suma Teológica, Alberto Magno (1200-1280) y Juan Duns Escoto (1266-1308). El Imperio Bizantino Bizancio fue el primer nombre de la actual Estambul, capital del Imperio Romano durante el gobierno del emperador Constantino (306-337 d.C.), quien la eligió por su estratégica posición comercial a las puertas del Mar Negro, la reconstruyó en el 330 d.C., consolidó el cristianismo en ella y la nombró Constantinopla. Tras la división del Imperio por el emperador Teodosio en el 395 d.C. se convirtió en la capital del Imperio Romano de Oriente, cuyo primer gobernante fue Arcadio hijo mayor de aquél. A diferencia de su contraparte occidental, entre los años 395 y 476 -época en que Roma fue invadida y asolada- el Imperio Romano de Oriente vivió una época relativamente pacífica e incluso de cierta prosperidad, gracias a que la mayoría de las invasiones bárbaras no se dirigieron a esta región y las que lo hicieron fueron rechazadas. Así, fueron eslavos y mongoles -y no tanto germanos- quienes intentaron, sin éxito al principio, ocupar la zona de los Balcanes. De hecho, el Imperio Bizantino se expandió durante el siglo VI ocupando territorios en Europa occidental que arrebató a los invasores bárbaros. Acompañada esta expansión por el auge comercial de los siglos IV, V y VI la situación del Imperio Bizantino fue privilegiada durante esta época inicial que sentó las bases para su desarrollo, el cual se prolongó por más de mil años hasta que fue conquistado por los turcos en 1453 d.C. Durante ese tiempo hubo nueve dinastías de emperadores, la mayoría caracterizada por frecuentes rebeliones, golpes de estado e incluso asesinatos. El gobierno adoptó la forma de una monarquía teocrática donde el emperador centralizó el poder y su autoridad se impuso a la población a través de tres cuerpos fundamentales: la burocracia, el ejército y la Iglesia. El ejército mantenía las fronteras y la estabilidad política al interior del imperio recibiendo como paga altos salarios y tierras. La burocracia era numerosa: el imperio se dividía en prefecturas, diócesis y provincias a cargo de gobernadores y jefes militares (prefectos y pretores) que actuaban por separado. Existía un amplio grupo de funcionarios de justicia que iban desde la corte del emperador hasta tribunales inferiores o provinciales. Otros burócratas regulaban y fiscalizaban la economía, particularmente el comercio, cobrando impuestos, aduanas y multas. El Estado impulsó las actividades agropecuarias, el comercio, la artesanía y la conformación de una red de caminos y rutas comerciales, apoyando la formación de latifundios como principal forma de propiedad de la tierra en manos del ejército. Finalmente, la Iglesia, sujeta por completo a la autoridad del emperador, santificaba y justificaba el poder del monarca, dirigida por el obispo o Patriarca de Constantinopla. El cristianismo era la religión oficial, pero la Iglesia Bizantina no reconocía la autoridad de Roma, usaba el griego en vez del latín y conservó usos de los cristianos primitivos que la Iglesia Católica abandonó. La rivalidad entre la Iglesia romana y la de Constantinopla fue en aumento hasta que ocurrió el Cisma de Oriente en 1054 d.C. separándose definitivamente ambas religiones y adoptando la Iglesia Bizantina el título de Ortodoxa (“verdadera”) a diferencia de la romana que usó el de Católica (“universal”). Cabe destacar que el cristianismo ortodoxo se difundió entre los pueblos de Europa oriental, en su mayoría eslavos, como parte de la influencia cultural del Imperio Bizantino en esa zona. El reinado de Justiniano (527-565 d.C.) representó el momento de mayor desarrollo del Imperio Bizantino. Intentó recomponer el Imperio Romano y emprendió conquistas en el Occidente dominado por los bárbaros. Para ello aseguró la paz con los persas, que amenazaban las fronteras asiáticas, y aplastó la sedición de Nika en 532 d.C.. En África el general Belisario derrotó a los vándalos, terminó con su reino y se apoderó de Cartago, Córcega, Cerdeña y las Baleares en el 533 d.C. Inmediatamente, Justiniano inició la conquista de la Italia ostrogoda que lograron los generales Belisario y Narsés en 555 d.C. Justiniano ordenó la compilación de las antiguas leyes romanas para combatir la corrupción y hacer más eficaz la administración de justicia, aunque abolió los consejos ciudadanos y transfirió sus competencias a obispos y terratenientes. La comisión nombrada fue presidida por los juristas Triboniano, Teófilo y Doroteo, que revisaron y clasificaron las leyes promulgadas desde el emperador Adriano para producir el Digesto (resumen de la jurisprudencia romana), las Instituciones (manual de Derecho para estudiantes), las Novelas (recopilación de leyes posteriores al fin de Roma) y el Código (conjunto de leyes rescatadas, renovadas y organizadas). Tal conjunto de obras entraron en vigor entre 533 y 534 d.C. y se conocen como Código de Justiniano, el cual tuvo gran influencia en Europa occidental cuando comenzó a difundirse con el