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“El animal social”. Elliot Aronson
Capítulo 5
LA AGRESIVIDAD HUMANA *
La agresión humana
Hace algunos años estaba yo viendo a Walter Cronkite en la televisión. En el transcurso de
su diario hablado informó sobre un incidente en el cual los aviones norteamericanos lanzaron
napalrn sobre una aldea de Vietnam del Sur considerada como plaza fuerte del Vietcong. Mi primo
mayor, que por entonces tenía unos diez años, preguntó perspicazmente: «Eh, papá, ¿qué es el
napalrn?» «Oh –le contesté sin darle importancia-. Según creo es una sustancia química que se
adhiere y quema, de modo que si alcanza la piel de una persona, ésta no puede quitársela y resulta
gravemente quemada.» Y seguí escuchando las noticias. Pocos minutos más tarde se me ocurrió
echar una mirada a mi hijo y vi que las lágrimas corrían por su cara. Ante esto quedé consternado y
deprimido, pensando en lo que había pasado. ¿Me había insensibilizado hasta tal punto que podía
responder a una pregunta como ésa de modo tan fría y objetivamente como si mi hijo me hubiera
preguntado de qué está hecho un balón o cómo funciona una hoja? ¿Tanto me había acostumbrado
a la brutalidad humana?
Estamos viviendo una época de horror inenarrable, una época en que se asesina a niños a
golpe de bayoneta ante los ojos de sus propios padres en Bangladesh, en que los soldados
norteamericanos disparan sobre niños indiscriminadamente en Mi Lay.
Naturalmente, los acontecimientos de este tipo no son específicos de la presente década.
Un amigo me mostró una vez un libro muy delgado –compuesto sólo por 10 ó 15 páginas- que
pretendía ser una historia resumida del mundo. Era una lista cronológica de los acontecimientos
importantes en la historia registrada. ¿Adivinan ustedes su contenido? ¿Qué otra cosa podía ser?
Una lista de guerras interrumpida aquí y allá por acontecimientos de otra índole, como el
nacimiento de Jesús o la invención de la imprenta. ¿Qué tipo de especie es el hombre si los sucesos
más importantes de su breve historia son situaciones donde las gentes se matan unas a otras en
masa?
El hombre es un animal agresivo. A excepción de ciertos roedores, ningún vertebrado mata
de modo tan sistemático y frenético a miembros de su propia especie. Hemos definido la psicología
social como una influencia social; esto es, como influencia de una persona (o grupo) sobre otra
persona (o grupo). La forma más extrema de agresión (la destrucción física) puede considerarse
como el último grado de la influencia social. ¿Forma parte de la naturaleza del hombre la agresión?
¿Puede modificarse? ¿Cuáles son los factores sociales y coyunturales que incrementan y reducen la
agresión?
*
Mi pensamiento sobre la psicología de la agresión ha sido influido y enriquecido por muchas conversaciones
casuales con el doctor Leonard Berkowitz, de la Universidad de Wisconsin, mientras fuimos colegas en el
Centro para Estudios Superiores en Ciencias de la Conducta. Me complace reconocer mi deuda para con él.
1
Definición de agresión
Es difícil presentar una definición clara de «agresión», porque en el habla común el término
es utilizado en modos muy distintos. El estrangulador de Boston, que tenía por hobby estrangular a
mujeres en sus apartamentos, estaba sin duda realizando actos de agresión. Pero a un jugador de
rugby que hace una carga también se le considera agresivo. Se llama agresivo a un jugador de
tenis que sube frecuentemente a la red y a un agente de seguros que sea «un verdadero lince».
Tanto el niño que defiende obstinadamente sus posesiones ante la aproximación de otros como el
niño que hace todo lo posible para molestar al hermano son considerados agresivos. A un nivel más
sutil, el que una esposa despreciada se hunda en algún rincón durante una fiesta puede ser un acto
de «agresión pasiva». Un niño que moja la cama, un novio decepcionado que amenaza con el
suicidio, o un estudiante que obstinadamente intenta dominar un problema matemático difícil,
podrían también considerarse ilustraciones de una tendencia agresiva en el hombre. ¿Y qué decir
de la violencia ejercida por el Estado en su intento de mantener la ley y el orden, o de las formas
menos directas de agresión a través de las cuales los de una raza o religión humillan y degradan a
los de razas y religiones diferentes? Si designamos todas estas conductas con el término genérico
«agresión», la situación resulta realmente confusa. Para comprender mejor este concepto hemos
de abrir caminos a través de la selva y separar en la definición popular los aspectos «asertivos» de
los aspectos destructivos. Dicho de otro modo, puede hacerse una distinción entre la conducta que
hiere a los otros y la conducta que no hiere a otros. El resultado es importante. Así, de acuerdo con
esta distinción, el vendedor audaz o el estudiante fijamente concentrado en su problema de
matemáticas, no se deberían considerar agresivos, y sí en cambio el estrangulador de Boston, el
niño fastidioso, el novio suicida y aun la esposa despreciada.
La distinción, sin embargo, no es satisfactoria, porque el concentrarse únicamente en el
resultado ignora la intención del perpetrador del acto, y éste es el aspecto crucial en la definición
de la agresión. Yo definiría un acto de agresión como aquella conducta cuya meta es causar daño o
dolor. De este modo, el jugador de rugby no está realizando un acto de agresión si su fin es
simplemente derribar al jugador del equipo contrario del modo más eficaz posible, pero sí se está
comportando agresivamente si su fin es causarle dolor o alguna lesión, tenga o no éxito. A título de
ejemplo, supongamos que un niño de tres años abofetea a su padre en un ataque de rabia. La
bofeteada pude ser totalmente ineficaz, incluso puede hacer que el padre se ría. Pero es, a pesar
de todo, un acto agresivo. De modo semejante, el mismo niño puede con total inocencia darle un
codazo al padre en el ojo y causarle grave dolor y un gran hematoma. Esto no se definiría como
acto de agresión, porque sus consecuencias dolorosas no fueron intencionadas.
Podría ser útil hacer una distinción adicional dentro de la categoría de la agresión
voluntaria, entre aquella que es un fin en sí misma y la que es un mero medio de conseguir algún
fin. De este modo, un jugador de rugby puede voluntariamente provocar una lesión a un contrario
para apartarle del juego e incrementar así la posibilidad que tiene de ganar su equipo. Esto sería
agresión instrumental. Por otra parte, puede realizar su acción en la última jugada del último
partido de la temporada para «devolverle» al contrario algún insulto o humillación, real o
imaginaria; aquí el acto agresivo sería un fin en sí mismo. De modo semejante, lanzar una bomba
sobre una fábrica de cojines en Munich durante la Segunda Guerra Mundial puede considerarse
acto de agresión instrumental, mientras que el tirotear a mujeres y niños indefensos cabe
contemplarlo como un acto donde la agresión es un fin sí mismo. El «hombre del botón» que,
trabajando para la mafia, asesina a una víctima designada de antemano, está probablemente
agrediendo de modo instrumental; asesinos por la emoción del asesinato mismo, como Leopold y
Loeb, probablemente no.
2
¿Es instintiva la agresividad?
Psicólogos, fisiólogos, etólogos y filósofos no terminan de ponerse de acuerdo sobre si la
agresividad es un fenómeno innato e instintivo o una conducta aprendida. Esta controversia no es
nueva: ha estado vigente desde hace siglos. Por ejemplo, la idea del buen salvaje1 de Jean Jackes
Rousseau (publicada por primera vez en 1762) sostiene que el hombre en estado natural es un ser
benigno, feliz y bueno, y que es la sociedad represiva la que provoca en él la agresividad y la
depravación. Otros opinan que el hombre en estado natural es una bestia y que sólo mediante la
imposición de la ley y el orden sociales pueden ser doblegados o dominados sus instintos naturales
orientados a la agresión. Sigmund Freud es un buen ejemplo de esta posición 2. Freud sostuvo que
el hombre nace con el instinto de muerte, Tánatos: orientado hacia el interior, Tánatos se
manifiesta en el autocastigo que, en casos extremos, puede resultar en suicidio; orientado hacia el
exterior, este instinto se manifiesta como hostilidad, destructividad y homicidio. «Actúa en todo ser
viviente y pugna por llevarle a su condición original de materia inanimada»3
Freud creía que esta energía agresiva debe de algún modo encontrar una salida, pues en
caso contrario se acumula y produce enfermedad. Tal concepción puede describirse como una
teoría «hidráulica», cuya mejor analogía es la presión del agua que va creciendo dentro de un
recipiente: si la agresividad no encuentra una vía de escape, producirá algo semejante a una
explosión. Según Freud, la sociedad es esencial como modo de regular este instinto y ayudar a los
hombres a sublimarlo –es decir, como modo de ayudar a los hombres para que transforme la
energía destructiva en conducta aceptable, o incluso útil.
Llevando el concepto de la agresividad natural del hombre un paso más adelante, hay
algunos pensadores convencidos de que en su estado natural el hombre no sólo es un animal,
propenso a matar, sino que su feroz destructividad es única entre los animales. En consecuencia,
esos pensadores sugieren que llamar brutal a la conducta del hombre es difamar a las especies no
humanas, punto de vista expresado elocuentemente por Anthony Storr:
Generalmente describimos los ejemplos más repulsivos de la crueldad
humana como algo brutal o bestial, y con esos adjetivos damos a entender
que semejante comportamiento es característico de animales menos
desarrollados que nosotros. A decir verdad, sin embargo, los casos
extremos de comportamiento «brutal» están limitados al hombre, y nuestro
salvaje trato mutuo no tiene paralelo en la naturaleza. Lo tristemente
cierto es que somos la especie más cruel y despiadada que jamás haya
pisado la tierra; y aunque podemos retroceder horrorizados cuando leemos
en un periódico o en un libro de historia las atrocidades que el hombre
ha cometido con el hombre, en nuestro foro interno sabemos que cada uno
de nosotros alberga dentro de sí los salvajes impulsos que conducen al
asesinato, a la tortura y a la guerra4.
