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Tomás Calvo Buezas ANTROPOLOGÍA Teorías de la cultura, métodos y técnicas NOTA ACLARATORIA El autor del presente texto, que aparece aquí en la Web, es TOMÁS CALVO BUEZAS en exclusividad, y fue publicado en el libro “Antropología. Teorías de la cultura, métodos y técnicas” (Abecedario, 2006). En éste libro, 545 páginas fueron escritas por el citado Tomás Calvo Buezas, siendo la Sexta Parte “Técnicas de investigación en Antropología Social”, 175 páginas , escritas por Domingo Barbolla. II DEDICATORIA A mis alumnos, a quienes en estos 30 años haya podido ayudarles en sus estudios y en su vida, particularmente a aquellos, que tanto en la primera andadura académica, como en la última, cual alondras en la tarde, estimularon mi entrega docente. A mis colegas amigos, especialmente a María Jesús Buxó y a Secundino Valladares, que estuvieron conmigo en momentos difíciles. A Domingo Barbolla que me impulsó a publicar este largo manuscrito, fruto inicial de unas oposiciones a Cátedra, que cariñosamente, soportaron mi esposa Martha y mis hijos Tonantzin Guadalupe, Xóchitl Martha y Tomás Quetzalcoalt. A mis hermanos y a mis padres, maestros, que me dieron la vida en el piso de arriba de una escuelita rural extremeña. A todos, gracias. Tomás Calvo Buezas AGRADECIMIENTOS Agradecemos muy cordialmente la generosa y eficiente colaboración de todos aquellos, que hicieron posible el copiar y corregir, una y otra vez, este largo y complejo escrito, como los estudiantes extremeños José Alberto Trenado del Castillo y Myriam Vivas, mi habitual mecanógrafo José María Guerrero y las colaboradoras de mi Centro de Estudios sobre Migraciones y Racismo (CEMIRA), María Dolores, Susana, Lorena, Cristina y Rosa. ¡Muchas gracias!. PRÓLOGO: III La Antropología Social y Cultural, reciente disciplina académica y “ciencia “ social moderna desde la Ilustración, es, sin embargo, un saber tan antiguo como el hombre: conocer quienes somos “nosotros”, mirándonos en el espejo de los “otros”. Siempre ha existido en todos los pueblos un intento de clasificar, contrastar, y comparar nuestras costumbres y formas de vida con las de nuestros vecinos, es decir, estudiar nuestras culturas frente a las extrañas. Este impulso y pasión humana de conocernos y clasificarnos frente a los otros, se ha manifestado y desarrollado en muy distintas formas de conocimiento, según los tiempos, condiciones tecnoeconómicas y tecnológicas, según culturas y religiones diferentes, siendo una de ellas la acumulación de la Cultura Greco-romano y Occidental, y fenómenos posteriores tan revolucionarios, como el Renacimiento y la Ilustración, en el contexto del desarrollo de las Ciencias Naturales y de la Revolución Industrial. Así se fueron constituyendo históricamente unas formas diferenciadas de conocimiento, con distintas teorías sobre las culturas humanas y diversas metodologías para compararlas e investigarlas. Este libro presenta precisamente el saber antropológico en su construcción histórica, en un formato académico disciplinar, que pueda ayudar a los estudiantes de Antropología Social y Cultural, pero también a Sociólogos, Historiadores, Filósofos, Educadores, Psicólogos y a otras personas interesadas en las teorías de la cultura, en la investigación sociocultural ó en el deseo de conocer algo más sobre qué es el hombre, y saber quién soy “yo”, mirándose en el espejo de los “otros”, tanto primitivos como contemporáneos. El material base de mi obra (Tomás Calvo Buezas) es una Memoria de una Oposición a Cátedra de Antropología Social, de hace bastante más de una década , que publico ahora, precisamente cuando me jubilo, aunque siga de Catedrático Emérito, con el deseo de que pueda servir a alumnos anónimos de España y América y a otros colegas bien intencionados. Se ha actualizado y añadido algunos capítulos, pero el formato es de las ya “históricas” Oposiciones, con siete Ejercicios, IV uno de ellos la presentación y defensa de una Memoria sobre la “naturaleza y métodos” de la disciplina, en este caso de la Antropología Social. Otra singularidad de mi obra es la manifestación y opción personal por el diálogo constante con la Sociología, y de ahí las abundantes citas de Carlos Moya, Luis Seara, Salustiano del Campo, entre otros. Estimo que la Sociología es nuestro “ancestro” más similar y cercano, aunque también ha sido y es, la Historia, la Filosofía, la Hermenéutica, y por supuesto la Arqueología, la Lingüística y la Antropología Física. Precisamente este mosaico multidisciplinar y multiparadigmático aparece continuamente en mis exposiciones, debido a preferencias o circunstancias personales como sucede con la Sociología, en donde cursé mis estudios y gané una Oposición a Profesor Numerario Adjunto de Sociología, hoy denominado Profesor Titular. Pero tengo otros amores intelectuales, antiguos y modernos, que aparecen también en el contenido del texto. Mis antiguos estudios humanísticos y filosóficos se reflejan en mi opción de presentar la aportación de los clásicos griegos y romanos, de San Agustín, del Renacimiento, citando abundantemente a autores modernos como R. Nisbet, J. Bury, Ernst Cassirer, entre otros, que han realzado las aportaciones clásicas al actual pensamiento occidental, incluido a las Ciencias Sociales Otra opción personal, por mi estancia de varios años en América y por mis relaciones familiares, es la valoración crucial que atribuyo a los escritores de Indias del siglo XVI y XVII, siguiendo a maestros tan prestigiosos como Angel Palerm y a mi paisano extremeño “peruanizado” Manuel Marzal, prestando singular atención a la Antropología de Iberoamérica. Mis estudios académicos antropológicos en Universidades Norteamericanas (California y Nueva York) influyen en las abundantes referencias a obras en inglés V de antropólogos anglosajones, aunque personalmente esté en perspectiva teórica diferente de la Antropología Cultural Boasiana. Las abundantísimas citas, marcando machaconamente el autor y con frecuencia la obra, sean de los clásicos evolucionistas Tylor, Morgan, Frazer, ó de los estructuralistas Radcliffe-Brown,Malinowsky, Lévi-Strauss, es intencionada y obedece a razones pedagógicas: la repetición, aunque no es la única y la mejor forma de aprendizaje, es necesaria, y este libro intenta ser un manual pedagógico y didáctico. Estoy en deuda intelectual, y proclamo mi gratitud a estos autores, a los que sigo con fidelidad en determinados temas, y cito muy abudantemente, siendo variado el espectro y la naturaleza de sus manuales y obras, entre otros: M. Harris, Kaplan y Manners, P Mercier, J.S. Kahn, A. Kuper, J.R. Llobera, a autores como Lévi- Strauss, E.E. Evans- Pritchard, E. Leach, etc. La estructura del libro es la siguiente. Comienza con una Introducción sobre la naturaleza de la Antropología, partiendo de la idea de que la Antropología, como otras Ciencias Sociales, no tienen naturaleza sino historia, condicionada por los cambios estructurales e institucionales acaecidos en las sociedades y academias, que producen esa forma específica de saber científico. Además de esta perspectiva de la construcción histórica de las formas del conocimiento, partimos de los fundamentos filosóficos y proto-antropológicos de la filosofía greco-romana, aportación agustaniana, descubrimiento y conquista española, con la reconstrucción de las miradas sobre el “otro”. El Renacimiento, con el desarrollo de las Ciencias Naturales y su Metodología Científica en los siglos XVI y XVII, prepararon y facilitaron, con la Ilustración en el siglo XVIII, la génesis de las Ciencias Sociales, llegando a ser lo que algunos han llamado “Sociología Científica” ó “Antropología Científica”. El Evolucionismo del siglo XIX sería el primer paradigma, con intenciones “científicas”, que bajo la mano de Tylor, Morgan y Frazer, daría carta de ciudadanía VI a la Antropología como ciencia. Las críticas contra las grandes teorías del evolucionismo clásico llegarían de varios frentes, particularmente del Particularismo Histórico, con Franz Boas a la cabeza. El otro gran frente, y paradigma teóricometodológico, será el estructural funcionalismo de Radcliffe – Brown y Malinowsky, con la aportación posterior singular de Claude Lévi- Strauss. Se estudian también otros Viejos y Nuevos Paradigmas, como el Neoevolucionismo, el Marxismo, la Ecología Cultural, los Estudios de Cultura y Personalidad, los temas de aculturación y migraciones, etnosemántica, antropología simbólica y la llamada antropología posmoderna, con sus corrientes actuales. Finaliza mi aportación con una parte más teórica y epistemológica, sobre Metodología en las Ciencias Sociales, particularmente en la Antropología. A continuación, en la Parte VI del libro el Profesor Domingo Barbolla, expone con destreza las técnicas de investigación antropológica, que serán de gran utilidad para los estudiantes de Antropología y de otras Ciencias Sociales. Tomás Calvo Buezas VII INDICE GENERAL PRÓLOGO INTRODUCCIÓN ¿QUÉ ES LA ANTROPOLOGÍA? (Tomás Calvo Buezas) CAPÍTULO 1.- La Antropología no tiene naturaleza, sino historia. 1.1. Definiciones de algunos antropólogos: Frazer, Radcliffe-Brown, LéviStrauss y Joseph R. Llobera. 1.2. Antropología ¿tratado de “salvajes” o disciplina “estudia–lo–todo”? 1.3. Antropología ¿ciencia o arte humanístico? 1.4. Antropología social y cultural: la dinámica sociedad-cultura 1.5. Cultura y estructura social 1.6. La antropología ¿ciencia de la cultura? 1.7. La conceptualización de la cultura en las teorías antropológicas 1.8. Relación entre la antropología y otras ciencias. La antropología ¿sociología comparada? 1.9. Historia, ciencia e ideología 1.9.1. Colonialismo, progreso y racismo 1.9.2. Ciencia Sociales, Antropología y Reforma Social 1.9.3. Imperio español y antropología 1.10. Antropología y teleología humanística: ¿qué es el hombre? PRIMERA PARTE: MITOS DE OCCIDENTE, IMPERIO, CIENCIA E ILUSTRACIÓN: LA CONSTRUCCIÓN HISTÓRICO-SOCIAL DE LA ANTROPOLOGÍA (Tomás Calvo Buezas) CAPÍTULO 2.- La génesis de la antropología: de la meditación humanista a la ciencia de la cultura 2.1. 2.2. 2.3. 2.4. Lo que dicen los antropólogos sobre sus orígenes Encuentro con América y Antropología Los “cortes” históricos en la construcción de la Antropología como ciencia Lo que dicen los sociólogos: revolución industrial y ciencia social CAPÍTULO 3.- Un viejo mito y una vieja utopía: progreso, cambio y desarrollo. 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. Tres mil años de historia: receta contra la amnesia El progreso: mito fundacional de Occidente Ciclos, cambios y secuencias Progreso y cambio ¿para bien o para mal? Historia, sociedad y conflicto: de San Agustín a Karl Marx VIII CAPÍTULO 4.- La Antropología Cultural ¿nació en las Indias, hablando castellano-nahúatl-quechua, y no hablando inglés en Europa y USA? 4.1. 4.2. 4.3. ¿La antropología nació hablando inglés? La visualización francesa: Colonialismo y Antropología Los españoles ante los escritos de Indias ¿Historiadores, etnógrafos, precursores etnólogos? 4.3.1. Hablan los hispanoamericanos: la Antropología nació en las Indias CAPÍTULO 5.- Racionalismo, Renacimiento a la Ilustración 5.1. 5.2. 5.3. 5.4. 5.5. empiria y ciencia social: del El Renacimiento: Humanismo y metodología experimental 5.1.1. Racionalismo y Empirismo en el siglo XVII: “Mathesis Universalis” y experimentación inductiva 5.1.2. La teoría del progreso indefinido y la ciencia de la historia La ciencia social, hija de la Ilustración La historia natural de la sociedad y de las instituciones A la búsqueda de explicaciones: determinismo geográfico, idealismo y materialismo cultural La secularización del progreso y los estudios de la historia SEGUNDA PARTE.- ANTROPOLOGÍA CIENTÍFICA MODERNA: EL EVOLUCIONISMO COMO PRIMER PARADIGMA. (Tomás Calvo Buezas). CAPÍTULO 6.- EL Evolucionismo: Teoría Y Método. 6.1. 6.2. 6.3. 6.4. 6.5. Evolucionismo biológico, arqueología y prehistoria La ley científica del progreso o teoría de la evolución La persistencia de un paradigma El método comparativo: logros y fallos epistemológicos Los “survivals”, una estrategia comparativa CAPÍTULO 7.- El origen y la evolución de las instituciones 7.1. 7.2. 7.3. 7.4. La evolución de la cultura y de la sociedad humana. Origen y evolución de la familia El origen y la evolución de la religión Evolucionismo y antropología en España CAPÍTULO 8.- El Difusionismo y el Particularismo Histórico Boasiano como alternativas teóricas y metodológicas. 8.1. 8.2. 8.3. 8.4. El hiperdifusionismo inglés y el método histórico-cultural alemán El difusionismo en la antropología americana: las áreas culturales El particularismo histórico boasiano: El “field work” como requisito profesional La crítica moderna al evolucionismo clásico. IX PARTE TERCERA.VIEJOS Y NUEVOS PARADIGMAS: NEOMARXISMO, NEOEVOLUCIONISMO, CAMBIO, PERSONALIDAD Y LENGUAJE. (Tomás Calvo Buezas) CAPÍTULO 9.- Neoevolucionismo y Ecología Cultural: ¿vino nuevo en odres viejos? 9.1. 9.2. 9.3. Producción de energía y evolución cultural 9.1.1. Evolución unilineal, universal y multilineal 9.1.2. Evolución y cambio: ¿Por qué surgieron las primeras civilizaciones? 9.1.3. Evolución general y específica, adaptación y especialización Ecología cultural: nuevo paradigma multidisciplinar teórico metodológico 9.2.1. Bandas primitivas, estados hidráulicos y despotismo oriental Ecología cultural hoy: del caballo indio a los “pigs for the ancestors” y CAPÍTULO 10.- Marxismo y antropología: entre el tabú y la glorificación 10.1. Marx, la teoría de la evolución y las sociedades primitivas 10.2. Un tabú antropológico: la evitación ritual de Marx 10.3. “Revival” marxista en la antropología en los años 60 y 70. 10.3.1. Neomarxismo en la antropología iberoamericana: receta para todo 10.3.2. Neomarxismo en Francia: la antropología económica 10.3.3. Antropología neo-marxista en Estados Unidos: El materialismo cultural 10.3.4. La antropología soviética: ¿el triunfo de la praxis sobre la teoría? CAPÍTULO 11.- Antropología y el estudio del cambio: Migraciones, Minorías y Aculturación. USA: “melting pot” de etnias, “melting pot” de estudios Imperio y Antropología Social Británica: “Cultural Contact Studies” La antropología del cambio, hoy: poutpurri y especialización Estudio del cambio sobre Iberoamérica: del “folklórico” Redfield a un Marx “indianizado”, llegando a los “Estudios Culturales” de N. G. Canclini 11.4.1. La “Mexican Village” como paradigma “folk”: el parto de los antropólogos norteamericanos 11.5. Desarrollismo, cultura de la pobreza y lucha de clases 11.1. 11.2. 11.3. 11.4. CAPÍTULO 12.- Cultura y Personalidad, Antropología Cognitiva y Etnosemántica. Nuevas tendencias en Clifford Geertz. 12.1. Cultura y Personalidad: desde la poesía a la estadística, pasando por el Rorschach. 12.2. Apolíneos / Dionisíacos, y carácter nacional 12.3. Freud conquista a la antropología: psiquiatría y ciencia de la cultura 12.4. Antropología, neobehaviorismo y ecología estadística 12.5. Antropología Cognitiva, Etnociencia y Etnosemántica 12.5.1. Lenguaje, conocimiento y cultura X 12.5.2. 12.5.3. 12.5.4. Biología y Cultura: libertad y necesidad Lo específico humano: animal simbólico Racismo, explotación y guerra, ¿”científicamente” legitimadas? CUARTA PARTE: EL PARADIGMA REY: FUNCIÓN Y ESTRUCTURA. (Tomás Calvo Buezas). CAPÍTULO 13.- De la solidaridad social a la reciprocidad del don. 13.1. El estructural funcionalismo en las ciencias sociales 13.2. Emile Durkheim: cruce de caminos sociológicos y antropológicos 13.2.1. Evaluación de la aportación durkheimiana 13.3. La mentalidad primitiva y la reciprocidad de dar, recibir y devolver CAPÍTULO 14.- La saga de la antropología social británica: un baluarte aún inexpugnable. 14.1. Malinowski, un “fanático empirista teórico” 14.2. Teoría de la cultura: necesidades universales y respuestas 14.2.1. El análisis funcional: incesto, magia y religión 14.3. Evaluación y crítica de la obra de Malinowski 14.4. La ciencia natural de la Sociedad o Sociología comparada: RadcliffeBrown 14.4.1. La analogía organísmica: estructura y función 14.4.2. El análisis estructural: parentesco, totetismo, tabú y religión 14.4.3. Evaluación de Radcliffe-Brown: “Todo atado y bien atado” 14.5. Política, ritual y simbolismo: las nuevas áreas CAPÍTULO 15.- Claude Lévi-Strauss: ¿el gran “pope” de la antropología moderna? 15.1. 15.2. 15.3. 15.4. 15.5. 15.6. La originalidad de Lévi-Strauss ¿una nueva receta de cocina? Marxismo, Freud y Lingüística: A la búsqueda de la estructura profunda Las estructuras elementales: parentesco, totetismo y pensamiento El hombre desnudo: mito, sinfonía y palabra Evaluación de Lévi-Strauss: ¿mito, ciencia o bricolaje? Las corrientes actuales en Antropología Social ¿Geertz como gurú de moda? ¿“Nihil novum sub sole”? PARTE QUINTA: EPISTEMOLOGÍA, METODOLOGÍA INVESTIGACIÓN ANTROPOLÓGICA. (Tomás Calvo Buezas). E CAPÍTULO 16.- Filosofía de la ciencia y epistemología: la Antropología como proyecto científico 16.1. La antropología no tiene naturaleza, sino historia 16.2. Investigación antropológica: sus problemas epistemológicos 16.3. ¿Es posible la Ciencia de la Cultura? XI 16.3.1. 16.3.2. Críticas epistemológicas desde la Sociología del Conocimiento Críticas epistemológicas desde la lingüística y desde la gnoseología 16.4. Filosofía de la Ciencia: falseabilidad, intersubjetividad, lenguaje científico y ruptura epistemológica CAPÍTULO 17.- El método científico: teoría, leyes y explicación antropológica. 17.1. 17.2. 17.3. 17.4. La Teoría Científica Hechos, conceptos y explicación Del fideísmo cientificista a la heterodoxia humanista ¿Existen leyes culturales y puede la Antropología científicamente formularlas? 17.5. ¿Es posible comprender y explicar científicamente otras culturas? 17.5.1. Experimentación, explicación y comprensión en antropología CAPÍTULO 18.- Datos: trabajo de campo y revolución interior del hombre nuevo. 18.1. Perspectiva histórica del trabajo de campo: nuevas teorías, nuevos datos 18.1.1. Bronislaw Malinowski y el trabajo de campo 18.2. Observación participante, empatía y otras técnicas antropológicas 18.3. Trabajo de campo en sociedades complejas, investigación por áreas y reestudio 18.3.1. La cara y cruz epistemológica del trabajo de campo 18.4. La enseñanza de la antropología ¿reservada a los “testigos”? CAPÍTULO 19.- El análisis antropológico: EMIC/ETIC, IDEAL/REAL, Etnosemántica y Lingüística. 19.1. Antropología lingüística: “phonemic/phonetic” 19.1.1. Análisis etnosemánticos y componenciales 19.1.2. Atacan los eticistas: crítica a la etnosemántica 19.2. Idealismo y etnociencia: las culturas no son sólo códigos 19.3. Análisis etic: algunos ejemplos metodológicos 19.4. La necesidad antropológica de las dos perspectivas: emic/etic, ideal/real 19.5. Happening, etnometodología y la construcción social de la realidad 19.6. Análisis de rituales y símbolos CAPÍTULO 20.- La explicación antropológica: intercultural y universales humanos. comparación 20.1. Comparación, construcción de modelos y sus problemas epistemológicos 201.1. La comparación en los evolucionistas, difusionistas y boasianos 20.1.2. La comparación en el estructural funcionalismo 20.1.3. La comparación en el estructuralismo de Lévi-Strauss 20.2. La comparación estadística holocultural XII 20.3. La comparación en el neoevolucionismo y en el neomarxismo 20.4. Comparación y universales humanos CAPÍTULO 21.- Ideología, praxis política y antropología aplicada. 21.1. Majestad ¡Imperio y Antropología van juntas! 21.2. Antropología y cambio-planificado-desde–el-poder: la aculturación forzada 21.3. Antropología, guerras, espionaje y multinacionales 21.4. Territorialidad etnocéntrica: ¡fuera los extranjeros! 21.5. La antropología, como discurso anticolonialista 21.6. Sinfonía final: una flauta para la antropología 21.7. Chicanos, puertorriqueños, indios, gitanos e inmigrantes: una línea de investigación sobre minorías étnicas 21.7.1. El fetichismo del trabajo campero 21.7.2. No se investigan culturas, sino problemas 21.7.3. El estudio antropológico de un movimiento social 21.8. ¿Es posible la antropología en sociedades complejas? 21.8.1. El falso y maniqueo delima entre mentalistas y materialistas 21.8.2. El análisis marxiano radicalmente necesario, pero radicalmente insuficiente 21.8.3. Emigrantes temporeros en los Estados centrales de EE.UU 21.8.4. Igualdad simbólica y desigualdad social en una ciudad pluriétnica neoyorquina 21.8.5. Indios Cunas, narcotráfico y guerrilla 21.8.6. La percepción paya de los gitanos: los números son cualidad 23.2.1. Monografías BIBLIOGRAFÍA XIII Introducción ¿Qué es Antropología? Tomás Calvo Buezas 1 CAPÍTULO 1 LA ANTROPOLOGÍA NO TIENE NATURALEZA, SINO HISTORIA 2 CAPÍTULO 1 LA ANTROPOLOGÍA NO TIENE NATURALEZA, SINO HISTORIA Los antropólogos suelen tener ordinariamente alergia a las definiciones. En una monografía, comenzar por ellas parece traer mala suerte. Si preguntas a un antropólogo qué es la familia, la religión, el Estado o la propiedad, evitará probablemente el darte una definición. Eso sí, te podrá responder con una larga paráfrasis, exponiendo las diversas respuestas culturales que, en los distintos pueblos y tiempos, han organizado los humanos para dar soluciones a tales necesidades sociales. Nuestro antropólogo enfatizará las divergencias y similaridades en ese abanico de formas culturales, pero seguramente evitará sentar cátedra sobre el concepto de tales instituciones o entidades consideradas en abstracto. Para aproximarnos a una definición de antropología, nuestra estrategia consistirá en exponer algunas de las definiciones, que los mismos antropólogos han dado sobre la disciplina, deduciendo de ellas los diversos problemas, los enfoques teóricos, los caminos metodológicos y los campos investigados. Todo ello nos hará plantearnos seguidamente el objeto de estudio de la antropología, la relación sociedad-cultura, las afinidades y diferencias entre la antropología y otras ciencias, la relación entre colonialismo y antropología y, finalmente, unas palabras sobre la teleología humanista de las ciencias sociales. El concepto de una disciplina, por otra parte, viene expresado, principalmente, por la historia de su corpus teórico, por su epistemología y métodos, temas que serán tratados ampliamente en este libro. Resulta ya una rutina definir las ciencias sociales por el quehacer de sus profesionales. En el caso de la sociología, se define como “La actividad científica que cumplen los sociólogos” (C. Moya, 1979:5), “es lo que hacen los sociólogos” (L. G. Seara, 1976: 11). Así lo había definido C. Whrigh Mills en La imaginación sociológica (1961). Pero, como advierten todos los autores citados, “la frase es casi tautológica” (C. Moya, ibid.: 3), “resulta un cómodo expediente” (L. G. Seara, ibid), “no todos los científicos sociales están de ningún modo haciendo lo mismo” (Whrigh Mills, 1961: 38). La observación y descripción del nivel de comportamiento de las personas resulta un primer paso necesario en la comprensión y explicación de un fenómeno Una nota sobre la forma bibliográfica de citación. Comprende el nombre abreviado del autor, el año de impresión de la obra utilizada y (tras los dos puntos) la página. Cuando sea significativo, haremos notar el año en que se publicó por primera vez (original, en forma abreviada: orig.). Cuando la obra recoja ensayos anteriormente publicados, citaremos con referencia a la obra, a no ser en casos excepcionales significativos. Al final de la obra, se recoge la bibliografía completa de las obras citadas. (T. Calvo Buezas). 3 sociocultural o de una institución. Pero la metodología antropológica nos dice que se debe ir mucho más allá de la descripción etnográfica. Es necesario fijarse, no sólo en lo que la gente hace, sino en lo que dicen y creen hacer, en lo que valoran y repudian, en lo que desean y subliman. Aplicado al quehacer de los antropólogos, llegaríamos probablemente a similares conclusiones que las que observamos en cualquier otra comunidad humana: un marcado desnivel entre el ideal científico (generalizado, comparativo, holístico, empírico, aséptico, buscador de leyes) y la producción fáctica antropológica. Nosotros intentaremos ir entrecruzando esos dos niveles, ideal-real, que están relacionados, pero que son analíticamente distintos. Podemos sugerir, de una forma general, que las teorías antropológicas marcarían el primer nivel del ideal científico, mientras que la praxis vendría expresada en las investigaciones concretas (espacios, áreas, problemas, resultados científicos obtenidos). Si intentamos acercarnos al concepto de antropología, hagamos una primera aproximación a partir de “lo que dicen” sobre su quehacer algunos privilegiados profesionales. 1.1 Definiciones de algunos antropólogos: Frazer, Radcliffe-Brown, LeviStraus y Joseph R. Llobera. Sir James George Frazer (1854-1941) fue el primero que ostentó el título de catedrático de antropología social en la Universidad de Liverpool. En su clase inaugural sobre “el alcance de la antropología social”, que tuvo lugar el 14 de Mayo de 1908, el nuevo catedrático J. G. Frazer definía así la disciplina: “La antropología, en el sentido más amplio de la palabra, tiene como fin el descubrimiento de las leyes generales que han regulado la historia humana en el pasado, y que, si la naturaleza es realmente uniforme, puede esperarse que la gobiernen en el futuro. De aquí que la ciencia del hombre coincida hasta cierto punto con lo que durante mucho tiempo ha sido conocido como la filosofía de la historia, así como con el estudio al que en los últimos años se ha dado el nombre de sociología. Realmente, podría haber algunas razones para sostener que la antropología social, o el estudio del hombre en sociedad, no es sino otra expresión para denominar a la sociología. No obstante, creo que puede ser útil diferenciar ambas ciencias, y debería reservarse el nombre de sociología para el estudio de la sociedad humana (en el más amplio sentido de estas palabras) y que sería beneficioso que la palabra antropología social quedase limitada a un departamento determinado de este inmenso campo de conocimiento... La esfera de la antropología social tal como la entiendo, o al menos tal como propongo tratarla, se limita a los primeros comienzos, al desarrollo rudimentario de la sociedad humana: no incluye las fases más maduras de este crecimiento complejo, menos aún abarca los problemas prácticos que deben tratar nuestros modernos legisladores y hombres de estado”. (Frazer, en J. R. Llobera, compdor y ed., 1975: 47 – 48).” En esta larga y omnicomprensiva definición, ya se apuntan algunos de los problemas que van a acompañar a la antropología hasta nuestros días, como es la búsqueda de leyes (cuestión epistemológica), estudio de formas rudimentarias 4 (campo de investigación), sus relaciones con otras ciencias sociales, particularmente con la sociología. Pero también aparecen en esta definición unos intereses muy particulares de los primeros antropólogos clásicos, que conllevaban unas teorías, una metodología y unos campos de estudio muy específicos: “leyes generales que han regulado la historia humana”, “primeros comienzos”, “desarrollo rudimentario de la sociedad humana”. Eran los tiempos omnicomprensivos y totalizadores de las grandes teorías; era el imperio del evolucionismo. El siglo XX nació con nuevos paradigmas, nuevos intereses y nuevos métodos en el campo de la antropología. El evolucionismo recibiría su primer hachazo crítico por parte de Frank Boas (1858 – 1942), padre del particularismo histórico y de la antropología cultural norteamericana, con su artículo clásico en 1896, The limitations of the comparative method of anthropology. En el continente europeo, el nuevo frente teórico y metodológico sería el estructural funcionalismo. Con todo ello, el concepto de antropología toma nuevas tonalidades, espacios y connotaciones. Escuchemos a nuestro segundo informante, Alfred R. Radcliffe-Brown (1881 – 1955). Obligado es que hagamos justicia a este expositor lúcido, de férrea lógica, patrón de la antropología social británica. Entresaquemos algunas de sus definiciones de su obra Estructura y función en la sociedad primitiva: “Concibo a la antropología social, como el estudio teórico comparativo de formas de vida social entre los pueblos primitivos” (pag. 12). “La sociología comparativa, de la que la antropología social es una rama, se concibe como un estudio teórico o nomotético cuyo objetivo es proporcionar generalizaciones aceptables. La comprensión teórica de una institución particular es su interpretación a la luz de tales generalizaciones” (pag. 11). “las generalizaciones sobre cualquier tipo de objeto de estudio son de dos géneros: las generalizaciones de opinión común, y las que han sido verificadas o demostradas por un examen sistemático de las pruebas proporcionadas por observaciones precisas realizadas sistemáticamente. Las generalizaciones del último tipo se denominan leyes científicas”. (RadcliffeBrown, 1974, orig. 1952: 213). Bajo este ropaje –aparentemente similar al de Sir James G. Frazer- se hace patente una ruptura teórica y metodológica muy importante. No se habla de “historia humana”, ni de “primeros comienzos”. Se continúa reivindicando el método comparativo, como peculiar de la antropología; pero se está pensando en un nuevo tipo de comparación o investigación. No interesa la “historia conjetural” de las instituciones, sino el análisis de las instituciones en su función y estructura dentro de un concreto sistema social. Se sigue, no obstante, hablando de “leyes” (aunque sea de “leyes estructurales”, y no de leyes de estadios históricos); también “los primitivos” siguen ocupando un lugar privilegiado del objeto de la antropología. La relación con la sociología se sigue afirmando con mayor énfasis. En general, podemos decir que han cambiado las preguntas –y, por lo tanto, las respuestas- que se plantean los antropólogos sociales británicos, muy distintas de las que se hacían sus inmediatos predecesores los evolucionistas y difusionistas culturales. En unos y 5 otros, el mismo objetivo final: explicar, con métodos tenidos por científicos, la diversidad y similitud sociocultural de los grupos humanos. Demos otro salto en el tiempo y en el contexto social y científico, y preguntemos a un contemporáneo su opinión sobre la antropología, el cual será nuestro tercer informante privilegiado. Estimo que es justo elegir al francés, nacido en Bruselas en 1908, Claude Lévi-Strauss. Tomemos algunos textos de su obra Antropología estructural (1980, orig. 1958, resumen de ensayos de años anteriores): “La antropología no se distingue de las otras ciencias humanas y sociales por un tema de estudio propio. La historia ha querido comenzar interesándose en las sociedades llamadas “salvajes” o “primitivas”... Pero este interés es compartido en forma creciente por otras disciplinas, en particular la demografía, la psicología social, la ciencia política y el derecho” (Levi-Strauss, 1980: 311). Aquí encontramos una llamada de atención: el estudio de las sociedades primitivas no es el objeto, ni exclusivo ni constituyente de la antropología. Ya trataremos más delante de este tema. Fijémonos en otra particularidad más significativa de la antropología. Claude Lévi-Strauss decía así en su clase inaugural del 5 de enero de 1960, al tomar posesión de su cátedra de antropología en el colegio de Francia: “¿Qué es, pues, la antropología social? Nadie, creo, ha estado más cerca de definirla... que Ferdinand de Saussure cuando, presentando la lingüística como parte de una ciencia todavía por hacer, reserva a esta última el nombre de “semiología” y le atribuye por objeto el estudio de los signos en la vida social... Consideramos, pues, que la antropología que la lingüística no ha reivindicado todavía para sí” (Lévi-Strauss, ibid.: XXVII). Y en forma más expresa, lo ratifica así: “la antropología quiere ser una “ciencia semiológica”, se ubica resueltamente en el campo de la significación. Esta es una razón más (entre muchas otras), que lleva a la antropología a mantener un estrecho contacto con la lingüística, donde encontramos –ante este hecho social que es el lenguaje- la misma preocupación por no separar las bases objetivas de la lengua, es decir el aspecto “sonido”, de su función significante, el aspecto “sentido”” (Lévi-Strauss, 1980: 328). Aquí podríamos hablar tal vez de una revolución paradigmática al estilo khuniano (Thomas S. Kuhn, The structure of scientific revolution, 1970). Lo que sobresale es el nuevo modelo de la semiología como exemplum del quehacer teórico y metodológico de los antropólogos. Existe un cambio de perspectiva importante con referencia al maestro Radcliffe-Brown, que concebía “la antropología como ciencia natural teórica de la sociedad humana, es decir la investigación de los fenómenos sociales con métodos esencialmente similares a los que se utilizan en las ciencias físicas y biológicas” (Radcliffe-Brown, 1974: 216). Ahora la lingüística se ha convertido, metafóricamente hablando, en la “novia” de la antropología, se investigan principalmente las estructuras elementales o procesos inconscientes universales, muy distinto a la función y comportamiento institucionalizado observable (estructura radcliffe-browniana); también quedan muy lejos las ambiciones del evolucionismo decimonónico. ¿Quiere esto decir que la 6 antropología contemporánea ha roto con sus antepasados? Nada de ello, como veremos. Sirvan ahora la opinión del mismo Lévi-Strauss, quien, hablando de la obra de los evolucionistas decimonónicos, dice: “... de estas primeras esperanzas algo queda: la convicción de que el mismo tipo de problemas, aunque no sean del mismo orden de magnitud, pueden juzgarse por el mismo método científico, y que la etnología, al igual que las ciencias naturales y según el ejemplo de éstas, puede muy bien confiar descubrir las relaciones constantes existentes entre los fenómenos: bien sea que no pretenda sino tipificar ciertos aspectos privilegiados de las actividades humanas y establecer entre los diferentes tipos creados relaciones de compatibilidad e incompatibilidad; bien que se proponga, a más largo plazo, unir todavía más estrechamente la etnología a las ciencias naturales, a partir del momento en que puedan comprenderse las circunstancias objetivas que han presidido la aparición de la cultura en el seno mismo de la naturaleza, y de la que, sin embargo, la primera, prescindiendo de sus caracteres específicos, no es sino una manifestación. Esta revolución no significa una ruptura con el pasado, sino más bien la integración, a nivel de síntesis científica, de todas las corrientes de pensamiento cuya actuación hemos revelado” (Lévi-Strauss,: “Las tres fuentes de la reflexión etnológica”, en J. R. Llobera, ed., 1975: 22). Junto al testimonio de estos tres autores clásicos de la Antropología, como son Frazer, Radcliffe-Brown y Lévi-Strauss, veamos la opinión de un crítico moderno, como es Joseph R. Llobera, nacido en La Habana en 1939, de origen catalán, que estudió en la Universidad de Barcelona y enseña en Inglaterra. En su sugestivo ensayo La identidad de la antropología (Anagrama, Barcelona, 1990): “La antropología es de jure la disciplina que tiene encomendada la urgente tarea de explicar al hombre en su multiplicidad fenoménica” (Ibid., pág. 14). Y en esa misma página escribe: “Porque, a fin de cuentas, ser antropólogo es plantearse y tratar de resolver científicamente una serie de preguntas acuciantes sobre el hombre como ser humano: en su totalidad, como pasado y presente, como aquí y allá, como ente biológico y ente sociocultural”. Joseph R. Llobera, en un tipo de crítica que él mismo llama “sarcástica” (p. 153), arremete contra el reduccionismo de la antropología posmoderna, como son Clifford Geertz, Stephen Tyler y George Marcus. A Geertz le critica el reducir la antropología a la mera etnografía del antropólogo, como literato-autor, como “diagnóstico social, al antropólogo interpretativo le está vedado tratar de explicar la realidad social” (p. 43). Y continúa Llobera: “El énfasis en reducir la antropología a la experiencia del investigador de campo hace que su concepción de la disciplina sea limitada, al no poder concebir la antropología con independencia de la etnografía, condena a la disciplina a no poder salir del infierno del encuentro con el OTRO”. Y apostilla Llobera: “Su renuencia (la de C. Geertz) a la tarea científica de la antropología, al legado de generaciones de antropólogos que consagraron su existencia al progreso de la disciplina, sitúa a Geertz fuera de las murallas antropológicas strictu sensu”. (Llobera, ibed., p. 43). Su criticismo a otro representante de la antropología posmodernista, como es Stephen Tyler, es también muy ácido, de quien dice (p. 131): que “en su primera reencarnación fue el fastidioso y formalista fundador de la etnociencia y ahora se 7 nos presenta como un fanático de la nueva-nueva etnografía. Sus textos rezuman iluminismo y esoterismo”. Tyler –continúa Llobera- “representa el ala derecha del nuevo conocimiento, y su fervor religioso, así como sus cualidades de líder, lo convierten en el Jomeini del fundamentalismo posmoderno” (Llobera, 1990: 131). Y de otro representante del posmodernismo antropológico, George Marcus, al que denomina Llobera “uno de los gurús del posmodernismo”, critica y lamenta lo que este autor reconoce en Writing Culture (1986), que “el interés por el discurso teórico y macrosocial en la disciplina está en plena decadencia y que lo que priva son los problemas microsociológicos de descripción y contextualidad” (Llobera, 1990: 130-131). En definitiva para este antropólogo cubano-catalán-inglés, la “antropología, como disciplina que aspira al conocimiento científico no puede renunciar ni a ciertas reglas de juego epistemiológico ni al cuerpo de conocimiento históricamente constituido que la caracteriza” (Llobera, 1990: 17). Los testimonios de nuestros cuatro informantes privilegiados, Frazer, Radcliffe-Brown, Lévi-Strauss y Llobera, nos empujan a plantearnos y tratar con mayor profundidad algunas cuestiones significativas, tanto sobre el objeto de estudio de la antropología como sobre su metodología específica. 1.2. Antropología ¿tratado de “salvajes” o disciplina “estudia–lo–todo”? La opinión más común, incluso en algunos círculos académicos extraños a nuestra disciplina, es, o era, asociar a los antropólogos con los estudios de los salvajes. El objeto peculiar de la antropología ha sido fijado como “los pueblos de la naturaleza” en el decir alemán, “los pueblos salvajes” en frase de Tylor, de Morgan, de Frazer y de Malinowski, “los primitivos”, término puesto de moda por L. LévyBruhl; hoy se suele denominar sociedades “preindustriales”, “ahistóricas”, etc.: “... sabemos que lo de “primitivo” designa un vasto conjunto de poblaciones que han permanecido ignorantes de la escritura y sustraídas, en consecuencia, a los métodos de investigación del historiador puro; sociedades a las que la expansión de la civilización mecánica ha llegado solo en época reciente: extrañas, pues, por su estructura social y su concepción del mundo, a nociones que la economía y la filosofía políticas consideran fundamentales cuando se trata de nuestra propia sociedad” (C. Lévi-Strauss, 1980: 91). Sin embargo, como veremos a través de nuestro libro, los antropólogos hace ya muchas décadas que han abandonado “las tribus”, investigando comunidades rurales de sociedades complejas y otros fenómenos de sociedades industrializadas: “se han abierto a los antropólogos las puertas de las fábricas, los servicios públicos nacionales, e inclusive los Estados Mayores, proclamando implícitamente que entre la etnología y las otras ciencias del hombre la diferencia está en el método antes que en el objeto” (C. Lévi-Strauss, 1980: 91–92). 8 La antropología, en principio, puede presentarse como la disciplina más omnicomprensiva por su objeto de estudio. Trata de todas las sociedades, en todos los tiempos y espacios, de todas las culturas que existen y han existido, de todos los subsistemas de la vida sociocultural, como el parentesco, la ecología, la religión, las creencias, el simbolismo, el derecho, el estado, el lenguaje, los valores y símbolos, etc. Podría aplicarse a la antropología la ambición pan-humana del dicho de Terencio: nihil humani a me alienum puto. (“Nada de lo humano lo creo ajeno”). En este sentido, pudiera parecer que la antropología se presenta como la reina de las ciencias sociales y humanas, como la disciplina estudia-lo-todo. En cierto sentido así es, pero esto no supone ninguna forma de complacencia o ambición de “saber-lo-todo” en los antropólogos. Por el contrario, la morada interior de los profesionales de este quehacer suele estar invadida por actitudes de escepticismo, relativismo y modestia intelectual. Como un pequeño botón de muestra, traigamos unas palabras que se pronunciaron en la así llamada Primera Reunión de antropólogos Españoles, celebrada en Sevilla en 1973; así evocamos la sostenida esperanza de que la antropología social merezca el debido reconocimiento en la sociedad y en la academia española; la cita corresponde a Carmelo Lisón Tolosana, catedrático de antropología social en la Universidad Complutense de Madrid: “El médico y filósofo Francisco Sánchez publicó un libro en 1581 con el extraño título Quod nihil scitur: que nada se sabe. Este podría ser nuestro tema y marco investigador: virtualmente y desde una óptica socio-cultural, nada o muy poco sabemos de la estructura polivalente, en mosaico, de las áreas y pueblos españoles” (C. Lisón, “Panorama programático de la antropología social en España”, en A. Jiménez, compdor, 1975: 149). Si tomamos el testimonio del antropólogo actual Joseph Llobera, en su obra antes citada, La identidad de la antropología (1990), se hace esta misma pregunta en la siguiente forma: “En un mundo cada vez más homogéneo, brutalizado por la mediocridad de la cultura televisiva, la procacidad de la prensa amarilla y la estridencia monótona de cierta música pop, ¿qué futuro puede tener la antropología? En un mundo en el que rigen férreamente los valores del mercado y en el que la cultura y la ciencia tienen valor de uso ¿qué futuro puede tener la antropología? En un mundo en que el hombre se desculturiza –mientras que la mujer se homoniza- y todos nos deshumanizamos, qué duda cabe que la antropología ha perdido su rumbo si no puede ofrecer un diagnóstico acertado de los males de nuestra civilización y de sus causas” (Llobera, 1990: 12). Y tiene Llobera esta prospectiva sobre el futuro de nuestra disciplina en Europa: “El antropólogo, por su parte, seguirá estudiando al OTRO, pero cada vez más al PRÓXIMO como OTRO. Europa es la frontera final de la antropología; no se trata, sin embargo, de deificar Europa como área cultural, sino más bien de analizar realidades múltiples y en todo caso un proyecto entre utópico y voluntarista de futuro. Tras dos siglos y medio de deambular por culturas lejanas y exóticas, el antropólogo halla en Europa su último desafío y razón de ser. Porque sólo entendiéndose a uno mismo es posible entender al Otro” (Llobera, 1990: 155). 9 No cabe duda que hoy en Europa y España hay tantas culturas y subculturas, sobre todo con la llegada de grupos de inmigrantes de tantas latitudes, religiones, naciones y lenguas, que a los antropólogos nos queda mucho campo por observar, analizar y comparar. Pero de todas formas sigue siendo válido para un antropólogo español o francés, el estudiar otras culturas fuera de nuestras fronteras europeas. En principio, todas las áreas y comunidades, en las más diversas culturas y espacios sociales, pueden ser estudiadas por el antropólogo. Pero sus gafas teóricas, sus peculiares herramientas metodológicas y sus especiales niveles de análisis son las que constriñen, limitan, acotan y reducen a dimensiones manejables el campo de sus investigaciones. Y esto nos introduce en otro problema antropológico, su naturaleza científica o humanística, su peculiar metodología y técnicas. 1.3 Antropología ¿ciencia o arte humanístico? La consideración de la antropología como ciencia arranca de los autores clásicos del siglo XIX. Ya vimos a J. G. Frazer definirla como “ciencia del hombre”. Para Radcliffe-Brown, esto constituía una reivindicación crucial y constantemente proclamada. La antropología “aplica a la vida humana en sociedad el método generalizador de las ciencias naturales para intentar formular las leyes generales que la fundamentan y explicar cualquier fenómeno dado de cualquier cultura como un ejemplo especial de un principio general o universal. Por tanto la nueva antropología es funcional, generalizadora y sociológica” (Radcliffe-Brown, Método de la antropología social, 1975, orig. 1958: 84). Partiendo del concepto de “función” de Emile Durkheim, sostendría el supuesto de que “existen condiciones necesarias de existencia para las sociedades humanas, igual que las hay para los organismo animales, y que pueden descubrirse mediante el tipo adecuado de investigación científica” (Radcliffe-Brown, Estructura y función en la sociedad primitiva, 1974: 203). Similar concepción científica, buscando leyes en los fenómenos socioculturales, puede encontrarse en Bronislaw Malinowski, quien sostenía que “el proceso cultural está sometido a leyes y que las leyes se encuentran en la función de los verdaderos elementos de la cultura” (B. Malinowski, artículo “culture”, original 1928, en la Enciclopedia Británica). Este carácter de exigencia científica, en el sentido de búsqueda de leyes de carácter nomotético, sigue aún vigente en algunas escuelas antropológicas. A título de ejemplo, citemos los primeros párrafos de uno de los más usados manuales, El desarrollo de la teoría antropológica, escrito por un contemporáneo, Marvin Harris: “La antropología empezó como la ciencia de la historia. Los triunfos del método científico en los dominios físico y orgánico llevaron a los antropólogos del siglo XIX a pensar que los fenómenos socioculturales estaban gobernados por principios que podían descubrirse y enunciarse en forma de leyes. Esta convicción hizo que su intereses coincidieran con las aspiraciones de un período anterior que se remontaba a una época en la que las ciencias sociales aún carecían de nombre y enlazaban con las inquietudes 10 trascendentales de la Ilustración del siglo XVIII y con su concepción de la historia universal de la humanidad” (M. Harris, 1978, orig. 1968: 1). Tras anotar M. Harris el periodo de abandono, por parte del particularismo histórico y otros, de la búsqueda de leyes, afirma categóricamente: “Mi principal razón para escribir este libro es reafirmar la prioridad metodológica de la búsqueda de leyes de la historia de la ciencia del hombre” (Harris, 1978: 2). El libro, con carácter de cruzada por la “fe científica”, tiene 690 páginas. En contrapunto con esta ortodoxia científica, únicamente unos testimonios, que pueden sonar a herejía, pero que nos descubren el grave problema de fondo, que encierra la epistemología de todas las ciencias sociales en general y de la antropología en particular: “Los antropólogos se empeñan en creer que son científicos. Se empeñan en creerlo a pesar del carácter refractario de sus datos, de los caótico de sus métodos y de la exigüidad de sus resultados” (Stephen A. Tyler, “Una ciencia formal”, en La antropología como ciencia, J. R. Llobera, ed. 1975: 317). Pero escuchemos a otro maestro de la antropología, Sir E. Evans-Pritchard, discípulo de A. Radcliffe-Brown y profesor de antropología social en Oxford hasta 1970. En una serie de seis conferencias a través del Tercer Programa de la BBC de Londres en el invierno de 1950, recogidas en un librito (1973) Antropología Social, Evans-Pritchard decía: “existe una enorme divergencia entre los que consideran [a la antropología] como a una ciencia natural y los que como yo, la incluyen entre las humanidades” (1973: 22). Y en su tercera conferencia sobre el desarrollo teórico, es mucho más tajante, afirmando: “… quienes están a la búsqueda de leyes sociológicas están a la búsqueda de leyes sociológicas están corriendo tras un espejismo”. Dice así: “Creo que pondríamos en un serio aprieto a quienes afirman que la finalidad de la antropología social es formular leyes sociológicas (en forma análoga a las ciencias naturales), si les pidiéramos ejemplos comparables a lo que es esas ciencias se llaman leyes. Hasta el presente no se ha expuesto nada que se asemeje ni remotamente a aquéllas; sólo existen afirmaciones deterministas, teleológicas y pragmáticas bastante ingenuas. Las generalizaciones intentadas hasta el momento han sido, por otra parte, tan vagas y amplias, que incluso si fueran ciertas tendrían poco valor; se han transformado sin mayor esfuerzo en simples tautologías y perogrulladas que no superan el nivel del sentido común” (Evans-Pritchard, 1973: 73). Continúa atacando la aplicación a la antropología de la consideración de un sistema fisiológico u orgánico, opinando así: “Personalmente no hallo ninguna razón válida para considerar un sistema social en la misma categoría que un sistema orgánico o inorgánico, sino que más bien lo incluiría en otra clase totalmente diferente. Creo que el esfuerzo por descubrir leyes naturales de la sociedad es inútil, y lleva únicamente a una serie de discusiones sobre métodos, sin resultados prácticos. De cualquier manera, no me considero en el caso de tener que probar la imposibilidad de tales leyes, pues corresponde en realidad mostrárnoslas a aquellos que afirman su existencia” (Evans-Pritchard, 1973: 73). 11 Desde este ángulo, Evans-Pritchard afirmaría que esta “disciplina pertenece más al dominio de las humanidades que al de las ciencias naturales” (pag. 76), que, “la antropología debe considerarse más como un arte que como una ciencia natural” (pag. 100). Evans-Pritchard reconoce que muchos de sus colegas no estarían de acuerdo con él: “Ellos preferirían explicarlo en el lenguaje de la metodología de las ciencias naturales, mientras que mis afirmaciones implican que la antropología social estudia las sociedades como sistemas morales o simbólicos y no como sistemas naturales; que se interesa menos en el proceso que en el propósito, y, por lo tanto, busca esquemas y no leyes, demuestra la coherencia y no las relaciones necesarias entre las actividades sociales, e interpreta en vez de explicar. Estas diferencias son conceptuales, y no simplemente verbales” (Evans-Pritchard, 1973: 78). Todos estos testimonios tan diversos –desde el fideísmo cientificista al escepticismo heterodoxo- nos están señalando la grave problemática de la epistemología y metodología de las ciencias sociales, tema que trataremos en la última parte del libro. Sirvan estos anteriores textos para plantear únicamente la cuestión, haciendo notar una significativa paradoja. El aparentemente escéptico Evans-Pritchard ha producido dos obras clásicas de la literatura antropológica, Witchcraft, Oracles and Magic Among the Azande (1937) y The Nuer (1940); estas obras son estimadas como “productos científicos” por la mayoría de la comunidad antropológica: una prueba más del desnivel entre lo que “hacemos” y lo que “creemos hacer”. Otros antropólogos dicen y creen que hacen “ciencia”, y sólo producen “descripción”, “literatura” o “narración histórica”. Este debate continúa hoy, como hemos visto en la crítica que hace Joseph R. Llobera a la antropología interpretativa-hermenéutica posmoderna de C. Geertz, S. Tytler y G. Marcus: “Lo que me preocupa –dice Llobera (1990: 48)- es que dichos autores pretenden convertir la disciplina en el género literario y yo quiero conservarla en el campo científico”. Y en otro lugar, insiste: “Lo que más me preocupa del posmodernismo es que en antropología está representando el papel de negar cientificidad a la disciplina, y ésta es la razón de que el movimiento reciba mi repulsa más acendrada”. (Llobera, 1990: 154). 1.4. Antropología social y cultural: la dinámica sociedad-cultura En nuestras páginas anteriores, ha podido ya decantarse las distintas etiquetas utilizadas para designar el estudio científico del hombre, como “etnología”, “sociología comparada”, “antropología social”, “antropología cultural”. Cada una de En España, académicamente, las cátedras se designaron como “Antropología Social”. Y cuando se iba a crear el Grado de Licenciatura, los antropólogos se dividieron: unos a favor del apellido “Social” y otros “Cultural”; total que el Ministerio optó por sumar los dos: “Licenciatura en Antropología Social y Cultural”. (¡Albarda sobre albarda!, que diríamos en Extremadura). Por otra parte hay que advertir, que desde hace muchas décadas existe el área y las cátedras de “Antropología” (a secas), que se refiere a la “Antropología Física”, y se encuentran en las carreras de Medicina y Biología. ¿Será apropiado decir que “de terminis non est disputandum”? 12 estas designaciones responde fundamentalmente a un común saber, aunque encierran distintas tradiciones académicas, con peculiares enfoques teóricos y metodológicos. Ordinariamente, y en forma muy simple, se suele asociar la antropología cultural a la forma peculiar que tiene la escuela norteamericana en la realización de sus investigaciones antropológicas, mientras que antropología social suele asociarse a la tradición británica. Es cierto, como ha hecho notar Lévi-Strauss, que “en muchos casos la adopción de uno u otro término (sobre todo para designar una cátedra universitaria) ha sido resultado del azar… Al parecer, la implantación del término Social Anthropology en Inglaterra “obedeció a la necesidad de reinventar un título para distinguir una nueva cátedra de las ya existentes” (Lévi-Strauss, 1980: 320). Muestra de esa ambigüedad lingüística, resulta paradójico, que el primer catedrático de antropología social, Sir James G. Frazer, se ocupara nada o casi nada de las relaciones sociales o estructura social, y centrara casi todos sus estudios sobre las creencias y la religión. Por otra parte, muchos de los antropólogos que se etiquetan de “sociales” o “culturales”, pasan con facilidad del estudio de las conductas institucionalizadas observables al análisis de las creencias y valores; todo buen antropólogo conoce que en saber analizar e interrelacionar esos dos niveles es donde se demuestra su maestría antropología. En mi opinión, no vale la pena extenderse en discusiones nominalistas, sino en descubrir dónde está el verdadero problema. A mi parecer, éste radica en la relación sociedad-cultura; y aquí es donde el abanico de las distintas posiciones teóricas se abre y diversifica en gran amplitud. Según cada teoría, los macroconceptos “sociedad y cultura” se conciben y articulan a niveles distintos, y por lo tanto, los caminos metodológicos para estudiar la realidad socio-cultural varían considerablemente. Existen quienes “cosifican”, como entidades autónomas y separables, las entidades “sociedad y cultura”; existen quienes “reifican” la estructura social, considerando a la “cultura” como algo residual; hay quienes sostienen diversas y contrapuestas concepciones sobre qué es lo social y qué es lo cultural. Para ejemplarizar esto, bastaría analizar y comparar los paradigmas de Karl Marx, Max Weber y Emile Durkheim sobre cómo conciben, definen y articulan “lo social” y “lo cultural” dentro de sus sistemas teóricos. Pero en este momento lo que nos interesa es apuntar las distintas posiciones de los antropólogos ante esta cuestión. 1.5. Cultura y estructura social. 13 “Los antropólogos sociales ingleses tienden a concebirse a sí mismos como sociólogos interesados de manera primordial por las estructuras sociales y las instituciones de las sociedades primitivas o utilizan la estructura social común armazón para ordenar e interpretar los fenómenos culturales; la mayoría de los etnólogos americanos consideran la cultura como concepto principal y punto de partida y subordinan a él la estructura social, si es que utilizan este concepto, prefiriendo manejar los conceptos de modelo cultural y forma cultural”. (Fred Eggan, 1962: 490). En igual sentido marcan las similaridades y diferencias entre antropología social y cultural, Raymond Firth y David G. Mandelbaum, en sus respectivos artículos sobre este tema en el Diccionario de las Ciencias Sociales (1974, orig. 1962: Firth/pp., 404-407; Mandelbaum/pp., 398-403). Milton Singer, en su artículo “Cultura”, en el mismo Diccionario, opina que las teorías de la cultura, como formamodelo-proceso de la escuela americana, y el de la estructura social de la antropología social británica son ambas holísticas y universalistas, siendo complementarias: “La diferencia entre las dos teorías radica en que cada una de ellas conecta cultura y estructura social dentro de sistemas explicativos de distinta manera” (M. Singer, 1974, 308). Escuchemos cómo articula el concepto de “estructura social” y de “cultura”, A. R. Radcliffe-Brown, el mejor representante de la antropología social británica. La cultura queda relegada a una posición muy secundaria, como una mera abstracción: “Consideremos cuáles son los hechos concretos observables que afectan al antropólogo social. Si tenemos que estudiar, por ejemplo, los habitantes aborígenes de una parte de Australia, nos hallamos frente a un cierto número de seres humanos individuales en un cierto medio. Podremos observar los actos de comportamiento de estos individuos, incluyendo, claro está, sus actos hablados, y los resultados materiales de acciones pasadas. No observamos una “cultura”, puesto que esta palabra denota, no una realidad concreta, sino una abstracción, y se usa normalmente como una vaga abstracción. Pero la observación directa nos revela que estos seres humanos están conectados por una compleja red de relaciones que tienen una existencia real. Uso el término “estructura social” para indicar esta red. Esto es lo que yo considero mi objeto de estudio si trabajo, no como un etnólogo o un psicólogo, sino como un antropólogo social. No quiero decir que el estudio de la estructura social sea toda la antropología social, pero lo considero, en un importante sentido, la parte más fundamental de esta ciencia” (RadcliffeBrown, 1974: 217). Parece que en esta perspectiva, el interés principal de la antropología social es la conducta institucionalizada, la estructura social, considerándose las creencias y representaciones mentales colectivas (cultura), como un subcampo secundario y derivado. Muy otra puede ser la consideración que sobre estructura y sobre su articulación con el nivel institucional y mental, pueda tener la teoría levistraussiana. Las preguntas que se hace el antropólogo, lo que se quiere sacar de la investigación etnográfica y el tipo de análisis, son muy diversos; en todo ello serpentea la relación sociedad-cultura-humanidad y la búsqueda de “formas humanas universales”: 14 “En consecuencia, tanto en lingüística como en etnología, la generalización no se funda en la comparación, sino a la inversa. Si como lo creemos nosotros, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados –como lo muestra de forma tan brillante el estudio de la función simbólica, tal como ésta se expresa en el lenguaje –es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que subyace en cada institución o costumbre para obtener un principio de interpretación válido para otras instituciones y otras costumbre, a condición, naturalmente, de llevar lo bastante adelante el análisis” (Lévi-Strauss, Antropología Estructural, 1980, orig. 1958 :21-22). El texto nos muestra una concepción sobre lo que es lo cultural y lo que es lo social, muy distinta al paradigma de Radcliffe-Brown y, en consecuencia con unos objetivos de investigación muy diversos a la tradicional antropología social británica y a la escuela culturalista americana. Veamos a otro gran antropólogo contemporáneo, el británico Edmund Leach, admirador de Lévi-Strauss, pero que sigue un rumbo propio. Así relaciona él los conceptos de cultura y sociedad: “… el término cultura tal como yo lo utilizo, no es esa categoría que todo lo abarca y constituye el objeto de estudio de la antropología cultural americana. Soy antropólogo social y me ocupo de la estructura social de la sociedad kachin. Para mí los conceptos de sociedad y cultura son absolutamente distintos. Si se acepta la sociedad como un agregado de relaciones sociales, entonces la cultura es el contenido de dichas relaciones. El término sociedad hace hincapié en el componente de recursos acumulados, materiales así como inmateriales, que las personas heredan, utilizan, transforman, aumentan y transmiten” (E. Leach, en J. S. Khan, 1975: 22). La visión que tiene Edmund Leach de la cultura es algo residual, algo que queda una vez que se sustrae el agregado de relaciones sociales; por otra parte, marca un gran énfasis divisorio entre la sociedad y cultura. En ese sentido había definido estos conceptos Raymond Firth: “si la sociedad es considerada como un conjunto organizado de individuos con una forma de vida dada, la cultura es esa forma de vida” (R. Firth, 1963, orig. 1951: 27). Otros autores como E. E. Evans-Pritchard, sosteniendo que “sociedad y cultura no son entidades, sino diversas clases de abstracciones”, admiten las divergencias metodológicas de sus estudios, estableciendo que la investigación de los problemas de la cultura conduce a su formulación en términos históricos y psicológicos; en cambio, los estudios sobre la sociedad se hacen “en términos sociológicos” (Evans-Pritchard, 1973: 34). Fred Eggan ha subrayado también este carácter complementario entre estructura social y cultural, relacionándolo así: “… dos aspectos de la conducta social –estructura social y modelo cultural- no pueden existir independientemente uno de otro en la sociedad humana: 15 sociedad y cultura son mutuamente dependientes y las relaciones sociales sólo se dan o se desarrollan en el comportamiento cultural. Las instituciones sociales participan de ambos aspectos: están compuestas de individuos organizados, mediante relaciones sociales repetidas, en una estructura social, con una serie de actitudes, creencias, y formas de conducta a través de las cuales se ejemplifica la estructura y se alcanzan los fines institucionales” (F. Eggan, 1962: 492). En toda esta discusión, sociedad-cultura, antropología social y cultural, está latiendo una importante cuestión de fondo que es la que origina todo el problema: la de marcar la naturaleza, límites y concepto de lo que es cultura. 1.6. La antropología ¿como ciencia de la cultura? La historia de la antropología es fundamentalmente la historia de la definición de la cultura. Es acertado el título de la obra de Marvin Harris El desarrollo de la teoría antropológica (1978), añadiendo el siguiente subtítulo: Una historia de las teorías de la cultura. La investigación antropológica ha tenido siempre dos objetivos principales: marcar lo constitutivo del homo sapiens que le distingue de las otras especies, y que llamamos cultura humana; y describir, comprender y explicar las similaridades y diferencias entre los distintos grupos humanos. Edward Tylor nos ofreció en 1871 una definición clásica de cultura. De 1903 a 1916 aparecerían otras seis definiciones sobre cultura, no todas –ni siquiera la mayoría- dadas por antropólogos; de 1920 a 1950, se dieron 157 definiciones, de ellas un centenar de 1940 a 1950 (Fred, W. Voget, A History of Ethnology, 1957: 383). Clásico resulta ya, con su más de un centenar de definiciones, el estudio de Alfred L. Kroeber y Clyde Kluckhohn, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions (1952). La cultura ha sido definida desde las más diversas y diferenciadas perspectivas. Aunque toda división es arbitraria, puede hacerse la siguiente agrupación, según el elemento que se enfatiza en la definición, haciendo constar que los diversos enfoques que subyacen a estas definiciones no son excluyentes sino complementarios: 1. Algunos ponen el énfasis en los elementos constituyentes de la cultura, como complejo de ideas y costumbres (E. Tylor), manifestaciones de hábitos sociales (F. Boas), patrones de conducta (R. Benedit), suma total de hábitos aprendidos (R. Lowie). 2. Otros la describen como la vida histórica de un pueblo determinado, bien como herencia social (R. Linton) o tradición compartida (M. Mead). Sobre estos temas versaron las primeras clases que recibí del profesor Carmelo Lisón Tolosana (Instituto León XIII, 1969; y Curso de Doctorado, Fac. CC. Políticas, UCM, 1972). 16 3. Otros autores se fijan más en las normas grupales (C. Wister, R. Firth, C. Klucklohn) o en los valores y pautas ideales (D. Bidney, P. Sorokin). 4. La cultura como un repertorio de respuestas adaptativas a las necesidades biológicas y sociales (R. Piddington). 5. Algunos, generalmente influenciados por el psicoanálisis freudiano, ven la cultura como estrategias psicológicas de sublimaciones y reacciones estructuradas (E. Roheim). 6. Como segmento del proceso social o como estructura social, la visualiza la antropología social británica (A. R. Radcliffe-Brown). 7. Como suma de costumbres y hábitos en función de necesidades enfoca el funcionalismo la cultura (B. Malinowski). 8. Otros se fijan en la especificidad del producto humano¸ como diferenciado de los animales (M. Herskovits). 9. En las últimas décadas existe una tendencia a definir la cultura desde una perspectiva más formal y abstracta, como códigos cognitivos (W. Goodenough) o estructuras mentales inconscientes (C. Lévi-Strauss). 10. En la nueva teoría del neoevolucionismo, se considera crucial para el desarrollo de la cultura la producción de energía (L. White). Este racimo de definiciones puede, a su vez, reducirse a clasificaciones más simples, como es 1) la teoría del modelo – proceso, que se debe a F. Boas y que tiene en A. L. Kroeber su mejor exponente, y 2) la teoría estructural-funcional de Radcliffe-Brown y Malinowski, que subyuga el concepto de cultura a la estructura social (Milton Singer, 1974: 308). Desde otro punto de vista, pueden también estos enfoques reducirse a una clasificación binaria: 1) las definiciones que describen los elementos y procesos constituyentes y 2) los análisis formales, abstractos y conceptuales de la cultura, como la etnociencia y antropología cognitiva (M. Singer, ibid.). Si se deseara buscar un común denominador a todas las definiciones, pudiera tal vez resaltarse el carácter adaptativo al medio físico-social-simbólico que tiene el homo sapiens en su vivir grupal. Lo que sí aparece claro es que el concepto cultura ocupa el lugar central en la disciplina antropológica, aunque bajo ese concepto subyacen diversas teorías y caminos metodológicos de investigación. Como acertadamente ha hecho notar Leslie White en su artículo “The Concept of Culture” (American Anthropologist, 1959): “No existe virtualmente antropólogo cultural alguno que no tenga firmemente establecido que el concepto central y básico de su disciplina es el concepto de cultura. A este consenso mínimo se yuxtapone una absoluta falta de acuerdo en lo que al contenido se refiere” (L. White, en Kahn, ed., 1975: 129). Este “contenido” de la cultura varía según los diversos paradigmas teóricos, las diversas escuelas y tiempos, los singulares intereses antropológicos de investigación. Un objetivo de nuestro estudio consistirá en mostrar esta película de las diversas teorías de la cultura; pero sería conveniente presentar ahora una rápida 17 panorámica con los cortes epistemológicos más cruciales en la conceptualización de la cultura y de su investigación. 