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Europa unida y desunida:
Oriente y Occidente
MARÍA RIAZA *
onstituye un tema de actualidad el
hablar de Europa. “Somos europeos”,
se oye decir, incluso se dice “ya” lo
somos (como si no hiciera siglos que
lo fuéramos). Lo europeo pide que se conteste a
una pregunta previa: ¿qué es Europa?
C
Se han llenado bibliotecas contestándolo. Yo
me pregunto —y mis lectores se preguntarán—
¿por qué una más? Yo pretendo que no sea una
más, ya que voy a adoptar otro punto de vista.
Toda pregunta lleva en su seno la contestación
(de ahí la importancia de esta formulación). La
pregunta, tal y como suele hacerse, tiene un
supuesto: Europa es el Occidente. Quiero
sustraer de este subsuelo esa obviedad (la
“mayor”, como a muchos les gusta hoy decir,
cuando no suelen saber que es eso de la
“mayor”): Europa es igual a Occidente.
* Profesora de Historia.
Yo, en cambio, voy a referirme (así es la
formulación mía) a una Europa partida en dos:
Oriente y Occidente. Si una realidad histórica o
social está partida, quiere decir que no goza de
buena salud. ¿Debe llamarse “una” Europa al
solo occidente? En esto vamos a centrar nuestra
reflexión, y vamos a hacerlo más bien desde ese
oriente preterido, sin abandonar completamente
el asiento occidental.
Y a eso voy. Dejando a un lado —ya no voy a
tratar de eso; no por ningún gesto de desdén—
las meras sinapsis económicas (admítase la
metáfora económica) entre las naciones
occidentales, vuelvo a formular la pregunta
(y suponiendo otro subsuelo): ¿qué
entendemos por Europa?
Lo que muchos entienden, tanto con
opiniones cultas como populares, o mejor
dicho lo que creen, sin reflexión, tal y como
Ortega entendía las creencias, es que Europa
es una unidad cultural y política de varios
países dentro del marco geográfico,
levemente confuso de Europa: Francia y
Alemania principalmente, después los Países
nórdicos e Italia, y con cierta “tolerancia”
España, Portugal e Inglaterra. Pero nada más
(dejemos a un lado los pequeños estados que
no perturban esta visión). Voy a referirme a
esta creencia y al peligro potencial que
encierra por lo inexacta y productora de
empecinamiento fanático.
Conviene saber cómo se produce esta
patológica fisura que ha llegado hasta hoy.
También por qué se ha producido. Y si
deseamos una noción de Europa efectiva,
verdadera (así como el café-café) habría que
descubrir la profundidad de esta rotura, para, en
su caso, buscarle remedio.
Creo que, sin realizar este esfuerzo, Europa no
sería nunca propiamente Europa. Una de las
partes de este complejo histórico ha mirado
hacia Occidente, y es más, se ha creído la única
Europa, y otra Europa de Oriente que se ha
constituido frente a ella y, a veces, contra ella
siempre con cierta condolencia respecto a la
incomprensión del otro pedazo. Incluso el
mundo europeo-oriental, el otro lado de la
fisura, ha revestido un cierto carácter resentido.
Además se trata de describir la hendidura, y
buscar su porqué: voy a hacerlo más bien (no
exclusivamente) desde el lado oriental. Es
quizás la posible novedad de este estudio.
El trabajo va a tener dos momentos
diferenciables: un primero, centrado en RomaBizancio (Constantinopla), y un segundo que lo
sería entre “Occidente” y “Rusia”. Vamos a
pasar ahora a tratar del primero de estos centros.
Roma y Bizancio.
La primera y la segunda Roma
Como se trata de una fisura, vamos, de intento,
a tomar un esquema metafórico tomado de la
geología: la situación dinámica de la corteza
terrestre.
Esta
corteza,
aparentemente
quiescente, es sin embargo móvil. Cuando nos
referimos de modo corriente a la tierra,
suponemos que está quieta o, al menos,
actuamos como si así fuera, lo ponemos entre
paréntesis. Y no es así. Este olvido cuesta, a
veces caro.
En la tierra hay una capa externa (con su
delgada “piel”, la biosfera) que se sostiene en
otra móvil: las llamadas placas tectónicas. La
tectónica de placas nos habla no sólo de su
composición, sino de sus movimientos. Estos
elementos van configurando la capa externa y
también moldeando sus cambios, los que
apercibimos. Los cambios visibles vienen de los
no visibles. Si queremos entender un
movimiento de tierras, un volcán por ejemplo,
tenemos que acudir a la tectónica de placas y a
su dinámica. Pasemos ahora a seguir este hilo
conductor.
a) Tengamos la lengua latina que es vehículo de un estilo de pensamiento.
b) Tengamos, además, el griego que lleva
aparejado el suyo.
Cada una de estas lenguas puede pensar y
decir realidades diversas. Lo que puede
expresarse en una lengua no se puede
expresar en la otra (de ahí lo peligroso de la
traducción).
Sobre esta diversidad fundamentante, se va a
extender un manto de pretensión unificadora:
el cristianismo. Trae como proyecto el
ecumenismo, un saber y hacer universal.
Como este manto esta asentado en placas
diversas, que chocan y se encrespan, van a
producirse roturas, y aun más una definitoria
hendidura: oriente-occidente. Las fracturas
vienen de las placas, los intentos de
unificación de las superficies: culturas,
costumbres, pensamiento político.
