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José Ortega y Gasset
8. Filosofía y verdad
Pedro José Chamizo Domínguez
8
Filosofía y verdad
["La verdad es histórica. Cómo, no obstante, puede y tiene que pretender ser
sobrehistórica, sin relatividad, absoluta, es la gran cuestión" (¿Qué es filosofía?, VII:
301).]
8.1. El filósofo y la verdad
Aunque en los capítulos precedentes de este trabajo se han hecho múltiples y variadas
referencias al tema de la verdad, y ha aparecido el término ‘verdad’ y el concepto a que
este término se refiere, pues es tarea imposible hablar de filosofía sin que aparezca la
verdad, en este capítulo se tratará el tema de la verdad en Ortega de modo sistemático.
La cuestión de la verdad, la cuestión de qué sea la verdad y de cómo se relaciona el
hombre con ella, es un tema insoslayable, porque, sin una reflexión explícita o tácita
sobre la verdad, no hay filosofía. Hasta tal punto parece ser esto así que la peculiaridad
del filósofo consiste en su deseo de relacionarse con la verdad, y también es la cuestión
de la verdad la que acrisola una filosofía. Y esto por dos razones conectadas entre sí. La
primera, porque la filosofía se define como la tarea de la relación del hombre con la
verdad, de modo que la primera palabra que sirvió para designar al quehacer del filósofo
fue la palabra ‘Verdad’. Y, en segundo lugar, pero genéticamente en primero, porque la
verdad es una necesidad radical del hombre, esto es, una necesidad que nace de la raíz
constitutiva de lo humano.
Comencemos por exponer la segunda de las razones indicadas. Para ello se puede
principiar partiendo de la tesis orteguiana ya expuesta aquí de que el conocimiento es
una necesidad radical del hombre, tan radical que el hombre comienza a ser "hombre"
cuando siente la necesidad de saber. Esta necesidad de conocer no es un lujo superfluo,
sino una condición ineludible de lo humano que lo lleva a buscar una verdad, un orden o
razón en el caos de las cosas que lo rodean, para saber a qué atenerse con respecto a
esas cosas. De ahí que el intento por parte del hombre de relacionarse con la verdad
aparezca como una necesidad ineludible de la vida humana: "La vida sin verdad no es
vivible. De tal modo, pues, la verdad existe que es algo recíproco con el hombre. Sin
hombre no hay verdad, pero, viceversa, sin verdad no hay hombre. Éste puede definirse
como el ser que necesita absolutamente de la verdad y, al revés, la verdad es lo único
que esencialmente necesita el hombre, su única necesidad incondicional" ("Prologo para
alemanes", VIII: 40).
La verdad, pues, aparece como una necesidad del hombre, su necesidad más radical y
natural, si por "natural" se entiende una necesidad que el hombre no puede eludir. Tan
radical y tan ineludible es la necesidad de verdad que ni siquiera el escéptico puede
renunciar a ella de modo absoluto. El escéptico no es que no necesite de la verdad, sino
que la tiene en tan alto aprecio, tiene un tan alto concepto de ella, que se cree incapaz de
alcanzarla. Es más, la propia proposición básica del escéptico, su tesis de que la verdad
es inalcanzable, la entiende como verdadera. Pero, además, el escéptico, aunque sea un
suicida teórico (El tema de nuestro tiempo, III: 158), tiene que buscar algunas normas
de conducta práctica para regir su vida que, si no son verdaderas, al menos son
verosímiles; esto es, se parecen a la verdad. Con ello, la verdad está supuesta en las
normas de conducta práctica y ya se daría el escéptico con un canto en los dientes si
pudiese relacionarse con la verdad teórica. Porque estaban convencidos de esta
ineludible necesidad de la verdad para el hombre es por lo que los primeros que
comenzaron el quehacer intelectual, que ahora llamamos ‘filosofía’, la calificaron de
‘verdad’: "‘Verdad’, ‘averiguación’ debió ser el nombre perdurable de la filosofía [...].