Faltan pruebas definitivas e incluso claras para determinar si la agresión es o no instintiva
en el hombre. He aquí, según creo, el motivo de que la controversia esté aún irresuelta. Gran parte
de las pruebas provienen de la observación y experimentación con especies distintas al hombre. En
un estudio semejante, por ejemplo, Zing Yang Kuo5 intentó demoler el mito de que los gatos
1
Jean-Jacques Rousseau, El contrato social y discursos (Nueva York, Dutton, 1930)
Sigmund Freud, Beyond the Pleasure Principle (Londres, Hogarth Press and Institute of Psycho-Analysis,
1948)
3
Singmund Freud, «Why War» (Carta a Albert Einstein, 1932) en Collected Papers, vol. 5, ed. Ernest Jones
(Nueva York, Basic Books, 1959), p 282.
4
Anthony Storr, human Aggression (Nueva York Bantan, 1970); tr. En Alianza Ed., «La agresividad
humana».
5
Zing Yang Kuo, «Genesis of the Cat´s Response to the Rat», en Instinct (Princeton: Van Nostrand, 1961),
p.24.
2
3
persiguen y matan instintivamente a las ratas. El experimento fue muy simple. Crió un gato en la
misma celda que una rata. El gato no sólo dejó de atacar a la rata, sino que ambos se hicieron
buenos compañeros. Es más, el gato rehusó perseguir o matar a otras ratas. Sin embargo, este
experimento no prueba en realidad que la conducta agresiva no sea instintiva; simplemente
demuestra que la conducta agresiva, puede ser inhibida por una experiencia precoz. De este modo,
en un experimento mencionado por Ireäus Eibl-Eisbesfeldt6 se demostró que las ratas criadas en
aislamiento (es decir, sin experiencia alguna de lucha contra otras ratas) atacan a cualquier rata
que sea introducida en su jaula; además, la rata aislada utiliza el mismo patrón de amenazas y
ataque que las ratas experimentadas. Por consiguiente, aunque la conducta agresiva pueda
modificarse por la experiencia (como muestra el experimento de Kuo), Eibl-Eibesfeldt mostró que la
agresión no necesita aparentemente ser aprendida. Por otra parte, no debiéramos concluir de este
estudio que la agresividad sea necesariamente instintiva, porque como ha indicado John Paul
Scott7, para extraer esta conclusión es preciso que haya pruebas fisiológicas de una estimulación
espontánea a la lucha, nacida exclusivamente en el interior del cuerpo. El estímulo en el
experimento antes mencionado vino del exterior; la visión de la nueva rata estimuló el impulso de
lucha en la rata aislada. De su análisis de las pruebas, Scott dedujo que no hay necesidad interna
de luchar si un organismo consigue organizar su vida evitando toda estimulación externa a la lucha,
y que entonces la ausencia de agresión no implicará ningún daño fisiológico o mental. Este punto
de vista contradice el criterio de Freud y, de hecho, niega existencia al instinto de agresión.
Los argumentos oscilan. La conclusión de Scott ha sido puesta en duda por el distinguido
etólogo Konrad Lorenz8. Lorenz observó que la conducta de los tilapias, cierto tipo de pez tropical
muy agresivo. Los machos atacan a otros miembros de la especie, aparentemente como un aspecto
de la conducta territorial –es decir, para defender su territorio. En su medio natural, el macho no
ataca alas hembras, ni ataca a machos de especies diferentes; sólo ataca a machos de su propia
especie. ¿Qué acontece si otros tilapias machos son apartados del acuario, dejando a un macho
solo y sin enemigo apropiado? Con arreglo a la teoría hidráulica del instinto, la necesidad de agredir
crecerá hasta un punto en que el tilapia atacará a un pez que normalmente no sirve como estímulo
apropiado para el ataque; y esto es exactamente lo que acontece. A falta de sus compañeros
machos, el tilapia ataca a machos de otras especies, previamente ignorados. Además, si todos los
machos son retirados del acuario, el tilapia macho acabará atacando y matando a hembras.
Y la controversia continúa. Leonard Berkowitz 9, uno de los grandes expertos
norteamericanos en agresión humana, cree que los seres humanos son esencialmente distintos de
los no humanos, porque el aprendizaje juega un papel más importante en su conducta agresiva. En
los humanos, la agresividad es función de un juego complejo de propensiones innatas y respuestas
aprendidas. En consecuencia, aunque sea verdad que, desde los insectos hasta los monos, muchos
animales atacarán a cualquiera que invada su territorio, es una grosera simplificación suponer
(como algunos vulgarizadores hacen) que el hombre está, por así decirlo, programado para
proteger su territorio y a comportarse agresivamente en respuesta a estímulos específicos. Hay
muchas pruebas en apoyo del criterio de Berkowitz, para quien los patrones innatos de la conducta
humana son infinitamente modificables y flexibles. Existen, incluso, bastantes pruebas de tal
flexibilidad entre los no humanos. Estimulando eléctricamente cierta área del cerebro del mono, por
ejemplo, puede provocarse en él una respuesta agresiva. Esta área puede considerarse como
centro neurológico de la agresión; pero ello no significa que el mono atacará siempre que se
estimule esa área. Si el mono está en presencia de otros monos menos dominantes que él en su
jerarquía social, los atacará efectivamente siempre que se estimule el área apropiada de su
cerebro; pero si se estimula ese mismo área cuando está en presencia de monos más dominantes
que él, no atacará; más bien tenderá a huir del lugar. Vemos, pues, que una misma estimulación
6
Ireäus Eibl-Eisbesfeldt, «Aggressive Behavior an Ritualized Fighting in Animals» en Science and
Psychoanalysis, vol VI (Violence and War), ed J.H. Masserman (Nueva York: Grune and Stratton, 1963).
7
John Paul Scott, Aggression (Chicago, University of Chicago Press, 1958).
8
Konrad Lorenz, On aggression, tr. Marjorie Wilson (Nueva York, Harcourt, Brace and World, 1966).
9
Leonard Berkowitz, «The Frustration-Aggression Hypothesis Revisited» en Roots of Aggression: a Reexamination of the Frustration-Aggression hypothesis, ed. L. Berkowitz (Nueva York, Artherton, 1968).
4
fisiológica puede producir respuestas muy distintas, que dependen del aprendizaje. Esto parece ser
verdad para los humanos. Nuestra conclusión, después de pasar revista a estos datos, es que
aunque la agresividad puede tener en el hombre un componente instintivo lo importante para el
psicólogo social está en el hecho de que es modificable por factores situacionales. ¿Cómo puede
modificarse? ¿Hasta dónde puede modificarse? ¿Debe modificarse? Antes de entrar en esas
preguntas hemos de comprender cuáles son los factores situacionales y cómo operan.
Frustración
La agresividad puede ser provocada por cualquier situación desagradable o adversa, como
dolor, aburrimiento y cosas semejantes. De las situaciones adversas, el mayor instigador de la
agresión es la frustración. Si un individuo se ve obstaculizado en caminar hacia una meta, la
frustración resultante incrementará la probabilidad d una respuesta agresiva. Esto no significa que
la frustración lleve siempre a la agresión, no que la frustración sea la única causa de la agresión.
Hay otros factores que determinan si un individuo frustrado agredirá o no, y hay también otras
causas de agresión.
Un cuadro nítido de la relación entre frustración y agresión nos lo suministra un
experimento célebre, realizado por Roger Barker, Tamara Dembo y Kurt Lewin 10. Estos psicólogos
frustraron a niños pequeños mostrándoles un cuarto lleno de juguetes muy atractivos, pero
impidiéndoles jugar con ellos. Los niños se quedaron fuera, mirando los juguetes a través de una
reja, deseando jugar con ellos –incluso esperando jugar con ellos -, pero incapaces de alcanzarlos.
Tras una espera dolorosamente larga, se les dejó finalmente que jugaran con los juguetes. En el
experimento participó además un grupo distinto de niños que empezó a jugar directamente con los
juguetes sin frustración previa. Este segundo grupo de niños jugó alegremente. Sin embargo,
cuando el grupo frustrado tuvo al fin acceso a los juguetes fue extremadamente destructivo. Tendía
a aplastarlos, a tirarlos contra la pared, a pisotearlos y cosas semejantes. Por consiguiente, la
frustración puede llevar a la agresión.
Es importante distinguir entre frustración y privación. Los niños que simplemente carecen
de juguetes no agreden necesariamente. Al contrario, las investigaciones indican más bien que los
niños llenos de motivos para esperar disfrutar de juguetes fueron quienes experimentaron
frustración, precisamente al verse truncada tal esperanza. Fue esa contrariedad lo que provocó la
conducta destructiva de los niños. De acuerdo con esta distinción, el psiquiatra Joreme Frank ha
indicado que los disturbios más graves causados por los negros en los últimos años no tuvieron
lugar en las áreas geográficas de mayor pobreza. Al contrario, se produjeron en Watts y Detroit,
donde las cosas no están tan mal para los negros como en otras zonas del país. La cuestión es que
las cosas están mal en relación con lo que el «blanco» tiene. Las revoluciones no suelen iniciarlas
personas cuyos rostros se encuentran hundidos en el fango, sino a menudo los que acaban de salir
de allí, miran alrededor y se dan cuenta de que otras personas están en posición más favorable y
de que el sistema les está tratando de modo injusto. Por consiguiente, la frustración no es
simplemente el resultado de la privación; es el resultado de una privación relativa. Supongamos
que ustedes deciden estudiar en una carrera y yo en cambio no; si tienen ustedes un trabajo mejor
que el mío, no experimentaré frustración. Pero si ambos hemos acabado una carrera y ustedes
tienen empleo de oficina mientras yo (porque soy negro, o chicano, o mujer) recibo como útil una
escoba, sí me sentiré frustrado; por lo mismo, si a ustedes les es más fácil conseguir una
educación, pero a mí en cambio esa educación se me niega, también me sentiré frustrado. Tal
frustración se verá exacerbada cada vez que ponga la televisión y contemple todas esas bonitas
casas donde viven los blancos, todos esos encantadores accesorios e instrumentos accesibles para
otras personas, y toda esa excelente vida y ocio que no puedo compartir. Considerando todas las
frustraciones económicas y sociales padecidas por los grupos minoritarios de esta sociedad
10
Roger Barker, Tamara Dembo y Kurt Lewin, «Frustration and Regression: An Experiment with Young
children», en University of Iowa Studies in Child Welfare, 18 (1941), pp. 1-314.
5
opulenta, lo sorprendente es que haya tan pocos disturbios. Mientras exista una esperanza
insatisfecha habrá agresión. La agresión puede reducirse eliminando la esperanza- o
satisfaciéndola.