1.7. La conceptualización de la cultura en las teorías antropológicas Edward Tylor nos ofreció una omnicomprensiva definición de el primer capítulo de su Primitive Culture (1871): “La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera hábitos y capacidades de la sociedad” (Tylor, 1871, vol. I: 1). Esta definición holística de E. Tylor resultaba una herramienta útil dentro de su teoría evolucionista, facilitando la comparación y evolución de las distintas instituciones según las diversas etapas o estadios históricos por los que había pasado la especie humana, particularmente en lo referente a la religión. De este modo, E. Tylor introduce en la literatura antropológica inglesa el término técnico usado en alemán kultur, quedando la evolución de la “cultura o civilización” como el objeto principal de estudio de los antropólogos. El particularismo histórico de Franz Boas (1858-1942) supone una ruptura teórica y epistemológica con el evolucionismo, planteándose nuevos problemas y utilizándose nuevos métodos: ya no interesa la evolución de la CULTURA HUMANA a través de todos los tiempos, sino la investigación de una cultura concreta, haciéndose énfasis en los rasgos específicos de cada comunidad histórica, observada in situ por el trabajo de campo, partiendo de la actitud moral del relativismo cultural: “La cultura incluye todas las manifestaciones de los hábitos sociales de una comunidad, las reacciones del individuo en la medida en que se ven afectadas por las costumbres del grupo en que vive, y los productos de las actividades humanas en la medida en que se ven determinadas por dichas costumbres”. (F. Boas, “Anthropology”, Enciclopedia of the Social Sciences, 1930: 74). Posteriormente, el mismo Boas y sobre todo su discípula Ruth Benedit, famosa por su obra Patterns of Culture (1959), dejarían a un lado el carácter comnicomprensivo de la cultura, fijándose principalmente en las ideas y abstracciones peculiares de cada grupo: “Nunca se ha comprendido suficientemente cuán consistente fue Boas durante toda su vida en la definición del objetivo de la etnología, como el estudio de “la vida mental del hombre”, de las “actividades psíquicas fundamentales de grupos culturales”, “de los mundos subjetivos del hombre” (R. Benedict, “Franz Boas as an Ethnologist”, en Memoirs of the American Anthropological Association, 1943, vol. 45, Nº 3: 31). Con este énfasis mentalista en la definición de cultura –y por lo tanto en los intereses de la antropología- se abandona la perspectiva evolucionista con su búsqueda de leyes sociales y estudios universales. Con ello se posterga en USA y en parte de Occidente la línea particular de Lewis Henry Morgan, que había 18 vinculado de algún modo la evolución de la cultura con los inventos y desarrollo de nuevas técnicas, los cuales conllevaban específicos tipos de organización familiar y socio-política. Otros discípulos de F. Boas seguirían también esta tradición mentalista, como Alfred L. Kroeber, quien a su vez da una conceptualización particular a lo cultural, como algo superorgánico o configuracional, externo a las esferas de lo orgánico y de lo psíquico individual, algo que puede explicarse en función de sí mismo. Kroeber, en su artículo The Superorganic (1917) mantiene “que es posible sostener que la interpretación histórica o cultural de los fenómenos sociales sin pasar a adoptar la postura de que los seres humanos, que son los canales dados por los que circula la civilización, son única y exclusivamente productos de su flujo… Es necesario eliminar el factor de la capacidad individual de la consideración de la sociedad civilizada” (A. L. Kroeber, en J. S. Khan 1975: 79). Ruth Benedict también visualizará la cultura como configuraciones particulares. Bronislaw Malinowski (1884-1842) prestó gran importancia al concepto de cultura, a diferencia de A. Radcliffe-Brown. Su artículo Culture, en la “Encyclopedia of Social Sciences” (1931), es un clásico en las ciencias sociales: “La cultura es una realidad sui generis y debe ser estudiada como tal. Las distintas sociologías que tratan el tema de la cultura mediante símil orgánica o por la semejanza con una mente colectiva no son pertinentes. La cultura es una unidad bien organizada que se divide en dos aspectos fundamentales: una masa de artefactos y un sistema de costumbres, pero obviamente también tiene otras subdivisiones o unidades” (B. Malinowski, en J. S. Khan 1975: 89). A partir de esta definición de cultura, Malinowski sostiene que los problemas de la antropología consisten en analizar la cultura en sus elementos constituyentes, la relación de estos elementos entre ellos y su relación con las necesidades del organismo humano, con el medio ambiente y con los fines humanos universalmente reconocidos. Otro enfoque teórico y metodológico, muy diverso al estructural funcionalismo, toma la moderna corriente de la nueva etnografía, etnociencia, etnolingüística o antropología cognitiva. Desde esta perspectiva, no interesan tanto los contenidos de la cultura como los artefactos y las costumbres, como los modelos, los códigos mentales y los esquemas cognitivos, que constituyen el “meollo” distintivo de cada cultura. La tarea de la antropología es descubrirlo, poniendo de manifiesto los sistemas de clasificación d cada cultura particular; así, War H. Goodenough, W. Sturterant, Charles Frase, D. Hymes, F. Loundsbury y otros. El americano Goodenough, rechazando la opinión de los que ponen la definición de la cultura en los artefactos, sostiene”el punto de vista que sitúa la cultura en la mente y en el corazón de los hombres” (W. Goodenough, “Culture, Language and Society”, originalmente aparecido en American Anthropologist, 1971, texto en J. S. Kahn, 1975: 192). 19 Goodenough visualiza también la cultura como un proceso de aprendizaje humano, que transmite los siguientes códigos: 1) las formas en que la gente ha organizado sus experiencias del mundo real, de tal manera que tenga una estructura como mundo fenoménico de formas es decir, sus percepciones y conceptos; 2) la forma en que la gente ha organizado sus experiencias del mundo fenoménico de tal manera que tenga un sistema de causa efecto; 3) la forma en que la gente organiza estas mismas experiencias fenoménicas como sistemas de valores o de sentimientos; 4) la forma en que la gente ha organizado sus experiencias de los pasados esfuerzos en orden a realizar sus propósitos en el futuro, es decir, el conjunto de “principios gramaticales” de la acción y una serie de recetas para realizar fines concretos. Goodenough resumiría así su concepto de cultura: “la cultura no es un fenómeno material; no consiste en cosas; es la forma de las cosas en la mente del pueblo, sus modelos para percibirlas, relacionarlas e interpretarlas” (W. Goodenough, Cultural Anthropology and Lingüistics, orig. 1957, 1964: 36). En otra dirección teórica y metodológica muy distinta se mueve otra “antigua y moderna” corriente, ligada a los clásicos, aunque con intereses más limitados. Nos referimos al neoevolucionismo (Leslie White), ecología cultural (Julian Steward), materialismo cultural (Marvin Harris) y la antropología marxista o neomarxista (Maurice Godelier, Emmanuel Terray, Maurice Bloch, Stanley Diamond y otros). Cada uno de estos enfoques posee perspectivas teóricas, intereses, campos de estudio y métodos muy diversos; pero un común denominador sería el de diferenciar los diversos niveles ecológicos-tecnoeconómico y simbólico-ideológico, concediendo una cierta dominancia (más o menos determinante y mecanicista) al primer factor. Así, es conocida, y ya la trataremos en su momento, la consideración de cultura en los tres niveles de tecnológico, sociológico e ideológico de Leslie White, partiendo como hipótesis general de que la tecnología, ligada a la producción de energía, juega un papel básico en la evolución sociocultural (White, The Evolution of Culture, 1959). Este mismo autor tiene un interesante artículo sobre el concepto de cultura (“The Concept of Culture”, American Anthropologist, 1959) donde reivindica una definición de cultura que incluya toda clase de cosas y acontecimientos, “que dependan de la simbolización”, llamando a la ciencia que estudia estos fenómenos culturología (L. White, en J. S. Khan, 1975: 137). Leslie White rechaza las definiciones de culturas como “realidad sui generis”, “conjunto de abstracciones”, “artefactos materiales”, “rasgos característicos”, “códigos mentales”, “estructuras inconscientes”, “conjunto de ideas” o “comportamientos psicológicos individuales”. En su lugar, siguiendo la tradición omnicomprensiva de Tylor y Morgan, establece que el objeto de la cultura son las “cosas y acontecimientos que dependen de simbolizar” y esto comprende por igual “ideas, creencias, actitudes, sentimientos, actos, pautas de conducta, costumbres, códigos, instituciones, obras de arte y formas artísticas, lenguajes, instrumentos, máquinas, utensilios, ornamentos, fetiches, conjuros, etc., etc.” (L. White, op. Cit.). Una visualización de la cultura, con un giro de 190 grados, es la sostenida por Claude Lévi-Strauss, como ya hemos apuntado anteriormente. Desde este enfoque, igual que para los etnocientíficos como Goodenough, los artefactos, costumbres, creencias e instituciones constituyen los datos básicos, the raw material, sobre los que dan forma las estructuras profundas, que constituyen el cerebro-esqueleto de la 20 cultura. Según Lévi-Strauss, siguiendo en parte a Marcel Gauss, la cultura se ve como un sistema de signos dentro de un circuito de comunicaciones y relaciones. Cada subsistema –formas de parentesco, mitología, totemismo- son como un lenguaje, que puede descodificarse y traducirse al lenguaje de otro sistema, rastreando las estructuras elementales inconscientes, que son comunes a todas las culturas. La tarea de la antropología es descifrar y traducir esos códigos lógicos, que cada cultura articula y aplica de manera singular. Así se mostrará a la vez la identidad humana y la diversidad cultural. Otra tendencia moderna que muestra interés por la cultura, desde una particular perspectiva, es la antropología simbólica. Consideran a la cultura como un sistema de símbolos y significados; así, David Schneider, Clifford Geerts y Víctor Turner. Los tres autores dan énfasis al simbolismo, como catalizador y organizador de la vida sociocultural del grupo, pero se diferencian en la definición de símbolo. Dejemos, por ahora, esta cuestión con la anterior presentación de los diversos enfoques sobre la cultura, lo que hemos pretendido es plantear la panorámica general por la que ha ido pasando la conceptualización del objeto de la antropología, que puede resumirse en el estudio de las culturas humanas. Lo que ha quedado patente es que debajo de cada definición de cultura está toda una perspectiva teórica, unos particulares intereses científicos y una singular metodología de investigación. Todo ello será explicitado mas adelante al exponer las distintas teorías antropológicas, que pueden denominarse también como teorías de la cultura, debiendo señalarse como paradigmas teóricos generales el evolucionismo, el difusionismo, el particularismo histórico, el estructural funcionalismo, la etnociencia, el estructuralismo de Lévi-Strauss, el neoevolucionismo, la ecología cultural y la antropología marxista. Cada una de estas teorías encierra una noción diversa de cultura y unos peculiares objetivos para el quehacer científico antropológico. Ya lo trataremos ampliamente. 1.8. Relación entre la antropología y otras ciencias. La antropología ¿como sociología comparada? Anteriormente ya hemos hecho alguna referencia a la relación entre sociología y antropología. Algunos intentan resolver la cuestión atribuyendo a la sociología el estudio del sistema social y a la antropología el del sistema cultural; así los establecieron A. L. Kroeber y Parsons en su artículo conjunto de la American Sociological Review (1958, vol. XXIII, Nº 5: 582-583). En mi opinión, esta división en tareas sólo resuelve el problema de una forma nominalista, porque de lo que se trata es de definir qué es “lo social” y qué es “lo cultural”, determinando los elementos, niveles y tipos de hechos de cada disciplina, por ejemplo instituciones sociales versus valores culturales, analizando las interrelaciones entre ellos. Las diferencias entre la sociología y la antropología cultural, dentro de la tradición americana, aparecen más claras; pero en el caso de la antropología social 21 británica las fronteras aparecen más difusas. En el caso de A. Radcliffe-Brown, ya hemos hecho notar su más pura profesión de fe sociológica; este autor insistirá una y otra vez en llamar a la antropología como sociología comparada, cuya naturaleza científica es aplicar el método generalizador a los fenómenos de la vida social del hombre, intentando “descubrir leyes que sean universales” (Radcliffe-Brown, 1975, orig. 1958: 75). Lo que intenta Radcliffe-Brown, es enraizar su quehacer antropológico en la tradición durkheimiana: “Lo que en Francia o en cualquier caso en la Universidad de París se llama sociología es el mismo estudio que estoy denominando aquí sociología comparada, y que, si la materia está tan avanzada, se debe en gran medida a la obra de los sociólogos franceses: Durkheim, Mauss, Simiand, Halbwachs, Hertz, Graner y Maunier”. (Radcliffe-Brown, 1975: 104, subrayado nuestro). Lo que Radcliffe-Brown está reivindicando no es una mera cuestión nominalista o pura división de tareas, sino la naturaleza científica de la investigación social, independientemente de que el instrumento utilizado para descubrir las leyes sociales haya sido el microscopio antropológico o el microscopio sociológico. Así como las leyes físicas de la naturaleza, independientemente del lugar y tiempo de su descubrimiento, son aplicables a todo el universo físico, sea la selva amazónica o la metrópoli urbana europea, así –según el pensamiento coherente de RadcliffeBrown- las leyes sociales descubiertas en la tribu selvática por los sociólogos son aplicables a todas las sociedades, porque son constituyentes de la naturaleza social humana. Desde esta perspectiva, se desprenden dos conclusiones significativas; en primer lugar que pueden establecerse las equivalencias siguientes: antropología social = sociología comparada = sociología científica; en segundo lugar que toda sociedad para ser científica debe ser comparativa. Esto era ya una idea de Emile Durkheim: “La sociología comparativa –dice Durkheim en Las reglas del método sociológico (1973: 139)- no es una rama especial de la sociología; es la sociología misma en tanto deja de ser puramente descriptiva y aspire a explicar los hechos”. Radcliffe-Brown (1975: 105) remacharía aún más esta idea: “Creo que cualquier intento de descubrir las leyes generales de la sociedad humana debe basarse en el estudio completo y detallado de tipos de culturas profundamente diferentes y en su comparación… no veo posibilidad para el desarrollo de una sociología realmente científica, excepto sobre esa base comparativa”. Como ya hemos apuntado, hoy son muchos los antropólogos y también los sociólogos que se muestran escépticos a la hora de la “búsqueda de leyes universales”; pero sigue siendo un objeto de la antropología la perspectiva comparativa, intentando sacar conclusiones para otras sociedades. Evans-Pritchard (1973: 141) lo ha dicho muy bien:”Llegamos así a un aspecto más general de la antropología social, que no se refiere a las comunidades primitivas como tales, sino a la naturaleza de la sociedad humana en general. Lo que aprendemos sobre una sociedad puede indicarnos algo acerca de otra, y por lo tanto, acerca de todas las sociedades, ya pertenezcan al pasado histórico o a nuestra época”. Y ¿cuál es la relación de la antropología con otras ciencias? Claude LéviStrauss (1980: 322 ss.) ha estudiado este tema, sosteniendo que la orientación “culturalista” de la antropología, como suele en el caso americano, tiene una mayor relación con la geografía, la tecnología y la prehistoria; mientras que la orientación 22 “sociológica”, como la tradición británica, hace que la antropología tenga mayores afinidades con la sociología, arqueología, la historia y la psicología; en ambos casos, se mantiene una relación especial con la lingüística. Este autor visualiza las relaciones de la antropología dentro de esta “constelación” de disciplinas, en que las relaciones horizontales se corresponden mejor con la antropología cultural, las verticales con la antropología social y las oblicuas con ambas: Psicología Lingüística Geografía ANTROPOLOGÍA Arqueología Sociología Según esta perspectiva, la antropología –la más joven entre las jóvenes ciencias sociales- tiene, en el decir levistraussiano sus pies en las ciencias naturales, apoya sus espaldas en las ciencias humanas y mira hacia las ciencias sociales. La vinculación de la antropología con las ciencias naturales es particularmente a través de la antropología física, que une la antropología con la genética y con la biología; con las ciencias humanas se une por las fibras de la geografía, la arqueología, la historia y la lingüística. Según Lévi-Strauss (1980: 324), la antropología no puede desprenderse ni de las ciencias naturales, ni de las ciencias humanas, pero “si se viera obligada a hacer un juramento de fidelidad se proclamaría ciencia social”. Sobre la relación particular de la antropología con la sociología, Claude LéviStrauss las caracteriza de equívocos, atribuyéndolo a la “ambigüedad que caracteriza el estado actual de la sociología misma”. Porque, o bien se hace una sociología que “se inscribe en la tradición de una filosofía social”, o se estudian “las relaciones sociales en los grupos contemporáneos sobre una base predominantemente experimental”, en cuyo caso –concluye Lévi-Strauss (1980: 325)- la sociología no se distingue al parecer de la antropología ni por sus métodos ni por su objeto. El hecho de que los antropólogos suelen estudiar sociedades extrañas al observador y por lo tanto, puedan formular conclusiones más generales, hace más valioso el quehacer de la antropología, que desde este punto de vista, puede considerarse como la ciencia general de las sociedades humanas, que incluye, como subdisciplina, a la sociología, que es el estudio de una sociedad particular, como es la sociedad moderna industrial europea. Concluye así su reflexión Lévi-Strauss (1980: 326), “De esta manera se comprende por qué la sociología puede ser considerada (y siempre con todo derecho), unas veces como un caso particular de la antropología (como se tiene a hacerlo en Estados Unidos) y otras como la disciplina colocada en la cúspide de la jerarquía de las ciencias sociales”. 23 A este respecto, resulta iluminador exponer el punto de vista de un sociólogo, Ralf Dahrendorf, quien en su obra Sociedad y Sociología (1966, orig. 1963: 149), dice: “Etnología y sociología son dos disciplinas que en el aspecto sistemático no se distinguen en absoluto, y en el plano histórico, apenas”. Y Dahrendorf (1966: 150) cita estas significativas palabras de K. R. Popper: “Mientras que todavía antes de la segunda guerra mundial el concepto de sociología era el de una ciencia social teórica general… y el concepto de antropología social es de una sociología muy especializada, a saber, la aplicada a las sociedades primitivas, ha sufrido actualmente esta relación un cambio sorprendente. La antropología social o etnología se ha transformado en la ciencia social general y parece como si la sociología se conformara cada vez más con ser una parte de la antropología social, a saber, la antropología social aplicada a una forma muy específica de sociedad, la antropología de las formas industrializadas de Europa occidental” (K.R. Popper, en Dahrendorf, 1966: 150). De las reflexiones anteriores, podemos tal vez concluir que la sociología y la antropología social son dos disciplinas equivalentes en cuanto a su naturaleza y a su metodología en el saber científico de la sociedad. Sin embargo, de facto, existen unas pautas y unas tonalidades en la labor académica que siguen distinguiendo en general a los antropólogos de los sociólogos: se concentran en comunidades de pequeñas dimensiones, distintas a las suyas, ponen énfasis en la dimensión de valores y creencias, emplean preferentemente niveles de análisis emic-etic, idealreal, se basan en trabajo de campo, en que la observación participante y la empatía son técnicas centrales; y utilizan más la perspectiva comparativa, enfatizando las semejanzas y diferencias entre las distintas culturas, sigue siendo un objetivo fundamental. “Se debe rechazar definitivamente la división arbitraria del trabajo, teórica y prácticamente insostenible, que pretende relegarnos al estudio de las sociedades llamadas primitivas. La antropología no es una sociología comparada de las sociedades sencillas, si tal cosa fuere posible, sino una disciplina dedicada al estudio científico de la evolución, estructura y funcionamiento de las sociedades humanas. La diferencia radical precisamente de otras ciencias, como la sociología, su enfoque universal, global y evolucionista, y su programa de trabajo, así como los métodos y técnicas que se derivan de estos enfoques”. (Ángel Palerm, Antropología y Marxismo, 1980: 29). La antropología sigue aún reivindicando, como una seña de identidad, su carácter holístico; y esto a muchos niveles. En primer lugar estudiando al hombre, desde la perspectiva de su evolución biológica-genética en la ladera de la antropología física; estudiando la sociedad en su evolución social-histórica, como lo hace la antropología arqueológica; analizando al hombre como ser simbólicolingüístico, social o cultural. En este sentido, la antropología sigue reclamando, como parte del “mensaje propio de la antropología”, junto con la “objetividad” y “la significación”, su carácter de “totalidad”, según el decir levistraussiano (1980: 327329); “ya se proclame social o cultural, la antropología aspira siempre a conocer ‘el hombre total’ considerado en un caso a partir de sus ‘producciones’ y en el otro a partir de sus ‘representaciones’” (A. Palerm, 1980: 322). 24 Este carácter holístico y de totalidad explica la preferencia antropológica por integrar en el análisis, mostrando su interdependencia, entre la estructura mental (valores, creencias, significados y sentidos de la acción significativa), la estructura social (comportamientos) y estructura simbólica (deseos, aspiraciones, sublimaciones). De ahí la insistencia de la antropología de que no pueden comprenderse y explicarse adecuadamente las instituciones y el sistema social si no se desentrañan y deshilvanan los ríos de creencias, valores, ideas y significados, campos semánticos que cruzan y se entrecruzan por los tejidos de todo el sistema social, conectando todas las relaciones sociales institucionalizadas: “La antropología social, dice Lévi-Strauss (1980: 321), ha nacido del descubrimiento de que todos los aspectos de la vida social –económico, técnico, político, jurídico, estético, religiosoconstituyen un conjunto significativo, siendo imposible uno cualquiera de estos aspectos si no se coloca en medio de los demás”. Tanto los antropólogos como los sociólogos modernos hacen notar como una tendencia futura la convergencia y el diálogo interdisciplinar de todas las ciencias sociales. Así, David Kaplan y Robert A. Manners, en su magnífico libro, Introducción crítica a la teoría antropológica (1979, orig. 1972: 332) señalan que “hubo una época en que la combinación del holismo, los períodos extensivos del trabajo de trabajo de campo y las comparaciones, hacían de la antropología una disciplina ente de las ciencias sociales, pero esto ya no es así”. Cada vez más la antropología estudia sociedades complejas, dice Kaplan y Manners, utilizando técnicas cuantitativas, mientras que la sociología avanza en análisis cualitativos, enfoque holístico, método comparativo y trabajo de campo. Paul Mercier (1977: 207) prevé para el futuro esta misma convergencia, “el antropólogo es conducido por este camino a clasificarse como sociólogo; para el mañana tal vez sea necesaria una ciencia del hombre social, que se enriquezca de las tradiciones teóricas y aportaciones metodológicas de ambas disciplinas”. Salustiano del Campo señala también esta convergencia entre la antropología social y la sociología. En su obra La sociología científica moderna (1966: 226) apunta que “se hace cada vez más difícil distinguirla [a la Antropología] de la Sociología, con la que la identifican no pocos de los antropólogos de más nota”. Una mirada retrospectiva a la historia de las ciencias sociales nos mostraría igualmente las relaciones profundas entre la antropología y la sociología. Como veremos en los capítulos siguientes, el tronco y las raíces teóricas son comunes: los paradigmas “cambio” y “progreso” del pensamiento greco-romano/judeo-cristiano: la convulsión de los descubrimientos del Nuevo Mundo; la configuración teórica de las ciencias sociales en la Ilustración del siglo XVIII; el nacimiento de la ciencia positivaempírica de la sociedad, unida al evolucionismo, arranque común en el siglo XIX de la nueva sociología científica moderna y de la antropología científica. Los “ancestros” y “patriarcas” de la sociología y de la antropología son los mismos: los filósofos de la Ilustración, como Augusto Comte, Herbert Spencer y Karl Marx. Cualquier cambio de paradigma teórico en un campo sociológico o antropológico, convulsionó a los demás, así fuera introducido por Emile Durkheim, por Bronislaw Malinowski o por Claude Lévi-Strauss. 25 Podemos señalar las siguientes ambigüedades, que tienen la virtud de ponernos al descubierto lo tenue de las barreras entre sociología y antropología. Podemos aventurar la opinión de que las primeras investigaciones sociológicas, que hoy se tiene por clásicas dentro de la academia científica profesional, serían hoy consideradas como unas monografías antropológicas en sociedades complejas; por ejemplo las de la Escuela de Chicago, como The Polish Peasant (1918-1920) de W. I. Thomas y F. Znanieki, The City (1920) de Ezra Park, The Cold Coast and the Slum (1929) de Zorbaugh, Street Corner Society (1943) de William F. White. Pero sigamos con las ambivalencias entre sociología y antropología. El norteamericano Lewis Henry Morgan, que podemos apellidar como antropólogo evolucionista, ha sido convertido en “padre” de la ciencia social en la URSS. Emile Durkheim, el gran “Pope” de la sociología francesa por muchas décadas, fue transplantado santoralmente como “padre” de la antropología social británica por obra y gracia de Radcliffe-Brown. El polaco Bronislaw Malinowski, antropólogo social británico, se convirtió, junto con Franz Boas, en el “fecundador” de la antropología cultural americana. Radcliffe-Brown, antropólogo, es probablemente el mejor expositor de la teoría sociológica del estructuralismo. Los americanos Ralph Linton, Talcott Parsons y Robert Merton, fueron los sintetizadores, centros emisores y mercaderes que facilitaron el intercambio sociológico-antropológico, haciéndolo llegar a todos los rincones del neo-imperio académico norteamericano. En la nueva sociedad de consumo y de la rápida intercomunicación científica, también las radicales críticas a las teorías establecidas, como las modas sociológicas – antropológicas, llegan a todos los espacios e invaden todos los campos disciplinares; así las nuevas corrientes de la etnometodología, etnociencia, disonancia cognitiva, teoría de los sistemas, o las teorías revitalizadas como el neoevolucionismo o el neomarxismo, cruzan velozmente y se posan en todas las disciplinas. Como se puede ver, la ciencia es un producto social, un fruto de unas historias determinadas, sazonado por tiempos y espacios particulares. Hoy, en una sociedad computerizada y conectada por satélites de comunicaciones, el saber social pasa “de las musas al teatro, en horas veinticuatro”, en el decir de Lope de Vega; pero en el siglo XXI, el mercado del consumo y de la publicidad es el escenario del gran teatro del mundo, y los productos sociológicos y antropológicos se producen, se envasan, se pregonan y se venden en el “rastrillo académico” como otra mercancía más. Todo esto nos obliga, necesariamente, a relacionar la sociología y la antropología con la sociedad histórica que las concibió y dio a luz. En mayo de 2006, con ocasión de los Planes de Reforma de los Títulos Universitarios, tuvo lugar una manifestación ante el Ministerio de Educación, por proponer en su borrador de reforma, hacer un primer Ciclo de Licenciatura que uniera Sociología y Antropología. Tanto unos como otros, en su mayoría, han manifestado su opinión en contra. Lo que no se ha discutido es la posibilidad de un Primer Ciclo más general en Licenciatura en Ciencias Sociales, con un tronco común y una especialización con asignaturas en Sociología, Antropología, Psicología Social e incluso Trabajo Social. Así existe en algunas Universidades norteamericanas. Y eso sí, tras esa formación básica, vendrían los que quieren continuar y especializarse en cada uno de esos campos, con Masters y Doctorados fuertes y específicos. Pero a veces, y tal vez dados los intereses corporativos, no se permite plantear los problemas académicos con profundidad y seriedad. 26 1.9. Historia, ciencia e ideología Las ciencias y los sistemas de ideas no se desarrollan en las nubes del mentalismo o en un vacuum ideal, ni deben su génesis al vitro puro y virginal de los cerebros individuales de los científicos encerrados en su torre de marfil. Si algo importante ha aportado la sociología del conocimiento (y esto desde K. Marx a G. Luckas, pasando por M. Weber, E. Durkheim, M. Séller, K. Manheim, C. W. Mills y otros) ha sido el reconocimiento del carácter de producción social del conocer y quehacer científico. La realidad –incluida la realidad científica- se construye socialmente (Peter Berger y Thomas Luckman, 1972). Según la frase clásica, a veces convertida en fórmula mágica, de Karl Marx en su Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859), “no es la conciencia de los hombres quien determina su existencia, al contrario es su existencia social quien determina su conciencia”. Y esto es aplicable, mutatis mutandis, a la producción científica. Algunos lo aplicarán de forma excesivamente mecánica: “Las ciencias sociales están destinadas a colaborar a la autoproducción permanente del sistema social, a través de la integración ideológica de los agentes de reproducción” (Thomas Herber y Jacques Alain Millar, Ciencias sociales: ideología y conocimiento, 1971: 11). Otros, aunque desde esta misma ladera marxista, se fijarán más en los problemas epistemológicos que esto conlleva y así se presentará “la historia de la antropología como un problema epistemológico” (Joseph R. Llobera, Hacia una historia de las ciencias sociales: el caso del materialismo histórico, 1980: 15). Tomando incluso otros enfoques menos deterministas y mecanicistas, más abiertos a la complejidad plurifuncional de muchos factores, debe sin embargo estudiarse la producción de la ciencia social en relación con la sociedad histórica que la ha producido; de lo contrario se estará haciendo discursos angélicos sobre ideas puras, que revolotean en las nubes celestiales sin posarse sobre el barro de la realidad, que ha sido quien les ha dado forma, significado y función. Debemos, pues, situar la génesis y el desarrollo de la sociología y de la antropología en su contexto sociohistórico, pero esto lo trataremos más adelante. Ahora únicamente vamos a plantear los problemas, señalando a grandes rasgos los puntos esenciales en su tratamiento. Como marco de la génesis de la sociología y de la antropología habrá de tenerse en cuenta dos fenómenos básicos: La revolución industrial, en que definitivamente toma cuerpo el nuevo saber positivo-científico sobre lo social, y el colonialismo europeo, en cuyo seno y matriz se desarrolla el saber y el quehacer antropológico: “El positivismo, consagración del conocimiento científico frente al metafísico y al teológico, de la discusión empírica frente a la autoridad dogmáticamente aceptada, no es posible sino en una sociedad cuyos modelos teóricos tradicionales han saltado a un tiempo con su vieja estructura… La crisis del antiguo régimen y la revolución industrial han hecho posible la aparición de 27 esta nueva forma de Razón, que es el positivismo, cuyo desarrollo estará vinculado al proceso histórico de ese mismo sistema de contradicciones sociales que producen su Génesis” (Carlos Moya, Teoría sociológica: una introducción crítica, 1971: 30). 1.9.1. Colonialismo, progreso y racismo Sobre la relación entre la antropología y el colonialismo existe mucha literatura, aunque generalmente mala y muy ideologizada. No obstante ahí está el problema, que tiene cierto cuerpo y gravedad. Ya le estudiaremos más detenidamente. Ahora bástenos traer unos testimonios que nos hagan tomar conciencia de su problemática y perspectiva de tratamiento: “A veces se dice de nuestras investigaciones que son ‘secuelas del colonialismo’. Ciertamente, ambas cosas están ligadas, pero nada sería más erróneo que considerar la antropología como un residuo de la mentalidad colonial, una vergonzosa ideología que ofrece al colonialismo una oportunidad de supervivencia” (C. Lévi-Strauss, The Scope of Anthropology, 1967: 51). Otros antropólogos son más críticos con referencia al papel legitimador de la antropología con respecto al mundo colonial. La antropología –dirán estos acusadores- estaba cargada de los prejuicios de racismo, etnocentrismo e imperalismo de la mentalidad occidental: “Europa no ha contemplado en las otras culturas sino su propia subjetividad, la materia y el instrumento de su voluntad” (Jacques Berger, Despossession du monde, citado por G. Leclerc 1973: 188). La teoría del progreso fue una de las ideas centrales de tres mil años de cultura occidental; y sería el idolum soeculi del siglo XIX, siglo generador de la sociología y de la antropología científica. Pues bien, la teoría del progreso estaba cargada de un profundo etnocentrismo europeo. Comte, Marx, Spencer, Tylor y Morgan “vieron el Occidente, y muy especialmente Inglaterra y Francia, como la vanguardia en un poderoso movimiento de desarrollo histórico que con el tiempo abarcaría el resto del mundo” (R. A. Nisbet, 1981: 19). Y este mesianismo etnocéntrico europeo estaría salpicado de racismo, contaminado en cierta forma a los llamados padres de la sociología y de la antropología. Tal vez se pueda afirmar que las ciencias sociales nacieron en el pecado original del racismo y del imperialismo: “Hemos de estudiar –decía Augusto Comte- la porción más selecta, la vanguardia de la raza humana: la mayor parte de la raza blanca o las naciones europeas” (A. Comte, Filosofía Positiva, III: 1-2). El Dr. James Hunt, presidente de la Sociedad Antropológica de Londres, se expresaba en la primera mitad de siglo XIX de forma más burda en sus creencias racistas: argüía que la ciencia demostraba que los negros eran físicamente, intelectual y moralmente inferiores a los europeos: “afirmar-decía el Presidente de la Sociedad Antropológica Londinense- que un negro es en todo sentido un hombre tan cabal como un europeo es negar el testimonio histórico de cinco mil años, en vista de que en ninguna época una nación negra alcanzó, con o sin ayuda, la civilización 28 lograda una y otra vez en los grandes centros de cultura caucásica” (citado por C. M. Foster, 1968: 273). Tampoco los fundadores de la antropología científica parece que se vieran muy libres del prejuicio racista. Un leído manual moderno de antropología, el citado de Marvin Harris (1978), contiene, como títulos, estas inquisitoriales acusaciones: “Lewis Henry Morgan, racista” (pag. 118), “Edward Burnett Tylor, racista” (pag. 120); pero antes ha traído otro título sobre "el racismo de Darwin” (pag. 102), y en forma más ideológica y respetuosa se pregunta “¿Fueron Marx y Hengels racistas?” (pag. 206). Todo esto nos está dando pistas sobre el contexto general del siglo XIX, que estaba intoxicado con estos prejuicios raciales y etnocéntricos; en general, sin embargo, se puede afirmar que eran los sociólogos y antropólogos, en general, los menos contaminados de esos tóxicos ideologizantes. Otro hecho que ha dado cierta connotación a la antropología ha sido el que sus investigaciones han sido realizadas en colonias europeas y que su praxis ha podido servir de reforzamiento en el mantenimiento político imperial. Aquí se suscitan problemas de ética y valores, que ya trataremos a su debido tiempo; ahora hagamos simplemente unas cortas reflexiones. En descargo de la antropología, podemos decir que todas las ciencias sociales han tenido generalmente “vocación” de evangelización mesiánica y de perfeccionamiento moral en versión secularizada; desde la “república de sabios” de Platón, los exorcistas-educadores filósofos de la Ilustración del XVIII o los sociólogos–sacerdotes seculares de Augusto Comte, siempre se ha mantenido el paradigma de la utilidad bienhechora y progresista de las ciencias sociales. También en los tiempos modernos, aunque se proclame en solfa y en otro tipo de lenguaje, se mantiene la llama de la utopía cientifista y liberadora: “… el desarrollo de la ciencia social está esencialmente vinculado a la construcción de una sociedad libre capaz de autodefinir su propio discurso… Sólo en el propio proceso del desarrollo industrial de la libertad, como construcción progresivamente libre de la historia humana, resulta realmente posible el progresivo desarrollo de la Sociología” (C. Moya, 1979: 278). 1.9.2. Ciencias Sociales, Antropología y Reforma Social La sociología, sobre todo en el siglo XIX, constituyó una esperanza para la reforma social, tal vez “por estas promesas en cierta forma megalomaníacas de la primitiva sociología, ésta ha sido de todas las ciencias sociales la que más ataques ha sufrido y la que se ha visto expuesta a mayores críticas ideológicas” (Jose María Maravall, La sociología de lo posible, 1972: 32). Estimo que la antropología ha tenido, en general, menos ambiciones “redentoras” que la sociología; los antropólogos suelen ser más escépticos, tal vez porque investigan y están más cerca de la vida misma. Sin embargo, con el fenómeno de la descolonización y las nuevas “creencias” y valores respecto al poder colonial, todas las iras modernas caen sobre nuestros antepasados antropólogos, 29 muchas veces tal vez sin suficiente razón: “La antropología social británica –dice A. Palerm (1980: 20)- se propuso un pacto fáustico con el demonio del imperialismo capitalista. Es decir negoció la posibilidad de desarrollar la ciencia social a cambio de entregar sus resultados a la administración del colonialismo, y obtuvo así una ciencia pervertida y falseada”. Tal vez Bronislaw Malinowski y Radcliffe-Brown, antropólogos sociales británicos, tendrían que decir muchas cosas en su defensa ante sus acusadores de hoy. Entre otras cosas, tal vez que leyeran bien sus obras; y así Radcliffe-Brown (1975:114), que proclamaba que la misión del siglo XX y posteriores “es la de unir a todos los pueblos del mundo en alguna especie de comunidad ordenada”, escribía así sobre su visión del Imperio: “En este imperio nuestro, en el que nos hemos hecho cargo del control de tantos pueblos indígenas de África, Asia, Oceanía y América, me parece que se necesitan urgentemente dos cosas para cumplir, como debemos, con los deberes que hemos asumido. Hemos exterminado a algunos de dichos pueblos y hemos causado, y estamos causando daños irreparables a otros. Nuestras injusticias, que son muchas, son en gran medida consecuencia de la ignorancia. Por lo tanto una cosa que se necesita urgentemente es disposiciones referentes al estudio sistemático de los pueblos indígenas del Imperio” (Radcliffe-Brown, 1975: 112). Por discutible que hoy pueda parecernos la aplicación a las colonias de los conocimientos antropológicos, únicamente quiero anotar aquí que esta perspectiva se entronca plenamente en la tradición de la Ilustración y de los padres sociólogos del siglo XIX: conociendo científicamente la realidad social, podemos “reformar”, “ordenar”, “educar” y “gobernar” mejor a nuestros conciudadanos: “Otra necesidad -añade Radcliffe-Brown (1975: 113)– urgente en la actualidad me parece ser la formulación de otras disposiciones relativas a la aplicación del conocimiento antropológico a los problemas del gobierno y de la educación de los pueblos indígenas”. Desde otras posiciones ideológicas de hoy, se hace una crítica radical a esta colaboración de la antropología con el gobierno colonial, habiendo merecido epítetos de algunos como los de “la antropología, la gran prostituta” (Bastide, 1971: 71), contra lo que otros gritarán con orgullo que “la antropología no es hija bastarda del colonialismo, sino hija legítima de la Ilustración” (Raymond Firth, en M. Bloch, ed, 1977: 63). Como afirmaremos más adelante, el que estén ligadas la antropología y el colonialismo, no convierte a nuestra disciplina en una “vergonzosa ideología” del imperialismo, impidiendo que se haga “ciencia”. Como veremos, la antropología desde sus balbuceos ha servido de hecho tanto como ideología legitimadora del Imperio como de su crítica más radical; y esto no sólo por su doctrina del relativismo cultural (vacuna contra los etnocentrismos, incluido el europeo) sino por su denuncia contra la opresión de los indígenas; y esto desde el siglo XVI con Bartolomé de las Casas en su Breve Resumen del descubrimiento y destrucción de las Indias (1536) hasta Robert Jaulin (La Paix Blanche, 1970) en su protesta por el genocidio de tribus indias. 30 De forma literaria lo dice así Octavio Paz (1891): “La historia moderna de Occidente comienza con la expansión de España y Portugal en África, Asia y América; al mismo tiempo, brotan las denuncias de los horrores de la conquista y se escriben descripciones, no pocas veces maravilladas, de las sociedades indígenas. Por un lado Pizarro; por el otro, Las Casas y Sahún. A veces, el conquistador también es, a su manera, etnólogo: Cortés. Los remordimientos de Occidente se llaman antropología, una ciencia que nació al mismo tiempo que el imperialismo europeo y que lo ha sobrevivido”. 1.9.3. Imperio español y antropología Acabamos de introducirnos en otro gran tema, la contribución de España a la antropología, que será ampliado más adelante. A este respecto, de particular importancia es el valor etnográfico y antropológico de las obras de nuestros escritores del siglo XVI sobre las Indias. Carmelo Lisón Tolosana (1971: 95) enfatiza la “riqueza y maestría la historia ‘grande’ de los fundadores de la antropología no nacería en el XIX, sino en los escritos de Indias de tres siglos antes”. Esta es la opinión de la mayoría de los antropólogos latinoamericanos y es también la mía, como mostraré más adelante. Es lógico que aquí esté funcionando el prejuicio etnocéntrico, pero también funciona en los demás al escribir sus historias nacionalistas de la ciencia, que luego exportan a los países que hoy somos casi meros consumidores de productos antropológicos y sociológicos extranjeros. Cerremos este tema, sobre el que volveremos, transcribiendo la inscripción de una lápida, colocada en la Universidad de Salamanca por el Instituto Indigenista Interamericano de México y otras Instituciones Universitarias españolas: “A la memoria de Fray Bernardino de Sahagún, Reino de León, hacia 1499, Misionero de la Nueva España desde 1529, Fallecido en la Ciudad de México en 1590, investigador insigne de la Lengua y cultura de los antiguos mexicanos, padre de la antropología en el Nuevo Mundo, estudiante de esta Universidad de Salamanca hacia los años 1523-28, homenaje de reconocimiento a su obra”. 1.10. Antropología y teleología humanista: ¿qué es el hombre? La antropología parece tener como objetivo final el “conocer al hombre”, como su propia raíz griega indica (avpoos- ogos). Pero cabe preguntarse, después de tantos años en este empeño científico-académico-antropológico, ¿realmente conocemos mejor al hombre, su naturaleza, su existir social-histórico? Las 31 respuestas a esta pregunta abarcan un amplio abanico de tonalidades, que van desde el exultante optimismo hasta el pesimismo filosófico. Algunos resaltan la aportación de la antropología a una meditación más profunda sobre el hombre, la sociedad y la historia. En este sentido, Paul Mercier (1977: 209) afirma que la antropología ha hecho posible en Europa “un humanismo de amplias resonancias”; que ella ha dado al hombre moderno una mejor “comprensión de la riqueza y de la enorme diversidad de la experiencia humana”, permitiéndole escuchar “una partitura jamás oída”, invitándole a conocer la historia cultural humana y medir la extensión de sus posibilidades. Lévi-Strauss también repite la aportación de la antropología al mejor conocimiento del “espíritu humano” y a la formación del nuevo humanismo europeo. “Nuestra ciencia –dice textualmente – llegó a la madurez el día que el hombre occidental empezó a ver que nunca podría comprenderse a sí mismo mientras hubiera una sola raza o un solo pueblo sobre la superficie de la tierra al que tratara como un objeto”. Por eso, añade Lévi-Strauss (en A. Kuper, 1973: 123) la “expiación” que hace actualmente la antropología, por su pasada “ligazón” con el colonialismo, es “extender el humanismo a toda la humanidad”. Desde otra vertiente académica y filosófica se oyen lamentos más pesimistas sobre la contribución de la ciencia social al mejor conocimiento del hombre. Ernst Cassirer (1945: 44) señala el hecho de que ninguna edad anterior se halló en una situación tan favorable para el mejor conocimiento del hombre como la nuestra, dada la abundancia de ciencias humanas especializadas y los óptimos instrumentos técnicos de observación y experimentación de que actualmente disponemos; “sin embargo –hace notar Ernst Cassirer- no poseemos una visión general de la cultura humana y quedamos perdidos en una masa de datos inconexos y dispersos que parecen carecer de toda unidad conceptual”. Este autor está recogiendo el grito de alarma que sobre este problema ya había dado Max Scheler en 1928, con evidente lamento filosófico: “En ningún otro periodo del conocimiento humano, el hombre se presenta tan problemático para sí mismo como en nuestros días. Disponemos de una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que se ignoran entre sí. No poseemos, por consiguiente, una idea clara y consistente del hombre. La multiplicidad siempre creciente de ciencias particulares ocupadas en el estudio del hombre ha contribuido más a enturbiar y oscurecer nuestro concepto del hombre que a esclarecerlo”. (Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, 1928, citado por E. Cassirer, 1945: 44). Tal vez todos los científicos sociales –tanto sociólogos como antropólogosestamos de acuerdo con que son limitadas nuestras capacidades de ir conociendo el vivir social y humano, pero por eso, ¿debemos apagar la vela e irnos al oscuro y negro nihilismo agnóstico? Como en la caverna de Platón, aunque sólo veamos sombras, gracias al pequeño candil del conocimiento, en el que se incluye el saber científico, podemos iluminarnos, movernos y desenvolvernos mejor. Tal vez todos los científicos sociales sentimos a veces la tentación de la duda profunda, llevando a nuestro aparentemente inútil quehacer el grito de desesperanza de Tolstoi de que la ciencia no tiene sentido, puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir. Pero ante esto, 32 quizás haya que recordar lo que le contesta con sabiduría Max Weber: “la ciencia no nos da respuestas, pero ayuda a plantearnos mejor esas cuestiones” (M. Weber, El político y el científico, 1975: 213 ss). La pasión del hombre ha sido siempre el comer la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal, según ejemplariza el mito bíblico. Ello ha sido la manía del hombre primitivo, del filósofo de ayer y del científico de hoy. Ello ha constituido la senda de su tortuoso caminar. El gran filósofo griego Platón, nacido el año 428 antes de Cristo, nos cuenta en su Apología de Sócrates (Obras, Platón, 1974: 55) la enjundiosa prédica que el maestro Sócrates echaba a los atenienses y que podría servir hoy para hacer lo mismo en la Bolsa de Wall Street de Nueva York o en la Puerta del Sol madrileña: “¡Eh, amigo mío! ¿Cómo es que siendo ateniense, ciudadano de la ciudad más grande y más famosa por su poder y sabiduría, no te avergüenzas de no pensar en otra cosa sino en adquirir riquezas, glorias, honores, sin cuidarte para nada de la sabiduría, de la verdad y del mejoramiento de tu espíritu?”. A lo mejor nuestro destino, como filósofos o científicos sociales, es buscar nuevos caminos, abrir nuevas trochas, desbrozar algunos troncos de prejuicios que dificultan el convivir humano. Tal vez ninguno de nosotros tiene la seguridad de encontrar la meta final, quizás no creamos en ella. Probablemente compartimos el decir del viejo Heráclito (Siglo V a.C.), quien después de muchos años de trabajo pensante se lamentaba de que los filósofos “como los buscadores de oro, cavan muy hondo en la tierra y hayan muy poco” (Heráclito, Fragmentos, 1970: 51). Por ello, el socrático “no saber”, la docta ignorantia de Nicolás de Cusa o la duda metódica cartesiana, han sido siempre una adecuada postura de ánimo para el científico. No tenemos la pretensión de aprisionar “la verdad”, si es que ello fuera posible. Como decía Miguel de Unamuno, poeta y Rector de Universidad: “No te ama, quien mucho duda, quien piensa poseerte, porque eres infinita, y en nosotros, Verdad, no cabes” (Unamuno, Obras Selectas, “Salmo II”, 1957: 967). Con nuestro trabajo científico vamos a la búsqueda de conocer mejor al hombre, en su vivir social y cultural; sabemos que no hay camino, sino que lo vamos haciendo al caminar, en el decir de nuestro gran poeta Antonio Machado. Nuestro destino es andar el camino, tal vez sin saber a dónde nos conduce; pero, como humanos, todo y lo mejor que tenemos es eso, vivir, que es preguntarnos y buscar. “El hombre es un misterio. Si durante toda tu vida has buscado resolverlo, no digas: he perdido el tiempo. Yo me ocupo de este misterio, porque quiero ser hombre” (F. Dostoyevski). 33 PRIMERA PARTE Mitos de Occidente,Imperio, Ciencia e Ilustración: la construcción histórico-socialde la Antropología Tomás Calvo Buezas 34 CAPÍTULO 2 LA GÉNESIS DE LA ANTROPOLOGÍA: DE LA MEDITACIÓN HUMANISTA A LA CIENCIA DE LA CULTURA 35 CAPÍTULO 2 LA GÉNESIS DE LA ANTROPOLOGÍA: DE LA MEDITACIÓN HUMANISTA A LA CIENCIA DE LA CULTURA Todas las sociedades y culturas han tenido siempre sus sistemas de ideas y creencias –mitad empiria, mitad filosofía- sobre sus propias instituciones y costumbres, y las han contrastado comparativamente con las culturas vecinas, con un sentimiento entre fascinado y despreciativo por el “otro” cultural. Muchas sociedades alfabetas, desde hace siglos, nos han legado descripciones, grabados y pinturas sobre grupos culturalmente distintos a ellas. En este sentido, podría decirse que siempre ha existido y existe una reflexión antropológica, del mismo modo que existe una sociología popular espontánea. Pero la cuestión no es ésa y el problema que planteamos aquí es muy otro. Nosotros intentamos delimitar el largo proceso por el que esa meditación y saber filosófico se constituyó en saber racionalizado, sistemático, metodológicamente empírico, conceptualmente lógico y teórico, es decir, en ciencia de la cultura, como algunos denominan a la Antropología Social y Cultural. Nuestro interés no es una curiosidad histórica de conocer nuestros orígenes rindiendo culto ancestral a nuestros antepasados; nada de eso. Se trata de conocer nuestro corpus teórico, de hoy, convencidos de que muchos de los enfoques, conceptos, valores y lenguaje de la disciplina antropológica no puede comprenderse adecuadamente sin hacer una necesaria referencia al ayer y al anteayer. Estimamos- discrepando de A. N. Whitehead (1925)- que la forma de avanzar en la ciencia antropológica no es olvidar a los fundadores, sino, al contrario, superarlos, conociéndoles bien. Y esto, independientemente de la posición que se tome sobre la acumulación teórica, la ruptura epistemológica o la revolución paradigmática: no se revoluciona lo que no se conoce a fondo. Vamos a dedicar esta parte de nuestro estudio a la génesis de la antropología, intentando bucear en este largo y complejo proceso que ha estado enmarcado en un contexto económico, político y social muy determinado a la vez que se ha visto envuelto y matizado por los mitos, filosofías, creencias y valores de la cultura occidental, dando lugar a las ciencias sociales y en concreto a la antropología, entendida como proyecto científico de describir comparativamente las diferencias y similitudes de las culturas humanas. Las razones académicas que fundamentan nuestro estudio de períodos tan lejanos como puedan ser los que se refieran a la época griega y la Edad Media cristiana, o más cercanos como el de Renacimiento y la Ilustración se basan en la necesidad de comprender el proceso epistemometodológico de la formación de la antropología como ciencia de la cultura y no como filosofía de la historia o antropología filosófica. Por otra parte, como hemos señalado, no pueden entenderse adecuadamente muchos de los problemas y teorías antropológicas si no se conocen los viejos planteamientos filosóficos de los clásicos: sus teorías siguen constituyendo fuentes de la antropología. De aquí que el diálogo entre antropología y filosofía sigue siendo necesario y fecundo. 36 Es preciso, también, conocer la génesis común de todas las ciencias sociales así como su desmembramiento en el siglo XIX, si queremos tener una perspectiva histórica precisa y enmarcar debidamente algunos problemas comunes que ayer como hoy siguen siendo tierra de nadie entre sociólogos y antropólogos. Finalmente, el valorar en sus justos límites las aportaciones de viejos tiempos y sociedades será una conveniente cura para nuestro galopante etnocentrismo y tempocentrismo, alérgico a lo que no sea nuestro entorno físicotemporal del europeísmo moderno: el relativismo cultural ha sido siempre una preciada virtud antropológica, que también lo sea el relativismo temporal. ¿Cuándo y cómo nació la antropología? Esta es la primera cuestión que debemos plantearnos. LA constitución de la antropología, como ciencia moderna, suele casi unánimemente fijarse en la gloriosa década de 1860-1870. En ella aparecen la mayoría de las obras que consideramos clásicas: Das Mutterrecht (1861) de J.J. Bachofen, Ancient Law (1861) de J. S. Maine, La ciudad antigua (1864) de N. D. Fustel de Coulanges, Primitive Marriage (1965) de J. E. McLennan, Prehistoric Times (1865) y The Origins of Civilizations (1870) de J. Lubbock, Researches into the Early History of Mankind and the Development of Civilizations (1865) y Primitive Culture (1871) de E. Tylor, System of Consanguinity and Affinity of the Human Family (1869) y Ancient Society (1877) de L. H. Morgan, y, finalmente, The Golden Bough (1890) de J. G. Frazer. Esta explosión antropológica tuvo lugar en Alemania, Inglaterra, Suiza, Francia y Estados Unidos, habiendo sido inmediatamente precedida por la brillante década etnológica de 1840-1850 con los alemanes G. Klemm y T. Wait, y el francés J. Boucher de Perthes. Esos años vieron también el florecer de otras ciencias afines como la arqueología, la biología y la etnografía, siendo un botón de muestra On the Origin of Species (1859) de Ch. R. Darwin. Si hubiera que buscar un denominador común a este racimo de producción científica del XIX, habría que situarlo en el evolucionismo, pudiendo decirse que la antropología científica moderna nació como teoría evolucionista1. La constitución formal de la antropología científica en la segunda mitad del siglo XIX parece un hecho admitido por casi todos los antropólogos. Pero nosotros no estamos buscando fechas; nos interesan otras cuestiones, como por ejemplo ¿cómo se formó esa teoría inicial de la evolución?, ¿qué teorías precedentes y qué nueva metodología coadyuvó a su nacimiento? ¿Qué sistemas de creencias, mitos, valores y utopías existían como tradición cultural en Europa que posibilitaron y mediatizaron la aparición de la ciencia de la cultura?, ¿qué pasó antropológicamente cuando Europa se encontró vis a vis con las culturas americanas?, ¿cómo se desarrolló en Europa el proceso de racionalización y la metodología lógico-empírica de carácter científico? 1 Utilizamos la denominación de antropología “científica”, aunque tenemos nuestras reservas personales (T. C. B.) a ese término, con el objeto de contraponer la “forma” singular de “hacer antropología”, a partir singularmente del siglo XIX, en contraposición a otras formas anteriores “antropológicas”, que eran más filosóficos o historicistas. A través del libro se comprenderá mejor mi pensamiento en este punto (T.C.B.). 37 También nos interesa saber cómo se procesó la aplicación de la metodología científica de las ciencias de la naturaleza a los nuevos campos de la historia, de la sociedad y de la cultura, y qué papel jugó la Ilustración del siglo XVIII en todo este proceso, o qué contextos históricos, económicos, políticos y sociales posibilitaron la aparición de las ciencias sociales y antropológicas. Estas son las cuestiones a las que debemos contestar, y no por enciclopedismo ilustrado, sino para comprender debidamente nuestra antropología de hoy. El tratamiento de la génesis de la antropología lo dividiremos en tres capítulos. En el primero vamos a seguir la técnica antropológica de preguntar a informantes significativos sobre los orígenes de las ciencias sociales; con ello podremos captar aquellos puntos coincidentes que se consideran básicos en la constitución de nuestra disciplina, así como los que muestran las divergencias sobre esta génesis, consiguiendo así una visión de conjunto. Para ello veremos lo que dicen los antropólogos al respecto, pasando después a lo que piensan los sociólogos, que tienen el mismo tronco axial de génesis científica, pero que enfatizan otros fenómenos y corrientes teóricas en el proceso de nacimiento formal de las ciencias sociales. Con ello dialogaremos con los sociólogos. En otro capítulo prestaremos atención al viejo mito de Occidente del progreso y del desarrollo y a la herencia filosófica de griegos y cristianos, matriz paradigmática de donde surgirá lo que luego vendría a ser la teoría científica de la evolución. Nuestros dialogantes principales serán los filósofos. En un capítulo especial nos plantearemos la génesis de la antropología cultural con el descubrimiento de América, opinión mayoritaria entre los antropólogos latinoamericanos, y algunos españoles. Aquí nuestro diálogo es con los historiadores. En otro capítulo nos fijaremos en el proceso de experimentación empírica y racionalismo positivista surgido a partir del Renacimiento que se aplicaría en siglos posteriores al campo de la historia y de las ciencias sociales. Aquí nuestros interlocutores serán los científicos naturales. A través de todo este serpentear por más de veinte siglos de mitos, utopías, filosofías, historia y ciencia europea, podremos captar la génesis de ese largo y complejo proceso que culminó, entre la tradición y la ruptura, en ese particular saber social que llamamos antropología científica. 2.1. Lo que dicen los antropólogos sobre sus orígenes Preguntemos a una muestra de significativos antropólogos de diversos tiempos, escuelas y nacionalidades cuándo piensan ellos que se constituyó la antropología como ciencia, y qué factores, corrientes de ideas o nuevas metodologías contribuyeron al nacimiento de esta ciencia. Lo importante de sus respuestas no será la fijación de “fechas de nacimiento”, sino saber cuáles son los momentos fuertes de reflexión antropológica, qué nuevos principios teóricos y 38 epistemológicos hicieron posible la constitución de nuestra ciencia. Podremos ver, de este modo, las variadas perspectivas teóricas y metodológicas de los antropólogos: lo que para algunos puede constituir una revolución paradigmática que serviría de base para el ulterior desarrollo de nuestra disciplina, para otros puede ser considerado como un baladí acontecimiento aislado. Esta diferencia de pareceres no es sólo, ni principalmente, un divergencia sobre “cosas pasadas”, sino una radical diferencia de “visualización moderna” de lo que es la antropología y de lo que se considera importante hoy. Por eso, insistimos una vez más, cuando tratamos del “ayer” históricos, lo que nos interesa es conocer mejor el hoy antropológico. Traigamos el testimonio de A. R. Radcliffe-Brown, E. E. Evans-Pritchard, C. Lévi-Strauss, R. H. Lowie, P. Mercier, F. W. Voget, M. Harris y otros antropólogos que completarán el espectro de opiniones. A.R. Radcliffe-Brown va ser nuestro primer encuestado. En su obra El método de antropología social dice textualmente: “Si deseamos una fecha, podemos escoger la de 1870 como la de comienzo de la antropología social”, citando a Tylor, Morgan, MxLennan, como iniciadores del “nuevo estudio… de explorar la semejanza de los rasgos sociales en diferentes regiones mediante el estudio de las fuentes etnográficas e históricas”. (Radxliffe-Brown, 1975, orig. 1958: 172). El principio metodológico de orden que utilizaron estos antropólogos clásicos en el estudio de la diversidad de tantos pueblos diferentes en tiempos y espacios, fue el progreso de la humanidad junto con la idea de historia conjetural, ideas ambas heredadas de la Ilustración del siglo XVIII. Radcliffe-Brown denomina a los Filósofos de la Ilustración como “precursores”, resaltando la contribución especial del escocés William Robertson, que publicó su History of America en 1977 y que nos dio, en palabras de Radcliffe-Brown (1975: 162) “una de las primeras definiciones del estudio que posteriormente se llamaría antropología social”. También señala la importancia de las obras de D. Hume, Montesquieu, Turgot, Condorcet, Fergurson y A. Smith, quienes trazaron “un esbozo histórico del progreso humano”, idea que “ejerció enorme influencia en el siglo XIX”. Radcliffe-Brown concreta así la influencia de la Ilustración en la génesis de la antropología social: “El siglo XVIII había un camino que conduce a las investigaciones de la antropología social o de la sociología comparada. Se reconoció una nueva comprensión de la sociedad humana que se podía conseguir mediante la comparación de las diferentes formas de vida e instituciones sociales; existía la idea del progreso que proporcionaba una explicación para aquella diversidad; hubo la contribución de Montesquieu quien, según la cual en el desarrollo histórico de las sociedades existen causas generales distintas de los acontecimientos accidentales o de las ocasiones particulares… finalmente hubo la idea de “historia conjetural” que desempeñó un papel importante en los primero desarrollos de la antropología social” (Radcliffe-Brown, 1975: 167168). 39 Para Radcliffe-Brown, el Siglo de las Luces fue la iniciación y el siglo XIX, con el evolucionismo, la formación de la antropología social. ¿Y antes de esos siglos nadie pensó ni nada significativo sucedió digno de ser contado en la historia de la antropología? Radcliffe-Brown, en el ensayo que estamos siguiendo, entre las veintidós páginas que dedica a precursores y fundadores de la antropología (Op. cit. 1975, orig. 1958: 159-180) despacha en seis líneas exactamente el encuentro europeo con el Nuevo Mundo, refiriéndose de pasada a las “descripciones hechas por viajeros de las costumbres de los pueblos de América, Africa y Asia… a quienes impresionó la diversidad de costumbres e instituciones”, citando únicamente un autor español, prácticamente desconocido: “El español Messie (sic) trató este tema, y probablemente sus Leçons diverses traducidas al francés en 1552… sugirieron a Montaigne su ensayo ‘De la cotume’…” (op. Cit.:159). Seguidamente dedica otras seis líneas a Jean Bodin (1530-1569) que “hizo un primer intento de explicar la diversidad de los pueblos” (ibid.). En conclusión, Radcliffe-Brown no da importancia antropológica al descubrimiento de América ni a los escritos españoles del siglo XVI, situando la “formación” de la antropología en el siglo XIX con el evolucionismo clásico y considerando, como iniciadores, a los Filósofos Ilustrados del siglo XVIII. E. E. Evans-Pritchard escribe así sobre la génesis de la antropología: “Aunque no podamos definir el momento exacto de sus comienzos, esto no es fundamental, pues hay un límite más allá del cual no tienen mayor interés precisar los orígenes. Este periodo límite para la evolución de la antropología es el siglo XVIII. Nuestra ciencia es, pues, hija de la Ilustración y conserva a lo largo de su historia muchas de sus características” (Evans-Pritchard, Antropología social, 1973: 37). Evans-Pritchard hace particular referencia a Montesquieu, D. Hume, Adam Smith, los cuales insistieron en que “Las sociedades son sistemas naturales u organismos naturales y se les debe estudiar en forma empírica e inductiva” (op.cit.: 39). Evans-Pritchard enfatiza la vigencia actual del pensamiento ilustrado, en el cual “encontramos ya todos los elementos integrantes de la teoría antropológica del siglo siguiente y aun de nuestros días” (op. Cit.:41). Si la Ilustración es la fuente precursora, la constitución de la antropología sería en la segunda mitad del siglo XIX. “En la década entre 1861 y 1871 aparecen una serie de libros que ahora consideramos como nuestros primeros clásicos teóricas”, citando las obras de Maine (1861), Bachofen (1861), Foustel de Coulanges (1864), MacLennan (1865), Tylor (1865-1867) y Morgan (1865-1871). Evans-Pritchard va a repetir, con pequeñas variantes, las mismas tesis de Radcliffe-Brown, pudiendo afirmarse que esa es la visualización común que los antropólogos sociales ingleses tienen sobre la génesis de la disciplina: la Ilustración, como fuente iniciadora y el evolucionismo clásico decimonónico como formador definitivo de la disciplina. Con referencia a los siglos anteriores y al descubrimiento del Nuevo Mundo, existe la amnesia más total como demuestran frases tan “estremecedoras” como éstas de Evans-Pritchard: “No debemos olvidar que en aquella época [siglo XIX] se sabía muy poco de las sociedades primitivas, y lo que se tomaba por hechos establecidos u opiniones parciales (op.cit.: 52). Es claro que Evans-Pritchard no conocía o no daba importancia alguna a los escritos etnográficos españoles del siglo XVI. 40 Existe otro grupo de antropólogos que van a situar a la Ilustración como el momento clave del nacimiento de la antropología, pero lo hacen desde posiciones diametralmente opuestas a las de la antropología social británica. Marvin Harris, desde el materialismo cultural y José R. Llobera, desde la perspectiva neomarxista, reconocen al pensamiento ilustrado como fuente fecunda de la teoría y praxis antropológicas de hoy. Llobera afirma (1980:58) que “en el desarrollo de las ciencias sociales se reprimió una línea de pensamiento (que, para abreviar, podemos definir como la tradición Ilustración-Marx)”. Llobera, señala la Ilustración como el momento en que se estableció la “ciencia del hombre y de la sociedad”, cuyo modelo científico copió el siglo XIX. En la Ilustración se produjo una verdadera ruptura epistemológica con los siglos anteriores, una revolución conceptual que permitió la formación de la ciencia antropológica, al intentar formular leyes sociales en términos de causa y efecto, y establecer la idea de que la historia se puede explicar como una sucesión de “totalidades sociales”. Llobera explicita que no tiene ningún sentido citar a los griegos o al Renacimiento en la historia de la antropología porque, antes de la “ciencia” del siglo XVIII sólo había “ideología”. Marvin Harris empieza su voluminosa obra de El desarrollo de la teoría antropológica (1978) directamente con la Ilustración. Ni una línea, de seiscientas noventa que tiene el libro, está dedicada al pensar, reflexionar o saben antropológico anteriores; parece que antes del siglo de las Luces todo fuera oscuridad; unas “luces” que dan la impresión de haberse encendido de un solo fogonazo. Harris comienza su capítulo de la Ilustración con éste discurso que tiene sabor a mito cosmológico de origen: “El desarrollo de la teoría antropológica comenzó en aquella época venerable de la cultura occidental que se llama Ilustración, un periodo que coincide aproximadamente con los cien años que van desde la publicación de An Essay concerning human understanding, de John Locke (1960) hasta el estallido de la Revolución francesa” (Harris, 1978: 7). Algunos antropólogos, según Harris, no han querido dar la importancia debida a la Ilustración en la formación de la ciencia de la cultura, porque juzgan “que todo cienticismo en materia sociocultural es ilusorio”, y porque “ha habido no muchos antropólogos que han pensado que la libre voluntad de los actores humanos, la inestabilidad del carácter nacional y la confusión de los azares y las circunstancias en la historia desbaratan los esfuerzos científicos en ese campo”. Contra esta falta de fe en la posibilidad de una ciencia de la cultura, Harris como creyente cientificista proclamará: “Este libro se inspira en la creencia contraria, y por eso para nosotros todo lo que en la teoría antropológica es nuevo comienza con la Ilustración… los filósofos sociales del siglo XVIII fueron los primeros en sacar a la luz las cuestiones centrales de la antropología contemporánea y se esforzaron resueltamente, pero sin éxito, por formular las leyes que gobiernan el curso de la historia humana y la evolución de las diferencias y semejanzas socioculturales”. (Harris, 1978: 7). 