Era el nombre auténtico, sincero que el filósofo primigenio da en su intimidad a eso que
se sorprendió haciendo y que para él mismo no existía antes" (Origen y epílogo de la
filosofía, IX: 387). Por ser la filosofía, desde su nacimiento, una actitud reflexiva del
hombre y una toma de conciencia de su radical necesidad de verdad, los primeros que
tomaron conciencia de ello, los primeros hombres que filosofaron no encontraron mejor
palabra ni más acertada para nombrar su quehacer que la palabra ‘verdad’. Por ello la
verdad será siempre el tema central de la filosofía.
8.2. Pensamiento y verdad
Pero la verdad no es un don que el hombre reciba, sino que es algo que le falta, una
necesidad que tiene que satisfacer porque el hombre se reconoce minusválido sin la
relación con la verdad. Para poder relacionarse con eso que le falta es para lo que pone
en marcha el proceso del pensamiento. El hombre pone en funcionamiento el
pensamiento con miras a la verdad. El objetivo del pensamiento es, pues, la verdad,
aunque muchas veces el hombre caiga en el error. La existencia del error no es un
argumento contra la tesis orteguiana de que "pensar es pensar la verdad" (El tema de
nuestro tiempo, III: 164), sino que la existencia del error es una disfunción del
pensamiento análoga, según Ortega, a una indigestión. Es más, si podemos percatarnos
del error es porque, de alguna manera, estamos orientados a la verdad y tenemos alguna
noticia de ella. En otro caso, ni tan siquiera podríamos percatarnos del error, pues para
ello hace falta alguna referencia con relación a la cual el error sea tal error. De este
modo, el pensamiento, que para Ortega había nacido de una necesidad típicamente
humana, que nace regido por la utilidad, tiene su destino en el desinterés y en la
objetividad de la verdad: "Tiene, pues, el fenómeno del pensamiento doble haz; por un
lado, nace como necesidad vital del individuo y está regido por la ley de la utilidad
subjetiva; por otro lado consiste precisamente en una adecuación a las cosas y le impera
la ley objetiva de la verdad" (El tema de nuestro tiempo, III: 165).
Este doble anclaje del pensamiento, la utilidad subjetiva de la que nace y la objetividad
a la que se dirige, es el que va a originar la tensión entre la multiplicidad de perspectivas
de la verdad y la pretensión de objetividad y de universalidad que toda verdad debe
tener, como veremos en el apartado siguiente. Por ahora baste insistir en la idea
orteguiana de que si el hombre se dirige hacia la verdad es porque, además de
necesitarla, la desea. Esto no significa un voluntarismo de la verdad por parte de Ortega,
porque la verdad es fruto de la inteligencia y no de la voluntad. Pero, para relacionarse
con la verdad, hay que saberse necesitado de ella en primer lugar, y, en segundo lugar,
hay que desear esta relación: "La verdad sólo desciende sobre quien la pretende, quien
la anhelaba y lleva ya en sí preformado el hueco mental donde la verdad puede alojarse
[...]. El hombre se da perfecta cuenta de cuándo desea una verdad y cuándo desea sólo
hacerse ilusiones, es decir, cuándo desea la falsedad" (¿Qué es filosofía?, VII: 292). Si
la verdad fuese sólo fruto de la voluntad sin la colaboración de la inteligencia, no habría
criterio para distinguir la verdad de la falsedad, aunque muchas veces se haya dado
como verdad lo que no era más que una ilusión voluntarista.
8.3. La multiplicidad de las perspectivas y la unidad de la verdad
En cualquier doctrina filosófica de la verdad, incluso en el escepticismo, subyace la idea
de que, si hay verdad, ésta tiene que ser válida en todo momento histórico y para todo
hombre. Si el escepticismo, por ejemplo, niega la existencia de la verdad, lo hace
porque el escéptico se siente incapaz de alcanzarla; de modo que el escepticismo es más
una sospecha sobre la incapacidad del hombre para relacionarse con la verdad, que una
doctrina filosófica sobre la verdad misma. En el caso del perspectivismo y del
circunstancialismo orteguianos se podría llegar a pensar que son un escepticismo
solapado, dada la multiplicidad de verdades que se pueden alcanzar desde las
circunstancias y las perspectivas de cada cual. A esta situación, que puede ser
paradójica, Ortega tiene que darle una solución que, sin renunciar al perspectivismo,
salve el carácter universal y objetivo que la verdad debe tener. Y esta solución aparece
ya prefigurada en El tema de nuestro tiempo, en 1923. Para no caer en el relativismo,
según el cual la verdad de cada uno será para él aquélla que le proporciona su punto de
vista, hay que establecer que las perspectivas no se excluyen unas a otras, sino que, por
el contrario, pueden y deben llegar a ser complementarias. Ello hace que la verdad
alcanzada desde una perspectiva determinada, aunque incompleta, tenga validez,
mientras que "la sola perspectiva falsa es ésa que pretende ser la única. Dicho de otra
manera: lo falso es la utopía la verdad no localizada, vista desde lugar ninguno" (El
tema de nuestro tiempo, III: 200).