Así podríamos esquematizar:
— Una de las placas sería la lengua latina. La
lengua del derecho (ius) y la lex que crea una
mentalidad histórica incluso en el bajo
pueblo. También es vehículo de un cierto
pragmatismo técnico.
— La otra sería la lengua griega, la lengua de
la filosofía y de la ciencia que va a producir
una cultura discutidora, y con deseo de ocio
(no pragmatismo). La pretensión es la razón;
su método al diálogo. Importa sobre manera
la retórica (que constituyó un puntal en el
mundo bizantino).
El cristianismo aparece recubriendo estas
placas con pretensión unificadora. ¿Logró su
empeño? Veámoslo.
a) Placa latina
Cuando el imperio romano (con capital en
Roma) entra en una decadencia política y
económica, parece el fin de la romanidad. No lo
fue.
Diocleciano (245-313) decide cambiar la
política del imperio, política única, por otra, que
va a escindir el Imperio —para salvar lo que
queda— en dos porciones. Comienza la historia
de oriente-occidente. Por lo pronto, él cree
poder conservar el latín. El latín es impositivo,
es la lengua imperial. Por lo pronto fragmenta el
poder: dos augustos, ayudados por dos césares.
Además ve posible vivir fuera de la Roma
geográfica y se construye una magnífica
residencia en Spalatum (Splitt en la antigua
Yugoeslavia). Esta residencia imperial se
conserva aún hoy muy entera como signo
visible de la primera inflexión del nuevo
imperio. Es el primer paso de distanciamiento
con Roma.
Es Constantino el que funda en la antigua
colonia griega Bizancio, la ciudad que llevará su
nombre hasta la caída de la 2ª Roma. Se trata de
un lugar estratégico en el Bósforo, en él va a
instaurar Constantino la heredera legítima del
imperio: la Nueva Roma. Sus habitantes se
llamarán romanos, pero la cultura de sus
habitantes, la gente común, sus nuevos súbditos,
es griega. El poder se funda en la “auctoritas”
romana y sigue siendo único y regido por sus
leyes. Pero Constantino va a introducir una
novedad esencial, permite, incluso impone
después, el cristianismo, perseguido hasta
entonces en la primera Roma. El emperador se
convierte y también su madre Helena (la que
encontró en Jerusalén —según la leyenda— la
Cruz de Cristo). La iglesia ortodoxa venera a
estos dos personajes como santos. Un icono
tradicional los muestra a ambos lados de la
Cruz.
Los receptores del cristianismo (muchos ya
cristianos aunque fuera de la antigua ley
romana) son griegos y piensan en griego. Por
ello se van a producir pronto discusiones y
disensiones. El primer intento de helenización
va a serlo del mensaje evangélico. Constantino
tendrá que intervenir con todo su poder
(romano) para zanjar las controversias,
convocando un “Concilium” en Nicea, próxima
a Constantinopla, en el año 325. El mundo de
pensamiento griego va ganando la partida, y una
vez caída la primera Roma en el año 476 se
convertirá en la segunda Roma (nombre éste
que le fue asignado posteriormente por los
historiadores), pero esta segunda Roma será casi
griega, y cada vez va a serlo más.
No vamos a seguir aquí la historia
pormenorizada del latín. No sería posible, ni
necesario. Vamos a hacer algunas catas que nos
permitirán reconstruir el camino.
Nos encontramos así con Justiniano (activo
entre 527-565). Se trató de un gran legista que
reúne el anterior derecho romano. Este gesto
romano-latino pretende unir las dos
mentalidades, sobre todo al ser usado. En
Justiniano encontramos el aspecto jurídico
(Corpus iuris, Pandectas, etc.) y la doctrina
cristiana que va helenizándose. Tiene frente a sí
una Roma (ya en poder de los ostrogodos).
Aunque éstos no hablan latín (son por eso
llamados bárbaros), pero sí desean latinizarse.
El latín es una lengua estimada y valorada como
dadora de civilización. En segundo lugar
tenemos a la “Nueva Roma”, Constantinopla, de
la que hemos tratado. Y en tercer lugar a Beryto
(la actual Beirut), con programas similares a los
de la segunda Roma y un ganado prestigio en
los temas jurídicos.
A Justiniano le interesa la protección del latín
(la lengua del ius, y por eso la lengua
civilizadora). Pero el griego va ganando la
partida, porque en estas cuestiones no se trata de
un empeño ideal, sino de un comportamiento de
la sociedad. Además, ganada la partida el
cristianismo, las discusiones teológicas se dan
en griego (pensemos en los Concilios que se
han ido realizando) y la enemistad imperial por
la Filosofía neoplatónica, sobre todo la que,
procedente de Proclo, se imparte en la
Universidad de Atenas (en la cual han estudiado
las excelsas figuras de la teología cristiana,
como los grandes Capadocios). Se la considera
demasiado griega, y demasiado paganizante por
ello. Este triunfo del griego supone su
conversión en lengua culta dentro del dominio
de Costantinopla. No por ello se vuelve al
griego clásico, sino que se va puliendo el griego
de la koiné y se va constituyendo un lenguaje de
base griega, pero propio de esta cultura
bizantina.
b) Placa griega
En Constantinopla el griego de la koiné, e
incluso el clásico, era manejado no sólo por el
pueblo de ese “habla”, sino por las elites
intelectuales. Se estudiaba a los grandes
filósofos, Platón y Aristóteles, muchas veces
“colados” a través del neplatonismo de Proclo.