41 En la posición de Harris podemos advertir la misma amnesia antropológica por los siglos anteriores al XVIII y la importancia preponderante de la Ilustración, al igual que la antropología social inglesa de Radcliffe-Brown y Evans-Pritchard. Sin embargo, para Harris lo más importante de la Ilustración no es tanto las “teorías” del progreso como el intento de aplicar la “metodología científica” a los socio-cultural; por eso Harris (1978:8) llama a los Filósofos Ilustrados, protoantropólogos “que pensaron que los fenómenos socioculturales constituían un dominio legítimo del estudio científico”. A continuación vamos a seguir investigando la opinión que tienen sobre este problema otros significativos autores, como son los boasianos, norteamericanos R. Lowie, F. Voget, J. Rowe y R. Dornell. Robert H. Lowie, en su manual clásico de The History of Ethnology (orig. 1937) que tuvo gran influencia en el ámbito académico, nos va a dar la primera sorpresa en su valoración del “pasado antropológico”. Tiene una breve introducción en que hace una pequeñísima referencia a los relatos de viajeros del siglo XVI y XVII en que cita al capitán Cook pero a ningún español, haciendo más tarde referencia a J. Boucher de Perthes (1783- 1868); inmediatamente trae un capítulo titulado “Iniciadores” entre los que incluye a los etnógrafos Meiners con su Grundrisse (1785), G. Klemm (1802-1867) y T. Waitz (1821-1862), pasando después a los clásicos evolucionistas (Bastian, Bachofen, McLennan, Maine, Morgan y Tylor), a los que considera fundadores de la antropología. Es decir- y esto es los significativo- para R. H. Lowie la Ilustración no merece ni una sola línea en la génesis de la antropología; esta opinión podríamos hacerla extensiva a la escuela boasiana en general. Fred W. Voget tiene una importante historia de la antropología, A History of Ethnology (1975). La posición de Voget podía resumirse en los siguientes puntos: 1) la antropología arranca formalmente del siglo XVIII, en que se constituye la “ciencia del hombre y de la sociedad”, pudiéndose denominar a los Filósofos de la Ilustración como “padres de la ciencia social” por su teoría del progreso; 2) en el siglo XIX, entre 1850 y 1890 las ciencias sociales van a diferenciarse en dos importantes ramas: la sociología, como “sciencie of society” con Comte y Spencer, y la antropología como “science of preindustrial man” con los evolucionistas clásicos; 3) entre el “potpurrí of Founder Fathers” de la antropología, Voget señala a Tylor, Bachofen, MacLennan, Morgan, Frazer; 4) De la aportación antropológica anterior a la Ilustración, que Voget denomina “Cultural-Historical Antecedents for Development of Anthropology”, señala las contribuciones del pensamiento griego, del Renacimiento y de los pensadores árabes, prestando casi nula atención a la contribución española del siglo XVI; y por el contrario, señala la significación de la obra de Khaldún (1332-1406), a quien atribuye la fundación de la nueva disciplina “historical sociology”. Fred W. Voget dedica sólo 40 páginas –de 879 que tiene su obra- a los siglos anteriores a la Ilustración; estima que ni los griegos ni los renacentistas pudieron constituir la ciencia antropológica debido a tres desventajas fundamentales: su enfoque teológico-metafísico, su etnocentrismo y su orientación utópica y ética. En el siglo XVIII fue posible la ciencia social porque se dieron los cuatro requisitos 42 discriminatorios para la constitución de una disciplina científica: “(1) Los exponentes expresan una marcada diferencia con otras disciplinas, buscando definir y delimitar un área concreta y distintiva de investigación. (2) Implícita o explícitamente, existe una teoría especial de la realidad para guiar la explicación. (3) Se utiliza una metodología distintiva. (4) Se acumulan hechos especiales que son contrastados con los empleados normalmente en disciplinas hermanas” (Voget, 1975:3). Según el autor, estos prerrequisitos científicos no se dieron hasta la Ilustración del siglo XVIII. Últimamente se está desarrollando en Estados Unidos un estado de opinión que presta cierta consideración a los siglos XV y XVI como arranque significativo del pensar antropológico. El representante de esta posición es John Howland Rowe que ha expuesto sus tesis en dos polémicos ensayos, The Renaissance Foundations of Anthropology (1965) y Ethnography and Ethnology in the Sixteen Century (1968). Rowe defiende que la fundación de la antropología hay que situarla en el Renacimiento Italiano, particularmente en la arqueología clásica que se interesó por las diferencias entre los hombres. El Renacimiento Italiano fue el factor que más influyó en los abundantes escritos etnográficos españoles del siglo XVI, ya que tales escritores eran “educated Italians” o eran españoles “who had been exponed to the Italian Renaissance influence”. Pietro Martire de Anghiera (1457-1526), un burócrata italiano al servicio de la Corona de Castilla, fue el hombre providencial en la historia de la antropología americana, pues aunque “he never visited the Indians… he became its first systematic reporter”. Los escritos etnográficos de los españoles del siglo XVI tienen un valor muy relativo, debido a la censura religiosa; se debe resaltar, sin embargo, la valiosa aportación de la obra antropológica de Fray José de Acosta. En conclusión, para J. Howland Rowe la antropología comienza con el Renacimiento Italiano, que posteriormente influyó en la producción etnográfica española del siglo XVI. La tesis de Rowe es hoy citada por conocidos manuales; de ahí su importancia. Voget la recoge en su obra (1975: 27) y el libro de lecturas de Regna Darnell incluye el ensayo de Rowe (1965) sobre la fundación renacentista de la antropología (R. Darnell, Readings in the History of Anthropology, 1974: 61-77). 2.2. Encuentro con América y antropología Vamos a cambiar de entorno nacional, conociendo la opinión de antropólogos franceses como P. Mercier, C. Lévi-Strauss y P. Bonte, quienes nos ofrecen una visión diferente sobre el tema. Paul Mercier, en su Historia de la antropología (1977, orig. 1966) tiene esta iluminadora reflexión en su introducción: “Las ideas esenciales para el progreso de la antropología social y cultural han sido proporcionados por investigadores que actualmente serían dejados fuera de esta ciencia” (1977: 6). Esta advertencia tiene su importancia porque nosotros, hijos de la cultura occidental, damos “por sentado” muchos paradigmas que tardaron siglos en concebirse y gestarse, pero que fueron las ideas motrices que facilitaron un posterior planteamiento científico formal. Sobre la relación entre el descubrimiento de América y la génesis de la antropología, volveremos más adelante, exponiendo mi punto de vista, que es dar más realce y relevancia a la aportación etnológica española del siglo XVI. 43 Siguiendo con este autor, Paul Mercier distingue un primer período que llama “prehistoria” de la antropología, tan prolongado como la historia de la humanidad ya que los hombres se han planteado siempre similares problemas. Realza, sin embargo, la significación del siglo XVI en que a la etapa anterior de “centros múltiples” y “mundos parciales” sucedió, con el Descubrimiento de América, la concepción de un “Centro único”, en totalidad, a partir de lo cual se desarrollan “los esfuerzos que conducirían a la constitución de la antropología moderna” (1977: 25). Para Mercier -y esto es una perspectiva nueva entre las que hemos visto hasta ahora- existe una continuidad de pensamiento, un único movimiento intelectual que va desde el Descubrimiento del Nuevo Mundo en el siglo XVI hasta la culminación científica de las ciencias sociales y de la antropología en el siglo XIX. Dentro de este enfoque, la Ilustración no constituye una revolución paradigmática en relación con los siglos anteriores: el verdadero momento de ruptura intelectual se da en el siglo XVI con la visión del mundo como totalidad, lo cual supone el principio de una reflexión socio-cultural nueva que desembocaría en saber antropológico científico en el siglo XIX. “Solamente –escribe Mercier (1977: 24)– el movimiento que va desde los grandes descubrimientos occidentales del siglo XVI a la antropología actual constituye una verdadera secuencia histórica y manifiesta un progreso continuado”. Los escritores etnográficos del siglo XVI y XVII – citando a los españoles-, las Expediciones y Sociedades Etnográficas del siglo XVIII y la obra de los Ilustrados, constituye, según Mercier, un movimiento sin interrupciones que denomina “prehistoria” de la antropología. La historia de la antropología como ciencia comienza en el siglo XIX con el evolucionismo cultural: “Las condiciones necesarias para la aparición de una antropología científica fueron reunidas un poco antes de mediados del siglo XIX, siendo propuesto un principio directivo para la interpretación de los hechos socioculturales: el concepto de evolución” (1977: 35). Según este autor, lo que constituyó la antropología como ciencia en el siglo XIX, momento en que se da la ruptura epistemológica, fue la aplicación de un nuevo marco teórico-metodológico al estudio de los fenómenos socioculturales; este principio nuevo es el evolucionismo cultural. Esta cita de Mercier, aunque larga, es interesante: “Entre la reflexión preantropológica y la antropología propiamente dicha, existe una diferencia de naturaleza. Verdaderamente, durante el periodo que se desarrolló la primera, se plantearon las cuestiones pertinentes, y se esbozaron los ensayos de explicación: pero éstos, o bien fueron demasiado amplios para llegar a conclusiones o, por el contrario, demasiado cerrados dentro de las especializaciones. Los esfuerzos dirigidos a proporcionar una interpretación de conjunto de los hechos humanos tienen un alcance limitado: les falta el apoyo, por lo menos a título de hipótesis, de un principio general que permita reagruparlos y darles un sentido. La historia de la antropología científica comienza cuando se descubrió y utilizó tal principio. A mediados del siglo XIX, cuando un clima general de pensamiento e investigación preparó la revolución darviniana, la reflexión acerca del hombre contenía ya el germen de la antropología moderna: reflexión que, en la actualidad, puede parecernos rebasada en muchos aspectos, pero que señala el origen de la disciplina tal como la conocemos” (Mercier, 1977:23). 44 Retengamos, pues, de la posición de Paul Mercier estos puntos sobre la génesis de la antropología: 1)la antropología, como ciencia, nace en el siglo XIX al aplicarse al estudio de los fenómenos socioculturales un nuevo principio teóricodirectivo, como fue el evolucionismo cultural; 2) a partir del siglo XVI con el Descubrimiento del Nuevo Mundo, surge una concepción totalizante de un “único centro” humano, que es crucial y básico para el desarrollo ulterior de la antropología; 3) desde el siglo XVI hasta finales del XVIII se da un único movimiento intelectual continuado, debiendo fijarse la revolución paradigmática y la ruptura epistemológica, no en la Ilustración, sino principalmente a mediados del siglo XIX, cuando estalló la “revolución darviniana” y la antropología científica de los evolucionistas clásicos. Claude Lévi-Strauss sitúa el nacimiento del pensamiento antropológico en el Renacimiento: “Lo que llamamos Renacimiento fue tanto para el colonialismo como para la antropología un verdadero nacimiento” (Antropología estructural, 1980, orig. 1958: XLVIII). La antropología, hasta nuestros días, “no ha hecho sino prolongar hasta sus límites últimos el tipo de curiosidad y actitud mental cuya orientación no se ha modificado desde el Renacimiento”, escribe Lévi-Strauss en su ensayo “Las tres fuentes de reflexión etnológica” (en Llobera, compilador, 1975:15). Para Lévi-Strauss existe un arco creciente y continuado de reflexión antropológica que arranca del siglo XVI con el Descubrimiento de América, tiene un momento álgido en la Ilustración (proponiendo a J.J. Rousseau como “padre” de la antropología) y continúa con la Revolución Industrial, que produjo la antropología científica moderna. Para Lévi-Strauss tiene una gran importancia el Descubrimiento del Nuevo Mundo, que constituyó el primer gran momento de reflexión antropológica, siendo una “revelación cuyas consecuencias intelectuales y morales permanecen aún vivas en el pensamiento moderno” (1980:17). Para el pensamiento etnológico, tuvo crucial significación “el enfrentamiento de dos humanidades, sin duda hermanas, pero no por ello menos extrañas desde el punto de vista de sus normas de vida material y espiritual” (Ibíd.). La aportación de los españoles, particularmente en la antropología aplicada, fue digna de admiración: aquellas comisiones reales de estudio del siglo XVI, que hoy llamaríamos científicas, constituyen “un gran monumento de sociología aplicada”, debiéndose valorar también los escritos de algunos autores españoles “donde se revelan los modestos indicios de una actitud verdaderamente antropológica”, todo lo cual, sigue Lévi-Strauss, hace que América haya ocupado “un lugar privilegiado en los estudios antropológicos por haber colocado a la humanidad ante su primer gran caso de conciencia” (1980: 18). Resumiendo, Paul Mercier y Claude Lévi-Strauss coinciden con los anteriores autores en la importancia que dan a la Ilustración y en la formación de la antropología científica con el evolucionismo decimonónico, pero señalan el Renacimiento y el Descubrimiento de América como el comienzo de una revolución conceptual y de una curiosidad antropológica que serían un prerrequisito crucial en el ulterior desarrollo y constitución científica de la antropología. Existe otro grupo de autores, generalmente de orientación marxista, que parte del presupuesto de que la producción antropológica, siendo un epifenómeno súper estructurado, debe venir condicionado y/o determinado por un proceso 45 infraestructural histórico-productivo proponiendo al imperialismo europeo como la nodriza genética de la antropología; en este sentido, parafraseando el dicho del lingüista Lebrija, podría decirse: ¡Majestad, Imperio y Antropología van juntas! Los que aceptan esta premisa de la conexión antropología-colonización, suelen relacionar los distintos tipos de colonización con las distintas formas teóricoprácticas que ha ido tomando la antropología desde el Descubrimiento de América. Como representante de este tipo de argumentación vamos a elegir a Pierre Bonte (De la etnología a la antropología: sobre un enfoque crítico de las ciencias humanas, 1975). Bonte parte de la premisa de que “la etnología como disciplina particular de las ciencias humanas, se desarrolla paralelamente a la objetivación de las sociedades controladas por el auge de las relaciones mercantiles y conjuntos coloniales” (1975:9). Desde esta perspectiva, a cada período histórico (praxis social concreta) corresponde una determinada forma ideológica-teórica de antropología; la transformación de la teoría, que supones una ruptura o “corte” crítico respecto al período anterior, viene exigido por un cambio en las relaciones económicocomerciales. El cuadro siguiente (Bonte, 1975:10,11) ilustra esta particular manera de enfocar la génesis y el desarrollo de la antropología: 2.3. Los “cortes” históricos en la constitución de la antropología como ciencia Según P. Bonte, a cada “Período histórico”, corresponde un particular “Pensamiento etnológico”: ETAPAS DEL “PENSAMIENTO ETNOLÓGICO” PERIODO CONTENIDO HISTÓRICO Siglo XV Descubrimiento occidental del mundo. Desarrollo del capitalismo mercantil y del comercio de esclavos. “Acumulación privativa” de capital. (Contenido histórico). Descubrimiento del “mundo salvaje” y constitución de un nuevo campo de conocimiento: la historia moral. (Pensamiento etnológico). Siglo XVIII Liquidación de la esclavitud e inicio del colonialismo propiamente dicho. Formación del capitalismo industrial occidental y nuevas posibilidades de acumulación de capital. Crítica de las tesis esclavistas recogidas de otras “civilizaciones” a través de la dicotomía conceptual salvaje-civilizado, que se convertirá en salvaje-primitivo. Este es el primer corte que nos lleva a la formulación del universo propio de la etnología. 1850-1880 Entrada de la fase imperialista de repartir el mundo y origen de las conquistas coloniales. Repitiendo la dicotomía anterior, primitivo-civilizado, la etnología se constituye como disciplina independiente en la historia y comparte con 46 ella y con las ciencias de la época la ideología del evolucionismo. Este segundo corte se realiza en un contexto de crítica de la visión metafísica de la historia, que toma carácter radical con Marx y crea en general la necesidad de estudios positivistas de los hechos sociales. 1920-1930 Implantación definitiva y triunfante del sistema colonial La crítica del “evolucionismo” comporta un tercer corte: la constitución de la etnología clásica y de sus diversas escuelas científicas que definen los métodos de observación y análisis. Enfrentada a la ambigüedad de su objeto y de su relación con el mismo, la etnología tiende a convertirse en antropología y a reivindicar un lugar clave en el estudio de las sociedades humanas. 1950-1960 Desarrollo de los movimientos de liberación nacional y comienzo de los procesos de descolonización. La antropología plantea de nuevo su objeto y su relación con el mismo. Un cuarto corte comparte simultáneamente la investigación de los fundamentos de una antropología general y la crítica radical de la antropología moderna.(P. Bonte, 1975: 10-11). J. R. Llobera ha sostenido similar posición escribiendo las siguientes tajantes afirmaciones a modo de tesis: “La antropología es hija del colonialismo… LA antropología no es una ciencia, sino una ideología teórica. El colonialismo ha fijado la forma y los límites a la teoría antropológica… La orientación teórica de cada época corresponde, en líneas generales, a las necesidades de la política colonial del momento” (Llobera, “Postscriptum”, en La antropología como ciencia, 1975: 375, 377). De acuerdo con estos presupuestos ideológicos-teóricos, Llobera estudia la antropología del siglo XIX como exigencia del colonialismo en su versión del capitalismo industrial y financiero, señalando tres períodos históricos que se corresponden con tres escuelas antropológicas: 1)La expansión colonial (siglo XIX hasta la I Guerra Mundial), que se refleja en la ideología evolucionista, al justificar las ventajas que la civilización colonial aporta a los pueblos situados en lo más bajo de la escala evolutiva; 2) Segundo periodo de consolidación colonial (entre guerras, 1914-1950), en que la política fundamental es la de conservar la estabilidad a todo precio, ya que es la condición para la explotación económica; para ese periodo el funcionalismo antropológico es la ideología apropiada para el indirect rule; 3) Tercer periodo de la desintegración colonial, que es el actual, y que ha producido una crisis en el funcionamiento de la antropología, agravado por el desvanecimiento de los “pueblos primitivos”. Gerard Leclercq ha estudiado este tema en su obra Antropología y colonialismo (1973). He aquí algunos apartados de su libro: “El nacimiento de la Llobera ha matizado estas aseveraciones tan tajantes y mecánicas en escritos posteriores (1980: 53). 47 antropología positivista y el imperialismo colonial”, donde incluye la producción antropológica del siglo XIX, “la gestión imperialista y el nacimiento de la antropología clásica del siglo XX”. Leclercq, como veremos más adelante al tratar de la antropología aplicada, hace notar la conexión entre colonialismo y antropología, pero no sostiene una determinación mecanicista entre ambos fenómenos. 2.4. Lo que dicen los sociólogos: Revolución industrial y ciencia social Hasta aquí hemos visto lo que los antropólogos piensan sobre sus orígenes: todos señalan la segunda mitad del siglo XIX como el momento de la antropología científica; casi todos prestan importancia a los Filósofos Ilustrados, que para algunos son los padres de las ciencias sociales; otros apuntan al Renacimiento y al Descubrimiento del Nuevo Mundo, como el inicio de una nueva perspectiva en el reflexionar social, correlacionando algunos génesis de la antropología con el colonialismo. Ahora nos preguntamos, ¿cómo ven los sociólogos la génesis de las ciencias sociales? Lo primero que debemos advertir es el por qué nos hacemos tal pregunta, si de lo que estamos tratando es de la génesis de la antropología. Hemos de insistir en que ambas disciplinas tienen el mismo tronco axial del positivismo empirista, del racionalismo y del evolucionismo; y siendo sus orígenes comunes es probable que los sociólogos se hayan fijado en otros sistemas de ideas o procesos históricos significativos, que han sido relegados por los antropólogos. Esperamos, pues, que su aportación nos facilite una perspectiva más comprensiva y profunda de los orígenes de nuestra disciplina. Como hemos hecho anteriormente, vamos a seleccionar una muestra de sociólogos, ésta vez en su mayoría españoles, para que nos hablen sobre la génesis de las ciencias sociales. Salustiano del Campo, en su Prefacio de La Sociología Científica Moderna sostiene lo siguiente: “La Sociología, como ciencia, debe considerarse escuadrada en el desenvolvimiento de la sociedad moderna. La empresa de conocer, predecir, y controlar la naturaleza, que es el objetivo de la Ciencia Natural, tal y como ésta se configura en el siglo XVII, se trata de cumplir igualmente en relación con el hombre, en una serie larga de esfuerzos que se inician en el siglo XVIII y cuajan definitivamente en la obra de Augusto Comte”. (S. del Campo, 1965: 7). Tenemos en esta perspectiva algo importante: que las ciencias sociales son el producto de la sociedad moderna occidental, una sociedad nueva que se originó por los descubrimientos geográficos y la expansión colonial, el capitalismo comercial, el Estado moderno, cambios técnicos y la revolución industrial, todo lo cual fue acompañado por un crecimiento e industrialización, nuevas comunicaciones, cambio tecnológico, burocratización y producción en masa. Dentro de este contexto socio-cultural europeo es donde debe enmarcarse la génesis de las ciencias sociales, y en particular de la sociología, como “una institución social 48 afectada por el ritmo y grado del cambio social y también afectándolo, contribuyendo a la transformación de la vida del hombre y de su cultura” (S. del Campo, 1965: 43). Del Campo hace una breve mención de los griegos y del Renacimiento, significando de manera especial el siglo XVII, como el gran siglo científico, atención que no fue prestada por ninguno de los antropólogos, que se fijaron en el Descubrimiento del siglo XVI o en la Ilustración del XVIII. “Pero el gran siglo científico, ‘el siglo de los genios’ es el XVII. En él viven Cervantes y Shakespeare, Francis Bacon, Harvey, Kepler, Galileo, Descartes, Pascal, Huyghens, Boyle, Newton, Locke, Spinoza, Leibniz” (Del Campo, 1965: 47-48). También señala la importancia del siglo XVIII, en que el abandono de la especulación subjetiva producirá la explicación de la sociedad a través de los elementos interpretativos sociológicos, que desarrollarán el pensamiento político, la jurisprudencia y la antropología, citando a Montesquieu, Bentham, Vico, Hegel, culminando este proceso en el siglo XIX en Saint Simon y en A. Comte, a quien considera el fundador de la sociología científica moderna, al plantearse “los problemas principales de la sociología, si bien dió respuestas equivocadas a preguntas acertadas” (Del Campo, 1965: 64). En resumen, el profesor Del Campo realza el contexto social de la génesis de las ciencias sociales, las cuales son un producto de la sociedad europea moderna, caracterizada fundamentalmente por la revolución industrial y los grandes cambios que en consecuencia se originaron. En este sentido, continúa la línea de pensamiento de su maestro Enrique Gómez Arboleda, en su Historia de la estructura y del pensamiento social (1957), a quien cita el profesor Del Campo, al iniciar su libro (1965:6): “El mundo y la sociedad moderna posibilitaron y exigieron la constitución de la sociología”. Se hace después referencia al proceso de racionalización occidental según la tesis de Max Weber, gracias al cual... “… la humanidad europea moderna- sigue Arboleya (ibid.)- se encontró en una posición especial: dominó al mundo, geográfica y técnicamente; creció numéricamente…; fue venciendo enfermedades y hambre; edificó amplias ciudades…; y en suma, constituyó una red extensa e intensa de vínculos y relaciones sociales, móviles, y efectivos, con su decisión y su esfuerzo. Fue entonces cuando el hombre comenzó a cobrar conciencia de la sociedad como un orbe humano, con una legalidad insita, expresable y, sobre todo legible por la razón”. (Gómez Arboleda, 1957: 10). Luis González Seara sostiene similar posición sobre la génesis de las ciencias sociales en La Sociología, aventura dialéctica (1976). Al tratar esta cuestión, lo inicia con la cita de Gómez Arboleya antes mencionada, diciendo a continuación “La sociología, consecuencia y producto del despliegue de la sociedad burguesa, va a surgir en un momento crítico, que vive las consecuencias de la Revolución Francesa y experimenta las explotaciones despiadadas del primer capitalismo industrial… va espolear el pensamiento de dos tradiciones distintas… planteamiento consensual y evolutivo (Comte y Spencer) y otro planteamiento dialéctico y conflictivo por las líneas de Saint-Simon y Marx” (González Seara, 1976: 17-18). 49 En este análisis del nacimiento de las ciencias sociales, dentro de la continuidad del pensamiento de Gómez Arboleya y Del Campo, encontramos algunas tonalidades nuevas, altamente significativas: es la descripción del “tipo específico” de sociedad industrial moderna, que produjo las ciencias sociales, una sociedad “burguesa”, es decir de clases, con un sistema económico específico, “un primer capitalismo” de “explotaciones despiadadas”, unas relaciones sociedadestado conflictivas, etc. Este nuevo contexto económico-político-social es crucial para el “tipo” de ciencias sociales que produce Occidente, tipos de ciencias que van envueltos en específicos marcos ideológico-axiológicos. En Sociología, como el profesor González Seara desarrollará ampliamente, existen, desde el principio, dos planteamientos teórico-ideológicos que llegarán hasta nuestros días: el planteamiento consensual y el dialéctico-conflictivo. Ralph Dahrendorf (1959) lo ha expuesto convenientemente y ya haremos referencia a ello. Aquí lo que nos interesa hacer notar es el tipo de sociedad burguesa-capitalista en que se produjeron las ciencias sociales; y una segunda anotación importante: en la tradición antropológica, que formara parte del común tronco de la sociología, únicamente se desarrolló el planteamiento consensual-evolutivo, y no el dialéctico-conflictivo; de ello ya trataremos ampliamente al analizar por qué a Marx se le cerró el paso en la antropología académica. Carlos Moya Valgañón va a insistir aún más en los factores políticos y en las dimensiones ideológicas concretas, en que nacieron las ciencias sociales. Especial atención va a prestar a la Revolución Francesa, que supone una ruptura, no solo política-institucional, sino ideológico-cultural con el Antiguo Régimen: “La Revolución Francesa –quiebra del sistema tradicional- y el positivismo –radical heredero de los ilustrados y enciclopedistas- son en su mutua conexión, dos de los hechos fundamentales que posibilitan la fundación de la sociología” (Moya, Sociología y Sociólogos, 1979, orig. 1970: 14). Tenemos aquí conjuntados, en la posición de Carlos Moya, dos de las premisas fundamentales de la génesis de las ciencias sociales: La Ilustración, a que casi todos los antropólogos hacen referencia y no así los sociólogos; y un segundo factor sociopolítico, la Revolución Francesa, de la que los antropólogos tienen amnesia o creen no tener que ver nada con ella. Esto no debiera ser así puesto que por esos años, finales del XVIII se gestaban las ciencias sociales casi indistintamente, en una misma matriz socio-político-teórica. “Cualquier ensayo de establecer los supuestos histórico sociales que posibilitaron la génesis de la sociología debe partir de la Revolución Francesa. Al establecer la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano”, la Asamblea Francesa consagraba la razón natural burguesa frente a la legitimización teológica del Antiguo Régimen” (C. Moya, Teoría sociológica: una introducción crítica, 1971: 25). Este autor mantiene que el imperio del positivismo, base del conocimiento racional sociólogo frente al metafísico y teológico, únicamente fue posible “en una sociedad cuyos modelos teóricos tradicionales han saltado a un tiempo con su vieja estructura” (op. Cit.: 30). Tenemos, pues, conexionados el cambio revolucionario político-social de la sociedad burguesa, el desarrollo del positivismo empirista a partir de la Ilustración y la génesis de las ciencias sociales, incluyendo la antropología. Aunque Carlos Moya no hace referencia a esta disciplina particular, nosotros podemos sostener lo anteriormente apuntado: el proceso de génesis de 50 ambas disciplinas es substancialmente el mismo, y el positivismo racionalista y empírico que se gestó en el entorno de la Revolución Francesa afecta tanto al proceso de cientificidad de la sociología como de la antropología; un proceso científico que culmina en el siglo XIX: “Podemos decir que el triunfo del pensamiento científico es el hecho que preside la historia intelectual del siglo XIX. El conocimiento científico natural- con su certeza y exactitud, su objetividad, su condición progresiva, su practicidad- deviene modelo” (Moya, 1979: 21). Víctor Miguel Pérez Díaz, al analizar la génesis de las ciencias sociales, va a dar particular importancia a la Ilustración, como un movimiento intelectual de reflexión sobre su sociedad en crisis y así afirma que “la ciencia de la sociedad, en la acepción moderna, aparece en torno al siglo XVIII”, es decir, con los Filósofos Ilustrados (Pérez Díaz, Introducción a la Sociología, 1980: 19). Estos pensadores estaban inmersos en la “crisis del orden tradicional”, que llevaba consigo “la crítica a la estructura eclesial”, y contenía la crisis del régimen político de las antiguas monarquías. A este proceso se unen a otros, como la expansión del mercado capitalista y de los Estados Nacionales, la cultura secular, la ciencia experimental, etc. Ante un tipo de sociedad “en crisis” nace el pensar teórico-formal de ciencias sociales, al elaborar los Filósofos Ilustrados: “1) una teoría de la sociedad actual, con un foco de progreso e iluminación, y un foco de retroceso y oscuridad; 2) una teoría de cómo se ha llegado a este punto, lo que da lugar a los grandes ensayos sobre las desigualdades económicas, la dominación política, y 3) una teoría de qué debe hacerse, y cómo debe hacerse” (Pérez Díaz, 1980: 34). Vemos aquí imbricados postulados fundamentales que afectarán posteriormente tanto a la sociología como a la antropología: ambas disciplinas intentarán estudiar “su sociedad”, pero la sociología lo hará investigando las “instituciones de su propia sociedad”, mientras que la antropología, para llegar al mismo objetivo, tomará el camino de la comparación, particularmente con sociedades primitivas o pasadas. Ambas, sin embargo, partirán, como advierte Pérez Díaz, “de una teoría de la sociedad actual con un foco de progreso e iluminación y un foco de retroceso y oscuridad”, es decir, de un paradigma de progreso y desarrollo. Salvador Giner, en Historia del Pensamiento Social (1975), sitúa los “orígenes de la sociología”, como ciencia, “en el positivismo y organicismo del siglo XIX”, naciendo entonces un “estudio sistemático, analítico y empírico de la realidad social”; aunque esto no quita que antes en Occidente existiera una verdadera actitud científica, es decir, una “voluntad genuina de conocimiento objetivo, lo cual entraña una disposición abierta a modificar las propias convicciones, si se aducen pruebas contra ella” (Giner, 1975: 525). Toda esta perspectiva de génesis de la sociología puede aplicarse ex aequo a la antropología: ella es igualmente hija legítima del positivismo y del organicismo decimonónico. Vamos a terminar esta caravana de testimonios sociológicos, haciendo referencia a un autor francés, un extraordinario historiador del pensamiento social; me refiero a Raymond Aron y a su obra Las etapas del pensamiento sociológico (1970). Aron distingue entre actitud científica, que es evidente entre los griegos, por ejemplo en Aristóteles, y el enfoque científico como tal, que aparece en el siglo XVIII con Montesquieu y Tocqueville, cristaliza en el siglo XIX con Comte y culmina en el XX con Durkheim. R. Aron sitúa en el siglo XIX la constitución “científica” de las 51 ciencias sociales, porque se da una perspectiva de análisis, en cierto sentido original; él lo dice con estas acertadas palabras: “En el siglo XIX se desarrolla la temática de lo social como tal… y una intención, que no es radicalmente nueva, sino original por su radicalidad, la de un conocimiento propiamente científico, de acuerdo con el modelo de las ciencias naturales y persiguiendo el mismo objetivo: el conocimiento científico debería otorgar a los hombres el dominio de su sociedad o de su historia, del mismo modo que la física y la química les facilitaría el dominio de las fuerzas naturales (Aron, 1970: 20). Es evidente que este mismo paradigma de metodología científica, aplicada a la cultura humana, fue el ácido desoxirribunocleico en la génesis de la antropología científica moderna. Las conclusiones que podemos sacar de este desfile de testimonio de antropólogos y sociólogos pueden ser esquematizadas del siguiente modo: 1) la Ilustración fue el arranque moderno del pensar científico social, siendo el tronco común axial, tanto para la sociología como para la antropología. 2) En el siglo XIX se constituyen formalmente en ciencias ambas disciplinas, siendo el positivismo y el evolucionismo los paradigmas comunes de la sociología y antropología.3) El contexto socio-cultural de las ciencias sociales es la crisis de la sociedad tradicional occidental, que fue acompañada de la revolución industrial capitalista y revolución político-social, así como de la expansión imperial europea, fenómenos decisivos en la reflexión sociológica y antropológica. Tenemos, pues, una misma base histórico-económica determinada (capitalismo industrial en expansión colonial), un mismo enfoque metodológico (positivismo racionalista y empírico) y un mismo telón de fondo teórico-ideológico (la teoría de la evolución y del progreso). La antropología y la sociología son producto de la combinación de esos factores sociales, de ese tratamiento metodológico y de esos marcos teórico-ideológicos. Todo lo anterior nos obligará a estudiar detenidamente ese largo proceso de racionalización científica en la sociedad europea, en el que se fue fraguando una metodología empírica que terminaría aplicándose al estudio científico de los fenómenos socio-culturales. Esto nos hará retrotraernos a siglos anteriores, que nos mostrarán ese largo caminar en el saber científico, del que hoy las ciencias sociales son sus naturales herederos. Junto a la emergencia de la metodología empíricocientífica, se hace preciso estudiar también los sistemas de ideas, utopías y filosofías de la cultura occidental, que engendraron los paradigmas cruciales de las ciencias sociales como son las teorías del progreso y del cambio social, que tienen muchos siglos de vigencia en la cultura europea y que cuajaron en el siglo XIX en la teoría científica de la evolución. 52 CAPÍTULO 3 UN VIEJO MITO Y UNA VIEJA UTOPÍA: PROGRESO, CAMBIO Y DESARROLLO. 53 CAPÍTULO 3 UN VIEJO MITO Y UNA VIEJA UTOPÍA: PROGRESO, CAMBIO Y DESARROLLO En los capítulos anteriores hemos podido intuir la diversidad de posiciones de los antropólogos, al definirse la mayoría como “hijos de la Ilustración y del Evolucionismo” por la metodología positiva-científica, y sin embargo otros, como continuadores de un tipo de saber y pensarse en relación con otras culturas diferentes, que tiene su génesis en el siglo XVI con el descubrimiento y choque cultural con los pueblos americanos. Tal vez las dos posiciones ofrezcan aceptables miradas desde distintas perspectivas, como estudiaremos posteriormente. Pero hay otro punto de mira sobre la génesis de la antropología, que nos religa también con los filósofos, y nos lleva siglos atrás a los mitos y utopías grecoromanas y medievales, que van haciendo germinar el paradigma del progreso y del cambio, ingredientes de la posterior teoría evolucionista del Progreso, punto de partida de la llamada por algunos Antropología Científica moderna. Hemos escuchado en el capítulo anterior la opinión de los científicos sociales. Ellos se creen hijos del positivismo del siglo XIX, nietos de la Ilustración, con algún leve recuerdo ancestral en el Renacimiento: aquí se acaba su memoria histórica. Pero no piensen así otros historiadores de la ciencia; para algunos autores esa es una interpretación muy chata y parcial de la historia de la cultura europea; es como tratar del fruto, en este caso las ciencia sociales, sin explicar la planta y las flores que hicieron posible ese producto. Autores, como Rober A. Nisbet (1976, 1981) y Ernest Cassirer (1945, 1975) insisten en que no podemos entender las ciencias sociales y las ciencias de la cultura sin comprender el proceso de ideas y valores que parten de griegos y cristianos. Las ideas del progreso, del desarrollo, del conocimiento científico, de la comparación intercultural, que constituyen paradigmas cruciales de las ciencias sociales del siglo XIX y XX, fueron viejos mitos, metáforas, utopías y proyectos de la cultura occidental; olvidarnos de esto es como quitar importancia a los cimientos de una casa sólo por el hecho de que no se vean. Si contrastamos la perspectiva histórica de los sociólogos y antropólogos con este tipo de autores, y con los filósofos en general, uno no puede menos de sentir cierto estremecimiento. Los científicos sociales parecen sufrir de amnesia profunda; guardan algún recuerdo para el Renacimiento, pero antes de esos siglos parece que nadie pensó, habló o escribió sobre temas relacionados con nuestros saberes socioculturales. Nisbet, Cassirer y otros, demuestran lo contrario: hubo intentos serios de estudiar racionalmente la vida social y las diferencias culturales. El valor de este enfoque reside en que añaden una nota explicativa más a la génesis de las ciencias sociales; además de los factores anteriormente señalados –Revolución Industrial, Ilustración, positivismo,- hay que añadir ciertos condicionantes propios de la cultura occidental, como son los sistemas de mitos, valores, utopías, creencias y actitudes, 54 que fueron el caldo de cultivo gestado a través de siglos, que hizo posible la fecundación eficaz de las ciencias sociales. El que los sociólogos olviden estos condicionantes culturales es triste, pero que los olvidemos los antropólogos es lamentable y grave. La posible explicación de esta “ceguera” ante las raíces culturales europeas, que hicieron posible las ciencias sociales, es nuestro etnocentrismo: el pez no se da cuenta del agua, hasta que no se le saca a la atmósfera; de igual modo, nosotros damos por granted –por naturalmuchos de los valores europeos, como nuestra ideal del progreso, porque respiramos de ella como pez en nuestra propia agua cultural. Cuando dos europeos –uno ateo y otro misionero religioso, por ejemplo- conviven con una tribu selvática sufren una común experiencia: vivencian que ambos están a mil años luz de los valores, creencias y actitudes de los selváticos, mientras que ellos dos parecen “igualitos” en sus esquemas mentales, aspiraciones y creencias; el ateo y el misionero llevan en sus alforjas culturales a Aristóteles, a Jesús, a Santo Tomás de Aquino, a Marx, a Voltaire, a Sastre y a los demás héroes culturales europeos. Las ciencias sociales son un producto típico occidental, fruto de la “provinciana” –con ambiciones de universalidad – cultura occidental; y la teoría de la evolución y del desarrollo, con visos indudables de modernidad por su nuevo tratamiento científicoempírico, lleva sin embargo viejos posos de la más rancia tradición cultural grecojudeo-cristiana. Parece como si los científicos sociales sufriéramos de tempocentrismo (perdón por acuñar el término). Si el etnocentrismo visualiza a los otros desde su propia poltrona cultural y con su propio anteojo, el tempocentrismo convierte “su biografía inmediata temporal” en el patrón único de valor, sumiendo en olvido u oscuridad a otros períodos de la historia. Los sociólogos y antropólogos- en contraste con los filósofos- no tenemos ojos para ver más allá del siglo XVIII, o como máximo del siglo XVI; antes no encontramos nada que tenga que ver con nosotros; no queremos establecer lazos de ascendencia ni por afinidad ni por sanguinidad, con épocas pasadas del saber y del pensar; nos auto-complacemos de pertenecer al “clan” de las ciencias jóvenes, nos creemos hijos de la “modernidad”, y por eso gritamos con orgullo “¡viva nuestro tiempo!”. Los científicos sociales sólo vemos nuestro ombligo temporal: la sociedad industrial burguesa moderna que nos dio a luz; ella es nuestra madre, ella es nuestra historia; una madre que no tuvo abuela ni ancestros, porque fue fecundada total y exclusivamente por el “Espíritu”, es decir, por el espíritu de los “santos” Filósofos Ilustrados. Estas son algunas de las acusaciones –expresadas en lenguaje metafórico- que nos hacen a los científicos sociales ciertos filósofos europeos y muchos pensadores de América Latina y del Tercer Mundo. El mérito de las obras de R. Nisbet, E. Cassirer, J. Bury y otros es devolvernos la memoria, hacernos comprender mejor la génesis de las ciencias sociales; con ello, no sólo se enriquece nuestra aldeana y etnocéntrica perspectiva histórica, sino que nos ayuda a comprender mejor nuestros problemas, metodologías y enfoques teóricos de hoy, que es lo que nos interesa. Al hablar de 55 griegos y cristianos, estamos intentando hablar y comprender mejor nuestra antropologogía de hoy, ese es nuestro objetivo al tratar estas cuestiones. 3.1. Tres mil años de historia: receta contra la amnesia La teoría del progreso fue un ingrediente esencial del evolucionismo del siglo XIX, marco teórico básico de la antropología científica moderna. Pues bien, el progreso es un viejo mito y paragima europeo. “Durante tres mil años no ha habido en Occidente ninguna idea más importante, y ni siquiera tan importante, como la idea del progreso. Ha habido otras fundamentales, como las de libertad, justicia, igualdad, comunidad, etc. No pretendo subvalorarlas, pero es necesario recalcar que a lo largo de la mayor parte de la historia de Occidente, por debajo de estas últimas subyace otra, una filosofía de la historia que da una importancia fundamental al pasado, el presente y el futuro” (R. Nisbet, Historia de la idea del progreso, 1981, orig. 1980: 19). El progreso ha sido siempre un mito de Occidente, que tiene sus orígenes en el mundo clásico y romano, quien “conoció la idea del progreso, la idea de que la humanidad ha ido avanzando lenta, gradual o ininterrumpidamente desde unos orígenes marcados por la incultura, la ignorancia y la inseguridad a unos niveles de civilización cada vez más altos, y que este avance continuará, pese a los reveses que pueda parecer de vez en cuando, en el presente y también en el futuro” (op. Cit.: 27). Esta idea del progreso tuvo con el judo-cristianismo y particularmente con San Agustín, nuevas aportaciones como son la imagen del progreso como un despliegue histórico contenido en un plan preconcebido y la idea del conflicto como mecanismo social. A través del Medioevo, la fe en una Edad de Oro avivó la creencia en el progreso y en el Renacimiento; y en la Reforma se añadieron nuevas connotaciones a través de las Utopías como la de Tomás Moro, introduciéndose a través de Vico la fe en la ciencia histórica junto con la fe en la Providencia. Esta última sería sustituida luego por una visión secular del progreso gracias a los Enciclopedistas Ilustrados y a los evolucionistas decimonónicos. Este paradigma permanece aún en el siglo XX y XXI, como un ascua encendida, en el rescoldo de la cultura de Occidente. La doctrina del progreso ha sido un idolum saeculi, porque de hecho ha servido para dirigir e impulsar toda la civilización occidental”, escribe en su Prólogo John Bury (La idea del progreso, 1971, orig. 1920:9). Otro punto de partida básico en la sociología y antropología científicas del siglo XIX y que aún perdura trasmutado en las teorías actuales, es la idea del desarrollo histórico en fases, otra vieja herencia de la cultura europea: “De todas las metáforas de la humanidad y la cultura en el pensamiento occidental, la más antigua, la más trascendente y de mayor antigüedad es la metáfora del crecimiento” (Nisbet, Cambio social e historia: aspectos de la teoría occidental del desarrollo, Que no se nos tenga que aplicar el proverbio oriental: “cuando el sabio apunta a la luna, el tonto se fija en el dedo”. Por otra parte, ahora que tanto hablamos de planes académicos convergentes con Europa, deberían nuestros estudiantes conocer mucho más del poso cultural greco-romano, que es nuestro sustrato original y originante de la “cultura” europea. 56 1976: XI). Robert Nisbet desmonta la común creencia y aceptada falacia de los que consideran “la idea del progreso como la primera piedra del modernismo intelectual”, proponiendo a Augusto Comte como el padre de la ley del progreso. Nisbet intenta probar que el paradigma del cambio histórico en progresivo desarrollo es una ancestral herencia europea. “Durante dos mil quinientos años una sola concepción del cambio ha dominado el pensamiento occidental. Esta metáfora, deducida por analogía entre la sociedad y el organismo, introdujo en época muy temprana en la filosofía europea occidental presunciones y prejuicios relativos al cambio en la sociedad que en ningún momento han dejado de ejercer una profunda influencia en la contemplación por parte del hombre occidental con respecto al pasado, presente y futuro” (Nisbet, 1976: 7). La metáfora del cambio ha tomado distintas formas –ciclo griego, épica cristiana y progreso secular- pero sigue manteniendo la misma visión de crecimiento y desarrollo sin que “ninguna perspectiva nueva, ningún nuevo conjunto de presunciones y preguntas relativas al cambio histórico haya sustituido a las antiguas… la idea de que el crecimiento era progresivo en el tramo ascendente del ciclo, en la trayectoria de la semilla hacia la madurez, fue tan indiscutible para el filósofo griego como para el victoriano el objetivo principal de la ciencia del hombre era la explicación y descripción de ese progreso de desarrollo” (op. cit: 222, 421). La común postura de los sociólogos y los antropólogos referente al pensamiento de griegos y cristianos medievales, es que ellos eran pensadores que hacían filosofía, mientras que lo característico de los padres fundadores, como Augusto Comte o Edward Tylor, es que hacían ciencia, es decir, tenían una perspectiva y metodología científicas, de la que carecían los viejos filósofos grecocristianos. Pues también este “prejuicio etnocéntrico y tempocéntrico” de los científicos sociales ha sido cuestionado. Ernest Cassirer representa un caso modélico al ofrecer una perspectiva histórica de la génesis de la antropología, muy diversa al estereotipo en uso. Cassirer, en sus clásicas obras Antropología filosófica (1945) y La ciencia de la cultura (1975, orig. 1942), hace ver la importante contribución del pensamiento griego y medieval a la ciencia de la cultura. La actitud científica por conocer y explicar los fenómenos sociales y culturales se manifiesta en los griegos a través de “asombro” de Platón como emoción indagadora, el eslogan de Aristóteles de “todos los hombres desean por naturaleza conocer”, el intento socrático de “conócete a ti mismo”, el deseo de conocer la naturaleza, tanto de los astros y objetos físicos como el orden cultural de los mitos y costumbres. De este intento filosófico nace la actitud científica de conocer por método lo natural y lo humano: “Entonces –escribe Cassirer (1975: 11)- es cuando se descubre la nueva fuerza que puede conducir a una ciencia d ela naturaleza y a una ciencia de la cultura”. El hombre occidental griego establece el ógos, el pensar racional, como herramienta epistemológica del conocer, tanto el mundo físico como el cultural. Así, Heráclito no sólo intenta conocer la composición del universo, sino el “cómo” y el “por qué”: “y es así como el hombre escapa, con Heráclito, al mundo mítico de los sueños y al mundo limitado de los sentidos” (Cassirer, 1975: 13) es decir, el paso del 57 pensamiento mítico al razonar lógico, por el que el mundo griego estaba obsesionado. Max Weber ha enfatizado también la importancia del proceso de racionalización de la cultura occidental, que arranca del mundo clásico: “El progreso científico constituye una parte, la más importante, de ese proceso de intelectualización al que desde hace milenios estamos sometidos” (Weber, 1975: 198). En la cultura occidental, según Weber, se han desarrollado correlativamente los procesos de intelectualización, de racionalidad, de desmagización y de burocratización, siendo uno de sus frutos la ciencia moderna. Pero Weber insiste que entre los griegos se desarrolló el primer instrumento lógico-científico, que es el concepto, mediante el cual puede colocarse a cualquier persona o cosa en torno a la clasificación lógica; el segundo instrumento científico se generaría en el Renacimiento, con Bacon y Galileo, que es el experimento racional, observado y controlado por una teoría. En Occidente siempre fue una constante el imperativo de conocer objetivamente, de forma racional y cada vez con mayor exactitud el mundo físico y también el humano, siendo esta ambición cognoscitiva y perfeccionista otra de las constantes de la cultura occidental; ambición que culminaría en el Renacimiento con las ciencias físicas y en el XIX con las ciencias sociales. “Desde Hesíodo, y con mayor intensidad desde Protágoras pasando por romanos como Lucrecia y Séneca, por San Agustín y sus descendientes medievales y modernos, y los puritanos del siglo XIX y XX, como Saint Simon, Comte, Hegel, Marx y Herbert Spencer, podemos constatar la presencia de una convicción casi omnipresente según la cual el carácter mismo del conocimiento –del conocimiento objetivo como el de la ciencia y la tecnologíaconsiste un avanzar, mejorar y perfeccionarse” (Nisbet, 1981: 20). Tenemos, pues, que la actitud científica, otro aspecto crucial de la constitución de las ciencias sociales, estaba en germen vivo desde hace milenios, en nuestra civilización occidental. La comparación intercultural ha sido otro de los elementos esenciales de las disciplinas antropológicas. Tampoco este aspecto parece radicalmente nuevo. En el siglo V antes de Cristo, el romano Herodoto, viajero impenitente por las colonias griegas, escribo sobre las costumbres de los pueblos que visitaba, comparando las formas de matrimonio y los modos de subsistencia, las creencias y los vestidos, los enterramientos y los tabúes alimenticios, la productividad de la tierra y el parentesco, la organización del tributo y la sucesión de monarcas; así, comparó a griegos, persas y egipcios. De igual modo lo hicieron Hipócrates, Platón, Aristóteles y Jenofonte. El romano Lucrecio, poeta y especulador antropológico, se interesó por los orígenes de la religión, de las artes, del lenguaje, estudiando las costumbres de las tribus germanas, que comparó con las griegas. Polibio tiene un análisis socioantropológico y político de la cultura romana, llegando etnocéntricamente a la conclusión de la superioridad del pueblo romano por sus costumbres de responsabilidad ciudadana, por el ejemplo de sus héroes y por sus virtudes tradicionales de fortaleza y coraje. Plinio y Cicerón insistieron chauvinisticamente en el progreso de la sociedad romana y la superioridad de su cultura, estableciendo 58 como arquetipo humano al ciudadano romano; podíamos decir, salvando las distancias, que el Populus Senatusque Romanus representa el sumum del progreso humano, como en el siglo XIX para los antropólogos clásicos lo representaba la Inglaterra imperial victoriana. Las anteriores anotaciones nos ponen de manifiesto que la idea del progreso, del cambio histórico, del desarrollo, la actitud racionalista científica, la ambición cognoscitiva creciente, la sistemática comparación intercultural constituyen una vieja herencia de la civilización occidental y –lo que es más importante para nosotros- el caldo de cultivo cultural, que hizo posible la génesis de las ciencias sociales. Todo ello justifica que dediquemos un digno espacio a este tema; intentaremos hacer una lectura antropológica de hoy sobre los griegos y romanos de ayer: con ello habremos recuperado nuestra memoria ancestral y habremos dado el justificado tributo que nuestros antepasados intelectuales se merecen. 3.2. El progreso: mito fundacional de Occidente El mito del progreso y la metáfora del desarrollo son milenarios compañeros de viaje de la civilización occidental; se podría decir que forman sus mitos fundacionales. Con estos tres paradigmas interrelacionados – progreso/cambio/desarrollo- se facilita una visión del pasado, del presente y de una orientación hacia el futuro. Los griegos se plantearon seriamente el problema del cambio, estableciendo una escuela de pensamiento basada en el principio de a , “todo cambia”. La analogía de la sociedad con un organismo, que como la semilla nace, crece y se desarrolla, sería siempre un referente metafórico substancial. “Los griegos –llega a afirmar Nisbet (1976:4) –más que ningún otro pueblo conocido de la antigüedad, estaban fascinados por el cambio, sus fuentes, propiedades, direcciones y sus relaciones con el principio del crecimiento orgánico”. La metáfora de la semilla y de la planta ha sido una analogía muy común, no sólo en la cultura griega, sino también en otras; recordemos la mítica planta de maíz en las civilizaciones mesoamericanas. La revolución neolítica de la agricultura trajo una explosión de dioses silvestres, en que muchos de ellos servían como metáforas de la cosmovisión del mundo y de la idea del cambio. Entre los griegos, la deidad de la “semilla” era la mítica Deméter. Sir James Frazer, en su The Golden Bought (1890, cap. 44), comentando el mito de Deméter y Perséfone, advierte cómo el concepto de la semilla, sembrada en la tierra y de la que nacería una nueva y más elevada vida, sugería en el pensamiento griego una comparación con el destino humano. Los filósofos griegos se empeñaron en separar el pensamiento mítico del logos racional, aplicando eta nueva forma de saber a la idea del cambio y del En este capítulo sigo fundamentalmente a R. Nisbet (1976, 1981), y en parte a E. Cassirer (1965, 1975). También he consultado algunas Historias de la Filosofía, como la de Nicolás Abbagnano (1964), y El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico, de León Robin (1962). Las citas de este capítulo y del capítulo quinto están tomadas generalmente de estos textos, sobre todo de R. Nisbet. 59 progreso. La finalidad principal de toda la filosofía griega era conocer racional y lógicamente la “naturaleza” de las cosas, tanto las del mundo físico como las de orden social; descubrir la “naturaleza” de los fenómenos era el rol de esa nueva progresión de los “filósofos”. Pero la fisis griega, traducida por los romanos como natura y en las lenguas romances por naturaleza, perdió en estas transformaciones lingüísticas una parte importante de sus connotaciones semánticas originales. Para nosotros, “naturaleza” es lo estable, lo inamovible, lo inmutable, como se evidencia en el mundo físico y fisiológico; de tal manea que nosotros contraponemos semánticamente los campos de la “naturaleza” y de la historia y así decimos, al estilo orteguiano, de que “el hombre no tiene naturaleza sino historia”; establecemos la división binaria, “naturaleza versus cultura”, en el decir levistraussiano moderno. Sin embargo, en el pensamiento griego la “naturaleza”, significaba “dar nacimiento a”, connotando semánticamente la idea de “crecimiento”; fisis es el sustantivo verbal del verbo “crecer” y que en el verbo aoristo toma sentido causal de “hacer crecer”; en consecuencia, la “naturaleza” o fisis de los seres, tanto físicos como sociales, se concibe como un devenir, como un proceso histórico-cultural, por lo que la función de los filósofos era la de descubrir y explicar esa naturaleza-proceso del mundo observable: “Si la naturaleza de una cosa, pues, es la forma en que crece, y todo el universo, tanto físico que social, tiene una fisis propia, una forma distintiva de crecer, un ciclo de vida, la tarea del filósofo o científico es clara. Es averiguar cuál es la fisis de cada cosa: aprender su condición original, sus etapas sucesivas de desarrollo, los factores externos, como el agua, la luz, el calor, que les afectan, y, por último, cuál es su “fin”, es decir su forma final, la forma que puede decirse que es la causa “última” de todo ello” (R. Nisbet, 1976:11). Veamos cómo distintos filósofos intentaron descubrir los tipos de crecimiento, las formas de cambio y de progreso del mundo físico y social. Heráclito de Efeso (576-480 a. J.C.), estaba obsesionado por el cambio y mutabilidad de todas las cosas, proclamando –contra la inmovilista Parménides- que “todo fluye o cambia”, . Heráclito escribió tres tratados, uno “sobre la forma en que crecen las cosas” en el universo, otro sobre la relación de Dios con el mundo, y otro sobre la sociedad titulado “mi posición sobre el comportamiento” en que compara diversas costumbres y formas sociales. Aristóteles (384-322 a. J.C.) sería más explícito, definiendo el campo semántico de la fisis o naturaleza en tres sentidos: como generación de los objetos que crecen, como el primer componente del que crece un objeto en fase de crecimiento y como la fuente de la que el movimiento empieza primero en cada cosa natural. En los tres sentidos, la naturaleza o fisis de las cosas hace referencia al crecimiento o cambio: “Si las formas primitivas de la sociedad son naturales, también lo es el estado, pues es el fin de las mimas, y la naturaleza completada es el fin. Pues lo que es cada cosa al llegar a su completo desarrollo, lo denominamos su naturaleza, ya hablemos de un hombre, de un caballo, o de una familia”. Aristóteles se plantea el origen de la familia y del estado, concluyendo que el estado es anterior a la familia, porque el todo –vida social organizada- es anterior a las partes, es decir, el elemento familiar. Lo significativo es que Aristóteles no se está planteando el origen histórico “temporal” de las instituciones, es decir, el antes 60 o después en el tiempo real de su aparición histórica, sino sus relaciones de dominación o estructurales, diríamos hoy. El verdadero empeño del filósofo de Estagirita es explicar cómo son las cosas y cómo cambian, utilizando una estrategia de análisis a partir de la urdimbre heurística de las cuatro causas que hay que investigar en cada cosa o fenómeno: la causa material, formal, eficiente y final. Siglos después, el pensamiento escolástico “codificaría” estos instrumentos heurísticos de análisis aristotélico, convirtiendo en “realidades-objetivas” las causas de los fenómenos y desvirtuando, con ello, la originalidad metodológica de la estrategia griega; con la Escolástica, la finalidad de la filosofía no sería descubrir la “fisis” o el modo de crecimiento y cambio de las cosas, sino que se convertiría en el rerum cognoscere ultimas causas. Tanto R. Nisbet (1976: 16), como E. Cassirer (1975: 134), señalan la importancia que ha tenido para el pensamiento racionalizado y lógico de Occidente las categorías analíticas de las cuatro causas aristotélicas, por medio de las cuales se intentaba conocer el mundo físico y social bajo una perspectiva de totalidad: la forma, la causa y el fin de las cosas estaban unidos entre sí; es decir, la , y son tres palabras distintas, con que se expresa el mismo estado fundamental de las cosas. “Una buena parte del pensamiento occidental pude ordenarse, y sus ideas e investigaciones clasificarse, en las categorías de investigación de la sociedad proporcionadas por las denominadas cuatro causas: los orígenes de las cosas, el esquema o forma de desarrollo de las cosas, la causa motriz (interna o externa) de este desarrollo, y, por último, la finalidad o causa final de todo el proceso de desarrollo. Desde Heráclito, pasando por Aristóteles, y luego, Lucrecia, desde San Agustín a Comte, Hegel, Marx, Spencer, este modelo de investigación, esta estructura de la investigación de la sociedad humana, han sido influyentes y han gozado de gran difusión. Tal vez sea la mayor consecuencia individual del concepto griego de fisis” (R. Nisbet, 1976: 18). Los filósofos griegos, pues, se empeñaron en describir la forma de crecimiento o la naturaleza, fisis de las cosas, pero ¿cómo concebían y tipificaban esos procesos de crecimiento y desarrollo? 3.3. Ciclos, cambios y secuencias Los griegos tenían una concepción cíclica de la historia similar a la que, siglos después, con la misma metáfora orgánica, tomaría Oswald Spengler en La decadencia de Occidente (1944). En la concepción cíclica griega se encierra una visión evolutiva de la historia, que nunca abandonaría la cultura occidental. En el fluir de las cosas y de los fenómenos existe algo más que el acontecimiento singular; existen secuencias, períodos, edades, ciclos, cambios de desarrollo, regularidades temporales, evolución en las cosas e instituciones; es decir, es posible “tipificar” regularidades, que es distinto analíticamente de la genealogía de sucesos y personas individuales. Esta concepción griega del fluir social, no meramente 61 historiográfico de aconteceres sino sucesión de procesos analíticamente identificables, supuso una significativa conquista para la futura ciencia de la sociedad y de la cultura. Cuando Aristóteles, en su tratado de Política, investiga las formas por las que ha evolucionado la polis, desde el parentesco, pasando por la comunidad hasta el propio Estado emergente en la ciudad, no lo estudia como una “cadena de acontecimientos singulares”, sino como un desarrollo de “tipos institucionales”, que son distintos en cada una de las etapas o secuencias evolutivas. Como advierte atinadamente R. Nisbet (1976: 21), “lo que le interesaba a Aristóteles no fue la historia del estado, sino, si se nos permite utilizar una locución que adquiere singular relieve en el siglo XVIII, la historia natural del estado: la manifestación o actualización de condiciones son consideradas ahí como inherentes y potenciales, en la institución, desde el principio”. Polibio (204-122 a J.C.) expresaría más claramente “la teoría de los ciclos” en sus Historias. Las sociedades –como la de los romanos y cartagineses sobre las que escribe- han atravesado ciclos de génesis, crecimiento y decadencia, y cada uno de estos pueblos regresa al punto de desarrollo desde donde comenzó; las sociedades empiezan rudas y primitivas, ascienden hacia la madurez y descienden hacia la ancianidad y debilidad. ¡Otra metáfora que nunca abandonará a la cosmovisión occidental! El ciclo de la infancia, madurez y ancianidad es un viejo paradigma que Oswald Spengler y, en parte, Arnold Toynbee, seguirían ardorosamente siglos después. Platón (428-399 a J.C.) va a ser más explícito en la exposición de las secuencias históricas, haciendo referencia a cambios evolutivos en las instituciones sociales. El ciclo para Platón es un modelo de cambio; el filósofo griego creyó en la existencia de grandes ciclos cósmicos. En su obra Las leyes plantea el problema del desarrollo de la humanidad y el progreso de las instituciones a lo largo de grandes períodos de tiempo; habla del profundo primitivismo de los orígenes, hace miles de años; de cómo al principio se organizaban en “unidades de parentesco” con el “gobierno de los ancianos”; de cómo luego se unificarían varios grupos de parentesco en una tribu con “legislación”; tras muchos cambios aparecían las instituciones superiores de la polis griega, la ciudad-estado ateniense: “Hemos revisado un primer, un segundo y un tercer tipo de comunidades que fueron siguiéndose unos a otros a lo largo de un largo período de tiempo y ahora, llegamos, por fin, en cuarto lugar, a la fundación de la ciudad o, como quizás prefiriereis, de la nación, que hoy en día continúa vigente igual que cuando se fundó… el cambio no se produjo, sin duda, en un momento, sino poco a poco, durante un largo período de tiempo” (Platón, Las leyes). Lo significativo es que Platón piensa que el ciclo evolutivo de las instituciones constituía un proceso natural dentro del desarrollo social y cultural de la historia, de igual forma que para Condorcet o Comte, Tylor o Marx sería natural –inherente a la naturaleza o proceso necesario- el progreso evolutivo. Aristóteles también señalaría la necesidad de descubrir las “regularidades” de la historia- lo necesariamente cíclico-, distinguiéndolo de lo accidental histórico. En De generatione et corruptione Aristóteles escribiría: “Una ciencia de lo accidental no es posible… la ciencia es de 62 aquello que es siempre o en la mayoría de los casos” (Aristóteles, en R. Nisbet, 1976: 30). En La Política enumera las sucesivas formas del estado: la monocracia, aristocracia, oligarquía, república, democracia, terminando de nuevo en la monocracia (gobierno de uno, o dictadura). Al tratar de esta sucesión histórica de gobiernos, no está Aristóteles enumerando “acontecimientos” políticos, sino tipos estructurales de un proceso natural y necesario evolutivo, en forma de períodos cíclicos. Virgilio (70-19 a J.C.), poeta romano, en su famosa Egloga IV de las Bucólicas, que luego los cristianos bautizarían ideológicamente como “la égloga mesiánica”, evoca la restauración de un nuevo ciclo histórico que comenzará con la Paz de Augusto: “Ahora ha llegado la última era de la profecía… Ha nacido nuevamente el gran ciclo de períodos… Ahora desciende la Doncella, ahora desde el elevado cielo desciende una nueva generación” (Virgilio, Égloga IV). Este elemento utópico del tiempo futuro será otro ingrediente importante en el paradigma del progreso; aunque los romanos, herederos de la cultura griega, insistirían aún más en el carácter fugaz de la vida y el aspecto cambiante de las cosas: “El tiempo –diría Lucrecia (98-55 a J.C.) en De Rerum Natura- cambia la naturaleza de todo el mundo y un estado tras otro se apodera de la tierra”. Esta concepción transitoria de la historia no impide en el pensamiento griego y romano la insistencia en las “regularidades” o estadios evolutivos necesario, que concebían en forma de ciclos. Como dogmatizara el gran filósofo romano Séneca (4-65 d J.C.) en Epistolae morales, “Todas las cosas se mueven de acuerdo con sus tiempos señalados: están destinadas a nacer, crecer y ser destruidas”. 3.4. Progreso y cambio ¿para bien o para mal? Las cosas cambian y la historia se desarrolla en ciclos, pero ¿en una dirección “beneficiosa y perfeccionista” o en una línea de “corrupción degenerativa”? ¿Es el progreso para bien o para mal? Otro interrogante que jamás dejaría de escarbar en la conciencia de Occidente. Los griegos se van a plantear también este problema, existiendo versiones del “buen salvaje” rousseauniano en el Mito del Edén Dorado, la consideración de la rudeza moral de los primitivos o el principio de selección natural darvinianospenceriano con la supervivencia del más fuerte. El poeta romano Ovidio es un visionario de un utópico pasado y magnífico expositor del Mito de la Edad de Oro. No nos resistimos a transcribir un texto de su Metamorfosis: “De oro fue la primera era, la cual, sin nadie a quien obligar, sin una ley, por su propia voluntad, mantuvo la fe e hizo lo justo. No existía el miedo al castigo, ni debían leerse palabras amenazadoras en tablas de latón; ni la multitud suplicante contemplaba con pavor el rostro de su juez; sino que sin jueces vivían seguros… La propia tierra, sin coacción, sin ser tocada por la planta del pie o la reja del arado, daba, espontáneamente, todas las cosas 63 precisas. Y los hombres, contentos con la comida, sin tener que buscarla, recogían los madroños, las fresas de las laderas de las montañas, las cerezas, las moras que cuelgan apiñadas en los espinosos zarzales, y las bellotas caídas en el extendido árbol de Júpiter” (Ovidio, Metamorfosis, Libro I). Al leer esto, uno puede menos de acordarse del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Jean Jacobe Rousseau (1755), del Malestar de la cultura de S. Freud, o de tantas y tan bellas utopías occidentales –como las anarquistas o socialistas- que transfieren tan bella edad de oro a la última secuencia del período evolutivo. Las cinco edades de oro, plata, bronce, la de los héroes y la del hierro de Hesiodo (S. IX-VIII a J.C.) nos presenta un proceso degenerativo con presagios funestos para el futuro. En Los trabajos y los días, Hesiodo escribe que no desea vivir entre la quinta raza de los hombres o bien hubiera querido haber nacido después. En su obra, Teogonía, atempera su pesimismo degenerativo de la historia humana. Con este tipo de escritos, las teogonías y las cosmologías, los griegos van cristalizando “racional y lógicamente” problemas humanos e históricos, que dramáticamente se esconden en los viejos mitos. Esquilo, poeta trágico ateniense (525-456 a J.C.), en una magnífica versión del mito griego de Prometeo Encadenado, introduce un principio de optimismo en el progreso humano: Prometeo, al robar el fuego a los dioses, libera al hombre de la ignorancia y del miedo original que imponían los dioses, conduciendo a la humanidad a los valores de la civilización. Esquilo, en una exposición que tiene resonancias antropológicas victorianas, especula sobre la miseria y degradación en que se vivía en e estado primitivo, describiendo el proceso por el cual los hombres, a través de valores técnicos, morales y espirituales, llegan al esplendor de la sabiduría y organización ateniense: “Pero, cuántas eran las miserias que afligían a la humanidad, qué poco ingenio tenían los hombres… En primer lugar, aunque tenían ojos para ver, no veían; aunque tenían orejas, no oían; sino que, como informes figuras salidas de un sueño, y a lo largo de todas sus vidas, luchaban denodadamente contra todas las cosas en un mundo confuso. No tenían noticia de la edificación de casas con ladrillos y vueltas de cara al sol, ni tampoco sabían trabajar la madera; sino que habitaban bajo la tierra como las hormigas, en unas cuevas a las que no llega la luz…” (Esquilo, Prometeo Encadenado). En esto texto, haciendo transposición de lenguajes y tiempos, parece tintinear el salvajismo tyloriano, el evolucionismo técnico de Morgan, el animismo de los sueños de Frazer y la mente primitiva pre-lógica de Lévi-Bruhl. Tucídides (460-400 a J.C.) es fundamentalmente el historiador clásico de las Guerras del Peloponeso, pero hay en él algo importante para nosotros los antropólogos, y es el uso del método comparativo. Para “reconstruir” el pasado de Atenas, elabora un modelo de investigación histórica a través de períodos: de una etapa de primitivismo con bajo nivel cultural, se pasa a otra de tiempos bárbaros y 64 crueles, hasta llegar a la esplendorosa Atenas del 431 a J.C., a la que se creía el centro del saber y de la civilización de su tiempo. Lo más significativo de la estrategia investigadora de Tucídides es que para probar esas etapas por las que ha pasado la actual Atenas, elige “pueblos actuales” que viven aún en esas secuencias evolutivas; se trata sustancialmente del mismo esquema del evolucionismo lineal decimonónico, con la misma metodología básica: suponer que los pueblos menos desarrollados, aunque coexisten temporalmente con los más avanzados, representan las etapas –primitiva y bárbara- por las que antes había pasado la culta y civilizada Atenas. Y si aún fuera poco esta intuición antropológica, tenemos en Tucídides algo que nos recuerda al argumento tyloriano de los survivals: cuando Tucídides está describiendo costumbres actuales de pueblos primitivos contemporáneos, añade que “incluso hoy día en muchas partes de Grecia aún se vive así”, considerándolo como una supervivencia de una forma primitiva o bárbara de etapas anteriores. Para Aristóteles “evolucionista social por excelencia”, según Nisbet (1976: 21), el progreso constituía algo fascinante; un progreso, que se debía no a la acción de los dioses, sino a la de los hombres; a los humanos, que se transmitían su saber de generación en generación; con ello, Aristóteles nos da una definición de cultura (a lo de Ralph Linton 1936) como herencia social, utilizando la metáfora olímpica del relevo de la antorcha. Dice así el Maestro Estagirista: “Los que ahora son famosos han tomado el testigo, como si se tratara de una carrera de relevos (pasándole de mano en mano, y aliviándose mutuamente del esfuerzo), de los muchísimos predecesores que supieron progresar en el pasado, haciendo así posible el progreso”. Aristóteles canta optimisticamente los avances experimentados en las artes y las ciencias dentro del mundo helénico, así como desprecia la inferioridad de los pueblos más primitivos y bárbaros. Las costumbres antiguas, dicen, eran excesivamente simples y bárbaras, y los restos de las leyes de esos tiempos que han llegado hasta nosotros son completamente absurdas; los hombres primitivos debieron ser parecidos a los necios que viven entre nosotros y sería ridículo contentarse con tan pobres saberes. El índice del progreso era el avance de la racionalidad y del pensamiento lógico, que según el filósofo Estagirita, era más patente en la sociedad ateniense. Séneca (4-65 a J.C.) manifestaba el mismo juicio negativo sobre los hombres primitivos, comparados con los romanos, ya que aquellos desconocían la justicia y la prudencia y no sabían en que consistía contenerse o ser valeroso. El principio de la sabiduría y del progreso para Séneca tenía connotaciones morales y éticas; la regla de oro sería el “conócete a ti mismo”. Y Protágoras (400-360 a J.C.) acuñaría en otra frase lapidaria todo un ideal humanista de la cultura occidental: el hombre es la medida de todas las cosas, mostrándose como un enamorado del progreso técnico, una vez que se habían superado los viejos tiempos en que los hombres vivían aislados, habiéndose progresado en inventar las casas y las ropas, los zapatos y las En el campus universitario de la U. Complutense de Madrid, frente a la Facultad de Medicina, puede verse una hermosa escultura con la imagen del relevo de la antorcha, imagen que se ha elegido para simbolizar la tradición cultural académica. 