Así pues, no es la perspectiva lo que impide que el hombre se relacione con la verdad,
sino, por el contrario, es la falta de perspectiva, la pretensión de situarse más allá de
cualquier perspectiva, lo que impide que nos relacionemos con la verdad. Si hay una
perspectiva que nos parezca más completa que otra, la razón de ello radicará en que el
punto de observación de quien nos proporciona dicha perspectiva está mejor situado y
es más adecuado que el de quien nos proporciona una perspectiva menos afortunada.
Ello lleva a Ortega a mantener la tesis de que el error absoluto es imposible (Origen y
epílogo de la filosofía, IX: 358-359; y ¿Qué es filosofía?, VII: 285), de modo que,
cuando descubrimos algo como error, en ese error hay también alguna nota de verdad
que es la que nos ha podido inducir al engaño. Quizás el error más común en el que
podemos caer es el de confundir el aspecto que nuestra mente capta de las cosas con el
único posible, olvidando la multiplicidad de aspectos que caben de ellas: "Ésta es la
causa más frecuente de nuestros errores porque nos lleva a creer que asegurarnos de si
una idea es verdad se reduce a confirmar ese único carácter ‘real’ de la idea que es
enunciar un ‘auténtico aspecto’ —a no buscar su integración confrontando la idea no
sólo con el ‘aspecto’ que ella enuncia, sino con el decisivo carácter de la realidad que es
‘ser entera’ y, por lo mismo, tener siempre ‘más aspectos’" (Origen y epílogo de la
filosofía, IX: 373).
La sospecha de que la realidad tiene una entereza de la que sólo captamos un aspecto, el
aspecto que nos proporciona nuestra perspectiva de ella, conlleva tres nociones que hay
que desarrollar: 1, que la verdad se da en nuestras ideas; 2, que hay que entender la
definición clásica de verdad relacionándola con el perspectivismo; y 3, que la verdad
tiene un carácter histórico.
La verdad se da en las ideas que el hombre se hace de la realidad que lo circunda y en la
que está inmerso, pero las ideas y la realidad no coinciden, de modo que la verdad o la
falsedad de nuestras ideas será una cuestión que haya que dilucidar en el ámbito de la
propia idealidad. Es decir, en el contraste y la congruencia entre las ideas mismas o,
como dice intuitivamente Ortega, ésta es una cuestión de "política interior": "Se
preguntará qué significa entonces la verdad de las ideas, de las teorías. Respondo: la
verdad o falsedad de una idea es una cuestión de ‘política interior’ dentro del mundo
imaginario de nuestras ideas. Una idea es verdadera cuando corresponde a la idea que
tenemos de la realidad. Pero nuestra idea de la realidad no es nuestra realidad" (Ideas y
creencias, V: 388).
En la obviedad de la tesis orteguiana mantenida en este texto de que entre nuestras ideas
sobre qué sea la realidad y la realidad en sí hay un abismo insalvable, está implícita una
importante corrección a la definición clásica de verdad. Tradicionalmente se ha definido
la verdad como la adecuación entre nuestro entendimiento y las cosas exteriores a él,
dando por supuesto que había algo, en las cosas y en el entendimiento, que permitía esa
adecuación, de modo que el error no sería más que una mala adecuación, una
inadecuación del entendimiento a las cosas. Además, también se daba por supuesto que
ese entendimiento no era el individual, sino el entendimiento humano en abstracto.