Al principio, esta familiarización con el
pensamiento griego fue considerada peligrosa
para el naciente cristianismo. Por eso Justiniano
cerro la Universidad de Atenas.
En los países helenísticos de Asia Menor el
cristianismo se difundió en griego. Recordemos
las cartas de San Juan (llamado “el teólogo” por
la iglesia oriental), y que aparecen en una
versión figurada que nos orienta sobre los
peligros del “nuevo” pensamiento.
Aquí —y a propósito de este nuevo griego—
hay que introducir otra nueva placa lingüística:
el hebreo y el arameo. Es una pequeña, pero de
gran peso en esta historia. El griego “religioso”
(del que es calco el griego bizantino sin más) va
llenándose de semitismos (y no sólo palabras
que se insertan, sino giros nuevos que reflejan
otro modo de pensar). Es muy importante tener
en cuenta este griego deformado, y también
reformado, para que puedan entenderlo los
judeo-cristianos de la diáspora, que todavía
conservaban, como raíz lingüística, sus idiomas
de origen. Muchas veces es el arameo (y hasta
el hebreo literario, que se conocía por las
lecturas en la sinagoga, aunque apenas
entendido por ellos).
Hay términos judíos que han permanecido en
todas las lenguas del cristianismo (incluso en
la actualidad). Así amén y aleluya. Otro
fenómeno ha sido el de la adquisición de
nuevos significados, como agape que se
tradujo al latín por caritas y de ahí ha pasado
a todas las lenguas romances. Hoy trata de
imponerse la traducción “amor”. Todas las
traducciones son insuficientes y algunas
deformadoras
(inconvenientes
de
la
traducción, que a veces abre nuevos
caminos). Arrastran estos sucesos, cuando se
van produciendo, a las lenguas que vehiculan
el pensamiento.
También ocurre, en el público más culto, que se
tomen términos para cargarlos de nueva
significación. Como ejemplo privilegiado
tenemos el término “parádosis”, igual a traditio,
que tan fundamental ha sido y sigue siendo para
el catolicismo. Otros términos conllevan con
ellos una nueva antropología, como pneuma y
psique como cuerpo (soma) y sarx (traducido
por “carne”, pero con una diversidad de
sentidos enriquecedores, pero en los que aquí no
podemos entrar). Como vemos, el griego que
necesita expresar la nueva religión se va
haciendo precisa unas veces y polivalente otras,
pero se va recreando como un instrumento
nuevo.
Hay pues una adaptación al helenismo llena de
dificultades que luego veremos. Hay también
una especie de catalizador de este ensamblaje,
las lenguas semíticas. Esto lo acabamos de ver,
pero convenía destacarlo a la hora de entender
el nervio griego por varias razones.
— Porque fuerza a la lengua “primitiva” a
aceptar nociones de muy distinto contenido
vital. Enriquece por un lado, y deforma por otro.
— Porque hará plantearse a la nueva religión
temas implanteables en la mera mentalidad
semítica.
— Porque obliga a un tipo de razonamiento y a
una dialéctica desconocida.
— Porque, además, obliga a precisar
definiciones que se dan por supuestas en otras
lenguas (comienzo de un discurrir propiamente
racional).
Una vez repasados los meandros de estas
lenguas, tenemos ya los elementos que van a
explicar las roturas (que fue nuestro
planteamiento inicial), vamos a pasar a
desmenuzar los principales acontecimientos que
la produjeron. Y no se olvide que este
rompimiento se produce pretendiendo unificar,
componer o restaurar. Se rompe el manto que
pretende cubrir las resquebrajaduras internas.
Segunda parte: los acontecimientos
visibles de la rotura
Ya hemos tocado este tema (más desde lo
lingüístico) en Justiniano. Al mismo tiempo
que recoge y revaloriza la lengua latina, para
realzar el derecho y la mentalidad a él ligada,
se precia de salvaguardar el cristianismo, que
se ve amenazado, al insuflarlo la cultura
griega. Por eso cerró la Universidad de
Atenas, y dificultó la expansión del
neoplatonismo. Él ya había recibido un
helenismo cristiano (en frase del teólogo ruso
Pavel Floresnsky) que venía de las
discusiones conciliares desde Nicea en el año
325. Para conocer el papel del pensamiento
latino en la cultura bizantina, conviene
examinar los planes de estudios forjados por
Justiniano, que dan algo así como la
temperatura de ambas culturas, unificándose.
El programa de estudios de la Universidad
constantinopolitana se traza para las dos
lenguas. Son estudios de 4 ó 5 años, y se
procura dignificar las profesiones intelectuales.
También se crean escuelas patriarcales para la
formación de clérigos en griego y en latín.
Sin embargo, el verdadero fundador de la
Universidad de Constantinopla fue Teodosio II
en el año 425. Se instauraban en ella 31 cátedras
e interesa ver en cuál de las lenguas usadas se
impartían.
— La Gramática (con un contenido más extenso
que el actual). Quizás más cercano a esta
disciplina en el Trivium del Medioevo
occidental. Esta disciplina adjudicaba 10 horas
al latín y otras tantas al griego.
— Retórica (saber fundamental para la
discusión y la exposición persuasiva). Aquí
tenemos 5 horas para el griego y 3 para el latín.