65 camas, aprendiendo a obtener alimentos de la tierra por la agricultura y a construir ciudades y monumentos. Pero el gran exponente del progreso del mundo grecorromano sería Tito Lucrecio Caro (98-55 a J.C.), un poeta científico de un siglo antes de nuestra era. Su obra De Rerum Natura representa el resumen y la culminación del pensamiento clásico sobre el cambio y el progreso, debiéndose considerar como el gran protoantropólogo. Las dos aportaciones magistrales de Lucrecio son su teoría sobre la evolución cultural en períodos y los principios de la selección natural, afirmando la uniformidad de las leyes naturales. Por todo ello ha merecido que se le denomine como el Darwin de la antigüedad. Lucrecio expondría la teoría de la creación por azar del universo, debido a colisiones y confrontaciones fortuitas de átomos, en igual perspectiva que la concepción contemporánea de la formación física del cosmos. También expondría -2.000 años antes que Darwin y que Spencer- la genial sugerencia de que sólo los más aptos, los más astutos y valientes, sobreviven siendo la diferente capacidad de reproducción el mecanismo de selección natural: “Y debió ocurrir que muchas razas de seres vivientes perecieron entonces y no pudieron engendrar y propagar su descendencia. Pues en todos los animales que vemos alimentarse del soplo de la vida, bien su astucia o bravura, o su velocidad han protegido y preservado siempre su especie desde el principio de su ser” (Lucrecio, De Rerum Natura). Lucrecio nos describe a continuación los distintos períodos culturales de la humanidad, dando gran importancia a los distintos tipos de familia y formas de vida material de cada secuencia. Refiere cómo al principio se alimentaban de bellotas y frutos silvestres y copulaban cuando les surgía el deseo sin ningún vínculo matrimonial posterior. Esto es similar a lo que nosotros ahora llamamos pueblos recolectores y nos recuerda la “sexualidad indiscriminada” de las primeras etapas, según los evolucionistas del XIX. En una segunda etapa aparecen las chozas, se pulen las pieles para servir como vestidos, se utiliza el fuego, “una mujer se emparejó con un hombre, naciendo las leyes del matrimonio”, más tarde surgiría la agrupación de familias, desarrollándose en todo este proceso el lenguaje humano. Lucrecio presta gran atención, como los primeros antropólogos del XIX, al origen y desarrollo de la religión, adelantando una explicación naturalista de la creencia humana en fuerzas divinas y deidades que tiene cierta similitud con la teoría animista de J. Frazer. Lucrecio refiere que los primeros hombres “aunque despiertos el ánimo, veían simulacros sobrenaturales exagerados por la ilusión del sueño” y que esos “fantasmas celestiales” acabaron atribuyéndoles una realidad externa, naciendo la religión organizada. También valora Lucrecio la importancia de los inventos técnicos en el progreso humano, tal como veinte siglos después lo hiciese L. H. Morgan; estos contribuirían a la consecución de la etapa superior del desarrollo, de la que entonces disfrutaba la Roma Imperial: “Y la navegación, la agricultura, la construcción de papeles, la invención de las leyes, y las armas, los caminos, los vestidos y toda clase de invenciones semejantes, y también todas las que proporcionan más que gusto, y la 66 canción, la pintura, y la escultura, se inventaron a fuerza de experiencias, de necesidad y de industria. Y así, poco a poco, avanzando paso a paso, (pedetemtim progredientes) las fueron aprendiendo y mejorando. De este modo el tiempo, poco a poco, trae los descubrimientos de las cosas, que la razón eleva la luz. Pues vieron cómo las cosas, una tras otra, iban haciéndose más claras en sus mentes, hasta que gracias a sus artes llegaron a lo más alto” (Lucrecio, De Rerum Natura). Es la primera vez que se utiliza el término de progredientes, de donde se deriva nuestro “progreso”; además se encuentran en este texto todos los conceptos claves de la teoría del progreso del siglo XVIII y XIX: se trata de un proceso de desarrollo natural, es gradual, lento, acumulativo y se dirige progresivamente “hacia lo alto”, es decir en dirección unilineal perfectiva. Según R. Nisbet (1981: 72), “no hay nada parecido a esto en toda la literatura occidental hasta que lleguemos en 1750 a los discursos de Turgot y al segundo discurso de Rousseau. A modo de conclusión del pensamiento clásico greco-romano, podemos decir que aparece en la cultura occidental un intento de indagar “racional y lógicamente” la naturaleza, es decir, un espíritu científico por describir y explicar los fenómenos del mundo físico y del mundo social, enfatizando las leyes del “desarrollo” y del cambio inmerso en la naturaleza de las cosas. A la vez, surge una filosofía de la historia basada en el progreso, concebido en forma de períodos o secuencias naturales cíclicas que van acompañadas por cambios y transformaciones en las formas de vida material, en el parentesco, en la organización social y política, en la religión y en el avance técnico. Estas semillas de saber, filosóficas-ideológicas-empíricas, servirían de poso cultural en el pensamiento de Occidente e irían fermentando hasta cuajarse con la Ilustración y con la Revolución Industrial en la Ciencia de la sociedad y en la Ciencia de la cultura. 3.5. Historia, sociedad y conflicto: de San Agustín a Kart Marx El pensamiento cristiano, cuyo exponente filosófico máximo durante el primer milenio es el africano San Agustín (354-430), asumiría y transformaría el paradigma griego del progreso con nuevas connotaciones, que han permanecido como constantes en la cultura de Occidente. San Agustín asumió el concepto de la fisis griega y la metáfora del desarrollo, en lo que tenía de inmanencia, continuidad, crecimiento con finalidad, desarrollo acumulativo, etapas, generación, progreso; pero rechazó la idea cíclica de la historia, concibiendo la historia universal humana como un único destino evolutivo: “San Agustín –dice Nisbet (1976: 58)- nos ofrece la estructura básica de lo que sería la sucesión única en el Occidente de los filósofos de la historia, a través de Orosio, Otto de Freising, Bossuet, y tras la secularización del formato esencial, Concorcet, Comte, Marx, y otros muchos hasta nuestros días”. Sigo en este capítulo, como he advertido, fundamentalmente a R. Nisbet (1976, 1981). 67 El pensamiento medieval cristiano, junto con la idea greco-romana del desarrollo, asumió plenamente la concepción judía de la historia sagrada: la necesidad histórica de su desenvolvimiento y la de un futuro milenio de oro en la tierra. San Agustín fusionaría creativamente estas dos tradiciones, la greco-romana y la judeocristiana, en su original obra La ciudad de Dios (413). Una de las aportaciones originales del pensamiento cristiano a la teoría del progreso sería incorporar la humanidad entera a un único proceso d desarrollo evolutivo; y esto supone una ruptura –una revolución khuniana de paradigma- en relación con la idea particularista y localista griega. Se establece la unidad e igualdad de la raza humana: “ya no hay griego, ni judío, ni esclavo ni libre; todos son hijos de dios y hermanos de Cristo”, que proclamaría San Pablo a las diversas razas y etnias que pululaban por los confines del Imperio Romano. San Agustín, siguiendo esta tradición cristiana, insistiría en la “unidad de la sociedad y el vínculo de concordia”, ya que “toda la raza humana deriva de un solo hombre”; en este caso la creencia religiosa del monogenismo creaba las bases de una posible teoría de la evolución de todo el género humano, paradigma básico en las teorías de Comte, Spencer, Marx, Tylor y Morgan: visualizar la evolución de la humanidad como un todo, bien fuera en forma de la Evolución de la Cultura Humana a lo tyloriano o una historia lineal única a lo comtiano o marciano. Al englobar a toda la humanidad en una historia universal única, no cabe la independencia y desconexión total en las historias particulares múltiples, que suponía la teoría de los ciclos grecorromana. Todos los pueblos y sociedades, aunque tengan su historia particular, están subidos a un mismo carro evolutivo-histórico universal. Esta idea cristiana –desarrollada por San Agustín- sería fundamental en la weltanschauung europea y un supuesto ideológico básico para la teoría de la evolución del siglo XVIII y XIX: “Hay una diferencia enorme y trascendental –dice Nisbet (1976: 63) –entre la visión clásica y cristiana de génesis y decadencia. En la primera se sitúa en el contexto remultiplicidad infinita, pluralidad y periocidad. En la visión cristiana, sin embargo, el ciclo de génesis y decadencia es singular, único y no debe repetirse jamás. Hay el único ciclo de existencia humana que empezó Adán, que terminará alguna vez en el futuro no distante y eso es todo”. Con la visión cristiana de la historia tenemos un mito dorado de origen y un mito feliz de cosmogonía final: paradigma que, secularizado y mundanizado, estará presente en Comte, Tylor y Marx. Según Agustín, que rechazó los ciclos griegos, pero aceptó, en cambio, la idea de épocas y fases, es decir, la idea de “regularidades” dentro de la marcha histórica. San Agustín fusionó dos ideas trascendentales para la teoría del progreso: la necesidad sagrada judía que viene de fuera (Providencia) y la necesidad inmanente de la “fisis” griega, que era un devenir necesario, se va explicitando por fuerzas naturales internas; de la unión de estas dos ideas, surgiría el concepto de necesidad histórica, premisa básica en las teorías científicas decimonónicas. Bajo el ropaje de acontecimientos históricos singulares, se desarrolla un proceso lento, necesario e inmanente, que se puede describir en fases regularizadas. San Agustín utiliza varias categorías para dividir la historia en fases: unas veces la divide en dos fases (antes y después de Cristo), a veces en tres (juventud, madurez, y vejez) y 68 otras en seis. Esta última división es la más significativa antropológicamente, porque hace referencia a las diversas secuencias culturales de la historia humana: la primera época (de Adán a Noé) está caracterizada por la satisfacción de necesidades naturales; la segunda (de Noé a Abraham) por la proliferación de lenguas y el comienzo de la escritura; estas dos fases constituyen la “juventud” de la humanidad, a la que siguen otras tres de madurez en las que cada vez existe mayor acopio de conocimientos humanos, siendo la sexta –“ancianidad”- la etapa en la que se vivía entonces. Tenemos que hacer notar que la idea cristiana medieval de la Providencia no excluía totalmente la creencia en el progreso material, sino que ambas ideas convivían de algún modo solapadas. Robert Nisbet (1976, 1981) se ha esforzado en desmontar el común estereotipo, del que John Bury (1971, orig. 1920) se hace partícipe consistente en la idea de que los hombres del Medioevo vivían en un angelismo providencialista, despreocupados del desarrollo del mundo social y técnico. Nisbet, en su historia de la idea del progreso (1981: 83-90, 91-94) dedica dos capítulos a mostrar “el interés de los cristianos por el mundo terrenal” y “el espíritu de la reforma social” en el Medioevo. San Agustín es un magnífico exponente de un providencialismo máximo (“La ciudad de Dios” es una historia que se hace desde lo alto y desde fuera del hombre) y a la vez, es defensor, de una creencia y admiración por los progresivos inventos de la “ciudad de los hombres”. Dice así San Agustín: “Pues más allá de las artes que reciben el nombre de virtudes, y que nos enseñan a emplear nuestras vidas correctamente, y a alcanzar la felicidad eterna –artes que llegan a conocimiento de los hijos de la promesa y del reino sólo por la gracia de Dios que es en Cristo-, el genio del hombre ha inventado y aplicado innumerables artes asombrosas, algunas producidas por la necesidad y otras por la exhuberancia de la inventiva, de modo que este vigor de la mente activa no sólo en el descubrimiento de cosas superfluas sino también en el de cosas peligrosas y hasta destructivas, presagia la inagotable riqueza de la naturaleza capaz de inventar, aprender y emplear tales artes” (San Agustín, La ciudad de Dios, Libro XII, 24). Otra idea crucial de San Agustín –y que nunca ha abandonado en una u otra forma a la cultura occidental- ha sido la concepción del conflicto como mecanismo necesario en el desarrollo de la historia humana. La epopeya conflictual entre las dos ciudades, como un proceso necesario de antagonismo y luchas, es un pivote fundamental en toda la trama de la épica agustiniana. El conflicto entre Dios y el mal, entre el egoísmo y el altruismo, es un arquetipo prefigurador del conflicto entre opresores y oprimidos, entre explotados y explotadores del posterior paradigma marxista. En la ciudad de Dios esta lucha dialéctica no sólo se presenta como necesaria e inevitable, sino como mecanismo previo y necesario para la salvación humana. De esta forma, San Agustín, fusionador de las tradiciones culturales grecorromanas y judeocristianas, contribuyó con aportaciones decisivas para el paradigma europeo de la posterior ciencia de la historia y teoría de la evolución y del progreso. Robert Nisbet (1971: 117) resume así la contribución de San Agustín al pensamiento occidental: “Hemos comprobado que en San Agustín, especialmente 69 en “La ciudad de dios”, aparecen todos los elementos esenciales de la idea occidental de progreso: la humanidad, como ente que engloba a toda slas razas humanas; el avance gradual y acumulativo de la humanidad, material y espiritualmente, a lo largo del tiempo; un marco temporal único que abarca todas las civilizaciones, culturas y todos los pueblos que han existido y existe; la idea del tiempo como un fluir unilineal; la concepción de unas fases y épocas, reflejadas cada una de ellas por una o varias civilizaciones históricas o ciertos niveles de desarrollo cultural; la concepción de la reforma social arraigada en la conciencia de la historia; la fe en la necesidad que rige los procesos históricos y la inevitabilidad de un final o un futuro determinados; la idea del conflicto como motor que mueve el proceso histórico; y, por fin, la visión arrobada del futuro, que San Agustín pinta con colores psicológicos, culturales y económicos que serán repetidos por las utopías sociales de siglos posteriores, desde la abundancia, la igualdad y la libertad o la tranquilidad, hasta la justicia”. Para nosotros, hijos de la modernidad y de la cultura europea, todas esas ideas de San Agustín nos pueden hoy parecer desde “trivialidades” a verdades de “Perogrullo”, lo cual es la mejor evidencia de que muchas de esas concepciones y perspectivas son hoy “patrimonio común” de nuestra cultura occidental. Pero hay que advertir que todos esos paradigmas fueron fruto de un largo proceso de siglos; y en segundo lugar, y principalmente, que basta haber convivido con alguna cultura no occidental, como una tribu india americana, por ejemplo, para darse cuenta de que esa visión del progreso y ese cúmulo de creencias y valores es “pura artificialidad cultural europea”, diametralmente opuesta a la weltanschauung que tienen otras sociedades y otras culturas. A nosotros nos parece “obvio”, “trivial” o “natural”, porque forma parte del código cultural en que estamos inmersos. Para terminar este largo proceso de siglos –nuestra ancestral genealogía grecorromana y judeocristiana medieval- el siguiente texto de San Agustín puede ser un buen colofón: “La educación de la raza humana representada por el pueblo de Dios, ha avanzado al igual que la del individuo, a través de ciertas épocas o, llamémoslas eras, de forma que pudiera gradualmente elevarse de las cosas terrenales a las celestiales y de lo visible a lo invisible” (San Agustín, La ciudad de Dios¸año 413, Libro X, 14; subrayado nuestro). El esquema de la ciencia de la historia y de la teoría científica de la evolución estaban preparados. Habría que estrujarlo para hacer chorrear las gotas de “agua sacral bendita”, rociándolo de secularismo y cientificismo. La empresa llevaría otra gestación de siglos y explosionaría –como flores de primavera- en el Renacimiento, con la ciencia experimental, y posteriormente con la Ilustración, en el Siglo de las Luces. En medio de todo ese proceso filosófico, ideológico, técnico y científico, se desarrollarían unos acontecimientos y cambios profundos históricos, que afectarían radicalmente a las sociedades europeas, como fue la empresa colonial, inicialmente portuguesa y española, encuentros y desencuentros entre pueblos y culturas, que fueron cruciales en el pensar sobre el “otro diferente” y por lo tanto en la génesis de la antropología cultural. 70 71 CAPÍTULO 4 LA ANTROPOLOGÍA CULTURAL ¿NACIÓ EN LAS INDIAS, HABLANDO CASTELLANO-NAHÚATL-QUECHUA, Y NO HABLANDO INGLÉS EN EUROPA Y USA? 72 CAPÍTULO 4 LA ANTROPOLOGÍA CULTURAL ¿NACIÓ EN LAS INDIAS, HABLANDO CASTELLANO-NAHÚATL-QUECHUA, Y NO HABLANDO INGLÉS EN EUROPA Y USA? El descubrimiento, encuentro y choque entre los pueblos de América y Europa, produjo una conmoción y una reflexión en los más diversos campos del saber, y singularmente en España, como es la “percepción y categorización del Otro Cultural”. Las disputas teórico-teológicas, la imaginación artístico-literaria europea, los escritos de viajeros, y sobre todo las obras sistematizadas acerca de las culturas amerindias, en base a la observación in situ de soldados y misioneros, cuajaron en centenares de libros, diccionarios, legajos, informes, crónicas conventuales, relaciones administrativas, códices y narraciones de los mismos indios nativos, formando un archivo documental bibliográfico, cuyo telón de fondo son “otros modos de vida, otras costumbres, otras instituciones, otros dioses”, en definitiva otras culturas. Ante esta inmensa producción bibliográfica la pregunta crucial académica es la siguiente: ¿Qué valor antropológico tienen esos escritos? La cuestión encierra un racimo de complejos y significativos interrogantes que no pueden resolverse con una simplista y tajante afirmación. Por otra parte el problema encierra una substancial densidad, porque el discurso sobre “la génesis-historia” de la Antropología, es, en el fondo, una discusión sobre su “naturaleza”, ya que las Ciencias sociales no tienen, tal vez, naturaleza, sino historia, es decir, tradiciones históricas diferentes de conceptuar, aproximarse y explicar-interpretar la vida sociocultural humana. La estrategia de exposición que voy a seguir para responder a la pregunta sobre la valoración de los escritos de Indias de los siglos XVI-XVII es la propia de nuestro quehacer antropológico: preguntar a otros y comparar sus informaciones, intentando la síntesis interpretativa final del investigador. La cuestión es ésta: ¿Cómo valoran esos escritos en sus historias de la Antropología o en sus manuales, las principales escuelas académicas, cómo los inglés- parlantes, los franceses, los españoles y los hispanoamericanos? Dentro de esos cuatro grupos, he procurado seleccionar personajes que tengan manuales de uso universitario en España o que sean significativos por haber escrito sobre este tema. Presento aquí esquemáticamente las conclusiones de una investigación sobre este tema mucho más amplia. 4.1. ¿La antropología nació hablando inglés? Echemos una mirada somera a manuales e historias de la Antropología, escritas en inglés, y de uso escolar. Tomemos una de las más utilizadas: El Éste capítulo fue publicado sustancialmente en R. Sanmartín, Coordinador, Antropología sin fronteras. Ensayos en honor de Carmelo Lisón, (CIS, Madrid, 1994, pp. 295-312). 73 desarrollo de la teoría antropológica, de Marvin Harris (Siglo XXI, Madrid, 1978, primera edición en inglés 1968). El libro se abre con esta declaración de principios: “La Antropología empezó como ciencia del hombre. Los triunfos del método científico en los dominios físico y orgánico llevaron a los antropólogos del siglo XIX a pensarque los fenómenos socioculturales estaban gobernados por principios que podían descubrirse y enunciarse en forma de leyes”. (M. Harris, 1978: 1). En este sentido repite (Pág. 7) que “el desarrollo de la teoría antropológica comenzó en aquella época venerable de la cultura occidental que se llama Ilustración… y [que] los temas de estudio sociocultural abordados durante la Ilustración abarcan la mayor parte de aquellos que sirven de fundamento a la teoría contemporánea”. En conclusión, no hace –en sus 690 páginas- ni una sola mención al siglo XVI, en el índice analítico no hay ni una sola referencia por autores ni por temas, en la bibliografía final mencionada 772 autores, cintando únicamente “Los comentarios reales” (1609) de Gracilazo de la Vega. Total, para Marvin Harris, antes del Siglo de las Luces (siglo XVIII) sólo hubo sombras. Rober H. Lowie escribió una Historia de la Etnología (F.G.E., México, 1974), que constituye otro manual escolar de uso frecuente. En sus 355 páginas no hay ni una sola mención o nombre de los escritos españoles, aunque llena su introducción con nombres como Eratóstenes (200 a.C.), Chan Kieng (126 a.C.), Herodoto (siglo V a.C.), y luego con referencias a viajeros por Nueva Zelanda y e Pacífico, como el Capitán Cook, Bank y Foster, añadiendo (Pág. 16): “La religión de los aborígenes del Brasil se capta con más lucidez de los relatos de los primeros portugueses, franceses y alemanes que visitaron aquellas regiones, que de etnógrafos tan prestigiosos como Kart von den Steinen y Frit Krause”; ¡ni una referencia a al América Hispana y a sus cronistas!. Clyde Kluchohon tiene otro manual de Antropología (F.G.E. México, 1965, orig. 1949), de uso común entre los escolares, afirmando lo siguiente sobre este punto (Pág. 13): “Aunque los antiguos aquí y allá mostraron que valía la pena ocuparse de los tipos y las costumbres de los hombres, fueron los viajes y las exploraciones a partir del siglo XV los que estimularon el estudio de la variabilidad humana. Los contrastes observados con el compacto mundo medieval hicieron necesaria la Antropología. Por útiles que sean los escritos de este período (por ejemplo, las descripciones de viajes de Pedro Mártir) no pueden considerarse documentos científicos. Con frecuencia fantásticos, se escribieron para divertir o con fines prácticos. Las relaciones minuciosas de observadores de primera mano se mezclaban con anécdotas embellecidas y a menudo de segunda procedencia. Ni los autores, ni los observadores tenían una instrucción especial para registrar e interpretar lo que veían. Contemplaban a otros pueblos y sus costumbres a través de lentes toscos y deformadores, fabricados con todos los prejuicios y todas las ideas preconcebidas de los europeos cristianos. No fue sino a fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, cuando empezó a desarrollarse esa Antropología científica”. Retengamos este esquema, que constituirá un estereotipo recurrente: “Con los Descubrimientos se produjeron documentos sobre otros pueblos, pero no tienen valor por estar deformados por prejuicios…” Y no olvidemos el único nombre 74 citado, el ítalo-hispano “Pedro Mártir”. Más veamos otros manuales traducidos, y de uso académico, de antropólogos británicos. Godfrey Lienhard, en su obra Antropología social (F.C.E., México, 1971), no menciona en sus 335 páginas, ningna obra ni autor español contemporáneo o del siglo XVI. El libro más antiguo citado es Primitive Culture (1871) de Tylor, entre 134 autores mencionados. Lienhard sostiene que la Antropología nació en el siglo XIX, aunque pone como antecedente “las especulaciones y las indagaciones de generaciones de filósofos y viajeros; y así muchos nombres familiares, desde Aristóteles y Heredoto hasta el capitán Cook y Locke, han venido a ocupar un lugar en la Antropología” (G. Lienhard, 1971:15). Otras culturas, de J. Beattie, muy común entre el alumnado de Antropología (F.C.E., México, 1978, orig. 1964) no tiene –entre los 115 autores citados- ninguna mención a un autor español o escrito relacionado con la Etnografía española del siglo XVI. En sus 355 páginas no hay espacio para una alusión al Descubrimiento de América, pero sí para otros colonizadores posteriores. “Los relatos de misioneros y viajeros de los siglos XVIII y XIX que visitaron África, Norteamérica, el Pacífico y otros lugares, fueron los que proporcionaron la materia prima sobre la cual se basaron los primeros trabajos antropológicos escritos en la segunda mitad del siglo pasado” (J. Beattie, 1978:18). Analicemos otra historia moderna de la Antropología, como es la prestigiosa A History of Ethnology, de Fred. W. Voget (Holtz, Rinehartz and Winston, New Cork and London, 1975). La obra tiene 805 páginas, de las que únicamente dedica 40 a “Cultural-historical antecedens for the development of Anthropology”, el resto versa sobre el siglo XIX y siglo XX. En los antecedentes estudia “Greco-Roman, renaissance and Arabia contributions”, dedicando diez páginas al tema que titula “Renaissance antecedentes to the science of man” (Págs. 20-29), y dentro de ese contenido subtitula una página (25-26) “Exploration, conquest and the description of land and peoples”, donde habla de los escritos fantasiosos de los europeos antes del Descubrimiento de América, como “Boemu’s Fardel of Factions and Muenster’s Cosmologies”, dedicando únicamente ocho líneas (de 44) a referirse a “Spanish narratives of the conquest” citando a Bernal del Castillo, Oviedo y Valdés, Diego de Landa y Sahagún. Al tratar en la página siguiente (Pág. 27) de “Italia renaissance”, se referirá a su inquietud antropológica, transmitida a los españoles a través de Meter Mártir, siguiendo mimética mente los “prejuicios” de Robertson (1) y la tesis de J.H. Rowe, que luego comentaremos. En esa parte introductoria sobre los antecedentes de la Antropología, tratará a Ibn Khaldum (1332-1406), “exponent of Islam and Arabic contribution”, a quien dedica nueve páginas, sin indicar en ningún momento su relación con la España árabe. Total F.W. Voget en su Historia de la Antropología, con 805 páginas y 40 páginas a los antecedentes de la Antropología, únicamente dedica ocho líneas a los escritos de Indias, les quita valor y si alguno tuviese se debe a “Italian Renaissance”. Hemos hecho referencia anteriormente a algunos de estos temas y autores, pero ahora lo estudiamos en forma globalizada, y más conexionada con el valor antropológico de los escritos de Indias. 75 Tomemos otra muestra. Margaret T. Hodgen es una investigadoraespecialista en la Antropología de los siglos XVI y XVII, y así ha publicado una obra, con prestigio en los círculos antropológicos académicos, sobre estos temas: Early Anthropology in the sixteen and seventeen centuries (University of Pensylvania Press, Philadelfia, 1964). Podíamos esperar razonablemente un adecuado tratamiento de la Etnografía española, ya que es el período exacto de su explosión. Pues estos son los hechos. Margaret T. Hodgen, en su índice cita 500 autores aproximadamente; de ellos únicamente once son hispanos, seis con citas en notas o accidentalmente. Dos de los hispanos mencionados son anteriores al siglo XVI y XVII, uno es “Raymond” Llud (1235-1315), “philosopher” que estudió “hierarchy of beings”, al que le dedica seis páginas, y el otro es “Isidoro de Sevilla, seventh century Encyclopedist”. Del siglo XVI, que es de lo que trata el libro, no estudia ningún autor español, sino que únicamente hace citas accidentales, la mayoría en notas, mencionando 21 veces al italiano Christopher Columbus, 13 a Joseph Acosta, y dos veces a Bartolomé de las Casas. En conclusión, para Margaret T. H. se puede escribir un libro sobre “Early Anthropology” del siglo XVI y XVII de 511 páginas, dedicando menos de diez páginas a la Etnografía indo-hispana en el tiempo de su esplendor, y prácticamente prescindiendo de ella. Varias veces ha sido citado John Howland Rowe, que es considerado “el especialista y la autoridad académica” en este tema, gracias a dos ensayos que todos aceptan como dogma de fe y repiten mecánicamente: “Ethnography and Ethnology in the sixteenth century” (Kroeber Anthropological Society, Papers, núm. 30, 1964, págs. 1-20); y “The Renaissance Foundations of Anthropology”, aparecido en American Anthropologist (1965, págs. 1-20). J. H. Rowe defiende que la fundación de la Antropología hay que situarla en el Renacimiento Italiano, particularmente en la arqueología clásica que se interesó por las diferencias entre los hombres. El Renacimiento Italiano fue el factor que más influyó en los abundantes escritos etnográficos españoles del siglo XVI, ya que tales escritores eran “educated Italians” o eran españoles “who had been exponed to the Italian Renaissance influence”. Pietro Martire de Anghiera (1457-1526), un burócrata italiano al servicio de la Corona de Castilla, fue el hombre providencial en la historia de la Antropología americana, pues aunque “he never visited the Indians… he became its first systematic reporter”. Los escritos etnográficos de los españoles del siglo XVI tienen un valor muy relativo, debido a la censura religiosa; se debe resaltar, sin embargo, la valiosa aportación dela obra antropológica de Fray José de Acosta. En conclusión, para J. Howland Rowe la antropología comienza con el Renacimiento Italiano, que posteriormente influyó en la producción etnográfica española del siglo XVI. He aquí algunas de sus afirmaciones: “The rare writters who devoted some attention to he native and their customs in the early days of the great voyages of discovery were all eit her educated Italians or men who had been exponed to Italian Renaissance influence…”. Rowe admit que la información etnográfica española del siglo XVI es abundante, pero “ussally disappointing… seldom detailed or specific… were published for the entertainment of general public… much of the best sixteenth century work was not published promotly. Publications outlets were limited, and in Spain there was both, ecclesiastical and civil censorship”. (J.H. Rowe, 1965:18). 76 Hagamos un resumen general sobre los inglés-parlantes estudiados: 1. Existe un silencio total sobre la Etnografía española en algunas historias y manuales (Harris, Lowie, Beattie, Lienhart). 2. Los autores que hacen referencia a este período, o ignoran la literatura española (Hodgen), o si la mencionan, le quitan valor (como Robertson y Kluchohon, como “little qualified” para observar y describir), y si algún valor tuviesen (Rowe, Voget) pasan la antorcha antropológica al “Italian Renaissance”, en que nace “the science of man”. 4.2. La visualización francesa: Colonialismo y Antropología Paul Mercier, en su conocida Historia de la Antropología (1977, orig, 1966) tiene esta iluminadora reflexión en su introducción: “Las ideas esenciales para el progreso de la Antropología social y cultural han sido proporcionados por investigadores que actualmente serían dejados fuera de esta ciencia” (1977: 6). Paul Mercier distingue un primer período que llama “prehistoria” de la Antropología, tan prolongado como la historia de la Humanidad ya que los hombres se han plantado siempre similares problemas. Realza, sin embargo, la significación del siglo XVI en que a la etapa anterior de “centros múltiples” y “mundos parciales” sucedió, con el Descubrimiento de América, la concepción de un “centro único”, en totalidad, a partir de lo cual se desarrolla “los esfuerzos que conducirán a la constitución de la Antropología moderna” (1977: 25). Para Mercier –y esto es una perspectiva nueva entre las que hemos visto hasta ahora- existe una continuidad de pensamiento, un único movimiento intelectual que va desde el Descubrimiento del Nuevo Mundo en el siglo XVI hasta la culminación científica de las Ciencias Sociales y de la Antropología en el siglo XIX. Dentro de este enfoque, la Ilustración no constituye una revolución paradigmática en relación con los siglos anteriores: el verdadero momento de “ruptura” intelectual se da en el siglo XVI con la visión del mundo como totalidad, lo cual supone el principio de una reflexión socio-cultural nueva que desembocaría en saber antropológico científico en el siglo XIX. Claude Lévi-Strauss sitúa el nacimiento del pensamiento antropológico en el Renacimiento: “Lo que llamamos Renacimiento fue tanto para el colonialismo como para la Antropología un verdadero nacimiento” (Antropología estructura, 1980, orig. 1958: XLVIII). La Antropología, hasta nuestros días, “no ha hecho sino prolongar hasta sus límites últimos el tipo de curiosidad y actitud mental cuya orientación no se ha modificado desde el Renacimiento”, estibe Lévi-Strauss en su ensayo “Las tres fuentes de reflexión etnológica” (en Llobera, compilador, La Antropología como Ciencia, Anagrama, 1975: 15). Para Lévi-Strauss existe un arco creciente y continuado de reflexión antropológica que arranca del siglo XVI con el Descubrimiento de América, tiene un momento álgido en la Ilustración (proponiendo a J.J. Rousseau como “padre” de la Antropología) y continúa con la Revolución Industrial, que produjo la Antropología científica moderna. Para Lévi-Strauss tiene una gran importancia el Descubrimiento del Nuevo Mundo, que constituyó el primer gran momento de reflexión antropológica, siendo una “revelación cuyas consecuencias intelectuales y morales permanecen aún vivas en el pensamiento moderno” (1980: 17). Para el pensamiento etnológico, tuvo crucial significación “el enfrentamiento de dos humanidades, sin duda hermanas, pero no por ello menos 77 extrañas desde el punto de vista de sus normas de vida material y espiritual” (Ibíd.). La aportación de los españoles, particularmente en la Antropología aplicada fue digna de admiración: aquellas comisiones reales de estudio del siglo XVI, que hoy llamaríamos científicas, constituyen “un gran monumento de Sociología aplicada”, debiéndose valorar también los escritos de algunos autores españoles “donde se revelan los modestos indicios de una actitud verdaderamente antropológica”, todo lo cual, sigue Lévi-Strauss, hace que América haya ocupado “un lugar privilegiado en los estudios antropológicos por haber colocado a la Humanidad ante su primer gran caso de conciencia” (1980: 18). Existe otro grupo de autores franceses, generalmente de orientación marxista (como P. Bonte: De la Etnología a la Antropología: sobre un enfoque crítico de las ciencias humanas, Anagrama, 1971), que parte del presupuesto de que la producción antropológica, siendo un epifenómeno superestructural, debe venir condicionado y/o determinado por un proceso infraestructural histórico-productivo proponiendo al imperialismo europeo como la nodriza genética de la Antropología; en este sentido, parafraseando el dicho del lingüista Lebrija, podría decirse: “¡Majestad, Impero y Antropología van juntas!”. Los que aceptan esta premisa de la conexión Antropológica-colonización, suelen relacionar los distintos tipos de colonización con las distintas formas teórico-prácticas que ha ido tomando la Antropología desde el Descubrimiento de América. Sinteticemos las posiciones francesas frente a la producción Etnográficaetnológica española de siglo XVI y la génesis de la Antropología. 1. A diferencia de los inglés-parlantes, resaltan como significativas la “reflexión antropológica” (LéviStrauss) y la constitución de un “centro único” (Mercier), que supuso el Descubrimiento y el primer imperialismo moderno, al que acompañó la primera forma de ideología antropológica (Bonte y marxistas). 2. La constitución de la Antropología científica moderna se realiza con la Ilustración del siglo XIX (muchos de ellos franceses). 3. No dan valor singular a los autores y obras concretas de los españoles del siglo XVI, de los que prácticamente no tratan, y parecen no conocer (coinciden todos, menos Lévi-Strauss, que es quien sostiene expresiones más laudatorias para la obra antropológica hispana). 4.3. Los españoles ante los escritos de Indias ¿historiadores, etnógrafos, precursores etnólogos? Los españoles que más han estudiado y publicado sobre los escritos de Indias del siglo XVI han sido historiadores americanistas, quienes generalmente lo han hecho “modo histórico”, y no “modo antropológico”, utilizando ese material como documento de archivo, como fuentes documentales. Si muchos de los autores del siglo XVI titulaban sus obras como “crónicas”, ellos fueron calificados como “cronistas”, una especie primitiva de “historiadores”. Existen, sin embargo, otras “lecturas”, desde la óptica antropológica, sobre los escritos de Indias del siglo XVI . Entre los españoles, entro otros, son notables las aportaciones sobre este tema de JESUS CONTRERAS Y JOAN BESTARD: Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos: una introducción a la Antropología, Editorial Barcanova, Barcelona, 1987, y de FERMIN DEL PINO: “Las fuentes españolas 78 Dada la naturaleza y finalidad de este libro, voy a fijarme en la posición del profesor Carmelo Lisón Tolosana, quien ha estudiado seriamente este problema, y ha publicado un largo y documentado ensayo, que certeramente titula “Pequeña historia del nacimiento de una disciplina” (en C. Lisón Tolosana: Antropología Social en España, siglo XXI, Madrid, 1971, 1-96). Lisón “antropologiza la historia de América” con testimonios fecundos de densidad etnográfica sobre otras culturas, con referencias de Cómara, Colón, Núñez de Balboa, Pascual de Andagoya, Pedro de Arévalo, López de Medel, Sarmiento de Gamboa, Cabeza de Vaca, Diego Durán, Acosta, Zorita, Zuazo, Cortés, Díaz del Castillo, Fernández de Oviedo, Cieza de León, Chanca, Juan de Betanzos, Juan de Torquemada, Torilio de Paredes, Villasante, Arriaga, Molina, Sepúlveda, Vitoria, Sahagún, escritos indígenas y mestizos conreferncias a una larga lista de diccionarios y catecismos en lenguas indígenas. ¿Cómo clasifica y valora esta ingente producción española el profesor Lisón Tolosana? Agudamente tiene este comentario: Si preguntásemos a Durán, Cieza, Oviedo, Sahagún, Acosta, etc., bajo que disciplina clasificarían a su obra y a sí mismos como autores, probablemente responderían unánimes: historia, historiadores. Lo que sería cierto, pero incompleto. Y precisamente el aspecto de su obra que dejarían sin señalar es el más importante. Porque nótese: hacen una historia a espaldas de la historia; los documentos objetivos del pasado que pueden manejar son mínimos y poco profundos en temporalidad. Tienen que valerse del presente para reconstruir e interpretar el pasado; y el presente son las idas y venidas de Cieza por el Perú observándolo todo y dialogando sobre sus cosas con caciques y comunes; los ancianos y jovencitos de Sahagún, su lengua, la semántica; los indios viejos y “pinturas” de Durán, etc. El contorno, costumbres exóticas y monumentos pasan a Cieza explicados por los indígenas; ritos, creencias y religión se filtran en Sahagún a través de la lengua nativa interpretada por sus ancianos y colegiales; sucesos, ceremonias y simbolismo temporal y religioso llegan a Durán en códices y representaciones pictóricas. En otras palabras y esencialmente, lo que recogen, analizan y legan a la posteridad es el modo de ser y comportarse de sus contemporáneos nativos, la interpretación ofrecida por éstos de su pasado histórico. En su esfuerzo por llegar al conocimiento histórico del OTRO son los primeros en agarrarse concienzudamente a la única base que prácticamente tienen: el presente. Escudriñando éste para llegar a aquél inventan la Etnografía y originan la Antropología cultural (Lisón Tolosana, 1971: 73). En el final del ensayo (págs. 94-95) resume su pensamiento, señalando que “todos los problemas considerados como centrales hoy en Antropología han sido tratados en unas u otras: desde la Ecología el estudio de valores. Entre los párrafos que he reproducido saltan atisbos excelentes, y, sin embargo… la plétora de obras etnográficas no cristalizó en algo que como capullo se había iniciado, en algo que estaba al alcance de la mano: en Antropología cultural. Desde luego –y conviene dejarlo remachado- que ninguna nación puede aportar a la historia de la cultura nada equivalente a la riqueza y maestría etnográfica española en el siglo XVI, pero mi pregunta va un poco más allá: ¿por qué de la descripción no se pasó a un análisis científico en profundidad?, ¿a un estudio riguroso y totalmente nuevo de los sobre América prehispánica como precursores de la Etnología europea: problemas historiográficos y científicos”, en Anexos de Revistas de Indias, CSIC, Madrid, 1985, Págs. 107-123. 79 otros hombres, y por consiguiente, del Hombre? En otras palabras, ¿por qué no se llegó a hacer Antropología cultural?”. Ellos fueron pioneros en este nuevo arte, tenían metas muy concretas en su investigación (religiosas, económicas, políticas…) y además “mal podían servirse de la metodología antropológica actual cuando ésta está basada en conceptos, teorías, métodos y técnicas entonces desconocidas en el ámbito intelectual. La imposibilidad en aquel período de un moderno anthropologizzare es pues algo obvio. Y nótese que, no obstante todo esto, mostraron muchos de ellos una rara y sutil curiosidad por el conocimiento empático del OTRO, e incluso hay pruebas de ella –la literatura es abundosa- hasta el final del imperio colonial”. Lo que falló principalmente fue el “marco institucional” adecuado para la severa, reposada y puramente científica consideración y examen del OTRO, sin ulteriores intereses, la entrada de la disciplina e la universidad… “Por esto la Etnografía quedó dormida en estanterías sin llegar a producir su fruto propio, sazonado: la Antropología cultural. El imperio español produjo la Etnografía, el británico –con la universidad- la Antropología”. (Lisón, 1971: 94-95). El profesor Carmelo Lisón Tolosana ha vuelto a poner de manifiesto el valor de algunos de estos autores, como José de Acosta. En su obra Antropología Social: Reflexiones incidentales (CIS/Siglo XXI, Madrid, 1986) se pregunta, en la Introducción (Págs. IX-XIII), “¿Qué es la creación cultural?, ¿cómo toma posesión el antropólogo del pasado?, ¿es valida la comparación antropológica?”. Y además de citar a antropólogos contemporáneos, menciona a otros “pensadores más antiguos, mensajeros y abanderados de las mismas líneas maestras de argumento o investigación, aunque expresadas en tonos y estilos diversos, coloreadas en cada caso y potenciadas por fuertes rasgos personales. El P. José de Acosta (1540-1600) por ejemplo, muestra ya en germen ese elemento intermitente de continuidad o enfoque humanístico propio del análisis sociocultural…” Su objetivo es hacer “discurso” sobre las “costumbres” de las tierras recién descubiertas, sufre el shock cultural que “incita a la reflexión y comparación antropológicas”. Describe sus métodos y técnicas: “alteridad, trabajo de campo prolongado o vivencia sociocultural inmediata y directa, diálogo con adecuados informantes, reflexión, comparación e historicidad”. Acosta contrapuso las obras de la naturaleza a las obras de la esfera “moral”, que hoy llamaríamos cultura. “Estoy seguro –anota Lisón (1986: XI)- de que si Acosta hubiera podido leer, siglos más tarde, estas líneas de Evans-Pritchard: social Anthropology studies societies as moral, or symbolic, systems and not as natural systems, hubiera encontrado en ellas resonancias propias y gozado del eco de su voz interior afortunadamente impresa en Sevilla allá por el año 1590”. En esta línea iría la corriente de pensamiento iniciada por Giambattista Vico en su Scienza Nouva. “Vico, como Acosta otra vez, piensa que sólo una storia dell’idee, costumi e fatti del gener umano ’nos llevará al descubrimiento de ’i principi della stora della natura umana”. Lisón concluye su introducción, señalando que “la Antropología que en este pequeño volumen presento sigue las orientaciones iniciales de Acosta y Vico más que las de Descartes; está en la línea de los antropólogos citados, mentores a quienes releo con agrado, y es, en definitiva, la Antropología que tensa y dispara mi imaginación y me incita a pensar. Por eso la prefiero” (C. Lisón Tolosana, 1986, XIII). 4.3.1. Hablan los hispanoamericanos: la Antropología nació en las Indias 80 Justo es que oigamos a los antropólogos de allende los mares, quienes están más capacitados que nadie para evaluar los escritos producidos sobre aquellas tierras y culturas. Y vamos a comenzar por Ángel Palerm por varias razones; en primer lugar por la influencia decisiva que ha tenido en México y en toda América su Historia de la Etnología (1976), manual obligado en muchas universidades, y sobre todo por su magisterio prestigioso, como director del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores de la Escuela Nacional de Antropología de México y director del Departamento de Ciencias Sociales en la Universidad Iberoamericana y en la Metropolitana. Podemos afirmar –sin exagerar- que Palerm “ha creado escuela”, llegando su influencia a toda América, e inclusive en España, de donde él saliera como exiliado político después de la Guerra Civil. La Historia de la Etnología de A. Palerm comprende tres tomos: “Los precursores” (Alambra Universidad, México, 1982, primera edición 1974), “Los evolucionistas” (Alambra, México, 1982, primera edición 1976) y “Tylor y los profesionales británicos” (Ediciones de la Casa Chata, México, 1977). Esta distribución indica muy claramente la importancia que atribuye Parlerm a las etapas antropológicas anteriores a la Antropología profesional-académica, que sitúa con Tylor “el último de los grandes evolucionistas del siglo XIX y el primero de los grandes profesionales del XX”. En su primer tomo, “Los precursores”, razona su radical posición sobre la importancia de “la historia de la Etnología en la formación de los etnólogos”; para entender mejor la Etnología hay que estudiarla desde sus orígenes; y esto incluye, de manera muy importante, las opiniones que se tuvieron en épocas anteriores. Divide las aportaciones pre-evolucionistas en cinco apartados: I. Precursores del mundo clásico (Heredoto, Platón, Tucidides, Aristóteles, Estrabón, César, Catón, Tácito, Lucrecia). II. Viajeros y descubridores de la era de las exploraciones (Marco Polo, Batuta, Hermano Juan, Cheng Ho, Colón, Cabeza de Vaca, Carvajal, Bernal, Velho, Cardoso, Pinto, Pigaffeta). III. Misioneros y funcionarios de la era de la colonización. IV. Utópicos y rebeldes (Las Casas, Moro, Quiroga, Bacon, Vitoria, Mariana, Rousseau, Saint-Just y Babeuf). Palerm se niega a seguir aceptando “una antropología llamada científica, con la infantil edad de cien años, precedida por unos dos mil años de obras y autores a los que llamamos “precientíficos”, usados primordialmente como fuentes de información, como colecciones y archivos de datos”. Palerm conceptualiza la Antropología como una tradición cultural, que ha tenido muchas formas y modalidades, y una de ellas ha sido la dominante de la escuela británica, pero, sin embargo, hay otras legítimas tradiciones, como son los clásicos y españoles del siglo XVI, a los que hay que estudiar, no sólo como fuentes documentales, sino como “originadotes de técnicas y métodos todavía utilizables…, como representantes de modalidades distintas de ideas y de teorías, que no siempre encajan con lo marcos formales de los paradigmas actuales de la “ciencia”. Tampoco tienen por qué hacerlo. Proceder de otra manera sería mutilar innecesaria e inútilmente la riqueza intelectual de la Etnología” (A. Palerm, 1982:15). La fecundidad antropológica, según A. Palerm, crece y se desarrolla con más rigor con la confluencia de diversos factores: el contacto entre culturas muy distintas; la situación de cambio rápido que se produjo tras la conquista; y la praxis social de 81 Antropología aplicada en el tiempo colonial, así como de su utilización como crítica, reforma y rebelión. Toda esta configuración político-social-cultural tuvo lugar en el choque cultural indo-hispano, y de ahí el muslo de la producción etnológica, sobre todo en el caso de los misioneros y funcionarios “los antecesores más directos de la Etnología moderna…” En este período no sólo se avanza en las técnicas de investigación y descripción, sino que otra vez se comienza a elaborar “teoría”. Quizá lo más importante es que se empieza a “aplicar” la Antropología, y que se la utiliza como un elemento normal y necesario de la información para las misiones, el Gobierno y la Administración pública” (Palerm, 1982:21). Manuel M. Marzal, un extremeño antropólogo en Indias, recientemente fallecido, ciudadano peruano y profesor en el Departamento de Antropología de la Universidad Católica de Perú, es otro estudioso de la aportación española del siglo XVI, habiendo publicado Historia de la Antropología indigenista: México y Perú (Universidad Católica del Perú, Lima, 1981). La posición del profesor Marzal podíamos resumirla en los siguientes puntos: a) Rechaza que la Antropología nazca en el siglo XIX, como ciencia fundamentalmente anglosajona. b) Aunque el contexto ideológico del siglo XVI no permitía el desarrollo de una ciencia autónoma, hubo una descripción y una explicación de los fenómenos sociales, que son propios de la verdadera ciencia. c) En los siglos XVI-XVII se inicia una verdadera reflexión antropológica que intenta describir y explicar el funcionamiento de las sociedades y de las religiones indígenas, utilizando a veces metodología comparada y perspectivas teóricas antropológicamente muy significativas. d) La producción de escritos de los siglos XVI-XVII es de valor muy desigual desde el punto de vista antropológico, existiendo abundante y valiosa etnografía sobre culturas indias, pero también explicaciones antropológicas como las de Sahagún y Acosta, por señalar las más sistematizadas. En México se ha prestado un especial interés y elogio a los escritos etnográficos de los siglos XVI y XVII, no sólo por la utilidad que ellos suponen como fuente de información histórica, como estrategia comparativa para conocer las actuales culturas indias, sino por la publicación en colecciones populares y de fácil acceso de las obras de autores importantes como Sahagún, Acosta, Landa, Durán, Bernal Díaz del Castillo, Motolínea, precedidas por una buena y crítica introducción a cargo de buenos especialistas. Este es el caso del historiador mexicano Edmundo O’Gorman, editor en México de la obra de José de Acosta (F.C.E., 1940 y 1962), y autor de obras con gran influencia como Idea del descubrimiento de América (UNAM, México, 1951) y La invención de América (F.C.E., México, 1958). O’Gorman resalta la aportación especial de Acosta en el método comparativo empleado, que le permitió vislumbrar el proceso evolutivo histórico, al partir de su intento de relacionar el Nuevo Mundo descubierto con Europa y el mundo clásico greco-romano, señalando las diferencias culturales, pero intentando integrarlas dentro de un único esquema histórico, lo cual contribuyó a la “invención de América”. Miguel León-Portilla es un investigador y estudioso de la cultura azteca, particularmente de los textos de los indígenas, que ha denominado y publicado bajo el título de Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista (UNAM, México, 1984, 1ª edición, 1959), donde se incluyen recogidos por Sahagún documentos del Código Florentino, Lienzo de Tlaxcala, Códice Durán, Códice 82 Vaticanom, “Proceso de Alvarado” y “Quejas contra el corregidor Margariño del Archivo de Indias”. Pues bien, León-Portilla, admirador y defensor de las culturas prehispánicas, ha escrito una semblanza en la colección “Protagonistas de América” sobre Bernardino de Sahagún (Historia 16, Madrid, 1987). Estas son algunas de las afirmaciones que hace sobre el valor antropológico de las obras de Fray Bernardino de Sahagún: “Por lo mucho que dejó escrito, con testimonios recogidos de los ancianos y sabios indígenas, consta que fue un trabajor sin reposo. El método que adoptó en sus pesquisas y lo extraordinario de su obra le han merecido el título de padre de la Antropología en el Nuevo Mundo… Gracias a cuanto él alegó, podemos hoy conocer mucho de lo que fue en sus diversos aspectos, la cultura de los antiguos mexicanos… [a él] le debemos como fruto principal de su larga estancia de sesenta años en tierras mexicanas el rescate de no pocas muestras de la literatura en lengua anual (azteca o mexicana) de origen prehispánico. Entre otras producciones hizo el transcribir antiguos himnos a los dioses y las palabras o discursos de los ancianos, así como buena parte de los textos que integran La visión de los vencidos, los testimonios en lengua indígena acerca de la Conquista”. (Miguel León Portilla, 1987: 7-8). El legado de Bernardino Sahagún es haber dedicado setenta años a su “magna empresa de investigador de las cosas humanas, divinas y naturales de las gentes de la que se llamó Nueva España”. Este leonés, nacido en 1500, sale del convento franciscano de Extremadura (igual que Acosta del convento jesuita de Plasencia) y se embarca a América en 1529, mueriendo en 1590 en México, acudiendo a su entierro los señores aztecas de Tlatelolco. Y sobre el valor antropológico de la obra de Sahagún ésta es la conclusión final (pág. 149) del prestigioso mexicano León-Portilla: “Ya lo hemos descrito y hemos visto cómo, adelantándose a su tiempo, sentó las bases de la etnología y la más moderna aún etnohistoria. Con razón ha sido llamado él, no sólo por mexicanos y españoles, sino también por otros estudiosos europeos y de Norteamérica, padre de la Antropología del Nuevo Mundo”. Y en Sevilla, 3 de abril de 1992, el mexicano León-Portilla volvió, en un magno Congreso, a denominar a Bernardino de Sahagún como Padre de la Antropología. No he de ocultar la resonancia emotiva que estas anécdotas del pasado tienen sobre mi vivencia personal: Extremadura es mi tierra, doce años estudié en Plasencia, y de allí salí a América en octubre de 1963, tierra y población de donde salieran casi quinientos años antes, mis admirados Bernardino de Sahagún y José de Acosta. 4.4.2. Bernardino de Sahagún (1499-1590): ¿padre de la Antropología? Mi posición personal va en la línea de los antropólogos hispanos-americanos citados. Es innegable – y nadie intenta ponerlo en duda – que en la Ilustración y posteriormente en el siglo XIX nace un tipo nuevo de saber social y cultural, estructurado en paradigmas teóricos como el evolucionismo, que intenta aplicar al estudio de la sociedad y de la cultura la “metodología científica”, analógicamente similar a la utilizada en las Ciencias Naturales. Este tipo de saber social y cultural es nuevo, y se puede admitir que no existía tal marco teórico-metodológico en el siglo 83 XVI, pudiendo decirse que la “Sociología científica moderna” y “la Antropología científica moderna” se consolidan en el siglo XIX. Pero “ésta no es la cuestión”, o no es toda la cuestión; ¿acaso no existen o no pueden existir otros tipos de saber y hacer verdadera Antropología socio-cultural, que no partan de los presupuestos teóricos-metodológicos del positivismo empiristacientificista del siglo XIX? Por supuesto que Sahagún y Acosta, por poner un ejemplo, no hacían ni podían hacer ese tipo teórico-metodológico de investigación cultural, pero ¿ello quiere decir que no hicieran otro tipo de saber empíricosistemático, que merezca también el calificativo de auténtica Antropología? Al plantearse el problema de la Antropología, como ciencia o como arte humanístico, muchos antropólogos rechazan expresamente los paradigmas teóricos y la metodología naturalista-científica de los clásicos del siglo XIX, ¿esto quiere decir que no hay que considerar como verdaderos antropólogos y sociólogos a Tylor, Morgan, Frazer, Comte, Spencer o Marx? ¿O acaso que Evans-Pritchard, Turner, Geertz y póngase una larga lista de los llamados “simbolistas”, no hacen auténtica antropología, porque no intenten “buscar causas y leyes” y no hablen de “explicación científica”, sino más bien de “comprender”, “interpretar” o “traducir” al otro cultural? Probablemente si una antropólogo-lector del año 2500 leyera las obras de Sahagún, Landa, Acosta, Durán, etc., y algunas monografías antropológicas-profesionales sobre “otras culturas” del siglo XX, encontraría entre ellas más similitud (incluso teórico-metodológico-técnica), que entre estas últimas y Primitive Culture de Tylor (1871), Ancient Society de Morgan (1877), The Golden Bough de Frazer (1890), o las obras de los que algunos consideran “Padres de todas las Ciencias Sociales”, Cours de philosophie positive de Comte, El Capital de Marx o Descriptive Sociology de Spencer. En mi opinión, no existe una sola forma de hacer Antropología, aunque existan unas coordenadas mínimas; hay diversas tradiciones de estudiar y comprender otras culturas, viniendo limitados los marcos teórico-metodológicos por el “tempo” histórico y contexto socio-económico cultural; y una de ellas fue la forma de hacer Antropología sobre Indias en los siglos XVI-XVII. Sin entrar, incluso, en una batalla nominalista –que es algo más- de si aquellos autores son etnógrafos o antropólogos, precursores o padres de la Antropología cultural, precientíficos o científicos de la cultura, lo cierto es que sus obras son más estudiadas y citadas en la Antropología contemporánea que la de autores españoles modernos. He tenido la curiosidad de rebuscar en las Bibliotecas de Universidades norteamericanas y latinoamericanas las fichas de libros de antropólogos españoles actuales y las obras de los siglos XVI-XVII; prácticamente del primer grupo no existen, mientras que del segundo son abundantes, tanto en castellano como las traducidas al inglés. Cuando en las décadas del 40-60 se traducían al inglés las obras de autores como Sahagún, Acosta, Landa, Durán, Motolíni, etc., se anunciaban como “novedad antropológica” importante en el Handbook of Latin American Studies, editado en la Universidad de Austin, el más prestigioso mundialmente “Handbook” americanista. Las monografías antropológicas sobre culturas indias actuales, sobre religión, sobre mitología, organización social, sobre Antropología lingüística, todas –o en su gran mayoría- se sirven de esas fuentes etnohistóricas para analógicamente comparar o rastrear creencias y ritos actuales. 84 Si es cierto que las historias oficiales y los manuales de Antropología anglosajones silencian o minusvaloran la aportación etnográfica española, no sucede así con los antropólogos anglosajones americanistas –desde Redfield, S. Tax, a G. Foster- que en su proceso de investigación descubrieron la crucial importancia de las fuentes españolas, enriqueciendo su trabajo de campo, y sobre todo la conceptualización de sus monografías. Es cierto que han sido los historiadores y los arqueólogos –J. Steward, Murra, Rowe, Carmack, etc.– los que más se han beneficiado de las fuentes etnográficas españolas, pero también los antropólogos socioculturales para investigar las actuales culturas quechuas, aymaras y mayas, con el fin de estudiar las similitudes y los cambios. También los ingleses hispanistas, bajo la prestigiosa figura internacional del historiador John Elliot, han dedicado atención a ese periodo de fecundidad etnológica, que fue el de la colonización española. En el Congreso Mundial de Ciencias Históricas, que congregó en Madrid (septiembre 1990) a 3.000 especialistas de 51 países, algunos de ellos antropólogos, los trabajos etnohistóricos sobre fuentes españolas del siglo XVI, fueron abundantes; un japonés presentó una ponencia sobre Las Casas, y así algunos polacos y muchos inglés-parlantes. El profesor de Oxford, J. Elliot anunció que está preparando un estudio comparativo de la colonización inglesa y española, declarando “El encuentro entre dos mundos es un tema muy actual, en el que se están haciendo cosas muy interesantes. El avance más importante que se ha producido es descubrir y averiguar la reacción indígena ante la llegada de los europeos”. Y para esta empresa los documentos del siglo XVI son los básicos. Prueba de esta mayor relevancia antropológica, concedida actualmente bajo la inspiración de Elliot, es la magnífica obra de Anthony Padgen, publicada por Alianza bajo el título de La caída del hombre natural (1988), pero que en el original inglés, publicado por Cambridge University Press (1982), lleva el significativo título The fall of natural man. The american indian and the origins of comparative ethnology. Quiero terminar este capítulo, con unas anotaciones personales, entresacadas de lo que sobre este tema he escrito y publicado. En mi modesta opinión, habría que dar mayor relevancia al carácter científico-antropológico, que los escritos del siglo XVI pueden encerrar, y que en mi estimación encierran, con todas las limitaciones térico-ideológicas que deben admitirse. Son de capital importancia sus tempranas contribuciones a paradigmas adquiridos muy tardíamente en la Antropología moderna. Podemos señalar, entre otros, la unidad humana y diversidad cultural, el valor que cada cultura tiene, el relativismo cultural (menos en la religión, a lo que no llegaron), la insistencia en el “trabajo de campo” (vivir con los indios), conocer empáticamente y hablar sus lenguas, presenciar y describir según ellos sus fiestas y rituales (perspectiva emic), intentar dar una explicación racional (nivel etic) Sobre este tema tengo un ensayo, que redacté como trabajo de doctorado en la Universidad de Nueva York, en un curso que tomé con W. Fenton, prestigioso historiador de Antropología: T. Calvo, Ethnography and Ethnology in the sixteen century (1976); en él critico a Rowe, a quien le entregué mi trabajo una vez que pasó por España. Y en mi libro Muchas Américas (1990), en el capítulo 1º, sobre “Unidad y diversidad humana”, y en el 2º, sobre “El catecismo Limense como documento etnológico”, vuelvo a exponer mi posición sobre el relevante valor antropológico de los escritos de Indias del siglo XVI-XVII. 85 a sus raras costumbres desde una perspectiva teórico-histórica comparativa, aunque no siempre acertaron en la explicación concepta-correcta, como no lo hicieran en general los Padres de la Sociología (Augusto Comte) o los tenidos por Padres de la Antropología. Algunos escritores del siglo XVI llegaron a enunciar el proceso evolutivo cultural, como las explicaciones que tiene Bartolomé de las Casas sobre la evolución de cazadores recolectores y agricultores. El problema reside en la valoración científica de todo este trabajo. En mi estimación, ellos pusieron algunas bases y coordenadas del estudio científico moderno de la cultura, por lo que merecen ser llamados Padres Fundadores de la Antropología. Esto, indudablemente, tiene una carga etnocéntrica; pero si los británicos, franceses o norteamericanos (que son los historiadores oficiales de la Antropología contemporánea) hubieran tenido tantos y tan buenos escritos como los españoles del siglo XVI, todos los manuales hoy al uso comenzarían su capítulo de génesis paternas por esos autores. Por otra parte, si la mayoría de los antropólogos modernos, incluidos los extranjeros, admiten la concomitancia existencial de Imperialismo y Antropología, ¿Por qué no iniciar la historia de la Antropología con el inicio del imperialismo moderno, que fue el español? (Calvo Buezas, Muchas Américas, 1990). Llamar Padres fundadores de la Antropología a estos autores del siglo XVI puede parecer una pretensión alocada, etnocéntrica y de poca “seriedad” académica, pero en la prestigiosa revista de la Asociación Internacional de Sociología Internacional Sociology, Vol. 5, núm.3, september 1990, donde junto al tema central “Edmund Husserl`s crisis of the sciences”, trae un artículo titulado así: “Ibn Khaldun: The founding father of eastern sociology” (pags. 319-335). Su autor Mahmond Dhaouadi afirma categóricamente: “Ibn Kaldun, as Will be shown, is indeed the founding father of scientific thougt on the dynamics of human societies” (pág. 319, subrayado en el texto). Y así valora, “The Muqaddimach as a sociological work”, a la misma altura de las obras de Comte, Spencer, Töennies, Durkheim, Cooley, Redfield, Becker, Lerner y Parsons, por lo que en todo mérito puede llamársele Padre de la sociología y creador de una teoría social. La anterior digresión es simplemente para mostrar que si otros reivindican en un foro internacional, tan serio y académico como la revista Internacional Sociology, tales “paternidades” de autores antiguos (1332-1406), ¿por qué no hacerlo nosotros con nuestros más próximos? Quiero terminar, no con palabras mías sino con otras más autorizadas, inscritas en piedra en una lápida, ya citadas, colocada en la Universidad de Salamanca por el Instituto Indigenista Interamericano, con sede en México: “A la memoria de Fray Bernardino de Sahagún, Reino de León, hacia 1499, Misionero de la Nueva España desde 1529, fallecido en la Ciudad de México en 1590, investigador insigne de la lengua y cultura de los antiguos mexicanos, padre de la antropología en el Nuevo Mundo, estudiante de esta Universidad de Salamanca hacia los años 1523-28, homenaje de reconocimiento a su obra”. 86 CAPÍTULO 5 RACIONALISMO, EMPIRIA Y CIENCIA SOCIAL: DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN 87 CAPÍTULO 5 RACIONALISMO, EMPIRIA Y CIENCIA SOCIAL: DEL RENACIMIENTO A LA ILUSTRACIÓN En medio de estos procesos históricos y revolucionarios, que supuso el Descubrimiento del Nuevo Mundo, con la consiguiente “globalización” o “mundialización”, que generó cambios profundos de mentalidades, singularmente en la reflexión sobre el “otro” y en definitiva sobre “qué es el hombre”. Dentro de Europa, el Renacimiento convulsionaba el pensar filosófico y las Ciencias Naturales implantaban su reinado, con los nuevos métodos científicos experimentales, y todo esto dentro de la expansión colonial europea, con el capitalismo mercantil y esclavista. Las ciencias sociales, en su acepción moderna, se diferencian de otro tipo de saberes, como es la filosofía social, por su metodología científica. En la cultura grecorromana se desarrolló un espíritu científico, al intentar –racional y lógicamenteexplicar el mundo observable. Pero fue a partir del Renacimiento, con el desarrollo de las ciencias naturales, donde se constituyó la formalización de los métodos experimentales, base de la ciencia moderna y rasgo distintivo del nuevo período en la historia de Occidente. Esa metodología empírico-racional científica se intentaría, siglos más tarde, aplicarla al estudio sistemático de los fenómenos sociales y culturales, naciendo la sociología y antropología científicas modernas en el siglo XIX. A partir del Renacimiento, Copérnico, Kepler y Galileo lucharon por imponer en las ciencias el método experimental. En el siglo XVII se formaliza el racinalismo matemático universal como horizonte intelectual, defendido por Descartes, Leibniz y Spinoza. En este mismo siglo XVII se consideraría la empiria como el fundamento de todo el saber racional, según sostuvieron F. Bacon, Hume, Newton y Locke. Esta “nueva” metodología científica, aplicable a la naturaleza física y humana, se complementaría en el mismo siglo XVII con una crucial modificación de la idea del progreso, en forma de desarrollo secularizado e indefinido sostenido por Fontanelle y una “nueva” forma de ver la ciencia histórica, aportada por G. Vico. De este modo, se ponen en el siglo XVII los fundamentos de la ciencia social moderna: con el nuevo paradigma del progreso secularizado e indefinido de Fontanelle, con la ciencia de la historia de Vico, y sobre todo, con la nueva metodología experimental de racionalistas y empiristas. Todo este proceso cristalizaría espléndidamente en la Ilustración del siglo XVIII, desarrollando los anteriores paradigmas, y culminaría en la sociología y antropología científicas de los siglos XIX y XX, particularmente por la formalización del método científico aplicado al estudio de los fenómenos socio-culturales y un mayor afinamiento teórico y conceptual. 