Un pueblo desesperanzado es un pueblo apático. Los negros sudafricanos y los de Haití ni
se revelarían mientras se les impida esperar nada mejor. La gracia salvadora de los Estados unidos
es que –teóricamente al menos- se trata de una tierra de promesas. Enseñamos a nuestros hijos a
esperar, a confiar y a trabajar para la mejora de sus vidas. Pero si esta esperanza no tiene
oportunidades razonables de acabar cumpliéndose, sobrevendrá forzosamente cierta agitación.
Aprendizaje social y agresión
Aunque la frustración y el dolor puedan considerarse causas principales de la agresión, hay
muchos factores que pueden intervenir, tanto para suscitar una conducta agresiva en alguna
persona que está sufriendo muy poco dolor o frustración, como, a la inversa, para inhibir la
respuesta agresiva de una persona frustrada. Estos factores son el resultado del aprendizaje social.
Ya hemos visto cómo el aprendizaje social puede inhibir una respuesta agresiva: recordemos el
mono que no agredirá si está en presencia de un mono a quien ha aprendido a temer. Otro rasgo
basado en el aprendizaje social es la intención atribuida a un agente de dolor o frustración. Un
aspecto de la conducta que parece distinguir al hombre de otros animales es la capacidad humana
de tomar en consideración las intenciones ajenas. Piensen en las siguientes situaciones: 1) una
persona considerada les pisa accidentalmente; o 2) les pisa una persona desconsiderada que, como
ustedes saben, no se preocupa por nadie. Vamos a suponer que la cantidad de presión y dolor es
exactamente idéntica en ambos casos. Sospecho que la segunda situación evocará una respuesta
agresiva, pero que la primera producirá poca o ninguna agresión. Por consiguiente, estoy
sugiriendo que la frustración y el dolor no producen inexorablemente agresión. La respuesta puede
modificarse; y una de las cosas primarias que puede modificarla es la intención atribuida al
frustrador. Este fenómeno fue demostrado con experimento hecho por Shabaz Mallick y Boyd
McCandless11, estos investigadores frustraron a niños de tercer curso haciendo que la patosería de
otro niño les impidiera conseguir la meta de un premio en metabólico. Posteriormente, dieron a
algunos de esos niños una explicación razonable y «desprovista de rencor» para la conducta del
niño que les había obstruido. Concretamente, se les dijo que estaba «soñoliento y disgustado». Los
niños puestos en esta situación experimental dirigieron mucha menos agresión contra el niño
«obstaculizador» que quienes no recibieron la explicación.
El otro lado de la moneda es que ciertos estímulos pueden evocar una conducta agresiva
por parte de individuos que no parecen estar frustrados. En una serie clásica de experimentos,
Albert Bandura y sus colaboradores12 demostraron que el simple hecho de ver a otra persona
comportarse agresivamente puede incrementar la conducta agresiva de los niños pequeños. El
procedimiento básico en esos estudios fue hacer que un adulto golpease a un muñeco de plástico
lleno de aire (del tipo que vuelve a ponerse en pie tras haber sido derribado). En ciertas ocasiones,
el adulto acompañaba su agresión física con insultos verbales al muñeco. A continuación se
permitía a los niños jugar con el muñeco. En estos experimentos, los niños no sólo imitaron a los
modelos agresivos, sino que iniciaron también otras formas de conducta agresiva tras haber
presenciado la conducta agresiva del adulto. En resumen, los niños copiaban la conducta de un
adulto; ver a otra persona comportarse agresivamente les servía como estímulo para comportarse
11
Shabaz Mallick y Boyd McCandless, «A Study of Catharsis of Aggression», en Journal of Personality and
Social Psychology, 4 (1966), pp. 591-596.
12
Albert Bandura, Dorothea Ross y Sheila Ross, «Transmission of Aggression Through Imitation of
Aggressive Models», en Journal of Abnormal and Social Psychology, 63 (1961), pp. 575-582. Albert
Bandura, Dorothea Ross y Sheila Ross, «A Comparative Test of the Status Envy, Social Power and Secondary
Reinforcement Theories of Identificatory Learning», en Journal of Abnormal and Social Psychology, 67
(1963), pp. 527-534. Albert Bandura, Dorothea Ross y Sheila Ross, «Vicarious Reinforcement and Imitative
Learning», en Journal of Personality and Social Psychology, 67 (1963), pp. 601-607
6
agresivamente ellos. Sin embargo, es importante hacer notar que los niños no circunscribían su
conducta a una mera imitación e inventaban formas de agresión nuevas y creativas. Esto indica que
el efecto de un modelo se generaliza; no se trata simplemente de que los niños hagan exactamente
todo cuanto los adultos están haciendo, y esto implica, por su parte, que los niños pueden ser
incitados a realizar toda una gama de conductas agresivas. Bandura y sus colaboradores han
demostrado también que el resultado es importante: Si el modelo agresivo era recompensado por
su conducta agresiva, quienes lo presenciaban eran después más agresivos que quienes veían
castigar al modelo por dicha conducta.
Llevando todo esto un poco más allá, Leonard Berkowitz y sus colaboradores 13 han
mostrado que si un individuo se encuentra frustrado o rabioso, la mera presencia de un objeto
asociado con la agresión incrementará su agresividad. Uno de los experimentos se montó para
encolerizar a estudiantes universitarios: algunos de ellos fueron encolerizados en un cuarto donde,
como por casualidad, había un arma, y otros en una habitación donde había un objeto neutral (una
raqueta de badminton) en lugar del arma. A continuación los sujetos pasaron a administrar algunas
descargas eléctricas a otro estudiante. Quienes habían sido encolerizados en presencia del estímulo
agresivo (el arma) administraron más descargas eléctricas que quienes lo fueron en presencia de la
raqueta de badminton. En otras palabras, ciertas sugestiones que están asociadas a la agresión
incrementarán la tendencia de una persona a agredir. Como afirma Berkowitz, «una persona
encolerizada puede apretar el gatillo de su arma si quiere cometer un acto de violencia; pero el
gatillo [esto es, la visión del arma] puede también apretar el dedo, o provocar reacciones agresivas
en el sujeto si está dispuesto a agredir y no tiene fuertes inhibiciones en contra de dicha
conducta»14.
¿Es necesaria la agresión?
Supervivencia de los más aptos. Algunos profesores han sugerido que ciertos tipos de
agresión son útiles y hasta esenciales. Konrad Lonrenz15, por ejemplo, sostiene que la agresión es
«una parte esencial de la organización instintiva preservadora de la vida». Basando su
argumentación en la observación de animales no humanos, concibe la agresividad como algo de
máxima importancia evolutiva que permite a los animales jóvenes tener por padres a los elementos
más fuertes y astutos, y que permite al grupo ser conducido por los mejores jefes posibles. El
antropólogo Sherwood Washburn y el psiquiatra David Hamburg16 convergen en este punto.
Partiendo de un estudio de los monos del viejo mundo descubrieron que la agresión dentro del
mismo grupo de monos juega un papel importante en la alimentación, en la reproducción y en la
determinación de patrones de dominancia. El macho más fuerte y agresivo de una colonia asume
una posición dominante por medio de un despliegue inicial de agresividad, lo cual sirve para reducir
ulteriores luchas dentro de la colonia (porque los demás machos saben quien manda). Además,
dado que el macho dominante impera sobre la reproducción, la colonia incrementa sus
oportunidades de supervivencia al transmitir ese poderoso macho su vigor a generaciones
posteriores.
Una pauta similar ha sido encontrada entre los elefantes marinos por Burney LeBoeuf17.
Cada año antes de la época del apareamiento, parejas de machos compiten entre sí y se enfrentan
en feroces y sangrientas luchas por la supremacía. El macho más fuerte, más agresivo y más astuto
13
Leonard Bercowitz y Anthony Le-Page, «Weapons as Aggression-eliciting Stimuli», en Journal of
Personality and social Psychology, 7 (1967), pp. 202-202.
14
Leonard Berkowitz, Control of Aggression (inédito, 1971), p. 68.
15
Konrad Lorenz, On Aggression, tr. Marjorie Wilson (Nueva York, Harcourt, Brace and World, 1966).
16
Sherwood Washburn y David Hamburg, «The implications of Primate Research», Primate
Behavior: Field Studies of Monkeys and Apes, ed. I. De Vore (Nueva York, Holt, Rinehart and
Winston, 1965), pp. 607-622.
17
Burnet LeBoeuf, «Male-Male Competition and Reproductive Success in Elephant Seals», en American
Zoologist, 14 (1974), pp. 163-176.
7
no sólo resulta el número uno en la jerarquía dominante entre sus compañeros sino que además se
convierte en el cortejante número uno dentro del grupo. Así, por ejemplo, en una observación
realizada pudo verse que el macho número uno «Alfa» de un grupo de 185 hembras y 120 machos
intervenía en la mitad de los apareamientos observados. En las nidadas menores, con 40 hembras
o menos, el macho Alfa es el protagonista del 100 por 100 de los apareamientos que tienen lugar.
Con estos datos en mente, muchos observadores piden cautela a la hora de intentar
controlar la agresión en el hombre, sugiriendo que, como sucede con los animales inferiores, la
agresión es necesaria para la supervivencia. Este razonamiento se basa, en parte, sobre la
suposición de que el mismo mecanismo en virtud del cual un hombre mata a su vecino lleva a otro
hombre a «conquistar» el espacio exterior, a «hincar el diente» a una difícil ecuación matemática, a
«atacar» un problema lógico o a «dominar» el universo.
Pero, probablemente, esto no es cierto. La agresión abierta ya no es necesaria para la
supervivencia humana. Por otro lado, equiparar la actividad creadora y los más altos logros con la
hostilidad y la agresión es confundir el problema, porque es posible lograr el dominio de un
problema o de una capacidad sin herir a otra persona e incluso sin intentar conquistar, o bien
reducir la violencia sin reducir la curiosidad el hombre ni su deseo de resolver problemas. Esta
distinción nos es difícil porque el espíritu occidental –y quizá el espíritu americano en especial- ha
sido formado para igualar éxito y victoria, para igualar un hacer bien las cosas con ganar a alguien.