— La Filosofía se impartía siempre en griego y
el Derecho en latín. No se necesita más
comentario.
Los profesores llamados “helenos” eran
simplemente los filósofos, y eran, a veces,
paganos. Notamos aquí cierta avenencia de las
dos culturas, con una preponderancia del griego,
más afín al alumnado esperado.
También se crearon centros de enseñanza en las
provincias más bien en griego. Así en
Alejandría el Museia Academica, y de nuevo en
Atenas. A la antigua universidad asistieron los
grandes Capadocios (San Basilio, San Gregorio
Nacianceno y el de Nisa) que asimilaron a la
cultura cristiana el neoplatonismo de Proclo,
que no sólo era pagano sino anticristiano.
Se va produciendo así un “helenismo cristiano”,
ya en los siglos III y IV, que se va consolidando
en los siglos posteriores. Al producirse la
helenización se dan dos actitudes extremas: el
total rechazo (Taciano, Atenágoras) y una
moderada aceptación (por ejemplo, Marco
Aurelio es admirado como preludiando el
cristianismo con su interiorismo). En el otro
extremo de helenización tenemos la
controvertida figura de Orígenes (253). Había
seguido con entusiasmo las lecciones de
Amonio Saccas en Alejandría, como nos lo da a
conocer Eusebio de Cesarea. La filosofía griega
llega a parecer indispensable para entender la
revelación (su antecedente había sido el judío
Filón, que creía algo semejante para la
comprensión del Antiguo Testamento). Vemos,
pues, que el griego va imponiéndose al
pensamiento. Y ahora nos preguntamos: ¿sirve
esta unificación helenizante de cobertor de las
“placas” lingüísticas diferentes? Podríamos
decir que no. Este “helenismo cristianizado”
(mejor que cristianismo helenizado), propuesto,
como ya dijimos, y razonado por el gran
filósofo y teólogo ruso contemporáneo P.
Florensky, va a representarse en distintos
episodios.
a) El rompimiento desde la frontera
griega
— Uno de ellos el de Flavio Claudio Juliano,
cuyo breve reinado (361—363) fue muy
llamativo. Pensó restaurar la cultura antigua,
ligada a su religión. Impidió la destrucción de
los templos paganos e incluso hizo erigir
alguno. Supone un extremo helenizante no
cristiano y una mirada nostálgica hacia el
pasado que ya se ha ido.
Otro de los momentos decisivos en esta
helenización se centra en la labor del emperador
Constantino Monomacos que trae a la
Universidad al gran humanista Miguel Psellos.
Este humanismo griego va alejándose cada vez
más de lo latino, pero aún sin violento
rompimiento.
— Otro episodio, muchos y variados episodios,
los que se producen al aplicar el pensamiento
griego al cristianismo se desvían de la tradición
apostólica, provocan las reuniones conciliares
que tratarán (en griego) con el instrumento de la
Filosofía, de hacer inteligible, con rectitud, los
datos revelados. Son las herejías y su refutación
de lo que luego vamos a tratar.
— Hay que decir aquí que los emperadores
romanos (así se consideraban los de
Constantinopla) convocaban los Concilios y
asistían a ellos, con la autoridad que les confería
el poder.
Ahora entramos a tratar brevemente, del
rompimiento de las dos Europas.
Como no podemos seguir esta historia en la
totalidad de su trayectoria, vamos a tomar
algunos hitos representativos de ella.
La filosofía de los Padres griegos pierde
vigencia con la crisis iconoclasta. Es un
fenómeno significativo porque repiensa la
posibilidad de representación de Cristo —
Verbo divino— a los hombres. Esta
manifestación no puede hacerse a través de la
mano del hombre. Por eso los iconos no sólo
son inútiles sino contrarios a esta
comunicación. En consecuencia deben ser
destruidos. Esta crisis no terminará hasta San
Juan Damasceno (muerto en 754), el último
de los grandes teólogos dependientes de los
antiguos Padres griegos.
La violencia, propiamente, no vendrá tanto de lo
ideológico como de lo militar (aunque con tinte
religioso). Se trata de la toma, saqueo y
destrucción parcial de la ciudad de
Constantinopla por los Cruzados en 1204. Esto
va a producir una grave enemistad coloreada de
miedo y desprecio. Aun en este estado de
decadencia, hay un brote intelectual de carácter
netamente griego-bizantino en tiempo de los
Paleólogos. Recordemos aquí al emperador
Manuel II, Paleólogo gran conocedor del mundo
clásico. Tiene además el significado —
interesante para nuestro tema— de intentar un
acercamiento
con
occidente.
Propuso
claramente la reconciliación, lográndola de
derecho aunque no de hecho. La cultura
bizantina había ya endurecido sus fronteras
ideológicas, impidiendo cualquier posibilidad
de ósmosis.
En tiempo de los Paleólogos, las grandes figuras
de Besarión y Gemisto Pletón (principios del
XV) que hicieron brillar, con brillo decadente,
la bellísima ciudad de Mistra (es preciso
recorrerla despacio, aun hoy). En su escuela se
dieron clases dialogadas (según los principios
retóricos y dialécticos griegos). Vamos a dejar
ahora la historia intelectual propia, para tocar
otro punto fundamental en el conocimiento de
esta rasgadura.