Al postular Ortega que la verdad o la falsedad se dan en el mundo imaginario de
nuestras ideas y que, además, caben múltiples perspectivas válidas de la realidad, la
adecuación en que consistía la verdad, si hay que seguir manteniéndola, ya no será una
adecuación unidireccional. Esta adecuación deberá serlo entre la realidad y las diversas
perspectivas posibles, y, también, entre las ideas consigo mismas. Es más, incluso el
criterio último de verdad, el criterio de la evidencia, que Descartes hizo el tribunal
supremo de la verdad, es también una idea, una teoría, y, como toda idea o teoría, una
construcción mental que debe ser congruente con las demás ideas (Ideas y creencias, V:
389).
La relación entre verdad y perspectiva lleva, finalmente, a la tercera de las notas de la
verdad anunciada antes: el carácter histórico de la verdad. Si de la realidad caben
múltiples perspectivas y el error absoluto lo hemos rechazado como no existente, hay
que pensar que cada una de las perspectivas tiene su parcela de verdad y, por tanto, que
la verdad se muestra en la historia, aunque haya unas perspectivas más completas que
otras. Ello es lo que lleva a Ortega a mantener la tesis de la historicidad de la verdad, en
una proposición palmaria: "La verdad es histórica" (¿Qué es filosofía?, VII: 301). Pero,
si hay una historicidad de hecho de la verdad y una pretensión teórica, por parte del
hombre, de alcanzar una verdad más allá de los avatares y las contingencias de la
historia, ambos extremos tienen que ser integrados de forma congrua en un plano
superior. Esta integración la hace Ortega situando la relación cambiante del hombre con
la verdad en el hecho de que, al cambiar el hombre su punto de vista, consigue que
aparezcan ante él verdades distintas de las que aparecieron ante sus predecesores:
"Hemos de representarnos las variaciones del pensar no como un cambio en la verdad
de ayer, que la convierta en error para hoy, sino como un cambio de orientación en el
hombre que le lleva a ver ante sí otras verdades distintas de las de ayer" (La idea de
principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, VIII: 284).
Lo mismo que acontece con la dimensión histórica de la verdad pasa, también, con su
dimensión actual. Las verdades alcanzadas desde las diversas perspectivas deben ser
entendidas como complementarias, al igual que son complementarias las perspectivas
(El tema de nuestro tiempo, III: 199). Todo ello lleva a una reformulación radical de la
definición de verdad como adecuación. Si hay tal adecuación, ésta deberá estar
rehaciéndose constantemente en cada época y en cada individuo, y no será algo
alcanzado de una vez por todas. Pero entonces será preferible proponer otra definición
de verdad, que será la definición de la verdad como desvelamiento o desnudamiento de
la realidad.
8.4. La verdad como descubrimiento
Los términos de las diversas lenguas que se pueden traducir al castellano por la palabra
‘verdad’ no coinciden exactamente en su significado. De una lengua a otra hay un cierto
desfase semántico que hace que, por ejemplo, el término griego alétheia y el latino
veritas no signifiquen exactamente lo mismo, aunque ambos los traduzcamos por el
castellano ‘verdad’. Básicamente hay dos ámbitos semánticos a los que se refiere el
término ‘verdad’ en las diversas lenguas. El primero, que se encuentra en el griego
alétheia, nos evoca una relación de descubrimiento que el hombre hace de las cosas. El
segundo, que se encuentra en la etimología de la veritas latina, hace referencia al decir
del hombre y suele indicar ‘confianza’ o ‘fiabilidad’ de ese decir.
La noción de verdad que Ortega hace suya es la que conecta con el sentido etimológico
de la palabra griega alétheia, que es el sentido que mejor encaja con su tesis de la
historicidad de la verdad. Yendo más allá del sentido de la verdad como adecuación,
Ortega entiende esta adecuación como un proceso paulatino, esto es, como un
descubrimiento que el hombre va haciendo de las cosas. Ya en una fecha tan temprana
de su evolución intelectual como es 1914, en Meditaciones del Quijote, Ortega recoge la
idea de descubrimiento como la idea principal de la noción de verdad: "Esa pura
iluminación subitánea que caracteriza a la verdad, tiénela ésta sólo en el instante de su
descubrimiento. Por esto su nombre griego, alétheia —significó originariamente lo
mismo que después la palabra apocalipsis—, es decir, descubrimiento, revelación,
propiamente desvelación, quitar de un velo o cubridor. Quien quiera enseñarnos una
verdad, que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros" (Meditaciones del
‘Quijote’, I: 335-336).