nombre de Corpus Iuris Civilis (Código de Derecho Civil). Finalmente, se debe mencionar que la cultura bizantina se diferenció en buena medida de la que se desarrolló en Occidente, sobre todo porque este imperio fue un centro que difundió la civilización, el cristianismo y la cultura grecolatina en Europa Oriental, además de recibir y llevar influencias culturales de las civilizaciones asiáticas a Europa gracias al comercio. A pesar de haber formado parte del Imperio Romano, la cultura bizantina fue en realidad una prolongación de la cultura griega con distintas influencias de Roma. Así, el helenismo definía casi todas las manifestaciones culturales de la sociedad bizantina, y la tendencia a sustituir elementos romanos por griegos fue acentuada además por la Iglesia Ortodoxa y el propio Estado a través del uso de la lengua griega y la difusión de un cristianismo propio como factores de unidad cultural en el Imperio. Además del Derecho, se produjeron obras históricas como Historia de las Guerras del historiador Procopio, que narra de primera mano las conquistas de Justiniano en el Mediterráneo y las batallas contra los persas en el Oriente, o La Alexiada de Ana Comnena. Otras obras literarias fueron el Timarión, el Filopatris y el Manzaris entre muchas otras. El pensamiento bizantino se nutrió de los patriarcas de la Iglesia Ortodoxa, el rescate de los filósofos griegos y las influencias orientales con las que tenía contacto cercano. En las artes se advierte el predominio de la decoración cristiana (glorificación de Cristo, la Virgen, los apóstoles, santos) y la influencia greco-oriental en las formas. Además de la arquitectura religiosa, destaca la decoración interior de dichos templos con iconos o retratos de personajes cristianos pintados, en mosaico o bien en relieve. El Islam Hasta el siglo VII d.C. los árabes -pueblo de origen semita- restringían su desarrollo a la Península Arábiga y las regiones cercanas como Persia, Mesopotamia, Siria, Palestina y Egipto con las que tenían contacto a través del comercio que muchos de ellos practicaban en caravanas. De hecho, la mayor parte de la población estaba compuesta por badawi o beduinos (“morador del desierto”), nómadas o seminómadas que habitaban las zonas desérticas de las regiones señaladas y llegaban a establecerse temporalmente en aldeas o pequeños poblados, aunque también existía cierta población sedentaria en los oasis y las regiones más fértiles del extremo suroeste de la península. En otro tiempo la Península Arábiga fue escenario de reinos propios y conquistas de otros pueblos. Así, se desarrollaron los reinos mineo (1200-650 a.C.), sabeo (930-115 a.C.) y himyarí (115 a.C.-525 d.C.) en la partes más altas y con mejor abastecimiento de agua del suroeste de la península, aunque generalmente con escasa duración. Pero la región norte también estuvo ligada al desarrollo de culturas como el Reino Nabateo y su capital Petra (siglo I a.C.-106 d.C.), cuya escritura evolucionó hasta la escritura árabe empleada en el Corán. En el 106 d.C. Roma conquistó esta región y la convirtió en provincia imperial (Arabia Petrae), aunque desde el siglo III distintas regiones de la península fueron conquistadas por abisinios (suroeste) -que introdujeron, por cierto, el cristianismo monofisita- y persas (noreste) -con sus tradiciones religiosas orientalesimpidiéndose así la integración del pueblo árabe. Además, la diáspora judía del 70 d.C. y la expansión de los primeros grupos cristianos influyeron también en las creencias de la región, sobre todo a través de los contactos de los comerciantes árabes con el judaísmo y el cristianismo de Palestina. De esta forma, distintas influencias culturales y religiosas se sobrepusieron a las más antiguas y primitivas de la población árabe sedentaria y beduina, que tenían un carácter fetichista, animista, politeísta y astrológico. Así por ejemplo en La Meca -ciudad santa de los beduinos en el centro-oeste de la península, que se había mantenido relativamente independiente de las conquistas y reinos mencionados- se veneraba desde entonces a la Kaaba, un edificio de piedra en forma de cubo y sin ventanas que luego se relacionó con el patriarca hebreo Abraham quien se dice la construyó. En la esquina sur de la Kaaba se encuentra la Piedra Negra, supuestamente entregada por el Arcángel Gabriel a Abraham. En esa ciudad nació Mahoma o Mohamed (570-632 d.C.) futuro profeta del Islam que, aunque devoto de los cultos tradicionales, terminó por implantar entre los árabes la fe monoteísta fruto del contacto con el judaísmo y el cristianismo en sus años como conductor de caravanas y que se convirtió en el gran factor de unidad nacional entre los árabes. Según la tradición, Mahoma se retiró a meditar en el Monte Hira donde se le apareció al Arcángel San Gabriel con un mensaje de Dios, a quien le dio el nombre de Allah o Alá, presentándose luego ante su pueblo como un profeta. Desde luego, pueden observarse con toda claridad las influencias