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Copyright. Ocho Libros Editores Ltda. Derechos Reservados. Prohibida la reproducción parcial o total de este
libro por cualquier medio impreso, electrónico y/o digital sin la debida autorización escrita del editor y dueños
del Copyright.
E L C HILE
QUE NO ESTÁ EN
A MÉRICA
Ignacio Balcells, escritor
He llegado dos veces hasta la Isla de Pascua. La primera, desde Tahiti, por aire. Regresaba a la patria tras una
estadía en Europa, y la idea de que llegaría a Chile antes de pisar América me parecía rara, prometedora. La
segunda vez que fui a Pascua, años más tarde, lo hice en barco desde Valparaíso. Y entonces la idea de que
visitaría una isla polinésica sin dejar de estar en territorio chileno me parecía rara, incongruente.
Aunque las dos veces pisé el mismo suelo, no estuve en la misma isla.
La Isla de Pascua a la que llegué desde el otro lado del mundo fue una isla casi desierta, con un paisaje
semicoquimbano, un caserío de material ligero y unos habitantes con el aire vacuo típico de las colonias de
república.
La Isla de Pascua a la que llegué desde Valparaíso fue una isla semidesierta, con un paisaje polinésico
depurado, casi ático, y una población de mestizos orgullosos de un pasado que los deja chicos, corrompidos por un
presente que les ha puesto un precio, y paralizados por un futuro inexistente.
Situada en medio del Océano Pacífico, a tres mil setecientos kilómetros del continente americano, la pequeña
isla es una suerte de yapa territorial chilena. Por hacer una comparación que resulta casi grotesca, Pascua tiene el
tamaño de un fundo de rulo costero y dista de la costa de Chile más de lo que dista Río de Janeiro. ¿Qué
importancia podría tener para nosotros?
Sin embargo hay chilenos que presienten que Pascua es una posesión única, un solitario de primera agua, una
preciosa sortija, único indicio de que Chile tiene posada una mano en potestad sobre el océano. Ninguna otra isla
chilena o latinoamericana es de verdad oceánica como Pascua. Ningún otro país latinoamericano limita con otro
continente como limita Chile con Oceanía gracias a Pascua. Gracias a Pascua, la envergadura oceánica de Chile
está en proporción con su envergadura terrestre interminable: de Valparaíso a Pascua no hay menos país que de
Arica a Puerto Williams.
Pero, ¿qué tiene Pascua de chilena aparte de su pertenencia? Los geógrafos la describen como la última y más
aislada de las islas polinésicas. En Pascua, la población indígena todavía habla un dialecto canaca, y sus vínculos
con la remota Tahiti, familiares y culturales, están vigentes. Por otra parte, todos los pascuenses hablan castellano,
cosa que hace de la isla el último punto del Pacífico —océano que un día mereció el apodo de “lago español”— en
donde nuestra lengua es la común (¿Qué será del castellano en las Filipinas?).
Así, puesto que en Pascua se habla castellano porque la isla pertenece a Chile, es nuestra lengua la que debe
justificar tal posesión. Y debe justificarla por su canto.
PASCUA Y JERUSALÉN
Cuando fui a Pascua por mar, me embarqué en Valparaíso. Tres amigos fueron a despedirse, y uno de ellos,
Fabio, como quien trae un ramo de esas flores que vienen a oler recién en alta mar, me dijo que, según sus cálculos,
la Isla de Pascua ocupaba en el globo terráqueo la posición geométrica exactamente opuesta a la de Jerusalén.
Durante los once días y noches de navegación que siguieron, este dato no cesó de perfumar mi mente.
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ZARPE Y ARRIBO
El barco en que me tocó viajar era un carguero con un puñado de pasajeros raros. Raros porque todos
estábamos dispuestos a navegar diez días de ida y diez o más de vuelta para estar sólo dos o tres en la Isla de
Pascua, el tiempo que tomaría descargar el barco. Era un viaje inmenso y una estadía mínima.
El barco se llama Dungeness.
Y el último día de navegación, salí antes del alba de mi camarote y me instalé en la proa para ver la isla en
cuanto asomara en el oeste.
PASCUA Y PATMOS
Puse pie en la isla y me asaltó la convicción de que había llegado a uno de los lugares de mi vida.