M. F. Ashley Montagu18 piensa que una excesiva simplificación y mala interpretación de la teoría
darwiniana ha proporcionado al hombre medio la idea equivocada de que el conflicto constituye
necesariamente una ley de vida. Ashley Montagu afirma que, durante la revolución industrial
convenía a quienes explotaban a los trabajadores justificar su explotación hablando de la vida como
una lucha por la supervivencia y como algo donde es natural que los más aptos (y sólo los más
aptos) sobrevivan. El peligro es que este tipo de razonamientos se convierte en una profecía
autocumplida y puede llevarnos a ignorar o reducir el valor de la conducta no agresiva ni
competitiva para la supervivencia del hombre y otros animales. Por ejemplo, Peter Kropotkin 19, ya
en 1902, llegó a la conclusión de que la conducta cooperativa y la ayuda mutua tienen un gran
valor de supervivencia para muchas formas de vida; y hay muchas pruebas en apoyo de esta
conclusión. La conducta cooperativa de ciertos insectos sociales como las termitas, las hormigas y
las abejas es conocida de todos, pero quizá no lo sea tanto cierta forma de conducta del
chimpancé que sólo puede ser descrita como «altruista». Es algo semejante a esto: dos
chimpancés se encuentran en jaulas contiguas. Uno de ellos tiene comida y el otro no. El
chimpancé hambriento empieza a suplicar. Con desgana, el chimpancé «opulento» le pasa algo de
su comida. En cierto sentido, la misma actitud de renuencia confiere al regalo tanta más
importancia, pues indica que guardaría complacer toda la comida para sí. Tal conducta sugiere que
la necesidad de compartir puede efectivamente tener raíces profundas 20. Pero el trabajo de
Kropotkin no ha recibido mucha atención – de hecho ha sido en gran parte ignorado -, quizás
porque no casaba con el temperamento de la época ni con las necesidades de quienes estaban
beneficiándose de la revolución industrial.
Observemos nuestra propia sociedad. Como cultura, parece que nosotros –los
norteamericanos- veneramos la competición; recompensamos a los vencedores y volvemos la
espalda a quienes pierden. Durante dos siglos, nuestro sistema educativo se ha basado sobre la
competitividad y las leyes de supervivencia.
Con muy escasas excepciones, no enseñamos a nuestros niños a que disfruten
aprendiendo, sino a que anhelen altos puestos. Cuando el cronista deportivo Grantland Rice dijo
que lo importante no era ganar o perder, sino cómo jugamos el juego, no estaba describiendo el
tema dominante de a vida americana, sino prescribiendo una cura para nuestra excesiva
preocupación por la victoria. Desde el jugador que estalla en lágrimas cuando su equipo pierde,
18
M. F. Ashley Montagu, On Being Human, (Nueva York, Hawthorne Books, 1950).
Peter Kropotkin, Mutual Ais (Nueva York, Doubleday, 1902).
20
Henry Nissen, «Social Behavior in Primates», en Comparative Psychology, ed. C. P. Stone (3ª ed.; Nueva
York, Prentice-Hall, 195), pp. 423-457.
19
8
hasta los universitarios que en el estadio cantan: « ¡Somos los primeros!»; desde Lyndon Johnson,
cuyo juicio estaba casi con certeza distorsionado por su propio y expreso deseo de no ser el primer
presidente norteamericano en perder una guerra, hasta el bachiller que desprecia a su compañero
de clase por haber realizado mejor un examen de aritmética, manifestamos una asombrosa
obsesión cultural por la victoria. Vince Lombardi, un entrenador de fútbol profesional muy famoso,
resumió todo el asunto con una simple afirmación: «Ganar no es todo, es lo único». Lo
escalofriante de aceptar esta filosofía es que la meta de la victoria justifica cualquier medio
utilizado, aunque se trate solamente de un partido de fútbol –cosa que, después de todo, se
concibió inicialmente como actividad recreativa. Una acotación interesante y aterradora al juicio de
Lombardi es el modo en que los habitantes de Green Bay, Wiscosin, trataron a su sucesor, Dan
Devin cuando, desempeñando el cargo de entrenador de los Green Bay Packers en 1974, tuvo la
desgracia de llevar al equipo durante una temporada desafortunada. Como consecuencia de ello se
convirtió en el blanco de amenazas físicas, su familia fue insultada, su perro fue muerto a tiros
delante de su casa, la gente le hacia llamadas telefónicas obscenas durante la noche y se
desparramaron falsos rumores sobre que sus hijas eran las prostitutas de la ciudad y que su mujer
era una alcohólica21.
Desde luego, es cierto que en los primeros tiempos de la evolución humana la conducta
agresiva tenía mucho de adaptación a la situación. Pero cuando miramos alrededor y vemos un
mundo lleno de disturbios, odio y desconfianza internacional e interracial, de carnicería insensata y
asesinatos políticos, nos sentimos justificados para poner en duda el valor de supervivencia de esta
conducta. El biólogo Loren Eisley rindió tributo a nuestros antepasados, pero al mismo tiempo
recomendó no imitarles: «Lo que se necesita hoy es gente más amable y más tolerante que aquella
que venció contra el hielo, el tigre y el oso» 22.
Catarsis. Se ha alegado, a veces, que la agresividad sirve a una función útil y quizá
necesaria en otro sentido. Me refiero aquí a la posición psicoanalítica. Como antes dije, Freud creía
que si el hombre no lograba expresarse agresivamente, esa energía agresiva se iría acumulando
hasta explotar en última instancia, bien en forma de violencia extrema o en forma de enfermedad
mental. ¿Hay pruebas que apoyen esta afirmación? En su estado actual, las pruebas sugieren que
el conflicto relacionado con la agresión puede conducir a un estado de elevada tensión emocional
en los humanos. Esto ha llevado a algunos investigadores a la conclusión defectuosa de que inhibir
una respuesta agresiva en los humanos produce síntomas graves a una conducta intensamente
agresiva. Pero no hay pruebas directas en apoyo de esta conclusión.
«Sin embargo –podríamos preguntar -, ¿Es beneficioso expresar la agresión?» Hay al
menos tres caminos para descargar la energía agresiva: 1) Gastándola en forma de actividad física,
como jugar, correr, saltar, pegar a un saco, etc.; 2) Manteniendo una forma no destructiva de
agresión, al nivel de la fantasía –como, por ejemplo, cuando soñamos con pegar a alguien o
escribimos un relato violento -; y 3) Mediante una agresión directa, atacando al frustrador,
pegándole, buscándole problemas, diciendo socas viles de él, etc.
Tomemos el primer tipo, una conducta agresiva socialmente aceptable. Está muy extendida
la creencia de que este procedimiento funciona, y es promovido ampliamente por los terapeutas
psicoanalíticamente orientados. Por ejemplo, el distinguido psiquiatra William Menninger ha
afirmado que «los juegos competitivos ofrecen una vía de escape anormalmente satisfactoria para
el impulso agresivo instintivo»23. Parecería razonable preguntar si hay pruebas de que los juegos
competitivos reducen la agresividad. En su cuidadoso análisis de los datos existentes, Berkowitz 24
no pudo descubrir a rasgos simples e inequívocos que apoyaran el criterio de que una intensa
actividad física reduzca la agresividad. De modo similar, en un estudio exhaustivo sobre atletas
21
Time, 7 de octubre, 1974.
Loren Eisley, The Immense Journey (Nueva York, Random House, 1946), página 140.
23
William Menninger, «Recreation and Mental Health», en Recreation, 42 (1948), pp. 340-346.
24
Leonard Berkowitz, Control of Aggression (inédito, 1971).
22
9
universitarios, Warren Johnson25 no descubrió pruebas coherentes que apoyaran el concepto de
catarsis. Llegó a la conclusión de que no sólo es absurdo alegar que las guerras se han ganado en
los campos de deporte de Eton; todavía más absurdo es creer que vamos a poder evitarlas desde
allí. Esto no quiere decir que las personas no obtengan satisfacción con esos juegos. La obtienen.
Pero con ello no se reduce la agresividad.
Veamos la segunda forma de agresión: la fantasía. Hay ciertas pruebas de que una fantasía
de agresión puede mejorar el estado de ánimo de las personas, e incluso producir una reducción
temporal en la agresividad. En un interesante experimento realizado por Seymour Feshback 26, los
estudiantes fueron insultados por su instructor; se permitió entonces a la mitad de ellos que
escribieran relatos imaginarios sobre agresión, mientras la otra mitad quedó como estaba, sin esa
oportunidad. Hubo también un grupo de control compuesto por estudiantes no insultados. Los
resultados de Feshback mostraron que, inmediatamente después, las personas que habían tenido
oportunidad de escribir relatos sobre agresión eran ligeramente menos agresivas que las del otro
grupo. Además, ambos grupos de estudiantes insultados eran mucho más agresivos que el grupo
de estudiantes no insultados en absoluto. Por consiguiente, la utilidad de la agresión imaginaria fue
limitada: no redujo demasiado la energía agresiva. También es importante destacar que en la
agresión imaginaria nadie sufre un daño efectivo.
Vamos a considerar ahora la agresión directa: ¿Reduce un acto manifiesto de agresión
directa la necesidad de agresión? Resulta tentador pensar que es así. La mayor parte de nosotros
hemos experimentado algo parecido al alivio de tensión cuando, frustrados o enojados, hemos
expresado ese enojo dando voces, maldiciendo o gritando epítetos a alguien. ¿Acaso este
comportamiento reduce la agresividad? En realidad, el mayor logro de la investigación en este
aspecto indica que un acto de agresión abierta contra otra persona, sirve para aumentar los
sentimientos negativos del agresor hacia el objeto de su agresión y, por tanto, aumenta las
probabilidades de agresión contra esa persona.
¿Por qué? Como hemos visto en el capítulo precedente, cuando una persona hace daño a
otra, se produce la movilización de un proceso cognitivo destinado a justificar ese acto de crueldad.
Específicamente, cuando una persona hiere a otra, experimenta una disonancia cognitiva. La
cognición He herido a Sam», es disonante con la cognición «Soy decente, razonable y buena
persona» un buen modo de reducir la disonancia, es tratar de convencerse, de alguna manera, de
que herir a Sam no fue algo indecente, irracional y malo. Puedo conseguir esto cerrando los ojos a
las virtudes de Sam y destacando sus defectos; convenciéndome de que Sam es una persona
horrible que merece ser herida. Esto será especialmente así si el blanco de mi agresión es una
víctima inocente. Así, en experimentos realizados por David Glass, Keith E. Davis y Edward E.