judías y cristianas en la nueva fe predicada por Mahoma. Sin embargo, su doctrina y predicaciones le enemistaron con algunos sectores de la población de La Meca para quienes el monoteísmo representó una amenaza a los cultos tradicionales y, sobre todo, para las ganancias que la ciudad obtenía de los peregrinos que acudían al santuario de la Kaaba. Amenazado y expulsado, el Profeta abandonó La Meca en el 622 d.C. (año cero del calendario musulmán que nombra este suceso como la Hégira) y se estableció en la ciudad de Yatrib -al norte de La Meca- que pasó a llamarse Medina (“ciudad del Profeta”). Ahí, Mahoma predicó el Islam o “sumisión a la voluntad de Alá” y estableció los mandamientos de los nuevos fieles conocidos como los cinco pilares del Islam: 1) la shahada o profesión de fe, que implica para el creyente o musulmán decir “doy fe de que no hay más divinidad que Dios y que Mohammad es el mensajero de Dios”, 2) la oración o azalá, que debe realizarse cinco veces al día en dirección a La Meca, 3) el ayuno o swam, que se practica una vez al año durante el mes sagrado del Ramadán, 4) el hajg o peregrinación a La Meca al menos una vez en la vida y, 5) el azaque o donativo para ayudar a los pobres y mantener el culto. Estos preceptos y las enseñanzas de Mahoma fueron recogidos por sus discípulos en el Corán, el libro sagrado de la religión islámica. Mahoma consiguió unir a los árabes con el Islam y les impuso un mandato más, ordenado por Alá: difundir la nueva religión entre los infieles y, en su caso, realizar la Yijad o “pelea por el sendero de Alá” (mal llamada “guerra santa”) conforme a los principios del Corán: “Combatid en el camino de Dios a quienes os combaten, pero no seáis los agresores. Dios no ama a los agresores. Matadlos donde los encontréis, expulsadlos de donde os expulsaron.” (Corán, 2, 186187). Así, Mahoma y sus primeros seguidores se dirigieron contra La Meca que tomaron en 630 d.C., respetando sólo el santuario de la Kaaba que se convirtió en el centro de las peregrinaciones musulmanas. A continuación, Mahoma inició una campaña para convertir a los beduinos del desierto, y a su muerte en el 632 d.C. los árabes ya constituían una nación unida por la religión islámica. Los sucesores de Mahoma -con autoridad tanto política como religiosa- fueron llamados califas (“sucesores del Profeta”) y en tan solo doce años, Abu Bakr primer califa, rico comerciante y suegro del Profeta, llevó la nueva fe a Palestina, Siria y Egipto derrotando a los ejércitos bizantinos con un motivado ejército cuya valentía era estimulada por la promesa del paraíso para los guerreros muertos en combate. Gobernando desde Medina, los primeros califas organizaron los territorios conquistados en provincias contribuyentes. Sin embargo, la unidad religiosa se fracturó muy pronto. Tras el asesinato del califa Alí, yerno de Mahoma, el general Muawiyah gobernador de Siria se convirtió -en el año 661 d.C.- en el nuevo califa. Muawiyah hizo los arreglos políticos necesarios para heredar a su propia familia el título de califa y trasladar la capital del imperio a la ciudad de Damasco en Siria, con lo que estableció de hecho la Dinastía Omeya. La unidad espiritual se rompió cuando un sector de musulmanes -conocido desde entonces como chiíta- planteó que el califato debía estar reservado sólo para los familiares o descendientes de Mahoma como había ocurrido hasta entonces, enfrentándose al nuevo califa Muawiyah. Otro grupo musulmán -al que se denominó sunitaapoyó al nuevo califa y estableció que los califas deberían ser elegidos por los fieles. A pesar del conflicto religioso, que divide al Islam hasta nuestros días, los omeyas lograron mantener la unidad política y continuar la expansión árabe durante una segunda etapa que dirigió el Califato Omeya de Damasco, gobernado por los sunitas, entre los años 661 y 750 d.C. Luego de conquistar toda África del Norte, los musulmanes invadieron la Europa germana cuando llegaron a España en el año 711 d.C. El reino visigodo ahí existente se derrumbó y para el 725 la mayor parte de la Península Ibérica se había convertido en una provincia musulmana con capital en Córdoba. Intentaron tomar Constantinopla pero fueron derrotados en el 718 por lo que tuvieron que coexistir con el Imperio Bizantino al que le habían arrebatado ya varios territorios. Igualmente, fueron derrotados en el año 732 por Carlos Martel en el sur de Francia. Ambos fracasos detuvieron sin duda la expansión musulmana en Europa y permitieron que los Reinos Germánicos sobrevivieran. Con todo, tras un siglo de expansión, el Califato Omeya había logrado extender los dominios árabes hasta Europa Occidental, África del Norte y los límites de India y China por el Oriente, islamizando Mesopotamia, Persia y Afganistán. Sin embargo, en la tradición islámica los califas omeyas son considerados como tiranos poco interesados en el cumplimiento de los principios religiosos y concentrados en el control político y económico que favoreció sólo