88 5.1. El Renacimiento: Humanismo y metodología experimental Con el Renacimiento, iniciado en Italia en el siglo XIV y extendido por Europa en los siglos XV y XVI, hace explosión una nueva actitud ante el saber. Se intenta recuperar el ideal del saber-único-racional de los griegos, ya que el cristianismo había introducido un dualismo insalvable, dos órdenes de saberes radicalmente diferenciados que eran el conocer por la fe y el conocer por la razón. La Escolástica medieval intentó poner “armonía” entre estos dos órdenes de saberes –el regnum naturae y el regnum gratiae- un esfuerzo intelectual gigantesco que encontró su máxima formulación en la Summa Theologica de Tomás de Aquino (1225-1274). Este intelectual medieval, añorando el armonioso y único saber racional griego, “bautizó de cristiano” –sin consultarle- al filósofo pagano Aristóteles; de esta fusión de filosofía griega, en versión aristotélica y de filosofía cristiana, nacería la Escolástica, paradigma ideológico de todo el Medioevo europeo con grandes influencias en siglos posteriores. Santo Tomás se metió a ingeniero intelectual y construyó la más maravillosa “red de puentes y carreteras” metafísicas: puentes de la “razón lógica” al mundo de la fe, y puentes de concordancia de la fe al mundo racional. La fórmula para amasar el cemento metafísico de esta construcción sería la de intellectus quoerens fidem et fides quoerens intellectum. Pero bajo esa aparente armonía entre fe y razón, y a pesar de todos los esfuerzos empleados para construir puentes mediadores, el foso de separación siempre estuvo abierto. La supuesta “concordia” se consiguió castigando en servidumbre a la razón en beneficio del dogma; la fórmula de expresión, poética y coloquial, fue considerar a la filosofía –léase pensamiento racional lógico- como criada de la teología: philosophia ancilla theologiae. A esta laboriosa construcción filosófico-teológica pronto le llegarían las críticas, partiendo de su propio campo y dentro de la alta Edad Media. El doctor subtilis Guillermo de Ockham (1290-1349), profesor en Oxford, pondría en crisis la Escolástica, crisis que creció más tarde con el movimiento intelectual del Renacimiento, quien colocaría abundantes cargas de dinamita crítica contra el edificio metafísico-ideológico de la Escolástica Medieval. El Renacimiento pondría otra vez al hombre en el centro de la historia, según el lema de Protágoras de que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Estos hombres humanistas del Renacimiento desempolvarían la filosofía griega y buscarían su ideal de único saber, siendo de nuevo el logos quien presidiera el conocer del “único reino y orden que vemos, palpamos y experimentamos” con las fuerzas de nuestra razón y con la ayuda de nuestros sentidos corporales. La semilla del espíritu científico griego, desembarazado del mundo de los sueños y de los mitos, volvía a “renacer” en la cultura de Occidente; así pensaban los renacentistas. Este nuevo espíritu científico y humanista estuvo estructuralmente ligado a la explosión de las ciencias naturales, así como al desarrollo de los nuevos inventos y 89 de los nuevos procesos productivos que se produjeron en esos siglos en Europa, particularmente a finales de XVI con el Descubrimiento del Nuevo Mundo y con la expansión del capitalismo mercantil. Johann Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642) sacarían las consecuencias de la revolución de Nicolás Copérnico (1473-1543), estableciendo los fundamentos de la ciencia moderna al constituir el método experimental como una exigencia ineludible de la explicación científica de los fenómenos observables. La consecuencia más importante que Kepler y Galileo sacaron del descubrimiento de Copérnico fue la siguiente: el sistema antiguo de Tolomeo, que defendía que el sol daba vueltas alrededor de la tierra, es el que más se acomoda a las “apariencias observables”, lo cual nos pone en guardia contra la observación espontánea, porque “nuestros sentidos pueden engañarnos; por consiguiente, es necesario, como requisito,de toda ciencia, un método fiable que evite esos posibles errores, siendo el método experimental científico el único apropiado y válido. Kepler y Galileo sostenían que dicho método experimental, distintivo del saber científico, debía intentarse aplicar, no sólo al mundo físico, sino al humano. Con ello destrozan la diferenciación medieval de los dos mundos –“el reino de la gracia y el reino de la naturaleza”- que conllevaba dos tipos de saberes, el de la fe y el de la razón. Con el Renacimiento vuelva a surgir, con mucha más fuerza, el ideal del único saber racional griego, el logos, enfatizando ahora mucho más la metodología experimental. 5.1.1. Racionalismo y Empirismo en el siglo XVII: “Mathesis Universalis” y experimentación inductiva “Lo decisivo en este punto no es tanto el descubrimiento de hechos nuevos como el de un nuevo instrumento del pensamiento. Es la primera vez en que el espíritu científico, en el sentido moderno de la palabra, entra en fila. Se busca ahora una teoría general del hombre basada en observaciones empíricas y en principios lógicos generales. El postulado primero de este espíritu nuevo y científico consistió en la remoción de las barreras artificiales que hasta entonces habían separado el mundo humano del resto de la naturaleza” (Ernst Cassirer, Antropología filosófica, 1965: 31-32). El anterior texto de Cassirer está dedicado a la obra de René Descartes (1596-1650), que representa la cristalización de la novedad renacentista y el inicio de la sistematización del racionalismo. Descartes, para muchos el primer exponente del pensamiento moderno, consagra con su Discurso del Método (1637) una forma de saber racional, que contribuiría poderosamente al nacimiento de las ciencias sociales. John Bury, realza así la contribución de Descartes al pensamiento moderno: “El cartesianismo afirmaba los dos grandes axiomas de la supremación de la razón y de la invariabilidad de las leyes de la Naturaleza. Su instrumento era un nuevo y riguroso método analítico, aplicable tanto a la historia como al conocimiento físico. Los axiomas tuvieron corolarios destructores. La inmutabilidad de los procesos naturales chocaba con la teoría de una Providencia activa. La supremacía de la razón hizo tambalearse los tronos 90 desde los que la autoridad y la tradición habían tiranizado el pensamiento humano. El cartesianismo constituía una declaración de la Independencia del Hombre. Era en la atmósfera del espíritu cartesiano en la que iba a tomar forma una teoría del Progreso”. (J. Bury, 1971: 67). Es significativo, que el primer título que Descartes pensó para su Discurso del Método, fuera “Proyecto de una ciencia universal que eleve nuestra naturaleza a su más alto grado de perfección”. Descartes retoma el ideal matemático griego de Pitágoras y Demócrito, como el único esquema racional al que deben reducirse los saberes de todas las áreas, físicas y humanas. Partiendo de la “duda metódica” y con el fin de alcanzar “ideas claras y distintas”, se hace necesario aplicar la Mathesis Universalis a la totalidad del ser y del universo. A través del modelo matemático, se intenta establecer un puente entre el “mundo inteligente” humano y el “mundo sensible” físico; para lo cual constituye un uno y único universo físico-humano como campo de estudio, una epistemología única racionalista y un único método cuya expresión es la matemática. Descartes aplica su “Mathesis Universalis”, tanto a la sustancia cogitans (orden divino y humano), como a la substantia extensa (mundo de los cuerpos sensibles). Con ello, no sólo la vieja distancia insalvable entre “espíritu” y “realidad material” se concilian como mundo único cognoscible, sino que la añeja definición escolástica de conocimiento verdadero, como adequatio intellectus et rei, salta por los aires, ya que, en último término, existe identidad entre el pensar y el ser, entre lo ideal y lo real (Cassirer, 1975: 18). Otros filósofos del siglo XVII, como Baruc Spinoza (1632-1677), Nicolás Malebranche (1638-1715) y Guillermo Leibniz (1646-1716), llevarían este racionalismo matemático todavía más lejos. Baruc Spinoza afirma en su Ética (1632) la equiparación entre Dios y la naturaleza, y extiende la geometría matemática a todos los campos de estudio incluido el de la ética, llegando a su ideal de una ética more geométrico demostrata. Hugo Grocio (1583-1645) intentaría también reducir el derecho natural a un esquema matemático; y G. Leibniz descubridor del cálculo infinitesimal, identifica las leyes de la naturaleza con las leyes de la razón, llegando a un panmatematicismo y panlogismo. El racionalismo extiende de este modo su metodología a los fenómenos humanos que antes constituían un dominio autónomo e independiente de la racionalidad empírica. Así lo hacer notar Cassirer: “El racionalismo clásico no se había contentado con la conquista de la naturaleza, sino que había querido erigir también un “sistema natural de las ciencias del espíritu”, sistema armónico y cerrado. Era ya hora de que el espíritu humano dejase de ser un “estado dentro del estado”; era necesario llegar a conocerlo partiendo de los mismo principios y sometiéndolo a las mismas leyes por que se regía la naturaleza”. (E. Cassirer, 1975: 18). De esta forma, el nuevo tipo de racionalismo con el ideal numéricomatemático sería un señuelo recurrente en la historia de la ciencia, incluidas las ciencias sociales. Según los racionalistas cartesianos y filósofos afines, la matemática era aplicable a la física, a la astronomía, al derecho y a la ética; Giambatista Vico daría un singular paso al aplicarla al dominio de la historia con su Scienza nuova. 91 Junto con este racionalismo continental, con carga francesa, se estaba desarrollando en Inglaterra un importante movimiento intelectual, el empirismo inglés, que revolucionaría la teoría del conocimiento y la metodología de las ciencias. Bacon (1561-1628), Locke (1632-1704), Newton (1642-1727) y Hume (1717-1776) van a ser los mejores exponentes de esta metodología empíricocientífica, que se convertiría en el ideal modélico para todas las ciencias, incluidas las sociales. La diferencia principal entre los nacionalistas cartesianos y los empiristas ingleses es la importancia que los segundos dan a la experiencia como certificado de validez del conocimiento humano; de esta forma los métodos empíricos e inductivos desplazan a los métodos deductivos y racionalistas de los cartesianos. Francis Bacon (1561-1626), el “buccinator novi temporis” con su Novum Organum, insiste en la utilidad del saber y en la necesidad de encontrar un nuevo método científico basado en la observación y en la experimentación, rechazando la antigua metodología metafísica con sus “ídolos” de la “caverna”, del “teatro”, del “Ágora” y de la “tribu”, es decir, “los prejuicios” del individualismo, del autoritarismo, del lenguaje y los derivados de la constitución de la naturaleza humana . Isaac Newton (1642-1727), con su Aritmética universal y Principios matemáticos de filosofía natural, sería el gran sistematizador de la metodología empíricoexperimental, concibiendo la aritmética y el álgebra como fundamento del lenguaje matemático-científico, en vez del geométrico cartesiano. John Locke (1632-1704) explicitaría brillantemente la teoría del conocimiento, que presuponía el empirismo inglés. Según la apreciación de Marvin Harris (1978: 9), la obra de Locke An essay concerning human understanding, Locke se convirtió en precursor de todas las ciencias modernas de la conducta, incluidas la psicología, la sociología y la antropología cultural, que subrayan la relación entre el medio condicionante y los pensamientos y acciones humanas. El valor sociológico y antropológico de Locke reside –según M. Harris- en su teoría del “gabinete vacío”, que contra el innatismo defiende que el ser humano es el nacer un “gabinete vacío”, sin ideas, y que éstas las recibe a través de su vida, con lo cual Locke nos estaba hablando de lo que hoy llamaríamos proceso de enculturación. Con estos nuevos paradigmas teóricos y metodológicos, aportados por el racionalismo cartesiano y por el empirismo inglés, se ponen en el siglo XVII los cimientos de la ciencia moderna. Los factores sociológicos, que explican esos cambios radicales en los sistemas teórico-ideológicos de las nuevas filosofías, hay que buscarlos en las profundas transformaciones que experimenta Europa, particularmente Inglaterra y Francia, en el siglo XVII; en este siglo los inventos y descubrimientos técnicos y científicos explosionan al unísono. Veamos los más significativos. En 1610 Galileo inventa el telescopio y en 1611 lo hace Kepler; en Resulta significativo en la historia de las ideas que otro Bacon, Rogerio Bacon, 300 años antes y en plena Edad Media, afirmara la importancia del método experimental para investigar los secretos de la naturaleza. M. Harris atribuye una novedad teórica al “gabinete vacío” de Locke, que en mi opinión constituía un viejo planteamiento escolástico contra las ideas innatas, defendiendo que las personas al nacer lo hacen sin ideas previas; su cerebro es tanquam tabula rasa. 92 1616 William Harvey descubre la circulación de la sangre; en 1639 aparecen las primeras manufacturas de algodón en Manchester; en 1642 Pascal inventa la máquina de calcular y Toricelli el barómetro; en 1647 Pascal realiza los experimentos en el vacío; en 1657 Huyghen descubre los anillos del planeta de Saturno; en 1657 Boyle experimenta su bomba neumática; en 1659 Huyghen observa el planeta Marte; en 1661 se descubre la comprensibilidad de los gases; en 1664 Hoake descubre la cristalografía; en 1664-1685 elaboración por Newton y luego por Leibniz del cálculo diferencial por Newton y luego por Leibniz del cálculo diferencial; en 1668 el telescopio-espejo de Newton; en 1680 Mariotte la respiración de las plantas; en 1682 la máquina de Marly; J. Gray, ese mismo año, la clasificación de las plantas; en 1638 Newton la teoría de las mareas; esa misma fecha Halley confecciona el mapa de vientos; en 1687 Leenwenhoek descubre los glóbulos rojos; en 1689 Dionisio Papín, la teoría de la máquina y en 1705 aparece la primera máquina de vapor en Newcomen. En este clímax de inventos y descubrimientos técnicos, florecieron en el siglo XVII las Asociaciones Científicas para el Progreso de las Ciencias Naturales, siendo modélicas la “Royal Society” de Londres y la Academia de Ciencias de París. Dentro de este contexto, era sociológicamente inevitable que el nuevo saber científico del siglo XVII diera un nuevo tinte al viejo paradigma greco-cristiano del progreso, intentando llevar la nueva epistemología científica al estudio de la sociedad y de la historia humana. Serían Fontanelle y Vico los exponentes en el siglo XVII de esta nueva dirección del saber histórico-social. 5.1.2. La teoría del progreso indefinido y la ciencia de la historia El evolucionismo decimonónico, matriz teórica de la sociología y de la antropología científicas modernas, tiene como base substancial el paradigma del progreso indefinido, concepción que se formaliza en el siglo XVII, siendo Fontanelle el exponente más representativo de esta nueva formulación. Para algunos autores, como John Bury, la idea del progreso indefinido es tan radicalmente substantiva, que antes del siglo XVII no debe hablarse de la idea del progreso. Los griegos, según J. Bury, no pudieron formular una teoría del progreso debido a su concepción cíclica de la historia, a sus ideas degenerativas y a sus creencias en las “moiras”, es decir en el sino fatal. Tampoco era posible la idea del progreso en el Medioevo cristiano, a pesar de la aportación agustiniana, porque la creencia en la Providencia activa se contradice con una teoría del progreso humano. Así dice J. Bury: “La doctrina del Progreso no podía germinar mientras la doctrina de la Providencia se hallase en una supremacía indiscutida. Y la doctrina de la Providencia tal como fue desarrollada en “La ciudad de dios” de San Agustín dominó el pensamiento de la Edad Media. Además existía la doctrina del pecado original como un obstáculo insuperable para la mejora moral del género humano, mediante algún proceso gradual del desarrollo”. (J. Bury, 1971: 30-31). Según esta perspectiva sostenida por J. Bury y por otros autores, podemos decir que hasta que no se desentaponó la visión de la historia, descorchando el dogma de la Providencia y dejando correr hacia el futuro las fuerzas inmanentes y 93 naturales del esfuerzo humano, no era posible que surgiera una auténtica teoría del progreso de la humanidad. Según esta posición, el Renacimiento, con su confianza en la razón humana y su exaltación del valor de la vida terrenal, prepararía el camino a la germinación en el siglo XVII de la idea del progreso con Bodino, Bacon y sobre todo con Fontanelle, que luego cristalizaría secularizado y sistematizado en la Ilustración del siglo XVIII, culminándose en las teorías de la evolución de los sociólogos y antropólogos decimonónicos. En consecuencia, afirma J. Bury y otros autores, no debe hablarse de la idea del progreso antes del siglo XVII. Muy distinta perspectiva toman otros historiadores de las ideas, para quienes el paradigma del progreso parte de los griegos y de los cristianos medievales, dándose una continuidad hasta nuestros días. La introducción del nuevo concepto en el siglo XVII del progreso “indefinido” fue significativo, pero debe considerarse como una modificación de la vieja metáfora del desarrollo; de esta forma lo expresa: “La idea del progreso indefinido es una modificación ciertamente trascendente de la misma visión de crecimiento y desarrollo… Nadie puede prescindir de la importancia de una visión del progreso de extensión indefinida en el futuro. Pero desde el punto de vista estricto de las ideas, nadie puede quitar la importancia de las premisas metafóricas comunes de las tres declaraciones (griegos, cristianos y modernos)”. (Nisbet, 1976: 104). Robert Nisbet en sus dos obras de Cambio social e Historia (1976) y sobre todo en La idea del progreso, intenta rebatir la tesis de J. Bury (1971) de que en el Medioevo cristiano no existía la idea del progreso. “A comienzos del siglo XIII la idea del progeso estaba en pleno auge”, afirma R. Nisbet (1981:118), siendo un estereotipo prejuicioso y sin fundamento histórico el presentar a “la Edad Media como una época en la que sólo brillan la teología y la contemplación de lo espiritual y sobrenatural” (ibid.). El interés medieval por el progreso del mundo material y su proyección hacia un dorado futuro se patentiza a través de los “Paraísos terrenales”, como el presentado por Joaquín de Fiore (siglo XII) y los movimientos milenaristas medievales, como lo ha demostrado Norman Cohn en su obra The Pursuit of Millenium (1957). Esta visión del futuro dorado medieval se desarrollaría aún más en el Renacimiento con Utopía (1516) de Sir Thomas More y la Civitas solis de Tomaso Campanella (1568-1639), plasmándose en los movimientos de la Reforma y del Puritanismo del siglo XVI y XVII. R. Nisbet intenta desmontar otro de los prejuicios sostenidos por John Bury, que vienen de la tesis de Augusto Comte, quien sostenía que en los mundos clásicos y medieval era imposible el florecimiento de la idea del progreso, sobre todo debido a la creencia en la Providencia. La secularización y el rechazo de la Providencia no era, según Nisbet, condición indispensable para el pleno desarrollo de la idea del progreso y de la ciencia social; prueba de ello –y como botón de muestra- está G. Vico, quien supo poner los cimientos de la ciencia de la historia y de la cultura, siendo un fervoroso creyente en la Providencia. Así, Vico escribe entusiasmado sobre su propia obra Scienza Nuova: “Gracias a esta obra escrita en 94 nuestra era y en el seno de la verdadera Iglesia y para gloria de la religión católica, se han descubierto los principios de toda la sabiduría humana y divina ”. Independientemente de esta diversidad de opiniones (Nisbet-Bury), que en mi estimación se trata de una mayor o menor enfatización en unos u otros aspectos de las sucesivas concepciones de la idea del progreso a través de la historia de la cultura occidental, lo importante es señalar la trascendental importancia que tuvo el añadido substancial de progreso indefinido, concepción formalizada en el siglo XVII. Lo significativo de esta nueva perspectiva puede resumirse así: 1) Se pone al progreso mirando al futuro. El pasado y el presente, coexistiendo en el paradigma del progreso, pierden su peso específico y sirven de peanas para el lanzamiento del futuro, que se convierte en el punto central del paradigma progresista. 2) El progreso material y terrenal humano se hace deseable e independiente del orden espiritual y moral. Pueden coexistir las dos perspectivas –la providencialista y la terrenal como en G. Vico- pero en todo caso el orden terrenal tiene un desarrollo autónomo e independiente de toda “tele-dirección” sobrenatural. 3) Es posible el conocimiento científico de las leyes que rigen el desarrollo progresivo humano, de igual forma que el conocimiento de las leyes de la naturaleza física. Veamos, ahora cómo fue formulada la teoría del progreso en el siglo XVII por Bodino, Bacon y sobre todo Fontanelle, unida en cierta manera al desarrollo del racionalismo y del empirismo. Juan Bodino contribuiría a una nueva perspectiva de la historia universal, rechazando la concepción tradicional de la Edad Media de una primera Edad de Oro en los albores de la Humanidad. Por otra parte Bodino dividió la historia universal en tres períodos; primero la dominación de los pueblos del sudeste, luego la dominación del Mediterráneo y en el tercer período la invasión de los bárbaros que trajeron la civilización; en los primeros predomina la religión, en los segundos la sagacidad práctica y en los terceros los inventos técnicos. Esta visión trinitaria de la historia humana, que al mismo tiempo proclamaría F. Bacon, será recurrente en el pensamiento occidental posterior. Juan Bodino, que se encuentra, según J. Bury (1971: 48) “en el umbral de la idea del progreso”, tiene una visión optimista del futuro, rechaza la idea de la degeneración y concibe el progreso de interés común para toda la humanidad. Guillermo Leibniz (1646-1716), el racionalista de la Monadología, acuñó una frase clásica, repetida luego por Darwin y otros evolucionistas decimonónicos, referente al carácter gradual del progreso: natura non facit saltus. Gracias, precisamente, a esta “gradualidad” y “normalidad”, que no es fruto del azar, es posible la ciencia. Como decía Leibniz: “Todo marcha por grados en la naturaleza, y nada salta, y esta regla referente a los cambios forma parte de mi ley de continuidad”. R. Nisbet (1981-13) critica el libro de J. Bury de quien dice que es un “clásico que tiene graves imperfecciones” como haber negado que los griegos y medievales tenían idea del progreso, opinión “que es imposible sostener legítamente” tras la aparición de numerosas obras especializadas después de la publicación de la obra de Bury. “Por otro lado, añade R. Nisbet (ibid.), siendo como era (Bury) esencialmente un racionalista y librepensador, creía que el cristianismo era el último y definitivo enemigo del progreso, y que sólo después de derrotarlo pudieron los hombres llegar a concebir la noción del progreso a finales del siglo XVII según la opinión de Bury”. No obstante esta crítica, Nisbet añade: “a pesar de sus errores y omisiones, la obra de Bury merece respeto tanto por su contenido como por su amplio influjo”. 95 Francis Bacon (1561-1626), empirista inglés, enamorado del saber experimental, declara que el finis scientiarum est commodis humanis inservire, con lo cual se establece la utilidad práctica terrenal como el objeto final de la ciencia moderna, que debe servir para dotar a la Humanidad de nuevas invenciones que acrecienten la felicidad en la tierra y mitiguen sus sufrimientos. De esta forma, ciencia y progreso material se matrimonian en vínculo indisoluble, quedando muy lejos aquella concepción del saber y del especular filosófico como puro enriquecimiento moral del individuo para solaz de su espíritu en las horas de ocio; el saber no es el beneficio preciosista de una élite intelectual, sino el instrumento útil por el bienestar general de la humanidad. Bacon, en Nueva Atlántica, realza la importancia de la ciencia en el próximo futuro de la humanidad. Sin embargo, Francis Bacon aprisionado por la antigua idea de que la humanidad se encontraba en su vejez, “excluyó el concepto de un progreso indefinido en el futuro, lo que es esencial para que la teoría del progreso cobre su verdadero significado y valor” (J. Bury, 1971: 61). Esta connotación del progreso indefinido –radicalmente significativa- sería sistematizada por Fontanelle. Bernard Le Boir de Fontanelle (1657-1757), heredero del espíritu racionalista y geométrico de Descartes, Spinoza, y Hobbes, llamado “anima naturaliter moderna”, consiguió dar una nueva perspectiva al paradigma del progreso. En su obra Digresión acerca de los Antiguos y Modernos (1688) rechazó el viejo principio del “degeneracionismo”, sosteniendo como infundada la admiración que tradicionalmente se venía teniendo por los tiempos “antiguos” de los griegos y de los romanos; defendía que existía una unidad natural de inteligencia, igual entre los antiguos y los modernos, disfrutando actualmente de los inventos conseguidos por las inteligencias de tiempos pasados, pudiendo, por lo tanto, decirse que la humanidad en general progresaba en vez de que degeneraba. Para probar su tesis, Fontanelle muestra los adelantos de su tiempo –en relación con el mundo clásicocomo lo evidencian los progresos modernos en la expansión del comercio marítimo, la producción de riquezas, el desarrollo de la matemática y la física, las fundaciones de Academias Científicas, la abundancia y difusión de libros impresos: “Una buena mente cultivada contiene en cierto modo todas las mentes de los siglos precedentes. No es sino una sola mente idéntica que ha ido desarrollándose y mejorándose todo el tiempo. Pero me veo obligado a confensar que el hombre en cuestión no tendrá ancianidad. Será igualmente capaz de aquellas cosas para las que es apropiado para la flor de su edad, es decir, para abandonar la alegoría, los hombres no degenerarán nunca y no tendrá fin el crecimiento y desarrollo de la sabiduría humana” (Fontanelle, 1688, subrayado nuestro). En esta forma, Bernard Le Boir de Fontanelle preparaba, con su concepción del progreso social indefinido y su racionalismo cartesiano, la ciencia social y de la historia de los Filósofos Ilustrados, prefigurada en la obra de Vico. Giambattista Vico (1668-1744) tituló con razón su obra Scienza Nuova. En ella expone cómo la Divina Providencia había puesto la máquina de la historia en marcha, pero después el desarrollo socio-cultural humano se regía por sus propias leyes. Vico intentaba descubrir estas regularidades naturales y empíricas, y para ello 96 construye una “historia ideal eterna”, extraída de las historias concretas de las naciones. Si las regularidades y similitudes entre los diversos cursos históricos de las sociedades son posibles, es porque todos los hombres tienen la misma estructura mental: “El curso de las instituciones de las naciones fue, es y será tal como demuestra nuestra ciencia, y lo sería incluso si de vez en cuando surgieran de la eternidad nuevos mundos, hasta el infinito, aunque éste no sea el caso. Por consiguiente nuestra ciencia viene a describir una historia ideal atravesada en el tiempo por la historia de cada una de las naciones a lo largo de su ascenso, su desarrollo, su madurez, ocaso y caía” (G. Vico, en R. Nisbet, 1981: 235). Esta “historia ideal” de Vico, puede, en algún modo, compararse con los “tipos ideales” weberianos, puede decirse que antes también que Hegel y Marx, Vico sostuvo que la naturaleza y las mentes humanas crean procesos o actividades inseparables de los contextos sociales en que estaban inmersos. Marvin Harris (1978: 17) estima que la mayor aportación de G. Vico fue “la noción del determinismo histórico”. Como hemos observado en el texto anterior, Vico sigue sosteniendo la visión tradicional cíclica de la historia, dividiendo ésta en tres eras: la de los dioses, que es religiosa y fundada en el parentesco; la edad de los héroes, que es poética y fundamentada en las agrupaciones sociales; y la edad de los hombres, que es prosaica; el paso de una etapa a otra se origina por los conflictos surgidos a raíz de las imperfecciones de la era anterior. En todo este proceso, Vico defiende la “misma estructura mental” de todos los hombres, que nos recuerda el principio evolucionista decimonónico de la “unidad psíquica” de toda la humanidad. Sin embargo, la aportación más importante de Giambattista Vico sería la de señalar la peculiaridad metodológica en el conocimiento científico de la historia social humana: “En Vico, dice H. Schoech (1977: 112) se encuentra por primera vez la tentativa de una vasta elaboración científica cultural de todas las manifestaciones de la vida”. Según Vico, el ideal de la sapiencia humana no está en el conocimiento de la naturaleza, como pensaba Descartes, sino en el conocimiento de lo humano, como es la historia; y este conocimiento humano-histórico requiere otro tipo de conocimiento, distinto del método cartesiano deductivo de ideas claras y distintas. Esta concepción metodológica de Vico establece dos formas de conocimiento: lo verum y lo certum. La forma de conocimiento de lo verum es una forma de raciocinio axiomático, absoluto, construido a base de principios deductivos, cuyo máximo exponente formal es la geometría y su expositor más ilustrativo es Descartes. Pero existe otro tipo de conocimiento –y ésta es la aportación radical de Vico- lo certum, que no depende de axiomas creados intuitivamente a base de deducciones, sino nacidos de la observación histórica de las cosas pasadas y presentes, y cuyo objeto de estudio es la sociedad humana (E. Cassirer, 1975:19). Este segundo campo de estudio, la sociedad, es el más importante y mejor que puede conocer el hombre, porque está constituido por sus propias obras: “La idea de Vico –según M. Harris (1978: 17)- era que, puesto que el hombre era el autor de la historia humana, los acontecimientos culturales tenían que resultarle más fáciles de entender que los acontecimientos físicos”. El mismo G. Vico se expresa así al respecto: 97 “Así como la geometría, cuando construye el mundo de la cantidad a partir de sus elementos, o contempla ese mundo, lo crea por sí misma, también nuestra Ciencia crea por sí mismo el mundo de las naciones pero con una realidad mucho mayor en la medida que las instituciones relacionadas con los asuntos humanos son más reales que los puntos, las líneas, las superficies y las figuras” (Vico, Scienza Nuova, en R. Nisbet, 1981: 233). Giambattista Vico, aunque no llegó a las soluciones y respuestas correctas, se planteó adecuadamente y por primera vez el verdadero problema científico de aplicar la “ciencia” al estudio de las “instituciones relacionadas con los asuntos humanos” y estos objetivos científicos debían conseguirse, no por “deducciones de ideas claras y distintas”, sino por un análisis comparado de las distintas “historias concretas de las naciones”. Esta nueva perspectiva, aportada por Vico al estudiohistórico, constituye una ruptura epistemológica con el mentalismo racionalista de Descartes y un planteamiento correcto de la posibilidad de una ciencia de la historia y de la sociedad humana, posibilidad que se desarrollaría aún más con los Filósofos Ilustrados del Siglo de las Luces. 5.2. La ciencia social, hija de la Ilustración El siglo XVIII representa el tronco axial en la formación de las modernas ciencias sociales. En este punto existe un consenso casi unánime entre la mayoría de los antropólogos y sociólogos, según vimos en el capítulo segundo. Sitúan el nacimiento de las ciencias sociales en la Ilustración, entre otros, Radcliffe-Brown (1975:167), E. E. Evans-Pritchard (1973: 37), P. Mercier (1977: 31), F.W. Voget (1975: 41), I. Rossi (1980: 71), M. Harris (1978:7), J. Llobera (1980:61), R. Firth (en M. Bloch, 1977: 63);y entre los sociólogos, R. Aron (1970: 20), S. del Campo (1969: 67) y C. Moya (1979: 15). La Ilustración del siglo XVIII contribuyó a la formación de las ciencias sociales con las aportaciones siguientes: 1) Concebir las sociedades como sistemas naturales sometidos a leyes que pueden ser estudiados de forma inductiva y empírica. Según Radcliffe-Brown, EvasPritchard, M. Harris y J. Llobera, ésta sería la contribución más importante de la Ilustración. 2) Concebir la historia de la sociedad como una historia natural o conjetural, distinta de la sucesión arbitraria y convencional de acontecimientos singulares. Insisten en este punto R. Nisbet y Radcliffe-Brown. 3) Ofrecer una nueva perspectiva a la ciencia de la historia y a la teoría del progreso, según J. Bury y R. Nisbet. 4) Presentar una versión secularizada de la historia humana y de la dinámica del desarrollo progresivo de la humanidad. Así lo juzgan M. Harris, J. Bury y C. Moya. 5) Buscar explicaciones naturales a los fenómenos socioculturales, con referencias a factores sociológicos, geográficos, racionalistas o materiales. Insisten en esta aportación C. Moya, S. del Campo, R. Aron, M. Harris y J. Llobera. 98 Los filósofos Ilustrados, que se consideran con mayores méritos para figurar en la génesis de las Ciencias Sociales son Montesquieu, Turgot, Rousseau, W. Robertson, Adam Smith, Condorcet, Ferguson, Diderot, Voltaire, C. Helvetius, D’Holbach y J. Millar. En este siglo fecundo que fue el siglo XVIII, “se afirmó el pensamiento que, deslizándose progresivamente de lo filosófico a lo científico, acompañó en los progresos del conocimiento del mundo”, en frase de Paul Mercier (1977:31). De este modo, “es posible vislumbrar… los útiles conceptuales, las materias primas y las primeras experiencias prácticas, todavía vacilantes, de una explicación científica de los fenómenos socioculturales” (M. Harris, 1978:45). Vamos a señalar, a continuación, las más significativas aportaciones a la ciencia social de estos filósofos Ilustrados del siglo de las Luces. 5.3. La historia natural de la sociedad y de las instituciones “Mediante la aceptación de la idea del progreso, surgió entre los pensadores del siglo XVIII la idea de que las instituciones sociales de la humanidadlenguaje, derecho, religiones, etc. –tuvo origen y desarrollo naturales y que en el estudio de las sociedades más simples descritas por los viajeros proporcionaría medios para llegar a una mejor comprensión de la naturaleza y de la sociedad humana”. (Radcliffe-Brown, 1975:163). Esta nueva manera de estudiar la historia social, aunque ya se había apuntado en el siglo XVII con G. Vico, e incluso en el XVI con las “historias naturales de Indias”, va a tomar una nueva perspectiva y radicalidad. William Robertson (1721-1793), de la Ilustración Escocesa, va a utilizar su History of America para probar su teoría del progreso humano, más que para contar los acontecimientos históricos americanos. “Una de las primeras definiciones del estudio que posteriormente pasó a llamarse antropología social” se dio, según Radcliffe-Brown (1975:162) en W. Robertson, quien sostenía que “observando al hombre en todas las situaciones en que se ha visto colocado…hemos de seguirlo en su progreso a través de las diferentes etapas de la sociedad”. Otros autores intentarían escribir “historias naturales” de este tipo y con estos propósitos. Podemos decir que desde finales del siglo XVIII y en el siglo XIX se desarrolló en Europa una obsesión por descubrir la historia natural, llamada también “conjetural”, “hipotética” o “deductiva”, tanto del mundo físico como del orden institucional. Esta forma de investigación que era considerada como científica, se contraponía a la historia convencional, es decir, al recuento de acontecimientos particulares, de personajes y lugares, resultado del azar o de la voluntad caprichosa de los hombres y que, por lo tanto, no obedecía a regularidades y leyes naturales. Al apellidar a este tipo de investigación histórica como natural se intentaba enfatizar la condición “prístina”, “propia” y “substancial” de una cosa o de una institución, mientras que lo convencional connotaba lo “añadido”, lo “arbitrario”, lo “corrupto” y “supersticioso”, que se ha agregado a las instituciones naturales a través del curso de la historia fáctica. La función de la ciencia era descubrir por la razón esa 99 naturaleza y origen natural, es decir, lo consustancial y permanente de las cosas y las instituciones. Este afán por conocer lo “natural” de las instituciones, tenía una finalidad moralizante y progresista: liberar de la corrupta convencionalidad, del error y de la superstición religiosa, la “prístina originalidad y limpieza natural” de las instituciones. El conocimiento ilustrado y la educación serían los mejores instrumentos en esta depuración de convencionalidad corrupta que sufrían las instituciones naturales. Es así como va a surgir con la Ilustración la identificación entre lo natural y lo racional como lo hace notar Gómez Arboleya (1957: 371): “La razón se hace naturaleza y la naturaleza razón”; en el mismo sentido, puede interpretarse la Revolución Francesa como “el triunfo de la razón natural” (C. Moya, 1979: 15). Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) puede representar un ejemplo de este tipo de historia natural, tal como la concebían los Ilustrados. En el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres (1755), Rousseau especifica que su intento es “conjeturar” sobre la historia natural de la sociedad humana que ha pasado por diversas etapas y cambios. La transición desde la primera etapa, el estado de naturaleza, que originalmente tuvo el hombre, a la segunda etapa, se debió a la aparición de la propiedad: “El primer hombre que, habiendo cercado un terreno tuvo la idea de decir ‘esto es mío’ y halló gente bastante simple para creerle fue el fundador de la sociedad civil” (Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, 1755). El filósofo ilustrado se adelantó en un siglo a Morgan, a Marx y Engels, al conceder una importancia crucial a la propiedad privada (Ver R. Nisbet, cap. 4 “La teoría de la Historia natural”, 1976: 140-160). Otro ejemplo de historia natural es La Riqueza de las Naciones de Adam Smith (1723-1790) perteneciente a la Ilustración Inglesa. El título original de su obra es significativo: Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776). El intento de A. Smith no es describir o contar la historia o situación de la riqueza de las naciones, sino “la naturaleza”, las leyes de crecimiento natural, lo que es natural o inherente al proceso de enriquecimiento de las sociedades. Lástima que, habiendo planteado correctamente el problema a investigar, atribuya el origen de las riquezas a causas psicológicas como “el impulso de trueque y cambio”, en vez de a factores sociológicos. Pero lo significativo de Adam Smith fue afirmar la existencia de un proceso natural-autónomo y de unas tendencias naturales en el desarrollo de la riqueza, cuyo conocimiento debía constituir el objetivo de los científicos. Treatise of Human Nature (1793) del escocés Ilustrado David Hume (17171776) es otro intento por “introducir el método de razonamiento experimental en el estudio de las cuestiones morales”, es decir en el análisis de las costumbres o mores. Y su compatriota Adam Ferguson (1723-1816) en su Essay of the History of Civil Society, establece como objetivo de su obra el captar las características generales de la naturaleza humana (las regularidades sociales o tendencias, diríamos hoy), estudiando las instituciones, los instintos y las pasiones humanas. 100 Podemos concluir que, en esta concepción de la historia natural de la sociedad y de las instituciones, los filósofos Ilustrados estaban presuponiendo que las sociedades son sistemas naturales con leyes y procesos propios, independientes de la arbitrariedad y convencionalidad de las voluntades individuales de los hombres; el objetivo precisamente de la ciencia era descubrir esas leyes o “tendencias naturales” de la sociedad. El considerar las sociedades como sistemas naturales que se rigen por leyes suponía la adquisición de un paradigma básico y fundamental en la génesis de las ciencias sociales. El siguiente texto de J.J. Rousseau, es iluminador al respecto: “Empecemos por poner de lado los hechos, ya que no afectan a la cuestión. Las investigaciones que podamos realizar al tratar de este tema no deben considerarse como verdades históricas, sino como razonamientos meramente condicionales o hipotéticos, calculados más bien para explicar la naturaleza de las cosas que para determinar su verdadero origen; al igual que las hipótesis que nuestros físicos establecen diariamente con respecto a la formación del mundo” (J.J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres, 1755). 5.4. A la búsqueda de explicaciones: determinismo geográfico, idealismo y materialismo cultural Otro corte epistemológico importante en el desbrozo del camino para la constitución del saber científico social fue la búsqueda por parte de la Ilustración de explicaciones naturales a los fenómenos socioculturales. Exponente máximo de este nuevo caminar metodológico fue Charles Louis de Secundat, Baron de Bréde y de Montesquieu (1689-1755). Raymond Aron le hace a Montesquieu, junto con Tocqueville, padre de la sociología política; Comte y Marx serían los iniciadores de una segunda y tercera tendencia. A este respecto, puntualiza R. Aron: “Montesquieu es, en mi opinión, un sociólogo, con el mismo derecho que Augusto Comte” (R. Aron, 1970:33). Salustiano del Campo (1969:68) dice del filósofo francés que “es, innegablemente, el máximo representante de las diferencias físicas y culturales observadas entre las diversas sociedades”. También los antropólogos –y personajes tan distantes como Radcliffe-Brown y Marvin Harrisenfatizarán la contribución de Montesquieu a la génesis de la antropología científica. De su obra El Espíritu de las leyes dice Radcliffe-Brown (1975:164) que tiene una “gran importancia en la historia social” y Marvin Harris (1978:18) que es “uno de los más grandiosos monumentos de su tiempo”. Y ¿por qué supuso una aportación significativa a la ciencia social la obra de L’esprit del Lois (1748)?. Montesquieu se percata de que existen muchas clases o tipos de sociedades y que las leyes son diferentes en esas naciones; intenta, entonces, buscar las causas explicativas a esta diversidad de leyes y costumbres; aclara que esta variedad no puede deberse “al capricho de la fantasía” o la caprichosa voluntad individual sino a diversos factores materiales, como la religión, los conceptos de gobierno y de la moral, y sobre todo al clima, todo lo cual contribuye a la creación de la mentalidad general, esprit géneral, de las naciones. 101 “La hipótesis metodológica de Montesquieu –según Radcliffe-Brown (1975: 164)- es la de que los diferentes rasgos de la vida social de una sociedad están en relación mutua como partes de un todo o sistema, y precisamente por haber formulado por primera vez y claramente esa hipótesis es por lo que El espíritu de las leyes tiene tan gran importancia en la historia de la ciencia social. Más adelante veremos que esa hipótesis es un principio conductor de la antropología social moderna”. Salustiano Del Campo (1969: 69) atribuye importancia a la obra de Montesquieu por el abandono de una concepción ideal de la sociedad, siendo “el primero de los relativistas”, al sostener que las leyes e instituciones deben estar en relación en cada sociedad concreta. Su aportación crucial –continúa Del Campo- “consistió en la proposición de que los sistemas de ideas no pueden nunca explicarse totalmente sin hacer referencia al sistema de relaciones sociales en cuyo contexto nacen, se desarrollan y tienen urgencia”; por todo ello, a Montesquieu “se le considera con razón, como pionero de la Sociología del Saber”. Hay que notar, sin embargo, que la perspectiva de Montesquieu estaba cargada de cierto determinismo climático, pero esta manera de pensar constituía el “clima intelectual” de su época; baste recordar la obra de John Arbuthnot, An essay concerning the effects of the air on human bodies (1733), cuyo texto constituyó una inspiración para Montesquieu. Otros autores de la Ilustración tomaron otros caminos en la búsqueda de explicaciones causales a los fenómenos socio-culturales, como se muestra en las obras de Helvetius, Le Metrie, D’Holbach y sobre todo Millar. A esta corriente particular de pensamiento, algunos autores (como Harris, 1978: 37 y ss.) la han bautizado como el “umbral del materialismo cultural” o de la “explicación súper orgánica” o del “análisis tecno-económico”. Claude Helvetius (1715-1771) critica la explicación geográfica de Montesquieu, y sostiene que todas las costumbres y la moralidad, son en último extremo, expresión de las sensaciones físicas y de las necesidades corporales como el hambre, la sed y otras; podemos decir, mutatis mutandis, que Helvetius sostiene una cierta “teoría de las necesidades” a lo Bronislaw Malinowski. Similares modelos materialistas de explicación sostenían J. O. La Mettrie, autor de L’homme machina (1748) y sobre todo Paul Henri Thiry, Barón D’Holbach, quien intentó arrancar del quehacer científico todas las adherenciones supernaturales, expresándose así en su obra: “El hombre es la obra de la naturaleza, existe dentro de la naturaleza y está sujeto a las leyes de la naturaleza… No hay accidente en la naturaleza, no hay casualidad; en la naturaleza no hay efecto sin causa eficiente, y todas las cosas actúan según leyes fijas… En consecuencia, el hombre no es libre ni un solo instante de su vida”. (D’Holbach, Sistema de la naturaleza o las leyes del mundo físico o moral, 1770). John Millar fue el más sistemático en su aproximación a explicar en forma materialista los fenómenos socioculturales: “Durante el siglo XVIII –dice Harris (1978:42)- hubo al menos un autor capaz de la proeza de aplicar consecuentemente en la práctica los principios del análisis tecnoeconómico”. En su obra Observations concerning the distinctions of ranks in society (1771), J. Millar compara las instituciones sociales de rango, autoridad y propiedad de cada uno de los estadios de la evolución, que los clasifica según los distintos modos de producción: cazadores y pescadores, pastores y agricultores, y comerciales. Millar se fija en la 102 teoría del excedente, y según las diferencias en la forma de producción, deduce modos de doblamiento, grado de estratificación social, tipo de organización institucional, formas de familia, reglas matrimoniales, sexualidad y normas de la utilización en el trabajo: “Implícitamente la menos –señala Harris (1978:42)- en todos los casos el orden de la historia es un producto de las condiciones materialistas y reales, y no de la actividad mental”. John Millar hace un análisis de la esclavitud (1771), donde se aparta de las explicaciones de los otros filósofos Ilustrados que veían la esclavitud como un producto de la irracionalidad de las gentes. Millar, en cambio, se fija en los factores económicos y sociales que acarrea la esclavitud como es el beneficio económico y la ventaja de mano de obra barata que supone para el Nuevo Mundo la importación de esclavos africanos: “Como los esclavos [en América del Norte] están todo el tiempo al alcance del látigo del amo, éste no se ha visto forzado a recurrir al desagradable expediente de recompensarlos por su trabajo ni de mejorar su condición, aplicando los métodos que en Europa parecieron tan necesarios y se emplearon con tanto provecho para estimular la laboriosidad de los campesinos”. (John Millar, Observations concerning the distinctions of ranks in society, 1771). 5.5 La Secularización del progreso y los estudios de la historia. Junto a esta visión materialista, la corriente ideológica imperante sería, sin embargo, la idealista. La explicación socio-antropológica dominante en el siglo XVIII fue, sin duda, la del idealismo cultural. Una característica esencial de la Ilustración lo constituyó su fideísmo profundo en las posibilidades de la educación y de la razón. Partían del supuesto de que una vez que los hombres se vieran libres de las ataduras del poder despótico, de las supersticiones religiosas y de la ignorancia, elegirían lo que racionalmente es “lo natural” o lo más conveniente. Por esto, la reforma social debería partir de una labor educativa, es decir, de una “campaña de alfabetización socio-moral”, diríamos hoy. La Enciclopedia (1751-1756), dirigida por Diderot, pero en la que participaron también D’Alembert, Voltaire y Condorcet, reunió en sus páginas todos los adelantos técnicos e ideológicos modernos e intentó convertirse en un instrumento de propaganda y en un medio de “Ilustración” popular. La Enciclopedia constituye la obra de la intelligentsia burquesa en el siglo XVIII (C. Moya, 1979: 17). Por ella se pretendía propagar la “razón natural”, la ciencia y la ideología ilustrada burguesa, en contra de la mentalidad dominante de la aristocracia y del clero; constituía una guerra santa para difundir la luz contra los prejuicios religiosos y contra supersticiones populares, abriendo de esta forma el camino al progreso verdadero de la humanidad. Los Enciclopedistas se creyeron los iluminados profetas de este mensaje y de esta Cruzada, cuyo emblema era la Razón Natural y el Progreso Secular. En todo este planteamiento de la Ilustración subyacen ciertos supuestos cruciales de explicación sociológica y antropológica. En primer lugar, se solapa cierta teoría de idealismo al suponer que la historia humana es fruto del mayor o 103 menor gado de “conocimiento racional” y de la mayor o menor voluntad ilustrada de los individuos, dejando fuera del campo explicativo de los fenómenos socioculturales a los factores económicos, sociales y materiales. En este sentido, la Ilustración creía, en consecuencia, que los males sociales podían reformarse con “buena voluntad” y con una dosis de educación ilustrada, olvidándose de la necesidad de cambios en las instituciones y estructuras sociales. Existe, sin embargo, otro segundo supuesto importante en el planteamiento de los Filósofos Ilustrados. Al afirmar que las diferencias entre los distintos grupos sociales y sociedades históricas eran explicables fundamentalmente por razones de mayor o menor educación racional-ilustrada, estaban presuponiendo algo muy significativo, que es la igualdad fundamental de todos los hombres de todas las épocas, clases y razas. De igual forma, se presuponía que todos los pueblos tenían la capacidad de llegar al mismo nivel de progreso, porque todos podían igualmente ser “educados” o “iluminados” por la luz de la razón natural. Esta ausencia de racismo y afirmación de igualdad fundamental en todos los hombres, constituye un hermoso timbre de gloria de la Ilustración, dado que en el siglo XIX se dio un vergonzante retroceso con su racismo y su fanático etnocentrismo. Hasta el siglo XX, particularmente con Mind of primitive man (1911) de Franz Boas, no se recuperaría la creencia en la universal capacidad humana de enculturación y la defensa del relativismo cultural, que vislumbraron certeramente los filósofos Ilustrados del siglo XVIII, particularmente Rousseau, Helvetius y Turgot. El siguiente texto de Anne Robert Jacques, Baron de L’Aulne Turgot (1727-1781), puede servir como exponente del relativismo cultural y del igualitarismo defendido por las intelectuales del siglo de las Luces. “Las disposiciones primitivas son tan activas entre los pueblos bárbaros como entre los civilizados. Probablemente son las mismas en todo tiempo y lugar. El genio está disperso por todo el género humano como el oro en la mina” (Turgot, Plan de deux discours sur l’histoire universelle, 1970). Con la Ilustración, el viejo paradigma del progreso va a tomar nuevos y significativos contenidos. El desarrollo de la humanidad se ve desde una perspectiva secular y las sociedades se clasifican por una serie de estadios fijos, dentro de una dirección unilineal, siendo la clasificación más frecuente la de sociedades primitivas, salvajes y civilizadas. En esta visualización se presuponía la unidad psíquica de la humanidad. Apuntemos algunas aportaciones a este respecto por parte de los filósofos Ilustrados. Voltaire, seudónimo de François Marie Arouet (1694-1778), fue un apóstol del progreso secular y de la lucha contra los prejuicios e instituciones que impedían el avance de la razón ilustrada y del progreso. En su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y sobre los principales hechos de la historia, desde Carlomagno hasta la muerte de Luis XIII (1756) sostiene que las guerras y las religiones han sido los mayores obstáculos al progreso de la humanidad, por lo que deben ser abolidas si se desea que el progreso avance. Se debe dejar el paso libre a la razón universal, la cual forma parte de la naturaleza humana y no puede ser totalmente extirpada a pesar de las pasiones, los tiranos y los impostores religiosos. 104 Claude Adrien Helvetius (1715-1771) basaba la ley del progreso en la teoría de la perfectibilidad humana, según lo expone en su obra De l’esprit (1758). Su tesis era que todos los hombres y todas las razas son capaces de perfeccionarse, ilustrarse, educarse, y por ende, progresar. En el mismo sentido, el Barón D’Holbach afirmaba en su Sistema de la naturaleza (1770) que el progreso era natural y necesario para todos los pueblos, independientemente de la Providencia y de la voluntad de Dios, dogmas en los que el agnóstico Barón no creía. Los fisiócratas o economistas franceses como Quesnay, Mirabeu y Mercier de la Riviére defenderían que el fin del progreso, como el fin de la sociedad, era el conseguir la mayor felicidad terrestre para el mayor número posible de miembros de la sociedad. El objetivo principal de los gobiernos era impulsar ese progreso y felicidad terrenal en beneficios de la mayoría social. En Inglaterra esta vertiente terrenal de progreso se hizo aún más explícita. Adam Smith (1723-1790) siempre defendió en sus escritos, tanto en The Wealth of the Nations (1766) como en The Theory of social Sentiments (1759), y en Essays on Philosophical Subjects (1795), esta perspectiva terrena del bienestar, sosteniendo una historia gradual del progreso económico de la humanidad, y una posibilidad de un aumento indefinido de la riqueza, a lo que contribuiría la ampliación de un mayor y más libre comercio mundial. En Alemania, la causa del progreso vendría arropada bajo tules filosóficos, personificados en pensadores de la categoría de Kant y Hegel. Inmanuel Kant (1724-1804) trató este problema en su Historia Universal basada en un plan cosmopolita (1784), prefigurando un progreso ético para el futuro de la humanidad en que se desarrollarían las semillas de la razón natural en la que fundamenta la moralidad social. El siguiente párrafo de Kant es significativo: “Me aventuré a suponer que como la raza humana avanza continuamente en civilización y cultura como su finalidad natural, de la misma forma progresa y mejora continuamente en relación con el fin moral de su existencia y que este progreso, aunque pueda ser interrumpido algunas veces, no puede cesar o interrumpirse por completo” (Kant, 1784). Hegel, en su nombre completo Georg Wilhelm Friedriech Hegel (1770-1837), desarrollaría su especulativa visión de la historia de la humanidad dentro de una dinámica necesaria de progreso, realizada a través del “Espíritu de la Libertad” que se encarna en la Voluntad del Estado, representado en la última época por el Espíritu de Alemania, que es el “Espíritu del Mundo Moderno y del Progreso”. Esta gama de teorías variadas sobre el progreso por parte de los Ilustrados ingleses, franceses, escoceses y alemanes, podemos reducirla a dos aportaciones fundamentales, que han tenido importantes y decisivas consecuencias no sólo teórico-ideológicas, sino político-sociales en la historia Europa: concebir el progreso como libertad y poder. Con el primer paradigma, progreso como libertad, se afirma que el último objetivo del progreso social es que la libertad individual se vaya afianzando progresivamente en el mundo, debiéndose progresar en la supresión de las trabas que limitan la libertad de pensar, trabajar y comerciar. El criterio para medir el 105 progreso era el grado de libertad que gozaron los individuos de cada sociedad (R. Nisbet, 1981:254). Este paradigma iría indisolublemente unido a la ideología política del liberalismo que se basa en la libertad individual entendida como forma de progreso. El desarrollo social –estiman los liberales- no tiene fin, pero su camino es lento y los pasos a dar para reformar la sociedad deben ser graduales y pausados (J. Bury, 1971: 214). Dentro de esta primera perspectiva del “progreso como libertad” puede incluirse –según R. Nisbet (1981: 254 y ss.)- a Turgot, Adam Smith, Condorcet, Thomas Malthus, I. Kant, John Stuart Mills, los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América, y en el siglo XIX, a Herbert Spencer. El segundo paradigma que surge de la Ilustración es el progreso como poder, visualización que está en relación con las nuevas doctrinas nacionalistas y estatistas, así como también con la ideología de signo racista y del utopismo social. El progreso y el poder pueden ponerse al servicio de las más variadas y contradictorias causas sociales y políticas. En cada una de estas versiones – nacionalista, estatista, racista y utópica- se vincula el poder a la perspectiva del progreso, pero lo común en todas ellas es que se desea, se exige, o se impone el progreso en nombre de algún tipo de liberación, de alguna forma de salvación o de redención social en la tierra (R. Nisbet, 1981:332). Se trata de un poder que dirija, oriente y de forma a la conciencia humana, a veces por medios bruscos y rápidos, impuestos por la fuerza de la lucha social o del instrumento del Estado. A diferencia del liberalismo y del primer paradigma del progreso como libertad individual, en esta segunda conceptualización se presupone que hay que acelerar, aunque sea coercitivamente, el progreso, ya que está a la vuelta de la esquina. Esta concepción del “progreso como poder” ha servido de base legitimadora a muy diversas doctrinas políticas y movimientos, desde el socialismo utópico, pasando por el comunismo marxista, hasta los fascismos nacionalistas y otros. No obstante, hemos de hacer notar algo importante. En el siglo XVIII, como en los siguientes, no todos los pensadores eran visionarios del progreso; hubo también teóricos de la degeneración y heterodoxos del dogma progresista. Donde unos veían los umbrales de un nuevo amanecer mejor y más progresivo, otros como Bonald, Alexis de Tocqueville y Bunhard, presentían los síntomas de un regreso socio-moral para la humanidad, no creyendo en un progreso unilineal e indefinido de la raza humana. En este sentido hay que señalar la posición particular de J.J. Rousseau, quien el mismo año (1750) que Turgot hacía el canto al Progreso en la Universidad de la Sorbona, Rousseau defendía en la Academia de Dijon su teoría del regreso histórico. Rousseau, el más empático con las masas pobres de su tiempo (empatía completamente ausente en personajes ilustrados como Voltaire), comprobaba que todo el homenaje laudatorio a su tiempo por los adelantos técnicos y sociales beneficiaba únicamente a una pequeña minoría elitista, opulenta y culta, mientras que las masas vivían en la secular y tradicional miseria. Si tal era el resultado de una civilización y de un progreso, se decía Rousseau, ¿qué se podía esperar de él? Rousseau era, sin embargo, un creyente en el progreso, a pesar de la manifestación de algunos signos externos y evidentes de degeneración social; intenta buscar el remedio a los males de la excesiva opulencia y miseria con una educación popular en la razón y en el bien, ya que esto constituye la verdadera causa malorum. 106 Rousseau ignora en definitiva, como los idealistas culturales, las profundas causas sociológicas e institucionales de la desigualdad social, a pesar de que tuvo acertadas intuiciones, como la de la propiedad privada. Condorcet, Marie Jean Nicolás de Caritat, Marqués de Condorcet (17431784), el miembro más joven de los Enciclopedistas y un enamorado del progreso, vio su cabeza amenazada por la guillotina bajo el terror de Robespierre, pero esto no le sirvió de obstáculo para seguir creyendo en el desarrollo progresivo de la humanidad, escribiendo en la cárcel su Bosquejo de un cuadro histórico del Progreso del espíritu humano (1793). En esta obra divide la historia humana en diez periodos. La periodización del progreso era un viejo rasgo de la teoría del desarrollo, siendo la división trinitaria la más común y la que luego se impondría en el evolucionismo decimonónico. Así, en el siglo XVIII Montesquieu habla de salvajes y bárbaros, como etapas anteriores a la presente; Turgot señala las fases cazadora, ganadera y agricultora; A. Ferguson se refiere a salvajes y bárbaros; W. Robertson habla de salvajismo, barbarie y civilización, y así, otros sostienen parecida periodización trinitaria. Concordet, sin embargo, sostiene la teoría de los diez períodos de la historia humana, a través de los cuales ha ido sucediéndose un progresivo desarrollo en el saber, emancipándose cada vez más la razón de las cadenas de la ignorancia y de la superstición. También Condorcet, como la mayoría de los Enciclopedistas, parte de una visión idealista de la vida social, olvidando a veces la importancia de las instituciones en el desarrollo de la historia humana. Voy a terminar nuestro acercamiento a la Ilustración, matriz generadora de las Ciencias Sociales, haciendo referencia a la perspectiva utópica que contenía la teoría del progreso de los Filósofos Ilustrados. El marqués de Condorcet prevé en la última etapa de la historia humana, es decir en el décimo período del progreso, hermosas realidades para la humanidad. Para ese tiempo venidero llegará la igualdad de los sexos, ya que habrá desaparecido la desigualdad social, que es el verdadero obstáculo para que el progreso siga su curso natural. Dentro de esta perspectiva utópica es donde debe situarse la crítica a la civilización y su aparente envidia de los salvajes primitivos por parte de algunos filósofos Ilustrados. Esto es evidente en el caso del “buen salvaje” de Rousseau. En el primer estadio, los salvajes más primitivos vivían aislados en estado de naturaleza; en el segundo estadio se agruparon y constituyó el estado más feliz de la humanidad; en el tercer estadio se desarrolla la metalurgia y la agricultura y aparece la propiedad privada, que es la causa malorum y el origen de las desigualdades, según Rousseau. Es decir, el desarrollo de la humanidad ha traído consigo las crecientes desigualdades, pero la dirección última del progreso –he aquí el elemento utópico –apunta hacia sucesivos periodos en que esas desigualdades desaparecerán. En este mismo sentido va el esquema de Condorcet. A pesar de vivir el Terror de la Revolución y ver su cabeza amenazada por la guillotina, sigue creyendo en los ideales Ilustrados, que eran la fe en el progreso y en los derechos del hombre. Su experiencia personal, al comprobar que la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano (1791) caía hecha añicos bajo el Período de Terror Revolucionario, no le apartó de su sueño utópico de igualdad social. 107 Rousseau, Condorcet y algunos otros Ilustrados habían diseñado un modelo “ideal” de progreso, en que reinaría la igualdad social y el bienestar llegaría a la mayoría de los ciudadanos y no sólo a la élite culta y opulenta. Existiría, además, la igualdad entre todos los pueblos de la tierra: una civilización uniforme se extendería por todo el mundo, que quitara las diferencias entre razas avanzadas y retrasadas. Según Condorcet, los pueblos atrasados llegarían en el futuro a ascender a la condición de Francia y los Estados Unidos de América, ya que no hay pueblo que esté condenado a no ejercitar jamás la razón. ¡Hermosos ideales y utopías sociales! Lástima que el “principio del deseo” – en el decir freudiano- no coincida con el duro y prosaico “principio de realidad”. La sociología, que se desarrollará en el siglo XIX, pondría de manifiesto el poder dictatorial de las estructuras sociales y los conflictos de clases y naciones, dando como resultado un triste y explotador cuadro de desigualdad social y un incremento en los prejuicios raciales y nacionalistas. Hay que advertir, sin embargo, que la dosis utópica de algunos Ilustrados fue una crítica eficiente y sirvió de semilla fecunda para las ideologías liberales y socialistas, así como para los movimientos obreros del siglo XIX, que exigirían la participación e igualdad en la sociedad industrial moderna. En forma novedad fantasiosa pueden vislumbrarse estas utopías sociales y naturalistas de “buen salvaje” en la obra de Mario Vargas Llosa, El paraíso en la otra orilla (Alfaguara, Madrid, 2003), con los personajes de la feminista progresista Flora Tristán y el pintor impresionista Paul Gaugin. 108 SEGUNDA PARTE ANTROPOLOGÍA CIENTÍFICA MODERNA: EL EVOLUCIONISMO COMO PRIMER PARADIGMA Tomás Calvo Buezas 109 CAPÍTULO 6 EL EVOLUCIONISMO: TEORÍA Y MÉTODO 110 CAPÍTULO 6 EL EVOLUCIONISMO: TEORÍA Y MÉTODO “Si deseamos una fecha, podemos escoger la de 1870 como la de comienzo de la Antropologia Social" dice Radcliff-Brown (1975, orig. 1958:72); y cita a continuación los nombres de Tylor, McLennam, Morgan y Frazer. Evans Pritchard (1973:43) sitúa en la década de 1861-1871 la génesis explosiva de la antropología científica moderna. Paul Mercier (1977) señala las fechas de 1860-1880 como la sistemetización de la antropología clásica, citando como inmediatos predecesores a Klem, Waitz y Boucher de Perthes de la década de 1840 y 1850. Todos estos antropólogos decimonónicos -perteneciendo a distintas geografías como Inglaterra, Francia, Alemania Suiza y Estados Unidos- tomaron similares senderos por la senda del evolucionismo, rastreando el origen y desarrollo en el tiempo de las instituciones sociales. “El momentum cultural –como en los inventos simultáneos y en independencia, logrados en torno a esas mismas fechas- lo hacían inevitable” (C. Lisón, 1978:231). Es indudable que esta producción antropológica no nació in vacuo, ni por generación espontánea. Para la adecuada explicación de este fenómeno, hay que situar este boom evolucionista en sus múltiples contextos: social, político, científico. Especial importancia hay que conferir a la convergencia de la arqueología. La etnografía y a la historia dentro de las mismas coordenadas y de similares propósitos. Todos estos factores, desde los políticos hasta los nuevos planteamientos biológicos, condicionarían, impulsarían y reforzarían el evolucionismo antropológico. Veamos, pues, el contexto sociopolítico y científico de las teorías evolucionistas. Hemos hecho referencia anteriormente a dos fenómenos sociopolíticos. Que se deben necesariamente tener en cuenta para comprender el triunfo teóricoideológico del evolucionismo, dominando el campo científico frente a otras alternativas, como el degeneracionismo y el difusionismo, que también intentaban abrirse paso en el siglo XIX. La expansión imperial europea de siglo XIX, con el reparto colonial del mundo, presionaba y reforzaba – independientemente de la voluntad individual o corporativa de los antropólogos – una doctrina ideológica, que legitimara la división jerárquica del mundo, siendo apropiado para ello la escala de primitivo-bárbarocivilizado, ya que éstos últimos eran europeos imperiales, representantes modélicos del progreso universal. Este contexto geo-político no debe nunca olvidarse en la explicación del explendor antropológico-evolucionista del siglo XIX. El otro gran condicionante es la Revolución Industrial (S. del Campo, 1962) y la Revolución política europea (C. Moya, 1971 y 1979). Estos dos grandes y complejos fenómenos, que están estructuralmente imbricados, “posibilitaron y exigieron”, en 111 frase de Gómez de Arboleya (1957:10) la formalización definitiva de la metodología científica positivista, aplicada a las ciencias sociales. Podemos decir, grosso modo, que la expansión imperial europea impulsó el marco teórico de las nacientes ciencias sociales, que fue el evolucionismo; mientras que la sociedad industrial burguesa consagró la metodología científico-social. Y debemos enfatizar que tanto la teoría evolucionista como la metodología científicopositivista fueron identicas para la sociología y la antropología. Ambas disciplinas tienen similar nacimiento y arranque teórico-metodolólgico: luego, a partir de 1860 (F. Voget, 1975:143), comienza la “especialización antropológica” con Bachofen, Maine, McLennan, Taylor y Morgan, quienes hacen especial referencia al pasado histórico y a los hombres primitivos. Sociología y antropología, a pesar de susu diferencias en el campo de estudio y en connotaciones teóricas, tienen en el siglo XIX similares perspectivas e intereses que pueden enunciarse des siguiente modo. 1º. El positivismo cientifista fue un “horizonte intelectual en el siglo XIX” (C. Moya, 1970:20), tanto para la sociología como para la antropología. 