Jones27 (analizados en el capítulo anterior) el sujeto infligía sufrimiento, ya sea psicológico o físico,
a una persona inocente, que no había causado al sujeto ningún daño anterior. Los sujetos entonces
procedían a menospreciar a la víctima, convenciéndose a sí mismos de que no se trataba de una
persona agradable y, por tanto era merecedora de lo que le pasaba. Esto reduce la disonancia, por
supuesto, y también prepara el escenario para posteriores agresiones: una vez que se menosprecia
a una persona se hace más fácil herirla en el futuro.
Pero, ¿Qué pasa si la víctima no es inocente? ¿Qué pasa si él o ella han hecho algo para
provocar enojo y, por ende, merecen la represalia? Aquí la situación se vuelve más compleja y, por
lo mismo, más interesante. Uno de los muchos experimentos realizados para verificar este punto
25
Warren Johnson, «Guilt-free Aggression for the Troubled Jock», en Psychology Today, octubre, 1970, pp.
70-73.
26
Seymour Feshbach, «The Drive-reducing Function of Fantasy Behavior». en Journal of Abnormal and
Social Psychology, 50 (1955), pp. 3-11
27
David Glass, «Changes in Liking as a Means of Reducing Cognitive Discrepancies between Self-esteem
and Aggression», en Journal of Personality, 32 (1964), pp. 531-549. Keith E. Davis y Edward E. Jones,
«Changes in Interpersonal Perception as a Means of Reducing Cognitive Dissonance», en Journal of
Abnormal and Social Psychology, 61 (1960), pp. 402-410. Arnold H. Buss, «Physical Aggression in Relation
to Different Frustrations», en Journal of Abnormal and Social Psychology, 67 (1963), pp. 1-7.
10
fue una disertación doctoral brillantemente concebida por Michael Kahn 28. En el experimento de
Kahn, un técnico, al efectuar algunas mediciones a estudiantes universitarios, hizo ciertos
comentarios denigratorios sobre esos estudiantes. En la una de las situaciones experimentales, se
permitía a los sujetos manifestar su hostilidad expresando al empleador sus sentimientos acerca del
técnico: una acción que podía causar serios problemas al técnico e incluso costarle el empleo. En la
otra, no se dio a los sujetos la oportunidad de expresar su agresividad contra la persona que había
desatado su ira. ¿Qué ocurriría según la predicción de la teoría psicoanalítica? Es fácil: el grupo
inhibido experimentaría tensión, un buen monto de rabia y sentimientos hostiles hacia el técnico,
mientras que el grupo que expresaba sus sentimientos se sentiría aliviado, relajado y no tan hostil
con él. En suma, de acuerdo con la teoría psicoanalítica, expresar la hostilidad serviría como
catarsis; esto es, purgaría a los sujetos insultados de sus sentimientos hostiles. Como buen
freudiano que era, Kahn esperaba estos resultados. Se sorprendió y (según reconoció) emocionó al
encontrar pruebas de lo contrario. Específicamente, aquellos a quienes se les permitió expresar su
agresión sintieron posteriormente una mayor hostilidad y desagrado por el técnico que aquellos que
no tuvieron esa oportunidad. En otras palabras, aun en los casos en que el blanco de nuestras iras
no es una víctima inocente, expresar la agresión no inhibe la tendencia a agredir, sino que tiende a
aumentarla.
Lo que el experimento de Kahn ilustra es que, cuando se logra enfurecer a una persona,
frecuentemente ésta manifiesta reacciones desproporcionadas. En este caso, hacerle perder el
empleo al técnico es desmesurado comparado con el daño perpetrado por éste. Esta agresión
exagerada provoca disonancia del mismo modo que lo hace herir a una persona inocente. Esto es,
hay una discrepancia entre lo que la persona nos hizo y la envergadura de la venganza. Esta
discrepancia debe ser justificada; y como en el experimento de la «víctima inocente», la
justificación toma la forma de denigrar al objeto de nuestra ira después de haberlo hecho.
¿Pero qué sucede si es posible lograr que la represalia no resulte desmedida? Quiero decir,
¿qué pasa si el grado de venganza se controla razonablemente de modo que no resulte más
intensa que la acción que la ha precipitado? En tal circunstancia, cabe predecir que habrá poca o
ninguna disonancia. «Sam me ha insultado; se lo devolví; estamos igualados. No necesito más
revancha.» Esto es lo que reveló un experimento realizado por Anthony Doob y Larraine Wood 29.
Como en el experimento de Kahn, Doob y Wood arreglaron las cosas para que sus sujetos fueran
molestados y humillados por un cómplice. En una de las situaciones experimentales se les dio a los
sujetos la oportunidad de vengarse administrando a su torturador una serie de choques eléctricos.
En esta situación, tan pronto los sujetos estuvieron igualados, no tuvieron más necesidad de seguir
castigando a su torturador. Pero aquellos sujetos a quienes no se les dio la oportunidad de
vengarse, sí eligieron castigar a su torturador a continuación. Así, vemos que la represalia puede
reducir la necesidad de una agresión mayor si se restablece algo parecido a la equidad. Es
importante subrayar que la mayoría de las situaciones en el mundo real no son tan claras como en
la situación de Doob y Wood, en la que la venganza puede hacerse funcionalmente semejante al
acto original. En mi opinión, el mundo real se acerca más a la situación del experimento de Michael
Kahn: la represalia por lo general sobrepasa, con mucho, al acto original. Por ejemplo, fuera de lo
que fuese lo que los estudiantes de la Universidad del estado de Kent hicieran a los miembros de la
guardia nacional de Ohio (gritarles obscenidades, molestarlos, vilipendiarles) difícilmente eran
acreedores a que se les disparara y matara. Más aún, la mayoría de las víctimas de agresiones
masivas son totalmente inocentes. En todas estas situaciones tiene lugar lo opuesto a una catarsis.
Así, una vez que he asesinado a algunos estudiantes disidentes en el estado de Kent, me
convenceré a mí mismo de que realmente lo merecían, y odiaré a los estudiantes disidentes aún
28
Michael Kahn, «The Physiology of Catharsis», en Journal of Personality and Social Psychology, 3 (1966),
pp. 278-298. Ver también: Leonard Berkowitz, James Green y Jacqueline Macaulay, «Hostility Catharsis as
the Reduction of Emotional Tension», en Psychiatry, 25 (1962), pp. 23-31, y Richard DeCharms y Edward J.
Wilkins, «Some Effects of Verbal Expression of Hostility», en Journal of Abnormal and Social Psychology,
66 (1963), pp. 462-470.
29
Anthony N. Doob y Larraine Wood, «Catharsis and Aggression: The Effects of Annoyance and Retaliation
on Aggressive Behavior», en Journal of Personality and Social Psychology, 22 (1972), pp. 156-162
11
más de lo que los odiaba antes de asesinarles; una vez que he masacrado algunas mujeres y niños
en My Lai, estaré aún más convencido de que los orientales no son realmente humanos de lo que
estaba antes de masacrarles; una vez que he negado a la población negra una educación decente,
estaré más convencido de que son estúpidos y no podrían haber sacado provecho de una buena
educación. En la mayoría de las ocasiones, la violencia no reduce la tendencia hacia la violencia; la
violencia engendra más violencia.
Debería quedar claro para el lector que existe una gran diferencia entre estar enojado y la
expresión de tal enojo de un modo violento y destructivo. Experimentar ira en determinadas
ocasiones es normal e inofensivo. De hecho, podemos hacer muy poco para evitarlo, por ejemplo,
por medio de una contundente y simple declaración: «Estoy muy enojado contigo por lo que
hiciste.» Desde luego, tal declaración es en y por sí misma un vehículo de autoafirmación y sirve
para aliviar la tensión y hacer que la persona enojada se sienta mejor. Al mismo tiempo, porque el
blanco de nuestra ira no recibe daños físicos, tal respuesta no pone en movimiento aquellos
procesos cognitivos que conducirían a la persona irritada a justificar su conducta denigrando a la
persona agredida. Acerca de estos temas diremos más en el capítulo 8.
Catarsis y política social. ¿Qué nos dice todo esto sobre la política social? A pesar de las
pruebas desfavorables, la hipótesis de la catarsis parece seguir gozando del favor de la mayor parte
de los individuos medios, incluidos los encargados de tomar las decisiones que nos afectan a todos.
Por lo mismo, se alega frecuentemente que jugar al fútbol 30 o ver asesinatos en la pantalla de
televisión31 son actos que realizan una valiosa función de drenaje de la energía agresiva. Como
hemos visto, ninguna de esas cosas parece cierta. Albert Bandura y sus colaboradores,
recordémoslo, hallaron sólidas pruebas de que los niños utilizan a los agresores adultos como
modelos para su propia conducta. Machacan a un muñeco después de ver cómo lo golpea un
adulto. Este fenómeno no está limitado a niños en edad preescolar: diversos investigadores han
mostrado que ver películas de violencia incrementaba la conducta agresiva de una amplia gama de
sujetos, incluyendo delincuentes juveniles, mujeres adultas normales, enfermeros de hospital y
estudiantes de bachillerato32. De hecho, tras analizar las pruebas en su informe para el Ministerio
de sanidad, los psicólogos Robert Liebert y Robert Baron afirman que, de 18 estudios emprendidos,
16 apoyan el criterio de que observar actos violentos incrementa la posibilidad de una posterior
agresión entre los observadores.
Las pruebas sugieren que la violencia en la televisión es potencialmente peligrosa, puesto
que sirve como modelo de conducta, especialmente en los niños. ¿Y qué vemos en la televisión?
Durante otoño de 1969, George Gerbner y sus colaboradores hicieron una investigación exhaustiva
de la programación televisiva durante las horas de audiencia máxima y en las mañanas del sábado.
El estudio descubrió que la violencia prevalecía en ocho programas de cada diez. Además, el ritmo
de episodios violentos era de ocho por cada hora de programa. Los dibujos animados –programa
favorito para la mayor parte de los niños pequeños- son los que contienen la máxima violencia. De
los 95 dibujos animados analizados en este estudio, sólo uno no contenía violencia.
Portavoces de las grandes cadenas de televisión han intentado desacreditar los
experimentos de Bandura alegando que no implican agresión contra personas. Después de todo, ¿a
quién le importa lo que haga un niño con un muñeco? Sin embargo, recientes pruebas
experimentales demuestran que los efectos de contemplar violencia no se limitan a maltratar un
muñeco, sino a maltratarse unos a otros. En uno de sus estudios, Liebert y Baron33 mostraron a un
30
Konrad Lorenz, On Agresión, tr. Marjorie Wilson (Nueva Cork, Harcourt, Brace and World, 1966).