a ciertos sectores del ejército en los territorios conquistados, sin olvidar que para los chiítas su gobierno careció de toda legitimidad. En el año 750 d.C. la Dinastía Omeya fue derrocada por una revuelta iniciada en la provincia de Jurasán, al noreste de Persia, donde algunas facciones del ejército árabe resentidas por haber sido excluidas del poder y la riqueza generada por la política omeyaexigieron el fin del gobierno de esta familia. Sin embargo, el omeya Abd al-Rahman I consiguió llegar hasta Al-Andalus (España) y fundó un emirato independiente gobernado por una línea de descendientes omeyas en el exilio entre el 756 y el 1031 d.C, uno de los cuales, Abd al-Rahmán III, tomó el título de califa y convirtió dicho emirato en el Califato de Córdoba (929 d.C.) que se mantuvo independiente del Imperio Árabe. La ciudad de Córdoba alcanzó un gran esplendor económico y cultural manteniendo el predominio territorial en la Península Ibérica, aunque hacia el año 1031 se fragmentó en los llamados Reinos de Taifas cuya desintegración permitió la Reconquista española y la conformación de España como Estado-Nación. El Califato Omeya fue sustituido por el Califato Abasí (750 -1055 d.C.) gobernado por los descendientes de Abbas, tío de Mahoma, que fundaron la Dinastía Abasida. El segundo califa de esta dinastía, Al-Mansur, ordenó que la capital del imperio se trasladara a Bagdad en el año 762. La expansión árabe heredada de los Omeyas dio al imperio una riqueza enorme, nuevos grupos étnicos, lazos comerciales con el Imperio Bizantino y contactos con la cultura persa, griega, egipcia, hindú y romano-germánica. Como resultado, el Islam produjo una rica civilización que sintetizó la herencia de distintas tradiciones culturales. De este modo, bajo el gobierno abasí la filosofía, historia, literatura, medicina, matemáticas, química y otras ciencias tuvieron un auge importante, al tiempo que se realizó la traducción al árabe de obras de Aristóteles, Platón, Euclides, Galeno y otros pensadores antiguos en ciudades como Bagdad, El Cairo o Córdoba que tenían bibliotecas, hospitales y academias. Entre las obras literarias más importantes están las crónicas de viaje de Ibn Khrradadhbin y los relatos de Ibn Battuta, Las mil y una noches, Aladino y la lámpara maravillosa, Alí Babá y los cuarenta ladrones y Simbad el marino que son una importante fuente de información de la vida del mundo árabe medieval. Aportaron procedimientos, sustancias y conceptos como el alcohol, la amalgama, la destilación, la droga, el álgebra, los alambiques y el promedio matemático. Aunque no pudieron practicar la disección por razones religiosas los médicos árabes fueron excelentes farmacéuticos y estudiaron -en obras como el Canon de la medicina del filósofo y médico Avicena- la importancia de los factores dietéticos y ambientales para el origen y tratamiento de enfermedades, traducido al latín en Europa en el siglo XII. En el siglo X Al Razí escribió textos fundamentales de la medicina como su Tratado sobre la viruela y el sarampión donde ofrece la primera descripción conocida de esta enfermedad. Por lo que se refiere al arte islámico destaca la arquitectura que se erigió en España, la India, El Cairo, Damasco y Bagdad. Sus construcciones típicas son la mezquita, la tumba, la torre, el minarete, el palacio y el fuerte, aunque también destacan los baños y las fuentes. Cabe destacar que el Islam no insistió en la conversión de los pueblos vencidos -al menos de cristianos y judíos- pues el Corán anima a respetar las religiones de la Biblia y que sus relaciones con otras culturas fueron notables en el plano comercial. Hacia el 758 d.C. había mercaderes musulmanes instalados en Cantón, China, y un siglo después habían llegado chinos a Bagdad. La fabricación del papel se difundió por esta vía en los territorios árabes, incluida Europa. El sistema de “numeración arábiga” -incluyendo el cero- se originó de hecho en la India pero fue adoptado en esta época por la civilización islámica y transmitido luego a Occidente. Además, es evidente que buena parte del conocimiento e incluso de la tecnología de la India o de China sobrepasaba en muchos aspectos (arquitectura, geografía, matemáticas, brújula, pólvora, navegación, etc.) al de Europa en la Alta Edad Media. Por ello es importante reconocer que el Islam tuvo un papel fundamental como puente entre Oriente y Occidente. A partir del siglo X los califas abasíes pierden la unidad política del Islam: distintos grupos gobernantes en las provincias, la rivalidad entre chiítas y sunitas, familias que reclaman la descendencia del Profeta y grupos étnicos distintos a los árabes desafían su autoridad en diversas regiones del imperio. Así, el mundo islámico se fragmentó políticamente y perdió poco a poco su poder expansionista frente a otros pueblos como los turcos o los mongoles. Estos últimos saquearon Bagdad en el año 1258 y asesinaron al último califa abasí. Sin embargo, su fuerza religiosa no cesó pues el Islam