La más importante relación que el hombre pueda tener con la verdad no es, pues, la de
su posesión en el pasado, la de la seguridad en una verdad sólida. Cuando tenemos una
verdad sólida, ésta adquiere una "costra utilitaria" que la hace ser una simple "receta"
(Meditaciones del ‘Quijote’, I: 335). La auténtica relación del hombre con la verdad es
la que se da en el descubrimiento, al quitar el hombre con su intelecto aquello que
oculta a las cosas con objeto de que éstas se le presenten en su desnudez. A esta noción
de la verdad como descubrimiento subyace la convicción de que las cosas nos aparecen
ocultas, de que las cosas no se nos dan en su desnudez, sino recubiertas de un púdico
velo que el hombre tiene que quitar para poder conocerlas y tener su verdad.
Precisamente esta tarea de desnudar las cosas, de quitarles la pudicia del velo que las
cubre, será la faena propia de la filosofía. De ahí que Ortega diga, con una frase
sumamente lúdica, certera y un poco provocativa, que "la filosofía no es, pues, una
ciencia, sino, si se quiere, una indecencia, pues es poner a las cosas y a sí mismo
desnudos, en las puras carnes —en lo que puramente son y soy— nada más" (El hombre
y la gente, VII: 145).
Tras la fachada lúdica consistente en calificar a la filosofía como "una indecencia",
Ortega nos está proponiendo la idea de que sólo desde la desnudez del hombre y de las
cosas es posible la relación del hombre con la verdad. Y en esta desnudez, que en el
hombre es desnudez de prejuicios y en las cosas desnudez del velo con que se nos dan,
es en la que consiste el quehacer que llamamos filosofía. De ahí que el primer nombre
que los filósofos le dieron a su quehacer intelectual fuese el nombre de Verdad. Esta
tarea de descubrir lo que las cosas son tras la costra que las cubre, costra que les viene
impuesta por los prejuicios recibidos por los hombres, es la tarea básica del filósofo en
su relación con la verdad: "Lo que su mente [la del filósofo] ha hecho al pensar no es
pues sino algo así como un desnudar, descubrir, quitar un velo o cubridor, re-velar (=
desvelar), descifrar un enigma o jeroglífico. Esto es lo que significaba en la lengua
vulgar el vocablo a-létheia —descubrimiento, patentización, desnudamiento,
revelación" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 385-386).
Y este desnudamiento o descubrimiento de las cosas, que el término alétheia nos
insinúa y que la filosofía hace suyo, es el que proporciona el sentido histórico que la
verdad tiene. Pues el descubrimiento de las cosas no es algo que se haya conseguido de
una vez por todas, sino una tarea continua en la que se van alcanzando verdades de
modo paulatino. La tesis contraria, la tesis de que ese descubrimiento se haya dado
alguna vez en el pasado y para siempre, sería el suicidio del pensar. Porque situar la
verdad en el pasado es negarse a la posibilidad de cualquier nuevo des-velamiento de la
realidad. Si la verdad ha sido ya sabida por el hombre en un tiempo pretérito, no hay
ninguna tarea por hacer en el futuro. Esto no significa necesariamente que no haya
ninguna verdad en el pasado, sino, por el contrario, que las verdades alcanzadas en el
pasado son nuestro suelo intelectual, sobre el que hay que asentarse bien para que el
hombre pueda seguir relacionándose con la verdad en el futuro de un modo más
adecuado de lo que lo hizo en el pasado. De este modo es como la relación del hombre
con la verdad podrá seguir siendo un continuo des-velamiento de aquello que oculta las
cosas a nuestro entendimiento.
Pedro
José
Universidad
Málaga, junio de 1998
Chamizo
de
Domínguez
Málaga
©
José
Luis
Gómez-Martínez
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