William Menninger, «Recreation and Mental Health», en Recreation, 42 (1948), pp. 340-346.
31
Joseph Klapper, The Effects of Mass Communications (Glencoe, I11., Free Press, 1960).
32
Donald Hartmann, The Influence of Symbolically Modeled Instrumental Aggressive and Pain Cues on the
Desinihbition of Aggressive Behavior (tesis doctoral inédita, Stanford University, 1965). Richard Walters y
Edward Thomas, «Enhancement of Punitiveness by Visual and Audiovisual Displays», en Canadian Journal
of Psychology, 16 (1963), pp. 244-255
33
Robert Liebert y Robert Baron, «Some Immediate Effects of Televised Violence on Children’s Behavior»,
en Developmental Psychology, 6 (1972), páginas 469-475.
12
grupo de sujetos un episodio de la serie «Los intocables», telefilm de policías y ladrones
extremadamente violento. En una situación de control, un grupo semejante de niños vio una
producción televisiva centrada sobre deportes muy activos, de la misma duración. A continuación
se dejó a los niños jugar en un cuarto distinto con otro grupo de niños. Quienes habían presenciado
el programa violento mostraban mucha más agresividad contra los otros niños que quienes habían
presenciado el programa deportivo.
Por último, de vuelta al mundo real, diversos estudios muestran que los niños que ven más
programas agresivos en la televisión dan más pruebas de recurrir a la agresividad como solución de
sus problemas34. Debe indicarse que estos estudios correlacionales no son concluyentes por sí
mismos; es decir, no prueban que el hecho de presenciar violencia en la televisión lleve a los niños
a elegir soluciones agresivas. Podría ser que los niños propensos a la agresión (por alguna razón u
otra) asistiesen a muchos programas agresivos y eligieran también modos agresivos de resolver sus
problemas. Precisamente por esto son tan importantes las pruebas derivadas de experimentos
controlados: en el estudio de Liebert y Baron sabemos que fue el hecho de ver «Los intocables», y
no otra cosa, lo que produjo la conducta agresiva en los niños, porque un grupo similar de niños
que contempló un programa deportivo se comportó de modo menos agresivo.
En resumen, hay pruebas bastante claras de que contemplar una conducta violenta en la
televisión incrementa la conducta agresiva del niño. Pero lo cierto es que los niños suelen encontrar
muy entretenida esa conducta. En consecuencia, dado que este tipo de programación es
probablemente un buen modo de vender ciertos juguetes, las cadenas televisivas no lo suprimirían
(salvo que se produzca un clamor público). Y de hecho, frente a las crecientes pruebas de los
laboratorios psicológicos que conectan la contemplación de conductas agresivas con la realización
de actos agresivos, la cantidad de violencia televisada por la emisora NBC aumentó en el período
comprendido entre 1968 y 1969. Por otra parte, en 1975 se estimó que, a los quince años, un niño
medio ha presencia más de 15.000 crímenes en la televisión.
El efecto de la violencia o del comportamiento en los medios de comunicación no queda
circunscrito a los adolescentes. La siguiente noticia fue distribuida por Associated Press el 23 de
noviembre de 1971:
Según afirman los testigos, el pistolero, armado con dos rifles y
vestido con uniforme de desecho del ejército, gritaba y se reía
histéricamente mientras atravesaba una fábrica de pinceles durante un
fatal tiroteo. Cinco trabajadores murieron. Otras tres personas,
incluyendo el presunto asaltante y un policía, fueron heridos. {El
presunto asaltante}… disparó cerca de una docena de tiros, que mataron a
dos hombres… Disparando todavía, el pistolero retrocedió hasta un almacén
donde más tarde la policía encontraría otros dos cadáveres. Otro hombre
tiroteado en el departamento de facturación murió camino del hospital…
La policía, incapaz de llegar a los motivos de la acción explora los
posibles paralelismos con un reciente episodio televisivo -«Hawai Five –
0», en el cual aparece un asesinato múltiple… Numerosas características,
como el atuendo del asaltante, su modo de proceder y una bolsa de dulces
encontrada en su bolsillo, hacen pensar en el programa televisivo… Se
encontraron facturas por un rifle y municiones fechadas poco después de
la emisión.
Y éste no fue un incidente aislado. En 1975, una revista nacional informó de los siguientes
hechos:
34
Monroe Lefkowitz, Leonard Eron y Leopold Walter, Television Violence and Child Aggression: A Fellowup Study (informe para los Institutos Nacionales de Salud Mental, 1971). J. J. Teevan, Television and Deviant
Behavior (informe para los Institutos Nacionales de Salud Mental, 1971). J. R. Dominick y B. S. Greenberg,
Girl’s Attitudes Toward Violence as Related to T.V. Exposure, Family Attitudes, and Social Class (informe
para los Institutos de Salud Mental, 1971).
13
En San Francisco, tres niñas de entre trece y diecinueve años
atrajeron a dos niños menores hacia un solitario sendero y les vejaron
sexualmente… En Chicago, dos muchachos intentaron extorsionar a una forma
por 500 dólares con la amenaza de una bomba. En Boston, una pandilla de
jóvenes rociaron con gasolina y prendieron fuego a una mujer. En los tres
casos los funcionarios policiales concluyeron que los crímenes estaban
directamente inspirados por programas que los adolescentes habían visto
hacía poco en la televisión35.
Se diría que Oscar Wilde estaba en lo cierto cuando dijo que la vida imita al arte.
Seguramente, esos individuos que producen, empaquetan y distribuyen violencia en la televisión y
en los films conocen estos datos. ¿Y qué medidas toman? Muy pocas. La mayor parte de estos
individuos simplemente se consideran a sí mismos como gente que trabaja duro para satisfacer las
necesidades y gustos del público. Por ejemplo, Samuel Arkoff, presidente de American
Internacional Pictures (uno de nuestros principales productores de filmes violentos), ha dicho:
«Puede ser que algún día la necesidad de ver violencia quede reducida a los partidos de fútbol»36.
Desgraciadamente, los datos indican que esta necesidad está siendo incrementada, y no saciada,
por gente como el señor Arkoff. ¿Qué grado de responsabilidad tiene esta gente? «¿Los efectos en
la sociedad -pregunta Joe Wizan, otro productor de films-. Ni siquiera pienso en ellos. Los
psiquiatras no tienen una respuesta, ¿por qué habría de tenerla yo?» 37
La agresión como forma de atraer la atención pública . La agresión violenta puede servir
todavía a otra función. En una sociedad compleja y apática como la nuestra, puede ser el modo
más espectacular de que una minoría oprimida atraiga la atención de la mayoría silenciosa. Nadie
puede negar que los disturbios de Watts y Detroit sirvieron para poner en estado de alerta a un
gran número de personas decentes, pero apáticas, en relación con la lastimosa situación de los
negros en América, y nadie puede dudar de que la carnicería ocurrida en la prisión estatal de
Attica, en Nueva York, ha conducido a intentos muy serios de reformar las prisiones. Esos
resultados ¿valen su terrible precio en vidas humanas? No puedo responder a esa pregunta. Pero
como psicólogo social puedo decir (una vez y otra) que la violencia casi nunca termina
sencillamente con una rectificación de las condiciones que la propician. La violencia engendra
violencia, no sólo en el sentido de que la víctima se venga de su enemigo, sino también en el
sentido infinitamente más complejo e insidioso de que el atacante intentará justificar su violencia
exagerando la maldad de la víctima e incrementando así la probabilidad de atacarlo otra vez y otra,
y otra…). Nunca ha habido una guerra que acabe con todas las guerras; más bien sucede lo
contrario: la conducta belicosa fortalece las actitudes belicosas, que incrementan a su vez la
posibilidad de una conducta belicosa. Es preciso buscar otras soluciones. Una forma más suave de
agresión instrumental puede servir como terapéutica de las enfermedades sociales sin producir un
ciclo irreconciliable de conflictos. La huelga, el boicot y las sentadas no violentas son medios
efectivamente usados en esta década para atraer la atención del país hacia injusticias reales. En
consecuencia, apoyo el llamamiento de Loren Eisley en pro de un pueblo más educado y más
tolerante para con las diferencias existentes en su seno, o cual no significa un pueblo que tolere la
injusticia, sino una comunidad formada por personas que se amarán y confiarán unas en las otras,
pero que gritarán, irán a huelga, harán marchas y sentadas (e incluso votarán) para eliminar la
injusticia y crueldad. Como hemos visto en incontables experimentos, la violencia no puede abrirse
y cerrarse como un grifo. Las investigaciones han mostrado una y otra vez que la única solución es
descubrir modos de reducir la violencia mientras continuamos reduciendo la injusticia productora de
las frustraciones que frecuentemente estallan en una agresión violenta.
35
Newsweek 10 de marzo, 1975.
«The Violence Bag», en Newsweek, 13 de diciembre, 1971, p. 110.
37
Ibid.
36
14
Hacia una reducción de la violencia
Suponiendo que reducir la propensión humana hacia la agresividad constituye una meta
merecedora de todo esfuerzo, ¿cómo habremos de proceder? Resulta tentador buscar soluciones
simplistas. Nada menos que el presidente de la Asociación Psicológica Americana sugirió, al tomar
posesión de su cargo, que desarrollemos una droga anticrueldad (destinada especialmente a los
líderes nacionales) como modo de reducir la violencia a una escala universal 38. La búsqueda de tal
solución es comprensible y de alguna manera conmovedora; pero es muy improbable que pueda
desarrollarse una droga capaz de reducir la crueldad sin tranquilizar completamente los sistemas
motivacionales de sus usuarios. Los productos químicos no pueden hacer la sutil distinción propia
de los procesos psicológicos. Podemos concebir, por ejemplo, a un hombre bondadoso y amante de
la paz, como Albert Einstein, que simultáneamente resulta ser un matinal de energía creadora, de
valor y de recursos. Tales hombres son productores de una sutil combinación de fuerzas fisiológicas
y psicológicas, de capacidades heredadas y valores aprendidos. Es difícil concebir un producto
químico capaz de actuar con la misma sutileza. Además, el producto químico capaz de la conducta
humana tiene el matiz de una pesadilla owelliana. ¿A quién confiaríamos el uso de esos métodos?