se difundió todavía por el norte de la India, Sumatra (1290), Malasia (1400), Java y las Molucas (1450-1490). El Feudalismo El Feudalismo fue el sistema político y social que imperó en Europa durante la Edad Media. Tuvo su origen en la anarquía producida por el continuo estado de guerra que provocaron las constantes e interminables invasiones y el colapso de la autoridad monárquica de los Reinos Germanos, sobre todo del Imperio Carolingio. Se caracterizó por la concesión de feudos (grandes extensiones de tierras) a cambio de subordinación política y servicio militar, contrato que era sellado con un juramento de fidelidad -conocido como homenaje- entre quien otorgaba la tierra y el que la recibía, el cual se convertía por este medio en vasallo de aquél. Dicho término, de origen gaélico y que significa “sirviente”, fue adoptado por Carlos Martel al dar fincas temporales a sus militares para sufragar los gastos de guerra. De este modo, los señores feudales se convirtieron progresivamente en dueños de la tierra, sobre todo al comenzar a heredarla ya hacia el 1000 d.C., para mantener un sistema político y militar que apuntalara a los grandes reyes, caudillos u otros señores feudales, pues el vasallo tenía derecho a otorgar partes de su feudo a terceros, lo que le convertía a su vez en señor de otros vasallos y conformó toda una jerarquía terrateniente con títulos, importancia y relaciones de dependencia entre sí que variaban enormemente. Al interior de sus respectivos feudos cada señor impuso el régimen señorial para organizar las relaciones sociales y la explotación económica de los campesinos que vivían en sus tierras, el cual sobrevivió -a diferencia del Feudalismo- hasta la Edad Moderna. Así, en el siglo IX el rey Alfredo el Grande de Inglaterra decretó que todo hombre debía tener un señor, pero ya desde fines del siglo III d.C. un edicto romano había establecido que todo coloni o campesino dedicado a cultivar la tierra de otros debía permanecer en ella junto con sus herederos a cambio de poder conservar su usufructo, sin importar que fueran hombres libres o esclavos. Semejante disposición llevó a los grandes terratenientes romanos a ejercer el poder de pater familias sobre los “colonos” de sus tierras. De ese modo obtuvieron ingresos económicos de sus campesinos, se convirtieron en “señores” de hombres, explotaron todas las ventajas económicas de sus propiedades y adquirieron en la práctica facultades políticas en la región, ya fuera por concesión, usurpación o ausencia del gobierno romano de los últimos años. Al centro del latifundio se encontraba la villa o residencia del propietario que incluía cocina, panadería, bodegas, talleres, establos, graneros y sótanos donde los trabajadores domésticos podían alojarse. Los coloni vivían en casas independientes que formaban una aldea. Ya desde entonces las tierras se dividían entre las cultivadas para el señor, las labradas para el sustento de los campesinos y los prados, pastos y bosques necesarios para la economía de autoabastecimiento impuesta en la gran propiedad territorial. De este modo, los pueblos germanos que invadieron el Imperio Romano occidental adoptaron este sistema -que existía ya en sus rasgos fundamentales- para sus feudos y señoríos, los cuales se establecieron muchas veces sobre antiguas propiedades romanas. Además, con las continuas invasiones la población se veía obligada a encomendarse al cuidado de un señor para protegerse, y el fracaso de la centralización política que intentó el Imperio Carolingio en el siglo IX consolidó el régimen señorial como forma de autoridad política local. Igualmente, ante la decadencia y el abandono de las ciudades romanas y la imposibilidad del comercio por las invasiones y la guerra, el localismo económico, el aislamiento y la autarquía reforzaron el control de la organización económica por parte del señor feudal. Como resultado, la población que vivía en sus dominios quedó bajo su jurisdicción para ser gobernado, juzgado, castigado, supervisado y explotado. Hacia el siglo X el término servidumbre se extendió para nombrar la relación de dependencia de los campesinos o siervos con respecto a su señor. Cabe destacar que el régimen señorial fue imitado por la Iglesia, que tenía sus propias tierras y campesinos. Los campesinos acudían ante el señor para presentar quejas o ser juzgados por delitos que hubiesen cometido y que podían terminar con la horca. Para cultivar sus tierras, el señor tenía derecho al servicio de sus campesinos. Cada uno le debía cierto número de días de trabajo a la semana y otros más en épocas de siembra, cosecha o faenas especiales. Podía construir molinos, hornos, caminos, puentes o lagares con el trabajo de éstos y cobrar luego su uso. Tenía derecho de aprobar o desaprobar los matrimonio entre sus súbditos, de exigir impuesto anual, gravar sus ingresos, exigir un impuesto de herencia a su muerte y reclamar sus tierras si morían sin herederos. Los campesinos tenían derecho a explotar