2º. Los intereses para ambas disciplinas eran similares. Es cierto que los sociólogos decimonónicos estaban más interesados por la sociedad industrial europeas y sus instituciones, mientras que los antropólogos tenían su punto de mira en la “historia pasada” y en los grupos primitivos. Pero esra diferencia es más aparente que real; el interés de los antropólogos por la historia y por los salvajes era subsidiario, accesorio, instrumental: ellos estaban interesados, al igual que Comte, Spencer o Marx, en la comprensión de la sociedad industrial europea del siglo XIX. Si los antropólogos rastreaban los orígenes históricos o utilizaban datos etnogáficos de primitivos, no es que tuviesen como objetivo prioritario conocer el mundo antiguo o las culturas salvajes (¡ a unos y a otros lo «traían sin cuidado los salvajes»!). A los antropólogos decimonónicos les interesaba “su sociedad europea” y sus instituciones, como su religión, su forma de parentesco, su derecho, su gobierno y su propiedad. Para explicar sus contemporáneas formas institucionales, recurrían, como mera estrategia heurística al pasado histórico o presente salvaje, porque “suponían” que así podía recontruirse el desarrollo evolutivo de dichas instituciones hasta llegar a su forma actual europea; conociendo su pasado y su historia, creían poder explicar mejor su presente, que era en lo que realmente estaban interesados. Esto nos explica el porqué tanto los antropólogos, como los padres fundadores de la sociología – Comte, Spencer, Marx y otros – recurrían al estudio de los orígenes, partan de los estudios evolutivos y utilicen el método comparativo. Podemos, por lo tanto, afirmar que las Ciencias Sociales se formalizan en el siglo XIX con similar marco teórico, metodología e intereses. El evolucionismo, el método positivista y el objeto prioritario de explicar la sociedad industrial moderna – con sus instituciones tradicionales y sus cambios – constituyen el Acta de Nacimiento de la sociología y de la antropología científica moderna. Generando, condicionando, impulsando y reforzando la teoría evolucionista y la metodología positivista, estaban los procesos infraestructurales productivos de la sociedad industrial burguesa y su expansión geo-política imperial. 112 6.1. Evolucionismo biológico, arqueología y prehistoria Otro contexto importante a tener en cuenta en la formalización de la antropologia moderna es el científico. Los resultados de otras ciencias afines dieron una tonalidad diferente y un impulso gigantesco al quehacer específico antropológico. Me refiero a las aportaciones de la arqueología, geología, etnografía y biología, que proporcionaron un vasto campo de datos sobre la especie humana, sobre la historia de la humanidad y sobre el desarrollo cósmico. Todo este material de base facilitaría la cristalización de la antropología como ciencia. La cantidad de datos diversos – arqueológicos, biológicos, históricos y etnográficos – eran un caos “sin orden ni concierto”, aparentemente un mundo caprichoso con un cúmulo inmenso de hechos sin explicar. El desafío de la naciente ciencia antropológicaconsistió en buscar un propio orden, que explicara tanta similaridad, y a la vez tanta diversidad, - en tiempos y espacios tan distantes – de las instituciones y fenómenos socioculturales. Ese principio explicativo de las diferencias y semejanzas culturales sería el viejo paradigma europeo del progreso, pero ahora convertido – por el nuevo enfoque y rigor metodológico – en una hipótesis científica. Fue esta convergencia de elementos dispersos de otros campos – datos biológicos, geológicos, arqueológicos y etnográficos – amasados todos ellos con la renovada harina paradigmática progresivo-evolutiva, y procesados por elaboración, no filosófica, sino por el intento de una metodología científico-comparativa, lo que dio como resultado la sistematización de la antropología científica en a segunda mitad del siglo XIX. Un soporte significativo de la génesis científico-antropológica fue el evolucionismo biológico. A nivel popular, y de elemental manual académico, suele citarse On the Origin of Species (1859) de Charles Robert Darwin (1809-1882) como el progenitor del evolucionismo, como si la teoría de la evolución biológica fuera el primum movens de la evolución social y cultural. Pero más bien hay que decir al contrario: la teoría de la evolución de las especies y despues la del hombre fue el resultado de la aplicación de la teoría del progreso y del evolucionismo socio-cultural al campo de la biología; o mejor podríamos decir que ambas tendencias – biológica y cultural – fueron el resultado del mismo movimiento teórico evolucionista. Sobre este punto han insistido Ernst Cassirer (1945 y 1975), Robert Nisbet (1976 y 1981) y M. Harris (1978). Darwin repetía con frecuencia su admiración por Spencer, a quien consideraba el padre del evolucionismo social. De todos es conocida la anécdota significativa de la Comunicación para un Congreso científico que A. R. Wallace enviara a Darwin; y que contenía la misma teoría de la evolución biológica que Darwin estuviera “inventando”. La aportación de Darwin, sin embargo, fue crucial para la ciencia antropológica, como veremos después; lo qe aquí quiero enfatizar es que la obra On the Origin of Species (1859) era la punta de un gigantesco iceberg sumergido, que era el movimiento teórico del evolucionismo, que abarcaba varios y diversos campos del saber científico. 113 El sueco Carl Von Linneo (1707-1778) había clasificado científicamente el mundo animal y había incluido la vida humana en su sistema taxonómico, señalando la afinidad entre los monos y los humanos. Linneo acuñó el término del homo sapiens y distinguió cuatro razas básicas dentro de la humanidad. También en el siglo XVIII se había desarrollado la clasificación de todos los organismos dentro de una escala evolutiva cada vez más compleja, llamada Scala Naturae, trabajando en esta dirección prestigiosos biólogos, como el francés Bonnet 81720-1793) y los zoólogos alemanes de la Escuela de la Natur-philosophie, quienes buscaban una estructura simple y común para todos los organismos vivos. El problema biológico consistía en cómo explicar científicamente la diversidad de la vida animal, incluída la humana. En esta problenmática comenzaron a trabajar a finales del siglo XVIII varios científicos, quienes propusieron que tal diversidad era debida a un proceso de cambio llamado evolución. Pero el verdadero problema consistía en construir una teoría explicativa satisfactoria. J.B. Antoine de Lamarck (1744-1829) propuso el principio evolutivo de la adaptación, que significaba que los animales tomaban sucesivamente hábitos de comportamiento adaptativo a su medio ambiente como mecanismo de supervivencia, lo cual originaba cambios estructurales corporales, que se transmitían hereditariamente a las generaciones siguientes. Alfred Russel Wallace, y sobre todo Charles Darvin, señalaron acertadamente que el principal mecanismo de explicación del proceso biológico evolutivo era la selección natural, lo que significaba principalmente el survival of the fittest, es decir, la supervivencia de los más adaptados, con la muerte de los peor equipados en la lucha por la existencia. La moderna teoría de la selección natural insiste hoy en la reproducción diferencial e interacción de los genes, como principales mecanismos en la evolución biológica. En la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX los resultados de la ciencia biológica se tomaron como una “confirmación” del evolucionismo antropológico; de ahí la importancia de Charles Darwin para la formalización de las ciencias sociales. Carlos Moya (1970:38 ss.) ha hecho notar esta dimensión de “demostración empírica” del evolucionismo, que se atribuyó a Darwin, quien sobre todo contribuyó a la creación de un nuevo tipo de “cosmología universal”, basado en el empirismo y en el evolucionismo, al estudiar – bajo una misma metodología científica – a lo físico y a lo sociocultural humano, particularmente a partir de la segunda gran obra de Darwin Descent of Man (1873). También E. Cassirer (1975:38) señala la consecuencia crucial que tendría para las ciencias del hombre el paradigma darwiniano, ya que al parecer destruía la antítesis de “cultura y naturaleza”, encontrándose el nexo de unión entre “la ciencia de la naturaleza” y “ la ciencia de la cultura”. «El problema de ¿qué es el hombre? Había conducido, una y otra vez, a una serie de insolubles aporías y antinomias, mientras quienes se lo planteaban persistían en su empeño de hacer del hombre – a tono con las doctrinas fundamentales del platonismo, del cristianismo y de la filosofía kantiana – un “ciudadano de dos mundos”. La ciencia del siglo XIX parecía derribar definitivamente esta barrera. Esta ciencia podía ya atenerse a la posición específica del hombre, sin verse por ello obligada a contraponerse a la naturaleza, ni a colocarlo en un plano superior a ésta. El concepto de 114 “evolución” fue presentado como clave llamada a resolver todos los enigmas de la naturaleza y todos los “enigmas del universo”» (E. Cassirer, 1975:35). Podemos concluir con las aportaciones de la antropología de la ciencia biológica, diciendo que desde finales del siglo XVIII se buscaba un principio explicativo de la evolución biológica, que en el siglo XIX Darwin y Wallace a un tiempo supieron desarrollarlo por los carriles científicos, todo lo cual sirvió de impulso – a veces como “creída” prueba de comprobación empírica – a la teoría antropológica de la evolución cultural. La arqueología fue otro importante soporte de la sistemetización científica de la antropología decimonónica. Tres fueron las principales contribuciones de la antropología: primero, la comprobación arqueológica de las tres edades por R. Nyerup en Dinamarca; segundo, la decisiva contribución a la teoría evolutiva del francés J. Boucher de Perthes; y tercero, la interpretación científica del Paleolítico por parte de Charles de Lyell. Desde los griegos se venía hablando de diversas etapas de la humanidad, correlacinado con aspectos técnicos; a partir del siglo XVIII se hizo común el sistema de las tres edades, es decir, las secuencias tecnológicas de piedra, bronce e hierro. Pero esto era una especulación filosófica (M. Harris, 1978:125). Fue a partir de 1805 , cuando comenzaron a hacerse excavaciones arqueológicas sistemáticas en Dinamarca, dirigidas por R. Neyrup, pudiendo en 1848 ratificarse arqueológicamente por parte de C.J. Thomsen y en 1950 por N.J.A. Worsace estas secuencias evolutivas de piedra, bronce e hierro. Estas comprobaciones arqueológicas influirían decisivamente en el evolucionismo antropológico, particularmente en L.H. Morgan y E. Taylor. Otra aportación arqueológica importante fue la de J. Boucher de Perthes con su obra De L´industrie primitive (1846). En el decir del norteamenricano R.H. Lowie (1946, orig. 1937:18) “la verdadera revolución en el estudio de la cultura llegó en el reconocimiento de los descubrimientos de J. Boucher de Perthes”. Este autor “fue el primero – según P. Mercier (1977:35) – en plantear de un modo inductivo, a partir de 1838, el problema de la evolución de la humanidad”. Boucher de Perthes sostuvo que el hombre había sido el contemporáneo de algunos mamíferos extintos, y que la presencia del hombre en Europa databa de la era glaciar. Tal vez puede parecernos hoy poco importante esta teoría sobre la antigüedad del hombre, propuesta por Boucher de Perthes, pero no olvidemos que una alternativa frente al evolucionismo era la teoría del catastrofismo, sostenida por hombres de ciencia como el naturalista francés Curier (1769-1832), al que se le consideraba padre de la paleontología y de la anatomía comparada de los vertebrados. En su obra Recherches sur le ossements fossiles (1812), Curier defendía, contra el evolucionismo, la versión bíblica de que cada especie había sido creada por Dios de una sóla vez, explicándose la extinción de algunas especies por frecuentes catástrofes a través de la historia del mundo, que contaba sólo con unos miles de años. El catastrofismo se presentaba, pues, como una teoría científica. De ahí la importancia de las investigaciones de Charles Lyell, quien reuniendo toda clase de evidencias geográficas, arqueológicas, lingüisticas y etnológicas sostuvo que el hombre tiene muchos milenios de años, vivía ya en el Paleolítico, y que no existían señales a pesar de los vacíos que se encuentran en la Era Terciaria, de una terminación abrupta de la fauna y flora, ni de un comienzo de formas nuevas y 115 totalmente distintas. De esta forma, Charler Lyell con su Geological Evidences of Antiquity of Man (1863) daba un “palo científico” a las doctrinas catastrofistas y antievolucionistas, que se querían agazapar y legitimar pseudo-religiosamente con argumentos bíblicos. La Cruzada contra el evolucionismo se convertiría en el siglo XIX en una Cruzada de fe, porque se pretendía inadecuadamente convertir a la Biblia, no sólo en un Mensaje Religioso, sino en un recetario mecánico de ciencia barata; se tardaría casi un siglo para poder conciliar, en tranquilidad de conciencia, la creencia bíblica y la creencia evolucionista. Las evidencias arqueológicas jugaron un papel decisivo en esta ruptura de prejuicios y en esta apertura a nuevas coordenadas teóricas. Con ello desbrozó el camino a la naciente antropología evolucionista. La arqueología amplió el cuadro de la historia del hombre, de manera semejante a lo que hizo la geología en la datación de la historia de la naturaleza. En segundo lugar, la arqueología prehistórica introdujo un orden secuencial en los descubrimientos cada vez más frecuentes, de las industrias primitivas. Finalmente, prestó una atención especial a los instrumentos técnicos y fundamentos económicos de las distintas etapas de Piedra, Bronce e Hierro. La arqueología, en resumen, confirmó, vía experimentación-excavación, lo que eran teorías filosóficas de los Ilustrados del siglo XVIII (M. Harris, 1978:125). Otra fuente de datos, que sirvieron de base a los antropólogos evolucionistas, fueron los de la historiografía y de la etnografía. No debemos olvidar que algunos antropólogos clásicos, como Henry Maine, estudiaron la evolución de las instituciones en documentos históricos del mundo griego y romano. También otros antropólogos, como L.H. Morgan, E.B. Tylor y J.G. Frazer, recurrían con frecuencia a datos históricos antiguos: igualmente se citaban, a veces, a autores greco-romanos, como Herodoto, Estrabón, Lucrecio, a escritores españoles de Indias, a misioneros franceses, como el Padre Lafitau, y a otros. Por otra parte, se acudía a datos etnográficos, que eran facilitados por exploradores, viajeros, comerciantes y misioneros contemporáneos, ya que rara vez fueron recogidos directamente sobre el terreno por los propios antropólogos. Ya veremos la calidad y el uso que daban en la investigación a este material etnografico de segunda mano. Ahora queremos finalizar este contexto científico del evolucionismo, resaltando que esta confluencia de corrientes científicas –biológicas, geológicas, arqueológicas y etnográficas- presionaron, estimularon y reforzaron la naciente “ciencia antropologica”. Este fervor científico, que iba generalmente unido a la creencia evolucionista, se cultivó y propagó a través de las Sociedades Etnológicas y de las Expediciones Científicas. En 1838 se crea la Société Etnologice de París y en 1843 la Etnological Society de Londres. La Expedición Científica a las poblaciones del Canadá Occidental, organizadas por la Britidh Assotiation for the Advancement of Sciences, sale en 1884. En España se fundó en 1865 la Sociedad Antropológica Española, y en 1862 salió la Expedición Española Científica del Pacífico. (*) Este clímax científico, en la matriz de una sociedad industrial-capitalistaimperial, hacía inevitable la constitución de la antropología científica moderna. Para esta empresa, se requería una teoría y una metodología. Se echaría mano del añejo (*) Ya hablaremos sobre antropología y evolucionismo en España. 116 paradigma del progreso, reconvertido en la ley científica del progreso o en la teoría evolucionista; por otra parte, la metodología comparativa proporcionaría el soporte epistemológico para un tratamiento científico –no especulativo y filosófico- del material etnográfico y antropológico. 6.2. La ley científica del progreso o teoría de la evolución La sociología y antropología decimonónica heredaron y reformularon la concepción tradicional del desarrollo y del progreso. El grado de ruptura o novedad, introducido en el siglo XIX es analizado y sopesado de distintos modos; para algunos autores, se trata de una reformulación cualitativamente nueva, para otros, de una simple, aunque significativa, modificación metafórica. John B. Bury es un defensor de la primera perspectiva; distingue tres períodos cualitativamente diferentes en la teorización del progreso. En el primero, hasta la Revolución Francesa (1789), se trataba de “una doctrina” vagamente optimista, impulsando el ánimo de los reformadores y revolucionarios, pero anclada en las deducciones y abstracciones filosóficas e históricas. El segundo período se caracterizó por haber elevado la idea filosófica del progreso al rango de una “hipótesis científica”, una ley científica del progreso, es decir, una ley social tan válida como la ley física de la gravitación. Fourier, el Conde de Saint Simon, y sobre todo Augusto Comte, serían los exponentes de esta reconversión de la idea del progreso en una ley positivista, que intentaba explicar el desarrollo de la sociedad humana. A partir de 1851, por poner como fecha significativa la Exposición de París de 1851, en que se presentaban todos los nuevos inventos y se proclamaba la evidente “superioridad progresista” de la Europa Occidental, la idea del Progreso entra en el tercer periodo de su historia; la ley del progreso comtiana se convertiría en la “teoría científica” de la evolución de la sociedad de Herbet Spencer y en la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin, quienes elevaron “la doctrina del Progreso al rango de una verdad admitida por todo el mundo, un axioma al que la retórica política podía recurrir con efectividad” (J. Bury, 1971, orig. 1920:305). Como expresión de este fideismo progresista puede citarse el texto del francés M.A. Javary, quien escribía así en 1850: «Si hay alguna idea que pertenezca con toda propiedad a un siglo, al menos por la importancia que se le otorga y que, aceptada o no, sea familiar para todos es la idea de progreso concebido como la ley general de la historia y del futuro de la humanidad». (M.A. Javary, De l’idée du progrés, 1850). La novedad aportada por los evolucionistas decimonónicos a la idea tradicional sería, segun la anterior perspectiva, la metodología positivista, que hizo de la anterior filosofía del progreso una hipótesis científica de la evolución, lo cual era un elemento cualitativamente nuevo. En mi opinión, es preciso enfatizar el carácter innovador de la metodología evolucionista del siglo XIX; pero estimo que ello es conciliable con la afirmación de los conceptos y premisas, que han sido permanentes en el paradigma europeo del progreso, y que ún perduran de algún modo en la actuales teorías del cambio social, e inclusive en la weltanschauung cultural occidental. Para poder comprender 117 adecuadamente la teoría evolucionista, se hace preciso desmenuzar esos conceptos y premisas fundamentales, que forman la trama teórica y el fondo estructural lógico del evolucionismo decimonónico. Por eso intententemos ahora analizar lo que existe de común denominador en todas la versiones de las teorías evolucionistas: nos proponemos descubrir cuáles son los elementos teóricos comunes que puedan presentar exposiciones aparentemente tan diversas como los tres estadios de la ley del progreso de A. Comte, las cinco formaciones socio-económicas de K. Marx o las tres secuencias salvajismo-barbarismo-civilización de E.E. Tylor. Posteriormente examinaremos las posiciones particularizadas de los diversos antropólogos decimonónicos en la referncia al origen y evolución de las instituciones sociales. Estimamos que una visión globalizada y comparativa, como paso previo a las aportaciones individualizadas, es teóricamente de mayor riqueza y pedagógicamente de más soluble enjudia. Robert Nisbet (1976: 161-193) tiene un análisis fecundo sobre los principios básicos del evolucionismo, cuyas premisas han demostrado ser características realmente duraderas, permaneciendo de algún modo en las actuales teorías sociológicas y antropológicas. Estas premisas presuponen que el cambio o la evolución es natural, direccional, inmanente, continuo, necesario y que procede de causas uniformes.(*) 1. La evolución es natural. Todos los evolucionistas partían del supuesto de que el cambio en el tiempo es natural y normal, obedeciendo a causas inmersas en la naturaleza de la sociedad o de las instituciones. También todos admitían cierta estabilidad en este proceso. Admitida esta premisa de lo “natural” de la evolución y del cambio, se dieron divergentes respuestas a dos preguntas cruciales: primero, conciliar el orden y el cambio; y segundo, qué es lo que principalmente evoluciona de la sociedad. Augusto Comte pensó haber encontrado la solución al primer problema, conciliando orden y cambio con su teoría de la “estática y dinámica” social. Todas las teorías precedentes, diría Comte, han creado una falsa dicotomía entre orden y cambio: el orden es orden en el cambio, y el cambio es su realización incesante a un nivel superior. Karl Marx tomaría otra trocha para explicar el cambio, recurriendo al conflicto. Pero ambos, a pesar de sostener conceptualizaciones tan diversas, admitían que el cambio –como variante del orden o como conflicto- era “normal y natural”. De semejante modo puede afirmarse de los otros evolucionistas, para quienes el proceso evolutivo era un proceso natural. La segunda cuestión era sobre qué es lo que básicamente evoluciona. Aquí nos encontramos con un abanico de posiciones. Para Comte lo que fundamentalmente evoluciona era la forma de conocimiento humano, para Hegel el espíritu de la libertad en el mundo, para Tocqueville la democracia política, para Spencer las instituciones básicas, para Marx las formaciones socio-económicas, para Bachofen y McLennan el parentesco, para Maine el derecho, para Morgan el parentesco-propiedad y el estado, para Tylor la cultura –particularmente la religión-, para Lubbock y Frazer también la religión. Cada uno de estos clásicos evolucionistas, tanto sociólogos como antropólogos, relacionaron ese núcleo fundamental evolutivo con el cambio en otras instituciones y esferas sociales; pero todos ellos partían del supuesto básico de que este proceso evolutivo era natural. (*) Sigo fielmente, en la exposición de estas premisas, a Robert Nisbet (1976:168-193). 118 “En cada una de estas destacadas teorías del desarrollo –dice Nisbet (1976: 169170)- se dio por sentado la naturalidad del cambio en el tiempo para ser considerado. En cada una de ellas el objetivo básico era el mismo: mostrar las raíces del cambio avanzante en las diversas fuerzas esenciales que constituían el ser en cuestión”. 2. La evolución es direccional. La teoría evolucionista intenta captar una sucesión de diferencias en el tiempo de la sociedad, la cultura y las instituciones, pero dentro de un esquema unificado, que tiene un origen y un desarrollo progresivo direccional. A esto se le ha llamado – tal vez un poco abusivamente- evolución unilineal. Dicha direccionalidad no es un hecho observable, como hace notar R. Nisbet, sino una conclusión analíticadeductiva de los antropólogos, que eran los que daban “esa dirección” y “sentido del progreso” a los cambios y transformaciones que se habían sucedido en el tiempo. Los evolucionistas, a pesar de su diversidad en la clasificación de etapas y en los mecanismos del cambio, atribuían una “dirección” a los procesos de la evolución, relacionando el pasado, el presente y el futuro en una seriación única, que abarcaba la historia universal humana. Esta historia tenía una “linea de progreso” y una “dirección” con una flecha, que apuntaba a la sociedad y a las instituciones de la Europa occidental. De esta forma, el Occidente se convirtió en el ombligo axial de la historia humana. Todos los evolucionistas admitirían esta “direccionalidad occidental” del progreso humano; pero luego cada autor resaltaría una determinada área privilegiada, en que se hacía más manifiesto el avance progresivo de la evolución. Comte, con su “ley de los tres estadios”, señalaría la direccionalidad ascendente del conocimiento humano, a través de las etapas de mentalidad religiosa-metafísica y positiva-científica, pasando también por similares secuencias otras ciencias físicas y humanas, así como las artes e instituciones de la civilización. Hegel concibiría la direccionalidad del progreso como la expansión del espíritu de la libertad, que se desplazaría tímidamente desde el Oriente hacia la Prusia de su tiempo. Para Marx, la dirección de la evolución vendría marcada desde cierto comunismo primitivo a la etapa final del socialismo y comunismo futuro, pasando por la esclavitud, el feudalismo y el capitalismo. Spencer trató la evolución de todas las instituciones básicas de la sociedad, estableciendo el principio direccional del paso “de la homogeneidad a la heterogeneidad”. Dicha transformación, aplicada a la sociedad global, daría el cambio de “sociedades simples a sociedades complejas”. Esta misma tipología dual, que implica una premisa de direccionalidad, sería reformulada y continuada en la tradición sociológica y antropológica; y así tenemos el cambio evolutivo de la comunuidad (Gemeinschaft) a la sociedad (Gesellschaft) de F. Töenies, de la solidaridad mecánica a la orgánica de E. Durkheim, de la sociedad tradicional a la moderna de T. Parsons, o de la sociedad folk a la sociedad urban de R. Redfield. En todas estas teorías se presupone la premisa de la direccionalidad progresiva del cambio, cuyo alpha original pudo empezar en otra parte del globo cultural, pero cuyo omega final confluye hacia Occidente, modelo ejemplar del progreso y de la civilización humana. 119 Para los antropólogos clásicos esta direccionalidad era un supuesto fundamental; y la fórmula trinitaria evolutiva del salvajismo-barbarismo-civilización parte de esa premisa básica. Las diferencias entre los diversos antropólogos estaba en “cómo y en qué” racimo de instituciones se manifestaba en esa direccionalidad, y con qué formas cambiantes se iban rellenando e hilvanando las distintas secuencias evolutivas. Morgan expuso la línea direccional de las cinco formas de familia –de la consanguínea con el matrimonio de hermanos y hemanas a la monogámica occidental, pasando por la familia punalúa, sindiásmica y patriarcal-; y la evolución de las formas de gobierno, que pasa de estar fundamentadas en relaciones personales, basadas en el sexo y el matrimonio, a relaciones territoriales y de propiedad, base de las nuevas formas de organización política, la ciudad y el estado. Maine, que se concentró en la evolución de las instituciones legales, trazó el cambio dentro de un esquema ideal dicotómico, cuya flecha direccinal es el paso de un tipo de derecho definidor del estatuto de la persona, con derechos de propiedad común y relaciones basadas en el parentesco, a un tipo de sociedad basada en los contratos y derechos individuales. La misma dirección (¡rumbo a Occidente!) marcarían las agujas de otras teorías evolucionistas. Jacob Bachofen, partiendo de un hetairismo promiscuo, sostendría que el matriarcado con su ginecocracia fue antes que el patriarcado, mientras que Maine sostenía como forma original el patriarcado. McLennan defendería el origen de la matrilinealidad antes que la patrialidad; pero los esquemas evolutivos de todos ellos terminaban –chauvinísticamente- en la forma monogámica occidental. En la evolución de la religión, también se manifiesta similar denominador común: cualquiera que fuera el punto de partida del origen de la religión, su forma primitiva y sus recovecos en el camino evolutivo, al final se llegaba al monoteísmo occidental, que constituía la dirección correcta del progreso humano. Las teorías del animismo de Tylor y las teorías sobre magia, religión y ciencia de Frazer encierran el anterior supuesto; aunque es más evidente aún en la exposición de Lubbock con sus seis estadios religiosos de ateísmo, fetichismo, culto a la naturaleza, chamanismo, idolatría y la etapa final de religión sobrenatural. Los evolucionistas, que no visualizaban a la religión dentro del cuadro final del progreso humano, como Comte o Marx, reemplazarían a Dios por la ciencia, lo cual marcaría la dirección del progreso. En todo caso, cualquiera que fuera la variante evolucionista o las instituciones básicas del proceso evolutivo –parentesco, forma de conocimiento, gobierno, religión, economía- la dirección final del progreso apuntaba hacia la Cultura Occidental, como la imago summi boni, como el Dios omnipotente de tierra, mar y cielo; al que debían adorar e imitar todas las culturas y sociedades del globo terráqueo. De esta forma, lo que era una hipótesis científica se convertía a su vez –incluso sin que hubiera intencionalidad expresa por sus expositores- en una ideología, que legitimaba el dominio y la expansión imperial europea, dada su superioridad progresista, institucional y científica. 3. La evolución es inmanente. Cualquier persona puede percatarse por sentido comun de las transformaciones, mutaciones y cambios que se han sucedido a través de la historia 120 humana. Pero la teoría de la evolución no consiste en afirmar eso, sino en sostener que algunos cambios sustanciales dentro de las instituciones de la sociedad vienen determinados por fuerzas internas, y que radica en la estructura interna o naturaleza de esas entidades, a las que se refiere la evolución, y que hacen posible su necesario dinamismo transformador. El evolucionismo parte del supuesto de que en las instituciones de la religión, de la propiedad, del parentesco, de la economía, del conocimiento, de la cultura o civilización existen unas fuerzas, que generaban inmanentemente las transformaciones o cambios, que constituyen las diversas secuencias del desarrollo humano. Se supone que los cambios acontecen como fuerzas permanentes e inmanentes contenidas dentro de las entidades que evolucionan. Ya hemos anotado en los capítulos anteriores que, tanto en la concepción griega como en la historia natural del siglo XVII, se partía también de similar premisa: el progreso y la historia natural sólo eran posibles, porque dependían de fuerzas inmanentes internas, y no de impactos accidentales o de voluntades caprichosas humanas. Leibniz escribía ya en su Monadalogía (1714) que “cuando hablo de la fuerza y de la acción de los seres creados, quiero dar a entender que cada ser creado lleva en sí un futuro estado, y que naturalmente, sigue un cierto curso, si nada lo impide”. El esfuerzo de los evolucionistas decimonónicos se basaba precisamente en buscar, no por métodos especulativos filosóficos sino por metodología científica, esas fuerzas y mecanismos inmanentes. La búsqueda de leyes del progreso presupone esta premisa de la evolución inmanente, que todos aceptaban. Las leyes de la dinámica social de Comte, la hipótesis de desarrollo de Spencer, la secuencia natural de salvajismo-barbarismo-civilización de Morgan y de Tylor, la ley económica de movimiento de Marx ejemplarizan la acptación de esta premisa fundamental de que los cambios que describían eran procesos naturales e inmanentes de las sociedades. Un texto de L.H. Morgan, en que trata el desarrollo de las instituciones, dice a este respecto: «Se notará que estos sistemas son productos naturales, inherentes al progreso de la sociedad de una condición inferior a una superior, estando señalado el cambio en cada paso, por la aparición de una institución que afectaba profundamente la constitución de la sociedad». (L. H. Morgan, 1971, orig. 1877:403). 4. La evolución es contínua. Otras características de todas las teorías evolucionistas es la seriación de secuencias, expuestas en forma de eslabones interrelacionados, en que de un estado sepasa a otro, siguiendo una gradación en cierto sentido lineal. La frase afortunada de Leibniz (s. XVIII) de Natura non facit saltum se hizo lema en las obras de Comte, Marx, Darwin y otros evolucionistas; el cambio es posible, porque existe alguna continuidad en el proceso de seriación progresiva. 121 «Dado que la selección natural, actúa acumulando ligeras, sucesivas y favorables variaciones, no puede producir grandes o repentinas modificaciones; sólo puede actuar mediante pasos cortos y lentos. De ahí que la regla Natura non facit saltum, que cualquier nueva adición a nuestro conocimiento tiende a confirmar, sea inteligible, basándose en esta teoría» (Darwin, on the Origin of Species, 1859) Augusto Comte hace referencia también al principio de Libniz, afirmando la “lenta y contínua acumulación de los cambios sucesivos” en el proceso de la evolución. «El verdadero espíritu general de la dinámica social consiste, pues, en concebir cada uno de los estados sociales como resultado necesariodel precedente, y el móvil indispensable del siguiente, de conformidad con el axioma de Leibniz;”el presente está cargado de futuro”. En este aspecto el objeto de la ciencia es descubrir las leyes que gobiernen esta continuidad». (A. Comte, Cours de Philosophie Positive, 1830-1842). Karl Marx, teórico de los cambios revolucionarios, hace notar también cierta continuidad en los procesos evolutivos. En su Zur Kritik der politischen de konomia (1859) afirma que ningún orden social desaparece antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que puede generar el anterior sistema, así como las nuevas formas de producción jamás aparecen antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan madurado en el seno de la vieja sociedad. En el Prefacio de Das Capital (1867) tiene una frase significativa: «Y aún cuando una sociedad haya llegado al sendero acertado para el descubrimiento de las leyes naturales de su movimiento, y sea el designo primario de este libro revelar la ley económica del movimienbto de la sociedad moderna, no puede salvar mediante atrevidos pasos ni apartar mediante normas legales los obstáculos que presentan las fases sucesivas de su normal desarrollo. Pero puede acortar y aliviar los dolores del parto» (Marx, Prefacio, El Capital, 1867). En la perspectiva de Marx, la aceleración del proceso revolucionario, aún mediante la violencia, no significa discontinuidad en el proceso natural de la evolución humana. Los antropólogos tienen esta misma concepción de secuencias graduales y continuadas del progreso, siguiendo una determinada seriación de estadios o fases en la evolución de las instituciones. A este aspecto, Tylor se expresa así: «Nuestros modernos investigadores de la ciencia de la naturaleza inorgánica son los primeros en reconocer, fuera y dentro de sus campos concretos de trabajo, la unidad de la naturaleza, la fijeza de sus leyes, el concreto el concreto orden de causa-efecto por el que cada hecho de pende de lo que ha precedido y actúa sobre el que le sucede... Están de acuerdo con Leibniz en lo que llama “mi axioma”, que la naturaleza nunca actúa a saltos». (Tylor, 1975, orig 1871:29). Precisamente, por la aceptación de la premisa leibniana de Natura non facit saltum, una de las estrategias metodológicas de los evolucionistas era buscar los eslabones perdidos. En esto intentaban imitar a los biólogos, quienes estaban a la 122 caza y captura de los “fósiles intermedios”, que pudieran señalar el paso de una secuencia evolutiva a otra. También en antropología el problema era cómo “rellenar cada una de estas etapas arqueológicas con las formas de parentesco, creencias, modos de vida, instituciones, etc., que les corresponden” (C. Lisón, 1978:233). En la realización de esta empresa de “relleno evolutivo”, cuando se carecía de los pertinentes datos arqueológicos, se recurría a la historiografía o a las culturas vivas, las cuales se creían que podían servir como ejemplos ilustrativos de los diversos estados de salvajismo y barbarismo, por donde habían pasado en forma continuada y gradual la evolución social de la humanidad y de las instituciones. Morgan (1971, orig. 1877: 7), en el primer capítulo Períodos Étnicos y en el primer epígrafe, titulado “Progreso del hombre desde el pie de la escala”, comienza con estas palabras: «Las últimas investigaciones sobre el origen de la raza humana vienen a demostrar que el hombre empieza su vida al pie de la escala labrando su ascenso, del salvajismo a la civilización, mediante lentos acopios de la ciencia experimental» 5. La evolución es necesaria. La necesidad es una consecuencia lógica del carácter natural, inmanente y continuado del cambio. Pero era preciso insistir en la necesidad de los procesos evolutivos, si se quería hacer ciencia y buscar las leyes del progreso, en forma similar a los físicos, que pueden enunciar una ley universal de gravitación, porque presuponen que las leyes de la naturaleza se rigen por la necesidad, y no por el azar o el capricho humano o divino. Si Comte merece ser considerado padre de la antropología y de las ciencias sociales, incluida la antropología, no es precisamente por su ensoñación teórica de la ley de los tres estadios, sino por su insistencia, firme y machacona, de que la nueva física social, más tarde denominada sociología, tenía por objeto “estudiar los fenómenos sociales, considerados con el mismo espíritu que los fenómenos astronómicos, químicos o fisiológicos, esto es, sujeto a leyes naturales, invariables, cuyo descubrimiento constituye el objeto especial de la investigación” (Cours de Philosophie Positive, Primera Lección, 1830-1842). Comte se planteó las preguntas correctas, aunque sus respuestas fueron equivocadas. En la perspectiva teórica de Marx, un supuesto crucial para que su obra pudiera ser considerada científica, era la premisa de la existencia de leyes, que actúan con necesidad inexorable, produciendo resultados inevitables, según lo expone en el Prefacio de “El Capital” (1867). El concepto de necesidad era también una premisa fundamental en toda la arquitectura lógico-metodológica de los antropólogos evolucionistas. Morgan, al comienzo de su Ancien Society (1971, orig. 1877:77), escribe: «...es indudable que cierto número de familias humanas han existido en estado salvaje, otras en estado de barbarie y algunas en estado de civilización, de igual forma parece que estas tres condiciones diferentes se entrelazan debido a una sucesión tan natural como inprescindible del progreso» Este carácter “natural e imprescindible”, es decir, necesario, es lo que posibilita la existencia de la leyes naturales, cuyos conocimientos constituyen el objeto de la ciencia antropológica. 123 Tylor, en el primer capítulo de Primitive Culture, subrayado nuestro), dice taxativamente: «En general, el mundo no está preparado para aceptar el estudio de la vida humana como una rama de las ciencias naturales y a llevar a la práctica, en un sentido amplio, el precepto del poeta de “Explicar la moral como las cosas naturales”. Para muchos entendimientos educados parece resultar algo presuntuosa y repulsiva la concepción de que la historia de la especie humana es una parte y una parcela de la historia de la naturaleza, que nuestros pensamientos, nuestra voluntad y nuestras acciones se ajustan a leyes tan concretas como las que determinan el movimiento de las olas, la combinación de los ácidos y las bases, y el crecimiento de las plantas y los animales». (Tylor, Primitive Culture, 1875, orig. 1871:30). Una visualización así de la cultura y una búsqueda de explicación de los fenómenos socioculturales por una metodología similar a las ciencias naturales, constituye una ruptura epistemológica con respecto a los filósofos Ilustrados del siglo XVIII, siendo precisamente esto el elemento fundamental que constituyó en el siglo XIX la antropología en ciencia, la ciencia de la cultura. 6. La evolución procede de causas uniformes. Otra premisa fundamental de todas las teorías de la evolución es que el cambio procede de causas uniformes, es decir, que las mismas causas producen los mismos efectos. Esto era un supuesto básico de la epistemología de las ciencias naturales y biológicas; el intento, tanto en Charles Lyell en su Antiquity of the Man (1863) como en Charles Darwin en On the Origin of Species (1859), era el de rastrear las posibles causas o mecanismos que producen los mismos efectos; en definitiva esto es una premisa de toda metodología científica. Como vimos, desde el siglo XVIII con la historia natural, lo que se pretendía era buscar uniformidades de causas y efectos; esta búsqueda se intensificó, y se trató más metódicamente con la sociología y la antropología del siglo XIX. En el campo de la sociología, desde su arranque inicial, van a diferenciarse dos orientaciones teóricas, que ponen énfasis en distintos mecanismos o causas de la dinámica social. Esta diferenciación de perspectivas ha dado en llamarse como sociologñia del orden y del consensus, iniciada por A. Comte y continuada por el estructural-funcionalismo, y la sociología del conflicto y del antagonismo, representada por Karl Marx y reactualizada por Ralph Dahrendorf. Dentro de esta perspectiva teórica general, cada autor dará preminencia a ciertos factores causales, que se proponen como explicativos de la evolución social. Marx, que va a poner a Hegel sobre sus pies, se fijará en los diferenciados estados de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción, que conllevan distintos tipos de propiedad y diversos antagonismos sociales, siendo este entramado económico-social la causa motriz y determinante del proceso evolutivo. De forma muy esquemática y simple, podemos decir que similares factores prductivos originarán similares fenómenos sociales, culturales e ideológicos; el paso de un estado productivo a otro –comunidad primitiva, esclavitud, feudalismo, capitalismo, socialismo- conllevará cambios en las otras esferas. Más adelante 124 trataremos in extenso la teoría de la evolución de Marx; en referencia a nuestra cuestión, diremos que en la perspectiva teórica marxista se supone el principio de la uniformidad de causas y efectos. Comte admitirá también la premisa de que la evolución procede de causas uniformes; pero buscará el motor transformacional del cambio en la psique humana o en los distintos tipos de mentalidad o conocimiento, pudiendo decirse que Comte resulta así el primer gran “sociólogo mentalista” y en cierto sentido “psicologista “. Comte en Cours de Philosophie Positive (1830-1840), afirma que los impulsos individuales constituyen la fuerza progresiva de la raza humana, haciendo referencia a “ese instinto que deriva de todas nuestras tendencias naturales, y que incita al hombre a desarrollar la totalidad de su vida física, moral e intelectual, en la medida que lo permitan las circunstancias”. Herbert Spencer tomaría una vía media entre Marx y Comte. Enfatizará el modelo organista, concibiendo a la sociedad como un todo compuesto de partes interdependientes con funciones complementarias. La evolución para Spencer consiste en la transformación de lo homogéneo a lo heterogéneo, caminando la dirección del cambio evolutivo hacia una mayor complejidad e integración. Los antropólogos clásicos, afirmando todos el principio de la uniformidad de causas y efectos, tomarán senderos diferentes en la búsqueda de “causas” que explican la evolución socio-cultural. Así podemos decir que E.B. Tylor va a tomar caminos más mentalistas, mientras que L.H. Morgan va a prestar mayor importancia a los factores materiales, como a los inventos técnicos, la propiedad y la organización política. Sin embargo, tanto Tylor como Morgan, aceptarán un principio general explicativo de la uniformidad de causas y efectos en el ámbito cultural, como es la unidad psíquica del género humano. Sin embargo, hemos de anotar que admitida esta “igualdad original de todos los pueblos”, a veces se recurre a factores raciales para explicar algunas diferenciaciones culturales, habiéndose acusado a los antropólogos clásicos de racismo (M. Harris, 1978: 118-20). Pero de todas formas, la afirmación de la unidad psíquica es contundente; veamos este texto de E.B. Tylor: «La situación de la cultura en las diversas sociedades de la cultura humana, en la medida en que puede ser investigada según principios generales, es un objeto apto para el estudio de la leyes del pensamiento y la acción del hombre. Por unaparte, la uniformidad que en tan gran medida caracteriza a la civilización debe atribuirse, en buena parte, a la acción uniforme de causas uniformes; mientra que por otra parte sus distintos grados deben considerarse etapas de desarrollo o evolución, siendo cada una el resultado de la historia anterior y colaborando con su aportación a la historia del futuro». (Tylor, Primitive Culture, 1975, orig. 1871:29, subrayado nuestro). A partir de estos dos principios, primero el de uniformidad de causas y efectos, y segundo el que los diversos pueblos se encuentran en distintas etapas de su evolución, Tylor va a explicar las diferencias y similaridades entre las diferentes culturas. La causa uniforme, que produce similares efectos es la ”igualdad general de la naturaleza humana, por una parte, y la igualdad general de las condiciones de vida”; y añade: “esta similitud y consistencia sin duda puede trazarse y estudiarse con especial idoneidad al comparar razas con aproximadamente el mismo nivel de civilización” (Ibid.:32). Este factor uniforme, la igualdad general de la naturaleza humana, origina efectos similares que se repiten, es decir, regularidades 125 observables, que constituyen la prueba de leyes culturales, que el antropólogo científico debe descubrir. «Al estudiar la repetición de las costumbres o las ideas concretas en distintos distritos, así como su prevalencia dentro de cada distrito, aparecen ante nosotros pruebas que se repiten constantemente de la causación regular que da lugar a los fenómenos de la vida humana, y de las leyes de mantenimiento y difusión según las cuáles estos fenómenos se establecen en forma de condiciones normales permanentes de la sociedad en los concretos estadios de la cultura». (Tylor, 1975, orig. 1871: 37). L.H. Morgan es también muy explícito en la afirmación de la uniformidad de causas y efectos. «Se puede observar qu la experiencia del género humano ha sido uniforme; que las necesidades humanas bajo condiciones similares han sido esencialmente las mismas, y que las evoluciones del principio mental han sido uniformes en virtud de la identidad específica del cerebro en todas las razas humanas» (Morgan, 1971, orig.1877: 30-31). Este gran principio de la unidad psíquica del género humano, causa uniforme en todos los pueblos, es la base de la argumentación de Ancient Society; con su enunciado comienza y termina su obra; en el penúltimo párrafo dice: «El principio de la inteligencia, aunque restringido en su potencia dentro de estrechos límites de variación, busca indefectiblemente las mismas normas ideales. En consecuencia, sus operaciones y procesos han sido uniformes a través de todas las etapas... No podría sostenerse otro argumento más satisfactorio de la unidad del origen del hombre. Tanto el salvaje, como el bárbaro y como el hombre civilizado presentan un principio común de inteligencia. Fue en virtud de este principio que bajo condiciones similares el hombre produjo los mismos implementos y utensilios y las mismas invenciones e idénticas instituciones que desarrolló de idénticos gérmenes originales del pensamiento» (Morgan, 1971, orig. 1877:54, subrayado nuestro). Con esta premisa fundamental de la unidad psíquica y con el modelo teórico de los diversos estadios de la evolución, los antropólogos clásicos tuvieron un marco hermenéutico apropiado para explicar las similaridades y las diferencias culturales de los distintos grupos humanos, pasados y presentes, en su devenir progresivo histórico. 6.3. La persistencia de un paradigma Acabamos de señalar las premisas fundamentales de la teoría evolucionista: el cambio es natural para la institución o sistema examinado, tiene un rumbo o dirección en su desarrollo progresivo, la evolución emana de fuerzas internas e inmanentes, es contínuo y necesario en su gradual seriación, obedeciendo a causas 126 uniformes, que producen efectos similares. Estos supuestos básicos son comunes a todos los antropólogos y sociólogos del siglo XIX. Pero dos preguntas nos surgen ante este corpus teórico evolucionista. Primero ¿qué novedad conceptual existe en esta doctrina con referencia a la de siglos anteriores?. Y segunda ¿qué elementos han pervivido en las actuales teorías de la evolución y del cambio social?. Aunque ya hemos hecho referencia, y volveremos a tratar estas cuestiones al exponer el neoevolucionismo, ahora queremos dar unas pinceladas de conjunto, para situar el antes y después de ese entramado de supuestos y premisas evolucionistas. La novedad radical de la teoría evolucionista, dirán algunos (J. Bury, 1971, orig.1920), es haber convertido la doctrina filosófica del progreso, enunciada por la Ilustración del siglo XVIII, en una hipótesis científica por su planteamiento y su metodología. Desde otra perspectiva, atenta más a lo que se transmite tradicionalmente que a lo que se innova, puede también hablarse de la continuidad de la vieja metáfora del desarrollo y del progreso, llegando hasta nuestras actuales teorías del cambio social. Robert Nisbet, (1976 y 1981), como hemos repetido en varias ocasiones, es el defensor de esta postura, afirmando que los postulados evolucionistas de que el cambio es natural, inmanente, necesario, contínuo y uniforme estaban ya presentes en los filósofos griegos y cristianos, y sobre todo en la “historia natural” el Siglo de las Luces: «La teoría de la evolución social no es más que la teoría de la historia natural del siglo XVIII –ampliada, difundida, ramificada y repleta de datos etnográficos no conocidos por hombres como Ferguson, Smith y Rousseau- (y también en gran parte, aunque no completamente liberada de la tendencia de la historia natural del siglo XVIII), pero con todo, sigue siendo la misma teoría básica». (R. Nisbet (1976:167). Desde esta posición, los ciclos griegos, la épica cristiana, la historia natural de los Ilustrados, el evolucionismo antropológico del siglo XIX, e incluso las teorías modernas, únicamente son una modificación de la metáfora del desarrollo y del progreso; las premisas básicas y supuestos fundamentales siguen siendo los mismos en todos ellos. «Ninguna perspectiva nueva, ningún nuevo conjunto de presunciones y preguntas relativas al cambio histórico, ha sustituido a las antiguas. Si hay algo distintivo en el siglo XX es simplemente que las tres perspectivas antiguas –ciclo, épica y progreso- vuelven a estar con nosotros y ninguna de ellas tiene más trascendencia que las demás» (R. Nisbet, 1976:222). En el siglo XX, los ciclos griegos reaparecen en Oswald Spengler con su Decadencia de Occidente (1926) y de alguna forma también en Arnold J. Toynbee con su Estudio de la Historia (1958); la época agustiniana tendrá su expresión en Reinhold Niebuhr con su The Nature and Destiny of Man: A Christian Interpretation (1943). También Fontanelle con su teoría en el siglo XVIII del progreso indefinido tiene sus voceros en versiones muy variadas del siglo XX, desde los discursos políticos de utopía progresista hasta las visines místico-científicas de Theilard de Chardin, pasando por los programas de los Partidos Comunistas. El Buró Político de 127 la Unión Soviética, en el programa del PCS, del año 1961, proclamaban (citado por R. Nisbet, 1976:231): «...el cambio de la humanidad desde el capitalismo al socialismo, iniciado por la Revolución de Octubre, es un resultado natural del desarrollo de la sociedad... por la vía, ya pavimentada, hacia el socialismo... desfilan ya muchos pueblos de la tierra... así caminamos hacia una sociedad futura en la que se establecerán armoniosas relaciones entre el individuo y la sociedad, en que las relaciones familiares serán liberadas de consideraciones materiales y se basarán exclusivamente en el amor y amistad mutuos». (Partido Comunista de la Unión Soviética, 1961). ¡Es el nuevo y viejo mito judeocristiano del Paraíso y del Edén Celeste o la Utopía Renacentista, encapsulada, con plástico secular! Pero dejando el mundo de las filosofías y de las utopías sociales, lo pertinente es preguntarnos si también en la sociología y antropología actual siguen vigentes esas premisas básicas del cambio y de la evolución decimonónica. En las teorías neoevolucionistas esa continuidad en lo fundamental es evidente; pero también en los clásicos del siglo XX, y dentro del estructural-funcionalismo, continúan agazapadas esas premisas de que el cambio es natural, inmanente, necesario, contínuo y uniforme (*). A ellas no renunciaron ni Emile Durkheim, ni Radcliffe-Brown, ni Robert Merton, ni Talcott Parsons, siendo decisiva la influencia de Herbert Spencer en alguno de ellos. Por supuesto, que en las teorías antropológicas y sociológicas modernas se ha renunciado al follaje selvático y a la abigarrada arquitectura gótica de gran teoría científica, con que se presentaba en majestuoso y omniexplicativo discurso el evolucionismo decimonónico. Lo que ha cambiado es que se ha reducido el campo de estudio y de observación: la macro-historia, macro-sociedad o macro-civilización han sido sustituidas por un área de investigación más reducida en el tiempo , en el espacio y en la dimensión explicativa. Así como en biología modernamente se hacen estudios de micro-evolución genética, investigando los micro-mecanismos y los microprocesos del cambio genético, así los sociólogos y antropólogos contemporáneos, renunciando en general a las grandes teorías, estudian procesos socio-culturales en las dimensiones de micro-evolución social. Pero las premisas básicas sobre el cambio y la evolución siguen siendo silmilares. 6.4. El método comparativo: logros y fallos epistemológicos Si la ciencia se constituye por su metodología, el evolucionismo antropológico quedó caracterizado por el método comparativo. El nervio de las explicaciones aportadas por los antropólogos clásicos como pruebas científicas se basaba en la comparación de instituciones entre diversas sociedades a través de la historia, así como la comparación con las diversas culturas actuales. La metodología (*)Tenemos un capítulo dedicado al neoevolucionismo y un apartado dedicado a la posición del estructural funcionalismo con referencia a la teoría evolucionista. Allí trataremos más extensamente esas cuestiones. 128 comparativa está fundamentada en una estructura espacio-temporal-evolutiva, que forma el armazón lógico de su argumentación explicativa. Se sincronizan en esta urdimbre lógico-metodológica-empírica tres órdenes distintas de datos (R. Nisbet, 1976: 201-203). 1º. El primer orden de datos hace referencia a los pueblos e instituciones existentes, que se clasifican en forma lógico espacial, partiendo de lo más complejo. Es decir, se toman las distintas sociedades actuales, por ejemplo, unos indios amazónicos, cazadores de una cultura africana agrícola y una sociedad industrial europea, y se compone con ellos una seriación clasificatoria lineal, indio – africano – europeo. En modo semejante, se pueden hacer series clasificatorias con las distintas formas actuales que presenta una determinada institución, por ejemplo el parentesco, la religión, las formas de subsistencia, el derecho, estableciendo el orden clasificatorio de lo que se estima más simple a lo más complejo. Morgan, en el capítulo sobre “Razón del Progreso Humano”, escribe: «Necesario es obtener una impresión de la suma relativa y de la razón del adelanto humano en los diversos períodos étnicos expresados, agrupando lo alcanzado por cada uno y comparándolo como categorías distintas de hechos». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877: 99). 2º. El segundo orden de datos, que utiliza el método comparativo, es el registro histórico y arqueológico del pasado. Se buscan datos apropiados para probar las previas teorías evolucionistas, acudiendo a toda clase de fuentes historiográficas, de documentos y de investigaciones prehistóricas y arqueológicas. El cúmulo de datos resultantes se clasifica en distintas secuencias temporales de seriación taxonómica. Tylor lo explicita en esta forma: «Los datos no son tan caprichosamente heterogéneos, sino que pueden clasificarse y compararse de una forma más simple, al mismo tiempo que la posibilidad de deshacerse de los asuntos exógenos y de tratar cada tema dentro de un adecuado marco de datos, en conjunto, hace más factible un razonamiento sólido que en el caso de la historia general. Esto puede hacer que aparezca, a partir de un breve examen preliminar del problema, cómo pueden clasificarse y ordenarse, etapa tras etapa, en un probable orden de evolución, los fenómenos de la cultura». (Tylor, Primitive Culture, 1975, orig. 1871: 43). 3º. Con los anteriores datos etnográficos actuales e históricos, el siguiente paso de la metodología comparativa es reconstruir el pasado y explicar el presente, utilizando un tercer nivel de raciocinio epistemológico por medio de la seriación evolucionista, que da sentido a los datos y a las clasificaciones anteriormente construidas con ellos. Volviendo a un texto de E.B. Tylor: «Habiendo demostrado que los detalles de la cultura pueden clasificarse en gran número de grupos etnográficos, de artes, creencias, costumbres y demáa, aparece la siguiente consideración de hasta qué punto los hechos organizados en estos grupos se han producido evolucionando unos de otros». (Tylor, 1975, orig. 1871: 38). 129 Esta seriación evolucionista puede aplicarse, tanto a la sociedad en general, es decir, a la “Cultura o Civilización”, como puede fijarse preferentemente en un área particular, como la evolución del pensamiento humano (Comte), del derecho (Maine), de la religión (Tylor, Lubbock, Frazer), de la familia – estado – propiedad (Morgan), de las formaciones económicas (Marx). En todos los casos, se utiliza el método comparativo como principio hermenéutico de interpretación evolucionista. «Mediante este método (comparativo), pueden observarse inmediata-mente las diferentes fases de la evolución. Aunque la progresión es singular y uniforme, con respecto a toda raza, algunas poblaciones muy considerables y variadas , por causas que son poco comprendidas, alcanzaron grados de desarrollo extremadamente desiguales de forma que ahora pueden verse los estados más primitivos de las naciones más civilizadas en medio de ciertas diferencias parciales» (Comte, Couers de Philosóphie Positive, 1830-1841). La analogía geológica de la estratificación sirvió como modelo a la investigación evolucionista; se trataba de buscar datos y ordenarlos en seriaciones espacio-temporales-evolutivas, sirviéndose del método comparativo. «Las instituciones del hombre –dice Tylor (1889: 269)- están tan claramente estratificadas como la tierra en la que vive. Se suceden unas a otras en series substancialmente uniformes por todo el globo, con independencia de lo que parecen diferencias comparativamente superficiales de raza y lenguaje, aunque perfiladas por la naturaleza humana similar que actúa a través de condiciones sucesivamente modificadas en la vida salvaje, bárbara y civilizada». La analogía de la estratificación geológica y el método evolucionista comparativo se fundamentan epistemológicamente en un supuesto muy discutible: que algunos sistemas socioculturales, que podían observarse en el presente, tenían un grado de semejanza –y de ahí la validez de la comparación- con culturas desaparecidas; y así unos grupos humanos actuales podían servir de comparación con el estadio salvaje, y otros con el de los bábaros, etapas todas similares a las que habían precedido a los actuales pueblos civilizados. Como dice C. Lisón Tolosana: «... en otras palabras, la técnica consiste en interpolar en el pasado las culturas primitivas actuales... El esquema interpretativo que se obtiene con esa interpolación y trasiego de toda clase de datos etnográficos es éste: la cultura evoluciona a través de períodos similares para desmbocar en estados similares. La evolución es progresiva, lineal y descansa, en gran parte, en la inventiva –invención- inherente a la comunidad o unidad psiquica humana». (Lisón, 1978: 234). Para los clásicos evolucionistgas, la ejemplarización que ofrecían las actuales tribus primitivas y con respecto a los orígenes de la cultura humana y de sus instituciones, era un supuesto epistemológico válido, lo cual legitimaba en último término la cientificidad de la metodología comparativa. Tal supuesto o hipótesis de trabajo se convirtió en un dogma; de ahí las críticas que más tarde recibirían los antropólogos clásicos. Morgan, ilustra esta creencia en la validez comparativa de las actuales comunidades menos desarrolladas, como ejemplos de los estadios pasados. 130 “Las instituciones domésticas de los antecedentes bárbaros e incluso salvajes, de la humanidad, se hayan todavía manifiestos de manera completa en algunas de las proporciones de la familia humana de un modo tan completo, que con excepción del periodo más estrictamente primitivo, los diversos estadios de este progreso están aceptablemente bien conservados”. (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877: 7). Tylor, al establecer en el primer capítulo de Primitive Cultura las premisas y métodos de su investigación, afirma que, dada la igualdad general de la naturaleza y la igualdad general de las condiciones de vida, se podía “con especial idoneidad comparar razas con aproximadamente el mismo grado de civilización”; y con el afán de fundamentar la validez de tal método comparativo añade Tylor: “Poca atención necesita dedicarse en tales comparaciones a las fechas de la historia ni a la situación en el mapa; los antiguos suizos que habitaban en lagos pueden ponerse junto a los aztecas medievales, y los ojibwa de América del Norte junto a los azules de Africa del Sur. Como dijo el doctor Jonson despectivamente cuando leyó sobre los habitantes de la Patagonia y los habitantes de las islas de los Mares del Sur, en los viajes de Hawkesworth, “un conjunto de salvajes es como cualquier otro”. Cualquier museo etnológico puede mostrar hasta qué punto es cierta esta generalización”. (Tylor, Primitive Culture, 1975, orig. 1871: 32). Tylor refleja en este texto todos los logros y todos los fallos epistemológicos del método comparativo, tal como fue usado por los evolucionistas clásicos. A la vez que se acierta en afirmar la igualdad de la naturaleza humana, y en partir del objetivo antropológico de explicar las diferencias y similaridades entre las distintas sociedades y culturas, se cae en el fallo de comparar elementos culturales fuera de contexto o en errores históricos de calibre tal, como comparar los aztecas con los antiguos suizos de los lagos. Esto nos introduce en otra importante cuestión ¿cómo usaron el método comparativo los evolucionistas? ¿de donde sacaron sus datos etnográficos y cómo los verificaban? Los antropólogos de este periodo se servían de compilaciones de hechos históricos o de informaciones de segunda mano, por lo que han sido apellidados armchair anthropologists. Lewis H. Morgan trató a sus vecinos los iroqueses en la Costa Atlántica de Estados Unidos y visitó algunas comunidades indias de USA; E. B. Tylor hizo un viaje a México antes de dedicarse a la antropología, escribiendo sobre ello Anahuac, or Mexico and the Mexicans (1861); y H. J. S. Maine ocupó algunos puestos universitarios en la India. Pero estos contactos con comunidades no occidentalizadas, ni se asemeja al actual trabajo de campo, ni sirvió de fuente principal –y menos exclusiva- del material comparativo de los antropólogos evolucionistas. Veamos las estrategias concretas de algunos de ellos para recabar y usar sus datos. E. B. Tylor, en su primer capítulo de Primitive Culture (1975, orig. 1871), explicita sus objetivos así como su metodología y técnicas de investigación. “La tarea de la etnografía nacional –dice (p. 43)- es la investigación de las causas que han producido los fenómenos culturales y las leyes que están subordinadas”. Para ello es preciso “conseguir un esquema sistemático de la evolución de la cultura”, (un modelo teórico o tipo ideal que diríamos hoy), partiendo del supuesto de que “la 131 situación primitiva hipotética se corresponde en un grado considerable a la de las modernas tribus”. Y ¿cómo se consiguen los datos sobre esas tribus modernas?. Según Tylor, el conocimiento de las instituciones de estos grupos actuales se obtiene, principalmente, por informadores fiables, que han visitado esas tierras, debiendo el antropólogo certificarse de su veracidad, usándolos posteriormente con precaución. Tylor, como los otros armchair anthropologists, es consciente de los graves peligros de una mala etnografía y del posible abuso del método comparativo; por eso insiste: “… el antropólogo está obligado a juzgar lo mejor posible la veracidad de todos los autores informadores y, si es posible, a conseguir varias descripciones que certifiquen cada punto de cada localidad. Pero por encima de todas estas medidas está la prueba de repetición”. (Tylor, Primite Culture, 1975, orig. 1871: 34-35). Y concluye diciendo que tales datos así obtenidos son materiales aptos “para la investigación científica”, “que proporcionan datos válidos y concretos dentro de sus límites” y que “realmente soportan la comparación con los productos de la estadística” (ibid.:36). La estadística, he aquí otra forma del método comparativo, que Tylor utilizó en su ensayo clásico On a Method of Investigating the Development of Institutions, Applied to Laws of Marriage and Descent (1899). Esta novedad de introducir la técnica estadística en los estudios antropológicos ha merecido los más elogiosos aplausos por parte de algunos antropólogos contemporáneos. Marvin Harris (1978 : 136) dice de este ensayo, que es “quizás el más importante de todos los artículos de antropología durante el siglo XIX”, mereciendo que a Tylor “se le considere como el fundador de la moderna perspectiva comparativa estadística, representada en la obra de George P. Murdock y en las Human Relations Area Files”. El trabajo de Tylor consistió en calcular el porcentaje de posibilidades de asociación – “adhesiones” dice él, correlaciones lo llamaríamos hoy- entre la residencia posmatrimonial, la filiación, la teknonimia y la covada, partiendo de una muestra de entre 300 y 400 sociedades. Gracias a este estudio, en que se utilizó el método comparativo de forma estadística, se logró una mejor comprensión de la endogamia, el matrimonio de primos cruzados y el incesto. En la estimación de R. H. Lowie (1946, orig. 1937), el mayor mérito de este tipo de trabajo estadístico, como el de Tylor, es que “sustituye al antiguo concepto metafísico de causa, el concepto matemático de función. La noción de ley, purificada de esta manera, pasa a ser la misma que haya en la definición de los físicos”. Lewis H. Morgan utilizó ampliamente el método comparativo, a partir de los elementos más diversos; desde sus observaciones in situ de los iroqueses y de los ojibwa hasta la historia de la “confederación azteca”, de la “gens fratía, tribu y nación griega” o de la “gens, curia, tribu y Populus Romanus”, tal como es tratado en su Ancient Society (1877). El arranque inicial de toda la obra morganiana –y de su vocación auténticamente antropológica- fue precisamente el estudio comparativo de las formas de parentesco, al percatarse que los iroqueses tenían la misma terminología de parentesco -clasificatoria, no descriptiva- que los ojibwa de Wisconsin; de ahí su afán comparativo, en que se gastó años y hacienda, recopilando terminologías y haciendo expediciones personales a los indios de 132 Kansas, Nebraska, Misuri, Bahía de Hudson y Montañas Rocosas. En 1859 descubría que los tamil de la India tenían la misma terminología clasificatoria; y a partir de ese momento enviaría cuestionarios, para conseguir datos comparativos, a funcionarios, misioneros y personal consular de Estados Unidos. El material obtenido, codificado, clasificado y comparado, formaría la base etnográfica de su obra Systems of Consanquinity and Affinity (1870). Herbert Spencer sería otro clásico de las ciencias sociales, que utilizaría abundantemente la metodología comparativa. “Fue con mucho –en opinión de R. Nisbet (1976: 207)- el usuario más elaborado y entusiasta del método comparativo”. Tenía un archivo, ordenado según etapas evolutivas de sociedades, instituciones y culturas, donde anotaba todo lo que iba leyendo o le iban contando informadores veraces. De este modo, si necesitaba en sus escritos de echar mano del cajón correspondiente a la etapa evolutiva y a la institución que le interesaba, según el mismo lo cuenta en su autobiografía (1926). Las obras de Spencer, Descriptive Sociology (1871) y Principles of Sociology (1876) deben considerarse, a pesar de su título, como verdaderas obras de antropología clásica, debiendo resaltar la ambición el interés de Spencer por obtener el máximo número posible de significativos datos para posteriormente compararlos adecuadamente. Resumo lo que, según Spencer, debía ser una eficaz recogida y clasificación de datos: “Lo que realmente nos interesa conocer es la historia natural de la sociedad… Necesitamos una descripción de su gobierno… su estructura, principio, métodos, prejuicios, corrupciones… descripción del gobierno eclesiastico… organización, conducta, poder… ceremonial, creencias…información del control de unas clases sobre otras… de la vida popular, familia… sistema industrial con su división de trabajo… cómo se regulan las tribus… descripción de las artes industriales… vida intelectual con su tipo de educación, cultura estética… vida cotidiana de la gente, sus alimentos, causas y diversiones… y por último para que se vea la conexión entre todo ello, hay que sacar a la luz la moral, teórica y práctica, de todas las clases, manifiesta en leyes, sus costumbres, sus proyectos y sus acciones”. (H. Spencer, Descriptive Sociology, 1871). A esta magnífica guia para obtener datos etnográficos sobre una cultura, que aun puede ser útil a cualquier investigador, Spencer añade algo más importante aún: los datos hay que clasificarlos, ordenarlos y compararlos desde una perspectiva sistémica. “Todos estos datos, expuestos con toda la brevedad compatible con la claridad y con la exactitud, hay que agruparlos y disponerlos de modo que se puedan comprender en su conjunto y que se puedan ver como parte de un gran todo… El más alto servicio que pued cumplir un historiador es el de narrar las vidas de las naciones de tal modo que facilite los materiales para una sociología comparativa y para la ulterior determinación de las leyes científicas a las que se ajustan los fenómenos sociales”. (Spencer, 1871). Herbert Spencer realizó su gran empresa comparativa, describiendo lo que hoy llamaríamos un atlas cultural del mundo, en sus XV tomos de Descriptive Sociology (1871). En este opus mágnum describe y compara los modos de vida de ingleses, mexicanos, centroamericanos, chibchas antiguos, negritos y razas malayas polinésicas, asiáticas, norteamericanos y sudamericanos, hebreos y fenicios, 133 franceses, chinos, griegos helénicos, mesopotámicos y romanos antiguos. Toda una biblioteca de erudición histórica y un gran arsenal de datos etnográficos; he ahí la facilidad para spencer de comparar culturas e instituciones, he ahí también la clave de la debilidad de la metodología comparativa en los evolucionistas decimonónicos. Haciendo una transposición del lenguaje popular al científico, podía aplicarse con licencia literaria el popular refrán español “quien mucho abarca, poco aprieta” 6.5. Los “survivals”, una estrategia comparativa Una de las mayores críticas, que han recibido los evolucionistas clásicos, ha sido la utilización de datos etnográficos fuera de su contexto sistémico cultural. (Franz Boas, 1896). Esta crítica se ha cebado ferozmente contra el uso hecho por los evolucionistas de las supervivencias culturales o survivals; así lo criticaría B. Malinowski (1944 b: 28-29) y Margaret Hodgen (1936 : 89-90). Pues bien, hemos de decir que estos autores parecen caer en los mismos errores que tratan de combatir, es decir que consideran la técnica antropológica de los survivals fuera del contexto global de la investigación evolucionista. El uso investigativo de las supervivencias culturales era una técnica, entre muchas, para rastrear el curso de la evolución en la historia pasada, sin que se plantearan la cuestión si era actualmente “funcional” o no al sistema; ellos buscaban otra cosa, y unicamente en ese contexto, cobra significación tal estrategia metodología. Escuchemos al mejor expositor de esta técnica, E. B. Tylor: “Entre los datos que nos ayudan a rastrear el curso que ha seguido realmente la civilización del mundo, se encuentra la gran clase de hechos que he creido conveniente denominar, introduciendo “supervivencias”. Se trata de procesos, costumbres, opiniones, etc., que la fuerza de la costumbre ha trasportado a una situación de la sociedad distinta de aquella en que tuvieron su hogar original y, de este modo, se mantienen como pruebas y ejemplos de la antigua situación cultural a partir de la cual ha evolucionado la cultura”. (Tylor, Primitive Culture, 1975, orig. 1871: 39). Y cita el ejemplo de un telar a mano del siglo pasado, la fiesta de la fogata de solsticio, la cena de los Difuntos de los campesinos Bretones, parte de los juegos infantiles y del folklore como supervivencia de “actividades serias” del pasado, y gran parte de lo que se solían llamar supersticiones. Para Tylor, los survivals constituyen, a falta de otros documentos históricos o arqueológicos, una vía metodológica para conocer los orígenes de algunas de nuestras instituciones o la cultura de estadios evolutivos anteriores; pero repito que se trata de una simple técnica de investigación, aunque en la estimación de Tylor (1975, orig. 1871: 40) fuera muy efectiva. “… Insignificaciones como son en sí mismas la mayor parte de las supervivencias, su estudio es tan efectivo para rastrear el curso de la evolución histórica, únicamente gracias al cual es posible comprender la significación, que se Sobre la crítica al método comparativo de los evolucionistas, volveremos al tratar del particularismo histórico y del estructuralismo. En la última parte dedicada a la metodología, tenemos también un capítulo específico sobre la comparación en antropología. 