Porque antes de conocer la Isla de Pascua conocí Patmos, la isla donde San Juan escribió el Apocalipsis, la isla
del discípulo, la isla del muchacho que el domingo de Pascua en Palestina entró al sepulcro de Cristo, vio nada y
creyó.
AMATORIA INSULAR
Una noche en la isla oí unos golpes en la puerta de la pieza en que alojaba. Pregunté: “¿Quién es?”, antes para
espantar que para averiguar algo. Los pasos disparejos que oí alejarse confirmaron la identidad de mi visita. En las
islas del Pacífico, la mujer que tiene un pie de elefante, o unos labios de liebre, o una espalda de dromedario,
reclama el mismo eros que sus hermanas hermosas.
Como cambia la reina a los ojos de su amante cuando deja su lecho y sube hasta el trono donde el rey la recibe
y la corte la agasaja, cambia la isla a los ojos del viajero que se aleja en un barco y la mira desde popa y la ve tan
distinta, tan circunspecta, tan complacida de estar de nuevo a la altura del Océano y de su abrazo soberano, que de
pronto comprende que la isla que se aleja es la isla que lo deja aunque él sea el que se va.
PASCUA Y LA PAZ DEL PACÍFICO
Todo lo anterior tiene que ver con la isla a la que se llega por mar y desde oriente, o sea, desde Chile. Para
quien llega a Pascua por aire, o sea instantáneamente, la visión es muy distinta, sobre todo si su escala anterior ha
sido alguna isla polinésica. De partida uno constata que el acuerdo ubicuo del mar y el cocotero, acuerdo que se
repite en miles de islas del Pacífico y que da pie a una forma parecida de morada humana, en Pascua no existe.
Nada de cocoteros, nada de ensueños de mares del sur. Y sin embargo, está claro que uno en Pascua tampoco ha
llegado a América. La isla casi desierta en un mar sin mancha, sus montes verdosos, sus costas de escoria, sus
llanuras pedregosas, sus volcanes en que vivaquean estatuas, el océano que cierra a su alrededor un horizonte
perfecto como un lazo, toda su geografía eremítica, y también su población enajenada, su tiempo de rosario, su
movimiento de ronda, su sonido de cantilena, todo acusa la singularidad extrema de Pascua.
La Isla de Pascua ya no es polinésica y todavía no es americana: ¿qué es entonces?
Ocuparse de la cuestión sería ocioso si la isla no fuera más que unas cuantas hectáreas de tierra volcánica con
una pequeña población de mestizos indígenas y mestizos continentales. Pero Pascua es más que eso.
En el Océano Pacífico, el más vasto de la tierra (dos veces mayor que el Atlántico y bastante más extenso que
todos los territorios del globo reunidos), al sureste de los grandes archipiélagos centrales, la Isla de Pascua es hoy
—por virtud de un pueblo cuya grandeza no depende de su misterio, y cuya desaparición informa pero no suprime su
presente—, uno de los lugares de la Tierra en donde un hombre puede saber qué es un mundo. Pascua no es en
absoluto un museo y es todo lo contrario de un campo de ruinas. Me atrevería a decir que la Isla de Pascua es de
los pocos sitios del mundo —Delfos es otro— el más vigente porque es el más esencial.
Una tesis antropológica sostiene que el pueblo rapa nui llegó a creer que su isla era toda la Tierra y que no había
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más hombres en el mundo. ¡Terrible doctrina! Imaginemos que el cielo no tuviera luna ni estrellas, y que la Tierra
girara alrededor del Sol en el vacío del espacio: ¿no sería muy distinta nuestra relación con ella? ¿No la tendríamos
por un milagro aterrorizante? Durante mil años los habitantes de la Isla de Pascua celebraron la presencia imposible
de su isla en el mar universal. Su fiesta aún dura.