ciertos recursos del señorío (pastos, bosques, etc.) mientras que otros estaban reservados para el señor. La costumbre era la ley del régimen señorial, declarada en los tribunales locales con la participación de los campesinos. El carácter militar de la vida que llevaron los señores feudales originó un género literario propio de la Edad Media conocido como Cantares de Gesta, conformado por relatos épicos sobre las hazañas militares o hechos de guerra de caballeros y personajes en las grandes batallas de la época que los juglares popularizaban entre la población y los copistas registraron como parte del saber y el conocimiento medieval. Entre dichas obras destaca la Canción de Rolando, el Poema del Mío Cid, el Cantar de los Aliscanos, el Cantar de los Nibelungos y el Cantar de los siete infantes de Lara. A partir del siglo XII, el desarrollo del comercio y el resurgimiento de las ciudades destacaron la importancia de la riqueza monetaria y escaparon al control de los señores feudales generando una economía alternativa al régimen señorial, el feudalismo entró lentamente en decadencia sucumbiendo ante la centralización del poder de los primeros monarcas que, apoyados en la naciente burguesía o en la Iglesia, disminuyeron la importancia del servicio y fidelidad de los vasallos. Con todo, el régimen señorial sí subsistió en Europa Occidental hasta la época de las Revoluciones Burguesas, en Europa Oriental hasta el siglo XIX y en Rusia hasta el XX. El Cristianismo y la consolidación de las Iglesia Católica Con la caída del Imperio Romano y la penetración de los bárbaros en Europa el cristianismo se convirtió en el único factor de identidad cultural y unidad de la población. Bajo la autoridad de los primeros pontífices, la Iglesia Católica se convirtió en una institución muy influyente cuyo poder fue cimentado y ratificado por el Reino Franco y Carlomagno. Además, al desmembrarse en múltiples señoríos el Imperio Carolingio el Papado, fuertemente centralizado, se convirtió en el único poder que tenía influencia sobre todo el ámbito europeo. San Pablo (ca. 10-62 d.C.) fue el primer teólogo del cristianismo y el más importante de sus misioneros, incluso por encima de los discípulos originales de Jesús de Nazareth. Realizó tres viajes conocidos por sus famosas cartas a distintos pueblos todavía no evangelizados, de ahí su recorrido por Fenicia, Siria, Turquía, Macedonia, Grecia e Italia. Por su parte, San Pedro ejerció una enorme influencia en los primeros años de la Iglesia primitiva de Jerusalén y, tras evangelizar algunas regiones, llegó hasta Roma donde fue martirizado. Las comunidades cristianas fundadas por los primeros misioneros se organizaron inicialmente de formas distintas y llegaron a tener, incluso, variantes con respecto a las creencias religiosas fundamentales. La Primera carta a los corintios de San Clemente I (ca. 96 d.C.), primer obispo de Roma, contiene ya los primeros elementos de la doctrina de la Sucesión Apostólica que, aunque formalizada después, planteó que los ministros de la Iglesia eran sucesores de los apóstoles de Cristo, quienes habían recibido directamente de éste su misión y poder. Con ello se remarcó la supremacía del obispo de Roma sobre otras iglesias pues, según la tradición, Clemente conoció y trabajó con San Pedro y San Pablo para formar la primitiva comunidad cristiana de la capital del imperio y se convirtió en obispo tras el martirio de Pedro, nombrado por Jesús como “la piedra sobre la que edificaré mi iglesia” y a quien le encomendó “las llaves del Reino de Dios”. Así, el obispo de Roma se convertía -con exclusividad- en el “Sucesor de San Pedro” y “Vicario de Cristo”, dando lugar a la primacía de la iglesia romana y al nombre de Papa (“padre”) para su obispo. Pero la comunicación entre las distintas comunidades cristianas y sus obispos era débil por la clandestinidad, las distancias y la inestabilidad de los últimos años del Imperio Romano, por lo que estas atribuciones pasaron al principio inadvertidas. El Papa Esteban I (254-257 d.C.) fue probablemente el primero que estableció que la tradición de la Iglesia romana era normativa para las demás. Desde luego, fue la libertad de cultos y la incorporación del cristianismo como religión oficial del imperio, a raíz del Edicto de Milán (313 d.C.) del emperador Constantino, que la Iglesia pudo organizarse mejor e iniciar sus esfuerzos de unificación. A pesar de haber sufrido también las invasiones bárbaras, se lanzó a evangelizar Europa Occidental y apoyada por el Reino Franco y Carlomagno, estableció definitivamente las bases de su poder temporal. La comunidad cristiana de cada ciudad se organizó en torno a un obispo, cuya área de jurisdicción se conocía como diócesis u obispado. Posteriormente, los obispados de cada provincia romana quedaron bajo la jurisdicción de un Arzobispo. Una razón por la que la Iglesia necesitó una organización centralizada y bien estructurada fue el combate a las herejías. A medida que el