134 convierte en un punto vital de la investigación etnográfica conseguir una visión más clara posible de su naturaleza”. La técnica de las supervivencias es uno de los monóculos que utiliza el antropólogo para conocer y explicar la complejidad actual de la cultura. “El progreso, -dirá Tylor (ibid.)- la degradación, la supervivencia, el renacimiento, la modificación, todos ellos son modos de la conexión que mantiene unida la compleja red de la civilización”. En esta forma, el estudio de los survivals puede ayudarnos a deducir los distintos estadios evolutivos del pasado, a partir de las supervivencias del presente. Esta estrategia de investigación era la utilizada por la biología en sus estudios científicos. Los biólogos reconstruyen la evolución orgánica a partir de los órganos rudimentarios convertidos en vestigios, demostrando que algunas formas de nuestros actuales órganos son subproductos de unos miembros, originados en etapas anteriores de la evolución, donde desarrollaban otras particulares funciones. En similar forma, el científico d ela evolución cultural intenta ver las supervivencias actuales, como formas de vida y de pensamiento de etapas evolutivas anteriores. “Con el problema de esta relación entre la vida salvaje y la civilización, se relacionan casi todos los miles de datos que se tratan en los sucesivos capítulos. Las supervivencias culturales, situadas a todo lo largo del cursote los hitos de la civilización en estado de progreso, llenos de significación para quienes pueden descifrar sus signos, incluso ahora constituyen en medio de nosotros monumentos tempranos del pensamiento y la vida de los bárbaros” (Tylor, Primitive Culture, 1975, orig. 1971: 43). No fue el único Tylor en utilizar la estrategia de los survivals; también otros antropólogos clásicos lo hicieron; Morgan lo usó para probar la existencia de la filiación matrilineal entre los antepasados bárbaros de los antiguos griegos y romanos. Además Morgan utiliza con frecuencia similar estrategia, denominándolo con otros términos como restos, huellas, afloramiento del pasado. De igual modo, J. E. McLennan recurre a símbolos del pasado en su Primitive Marriage (1865), técnica que guarda una fuerte equivalencia con las supervivencias tylorianas. MacLennan intenta probar su teoría del matrimonio por captura, como un estadio primitivo de las instituciones domésticas, sirviéndose de la presencia actual de símbolos nupciales que hacen referencia, hoy fingida, a pasadas luchas, fugas y posesión de las mujeres capturadas. Para terminar esta cuestión, quede bien explicitado que la técnica de los survivals debe necesariamente encuadrarse dentro del esquema general de la metodología comparativa y de las coordenadas teóricas del evolucionismo. La eficacia o no de esta particular estrategia investigativa, su uso y abuso, debe ser evaluado dentro de la crítica general a la teoría y método evolucionista, tema sobre el que volveremos más adelante. Ahora pasemos a exponer los resultados y aportaciones particulares de los antropólogos clásicos, especialmente las que se refieren a su principal área de estudio, que fue el origen y la evolución de las instituciones del parentesco, del derecho, de la religión, de la propiedad y del estado. 135 CAPÍTULO 7 EL ORIGEN Y LA EVOLUCIÓN DE LAS INSTITUCIONES 136 CAPÍTULO 7 EL ORIGEN Y LA EVOLUCIÓN DE LAS INSTITUCIONES El año de 1860 marca el inicio de dos décadas de esplendor antropológico con la publicación de las grandes obras evolucionistas de J. J. Bachofen (1861), J. S. Maine (1865), J. E. McLennan (1865), J. Lubbock (1865 y 1870). E. B. Tylor (1865 y 1871), L. H. Morgan (1877) y J. B. Frazer (1890). Pero antes que estos autores, la Escuela Alemana con G. Klemm y T. Waitz tomó decididamente la ruta evolucionista en la década 1840 – 1850. Gustav Klemm (1802-1867) publicó en 1843 su obra Allgemeine Kultur-Geschihte der Meushheit, donde expone el esquema evolutivo del progreso humano: el salvajismo (wildheit), la domesticación o sumisión (zahmheit) y la libertad (freiheit). La etapa del salvajismo era un estado de recolección de frutas silvestres, sin poseer rebaños ni cultivar la tierra y sin reconocer ninguna autoridad. En la segunda etapa de la domesticación o sumisión, las familias se agrupan en tribus, cultivan tierras, tienen vida pastoril, y reconocen la autoridad de jefes con carácter sacerdotal, poseyendo además escritura. En la tercera etapa, viene la secularización de la autoridad, y con ello la libertad y el desarrollo en todas las direcciones. Los persas, arabes, griegos, romanos, y en primer lugar los pueblos del tronco germánico, son los mejores ejemplos de esta etapa superior de la libertad (Cf. R. Lowie, 1946: 25 ss). Gustav Klemm introduce un principio etnocéntrico-racista al explicar el porqué unos grupos humanos han evolucionado más en la escala del progreso y otros no, diviendo a la humanidad en dos clases de razas, activas y pasivas. Las primeras son las más inventivas y progresivas que someten a las otras; pero ambas son necesarias para el progreso humano. Las razas inventivas y progresivas se originaron cerca del Himalaya, y de ellas descienden la raza germánica. Theodor Waitz (1821 – 1864), también alemán, publicó en seis volúmenes su obra Anthropologie der Naturvölker (1858 – 1871), donde se propone analizar las causas del progreso. Sostiene que el medio ambiente y la geografía pueden influir en la cultura, pero no determinarla, siendo más importantes las causas sociales, e históricas, como son las migraciones y la diseminación de elementos culturales. Waitz estudió también los modos de vida de los negros, así como su religión y grado de inteligencia combatiendo en parte algunos prejuicios racistas de su tiempo; y así adimitía que entre los negros era posible la existencia de genios. En 1861 comenzaría el boom de la producción antropológica clásica. Das Mutterrecht del suizo J. Bachofen y Ancient Law del inglés J. S. Maine se publicarían las dos en 1861, y con dos tesis contradictorias. Para Bachofen, primero sería el matriarcado, para Maine originalmente fue el patriarcado. Más tarde el escocés McLennan, cuatro años más tarde en Primitive Marriage (1865), defendería la matrilinealidad, como primer estadio evolutivo. Maine harían énfasis en el derecho; E. B. Tylor se fijaría principalmente en las creencias; L. H. Morgan en la evolución de la familia, de la propiedad y del estado; E. Westermack en el parentesco; J. Lubbock 137 y J. Frazer en la religión. Podemos decir que las áreas principales, que estudiaron los clásicos antropólogos , fue el origen y desarrollo del parentesco, del derecho, de la religión y de las creencias; y en menor grado, de la propiedad y del estado. Pero antes de entrar en el estudio pormenorizado de esas formas institucionales, se hace necesario exponer la teoría general de la evolución de la sociedad, que constituye el marco global de la perspectiva evolucionista. 7.1. La evolución de la cultura y de la sociedad humana. Vamos a fijarnos en cómo visualizan la evolución general de la humanidad tres grandes antropólogos clásicos del siglo XIX, Maine, Tylor y Morgan. Henry James Summer Maine (1822 – 1888) estaba interesado en el estudio de los orígenes de las instituciones legales. Para ello compara el derecho romano y los sistemas modernos de la India y de la Europa Oriental, exponiendo sus investigaciones en Ancient Law: Its Connection with the Early History of Society (1865), Lo significativo de H. J. Maine es que enraiza los cambios históricos del derecho con otro tipo de mutaciones en las diversas áreas de la vida social, ofreciendo una teoría general de la evolución social. Con su clasificación dicotómica, inicia, junto con L. H. Morgan (Societas/Civitas) y Spencer (sociedad simple/compleja, o militar/industrial), toda una serie de tipologías bipolares, que encierran en el fondo una perspectiva evolucionista. Y así vendrían después la clasificación dicotómica de Ferdinand Töenies de comunidad/sociedad, de Emile Durkheim de solidaridad mecánica/solidaridad orgánica, Robert Redfiel sociedad “Folk/urban”, Kart Popper sociedad abierta/cerrada, Talcott Parsons sociedad tradicional/moderna, Howard Becker sagrada/profana. Estas tipologías, a las que había que añadir las de A. Compte, H. Spencer, K. Marx y de otros evolucionistas clásicos, representan una tradición en las ciencias sociales, llamada clasificatoriacomparativa, que contrasta con la tradicción analítica, en que se prescinde de la dimensión histórica-evolutiva, y que se construye un modelo conceptual-teórico, centrado en el análisis de la estructura y de la función de cada sociedad concreta (Cf. Guy Rocher, 1978: 189-191). Maine es uno de los evolucionistas que representan la primera tradición, “clasificación-comparativa”, a la vez que uno de los pioneros de la tipología bipolar. Maine describe el cambio de un tipo de sociedad a otro, fijándose en las siguientes transformaciones: del derecho antiguo, basado en el estatuto social de status fijos, se pasa a un derecho basado en el contrato; de una organización fundamentada en el parentesco, a una sociedad basada en el territorio; de una organización social basada en la familina, a una en que domina el individuo; del predominio de la propiedad pública a la propiedad privada. Como Maine dice, Ancient Law (1861) “el movimiento de las sociedades progresivas ha sido uniforme”, con respecto, “a la gradual disolución de la dependencia de la familia y el crecimiento en su lugar de la obligación individual…; la unidad de una sociedad antigua es la familia, de la sociedad moderna el individuo”. A base de estas categorías de J. S. Maine, se puede construir un tipo ideal de taxonomía bipolar, que clasifique evolutivamente las sociedades, que es fundamentalmente similar a las dicotomías citadas de Spencer, 138 Töines, Durkheim, Redfield, Parsons, Popper y Becker. Se trata de la construcción de un instrumento heurístico de investigación –clasificatorio y comparativo-, que ayude al estudio de la evolución de un tipo de sociedad (simple, primitiva, tradicional) a otra (compleja, moderna, tecnológica). Este modelo bipolar es equivalente, en su marco heurístico y metodológico, al modelo triádico de Comte, de Morgan y de Tylor, o al de los cinco estadios de Marx. Con referencia a J. S. Maine podemos construir el siguiente modelo; se trata de un “tipo ideal”, en el decir weberiano. TIPOLOGÍA BIPOLAR (J. S. Maine) (Evolución de un tipo de sociedad a otro) TIPO A Sociedad basada en: TIPO B Sociedad basada en: . Parentesco . Status fijos . Estatuto social . Familia . Propiedad pública . Derechos comunitarios . Confusión de ley civil y ley penal . territorio . status individuales . contrato . individuo . propiedad privada . derecho individual . distinción de ley civil y penal. Ante un esquema así, uno no puede menos de percatarse que está ante el mismo tipo de “grandes teorías” de los clásicos, y ante la misma estrategia de las teorías de la modernización con su tabla interminable de indicadores económicossocio-culturales de desarrollo. Pero Maine tiene el mérito de haber sostenido un tipo de evolucionismo que de facto era no unilineal, sosteniendo que no todas las sociedades han pasado por los mismos estadios y siendo reacio a reconstruir el pasado de los pueblos primitivos, sino se contaba con datos históricos. Maine llegó a una posición, que hoy la llamaríamos de relativismo cultural: “no es de la incumbencia de un investigador científico del pasado –(Maine, citado por R. Lowie, 1946: 68)- declarar buena o mala una institución dada. Le concierne tratar de su existencia y desenvolvimiento, pero no de su conveniencia”. Todo esto hace meritoria la aportación de Henry James Summer Maine a la ciencia social “por la tonalidad modernísima de su obra”, según la estimación de Paul Mercier (1977: 4). Edward Burnett Tylor (1833-1917) es considerado como el padre o uno de los egregios fundadores de la antropología. Sus enseñanzas dominaron, sobre todo en Gran Bretaña, el pensamiento antropológico hasta finales del siglo XIX, siendo el primer gran antropólogo asociado a la Universidad de Oxford a partir de 1884. Tras una estancia de seis meses en México, donde se encontró en Cuba con el industrial y arqueólogo Henry Christy, publicó en Londres en 1861 una obrita titulada Anhuac, or Mexico and the Mexicans. Pero las clásicas obras de E.B. Tylor serían Researches into the Early History of Mankind and the Development of Civilizations, Esta tipología es similar a la de L. H. Morgan, “Societas/civitas” (Cf. Carmelo Lisón, Prólogo, Sociedad Primitiva de L. H. Morgan, 1971: 39). 139 publicada en Londres en 1865, y Primitive Culture: Researches into the Development of Mythology, Philosophy, Religion, Lenguage, Art and Custom, publicado igualmente en Londres en 1871. Años más tarde, en 1881, saldría un libro introductorio de Tylor, titulado Anthropology: An Introduction of the Study of Man and Civilization; esta obra en su versión española (traducción de A. Machado y Álvarez, Madrid, 1887) contiene una pequeña introducción de Tylor. Clásico, por su metodología comparativa estadística, es el ensayo citado de E.B. Tylor On a Method of Investigating the Development of Institutions. Applied to Laws of Marriage ans Descent (1889). El esquema evolutivo de E.H. Tylor seguía la clasificación triádica, dominante en el pensamiento social del siglo XIX. El desarrollo de la “Cultura” humana o “Civilización” podía tipificarse en los tres estadios siguientes: 1) Salvajismo: modo de vida fundado en la caza y recolección. 2) Barbarie: subsistencia fundada en la agricultura y en el empleo del metal. 3) Civilización: conocimiento del “arte de escribir”, que permitió el crecimiento moral e intelectual mediante la acumulación de conocimiento. Tylor, en su esquema de evolución, no añadió nada nuevo a la concepción de estadios evolutivos de su tiempo; su aportación y sus intereses fueron fundamentalmente otros. La contribución de Tylor en esta área fue quitar rigidez a la unilinealidad de la evolución, al admitir eventuales “regresiones” y sostener que los diversos sectores culturales pueden desarrollarse a ritmos distintos; igualmente advirtió de la complejidad de los hechos y de la plurifuncionalidad de las instituciones, así como de la importancia de la difusión, según su frase de que la «civilización es una planta más frecuentemente propagada, que desarrollada o inventada». Estas importantes matizaciones al esquema evolutivo han hecho que autores, como Robert Lowie, consideren a Tylor como más próximo a los difusionistas que a los evolucionistas. ¿Cómo explicar esta “conciliación” del evolucionismo y del difusionismo en Tylor? En mi opinión, su obsesión e interés, como lo hace notar expresamente en Primitive Culture (1871), era estudiar el desarrollo de la mitología, de la filosofía, de la religión, de la lengua, del arte y de las costumbres, rastreando los orígenes a través de documentos históricos, de los datos etnográficos y de las supervivencias de antiguas creencias y rituales; éste era su objetivo y su principal área de investigación; el esquema evolutivo, por otra parte, le ofrecía el marco conceptual adecuado para esta empresa, al mostrar el paso de progresivo desde el primitivismo a la modernidad, como se mostraba en el desarrollo de las instituciones y costumbres; por eso aprovechaba elementos de la evolución y de la difusión. Además hay que señalar el afán de Tylor en la reforma moral e intelectual, luchando contra las “supersticiones” y contra las raras “creencias”, que él y la progresía intelectual de su tiempo no compartían, utilizando como coartada de “legitimación científica” el considerar esas costumbres y creencias como supervivencias de etapas primitivas, oscuras, ignorantes y salvajes; de este modo se 140 explica el que Tylor denomine a la antropología como ciencia de los reformadores. Por esta misma razón es comprensible que el gran tema de estudio de Tylor sea la evolución de la religión, no mostrando mayor interés por la economía y por la organización social, campo prioritario del interés y de la investigación de Morgan. Lewis Henry Morgan (1818-1881) es otro “grande”, considerado por algunos como padre de la antropología clásica. Para los antropólogos en general, la aportación más original y valiosa fueron sus estudios del parentesco; para los sociólogos y para el gran público, la fama de Morgan viene determinada por el hecho de que K. Marx y F. Engels se fijarán en su teoría, como una comprobación y apoyatura para su materialismo histórico. La aceptación fideísta de la obra de Morgan por la ciencia oficial y dogmática de la URSS le consagró como “santo fundador” de la ciencia antropológica en aquellos lares, mientras que eso mismo hizo que en Occidente, y sobre todo en su propia patria USA, se mirara la obra morganiana con cierto recelo, cuando no con desprecio. Es significativo a este respecto que la influyente Historia de la Etnología (1937) de Robert Lowie comience así el capítulo dedicado a Morgan: «Por un capricho de la fortuna Lewis H. Morgan, cuya aportación original a la etnología se refiere al campo más áridamente técnico de esta ciencia, el de los términos de parentesco, llegó a tener la mayor fama internacional entre todos los antropólogos. Esto, naturalmente, no se debió a sus sólidas contribuciones a la antropología sino a un accidente histórico: su Ancient Society (1877) atrajo la atención de Marx y Engels, quienes aceptaron y popularizaron sus doctrinas evolucionistas por estar en armonía con la propia filosofía de ellos». (R. Lowie, Historia de la Etnología, 1946, orig. 1937:72). Muy distinto es el juicio sobre la obra de Morgan de Frederik Engels, quien en cumplimiento del inacabado trabajo de su “difunto amigo”, escribió Origin of the Family, Private Property and the State, expresándose así Engels en el Prefacio de la Primera Edición: «Las siguientes páginas vienen a ser la ejecución de un testamento. Karl Marx había reservado para sí mismo la misión de exponer los resultados de los trabajos de Morgan. Había descubierto de nuevo, a su modo, en América, la teoría materialista de la historia que, cuarenta años antes, descubrió Marx; y en su paralelo entre la barbarie y la civilización había ido a parar con los mismos resultados esenciales que Marx». (F. Engels, 1981, orig. 1884:11, subrayado nuestro). (*) Veamos ahora las líneas principales del pensamiento morganiano. El abogado de Rochester escribió en 1851 un librito sobre sus convecinos los indios iroqueses, titulado The League of the Ho-de-no-sau-ner; en 1870 publicó System of Consanguinity and Affinity of Human Family; pero su obra cumbre sería Ancient Society aparecida en 1877 y que lleva por subtítulo Researches in the Lines of Human Progress from Savagery through Barbarism to Civilizacion. (*) Resulta curioso que Engels, en la nota a pie de página, tras citar el título completo de Ancient Society y su editorial “McMilland and Cº, 1877”, dice: «Este libro fue impreso en América, y es muy difícil encontrar en Londres. El autor ha muerto hace algunos años» (Engels, 1884). 141 «Mi propósito es presentar algunas pruebas del progreso humano a lo largo de estas diversas líneas y a través de períodos étnicos sucesivos, según se halla revelado por invenciones y descubrimientos y por el crecimiento de las ideas de gobierno, familia y de propiedad». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:79). Para conseguir este objetivo, L.H. Morgan va a estructurar su obra en cuatro partes: 1º Descubrimiento de la inteligencia a través de invenciones y descubrimientos; 2º Desenvolvimiento del concepto de gobierno; 3º Desenvolvimiento del concepto de familia; 4º Desenvolvimiento del concepto de propiedad. «Dos líneas independientes de investigación –dice Morgan (1971, orig. 1877:78)- captan nuestra atención. Una nos lleva a través de los inventos y descubrimientos, y otra a través de las instituciones primitivas». Estos inventos e instituciones –que según Morgan son subsistencia, gobierno, lenguaje, familia, religión, vida de hogar y arquitectura- deben ser estudiados en su proceso de desarrollo evolutivo. Morgan va a señalar siete estadios evolutivos, al subdividir el salvajismo y el barbarismo en inferior, medio y superior, cada uno de ellos caracterizado por múltiples indicadores. Un esquema muy simple de la evolución, según Morgan, podía ser éste: I. SALVAJISMO 1. Inferior: recogida de frutas silvestres. 2. Medio: pesca, origen del lenguaje, uso del fuego. 3. Superior: utilización del arco y flechas. II. BARBARISMO 4. Inferior: invención de la cerámica. 5. Medio: domesticación de las plantas y animales en el Viejo Mundo y cultivo de regadío en el Nuevo Mundo. 6. Superior: utilización de armas e instrumentos de metal. III. CIVILIZACIÓN 7. Invención de la escritura. La seriación de estos estadios tienen un carácter cada vez más progresivo en lo que se refiere a realizaciones tecnológicas, y la “razón de este progreso humano”, como explica en su capítulo III (1971, orig. 1877: 99-114) es la “lógica natural del entendimiento humano”, que es idéntico para todos los pueblos. A través de todo su libro, pero particularmente al tratar de los “períodos étnicos” en el Primer Capítulo, expone L.H. Morgan las secuencias evolutivas (Ancient Society, 1971, orig. 1877: 82-98), caracterizadas por las distintas artes de subsistencia, formas institucionales de familia-gobierno-propiedad-invenciones, cuyos estadios están representados por pueblos históricos que existen actualmente o han existido en el pasado. El profesor Lisón Tolosana, en su omnicomprensiva introducción a la traducción española de Ancient Society, (editada por Ayudo, 1871, 2ª edición), bajo el título de Sociedad 142 primitiva, resume los estadios de Morgan en el siguiente esquema ilustrativo (Lisón, 1971:;37), que reproducimos literalmente. 143 LA EVOLUCIÓN DE LA SOCIEDAD, SEGÚN L. H. MORGAN PUESTOS COMIENZO SUBSISTENCIA VIVIENDA CARACTERÍSTICAS PROPIEDAD FAMILIA GOBIERNO QUE LO FIN Infancia del Hombre Frutas y nueces árboles bajo propias de selvas clima tropica o subtropical Efectos personales. articulada; Se entierran con No hay arte su poseedor Consanguínea Pacto entre varones Con el uso del Ninguno Medio Frutas, nueces y por otras Uso del fuego y y la pesca Pescado zonas lanzas Con el uso del Raíces farináceas Continúa la Uso del arco y de la arco y la cocidas. expansión flecha. flecha Caza Inferior Idem proporciones; Aldeas con Medio empalizada Domesticación de animales y horticultura Porotos, calabazas y maíz (América). Leche, carne de animales (Europa) Superior del hierro Productos agrícolas Gens. Arquitectura de adobe y piedra. Vivienda colectiva De la gens. Punalúa Gens. Polinesios Tribus costeras de América (Norte y Sur) Se reconoce al Maza de guerra. Individuo un Punalúa Confederación Fratría Sindiásmica Consejo de Con invención del arco y de la flecha Con invención de la alfarería Tribus del este del Missouri Tribus de Europa: domesticación de animales Tejidos. derecho Escudos posesorio Jefes Europa: modo de vida Individual, Consejo de Tribus de pastoril. comunitaria y Jefes y Nuevo México, América: horticultura. religiosa Comandantes México, Centro Uso del bronce (para culto) militares América y Perú Del estado y Consejo de Los griesos de Flomero Jefes Tribus italianas Asamblea del antes de Roma y uso de pueblo Tribus germánicas de escritura comunales; Uso del hierro. Habitaciones Caminos pavimentados. lacustres. Jerarquía religiosa villas Australianos Athapascos Arte de la alfarería. Edificios Trabajo Punalúa Escritura en imagen de mayores Alfarería De la gens. fuego y con la pesca Se disemina Con el fuego Arquitectura BARBARISMO Comienza la palabra Superior SALVAJISMO Inferior REPRESENTAN Cavernas y del individuo. Esclavos como propiedad Sindiásmica Sindiásmica Patriarcal Monógama Alfareros europeos América:riegos y cultivos del maíz y asiáticos Con la fundición del hierro mineral Alfabeto fonético César 144 Morgan analiza de una manera particular y extensa la evolución del gobierno, de la familia y de la propiedad. En la segunda parte de Ancient Society (1877) sobre el “desenvolvimiento del concepto de gobierno” (considerada como la mejor para algunos autores, como para Marvin Harris, 1978: 161) expone la emergencia de las sociedades estratificadas y de organización estatal, basadas en relaciones territoriales y de propiedad, y no parentales como en los estadios anteriores. Morgan utilizará los términos de “gens”, “fratria”, “tribu”, “confederación” y “sociedad política” para designar distintas formas de gobierno, comparando las instituciones políticas de iroqueses, aztecas, romanos y griegos principalmente. Su hipótesis de partida, que a la vez es a conclusión de su estudio, la expresa en esta forma Morgan: «La experiencia humana, como ya e dijo, ha desarrollado sólo dos planes de gobierno, empleado el término plan en su sentido científica. Ambos fueron organizaciones definidas sistemáticas de la sociedad. La primera y más antigua, fue una organización social, asentada sobre las gentes fratias y tribus. La segunda y posterior en tiempo, fue una organización política, afirmada sobre territorio y propiedad. Bajo la primera, se creaba una sociedad gentilicia, en la que el gobierno actuaba sobre las personas por medio de relaciones de gens a tribu. Estas relaciones eran puramente personales. Bajo la segunda, se instituía una sociedad política, en la que el gobierno actuaba sobre las personas a través de relaciones territoriales, por ejemplo: el pueblo, el distrito y el estado. Estas relaciones eran puramente territoriales. Los dos planes diferían fundamentalmente. El uno pertenece a la sociedad antigua y el otro a la moderna». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:126). Junto a esta evolución de la organización socio-política, Morgan estudia prolijamente en su parte tercera (op. cit.: 395-519) lo que él titula «El desenvolvimiento del concepto de familia», donde expone sus cinco formas evolutivas de familia: consanguínea, punalúa, sindiásmica, patriarcal y monógama. De este tema ya nos ocuparemos más adelante; ahora indiquemos únicamente su relación con el desarrollo de la propiedad, de lo que trata Morgan en su cuarta parte (op. cit.: 523-545), escribiendo así (p. 536): «La familia monógama hizo su primera aparición en el estado superior de la barbarie, y su desenvolvimiento de una forma sindiásmica tenía íntima conexión con el incremento de la propiedad y con las costumbres relativas a la herencia». Morgan termina su extensa obra, con un canto a la civilización y a la modernidad, resaltando los valores de la democracia representativa y liberal con tantos inventos a las ciencias modernas y los beneficios de la escuela pública. «La democracia en el gobierno, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y privilegios y la educación universal anticipan el próximo plano más elevado de la sociedad, al cual la experiencia, el intelecto y el saber tienden firmemente. Será una resurrección, en forma más elevada, de la libertad, igualdad y fraternidad de las antiguas gentes». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:544). Este hermoso sueño de progreso humano coincide con los ideales de los Funding Fathers de los United States of America, como Thomas Jefferson, Alexander Hamilton, James Madison y George Washington. Este sigue siendo 145 idealmente el American Dream; por eso, cuando después de muchos años de relativo olvido, se ha querido honrar a L. H. Morgan en los Estados Unidos, se han elegido las anteriores palabras para esculpirlas en una lápida en su casa de Rochester, en el Estado de New York. Pero, ¡significativa paradoja!. Justa y exactamente en el inmediato párrafo anterior a éste, elegido como lapidario de Morgan en los EE.UU., Morgan, en sueño russoniano, escribe así: «Llegará el día, sin embargo, en el que el intelecto humano se eleve hasta dominar la propiedad y defina las relaciones del estado con la propiedad que salvaguarda y las obligaciones y limitaciones de derechos de sus dueños. Los intereses de la sociedad son mayores que los de los individuos y debe colocárselos en una relación justa y armónica. El destino final de la humanidadno ha de ser una nueva carrera hacia la propiedad, si es que el progreso ha de ser la ley de futuro como lo ha sido del pasado. El tiempo transcurrido desde que se inició la civilización no es más que un fragmento de la sociedad del porvenir. La disolución social amenaza claramente ser la terminación de una empresa de la cual la propiedad es el fin y la meta, pues dicha empresa contiene los elementos de su propia destrucción». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:543-544). Los dos textos antes citados nos muestran las lecturas variadas o contrapuestas que se pueden hacer, y de hecho se han hecho, de Lewis Henry Morgan: como un defensor de la democracia liberal del tipo norteamericano o como un profeta de la abolición de la propiedad privada según la teoría marxista. Leídas fuera de contexto y llevadas hasta el simplismo unilateral, ambas interpretaciones son incorrectas: dentro de la perspectiva general del pensamiento morganiano, ambas coordenadas son plenamente conciliables. Porque existe otra sorpresa en las páginas finales de Ancient Society (1887). Morgan admite una tercera lectura religiosa: el último párrafo de su obra está dedicado a hacer constancia de que siendo “natural” que la civilización se haya retrasado varios milenios de años, la hemos logrado, sin embargo, merced a la Providancia Divina; y los vericuetos –con sus penurias y conquistas- del progreso humano forman parte del plan de la Inteligencia del Ser Supremo. Este es un ejemplo, (¡lástima que esta cita se le haya escapado al documentado Robert Nisbet en su disputa con John Bury!), donde se hermanan la teoría de la evolución científica, la filosofía del progreso indefinido y la fe religiosa en la Providencia, desmontando la común opinión de que el evolucionismo no fue posible hasta que no se sustituyó la fe en la Providencia por la ideología secular en el Progreso. Lewis Henry Morgan termina así su Ancient Society, conjugando la necesidad natural del progreso evolutivo social, la accidentalidad histórica de lo fortuito, los esfuerzos de las voluntades históricas humanas y el plan de la Providencia Divina: «Si tenemos en cuenta la duración de la existencia del hombre sobre la tierra, las grandes vicisitudes que debió experimentar en el salvajismo y en la barbarie y los progresos que se vio obligado a realizar, consideraremos natural que la civilización se haya retardado aún varios millares de años, como que la hemos logrado merced a la Providencia Divina. Nos vemos obligados a reconocer que fue el resultado de una serie de circunstancias fortuitas. Puede servir muy bien para recordarnos que debemos nuestra actual condición, con sus numerosos medios de bienestar y seguridad, a los esfuerzos y sacrificios 146 y a la lucha heroica y paciente de nuestros antepasados bárbaros, y aún más remotamente a nuestros antepasados salvajes. Sus trabajos, sus penurias y sus conquistas fueron parte del plan de la Inteligencia del Ser Supremo que, por desenvolvimiento del salvaje, creó al bárbaro, y por desenvolvimiento de éste, al hombre civilizado». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:545). Este es el colofón de Ancient Society (1887) de Lewis Henry Morgan: una muestra de la complejidad de la teoría evolucionista clásica, muy distinta al esquematismo simplista y unilateral con que generalmente suele presentarse. 7.2. Origen y evolución de la familia Vamos ahora a detenernos en la presentación de los distintos enfoques de los antropólogos clásicos sobre el origen de las instituciones básicas de la sociedad humana; comenzaremos por las formas matrimoniales. El parentesco ha ocupado un lugar central en los estudios de antropología. Las razones para ello podían ser de dos tipos. Por un lado, el papel tan importante que el parentesco juega en las sociedades primitivas; como dice J. Beattie hablando de este tema: «Donde todo el mundo está o cree estar emparentado con casi todos los demás, casi todas las relaciones sociales deben ser de parentesco o de afinidad. Pero incluso donde el parentesco es menos penetrante, desempeña, por lo general, un papel mucho más importante que en las sociedades occidentales modernas». (J. Beattie, 1972:128). Por otro lado, el choque que para el mundo occidental significaron los primeros informes relativos al parentesco, atrajo de modo especial la atención de los estudiosos. Para darse cuenta de ello, he aquí un botón de muestra, en 1914 se tradujo al castellano la obra de A. Giraud-Teulon Los orígenes del matrimonio y la familia con un documentado e interesante prólogo a cargo de Antonio Ferre y Robert, abogado del Ilustre Colegio de Barcelona y miembro de la Sociological Society de Londres, donde se nos cuenta el escándalo y la polémica que los estudios sobre la evolución de la familia suscitaban. «Durante muchos años, la teoría patriarcal, basada en el testimonio de la Biblia y en los datos proporcionados por la historia de Grecia y Roma, gozó de una verdadera supremacía en este orden de estudios. Acostumbrados los juristas y los historiadores a la familia romana, cuyo carácter-tipo era poco menos que indiscutible, y en la infancia las investigaciones etnográficas, les parecía una verdadera monstruosidad que en algunos países la célula social hubiese sido la horda o la familia uterina. Los libros de Morgan, McLennan y Bachofen revolucionaron por completo la sociología de la familia». (Ferre y Robert, 1914: XVII). Para los evolucionistas la familia era una etapa tardía, mientras que para sus opositores era algo primievo en la sociedad humana. La frase clave de los 147 oponentes al evolucionismo era que la “familia era la más antigua y sagrada de todas las instituciones humanas”, y se referías a la forma monogámica matrimonial como la institución más primitiva, sagrada y natural. Los antropólogos clásicos trazarían otras perspectivas; Bachofen, McLennan, Maine, Morgan y Tylor escandalizarían a la puritana sociedad de su tiempo, al poner en cuestión la “sacralidad” y “eternidad” de la forma monogámica occidental y al hacerla un producto tardío de la evolución social. Por otra parte, estos antropólogos clásicos, tras el aparente escándalo, “halagaban” el orgullo etnocéntrico de esa misma sociedad occidental, al situar la monogamia matrimonial como el escalón superior del progreso evolucionista. El alemán Bachofen y el inglés Maine abrirían –al mismo tiempo y a larga distancia- el fuego de la discusión sobre el origen y evolución de la familia, siguiendo poco después el escocés McLennan, el norteamericano Morgan, el británico Tylor; y finalmente en la discusión sobre el incesto, el sueco-filandés Westermack. Expongamos estos vericuetos dialéctico-teóricos del evolucionismo de la familia. Jacob Bachofen (1815-1887), jurista alemán, desencadenó la disputa con su obra Das Mutterrrecht (1861), donde expone su teoría sobre el matriarcado, sosteniendo la anterioridad de la descendencia matrilineal sobre la patrilinealidad. Su esquema de evolución. Su esquema de la evolución de la familia podemos simplificarlo así: PRIMER ESTADIO. Promiscuidad: La vida social entre los humanos comenzó con la promiscuidad sexual o “hieratismo”, en que los machos imponían lujuriosa y despóticamente su tiranía sobre las mujeres. SEGUNDO ESTADIO. Ginecocracia-Matriarcado: Las mujeres comprenden que para rebelarse han de alterar la relación padre-hijo por la de madre-hijo, que se convierte en la relación social más fuerte; para ello obligan a los machos a casarse con ellas, iniciándose así la familia. Esta autoliberación de las mujeres se consigue gracias a la religión “que es –dice Bachofen(1861)- la única palanca eficiente de toda civilización. Cada elevación y cada depresión de la vida humana tiene su origen en un movimiento que comenzó en este departamento supremo”. En este estadio de Reinado de la Mujer o Matriarcado aparece la religión de la Madre Tierra, opuesta a los dioses celestiales de la etapa anterior: las divinidades femeninas se imponen, el Culto a la Tierra se impone sobre el del Cielo, la adoración de la Luna sobre la del Sol; el mito griego de las Átridas y de las Amazonas son expresión de aquel antiguo estadio de Ginecocracia. TERCER ESTADIO. Patriarcado o Era del Espíritu: Los hombres, ante la opresión de las mujeres, se rebelan comenzando por fingirse “madres”, de ahí el origen de la covada. Más tarde imponen un principio religioso nuevo, el del “espíritu” o paternidad, que es superior a la relación carnal madre-hijo. Bachofen tiene el siguiente Canto al Patriarcado (¡léase palabras de loor y legitimación a la forma de parentesco de su cultura occidental decimonónica!). «Fue la afirmación de la paternidad la que liberó a la mente de las apariencias naturales y cuando esto se logró con éxito la existencia humana se elevó por encima de las leyes de la vida natural. El principio de la maternidad es común 148 a todas las especies de la vida animal, pero el hombre va más allá de este lazo al conceder preeminencia al poder de la procreación, y al hacerlo adquiere conciencia de su vocación superior. Con el principio paterno y espiritual rompe con los lazos del telurismo y eleva su mirada a las religiones más altas del cosmos. Así la paternidad victoriosa está relacionada con la luz celeste tan claramente como la maternidad prolífera lo está con la fecundidad de la tierra» (J. Bachofen, Das Mutterrecht, 1861). En este texto aparece claro que Jacob Bachofen no sólo habla de una evolución de la familia, sino de un proceso perfectivo en que la forma patriarcal occidental ocupa el escalón más perfecto y superior. Pero ésta no era la única interpretación del desarrollo de las relaciones institucionales hombre-mujer. Henry Maine (1822-1888), ese mismo año de 1861 en que apareciera en Alemania Das Mutterrecht, publicaba en Londres Ancient Law, en que sostenía lo contrario de J. Bachofen. Según M. Maine, la familia humana había sido originalmente patrilineal y patriarcal, y no matriarcal. La aportación principal, sin embargo, de Ancient Law, (1861), como hemos anotado anteriormente, fue sostener que el parentesco había proporcionado el principio básico de organización a la sociedad primitiva, mientras que en la sociedad moderna la célula básica era el individuo; por lo cual concluía Maine que el movimiento evolutivo de la sociedad había sido la gradual disolución de la dependencia familiar y el crecimiento en su lugar de la obligación individual. John F. McLennan (1827-1881) defendería la matrilinealidad como forma original en su Primitive Marriage, publicado en 1865. McLennan acuñaría los términos de “exogamia” y “endogamia”, se plantearía el problema del tabú del incesto e intentaría dar una explicación al totetismo. Todas estas cuestiones son aún centrales en la antropología moderna; las explicaciones que estos autores dieron a estos problemas pueden hoy parecernos extravagantes, pero era una forma inicial de emprender la pesquisa científica en el campo antropológico. Según F. McLennan, la primera secuencia en la evolución de la familia fue la horda semipromiscua, que vivía en un estado de indiferencia respecto a las normas tradicionales (Cf. M. Harris, 1978:168). Al principio se establecieron las primeras agrupaciones humanas por vínculos rituales, al creer que todos ellos descendían de un antepasado animal, dando origen a los cultos totémicos. En los primeros estadios de la evolución, la vida humana era muy dura, en lucha por el alimento y por la seguridad, sobreestimándose a los hijos varones, como futuros cazadores, y menospreciándose a las mujeres; esta minusvaloración femenina llegó incluso hasta el infanticidio de niñas recién nacidas, originando una gran escasez de mujeres hasta tal forma que los varones se vieron obligados a compartir entre varios una sola mujer, surgiendo de este modo la poliandria. Más tarde las mujeres serían incluso robadas a los grupos vecinos y a los enemigos, dando comienzo la caza de mujeres extrañas, de donde procede la costumbre de la exogamia matrimonial. Los buenos cazadores de hombres tendrían muchas mujeres e incluso las regalarían a sus hermanos en vida o a su muerte, originándose la poliginia y la institución del levirato. Muchos de los símbolos actuales del ritual nupcial, según J.F. McLennan, como son el subir a la recién desposada en brazos a la habitación o el viaje de “luna de miel”, serían 149 vestigios y survivals de aquellos dramas de caza y captura de mujeres por parte de nuestros ancestrales machos cazadores (*). Si este tema de los orígenes ha sido hoy abandonado, lo que sigue en discusión es la cuestión del tabú del incesto, tema en el que han entrado a la lid todos los antiguos y modernos antropólogos, desde McLennan, Westermack y Spencer hasta Malinowski y Lévi-Strauss. McLennan abrió la brecha, en la discusión sobre el tabú del incesto, a partir de la distinción entre la endogamia y la exogamia, atribuyendo al rapto de mujeres de hordas vecinas el principio exogámico y la práctica de la relación incestuosa al principio endogámico. Robertson Smith, Spencer y Lubbock apoyarían fundamentalmente las tesis de McLennan (Cf. M. Harris, 1978:171 ss.). Morgan, por su parte, opinaba que el tabú del incesto se debía al reconocimiento de perniciosas consecuencias biológicas en el cruce de parientes próximos, aunque luego se sumaron otras variables culturales; las migraciones y la selección natural, combinadas, habrían favorecido la difusión, a la vez, del tabú del incesto y del precepto exogámico. Tylor, con una intuición y atisbo a lo lévistraussiano, enfatiza la función de la exogamia y con ello del tabú del incesto; las mujeres se convirtieron en los primeros estadios de la evolución en un precioso valor de cambio, imprescindible para la supervivencia biológica grupal; y por otra parte, la exogamia constituía una forma de establecer “alianzas” entre tribus enemigas, asegurando la supervivencia político-social del grupo, entre las tribus de bajo nivel cultural, pensaba con acierto Tylor, un medio de asegurar alianzas permanentes es el matrimonio entre vecinos, extraños o potenciales enemigos: “es preferible casarse con extrañas que guerrearse con extraños”. El sueco-finlandés Edward Westermack impactó, a finales del siglo XIX, la opinión antropológica al refutar la promiscuidad primitiva morganiana y ofrecer un giro en el análisis del tabú del incesto. Westermack introduce un áurea de selección natural y de psicologismo al origen de la familia y del incesto; sostuvo que el estado original de la familia debió haber sido similar al de algunos antropoides no promiscuos, en que se alza como figura central el “macho protector” de hembras y crías. El tabú del incesto, en este contexto, sería consecuencia de un instinto natural, como mecanismo de selección natural y de sobrevivencia. «A través de la selección natural tiene que haberse desarrollado un instinto, como norma, lo bastante poderoso para impedir las uniones perjudiciales. Este instinto se presenta se presenta simplemente como aversión por parte de los individuos a la unión sexual con otros individuos con los que ha convivido; y como en su mayor parte estos son parientes consanguíneos, el resultado de esa aversión es la supervivencia de los más aptos» (E. Westermack, The History of Human Marriage, 1891). Años más tarde, en Ashort History of Marriage (1926), Westermack insistiría en la ausencia notable de sentimientos eróticos entre personas que desde su (*) Indudablemente esta “imaginación antropológica” (¡y no precisamente en la onda de C.W. Mils!) hoy es herejía en la academia científico-universitaria; pero a mí me han invitado más de una vez a los Estados Unidos, anunciando la boda con tarjetas que traían una pormenorizada “explicación” de los rituales del matrimonio, siguiendo la ruta fantástica de los “orígenes”, expuesta un siglo antes por F. McLennan. 150 infancia han vivido en la intimidad, dándose por el contrario una aversión cuando se piensa en el acto sexual entre parientes (*). El gran clásico de los antropólogos decimonónicos en los estudios del parentesco sería, sin embargo, Lewis Henry Morgan (1818-1881). Ya hemos explicado su teoría de la evolución y de las instituciones sociales en general, refiriéndonos ahora al desarrollo de la familia. Su contribución principal no sería precisamente su rocambolesca sucesión de las cinco formas matrimoniales, sino su investigación sobre las terminologías del parentesco en 139 localidades, exponiendo los resultados de este estudio en Systems of Consanguinity and Affinity of Human Family (1870). En sus estudios posteriores relacionaría algunas terminologías clasificatorias con las distintas etapas de la evolución social y familiar, y así en Ancient Society dedicaría su tercera parte al “Desenvolvimiento del concepto de familia”, comenzando así: «Estamos acostumbrados a considerar que la familia monógama ha existido siempre, salvo en aquellos casos excepcionales en que ha sido reemplazada por la forma patriarcal. Por el contrario, el concepto de familia es producto del desarrollo de formas sucesivas, siendo la monógama la última de la serie. Mi propósito será demostrar que ésta fue precedida por formas más primitivas que predominaron durante el periodo del salvajismo y en los estadios inferior y medio de la barbarie, y que ni la forma monógama ni la patriarcal pueden remontar su origen más allá del último estadio de la barbarie». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:395). Como ya hemos anotado, la familia monógama según Morgan “debe su origen a la propiedad... El desarrollo de propiedad en la mente humana está íntimamente ligado a la implantación de esta forma de familia, por su creación y usufructo, y especialmente por la definición delos derechos legales con respecto a la herencia”. (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:400). Y añade Morgan con inteligente perspicacia: “La propiedad llegó a ser tan poderosa que su influencia se dejó sentir en la estructura orgánica de la sociedad. La certidumbre acerca de la paternidad de los hijos adquirió un significado hasta entonces desconocido”. Y ¿cuáles fueron los tipos o formas familiares que habían precedido a la monógama? Las secuencias evolutivas serían las de familia consanguínea, punalúa, sindiásmica, patriarcal y monógama. He aquí, como el mismo Morgan lo expone en Ancient Society (1971, orig. 1877:494-495), parte tercera, capítulo V, titulado “Serie de Instituciones relacionadas con la familia”. PRIMERA ETAPA DE LA SERIE: 1. Trato promiscuo. 2. Matrimonio entre hermanos y hermanas, propios y colaterales, en grupos: que engendra. 3. La familia consanguínea (primera etapa de la familia): que engendra. (*) No deja de ser paradójico en la historia de las ciencias, que fuera precisamente un sentimiento contrario –no la aversión, sino la atracción entre padres e hijos – un pivote crucial en las teorías psicoanalíticas posteriores de Sigmund Freud, a la hora de explicar el tabú del incesto. 151 4. El sistema malayo de consanguinidad y afinidad. SEGUNDA ETAPA DE LA SERIE: 5. Organización a base de sexo, y la costumbre punalúa tendente a reprimir el matrimonio de hermanos y hermanas que engendra. 6. La familia punalúa (segunda etapa de la familia): que engendra. 7. La organización de “gentes” que excluía a los hermanos y hermanos de la relación conyugal: que engendra. 8. El sistema turanio y ganowaniano de consanguinidad y afinidad. TERCERA ETAPA DE LA SERIE: 9. Influencia creciente de la organización gentilicia y perfeccionamiento de las artes de la vida, con el adelanto de una parte del género humano hasta el estadio de la barbarie: que engendra. 10. El matrimonio entre parejas solas, pero sin cohabitación exclusiva que engendra. 11. La familia sindiásmica (tercera etapa de la familia). CUARTA ETAPA DE LA SERIE: 12. Vida pastoral en las llanuras, en zonas limitadas, que engendra. 13. La familia patriarcal (cuarta etapa, aunque excepcional, de la familia). QUINTA ETAPA DE LA SERIE: 14. Nacimiento de la propiedad y disposición de la herencia directa de los bienes que engendra. 15. La familia monógama (quinta etapa de la familia) que engendra. 16. Los sistemas ario, semítico y uralio de consanguinidad y afinidad que provocan la caída del turanio. (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:395). En esta seriación evolutiva, se visualiza el desarrollo progresivo de las distintas formas matrimoniales, pero ¿a qué se refiere Morgan cuando habla de los sistemas “turanio y ganowaniano”? Hace referencia a los sistemas de terminologías de parentesco, tema que constituyó la pasión antropológica de este incesante investigador. En 1858, Morgan se percató de que los indios de distintas lenguas, como los iroqueses y los ojibwa, usaban las mismas terminologías de parentesco. Postuló que las terminologías de parentesco estaban relacionadas con las formas de organización social, pero que evolucionaban a un ritmo mucho más lento que éstas, de tal manera que las terminologías sobrevivían a las formas sociales que les dieron origen. Concluyó, entonces, que allí donde encontremos terminologías que no se adapten a la forma social de organización, se trata de supervivencias de formas anteriores, lo cual significa que podemos conocer las formas sociales del pasado (de las que no disponemos de testimonio etnográfico) a través de las terminologías que las sobrevivieron. Se propuso demostrar que los indios americanos tenían un origen común y que procedían de Asia, lo que creyó haber demostrado al encontrar el mismo sistema terminológico entre los tamil de la India. Morgan dividió las terminologías en 152 dos grupos, división que aún se considera pertinente: 1) sistemas descriptivos: atribuidos a las familias lingüísticas aria, semítica y urálica; 2) sistemas clasificatorios, característicos de los indios norteamericanos, de los polinesios y de muchos pueblos de Asia. En este sistema se mezclan, en diferentes grados, a los parientes lineales con los colaterales, en contraste con el sistema anterior que aísla a los parientes lineales en la terminología, llamándolos v.g. “yerno”, “suegro”, etc. Una representación gráfica y simple de los sistemas clasificatorios es la siguiente, tomando a ego como base. SISTEMA CLASIFICATORIO DE PARENTESCO El descubrimiento posterior de la terminología hawaiana (malaya), en la que el sistema clasificatorio es aún más evidente que entre los indios iroqueses y ojibwa, indujo a Morgan a pensar que manifestaba formas anteriores matrimoniales, de las que ya no se encontraban datos etnográficos actuales. Ello le llevaría a postular el desarrollo evolutivo de la familia y de las instituciones sociales, según lo expone en Ancient Society (1877). Lewis Henry Morgan debe figurar, pues, no sólo como un 153 antropólogo evolucionista, sino como un clásico de los estudios de parentesco. Como hace notar acertadamente Paul Mercier, (1977:46) “no es el cuadro sobre la evolución humana lo que nos hace considerar a L. Morgan como a uno de los fundadores de la investigación antropológica, sino su más rica contribución al estudio de los sistemas de parentesco”. 7.3. El origen y la evolución de la religión La religión constituyó otro gran tema de la discusión antropológica del siglo XIX. En su estudio, se reproduce el mismo esquema que el de las formas de parentesco: la familia y la religión son una institución natural, fruto de la evolución, pudiéndose ser explicado su origen “científicamente”, sin tener que recurrir a una intervención directa y sobrenatural de Dios; por otra parte, la forma monoteísta de religión –al igual que el matrimonio monogámico- es un estadio superior de un largo proceso evolutivo. Dentro de estas coordenadas, se encerraban dos supuestos que halagaban y legitimaban a la sociedad occidental y a su estamento intelectual progresista. Si la religión monoteísta era la forma jerárquicamente superior del progreso humano, se justificaba la expansión imperial-evangelizadora de la Europa decimonónica; por otra parte, si podía explicarse el fenómeno religioso, sin tener que recurrir a la Revelación Divina, podía prescindirse del cristianismo, sosteniendo una Religión Natural o un agnosticismo crítico, postura generalizada entre la intelectualidad racionalista del siglo XIX, siguiendo la tradición del Enciclopedismo del siglo de las Luces. Era lógico, entonces, que la antropología del siglo XIX entrara en conflicto con las doctrinas religiosas tradicionales. No puede entenderse la teoría evolucionista del siglo XIX, si no se la pone en contexto con esa sinfonía ronca –a veces con ruido bronco y estridente- de la discusión bíblico-religiosa, que constituyó la música de fondo de la discusión antropológica decimonónica. Para muchos profanos en las ciencias sociales y para el público en general, toda la batalla del evolucionismo –tanto biológico como sociocultural- se reducía a un pulso entre la Ciencia y la Biblia, en que alguno tenía que ganar y el otro necesariamente que perder. La contienda, gestada en la Ilustración, tomó cuerpo con el estrépito de la reacción teológica de principios del siglo XIX, que cerró filas en son victorioso tras el aparente fracaso de la Revolución Francesa. Löuis de Bonald, Joseph de Maistre, Richard Wathely y W. Cooke fueron algunos de los capitanes de la Cruzada Bíblica en Francia e Inglaterra. Estos soldados de la fe atacaban en varios frentes, y a veces con eficacia. Defendían la tesis del degeneracionismo, que sostiene que los primitivos contemporáneos descienden de pueblos que habían llegado a la civilización antes de la confusión de lenguas de Babel y del Diluvio Universal; en esta creencia subyace un acertado supuesto antropológico, como es la posibilidad de que tribus en la actualidad primitiva, desciendan de antepasados, que en un día alcanzaron altos niveles de cultura y de civilización; en todo ello subyace una crítica al evolucionismo lineal, que luego explicitaría “científicamente” –no religiosamente- la antropología antievolucionista del siglo XX. 154 Otra tesis de los “Cruzados Bíblicos” contra la evolución era generalmente la defensa del monogenismo, afirmando la descendencia de todo el género humano de una sola pareja Adán- Eva. También en esta creencia religiosa –desenfocada en su postulación central de la descendencia de una solo familia- se encerraba, sin embargo, otra premisa importante, que la antropología e ideología del siglo XX reclamaría con fuerza; la tesis religiosa del monogenismo iba unida al supuesto de la unidad e igualdad del género humano, siendo una barrera contra el racismo galopante del siglo XIX; de tal modo que puede afirmarse que los científicos sociales –antropólogos y sociólogos- que representaban el progresismo intelectual científico del siglo XIX, creyentes en la evolución y en el poligenismo, fueron, en general, más racistas que los reaccionarios religiosos defensores del creacionismo y del monogenismo. El creacionismo y el catastrofismo fue otra de las tesis de la reacción teológica. Atribuían el origen del mundo, de las cosas, de los animales y del hombre a la intervención directa de Dios, y explicaban la discontinua aparición en el tiempo de formas de vida, debido a sucesivas creaciones divinas, siendo también posible la existencia de catástrofes, del tipo del Diluvio, que hubieran acabado con algunas formas de vida. En esta perspectiva creacionista, atribuían a Dios el origen del hombre, de la institución familiar, de la religión, llegando los más extremosos a sostener también el origen divino de la propiedad privada. En este clima religiosoideológico, era lógico que la aparición de la obra de Charles Darwin On the Origin of Species (1859) y su posterior de Descent of Man (1873) desencadenaron una polvareda de interminables y fanáticas polémicas, en que los temas del monogenismo y poligenismo, la descendencia humana del antropoide y el creacionismo fueron carnaza para todo tipo de encendidas discusiones, que alcanzaban púlpitos, aulas, prensa, salones de gente bien y otros lugares de chismorreo popular. La discusión antropológica sobre el origen de la religión se convirtió en un campo de minas, que traspasaba los límites del academicismointelectual para adentrarse en el terrreno religioso doctrinal. Esto hace explicable la insistencia de Tylor, quien advertía (1975, orig. 1871:30) que “otros obstáculos a la investigación de las leyes de la naturaleza humana nacen de consideraciones metafísicas y teológicas”. De esta forma, la antropología se convertía en “ciencia de los reformadores” en el decir de Tylor, quién tuvo que polemizar contra la mentalidad degeneracionista de personajes famosos, como el Arzobispo Richard Wately y el Duque de Argil, repitiendo que la “misión del hombre era desenmascarar a todos los teólogos”. Edward Burnett Tylor (1832-1917) trató ampliamente el tema de las creencias y de la religión en Primitive Culture (1871); en ella dedica uan parte importante a exponer la teoría sobre el animismo, que para Tylor estaba en la base del origen y el desarrollo de toda religión. En su estudio hay que distinguir el concepto de alma y el de los otros espíritus. La noción de alma era derivada de la dualidad de la naturaleza; por ejemplo, al morir un hombre, algo queda en el cuerpo, pero a la vez, algo ha desaparecido (el alma). En los sueños se nos aparecen personas alejadas o 155 difuntas ¿cómo explicar su presencia?. Según Tylor, el primitivo concluye de todos estos hechos, que el cuerpo del hombre tiene un doble fantasmal, capaz de abandonar el cuerpo y de tener experiencias indepandientes. Uniendo el fantasma y el alma que desaparece en la muerte, obtenemos el alma-fantasma, que explica tanto la muerte como los sueños, enfermedades, etc. El segundo momento viene determinado por la extensión de las almas y “dobles fantasmas” a los animales, dado que el hombre primitivo encuentra dificultad en diferenciar al hombre de los animales, al menos de manera tajante. Como ejemplo, Tylor aduce a la costumbre de sacrificar animales con ocasión de la muerte de algún hombre, para que el fantasma del animal acompañe al hombre en su viaje al más alla´. Después de esto, el alma fantasma se extiende también a los objetos inertes, que también aparecen en los sueños. De la creencia en las almas de los hombres, animales, plantas y objetos, el hombre primitivo llegaba a la conclusión de que existía un orden especial de seres espirituales, los manes, que están en el origen de las almas, pero que adquieren una cualidad especial que les eleva al rango de demonios o dioses. Desemboca ello en una de las formas fundamentales de la religión, el culto de los manes: almas de ciertos individuos que, en la vida real, tenían algún tipo de autoridad sobre quien los adoraba y que podía tratarse de un pariente o de un jefe de la tribu. Tylor veía en el culto a los manes un intermediario en la jerarquía del mundo espiritual, que se colocaba entre las almas ordinarias y los demonios o dioses. Otro aspecto importante del desarrollo del animismo es la encarnación de los espíritus, dado que los espíritus son libres de entrar o salir de los cuerpos. De esta manera, el primitivo podía explicar la enfermedad según la posesión del cuerpo del enfermo por parte de los espíritus. Por otro lado, la encarnación estaba igualmente en la base del fetichismo: el primitivo puede colocar un espíritu-demonio en un cuerpo extraño, tanto como puede manipular un espíritu útil. Este espíritu puede habitar en un objeto que el primitivo transporte consigo y que le protege de los enemigos. El fetichismo se transforma en idolatría, cuando el objeto fetiche es alterado materialmente por el adorador, para provocar en el objeto su función particulr de residencia de un espíritu. El siguiente estado, el animismo, se basa en la analogía concebida por el primitivo entre el comportamiento de los hombres y el de la naturaleza: así como el cuerpo humano funciona gracias al alma-fantasma que la habita, la naturaleza, en general parece habitada por agentes análogos; estos espíritus de la naturaleza son la causa de todos los fenómenos naturales. Es probable que primero se tratara de unos cuantos espíritus para fenómenos particulares, pero la idea se generaliza y proporciona los “dioses de las especies” el dios del cielo, del agua, de la selva, etc. Por fin surge la idea de un Dios único y supremo, superior a las almas, a los manes-espíritus de la naturaleza y a los dioses de las especies y de los elementos. El monoteísmo será el fin de una larga cadena evolutiva, todo lo contrario que lo defendido por la teoría de la degeneración y por los metafísicos-teólogos reaccionarios. 156 Sobre la evolución de la religión debemos citar también la opinión de los padres fundadores de la sociología, como la de Augusto Comte (1798-1857) con su ley de los tres estadios, que refleja el ambiente general de la intelectualidad científica del siglo XIX, heredado de la Ilustración, que partía del supuesto de que la religión representa un estadio a superar en el progreso humano, siendo la ciencia la que sustituiría a la fe. En la versión comtiana, el estado primievo fue el religioso, que tomaría las formas, en ascenso jerárquico, del fetichismo-politeísmo-monoteísmo; le sigue el estadio metafísico, en que la mente humana busca la explicación de los fenómenos dentro de la misma naturaleza, sin recurrir a agentes supernaturales como en la etapa anterior. El tercer estadio , el positivo, es el del reino de la ciencia, donde no se pregunta ¿por qué suceden las cosas?, sino ¿cómo y para qué?; no se intenta descubrir causas, sino leyes universales, que expliquen por qué los fenómenos suceden; en esta forma el lema de savoir pour prévoir se convierte en un eslogan del positivismo científico-social: «La experiencia del pasado demuestra de la manera más decisiva que la marcha progresiva de la civilización sigue un curso natural e inevitable, que procede de la ley de la organización humana y que, a su vez, se convierte en ley suprema de todos los fenómenos prácticos». (Comte, Systéme de Politique Positive ou Traite de Sociologie Isntituant la Religión de l´Humanité, vol. IV, citado por A. y E. Etzioni, 1968:24). Tras ese principio general, Augusto Comte expone su ley de los tres estadios, comenzando así: «Creo que la historia puede dividirse en tres grandes épocas o estadios de la civilización, cada uno de los cuales posee diferente carácter, espiritual y temporal. Abarcan la civilización a la vez en sus elementos componentes y en su conjunto». (Comte, en Etzioni, 1968:27). A estas tres épocas las denominará “teológica y militar”, “metafísica y jurídica”, “positiva o de la ciencia y de la industria”, afirmando (ibid.) del primer estadio, que en él “todas las concepciones teóricas, sean generales o especiales, llevan un sello sobrenatural. La imaginación predomina por completo sobre la facultad de observación, a la que se la niega todo derecho a inquirir”. Otros clásicos de la sociología decimonónica, como Marx y sus discípulos, siguieron en general las tesis sobre la evolución de la religión de autores, como D´Holbach y Helvetius, que defendieron un materialismo cultural. En general puede decirse que el tema de la religión, junto con el del parentesco, fue cedido por los sociólogos como un área de estudio antropológico. Por ello resulta atípico el caso de Lewis H. Morgan: él fue el antropólogo clásico que más y mejor interrelacionó los distintos niveles de la vida social –familia, gobierno, propiedad, tecnología- dejando inexplicablemente sin tratar el estudio de la religión. Morgan, en el primer capítulo de Ancient Society, en siete líneas, y de una “sola estocada”, se deshace de “astado” religioso, con estas textuales palabras: «El desarrollo de la idea religiosa se halla rodeado de tales dificultades intrínsecas que no es posible obtener una explicación completamente 157 satisfactoria. La religión se ensalza tanto con la naturaleza imaginativa y emotiva, y por consiguiente con elementos tan inseguros de conocimiento, que todas las religiones primitivas son grotescas y hasta cierto punto ininteligibles». (Morgan, Ancient Society, 1971, orig. 1877:79). Otros antropólogos evolucionistas, que tocaron el tema de la religión, según hemos ya apuntado, fueron Jacob Bachofen y John F. McLennan; el primero hace acompañar cada estadio de la evolución de un cambio religioso, y así en la ginecocracia es el reinado de las deidades femeninas, mientras que en el patriarcado dominan los dioses masculinos; para McLennan, la formación de las primeras agrupaciones humanas se debió a la aglutinación generada por la creencia y el ritual totémico. Fueron, sin embargo, Lubbock y Frazer, junto con el citado Tylor, los grandes teóricos del origen y de la evolución de la religión. Sir John Lubbock publicó en 1870 su obra The Origin of Civilization and the Primitive Condition of Man: Mental and Social Condition of Savage; en ella expone el desarrollo progresivo de la idea de Dios y de la religión, afirmando que si hay “un hecho que sea más seguro que los otros”, ése es “la difusión gradual de la luz de la religión y de las ideas más nobles, como la naturaleza de Dios”. La evolución de la religión, según Lubbock, ha pasado por seis secuencias progresivas: 1º Ateísmo: ausencia de cualquier idea religiosa. 