Las herejías
El humanismo greco-cristiano va a intentar
repensar helenísticamente la revelación. Y así se
van a producir las herejías. Las herejías —sea
donde sea que se den— son manifestaciones de
pujanza ideológica. Esta pujanza invade aquí
hasta el mundo no intelectual, hasta el pueblo
llano, que discute en plazas y mercados sobre la
Trinidad, por supuesto en su lengua materna.
El helenismo cristiano va a intentar recubrir
los rompimientos que se producen en la
misma capa unificadora del ecumenismo
cristiano. Este cristianismo, en expansión por
las provincias griegas de Asia, constituye el
primer proyecto de Europa, algo así como su
embrión. Los nacientes enemigos del
cristianismo son los griegos, y las posibles
desviaciones de los cristianos también, por
eso su defensa tendrá que hacerse en griego y
buscando apoyos en su filosofía. Hay, por lo
pronto, que clasificar los términos griegos
que ya no pueden llenarse con el significado
antiguo.
Ejemplo privilegiado lo constituye la
reflexión sobre la persona. Los antiguos
entendieron al hombre como naturaleza
humana. Esta naturaleza “revestida” de una
máscara
conseguía
la
individualidad
(recuérdese a este propósito el largo proceso
en
la
filosofía
occidental
de
la
“individuación”). Pero aquí se pretende llegar
a otra cosa: a la noción de persona: alguien
individual
de
suyo,
que
incluye
esencialmente la inteligencia y la voluntad
libre, y todo ello descubrible por el proceso
de interiorización. Al aplicar esta noción a
Cristo hay vacilaciones y malos entendidos.
Principalmente dos: Cristo es una persona, la
más digna entre las existentes pero una
persona creada. Dios es uno, y esta es la
única manera que se encuentra para
salvaguardar la unidad. Otra se va al extremo:
Cristo es Dios, pero su humanidad es mera
apariencia, algo así como un disfraz (sería el
modo más cercano al antiguo modo de
pensar, al prosopon). Esto como ejemplo de
racionalización;
aquí
no
podemos
desmenuzar todas las herejías, cristológicas y
trinitarias.
Estos intentos de racionalizar lo que, de suyo,
no puede ser lo constituye un esfuerzo
gigantesco, que es como indicador de la fuerza
de la nueva religión. Incluso podría decirse que
cualquier doctrina (incluso filosófica o política)
que no diera lugar a “herejías” denotaría su falta
de vitalidad. Es una vida que surge como un
manantial indómito al que se pretende domar, es
decir aquí, reducir a la inteligencia humana.
Las herejías que nacen en el mundo oriental y
que se refutan en los 7 primeros Concilios
hacen estirarse, por así decirlo, a esta
filosofía, que se convierte en otra distinta. La
Teología de los primeros Concilios (En
Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia)
será la depuradora —y en cierta medida la
creadora— del dogma cristiano. Los
principales herejes, Arrio y Nestorio. Toda
esta elaboración se interrumpió con la crisis
iconoclasta, de León y Constantino. A esta
crisis no debe llamársele herejía, sino mera
secesión. No llega a ser un rompimiento; más
una interrupción del curso del pensamiento.
Se trata más bien, del trato popular con lo
divino y los santos. Tiene que ver con
nociones griegas, aunque hay quien las
aproxima al pensamiento árabe o judío. No es
imposible, puesto que los árabes conocieron
muy pronto la filosofía griega (Avicena). Es
más, intentaron una platonización de Alá, en
época posterior. Y aun más tarde, con su
conocimiento temprano de Aristóteles
(Averroes), tiñeron de helenismo su Teología
antes de que eso se hiciera con Santo Tomás.
Lo que aquí importa es que la “solución” al
conflicto (y las comillas obedecen a que la
solución no fue definitiva, y este pensamiento
apareció también en Occidente entre los
cátaros), la solución iconódula se dio en griego
—lo mismo que la escisión— y tiene que ver
con San Juan Damasceno (el que se considera el
último de los Padres griegos. Por cierto que la
cabeza de San Juan Bautista se venera en
Damasco en la gran mezquita de los Omeyas).
Pero la Teología oriental propiamente dicha
tiene su comienzo antes de San Juan y después
de Nicea-Constantinopla, en el Concilio de
Calcedonia del año 451. Aunque, como
decimos, los conceptos filosóficos empiezan a
perfilarse antes (Constantinopla I, en 381),
donde intervinieron los grandes Capadocios es
en Calcedonia, con S. Cirilo, donde van a
producirse numerosas subdoctrinas que dibujan
una original antropología. Se celebró este
Concilio en la iglesia de Santa Eufemia,
convocado por el emperador Marciano
(recordemos lo ya dicho sobre el poder del
emperador de herencia latina). A este Concilio
asisten latinos, pero muy pocos, y en él se va a
replantear la cuestión monofisita (que afectó, y
mucho, al mundo griego): sólo hay una
naturaleza en Cristo, la divina. Se vuelve de
nuevo a la doble naturaleza que subsiste en una
persona (homoousion y no homoiusion). No se
resolvió del todo la unificación. Hubo intentos
de compromiso por parte de Acacio, pero sin
resultado. El cisma interno se produjo y duró
unos 35 años.