Quien llega a la Isla de Pascua hoy lo hace a un océano enteramente inventado. El mar que guarda la pureza de
otras islas a tal punto que la estela de una canoa en el agua o la huella de un pie en la playa duelen como una
violación; el mar que en nuestras largas costas continentales se extiende enfrente como un ámbito ajeno, como una
zona de incursión, un traspatio, un botadero, un yacimiento, una banda de veranadas o una galería de miradores;
ese mismo mar en las islas de Pascua ni abomina del hombre ni está degradado por esté. En Pascua vivió un
pueblo que tuvo por sagrada la costa. Y así la levantóY el Océano Pacifico llega a Pascua aún hoy como un rey
desde el exilio a su realidad o (en castellano es bueno y verdadero comparar la mar con otra cosa cuando se
compara el mar con algo) como una novia con su ajuar de olas blancas. Muy lejos de Pascua, en el diminuto
Mediterráneo, la luz del día llega así a Delfos.
LA PRIMERA PIEDRA DEL OCÉANO
Para nuestro sentido del poder moderno —allanamos montes y secamos mares— la obra pascuense es mínima.
Pascua es un área terrestre triangular, de relieve accidentado, en la que los restos de estatuas y muros de piedra
esparcidos en sus costas son casi inaparentes. Deberíamos atribuir, por lo tanto, nuestras impresiones de la isla
exclusivamente a su conformación natural: ¿por qué no es así? ¿Y por qué, si encontramos tan potentes a los
moais, no podemos hacer tampoco la operación contraria y considerar la isla un mero soporte de ellos? ¿Qué hay
entre isla y obra tan poderoso que no es posible separarlas? El mar.
Gracias al mar la isla no empequeñece a los moais; gracias al mar los moais no eclipsan la isla. Hay una
proporción entre isla y moais, inmensidad intercalada. Los moais fueron colocados casi sin excepción en la costa y
mirando hacia tierra para que el hombre que llega ante ellos esté parado en el lugar donde la isla es mínima y el mar
máximo. Así, la isla y los moais no son separables porque en cierto modo ya están separados: los moais no están en
la isla misma, la isla no contiene a los moais, y el mar los reúne mediante el sublime artificio de la costa.
Una contrapuerta de esta unión tan delicada se puede encontrar en cualquier lugar del mundo —en Viña del mar,
por ejemplo—, donde haya algún moai sacado de Pascua. Una luciérnaga al sol conserva más de su realidad
luminosa que lo que el triste espantajo de piedra instalado en un parterre urbano conserva de su anterior soberanía
oceánica. He ahí un moai muerto. ¿Qué lo mató? ¿Lo mató una visión indigente, una visión incapaz de apreciar el
juego portentoso de mar, isla y estatuas que se da en Pascua? ¿Lo mató la doctrina de la autonomía de la obra de
arte? ¿Lo mató la estolidez de la codicia bien ejemplificada en los cuentos de niños por el ogro que colecciona los
ojos nada más de las bellas? No lo sé. De lo que sí estoy cierto es que ninguna malicia de edil que pretenda
reconstruir el entorno de tal moai secuestrado conseguirá proporcionarle un viso del esplendor que tuvo en Pascua.
¡Ah, si lo devolviéramos! ¿No sería un acto nunca visto, un acto a la altura del matrimonio del Dogo de Venecia
con el mar? Llevar el moai de vuelta a Pascua en un barco expresamente fletado, con poetas y músicos a bordo, en
un viaje ceremonial y visionario: ¿no sería poner la primera piedra de un Océano Pacifico realmente chileno? Si no
es con actos parecidos, ¿cómo va a despertar en nuestro pueblo la ardua fantasía oceánica? ¿De qué otro modo
dejará de ser Pascua la posesión remota, curiosa pero insignificante, que es hoy para Chile?
Si algo dice el dios del Pacífico, es: “Denme una isla y os entregaré el Océano”. ¿Qué hacer para entregarle
Pascua? ¿Bastará declararla monumento nacional? ¿Bastará facilitar el trabajo de arqueólogos, antropólogos y
lingüísticas? ¿Bastará explorarla con discreción como un hito del turismo mundial? ¿Bastará limitar las visitas a un
avión a la semana y un barco al año? Pero, ¿cómo vamos a amar Isla de Pascua sin frecuentarla? ¿Y cómo
frecuentarla sin aniquilar su soledad perfecta?
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Quien llega a Isla de Pascua hoy no llega adelantado. Ella está a punto de comenzar en nuestra lengua.