Probablemente no existen soluciones tan simples y garantizadas. Pero especulemos sobre
algunas posibilidades más complejas y menos seguras, basadas en cuanto hemos aprendido hasta
aquí.
Pura razón. Estoy seguro de que sería posible conseguir un conjunto lógico y razonable de
argumentos donde se detallasen los peligros de la agresión y la miseria acarreada (no sólo para las
víctimas, sino para los agresores) por los actos agresivos. Estoy incluso bastante seguro de que
podríamos convencer a la mayoría de lo sensato de tales argumentos. No cabe duda de que la
mayor parte de las personas estarán de acuerdo en que la guerra es el infierno y en que la
violencia callejera es indeseable. Pero esos argumentos probablemente no reducirían de modo
significativo la conducta agresiva, por sensatos y convincentes que sean. El individuo –incluso
estando convencido de que la agresión, en general, es indeseable- se comportará agresivamente si
no cree firmemente que la agresividad es indeseable para él. Como observó Aristóteles hace más
de dos mil años, a muchas personas no se las puede convencer a base sólo de argumentaciones
racionales, especialmente cuando el asunto concierne a su propia conducta personal: «Porque la
argumentación basada en el conocimiento implica instrucción, y hay personas a quienes resulta
imposible instruir»39. Además, puesto que el problema del control de la agresión surge ya en la
primera infancia –es decir, en un momento en que el individuo es demasiado joven para
argumentar con él-, los razonamientos lógicos son de escaso valor. Por estos motivos, los
psicólogos sociales han investigado otras técnicas de persuasión. Muchas de ellas han sido
desarrolladas pensando en los niños pequeños, pero son también adaptables a los adultos.
Castigo. Para el ciudadano medio, un modo obvio de reducir la agresión es castigarla. Si un
hombre roba, lesiona o mata a otro, la solución más simple es meterle en la cárcel o, en casos
extremos, ejecutarle. Si un niño arremete a sus padres, parientes o iguales, podemos pegarle,
gritarle, quitarle sus privilegios o crearle un sentimiento de culpa. La suposición implícita aquí es
que «este castigo le servirá de escarmiento», que «lo pensará dos veces» antes de hacerlo otra
vez, y que cuanto más severo sea el castigo, mejor será. Pero la cosa no es tan simple. Los
castigos graves son efectivos temporalmente, pero, de no usarse con extrema cautela, pueden
tener el efecto opuesto a la larga. Las observaciones de padres y niños en el mundo real han
demostrado una y otra vez que los padres propensos a utilizar castigos duros suelen tener niños
38
Kennet Clark, «The Pathos of Power: A psychological Perspective», en American Psychologist, 26 (1971),
pp. 1047-1057.
39
Aristóteles «Retórica», en Aristotle Rhetoric and Poetics, tr. W. Rhys Roberts (Nueva Cork, Modern
Library, 1954), p. 22.
15
extremadamente agresivos40. Esta agresividad suele manifestarse fuera de la casa, donde el niño
está alejado agente punitivo. Ahora bien, esos estudios naturalistas no son concluyentes: no
prueban necesariamente que el castigo de la agresión produzca por sí solo niños agresivos. Los
padres que recurren a castigos duros son probablemente también personas ásperas y agresivas, y
puede suceder que sus hijos simplemente estén copiando esa conducta agresiva general. De
hecho, se ha demostrado que los niños que son castigados físicamente por un adulto que hasta
entonces los había tratado de modo cálido y amistoso suele cumplir los deseos del adulto estando
él ausente. Por otra parte, los niños castigados físicamente por un adulto frío e impersonal suelen
dejar de cumplir sus deseos en el momento en que éste abandona el cuarto. Por consiguiente, hay
razones para creer que el castigo puede ser útil si se aplica juiciosamente y en el contexto de una
relación cálida.
Otro factor de gran importancia para la eficacia del castigo es su severidad o grado de
restricción. Un castigo severo o restrictivo puede ser extremadamente frustrante, y como la
frustración es una de las causas primarias de agresión, parecería sabio evitar el uso de tácticas
frustrantes cuando se intenta dominar la agresión. Este punto fue muy bellamente demostrado en
un estudio hecho por Robert Hamblin y sus colegas41. En este estudio, un profesor castigaba a
muchachos hiperagresivos quitándoles privilegios. Concretamente, los muchachos habían ganado
una serie de prendas que podrían canjear por diversos objetos y juguetes; cada vez que uno
agredía, se le privaba de alguna cantidad de prendas. Durante la aplicación de esta técnica y
después, la frecuencia de acciones agresivas entre los muchachos se dobló prácticamente. Es
razonable suponer que fue resultado de un incremento en la frustración.
Los castigos severos desembocan frecuentemente en sumisión, pero rara vez producen
interiorización. A fin de establecer pautas de conducta no agresiva a largo plazo, es importante
inducir al niño a interiorizar un conjunto de valores que denigre la agresividad. En experimentos
analizados más detenidamente en el capítulo 4, tanto Merril Carlsmith y yo como Jonathan
Freedman42 demostramos que con niños pequeños las amenazas de castigos leves son mucho más
efectivas que las amenazas de grandes castigos. Aunque esas investigaciones versaban sobre
preferencias en relación con juguetes, sospecho que las amenazas e un castigo leve doblegarían la
agresión del mismo modo. Supongamos que una madre amenaza con un castigo a su hijo para
inducirlo a suspender, momentáneamente, su agresión contra su hermano pequeño. Si tiene éxito,
el niño experimentará disonancia. La certeza «quiero dar una paliza a mi hermano pequeño» es
disonante con la certeza «no estoy dando una paliza a mi hermano pequeño». Si se le amenaza
seriamente, tendría razón una razón excelente para reprimirse: podría reducir la disonancia
diciendo: «No estoy pegando a mi hermano porque me darían una paliza si lo hiciera, pero desde
luego me gustaría.» Supongamos que su madre le amenaza con recurrir a un castigo leve y justo lo
bastante fuerte como para conseguir que el niño detenga su agresión. En este caso, cuando se
pregunte a sí mismo por qué no está pegando a su hermanito infinitamente inerme, no podrá
utilizar la amenaza como modo de reducir la disonancia; es decir, no podrá convencerse fácilmente
de que sería zurrado si pegase al chico, simplemente porque no es cierto; con todo, debe justificar
el hecho de que no está pegando a su hermano. En otras palabras, su justificación externa (la que
se deriva de la severidad del castigo) es mínima; por tanto, debe añadir su propia justificación para
legitimar el hecho de abstenerse. Por ejemplo, puede convencerse a sí mismo de que ya no le
40
Robert Sears, Eleanor Maccoby y Harry Levin, Patterns of Child Rearing (Evanston, I11, Peterson, 1957).
Diana Baumrind, «Effects of Authoritative Paternal Control on Child Behavior», en Child Development, 31
(1966), páginas 887-907. Wesley Becker, «Consequences of Different Kinds of Parental Discipline», en
Review of Child Development Research, vol. 1, ed. M. L. Hoffman y L. W. Hoffman (Nueva York, Russel
Sage, 1964).
41
Robert Harbin, David Buckholt, Donald Bushell, Desmond Ellis y Daniel Ferritor, «Changing the Game
from ‘Get the Teacher’ to ‘Learn’» en TransAction, enero, 1969, pp. 20-31.
42
Elliot Aronson y J. Merrill Carlsmith, «The Effect of the Severity of Treta on Devaluation of Forbidden
Behavior», en Journal of Abnormal and Social Psychology, 66 (1963), 584-588. Jonathan Freedman, «Longterm Behavioral Effect of Cognitive Dissonance», en Journal of Experimental Social Psychology, 1 (1965),
pp. 145-155.
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gusta pegar a su hermanito. Esto no sólo explica, justifica y hace razonable su conducta pacífica
momentánea, sino que tiene un efecto más importante aún: reducir la probabilidad de que pegue a
su hermanito en el futuro. En definitiva, el niño interioriza así un valor antiagresivo: se convence a
sí mismo de que, para él, pegar alguien no es una cosa buena ni divertida.
Aunque este proceso ha demostrado su utilidad en diversos experimentos de laboratorio
altamente controlados, tiene un gran inconveniente práctico: antes de aplicarlo, es esencial que el
padre sepa exactamente el tipo de castigo usar para cada niño. Es portante que no sea demasiado
severo, porque entonces el niño no necesitará buscar justificación adicional a su falta de agresión.
Por otra parte, debe ser lo bastante severo como para impedir momentáneamente el acto agresivo.
Esto es fundamental, porque si el padre administra una amenaza o castigo cuya gravedad no es
suficiente para conseguir que el niño desista de momento, todo el proceso se disparará a la
inversa: el niño decidirá conscientemente no detener su agresión, aunque sabe que será castigado
por ella. Y en este caso experimentará también una disonancia: la certeza «estoy agrediendo« es
disonante con la certeza «será castigado por ello». ¿Cómo reduce el niño la disonancia?
Convenciéndose de que vale la pena, de que disfruta tanto pegando a su hermanito que incluso
está dispuesto a ser castigado con tal de hacerlo. Este razonamiento sirve para incrementar a largo
plazo de una conducta agresiva. Así, aunque las amenazas de castigos leves pueden ser eficaces
para ayudar a un niño a hacerse menos agresivo, esta técnica no puede usarse a la ligera o
imprudentemente. Es preciso considerar cuidadosamente el nivel preciso de intensidad del castigo
administrado. Naturalmente, este nivel variará bastante de niño a niño. Para algunos, una mirada
furiosa del padre puede ser un castigo demasiado severo. Para otros, una seria paliza puede no ser
bastante. No es imposible encontrar el nivel adecuado, pero tampoco fácil. Lo importante es que
una amenaza no lo bastante grave como para producir un cambio momentáneo de conducta
incrementará efectivamente el atractivo de la conducta indeseada.