Surge aquí una pregunta que ya se habrán
formulado los que hayan llegado hasta aquí en
la lectura. ¿Existió una verdadera Filosofía en
Bizancio? La contestación parecerá una
evasión: depende de lo que se entienda por
Filosofía. La Filosofía griega clásica es
entendida, a veces, como un intento de
separarse de lo religioso, pero este intento no es
tan claro y tajante como aquí se expresa. No hay
más que releer a Jaeger para sospechar lo
contrario. Ni siquiera en Aristóteles hay esta
separación tajante. ¿Nos atreveríamos a dudar
de su carácter filosófico? Lo mismo ocurre aquí,
quizás con una pendiente menos acentuada en el
intento racional, y con el forzado límite de la
ortodoxia. Este esfuerzo por cristianizarse que
hizo el helenismo, el llamado “helenismo
cristiano” entrará en conflicto con un “latinismo
cristiano” (ya lo veremos).
Entonces, ¿dónde está la Filosofía? En la
necesidad de formar nociones precisas que no
provengan de la revelación sino del
pensamiento humano, pero que permitan
“entender” (y esto ya se considera necesario)
aquélla.
Como ya hemos indicado, hay una Filosofía
(poco cercana a la Teología) en la Mistra de
los Paleólogos. Es como una isla cultural en
un mundo que ya toca a su término. Aparece
la gran figura de Pletón. No podemos
exponer su pensamiento, sólo consignar su
importancia. Esta Filosofía fue muy poco
conocida en Occidente, y aún hoy lo es. Pero
lo que sí se conoce es la importancia que
tuvieron Besarión y Pletón. Fue el gusto por
la Filosofía griega en su versión directa (no
reformada por el pensamiento medieval
latino). La nueva Academia Platónica de
Florencia, pórtico del Renacimiento italiano
que permitió estudiar a los griegos. Cosme de
Nédecis la fundó, y tiene en esta nueva
mentalidad su apoyo. Por eso gozó de la
protección ideológica de Marsilio Ficino.
Esta Academia se fundó en 1479.
Tenemos ahora, por fin, que hacer alguna
referencia a lo que fue la rotura “oficial” con la
iglesia latina: Focio.
En el siglo IX (820-891) se nos presenta el
patriarca Focio, “gran humanista bizantino”. Se
trata de un docto profesor universitario que
sigue la línea del pensamiento griego, en este
caso por el camino de Orígenes. Sigue siendo
fiel a Cirilo (Calcedonia), aunque se aparta del
otro gran sendero de la Teología bizantina: la
Teología negativa, tan cara a Gregorio de Nisa,
y que tanta importancia tuvo incluso en
Occidente, como veremos después. Focio es
nombrado cardenal y a este nombramiento se
opone Roma. Esto producirá la escisión con
Roma porque:
b) El occidente latino: otro modo de
rompimiento
— Roma considera que no se han tenido
suficientemente en cuenta sus advertencias
(cuestiones de competencia)
La época de los primeros concilios griegos, a
pesar de la mentalidad subyacente, discurre con
tolerancia entre ambos.
— Y esta escisión se completa con un tema
teológico, que siendo en sí de poca
envergadura, termina consolidando una
verdadera separación: el cisma de Oriente. Se
trata de la introducción en el credo de NiceaConstantinopla de la expresión filioque
añadida en tiempos muy posteriores.
Los primeros pensadores latino-cristianos se
formaron en la filosofía griega. Pensemos, como
ejemplo, en San Jerónimo, que manejó las tres
lenguas del cristianismo, y nos legó una
magnífica obra comparativa de sus textos.
Pensemos en otro ejemplo nuclear: San
Agustín. En sus comienzos se forma en el
platonismo y neoplatonismo (léase despacio la
Introducción a los Soliloquios). Conviene aquí
traer a colación la influencia que pudo ejercer
Marco Aurelio (en esto de entender hablando
consigo mismo). San Agustín es el gran paladín
de la interioridad; en ella se descubre el sujeto
como habitación del Espíritu Santo, y como
espíritu simplemente. Así se produce una nueva
visión antropológica en la cual tiene un papel
adecuado la biografía como modo privilegiado
del conocimiento de la persona (así las
Confesiones).
La dificultad es de carácter teológico y viene del
mundo latino, y roza los modos filosóficos de
entender, en cada uno de los bloques, naturaleza
y persona. Para los griegos el fundamento
filosófico de la Trinidad es su noción de
persona para desde él conquistar la unidad, para
los latinos hay que partir de la unidad divina
para hacerla compatible con las personas. Justo
la inversión del planteamiento. Este tema ha
sido magníficamente tratado por X. Zubiri en el
estudio El ser sobrenatural: Dios y la
deificación en la Teología paulina. De todos
modos, la ruptura más o menos enmascarada
viene de antiguo.
Hay que decir, para terminar con este apartado,
que aunque la discrepancia tiene su aspecto
filosófico definido, el efectivo rompimiento
tiene mucho de político. Se trata de poder y de
competencia, entendidos al modo romano, sobre
todo del poder papal y su rival el del emperador.
También de usos y costumbres y sus cimientos
éticos entendidos de distintos modos. Por otro
lado, la iglesia oriental llegó a aceptar una gran
parte de las propuestas romanas en el Concilio
de Florencia-Ferrara. Ya era tarde y no sirvió a
la unificación. Tanto más cuanto la ayuda que
venía a suplicarse (por la inminencia de la caída
de la segunda Roma) no se consiguió. Las
potencias latinas, incluyendo al Papa, no
atendieron a esta trágica petición, o lo hicieron
en medida muy escasa. Constantinopla cayó en
poder de los turcos en 1453.