cristianismo se difundía, surgieron interpretaciones contradictorias sobre los principios, acontecimientos y doctrinas elementales de la nueva religión. Cuestiones como el carácter divino o humano de la naturaleza de Cristo tuvieron gran importancia. Estas diferencias doctrinales también se convirtieron en cuestiones políticas que dieron origen a facciones dentro de la Iglesia que lucharon entre sí. El Donatismo y el Arrianismo fueron las dos grandes herejías del siglo IV. Donato fue un sacerdote del norte de África que enseñaba que los sacramentos de la Iglesia –medios por los que un cristiano recibía la gracia de Dios– no eran válidos si los administraba un sacerdote inmoral o alguien que hubiera renegado de la fe durante las persecuciones, mientras que los seguidores de Arrio, sacerdote de Alejandría, señalaban que Jesús había sido humano y, por tanto, no era Dios mismo. El emperador Constantino, perturbado por la controversia, convocó el primer concilio ecuménico de la iglesia; esto es, la primera reunión con representantes de todas las comunidades cristianas para unificar la doctrina, llamado Concilio de Nicea en el año 325 d.C. Dicho concilio condenó el arrianismo y declaró que Cristo era de “la misma substancia de Dios”. Otra forma de consolidación de la Iglesia fue la aparición del monacato; es decir, los grupos de cristianos que se aislaban para dedicarse a la vida espiritual y recibieron el nombre de monjes, que tuvo sus orígenes en Egipto durante el siglo IV. Dicha institución se extendió rápidamente en Italia y el sur de Francia, donde San Benito de Nursia (480-547), abad del monasterio italiano de Montecassino, estableció la Regla Benedictina –doctrina sancionada por el Papa Gregorio I Magno a fines del siglo VI– que regulaba la práctica monástica y dio origen a varias comunidades de religiosos. Sobre esta base surgieron propiamente las órdenes religiosas, siendo la primera la que se formó en la Abadía de Cluny (Cluniacenses) hacia el año 909 d.C. que se transformó en el monasterio más influyente de Francia y Europa. Posteriormente se formó la Orden Cisterciense en el año 1098, fundada en la Abadía de Citeaux, Francia. Otras órdenes religiosas fueron los Franciscanos, comunidad fundada por Francisco de Asís en 1208, la Orden de Predicadores o Dominicos, fundada por Domingo de Guzmán en 1214, y los Agustinos, comunidades que habían seguido la Regla de San Agustín de Hipona pero que fueron unificadas como orden religiosa hacia 1244. Con todo, el Papa León IX debió realizar una campaña entre 1049 y 1054 contra el matrimonio sacerdotal y la simonía. En los años siguientes se dotó a los cardenales (miembros de la curia o consejo papal) del derecho exclusivo a la elección del Papa, medida que los convirtió en la cúspide de la administración eclesiástica. La Baja Edad Media y la influencia cultural de Oriente sobre Occidente En el año 1095, el Papa Urbano II asumió el liderazgo moral de Europa Occidental al proclamar la primera Cruzada, expedición militar que debían realizar los cristianos para recuperar “Tierra Santa”; es decir, Jerusalén y los lugares de peregrinación en Palestina, que habían caído bajo control de los musulmanes luego del retroceso de las fronteras del Imperio Bizantino. Pese a los triunfos parciales y las derrotas sufridas por los cristianos se realizaron varias expediciones más, siendo el rey Luis IX de Francia quien organizó la última Cruzada en 1270. Más allá de su carácter religioso, las Cruzadas ofrecieron enormes oportunidades comerciales a las pujantes ciudades de Occidente, sobre todo a las de Italia –como Génova, Pisa y Venecia– que por su posición en el Mediterráneo podían comunicarse con mayor facilidad con la región de Medio Oriente. De hecho, hacia el siglo XII Constantinopla, capital del Imperio Bizantino, se había convertido en el centro comercial del mundo medieval como resultado de su estratégica posición para el intercambio y distribución de productos entre Oriente y Occidente. Así, aunque al principio de la Edad Media dicho intercambio no pudo ocurrir por las constantes invasiones y cambios geopolíticos en los territorios que habían formado parte del Imperio Romano, los tiempos menos agitados de la Baja Edad Media permitieron el resurgimiento del comercio internacional. A su vez, dicho comercio dio paso al desarrollo de los mercatores (mercaderes) y ferias europeos que permitieron a las economías locales y aisladas de feudos y reinos obtener productos de lejanas tierras. En ese sentido, las Cruzadas contribuyeron significativamente a establecer rutas de acceso, puntos de llegada en los recorridos y enclaves cristianos en tierras musulmanas, abriendo nuevamente la comunicación por tierra y mar entre Europa Occidental, aislada durante la mayor parte de la Alta Edad Media, con Oriente. Muy pronto creció en Europa la demanda de productos orientales: seda de China, especias del sudeste de Asia, joyería y marfil de la India, trigo y pieles de Rusia así como lino de