Castigo de modelos agresivos. Una variación sobre este tema consiste en el castigo de un
tercero. Concretamente, se ha afirmado que la agresión podría reducirse presentando al niño un
modelo agresivo que acaba malparado. La teoría aquí implícita es que el individuo expuesto a esta
visión será castigado transferencialmente por su propia agresión y, en consecuencia, se hará menos
agresivo. Es probable que antaño en Norteamérica, los linchamientos y los latigazos públicos
estuviesen organizados por partidarios de esta teoría. Lo cierto es que los datos del mundo real no
apoyan esta teoría. Por ejemplo, según la Comisión Presidencial para el Cumplimiento de la Ley 43 la
existencia y el uso de la pena de muerte no reduce la tasa de homicidios. Además, al nivel de los
datos casuales, los medios de la masas frecuentemente pintan a las personas agresivas como
personajes muy atractivos (Bonnie y Clyde, por ejemplo, o Butch Cassidy y Sundance Kid), aunque
sean castigados al final, lo cual induce a identificarse con estos temperamentos violentos.
Las pruebas que se derivan de experimentos controlados presentan un cuadro más preciso.
En esos experimentos, los niños contemplan la película de una persona agresiva que recibe luego
una recompensa o castigo por su agresividad. Más tarde, se da a los niños la oportunidad de ser
agresivos en circunstancias similares a las de la película. El resultado más frecuente es que quienes
ven la película donde el tipo agresivo es castigado despliegan una conducta notablemente menos
agresiva que quienes ven la película cuyo protagonista es recompensado44. Como antes mencioné,
hay también pruebas en el sentido de que quienes vieron castigar al personaje agresivo de la
película desplegaron una conducta menos agresiva que quienes vieron al protagonista acabar sin
recompensa ni castigo. Por otra parte –y esto es esencial para nuestra discusión-, el hecho de ver
a un modelo castigado por su agresión no redujo el nivel general de agresión por debajo del de un
grupo de niños que no fueron nunca expuestos a un modelo agresivo. En resumen, la corriente
43
U.S. Comisión Presiencial sobre Law Enforcement and Administration of Justice, The Challenge of Crime
in Free Society: A Report (Washington, D.C., U.S. Government Printing Office, 1967).
44
Albert Bandura, Dorothea Ross y Shelia Ross, «Imitation of Film-mediated Aggressive Models», en
Journal of Abnormal and Social Psychology, 66 (1963), páginas 3-11. Albert Bandura, Dorothea Ross y
Shelia Ross, «Vicarious Reinforcement and Imitative Learning», en Journal of Abnormal and Social
Psychology, 67 (1963), pp. 601-607.
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fundamental de la investigación parece indicar que el hecho de contemplar la recompensa
concedida a un agresor incrementará la conducta agresiva en el niño, y que verlo castigado no
incrementará su conducta agresiva (pero no está claro que el ver castigado a un agresor reduzca la
conducta agresiva). Podría ser igualmente eficaz no exponer al niño a ningún modelo agresivo en
absoluto. Las implicaciones de esta investigación para la exhibición de violencia en los medios de
masa ya han sido analizadas.
Recompensar otras pautas de conducta. Otra posibilidad investigada es la de ignorar a un
niño cuando se comporta agresivamente y recompensarle por su conducta no agresiva; esta
estrategia se basa en parte sobre la hipótesis de que los niños pequeños (y quizá los adultos
también) se comportan a menudo agresivamente como medio de atraer la atención. Para ellos, ser
castigados es preferible a ser ignorados. En consecuencia, y paradójicamente, el hecho de castigar
la conducta agresiva puede llegar a ser interpretado como una recompensa: « ¡Mirad, chicos!
Mamá se fija en mí cada vez que zurro a mi hermanito. Lo voy a hacer otra vez.» Esta idea fue
contrastada en un experimento hecho en un jardín de infancia por Paul Brown y Rogers Elliot 45. Los
profesores del jardín de infancia fueron adoctrinados para que ignoraran toda conducta agresiva
por parte de los niños. Al mismo tiempo, se les pidió que estuvieran muy atentos a ellos,
especialmente si estaban haciendo cosas incompatibles con la agresión: jugar de modo amistoso,
compartir juguetes y cooperar con los compañeros. Tras pocas semanas hubo un perceptible
descenso en la conducta agresiva. En un experimento más elaborado, Joel Davitz 46 demostró que la
frustración, lejos de tener que desembocar necesariamente en agresión, puede llevar a una
conducta constructiva siempre que se haya revestido previamente a ésta de cierto atractivo e
interés. En este estudio se permitió a los niños jugar en grupos de cuatro. En algunos grupos se
recompensó la conducta constructiva, en otros la conducta agresiva o competitiva. A continuación
se frustró deliberadamente a los muchachos. Esa frustración se consiguió creando en los niños la
esperanza de que verían una serie de películas interesantes y de que podían divertirse a placer. De
hecho, los experimentadores llegaron a pasar una película y a distribuir chocolatinas para después
de la proyección. Pero acto seguido el experimentador detuvo abruptamente la proyección en el
punto de máximo interés y se llevó las chocolatinas. En ese momento los niños fueron autorizados
a jugar libremente. Los niños entrenados en una conducta constructiva desplegaron una actividad
mucho más constructiva y menos agresiva que los del otro grupo.
Esta investigación es verdaderamente alentadora. Resulta improbable que los padres
puedan conseguir alguna vez un medio totalmente libre de frustraciones para sus hijos. Además,
aunque esto fuese posible, no sería deseable, porque el mundo exterior está lleno de situaciones
frustrantes y un niño aislado de la frustración experimentará más dolor y confusión cuando choque
con la realidad. Pero sí es posible formar a los niños para que respondan a los hechos frustrantes
de modo constructivo y satisfactorio, no de modo violento y destructivo.
La presencia de modelos no-agresivos. Un importante freno al comportamiento agresivo es
la indicación clara de que semejante conducta es inapropiada. Y el indicador más efectivo es social;
esto es, la presencia de otra gente que está en la misma situación y a la que se ve contenida y
relativamente no-agresiva. Por ejemplo, en un estudio realizado por Robert Baron y Richard
Kepner47, los sujetos fueron insultados por un individuo y luego observaron que el individuo recibía
descargas eléctricas a manos de una tercera persona. Esta tercera persona aplicaba descargas
intensas y también descargas muy leves. Había asimismo un grupo control en el cual los sujetos no
veían quien administraba las descargas. A los sujetos se les dio después la oportunidad de hacer a
45
Paul Brown y Rogers Elliot, «Control of Aggression in a Nursery School Class», en Journal of
Experimental Child Psychology, 2 (1965), pp. 103-107.
46
Joel Davitz, «The Effects of Previous Training on Postfrustration Behavior», en Journal of Abnormal and
Social Psychology, 47 (1952), pp. 309-315.
47
Robert A. Baron y C. Richard Kepner, «Model’s Behavior and Attraction toward the Model as
Determinants of Adult Aggressive Behavior», en Journal of Personality and Social Psychology, 14 (1970),
pp. 335-344-
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su vez descargas sobre su atormentador. Aquellos que habían presenciado a una persona aplicando
intensas descargas aplicaron a su vez descargas más intensas que los del grupo control; aquellos
que habían presenciado a una persona aplicando una descarga más leve aplicaron a su vez
descargas más leves aún que los del grupo control. ¿Resulta familiar este paradigma? Rápidamente
el lector puede ver que la expresión de una conducta agresiva, como la expresión de cualquier
conducta, puede ser visualizada como un acto de conformidad. Específicamente, en una situación
ambigua, la gente mira a los demás para saber qué es lo apropiado. Recordemos que en el capítulo
2 describimos las condiciones bajo las cuales uno podría eructar en la mesa de un dignatario turco.
Ahora lo que sugerimos es que, si usted y sus amigos están frustrados o enojados y, alrededor de
ustedes la gente del grupo está arrojando bolas e nieve a sus torturadores, aumentarán las
probabilidades de que también usted arroje bolas de nieve; si meramente charlan violentamente,
aumentará la probabilidad de que usted también hable violentamente; y, ay, si la gente de su
grupo está blandiendo garrotes sobre la cabeza de los torturadores, se aumentará la probabilidad
de que usted mismo coja un garrote y comience a blandirlo.
Fomentar empatía hacia los demás. Seymour Feshbach observa que a la mayor parte de la
gente le resulta difícil causar voluntariamente dolor a otro ser humano, a menos que logre
encontrar algún modo de deshumanizar a la víctima. «Así es como el policía se convierte en un
‘cerdo’ y el estudiante en un ‘hippy’. El asiático se convierte en un ‘insecto’; ‘los amarillos son
traicioneros’, y además, ‘todos sabemos que la vida vale poco en Oriente’» 48. Como he indicado una
y otra vez en este libro, el tipo de racionalización mencionado por Feshbach no sólo posibilita la
agresión a otra persona; garantiza también que continuaremos agrediéndola. Recordemos el
ejemplo de la profesora de Kent, Ohio, que tras el homicidio de cuatro estudiantes perpetrado por
la Guardia Nacional de Ohio, dijo al autor James Michener49 que cualquier persona que ande
descalza por la calle merece morir. Este tipo de afirmación sólo es comprensible en la boca de
alguien que ha logrado deshumanizar a las víctimas de la tragedia. Sin prejuicio de que deploremos
ese proceso de deshumanización, la compresión del mismo puede ayudarnos a invertirlo.
Concretamente, si es verdad que la mayor parte de los individuos necesitan deshumanizar a sus
víctimas para cometer un acto extremo de agresión, creando empatía entre las personas será más
difícil cometer actos agresivos. De hecho, Norma y Seymour Feshbach 50 han demostrado la
existencia de una relación negativa entre empatía y agresividad en los niños: cuanta más empatía
tiene una persona, menos recurre a acciones agresivas.
Es un problema complejo determinar exactamente cómo puede formarse la empatía entre
personas. Por el momento no estamos del todo preparados para analizarlo; pero en los capítulos 7
y 8 sugeriremos cómo podría estimularse. A nivel inmediato, hemos de observar más
detenidamente el otro lado de la moneda: la deshumanización; el tipo de deshumanización que se
produce en el prejuicio; el tipo de deshumanización que no sólo hiere a la víctima, sino también al
opresor. El primer parágrafo del próximo capítulo explica lo que quiero decir.
® JuanE2 2005
48
Seymour Feshbach, «Dynamics and Morality of Violence and Aggression: Some Psychological
Considerations», en American Psychologist¸26 (1971), páginas 281-292.
49
James Michener, Kent State: What Happened and Why (Nueva York, Random House, 1971).
50
Norma Feshbash y Seymour Feshbash, «The Relationship Between Empathy and Aggression in Two Age
Groups», en Developmental Psychology, 1 (1969), pp. 102-107
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