Les hizo falta, a unos y otros, pasar de la noción
clásica de ser humano como naturaleza racional
a la de persona. Esta noción supone un
distanciamiento de la noción de prosopon
griego (más que persona, personaje que se
representa, como en el teatro) en el modo
intelectivo de nous y pneuma junto con la
libertad (que ya se apunta en San Pablo).
Hay otro aspecto en San Agustín, más
netamente latino que se muestra en la Ciudad de
Dios, obra ya de madurez. Esta obra tiene por lo
pronto una clave histórica real (aunque se ha
discutido a qué realidad histórica se refiera).
Obra que atiende a lo social, más que a lo
político, en el sentido de tratar de averiguar cual
es el núcleo significativo de esta ciudad. La
ciudad de Dios no es ninguna ciudad concreta
sino que está repartida por todo el mundo,
aunque sus partes estén cohesionadas. Se
construye con los hombres que aspiran al Bien
(a Cristo para los cristianos). El hombre es pues
ciudadano de cualquier ciudad y no de una
polis; es cosmopolita. Aquí aparece manifiesta
la influencia del último estoicismo (Séneca). Y
esta sociedad no es quiescente sino dinámica; se
va logrando. Ello no implica un logro siempre
progresivo. Lo impide otra “ciudad”, la de Satán
cuyo vínculo de unión es el Mal, y su regente el
Maligno. Aquí se manifiesta el poso de
maniqueísmo, San Agustín estuvo adscrito a
esta “religión” durante muchos años. Notemos
aquí dos cosas que el maniqueísmo no es una
herejía sino otro modo religioso. Notemos
también que a San Agustín le preocupó el
problema del mal. Tema de poco relieve en el
mundo bizantino. De este modo camina la
historia humana dirigiéndose a la parusia con
triunfos parciales de cada una de las dos
ciudades, y también con interferencias.
Antes hemos hablado de las herejías como
termómetro para entender estas culturas. Ahora
nos toca preguntar: ¿hubo herejías latinas? Y
contestamos: habría que decir “sí” pero en un
sentido distinto. Como desviaciones de la
ortodoxia y como doctrinas condenadas en un
concilio, sí. Pero el discurrir filosófico que las
apoya tiene poco que ver con lo anterior en el
mundo griego.
Vamos a tomar aquí un ejemplo representativo:
el donatismo. Se trata más bien de un grupo de
intransigentes extremos (hoy se los llamaría
fundamentalistas) y se refiere a la postura que
hay que tomar respecto a los lapsi (aquellos que
cedieron ante la presión romana y sacrificaron
los dioses paganos). Estos débiles deberían ser
apartados de la iglesia, incluso si se arrepentían.
Los sacramentos administrados por ellos —los
clérigos— no eran considerados válidos. Como
vemos lo que de “herejía” tenía esto es mínimo.
Sin embargo produjo una situación de violencia
exagerada que perturbó a la primitiva iglesia y
que San Agustín tuvo que sufrir en sí mismo.
Si ahora pasamos a analizar los Concilios
propiamente latinos (los 5 lateranenses), nos
encontramos que trataron principalmente de
cuestiones referentes al poder (de los monarcas
y los papas), de las costumbres de los clérigos y
laicos. El dogma, la interpretación correcta de la
revelación, se consideraba ya hecho y aceptado.
Hay otra “perturbación grave” de la iglesia
latina, muy posterior, me refiero a la de los
cátaros
(que
también
se
llamaron
restrictivamente allbigenses). ¿Constituye otro
“modelo” de herejía? No, propiamente
hablando, sino de otra “religión” que se sitúa en
lucha con el cristianismo (y que toma
inspiración de él). Esta lucha estuvo también
mezclada con cuestiones políticas, referentes a
la legalidad del poder; de ahí la intervención del
rey Pedro II de Aragón.
Los cátaros son un brote del antiguo
maniqueísmo, que a su vez lo es del zoroastrismo. Supuso, eso sí, un gran peligro para la
iglesia romana y por ello durísimamente
reprimido, además de condenado en uno de los
concilios de Letrán. Comienzan entonces unas
críticas sociales a la vía opulenta y disipada de
muchos de los clérigos latinos, de los obispos y
cardenales. Es, como es fácil observar, el
antecedente del luteranismo (aún cuando éste sí
tuvo un cargamento decisivo de doctrina que
pretendía sustituir a la ortodoxia romana).
Hemos mencionado muchas veces las
implicaciones políticas de todos estos
problemas religiosos. Vamos a introducir, a
este respecto, el tema de Carlomagno,
coronado en Roma en la Navidad del año
800, y así convertido por derecho en el jefe
político de la cristiandad una (el imperio que
se llamó “romano germánico). Tanto los
griegos como los latinos tenían por
indiscutible que el imperio político cristiano
tenía que ser uno. Lo discutible era el quién:
el basileus de Constantinopla o el emperador
romano-germánico. Esta aceptación por el
Papa del imperio franco como el heredero
legal de Roma, consolida la escisión con
Bizancio. A ello se da un contenido teológico
en la doctrina de Focio. El Papa excomulga a
éste mientras sigue preocupado por las
cuestiones de poder (el tema de las
investiduras y su correspondencia al poder
imperial o al papal). También consolida la
separación la cuestión de las Cruzadas. Lo
visible es la reconquista de los Santos
lugares, en los cuales había transcurrido la
vida de Cristo. Pero detrás hay algo más
(como ahora la cuestión del petróleo tras
multitud de enfrentamientos): la aspiración a
las riquezas de Constantinopla, y la
posibilidad de establecer en Oriente próximo
una marca latina, lo que se consiguió por
“derecho” de conquista. El debilitamiento de
la zona periférica, de dominio bizantino, va a
servir para crear el imperio romano de
Oriente.