los Balcanes. Llegados a Constantinopla, se embarcaban hacia el Mediterráneo y el Norte de Europa. La actividad comercial reactivó la vida de los burgos o ciudades medievales que se sustrajeron al control de los señores feudales y permitieron el surgimiento de un nuevo grupo social: la . Así, durante la Baja Edad Media se conformó en Europa Occidental y al lado del Feudalismo y el Régimen Señorial una nueva economía que pronto entró en conflicto con éstos: el Mercantilismo. Dicha economía permitió el fortalecimiento de las ciudades, minó las bases del Feudalismo y preparó las condiciones para el surgimiento del Renacimiento y los grandes movimientos culturales de ruptura que pusieron fin a la Edad Media. Además, durante la Baja Edad Media el Papado perdió gran parte de su autoridad moral ante los constantes conflictos internos y externos. Así, ocurrió el Gran Cisma de Occidente en 1378 cuando un grupo de cardenales, enfrentados con el Pontífice, estableció un Papado paralelo en Aviñón. La cuestión se resolvió en el Concilio de Constanza (1414-1418) que permitió a Martín V restablecer el Papado en Roma, pero las medidas poco espirituales y cada vez más pragmáticas, políticas y materialistas de los siguientes pontífices terminaron por dar paso a la Reforma religiosa del siglo XVI. Con todo, para el siglo XII las escuelas catedralicias, sostenidas y organizadas por la Iglesia, eran los principales centros de educación en las ciudades. Pero la llegada a Europa de la ciencia árabe y de textos griegos no conocidos hasta entonces hizo evidente un cambio en la mentalidad y organización educativas. Fue así como surgieron en el siglo XIII las primeras Universidades constituidas por grupos de estudiantes y profesores que copiaron el esquema organizativo de los Gremios, tanto para el funcionamiento de la enseñanza como para la concesión o el reconocimiento de un grado. De este modo, los estudiantes equivalían a los aprendices, los bachilleres a los oficiales y los licenciados y doctores a los maestros, lo que permitió regularizar la enseñanza y establecer las condiciones que debían cumplirse para obtener un título. Toda la educación se impartía en latín y los grados eran reconocidos en cualquier lugar. No se aplicaban exámenes luego de una serie de lecciones, sino que un tribunal de maestros sometía al estudiante a un examen oral general después de un periodo de estudio que podía alargarse de cuatro a seis años. A principios del siglo XIII, el Papa Inocencio III estableció los privilegios de la Universidad de París que la hacían dependiente de Roma y no del Obispo, Se le eximía de impuestos y se le otorgaba el poder soberano en asuntos internos. Dicho proceso por el que las escuelas catedralicias se convirtieron en universidades se extendió paulatinamente a Bolonia, Montpellier, Oxford y Salerno, donde dichas instituciones se fundaron por bulas papales o decretos de reyes. Sin embargo, a pesar de este avance en la educación y el conocimiento que preparó la llegada de nuevas ideas que terminaron por oponerse a la Escolástica y el pensamiento medieval, surgió también durante la Baja Edad Media una institución que buscó controlar el pensamiento y la cultura europea para que no abandonara el recto camino de la fe marcado por las sagradas escrituras y las ideas proclamadas por la Iglesia: la Santa Inquisición. Dicha institución se conformó en el año 1231 con la bula Excommunicamus del Papa Gregorio IX con la misión de perseguir la herejía que había resurgido en Francia durante aquellos años. Con el tiempo, la Inquisición se convirtió en aparato de censura y revisión de la vida cotidiana y del pensamiento mismo, sobre todo cuando dichas actividades se alejaron progresivamente de las formas medievales y encontraron nuevos derroteros durante el Renacimiento y la Edad Moderna. Pero el retorno era imposible. Gracias a la España musulmana y al comercio con el Imperio Bizantino, Europa tuvo acceso a distintos aportes culturales como la irrigación, el cultivo de cítricos, la caña de azúcar, la pólvora, el papel, los números arábigos, técnicas para las manufacturas, conocimientos de medicina y manuscritos que incluían traducciones de escritos griegos entre muchos otros. En ciudades como Toledo estos textos se tradujeron al latín y se difundieron por Europa estimulando el resurgimiento del saber en el mundo cristiano. Así por ejemplo, Gerardo de Cremona debió ir a Toledo para encontrar una copia del Almagesto de Tolomeo, texto que resumía los conocimientos astronómicos del mundo clásico. Su traducción se convirtió en el libro básico de astronomía para las universidades europeas hasta la aparición de las teorías revolucionarias de Copérnico en 1543. Cabe recordar que el desarrollo del conocimiento durante la Edad Media prosperó más fuera de Europa, sobre todo entre los árabes y las civilizaciones de Oriente, aunque terminó beneficiando al Viejo Continente al ofrecerle las bases culturales necesarias para su futuro desarrollo.