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El encuentro de San Francisco con el Cristo de San Damián Después del sueño de Espoleto, cuando Francisco decidió servir al Señor, se entregó con toda el alma a la oración como nunca antes. Se retiraba a una caverna cercana a la ciudad, en la que pasaba largas horas. Allí buscaba y se encontraba con Dios, con mucha devoción y durante toda su vida conservó esa costumbre: consagrar mucho tiempo a la oración. Buscaba comprender el lugar de su propia vida y de su misión, se había abandonado confiadamente en las manos de Dios; solo se conformaba con vivir en fidelidad día a día, orando y esperando como centinela nocturno el plan de Dios. Acostumbraba también visitar la pequeña iglesia de San Damián, a las afueras de la ciudad de Asís… “Ya cambiado perfectamente en su corazón, a punto de cambiar también en su cuerpo, anda Francisco un día cerca de la iglesia de San Damián, que estaba casi derruida y abandonada de todos. Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y devoto ante el crucifijo, y, visitado con toques no acostumbrados en el alma, se reconoce luego distinto de cuando había entrado. Y en este trance, la imagen de Cristo crucificado -cosa nunca oída-, desplegando los labios, habla desde el cuadro a Francisco. Llamándolo por su nombre: «Francisco -le dice-, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo». Presa de temblor, Francisco se pasma y como que pierde el sentido por lo que ha oído. Se apronta a obedecer, se reconcentra todo él en la orden recibida”. (2 Cel 10) Todos los biógrafos coinciden en calificar de éxtasis o visión la experiencia de San Damián. Clara escribe que fue una "visita del Señor", que lo llenó de consuelo y le dio el impulso decisivo para abandonar definitivamente el mundo. A esta visión parece referirse Buenaventura, cuando relata que el santo, estando en oración en un lugar solitario, tras muchos gemidos e insistentes e inefables súplicas, mereció ser escuchado y se le manifestó el Señor en la cruz. Y se conmovió tanto al verlo, y de tal modo le quedó grabada en el corazón la pasión de Cristo, que, desde entonces, a penas podía contener las lágrimas y los gemidos al recordarla, según lo confió él mismo, antes de morir. Desde aquel momento quedó su corazón llagado y derretido de amor ante el recuerdo de la pasión del Señor.1 Se grabó en su alma la compasión por el crucificado, y se le imprimieron profundamente en el corazón, las veneradas llagas de la pasión.2 Comprometiéndose en la reconstrucción se arraigaba ese primer cambio: el del corazón: el cambio del corazón que ha sido visitado por Dios. En el rostro de Cristo, contempló otra mirada, se dejó encontrar con valentía por la mirada de Dios. Ahora percibía que el mandamiento se estaba concretizando y en sus oraciones ya no volverá a hacer peticiones, sino sólo alabanzas. Solamente pedirá ahora dones espirituales -las virtudes teologales-: fe, esperanza y caridad. Responder el mandamiento de Dios será el sueño de Francisco durante toda su vida. 1 Cf. Leyenda de los tres compañeros,14 2 Cf. 2 Celano,11 Oración frente al crucifijo de San Damián ¡Oh alto y glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón; dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla Tu santo y veraz mandamiento. Amén Para reflexionar: Meditar el texto.... ¿Qué tiene que ver conmigo esta experiencia de Francisco? Para contemplar: Me pongo ante el crucifijo; contemplo a Jesús en la cruz... Dejo que Él me hable