Hemos repasado los puntos de rompimiento,
pero también hay en esta dinámica puntos de
unificación. Veamos éstos:
1. Escoto Eriugena es el siglo IX que da a
conocer a Occidente la teología negativa del
Pseudo-Dionisio. Se le creyó mucho tiempo
aquel Dionisio que escuchó a San Pablo en el
Areópago de Atenas. El discurso de San Pablo
en Atenas es ya “teológico” en el sentido griego
(ver de nuevo el citado trabajo de Zubiri). La
frase “en él nos movemos, existimos y somos”,
que tanta repercusión va a tener en la
religiosidad latina, está tomada del poeta griego
profano Epiménides.
2. En segundo lugar, y dicho muy de pasada,
aludir a la cúspide del pensamiento occidental:
Santo Tomás de Aquino. Introdujo para la
comprensión del cristianismo latino la
Metafísica de Aristóteles. Y ya habían existido
intentos. Al principio esta empresa fue
considerada casi herética, pero luego,
consolidada, se la consideró el puntal de la
teología católica. Intenta aclarar hasta dónde
puede llegar el pensamiento racional, y también
con la inteligencia, dónde empieza el misterio.
Incluso se atreve a entrar aquí mostrando que no
se trata de algo irracional.
3. Hay otro pensador occidental que extrema,
aun más, el poder de la inteligencia humana
constructora de una sutil filosofía, y pretende
demostrar no sólo la existencia de Dios
(también lo pretendió Santo Tomás, aunque
con menor acuidad), sino “tocar” —sólo
eso— la orla de su esencia. Avanza también
en la antropología, intentando una definición
“esencial” de la persona humana y también
de la divina. Y nosotros tenemos que dejarlo
aquí, contándolo entre las zonas de contacto
con lo griego. Se trata de Duns Escoto.
¿Qué decir de todo esto? ¿A qué hemos
llegado?
Por un lado la fisura procede del subsuelo
cultural, y que los intentos ecuménicos visibles
no logran remediar. Incluso, al razonarse la
fisura, se descubre la hondura de la misma.
Tampoco la cuestión de la noción de poder, que
ideológicamente parece la misma, va a servir de
unificación; importa sobre esto la gestión de
quién detenta este poder. Se trata de arreglar
esto de hecho. Así la propuesta de un doble
matrimonio de Carlomagno y Constantino IV,
con Gertrudis este último e Irene el anterior.
Esto no se realizó, pero denota la falta de visión
del problema, ante tan precaria solución.
A esto se añadió, como ya hemos visto, el
saqueo de Constantinopla por los Cruzados en
1204.
Hay, por fin, un último intento de acercamiento
en el Concilio de Florencia-Ferrara, concilio de
cuño latino que convoca el papa Eugenio IV y
que sí se hace cargo de la importancia, religiosa
y política, para Europa. Ideológicamente se
resolvieron las cuestiones disputadas (ya lo
hemos dicho) pero nunca se convirtieron en
“creencia” (en el sentido de Ortega) para la
sociedad griega. La enemistad subsistió.
Por un lado, la ortodoxia oriental tenía sus
propios problemas internos, de manera que los
legados orientales no representaban a toda su
sociedad. Por otro, Constantinopla era ya una
ciudad moribunda, de apenas 50.000 habitantes,
que con terror presentía su final. En 1439 se
publica el edicto Laetentur caeli donde se logra
una avenencia, incluso en la cuestión del
Filioque, que solo constituía la punta del
iceberg de la ortodoxia griega. Pero este
jubiloso documento no modificó la postura
intransigente del pueblo y del bajo clero. La
unificación fue más el deseo razonado de unos
cuantos pensadores: el cardenal Besarion, y los
laicos Gemisto Pleton y Jorge Escolarios.
La poca disposición de la iglesia romana para
ayudar a la asediada Constantinopla
endureció el rompimiento. El emperador
Manuel II, culto en ambas culturas y de
talante negociador, intentó la unidad; no la
logró. Resulta esta figura, sabia y dialogante,
algo patética. La tragedia se consumará el 29
de
mayo
de
1453.
En
esta
última batalla muere, combatiendo vale- rosamente, Constantino XI.
La caída de Constantinopla tiene dos
consecuencias de enorme interés (y con esto
estamos abriendo la puerta a otros problemas).
— Los huidos de Constantinopla traen la
cultura griega a Occidente. Es la voz que
anunciará (sobre todo en Italia) el
Renacimiento.
— La cultura griega —a través de la
ortodoxia— y la denominación de Roma (la
tercera, y definitiva, Roma) pasará a Moscú y
desde allí da nuevas formas a la fisura, y
complica la relación oriente-occidente. Pero
esto pide ya una reflexión propia, que espero
hacer después. Es como en las antiguas novelas
por entregas, donde se dice, con expresión
consagrada: “continuará”.