2º Fetichismo: el hombre cree y supone que puede forzar a la divinidad para que le satisfaga sus deseos humanos. 3º Culto a la naturaleza o totetismos: veneración de objetos naturales, árboles, piedras, animales, etc. 4º Chamanismo: creencia en divinidades superiores, más poderosas que el hombre, siendo los chamanes los únicos que tienen acceso a lo sobrenatural. 5º Idolatría o antropomorfismo: dioses más fuertes, representados en imágenes o ídolos, a semejanza del hombre. 6º Religión: la divinidad se representa como autora de la naturaleza y como un ser personal realmente sobrenatural. El esquema de J. Lubbock no tuvo mucho éxito intelectual y fue rápidamente abandonado. Otro gran tratadista de la religión fue Sir James G. Frazer, (18541941). De la monumental obra, que nos dejó escrita, podemos señalar su primer ensayo, aparecido en 1885, titulado Sobre ciertas costumbres de enterramiento consideradas como ilustraciones de la teoría primitiva del alma, estudio que manifiesta la poderosa influencia de Tylor. En 1888 aparecen en la Enciclopedia Británica sus artículos sobre Tabú y Totetismo. En estos artículos comienza una de las constantes en la obra de Frazer y que le separa de Tylor. Frazer señala allí la importancia de lo irracional en la vida del primitivo y que, a pesar de ese mismo carácter irracional, tiene un gran valor de supervivencia. Los sentimientos morales, afirma Frazer, parecen tener su origen en un sistema de tabús que es un esquema irracional, pero sobre el que se asienta la moral y la ley. En 1890 aparece la primera edición de The Golden Bough, entonces obra de dos volúmenes, pero que, en la tercera edición, entre 1911-1975, llegaba a doce 158 volúmenes. En 1910, aparece Totetismo y Exogamia en cuatro tomos. La Creencia en la Inmortalidad y el Culto a los Muertos apareció en tres volúmenes entre los años 1913-1924, y en esta obra Frazer sostenía que el origen del politeísmo estaba en la personificación de las causas o “espíritus de la naturaleza”. El hombre reemplaza los espíritus de la naturaleza por teorías científicas para dar así cuenta de un determinado conjunto de fenómenos, pero en la medida en que mantiene la idea de una causa única, persiste la idea de un dios. El Folklore en el Antiguo Testamento apareció en tre volúmenes en 1918 y en esta obra se estudian los temas folklóricos que hay en la Biblia. En 1926 publica El Culto de la naturaleza, donde defiende que la religión se funda en la personificación humana de la naturaleza. Edmund Leach (1966:562) ha distinguido en los escritos de Frazer seis categorías diferentes: 1) traducciones y ediciones de los clásicos; 2) escritos sobre conceptos primitivos del alma; 3) escritos sobre el totetismo; 4) escritos sobre el folklore en el Antiguo Testamento; 5) pasajes de la Biblia y 6) The Golden Bough (La Rama Dorada). Como señala Leach, Frazer se mostraba así plenamente dedicado a la antropología mental, mientras que la preocupación más sociológica quedaba totalmente fuera del alcance de su interés. También, según Leach, Frazer declaraba explícitamente que su obra era una contribución a la literatura más bien que a la ciencia. “Dos temas esenciales se encuentran en el punto de partida de su reflexión: el totetismo, y sobre todo el sacrificio al dios”, afirma Paul Mercier (1977:52). Al primero estaría dedicado su libro Totetismo y Exogamia (1910); al segundo La Rama Dorada (1890). En esta obra, Frazer parte de la tradición, según la cuál un sacerdote que adquirió el título de guardián del lago y del bosque de Nemi, consagrados a Diana, matando a su antecesor, sería a su vez asesinado y el asesino heredaría su cargo. Para explicar esta tradición, podemos in sensu amplio decir, Frazer escribió los doce tomos de su obra. En la primera parte de The Golden Bough –La Rama Dorada- (1890), lo que quizá sea más conocido de su obra, es la diferencia entre magia, ciencia y religión. La magia sería una especie de ciencia primitiva o pseudo-ciencia, basada en el supuesto de la constancia de las leyes de la naturaleza, lo que permite al primitivo, partiendo de falsas premisas, poder manipularla. La magia, dice Frazer, se funda sobre dos principios: el de contigüidad y el de semejanza. La primera se funda en la idea según la cuál, las cosas que han estado en contacto una vez, continúan actuando unas sobre otras, una vez separadas. La segunda supone que existe algún lazo de unión entre las cosas que guardan entre sí cierta semejanza. El primitivo piensa que las reglas de su arte mágico son idénticas a las leyes de la naturaleza y que al realizar determinados actos se producirán necesariamente en la naturaleza ciertas consecuencias. El mago no suplica a ninguna potencia superior; no solicita el favor de ningún ser inconstante y frívolo, dirá Frazer. Para que todo salga bien, el mago debe atenerse estríctamente a las reglas: cualquier pequeño cambio afectado durante la ejecución del acto mágico explica el posible fracaso. Las prácticas mágicas tienen por otra parte, importantes consecuencias sociales; el poder, creía Frazer, podía llegar a concentrarse en un individuo excepcional, que satisfaciese el 159 rol de mago de la tribu. Tal sería el origen de la realeza, que pese a su carácter de derivación de la superstición, habría sido un gran bien para la humanidad, puesto que parece que la monarquía es una de las condiciones necesarias para el progreso del hombre más allá del estado salvaje, según Frazer. La religión tiene como base una idea totalmente opuesta a la de la magia, según Frazer, “la religión significa la propiciación o conciliación de las potencias superiores al hombre, fuerzas que dirigen y controlan el curso de los sucesos naturales y humanos”. En esta frase del as creencias, la concepción ha desaparecido; ya no hay uniformidad: hay que rogar, automática e inmutableme a la naturaleza, apaciguar a las potencias superiores para que alteren el curso de los acontecimientos. Para Frazer, la religión significa el progreso intelectual del hombre, que toma entonces conciencia de su impotencia. A medida que la noción religiosa de las potencias superiores evolucionaba, debieron aparecer jefes o reyes sagrados, a quienes el pueblo atribuía poderes sagrados, y a los que se podía identificar con fuerzas de la naturaleza como la vegetación o la fertilidad. Probáblemente el sacerdote de Nemi, con quién empezó la obra, era un dios de la naturaleza. Es importante señalar que la diferencia entre magia y religión tenía para Frazer sentido cronológico, defendido por dos argumentos distintos. En primer lugar las ideas sobre las que se basa la magia son más simples psicológicamente que el conjunto ideacional que supone la religión. El segundo argumento es de carácter etnográfico: Frazer creía que los australianos, los “más primitivos” de los que tenemos información, practicaban la magia y carecían de religión. Por otro lado, la magia es uniforme allí donde se encuentra, al contrario que la religión. Estas consideraciones eran la base de la “serie evolutiva” propuesta por Frazer: de la magia se pasa a la religión, culminando en la ciencia, donde de nuevo se postula la uniformidad de la naturaleza, aunque sobre bases distintas que las de la magia. En la segunda parte de The Golden Bough (1890), titulado «Los tabús y los peligros del alma», se trata de las precauciones tomadas sobre la salud y seguridad del rey-dios, quién es severamente vigilado para evitar que viole ningún tabú. En la tercera parte, trata de las costumbres por las que se da muerte o se obliga al reydios a suicidarse en cuanto su potencia disminuye. Considerando que la potencia de la comunidad dependía de la potencia del rey-dios, su debilitamiento pone en peligro la prosperidad de la misma. Eliminar al rey, cuando empezaba a debilitarse y transmitir el cargo a alguien fuerte y potente, era la solución adecuada. Sobre este transfondo, pensaba Frazer, había que interpretar la muerte del sacerdote de Nemi. En la cuarta parte, titulada «Adonis, Atis, Osiris», aporta documentación sobre las ideas expuestas, y traza una línea, que manifiesta los esfuerzos del hombre por comprender y dominarla naturaleza: primero a través de la magia, después a través del culto religioso a los dioses. La mayoría de los cultos aparecían ligados a la vegetación y a los cambios de estación. Los dioses cuyos nombres encabezaban esta parte de la obra, Adonis, Atis, Osiris, eran dioses de la vegetación, y en su muerte y resurrección se encuentran reflejados los ciclos de la vegetación y los cambios de estación. 160 La quinta parte de The Golden Bough (1890) significa quizá la mayor aportación de Frazer al tema de la unidad psíquica de la humanidad y a la postura evolucionista frente a la difusionista. Aquí retoma las ideas de la parte anterior, la identificación entre la muerte y resurrección del dios con los ciclos de la vegetación, para buscar ejemplos de este tema en otras religiones y pueblos. La similaridad entre las costumbres orientales y las occidentales se explicarían, porque causas similares actúan sobre el espíritu humano, de constitución similar, esté donde este. En la sexta parte expone la idea de que el chivo expiatorio tendría su origen en la idea primitiva, según la cual, los malos espíritus podrían transportarse de un cuerpo a otro o a un objeto; se explica así la idea primieva, según la cual los espíritus malignos, que atormentaban una comunidad, podían transferirse a un individuo, cuya muerte propiciatoria liberaría a la comunidad de los males que sufre. En la última parte, sobre «Balder el Hermoso», reúne todos sus argumentos anteriores y da así una explicación al mito de la rama dorada: Balder era un dios escandinavo invulnerable a todo, salvo al muérdago, que le causó la muerte. El roble sagrado representaría, según Frazer, a Balder y el muérdago a su alma. Arrancando el muérdago del árbol se daría muerte a éste, al arrancarle el alma. El árbol representaría simultáneamente al dios moribundo y al chivo expiatorio. Termina entonces la obra con una identificación entre el sacerdote de Nemi y Balder “el Hermoso”, que sería la encarnación humana de Júpiter. Responsable de la vida de Júpiter, el rey del bosque debía ser sacrificado cuando su poder decreciera. Tal es la explicación final de la rara costumbre con que Sir James G. Frazer iniciara su vasta obra The Golden Brough (1890). Nos hemos detenido, tal vez, con excesiva minuciosidad en el tortuoso caminar discursivo de Frazer, con el fin de ilustrar la enorme distancia que separa, en el análisis de la religión, a los actuales antropólogos de los clásicos evolucionistas. Por otra parte no olvidemos que Frazer fue tal vez el más leído de los evolucionistas de su tiempo y que fue quien ocupó la primera cátedra de Antropología Social en la Universidad de Liverpool en 1908. 7.4. Evolucionismo y antropología en España Hasta aquí hemos tratado la teoría y método del evolucionismo, y el origen y desarrollo progresivo de las instituciones, como el parentesco, la religión, la propiedad o el estado. En el próximo capítulo estudiaremos las alternativas a la teoría evolucionista, como fueron el difusionismo y el particularismo histórico. En el tratamiento de estos temas se ha generado un baile de nombres, pero ninguno corresponde a autores españoles; por eso es justo hacer un paréntesis, preguntándose ¿qué pasaba en ese siglo XIX y primeros años del XX? ¿Nadie en España pensó en el evolucionismo? Y, ¿nadie se preocupó por los temas e investigaciones antropológicas? Aunque sea esquemáticamente, trataremos de dar unas respuestas a estas cuestiones. 161 En 1865 se constituía la Sociedad Antropológica Española, cuyo objetivo era el estudio de la historia natural del hombre y de las ciencias que con ella se relacionan. En la Primera sesión se seleccionaron los temas que prioritariamente serían tratados por la Sociedad Antropológica, resultando los siguientes: «1º. Clasificación de las razas y variedades de la especie humana y discusión sobre su origen. 2º. Examinar los resultados del cruzamiento de las razas y variedades de la especie humana. 3º. Fijar, hasta donde sea posible, si los adelantamientos de la civilización influyen ventajosa o desventajosamente en las condiciones físicas, morales o intelectuales del hombre. 4º. Progreso de la libertad individual en la literatura y en el arte modernos. 5º. Razas aborígenes de la Península Española y de las Islas Baleares y Canarias. 6º. Estudio físico-químico del hombre.» (F. de A. Delgado y F. Fernández González, Discursos leídos en la sesión inaugural de la Sociedad Antropológica Española, 1869) (*) El anterior temario es un magnífico botón de muestra de las diferentes cuestiones, enfoques y niveles de problemas que interesaban a la naciente antropología española: desde investigaciones etnográficas de los distintos pueblos de España, hasta el estudio físico-químico del hombre. Pero algo sobresale en esa formulación de objetivos de la naciente Sociedad Antropológica: el énfasis en la clasificación racial y en el origen de la especie humana dentro de la perspectiva del progreso. En relación a las personas, que mayoritariamente integran la Sociedad Antropológica, sobresalen los médicos, y esto es también un dato significativo del contexto y de las coordenadas en que se movían las nacientes inquietudes antropológicas. “El que los estudios antropológicos –dice C. Lisón, 1971:99- sean iniciados por médicos y dentro del marco de las Ciencias Naturales hará que posteriormente sean bien recibidas las teorías positivistas y evolucionistas llegadas del extranjero; a la vez que esta postura ocasionaría una fuerte reacción por parte del ala conservadora y católica”. Los primeros Ensayos sobre “antropología”, después del filosófico de Vincent Adam (1833), fueron precisamente de médicos. Fabra Soldevilla publicó ya en 1838 su Filosofía de la legislación natural fundada en ela Antropología o el conocimiento (*) Seguiré en este tema la información y citas de C. Lisón Tolosana, Antropología Social de España, capítulo 2º, “Una gran encuesta de 1901-1902” (Lisón, 1971:97-171). 162 de la naturaleza del hombre y sus relaciones con los demás. Las preocupaciones de Fabra se evidencian en el tema de su discurso en la selección de ciencias antropológicas de la Academia de Ciencias Naturales, quién se pregunta:”¿Convendría a los progresos de la Antropología y a la dignidad del hombre separarle del reino animal, y formar con el género humano otro reino de la naturaleza que podría llamarse reino hominal o humanal?.” Varela Montes fue otro doctor en medicina, quién publicaría en 1844 un Ensayo de Antropología o sea Historia fisiológica en sus relaciones con las ciencias sociales y especialmente con la Patología y la Higiene. González Velasco, otro médico, fundó en 1875 el Museo Antropológico en Madrid, hoy “Museo Etnológico”, que mostraba la formación del Cosmos, y la evolución del trabajo y de las artes. En esta tradición antropológica española, y en este contexto de Ciencias Naturales, y particularmente médicas, es explicable que las teorías de Charles Darwin y de Edward B. Tylor fueron bien recibidas dentro de estos círculos intelectuales minoritarios. La Institución Libre de Enseñanza y los Ateneos fueron los principales cauces de estas corrientes progresistas europeas. Charles Darwin fue nombrado Profesor Honorario de la Institución Libre de Enseñanza; y la obra de E.B. Tylor, Antropología, fue traducida al español por A. Machado y Álvarez, publicándose en 1887. Entre tanto, seguían planteándose las cuestiones sobre el origen del hombre. Letamendi pronunció dos Discursos en el Ateneo de Barcelona sobre estos temas; sobre la misma cuestión trataría en 1874 Navarro Izquierdo en la Apertura del Curso Académico en Salamanca; y en el Congreso de las Ciencias Médicas de Cádiz (1879) uno de los temas sería el de la naturaleza humana y su adscripción o independencia de la Naturaleza. La misma cuestión, (Cf. Lisón, 1971:118 y ss.) se la plantearía M. Sales y Ferré en Prehistoria y Origen de la Civilización (1880), Nacente y Soler en Antropología (1893), A. de Gorostiza en Concepto de la Etnografía (1896); éste último introdujo la nueva disciplina de la “etnogenia”, que versaba sobre el origen de la especie humana. En el programa de Antropología Social, que Giner estableció para la Institución Libre de Enseñanza, se incluyen algunas lecciones sobre Antropología Física. Esta acogida de las ideas evolucionistas en algunos círculos españoles puede medirse por la fuerte tormenta reaccionaria que levantó de las filas conservadoras católicas. Los siguientes comentarios de prensa, son muy elocuentes al respecto: «La ciencia antropológica, cuando está dirigida por libre pensadores, tiene un objeto especial: el de combatir la verdad católica de la unidad del género humano y, por consiguiente, el dogma del pecado original, el dogma de la Redención y el dogma de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo; esto es: el fundamento de la religión cristiana». «Qué significa, pues, en un país católico la creación de una Sociedad Antropológica Española?... Se trata de cultivar la antropología y las ciencias con ellas relacionadas con libertad de combatir la religión, esto es, sin el círculo de hierro del dogma, de las sagradas letras...». «Se ha inaugurado, pues, la Sociedad Antropológica Española con un espíritu 163 ciertamente heterodoxo...». (A. Delgado y F. Fernández, 1869, en Lisón, 1971:105). También las Cortes protestaron porque se permitiese a la Sociedad Antropológica la “libre discusión sobre materias de altísima trascendencia” (ibid.) Con estas esquemáticas notas queda apuntada la importancia que tuvieron las ideas evolucionistas en el nacimiento de la Antropología Española. Hay que hacer notar, sin embargo, que, en ese mismo período, coexistían otras tendencias antropológicas y otras áreas de estudio, como eran la investigación etnográfica, que suponían algunas veces el trabajo de campo y el estudio interdisciplinar. Baste recordar la Expedición al Pacífico de 1862, que llevaba en su equipo el etnógrafo M. de Almagro, y a la Comisión Científica para visitar la Costa Occidental en 1866. En empresas etnográficas individuales, hay que citar a Valero y Belenguer en su Expedición y Relación de su estancia en Guinea (1891), a Fray Antonio de Valencia sobre las Carolinas Occidentales (1892), al Doctor Cabeza sobre la Isla Ponape (1893), y a P.A. Paterno sobre los itas y tagalos de Filipinas (1890). A todo esto hay que añadir la explosión de Sociedades Folklóricas, desde la establecida en 1881 en Andalucía, siguiendo por la de Extremadura, Castilla, Cataluña, etc. las cuales intentaron, a través de sus sondeos y sus Revistas, recoger tradiciones culturales regionales. Hay que señalar también, a finales del siglo XIX, la recogida de información etnográfica a través de los cuestionarios sobre los distintos pueblos y regiones de España, siendo un colofón significativo la gran encuesta de 1901-1902, titulada “Información promovida por la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo de Madrid, en el campo de las costumbres populares y en los tres hechos más característicos de la vida: el nacimiento, el matrimonio y la muerte”. Vemos, pues, que el abanico de enfoques, tendencias, intereses, áreas, temas y coordenadas teórico- ideológicas era muy amplio y complejo en la naciente Antropología Española del siglo XIX; pero algo importante -sobre todo en sus comienzos- aparece como una cuestión crucial, y fue el estudio del origen del hombre y de la evolución humana dentro de una perspectiva científica y de una filosofía positivista. Esto constituía algo radicalmente nuevo y decisivo en la naciente epistemología de las ciencias sociales en España, dominada por la metafísica escolástica, la frigidez moralista y la cerrazón reaccionaria del dogmatismo religioso. 164 CAPÍTULO 8 EL DIFUSIONISMO Y EL PARTICULARISMO HISTÓRICO BOASIANO COMO ALTERNATIVAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS. 165 CAPÍTULO 8 EL DIFUSIONISMO Y EL PARTICULARISMO HISTÓRICO BOASIANO COMO ALTERNATIVAS TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS. Antes de entrar en la evaluación crítica del evolucionismo decimonónico, es necesario situarlo en el contexto de otras corrientes teóricas, como la alternativa de la teoría difusionista, a la vez que presentar la “reacción” boasiana del particularismo histórico. La crítica al evolucionismo se originó en varios frentes. En 1896 aparece el ensayo polémico de Franz Boas, The Limitations of the Comparative Method in Antropogy, que supuso un giro de 90 grados en la historia de la antropología al señalar nuevos objetivos, nuevos intereses, áreas, métodos y epistemología a la ciencia de la cultura. El otro frente crítico frente al evolucionismo fue el difusionismo, que tuvo variadas versiones: la escuela histórico-cultural alemana-vianesa, iniciada por A. Bastián, F. Ratzel y L. Frobenius y seguida por F. Graebner y W. Schmidt; la escuela americana con C. Wisler; y el hiperdifusionismo inglés con W.H. Rivers, G.E. Smith y W.J. Perry. Vamos a intentar señalar los puntos básicos del difusionismo, marcando las fronteras diferenciales con el evolucionismo. El problema crucial y constitutivo de la antropología, tanto la de ayer como la de hoy, es explicar las semejanzas y diferencias entre las distintas culturas, tanto entre las que existen actualmente, como entre las que han existido. Ante este desafío, las diversas teorías toman diferentes caminos. El evolucionismo toma el sendero de la invención independiente y múltiple en la explicación de las semejanzas entre las diversas culturas; mientras que el difusionismo enfatiza los contactos geográficos, las migraciones y las conquistas históricas como mecanismos exógenos de difusión y de progreso cultural, partiendo del supuesto de que la mayoría de los pueblos del mundo carecen de dotes de inventiva propia. La historia de las culturas, según los difusionistas, es la historia – no de los inventos humanos- sino de los préstamos y transmisiones de esos pueblos inventores. En esta perspectiva difusionista, la función de la antropología consiste, no en descubrir las leyes del necesario y natural proceso evolutivo, sino en estudiar etnográfica e históricamente los “círculos”, “áreas”, es decir las trochas y caminos, por donde el “aceite” –raro y original- del invento primievo se ha extendido, manchándose, mezclándose, transformándose con otras culturas. De esta forma, en la investigación antropológica del difusionismo, la historia gana y la sociología pierde; nuestra “consorte” primera es la historia universal, no el análisis sociológico de la sociedad estudiada. Veamos ahora las diversas escuelas del difusionismo, comenzando por la llamada escuela heliocéntrica manchesteriana. 166 8.1. El hiperdifusionismo inglés y el método histórico-cultural alemán El biólogo inglés Grafton Elliot Smith (1871-1937), profesor de anatomía en El Cairo a principios de siglo, se interesó en el fenómeno de la momificación, y junto con su compatriota William James Perry (1887-1948), entusiasmado por la civilización del antiguo Egipto, comienzan ambos a sostener y propagar la tesis de que la civilización ha sido inventada una sola vez en Egipto, hace unos siete mil años, y que de allí se ha ido extendiendo como una balsa de aceite por todo el mundo a través de migraciones, comercio, conquistas y colonizaciones imperiales; en este sentido, todos somos “hijos del sol” civilizador egipcio. Para probar su tesis, G.E. Smith y W.J. Perry recurren a la similitud de elementos arqueológicos que se estaban encontrando en diversas partes del mundo, afirmando que los megalitos, las pirámides mesoamericanas y andinas, la momificación, el culto al Sol, la agricultura, la domesticación de los animales, la escritura, eran todos préstamos culturales, fruto de la difusión de la civilización egipcia. Estas teorías las expondría W.J. Perry en su obra The Children of Sun (1923); y G.E. Smith en The Migrations of Early Culture (1915), In the Beginning: The Origins of Civilization (1928) y en Diffussioon of Culture (1933). Un antropólogo de la talla y mérito, como W.H.R. Rivers (1846-1922), al final de su vida, se sumó a la doctrina del difusionismo. Pero a favor de este autor, debemos anotar que en 1898 formó parte de la Expedición del Estrecho de Torres, estudiando in situ a los nativos, aplicando test psicológicos, y desarrollando modernos sistemas para anotar terminologías de parentesco, como lo demostró en sus investigaciones sobre Melanesia. Escribió también W.H.R. Rivers una interesante monografía sobre los Toda y sobre la India, estudiando los efectos desintegrativos de la colonización en las culturas dominadas. Sus obras son The Toda (1906), The History of Melanesian Society (1914), Essays on the Depopulation of Melanesian Society (1922) y Conflict and Dream (1923). Paul Mercier (1977:106) hace este juicio laudatorio sobre él: «W.H.R. Rivers fue lo mismo que C.G. Seligman, uno de los precursores del estudio de las relaciones existentes entre el hombre y su cultura, tan importante dentro de la antropología moderna.» La estructura básica de la explicación difusionista podemos verla reflejada en esta trilogía conceptual: kultur-kreise, área cultural y migraciones. Los círculos culturales (kultur-kreise) de la escuela alemana-vianesa hacen referencia a los complejos de rasgos culturales, que partiendo de un centro geográfico, se han dispersado por difusión a través del mundo. El concepto de área cultural, empleado principalmente por la escuela americana, se refiere a unidades geográficas, que están en contacto, originándose la distribución contigua de préstamos culturales. El término de migraciones, como mecanismo privilegiado de transmisión cultural, es utilizado por todas las escuelas, pero es principalmente enfatizado por los difusionistas británicos. La Escuela Histórico-Cultural, llamada también Escuela de Viena, recogiendo la herencia de Friedrich Ratzel (1844-1904), fue estructurada por Fritz Graebner 167 (1877-1934) y Wilhelm Schmidt, a partir de una serie de conferencias en 1904 sobre los “círculos culturales” en África y Oceanía. El movimiento difusionista AlemánVianés cuajaría con la publicación de la obra de F. Graebner Die methode der etnologie (1911) y con la fundación de la revista Anthropos, dirigida por el Padre W. Schmidt. La visualización de la historia de la cultura humana, en esta escuela, es policéntrica, y no lineal, como la sostenían los evolucionistas clásicos. Sostienen estos difusionistas que grupos humanos aislados del Asia Central elaboraron por separado culturas originales, que en tiempos posteriores comenzaron a difundirse más allá de los confines de sus centros originales. En el encuentro entre dos culturas no es previsible ningún criterio fijo; igual pueden fundirse que dominar una cultura a otra hasta su total eclipsamiento. Los contactos entre grupos son “totalmente caprichosos”, en frase de F. Ratzel, siendo las actuales culturas frutos de esas mescolanzas, ya que son pocas las razas con inventiva propia. Adolfo Bastian (1825-1905) había puesto ya énfasis en la similitud de rasgos culturales entre diversas sociedades, y lo explicaba –al igual que los evolucionistaspor la unidad psíquica del género humano; a esos elementos similares entre distintas culturas, Bastian los llamaría elementargedanken; los rasgos culturales diversos los atribuiría a factores ecológicos variados, introduciendo el concepto de provincias geográficas, similar al término posterior de áreas o círculos culturales. La premisa apocadíptica de A. Bastian sobre la poca capacidad inventiva de las sociedades sería asumida por Friedrich Ratzel, antropogeógrafo, quien escribiría: «Hemos de cuidarnos de pensar que ni siquiera las más simples invenciones puedan ser necesarias. Parece mucho más correcto atribuir al intelecto de las razas “naturales” la mayor esterilidad en todo lo que no afecta alos objetivos más inmediatos». (Ratzel, History of Manking, 1885). Para F. Ratzel, que había estudiado la relación y semejanzas entre los arcos y flechas de Indonesia y del África Occidental, como para su discípulo Leo Frobenius (1873-1938), que había establecido la misma similitud entre máscaras, vestidos y otros objetos materiales del África Occidental, Indonesia y Melanesia, la explicación a estas semejanzas culturales había que buscarla en los mecanismos de la difusión cultural. Ahora bien, la anterior explicación llevaba a otro problema ¿por qué la difusión cultural llega a unas sociedades y no a otras? Ratzel intentaría buscar la explicación en la división jerárquica-binaria de las sociedades “civilizadas” con inventiva propia y sociedades sin esta capacidad: existen centros creadores de cultura que difunden sus invenciones por contacto geográfico y expansión humana, y existen otros centros o zonas marginales que hacen referencia a grupos humanos que han quedado estancados por el aislamiento geográfico y otros factores ecológicos o sociales; esos grupos estancados serían las actuales sociedades primitivas. (*) (*) No puedo por menos de hacer un paréntesis, indicando la “supervivencia” de tales terminologías clasificatorias en la actual Antropología de Iberoamérica; hoy, a veces, se sigue hablando de la América nuclear y de la América marginal, refiriéndose el primer término a las antiguas y modernas civilizaciones, y llamando América marginal a los actuales grupos indios. G. Aguirre Beltrán, el gran antropólogo mexicano, reacuñó el término de “zonas marginales de refugio” para referirse a los grupos indígenas aislados y primitivos (A. Beltrán, Proceso de Aculturación, 1957; y Regiones Refugio, 1967). 168 A partir de estas coordenadas –poca invención humana (Ratzel) y difusión de los complejos culturales (Frobenius)- sería elaborada la teoría histórico-cultural difusionista de F. Graebner y W. Schmidt. Se parte del esquema de la articulación de la civilización en esferas, en círculos culturales o kultur-kreise, que se caracterizan por una cierta homogeneidad en las estructuras económico-sociales, en la tecnología, en el parentesco y en el sistema de creencias; esta homogeneidad cultural, vinculada organicamente, tiene un origen histórico;y así las instituciones y los inventos importantes de cada círculo cultural se habrían desarrollado conjuntamente en un solo lugar, para difundirse luego sobre amplias zonas. La función de la etnología-antropología sería precisamente la pesquisa de tales círculos generadores de cultura y el seguimiento de los senderos y mecanismos de difusión a otras sociedades. W. Schmidt establece los círculos básicos, o kreise, en cuatro grados mayores: primitivo, primario, secundario y terciario. El grado primitivo estaría compuesto por la cultura de cazadores-recolectores. Al grado primario corresponden tres kreis o círculos culturales: 1) el kreis de nómadas ganaderos y patriarcales; 2) el kreis de cazadores superiores, que eran exógenos, patrilineales y totémicos; y 3) el kreis de horticultores sedentarios, exógenos y matrilineales. A estos círculos primarios seguirían otros kreise de grado secundario, como los sistemas patrilineales libres de Polinesia y de la India, y los sistemas matrilineales de China e Indonesia entre otros. Finalmente tendríamos los círculos culturales de grado terciario con las altas culturas y civilizaciones arcaicas de Asia, Europa y América. El problema que surge ante este esquema de creación y expansión culturales es el siguiente: ¿cómo podemos conocer metodológicamente esos procesos de creación original y de difusión de préstamos culturales?. La escuela alemanavianesa respondía tajantemente a esa cuestión, acudiendo al método históricocultural. Los difusionistas alemanes admitían que los círculos culturales no podían delimitarse geográficamente de un modo preciso y definitivo; pero que podía reconstruirse la creación y difusión cultural recurriendo a diversos métodos y técnicas, como era la frecuencia estadística de similitudes en ciertas zonas, de objetos, instrumentos, formas sociales, creencias, costumbres, etc. Admitían que todas las sociedades actuales, excluyendo al grupo pigmeo, eran una mezcla estratificada de elementos y complejos culturales, pertenecientes a la difusión de varios círculos culturales. El método, según los difusionistas, para descifrar esa estratificación y mezcolanza de previas culturas, era acudiendo a las técnicas de criterio de forma y criterio de cantidad. Los criterios de forma –llamados así por F. Graebner y criterio de cualidad por W. Schmidt- se refieren a las semejanzas entre objetos, usos e instituciones; mientras que los criterios de cantidad indican la frecuencia estadística de rasgos comunes, siendo más posible que dos culturas que tengan muchos rasgos culturales similares provengan de un mismo círculo cultural. Por otra parte debe tenerse en cuenta la complejidad del rasgo cultural: cuanto más complejo es un rasgo cultural es menos probable que sea fruto de invención independient, debiéndose en principio atribuir a la difusión; igualmente, la presencia en dos 169 sociedades de dos series de elementos culturales idénticos hace aún más presumible el contacto cultural. La escuela histórico-cultural alemana-vianesa ha recibido duras críticas desde los más diversos sectores antropoloógicos, antiguos y modernos. Robert H. Lowie, americano-boasiano, dedica un amplio tratamiento a los difusionistas alemanes, teniendo este duro argumentum ad hominem contra W. Schmidt: «... esos archihistoriadores y archicríticos del paralelismo creen firmemente en la evolución; pues reconocer que las culturas cambian en el tiempo, y a la vez concebir los rasgos individuales como organicamente conectados equivale a admitir la posibilidad de una secuencia fija; Schmidt, por cierto, sufre de una fobia a la palabra “evolucionismo”, pero cuando delinea “las etapas de todo el desarrollo” (Stufen der ganzen Entwicklung) de las instituciones matrilineales, es mera argucia negar que se echa en manos de la Evolución». (R. H. Lowie, 1946: 232). Esta misma crítica la había escrito antes R. Lowie en un artículo en 1933, a la que W. Schmidt, ofendido, respondió haciendo una vez más proclamación de su fe anti-evolucionista, y afirmando que su secuencia de matriarcado, ligada a la aparición de la agricultura, no era fruto de abstracciones apriorísticas evolucionistas, sino resultado solidamente probado por el método histórico-cultural de la moderna Etnología. Desde otros ángulos dialécticos, y en otros tiempos, las teorías de W. Schmidt serían siguiendo criticadas. Claude Lévi-Strauss, en Antropología Estructural (orig. 1958) diría que los “ciclos” y “complejos” culturales de los difusionistas son tan abstractos, conjeturales e ideológicos como los “estadios” evolucionistas. Marvin Harris ha sido un mordaz crítico contra el difusionismo en general y contra W. Schmidt en particular, señalando la esterilidad explicativa del concepto de difusión, siendo incapaz de explicar las semejanzas y diferencias socioculturales según principios nemotécnicos. «Las innovaciones difundidas tienden a mostrar mayores semejanzas de detalles que las inventadas independientemente. Pero el interés de las explicaciones nomotécnicas no se centran en la figura de detalles, sino en la categoría general, estructural y funcional, de la cual la institución particular es un ejemplo». (M. Harris (1978:327). La difusión puede útilmente describir la transmisión cultural, pero no explica – que es lo particular del método científico- las razones estructurales de la pauta difundida y seleccionada por el sistema social recipiente; ni explica por qué se difunde ni por qué se recibe. Es por esto que M. Harris (1978:338) ha llegado a escribir que “la difusión es por definición más que superflua: es la encarnación de la misma anticiencia”. Más adelante dedicaremos un capítulo al cambio estructural, viendo la diversidad de situaciones en que se produce la difusión y el contacto cultural, lo cual origina una amplia y variada gama de respuestas y cambios culturales. Como dice el profesor Lison Tolosana (1978:244), “la difusión viene subsumida ahora en categorías más fértiles científicamente”. Actualmente en los estudios de la difusión se habla de la “curva del crecimiento acumulativo” en la aceptación de la innovación, “radio de contactos”, “vías de transmisión”, “principios de efecto acumulativo”, 170 “cambios delos sistemas de comunicación”, “fronteras culturales”, “aceptación y resistencia”, “diseños de difusión”, según puede verse en la Eciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales (D.L. Sills, director, 1974, orig. 1968), en los artículos sobre “Difusión de las innovaciones” (Torsten Hagerstraud, pp. 686-690). Esta nueva dirección en el estudio de la difusión y de la innovación pueden ya verse en las obras de Homer G. Barnett, Innovation: The Basis of Cultural Change (1953), y de Carl O. Sauer, Agricultural Origins and Dispersals (1952). Volveremos sobre el estudio del cambio cultural y de la aculturación; ahora vamos a deternernos en el difusionismo de la escuela americana y en el particularismo histórico boasiano, que señalaron nuevos rumbos teóricos y metodológicos a la antropología moderna. 8.2. El difusionismo en la antropología americana: las áreas culturales Para los antropólogos americanos de principio del siglo XX, el gran mosaico de grupos indios en su propio territorio norteamericano constituía un laboratorio experimental, rico en posibilidades de investigaciones culturales, situado además at home. Por otra parte, ante el visible proceso de descomposición y de aculturación de las tribus indias se imponía el recoger los últimos “retratos etnográficos” de unas culturas en trance de desaparición; se hacían, pues, precisas las labores de monografías descriptivas y la colección de cultura material para las universidades, para las bibliotecas y para las vitrinas de los museos, que recogerían “la herencia del muerto”. Este contexto es necesario tenerlo muy en cuenta, si se quiere comprender la antropología cultural americana del primer tercio de siglo XX. Franz Boas (1868-1942), antes de terminar el siglo XIX, iniciaría un movimiento de interés por los problemas etnográficos concretos y micro-históricos, que se tenían a la puerta de casa, desplazando la especulación de las grandes teorías de evolución mundial. En esos años, con sólo recorrer unas millas en USA fuera de la ciudades, podían encontrarse primitivos in vivo. Surgido este interés etnográfico, la campestre choza india al aire libre reemplazaría la encerrada sala de biblioteca del armchair anthropologist; surgiría el field work, como especificó locus anthropologicus academicus. Este interés por el estudio de culturas vivas se reforzaba por la necesidad que tenían los Conservadores de Museos a la hora de clasificar geográfica y culturalmente todo el ingente material que les llegaba indiscriminadamente de las más diversas tribus americanas. Este interés común de antropólogos y museólogos por tipificar, clasificar y ordenar las diversas tribus indias, en forma geográfico-cultural-temporal apropiada, facilitó y estimuló, tanto los marcos teóricos del difusionismo, como los del particularismo histórico boasiano. Se desarrollaron las técnicas del trabajo de campo en la recogida de datos etnográficos, a la vez que se recurría a los conceptos de “áreas culturales”, “centros y clímax”, difusión de rasgos y patrones culturales, como los clásicos del “Complejo de Caballo”, “la Danza de los Espíritus” o “el Culto del Peyote” entre las diversas tribus indias. Desde distintos ángulos, toda la investigación de los antropólogos americanos del primer tercio de siglo estaba guiada por la necesidad de responder a las 171 preguntas siguientes: ¿cuáles son los rasgos básicos de cada una de las culturas indias hoy existentes en USA? ¿qué “complejos culturales” tienen en común y cúales son específicos de cada tribu? ¿dónde, cómo y cuándo han “viajado” esos rasgos culturales comunes a varias tribus? Ante estas cuestiones, puede parecer, en principio, que los antropólogos norteamericanos se planteaban los mismos problemas que los difusionistas alemanes; esto es, explicar la difusión de rasgos culturales. Esta suposición es correcta; pero hay que señalar las diferencias entre el método histórico-cultural alemán y el particularismo histórico americano, diferencias que se refieren al objeto de estudio y a las técnicas de investigación. Los difusionistas F. Graebner y W. Schmidt, al igual que los evolucionistas, estaban interesados por la macro-historia universal pasada y presente; y en consecuencia, su armchair de biblioteca era su principal fuente y lugar de trabajo; los antropólogos americanos, en cambio, estaban fundamentalmente interesados por la microhistoria de las actuales tribus indias, siendo lógico que para ellos el silvestre bohío indio fuera su principal “campo de trabajo”. Anotadas estas diferencias entre los difusionistas alemanes y americanos, era común en ellos su interés por explicar la difusión, recurriendo a instrumentos heurísticos similares; el concepto de área cultural de la antropología americana es similar al kreis de los difusionistas Graebner y Schmidt. Clark Wisler será el más conocido de la escuela difusionista americana, desarrollando su teoría a partir de su concepto de área cultural. Wisler se vio obligado, por su oficio de conservador del “American Museum of Natural History”, a tipificar y clasificar los innumerables grupos indígenas, emprendiendo un exhaustivo estudio sobre este tema, que luego expondría en su obra The American Indian: An Introduction of the Anthropology of the New World (1917). Wisler desarrolló el esquema investigativo-heurístico del área cultural, aunque esta estrategia hay que situarla en el contexto de la antropología americana de su tiempo. Robert W. Ehrich y Gerald M. Henderson en su artículo “Área cultural” (Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, D. S. Sills, dr.) escriben al respecto: «Como formulación perteneciente a la escuela general del particularismo histórico surgida dentro de la antropología en Estados Unidos, el concepto de área cultural refleja la teoría de que toda cultura, cualquiera que sea el nivel a que se analice, debe ser examinada en relación con su propia historia y también en relación con los principios generales de invención independiente, préstamo cultural e integración cultural”. (R.W. Eric y G. M. Henderson, 1974, orig. 1968:521-523). Dentro de estas coordenadas histórico-antropológicas, C. Wisler va a utilizar el concepto de área cultural como instrumento para clasificar y desarrollar su “ley de difusión”: el área cultural se concibe como un círculo, en cuyo interior los rasgos culturales se distribuyen con una frecuencia decreciente del centro a la periferia: cuanto más se alejan del centro cultural, los rasgos se hacen paulatinamente menos nítidos y tienden a mezclarse y confundirse con los rasgos de las áreas culturales limítrofes. Se pensaban que por esta técnica metódica de observación de la distribución espacial de un rasgo, se podía establecer la difusión geográfica del complejo cultural al que pertenecía; el análisis de las transformaciones, del debilitamiento o de la desaparición de uno o más rasgos, permitiría definir los 172 centros y los sectores de difusión; por otra parte, la presencia o ausencia de un complejo de rasgos en sociedades diferentes ayudaría a identificar las relaciones históricas que han ocurrido entre las diversas culturas (cf. P. Scardueli, 1977:29). Clark Wisler añadiría a su clasificación geográfica otra categoría temporal, denominada age area, por la que se intenta tipificar la antigüedad o modernidad de la difusión. A partir de esa técnica se pueden hacer hipótesis de trabajo como la siguiente: si el complejo cultural ha llegado a la periferia o se ha extendido en una vasta área es más antiguo que si ha llegado a distancias más próximas al centro. Edward Sapir (1916) criticaría duramente este concepto de “área temporal”, porque no tenía en cuenta otros factores decisivos en la difusión cultural, como es el de las migraciones de población. En su obra Man and Culture (1923), C. Wisler se interesaría por los factores psicológicos y por los esquemas universales de cultura, que supondría innatos en todos los hombres: el lenguaje, el arte, la mitología, cultura material, ciencia, religión, familia, organización social, propiedad, gobierno y guerra. Estos rasgos constituirían un pattern universal de la Cultura humana, mientras que los complejos culturales específicos de cada sociedad serían sus Patterns of culture (1934) de Ruth Benedict; y en otro contexto y perspectiva, los “universales de la cultura” de Wisler se encarnarían en la “teoría de necesidades universales” de Bronislaw Malinoswki dentro de la corriente de la antropología social británica. Hay que hacer notar que la orientación historicista de la difusión cultural estuvo presente en las preocupaciones y estudios de F. Boas, A. Kroeber, H. Driver, R.B. Dizon, y más tarde en R. Linton, entre otros antropólogos americanos. Franz Boas, padre del particularismo histórico, ya en 1916 había sugerido el concepto de “área” (1940, orig. 1916:320), y en 1896 había insistido ya que el objeto del estudio etnológico era encontrar el proceso mediante el cual ciertos estadios de la cultura se han desarrollado. Franz Boas investigaría casos concretos de difusión cultural, particularmente de las fiestas del potlach; e igualmente lo harían otros antropólogos boasianos sobre la difusión de la “Danza de los Espíritus”, como se refleja en las obras de J. Mooney, The Ghost Dance Religión (1896), la más posterior de L. Spier, The Sun Dance of the Plains Indians: Its Development and Diffusion (1921) y la de A. Lesser, The Pawnee Ghost Dance Hand Game, a Study of Cultural Change (1933). Todos estos autores, a la vez que aceptan como marco general la difusión, van matizando cada vez más los intrincados y complejos mecanismos de la transmisión cultural, sus variadas respuestas, la selección, la reformulación de forma-significado-función de los rasgos culturales transmitidos. En este sentido, desde el estudio, mecánico y excesivamente difusionista, de Clark Wisler sobre la difusión del “complejo cultural del caballo” en Influence of the Horse in the Development of Plain Culture de 1914 y el estudio posterior más alambicado de A. Lesser de 1933, antes citado, va una significativa diferencia; nótese que, a diferencia de L. Spier (1921) y de otros autores, A. Lesser (1933) no emplea el término diffusion, sino cultural change; esto indica algo más que una pura connotación nominalista, como ya veremos al tratar el tema del cambio cultural. 173 Dentro de este marco general del difusionismo americano, sobresale la obra de envergadura y tonalidades propias de Alfred Louis Kroeber (1876-1960); él sería el gran matizador y reformulador del concepto de área cultural. La crítica de Kroeber al evolucionismo y sus peculiares aportaciones hay que situarlas dentro del contexto general de su pensar y quehacer antropológico; veamos. Kroeber hizo su “profesión de fe antropológica” en su famoso escrito The Eigtheen Professions (1915), donde expresa los supuestos generales del particularismo boasiano, añadiendo algún dogma de su cosecha. En esa formulación de principios, sostiene que la antropología es historia, que no existen causas o leyes generales en los fenómenos socioculturales, que no existen leyes de evolución, que no puede afirmarse que existan civilizaciones superiores e inferiores, y así hasta los 18 puntos. En resumen, se concluye que la antropología es arte humanístico y no ciencia, al no existir leyes culturales; en esto refleja, como veremos, los supuestos de Boas y de sus discípulos. Hay, sin embargo, en este recetario doctrinal de Kroeber una premisa particular: la número seis dice que “la persona o el individuo no tiene valor histórico, salvo como ilustración”. Aquí se aparta de su maestro F. Boas, y nos apunta la subordinación del individuo a su medio cultural, según lo desarrollara en The Superorganic (1917): una concepción totalitarista y anti-individualista de la cultura, que recibió críticas de Boas, de Ruth Benedict y sobre todo de Edward Sapir, quien tachaba la teoría de lo superorgánico de Kroeber de “ciencia religiosa”. Otra de las preocupaciones e intereses de Kroeber fue su estudio de las “configuraciones culturales”. Desde tiempos de su tesis doctoral, Decorative Simbolism of the Arapaho (1901), estaba fascinado por las pautas estéticas, por las artes y por los vestidos; años más tarde estudiaría las modas de los vestidos en un período de 300 años, On the Principle of Order in Civilization as Exemplified by Changes of Fashion (1919). Su pasión por la escultura, por la pintura, por la literatura y por la música de las principales civilizaciones humanas le llegó a su esquema de las configuraciones específicas de cada cultura, expuesto en Configurations of Culture Growth; en esta obra reafirma su vocación artísticahumanista y remacha sus presupuestos teóricos anti-nomotéticos en el campo de la cultura: «Revisando el terreno que he explorado, deseo decir desde el principio que no veo prueba alguna de ninguna ley en los fenómenos que me he ocupado: no hay nada de cíclico, de repetitivo, de regular ni de necesario». (Kroeber, 1944: 761). Sobre la doctrina difusionista, Kroeber no fue un creyente dogmático, sino un visceral anti-evolucionista, que utilizó y afiló algunas técnicas empleadas por los difusionistas, principalmente la de área cultural. En su artículo sobre el “difusionismo” (The Encyclopedia of the Social Sciences, 1937:142) señala los mecanismos de difusión, como los de las migraciones, conquistas, colonizaciones, misiones religiosas, comercio, revolución, infiltración; apunta los frenos o limitaciones a los préstamos culturales, como el aislamiento, la resistencia y el desplazamiento. Al final de su artículo, Kroeber señala “la debilidad metodológica” de las escuelas difusionistas, por ser excesivamente simples en los mecanismos analizados, y porque usaron “pruebas seleccionadas” previamente en su material etnográfico para probar a toda costa su ley de difusión. Y termina indicando los 174 aciertos y virtudes de las escuelas difusionistas, al “limpiar el terreno de la vieja escuela del evolucionismo”; conceder importancia a la difusión, estudiando “la conexión específicaentre numerosos elementos o complejos culturales geográficamente separados; y finalmente, los difusionistas llamaron la atención hacia la historia de la cultura, en cuanto estudio de interrelaciones humanas universales”. A. L. Kroeber utilizaría de las doctrinas difusionistas el concepto de área cultural, pero únicamente como mecanismo útil de clasificación tipológica, y no como explicación teórica al estilo de su predecesor Wisler. La ocasión propicia, para desarrollar Kroeber sus investigaciones, sería la empresa desarrollada por la Universidad de California, a partir de principio de siglo, la cual intentaba investigar y reconstruir la historia cultural de los indios del Oeste americano. Kroeber sería el director de esta ingente y vasta tarea, empleando técnicas estadísticas refinadas, clasificando áreas y sub-áreas geográficas, rasgos y sub-rasgos, llegando en 1935 a una primera lista de 400 rasgos significativos, los cuales habían ascendido en 1942 a 8000. En este trajinar por los ingentes montones de rasgos culturales, emplearía los conceptos de “intensidad cultural” y “clímax”, estableciendo escalas de intensidad de uno a siete, siendo el “clímax” el área donde los complejos aparecían con mayor fuerza e intensidad. Toda esta empresa investigadora anticipaba la de la Universidad de Yale, dirigida por George Peter Murdock, e Human Relation Area Files (19371967). Los resultados de las anteriores investigaciones de A. L. Kroeber sobre áreas culturales entre los indios americanos pueden verse en sus obras de Handbook of the Indians of California (1925) y Cultural and Natural Areas of Native North America. A. L. Kroeber nos ilustra muy bien el trasfondo de los antropólogos americanos de la primera parte del siglo. A pesar de las peculiaridades de cada uno, todos están interesados por las micro-historias particulares, visualizan la cultura como un montón de pautas y rasgos interrelacionados, conceden autonomía a lo cultural como campo independiente de lo económico-social, niegan la capacidad antropológica de establecer causas o leyes culturales, y finalmente abandonan la senda del evolucionismo clásico. Las posiciones más extremas, pero ilustrativas, de estas posiciones quedan ejemplarizadas en dos frases clásicas; una sobre la visualización de la cultura de Robert Lowie en Primitive Society (1920:441), quien habla de la cultura “como suma de retazos y remiendos” y “desordenado revoltijo”; y la obra de Berthol Lauffer, quien en 1918 proclamaba que la teoría de la evolución era la teoría “más irracional, estéril y perniciosa de todas las que se han concebido en la historia de la ciencia”. Antievolucionismo, micro-historia y recelo antinomotético, he ahí las tres constantes de la antropología cultural norteamericana de principio del siglo XX. Todo esto nos obliga a fijarnos en un personaje clave en todo ese movimiento antropológico, que por razones expositivas hemos dejado para el final, el padre y maestro «Papa Franz». 8.3. El particularismo histórico boasiano: El “field work” como requisito profesional 175 El evolucionismo y el difusionismo fueron los dos paradigmas teóricos con los cuales se constituyó la antropología como disciplina científica. Ya hemos indicado que la alternativa difusionista, en su versión americana, estaba en general unida al particularismo histórico. Es más, el artículo de F. Boas de 1896, contra el abuso del método comparativo, marca a la vez el inicio de la reacción antievolucionista y el comienzo de nuevos intereses y métodos de investigación antropológica. Franz Boas (1852-1942) nace en Alemania, se gradúa como Doctor en Física por la Universidad de Bonn, emigró en 1886 para enseñar en los Estados Unidos, donde se convertiría en el maestro de una generación de magníficos antropólogos, egresados de las aulas de la universidad de Columbia en Nueva York: A. Kroeber, E. Sapir, R. Lowie, M. Herskovits, A. Goldenweise, L. Spier, C. Wisler, R. Benedict y M. Mead, entre otros. Boas fundó en 1888 la American Folk Society, modernizó en 1889 la revista de American Anthropologist, y en 1900 fundó la American Anthropological Assotiation. A finales del siglo XIX, el ambiente antropológico norteamericano estaba plenamente dominado por las teorías evolucionistas; por ello constituyó un golpe de gang el artículo clásico de Boas de 1896, The Limitations of Comparative Method. Boas señala en este artículo que el problema fundamental consiste en separar los ejemplos de “convergencia cultural” de los de “evolución paralela”; cuestiona la legitimidad científica de la mayoría de las conclusiones de los evolucionistas, porque éstos las apoyaban de la simple observación de similitudes culturales en diferentes sociedades. Esas semejanzas, que pueden encontrarse en distintas culturas, como el chamanismo, el uso del arco, las máscarasy otros rasgos y costumbres culturales, no bastan para confirmar científicamente las causas y procesos unilineales del desarrollo evolutivo humano. “Es evidente –señala Boas hablando del evolucionismo- que la base teórica es la suposición de que los mismos fenómenos se deben siempre a las mismas causas”. Sin embargo, Boas muestra que tal suposición es falsa, según se prueba en distintos ejemplos, como el de la aparición de las máscaras en lugares distintos, hecho del que no se puede probar una misma secuencia causal del desarrollo, porque en una sociedad pudieron surgir las máscaras para rememorar un difunto, en otras ara espantar a los vivos, en otra para ocultarse de los espíritus malignos. «Así, pues, hay que pensar que todos los ingeniosos intentos de construir un gran sistema de evolución no tiene más que muy dudoso valor si no nos dan al tiempo la prueba de que los mismos fenómenos tienen que haber tenido siempre el mismo origen. Mientras esto no se haga, la presunción tiene que ser siempre que el desarrollo histórico puede haber seguido una gran variedad de caminos.» (Boas, 1940, orig. 1886:275). Franz Boas no fue, como a veces se le presenta, un antievolucionista dogmático. Su particular e insistente punto de vista era que no había que hacer generalizaciones gratuitas, debiendo en cada caso probar por método inductivo e histórico si las supuestas semejanzas de complejos culturales eran el resultado de invención independiente, de evolución paralela o de convergencia. El interés de Boas fue el dar profesionalidad académica y seriedad científica a los estudios antropológicos, liberándola de aficionados y charlatanes fantasiosos. Famosos eran 176 personajes tales como William McGee, primer presidente de la American Anthropological Assotiation o John Powell, fundador en 1879 del American Boureau of Ethnology o Daniel G. Brinton, todos ellos famosos y eruditos, pero grandes generalizadores de las teorías evolucionistas, además de racistas y etnocentristas extremos. Estas eran dos lacras de la antropología evolucionista norteamericana, contra las que F. Boas lucharía, rechazando públicamente las “bases científicas” del racismo y afirmando la igualdad de todas las razas; de igual modo F. Boas insistió en el valor igual de todas las culturas, dando origen al relativismo cultural, posición hoy aceptada por la antropología oficial. En este sentido, el ensayo de F. Boas Mind of Primitive Man (1909) ha sido definido como la Carta Magna antropológica de la igualdad racial y cultural humana. Tenemos que anotar que no eran razones éticas las que –ni sólo ni principalmente- impulsaban a Boas a rechazar los grandes esquemas evolucionistas, sino que veía en ellos una ausencia de cientificidad. Si se quería, razonaba Boas, sacar paralelismos evolutivos y establecer leyes universales, se debía antes empezar por estudiar in situ y con profundidad las culturas actuales; sólo después de esta laboriosa y lenta labor etnográfica podían, tal vez, establecerse leyes culturales. De aquí arrancaba la novedad antropológica de áreas de estudio y de estrategias de investigación, aportada por la obra de Franz Boas, pudiéndola resumir en los siguientes puntos: 1) Atención a los datos, libres de prejuicios teóricos, desconfiando de todos los grandes esquemas y mejorando las técnicas y la calidad de las descripciones etnográficas. 2) Hacer del field- work, trabajo de campo, la experiencia central y el requisisto mínimo del status profesional de antropólogo. 3) Utilizar el método del particularismo histórico, reconstruyendo las historias de culturas concretas, en base a datos observabels y fiables. Boas “aculturaría” a sus muchos discípulos en estas premisas y supuestos básicos; a todos los inculcaría los mismos “resabios y prejuicios”, aunque luego cada uno de sus alumnos los introyectara según su ideosincrasia particular. Boas rechazaría, explícita unas veces e implicitamente otras muchas, todas las grandes doctrinas o “ismos” teóricos: atacaría al materialismo económico, al determinismo geográfico, al determinismo racial, al evolucionismo, que eran las actitudes predominantes en muchos de los antrópologos profesionales. Boas huyó de toda formulación teórica; escribió 625 ensayos, publicó docenas de artículos con miles de páginas sobre la cultura kwahiutl, pero no llegó a sistematizarlo en una monografía antropológica ni a explicitar su marco teórico. Es por ello que su cara discípula Margaret Mead afirmaba que Boas no fundó escuela ni formuló teorías, simplemente formuló y enseñó antropología. Franz Boas, sin embargo, no mantuvo siempre los mismos supuestos epistemológicos, sino que a través de su vida intelectual pasó por distintas etapas 177 (cf. M. Harris, 1978: 241 – 244). En una primera fase, rechazó las secuencias universales y las leyes de la evolución, por ser unilineales y apriorísticas; pero admitía, en cambio, que podían darse formas más limitadas de secuencias paralelas, por lo que era una empresa legítima para el antrópologo el buscar las leyes, que regían esos fenómenos socioculturales. “Cuando hayamos clasificado la historia de una determinada culturya y hayamos comprendido los efectos del ambiente y las condiciones psicológicas que se refleja en ella, habremos dado un paso adelante, ya que podremos indagar hasta qué punto las mismas causas o causas diversas actúan en el desarrollo de otras culturas. De este modo, confrontando las historias de desarrollo, se pueden descubrir leyes generales” (Boas, artículo “The limitatios of Comparative Method”, 1896, en Race, Lenguage and Culture, 1940: 276). En una segunda fase, a partir de 1910, Boas desechó su inicial idea de poder descubrir leyes y encontrar uniformidades en el desarrollo evolutivo, ya que las similaridades culturales podían ser fruto de algo inherente a la mente universal humana, pero que ésta no producía complejos culturales uniformes, sino que podían tomar los más variados caminos. Al final de su vida, por los años de 1930, Boas aceptó plenamente la distinción de Whilhelm Windelbang entre ciencias ideográficas y nomotéticas, considerando a la antropología como ciencia histórica ideográfica y afirmando que la búsqueda de leyes que gobiernan las regularidades de la evolución es una quimera. En consecuencia, el objetivo de la antropología no es el descubrimiento de leyes culturales, siendo inútil cualquier intento antropológico por buscar principios nomotéticos en los fenómenos socioculturales. Esta profesión “anticientificista” de Boas le llevaría al final de su vida a una preocupación creciente por el mundo mental de los nativos, y por la relación entre cultura y personalidad, estimulando a sus alumnas Ruth Benedict y a Margaret Mead en sus estudios psicoculturales. “Nunca se ha comprendido suficientemente cuán consistente fue Boas durante toda su vida –escribía R. Benedict (1943: 31) un año después de morir su maestro- en la definición del objetivo de la etnología, como el estudio de la “vida mental del hombre”, de “las actitudes psíquicas fundamentales de grupos culturales”, de los mundos subjetivos del hombre”. Boas, paciente e infatigable etnógrafo, haría trabajo de campo con diversas tribus indias, particularmente con los Kwakiutl de las Islas de Vancover, estudiando sus grupos de parentesco numaym y sobre todo sus fiestas del potlach; igualmente se preocupaba por su cultura material, sus rituales, sus mitos, sus cuentos, su lengua, siendo el folklore y la lingüística otra de sus áreas favoritas. Ya inidicaremos las críticas que se han hecho a la obra de Franz Boas. Baste aquí anotar la crítica dura que le hace Marvin Harris (1978: 218 ss.), acusándole de “idealismo ideográfico”, “prejuicios anti-nomotéticos”, “ausencias de análisis etic”, “megalomanía por el trabajo de campo”, obsesión por el enfoque emic, intentando comprender la vida mental de los nativos. En favor de Boas, debe resaltarse su valiosa herencia antropológica del relativismo cultural y del antirracismo, su desconfianza ante los grandes esquemas generalizadores, su insistencia en el trabajo etnográfico de campo y en la necesidad de estudios concretos “in extenso”, su interés por los mitos y los rituales estudiados en su propia lengua, su machacona 178 insistencia en la necesidad de “comprender” la cultura del otro a partir de “sus” categorías y no de las muestras, y su labor en pro de la profesionalización de la antropología. Por todo esto, Franz Boas debe ser considerado, con toda razón, padre la antropología cultural americana, teniendo un nicho de honor en el panteón de la historia antropológica. 8.4. La crítica moderna al evolucionismo clásico. Como veremos en los siguientes capítulos, el evolucionismo ha renacido con fuerza en las teorías neo-evolucionistas; y también en el neo-marxismo se conservarán algunas coordenadas morgonianas del evolucionismo clásico; de ello ya hablaremos. Ahora nos interesa hacer un repaso a las teorías contemporáneas en su posición frente al evolucionismo, y justo es comenzar por el estructuralfuncionalismo. Para una evaluación de la posición del estructuralismo ante las teorías evolucionistas, la opinión de A. Radcliffe-Brown (1881 – 1955) resulta significativa. Comienza este autor marcando la diferenciación entre la historia “conjetural” de los evolucionistas clásicos con su método histórico y la antropología social o “sociología comparada” con el estudio de las instituciones sociales por el método inductivo. Radcliffe- Brown, en El método de la antropología social (1975.orig. 1958: 31) dice que Bachofen, Morgan y Tylor “consideraban la evolución desde el punto de vista histórico y no desde el inductivo, y su objetivo era, no descubrir las leyes fundamentales que operan en el desarrollo de la cultura, sino demostrar que dicho desarrollo ha sido un proceso por el que la sociedad humana pasó por una serie de etapas o fase”. Radcliffe-Brown no descarta la utilidad de tales estudios históricos de los evolucionistas, lo que dice es que eso no es antropología, es decir no es la “ciencia natural de la cultura”, que busca leyes, no especulaciones, por el método inductivo, al igual que el resto de las ciencias naturales. Fundado en esto, rechaza los estudios diacrónicos de las actuales sociedades primitivas, porque no tenemos registros históricos; y en consecuencia todos los esfuerzos por encontrar los “orígenes” de las instituciones son especulaciones fútiles y seudo-históricas. Radcliffe-Brown pone el ejemplo del estudio pseudo-histórico que hace J. Frazer sobre el totetismo, en contraposición con su propio estudio estructural-funcional sobre el mismo fenómeno totémico. La forma unilineal del evolucionismo es otro de los puntos de la crítica de Radcliffe-Brown (op. cit.: 32). Y así dice que “una mayoría de hechos abrumadora nos muestra que el desarrollo de la cultura no se ha producido a lo largo de una única línea, sino que cada sociedad desarrolla su tipo especial como resultado de su historia y de su medio ambiente”. A primera vista podría parecer que la crítica al evolucionismo por parte de Radcliffe –Brown es similar a la del particularismo histórico de Boas, sin embargo existen significativas diferencias. Ambas escuelas coinciden en rechazar los esquemas abstractos y generales evolutivos, afirmando la necesidad de estudios En otro capítulo estudiaremos el estructural-funcionalismo; allí trateremos también de la Antropología Social Británica y de Claude Lévi-Strauss. 179 intensivos concretos con trabajo de campo. Las diferencias epistemológicas, en cambio, son profundas. Radcliffe-Brown rechaza el evolucionismo cultural de Tylor y de Morgan, porque sus métodos pseudo-históricos no pueden descubrirnos científicamente las leyes del desarrollo cultural, por lo que hay que ceñirse metodológicamente a estudios sincrónicos de comunidades, a través de cuyas investigaciones podremos descubrir “leyes” que expliquen los fenómenos socioculturales. La antropología cultural boasiana, en cambio, rechaza el evolucionismo, porque es correr tras una quimera imposible, como es la búsqueda científica de leyes culturales. El objetivo de la antropología, en consecuencia, es encontrar en culturas particulares ciertos patterns of culture a lo Ruth Benedict, o ciertas culture configurations, como lo hiciera A. L. Kroeber, pero no perseguir el imposible sueño de encontrar causas, leyes o principios nomotéticos. De esta forma, los antropólogos culturales americanos optan por la historia, mientras que la antropología social británica –siguiendo a H. Spencer y a E. Durkheim- se une al carro de la sociología. Lo anterior nos pone de manifiesto la singular posición de la Antropología Social Británica ante el evolucionismo de Hebert Spencer. Radcliffe-Brown rechazará el evolucionismo cultural o “historia conjetural” de E. B. Tylor, “cuyo título de padre de esta ciencia nadie impugnará”, en el decir del mismo Radcliffe-Brown (op. cit.: 26); y sin embargo aceptará sin ninguna reserva el evolucionismo social de Herbert Spencer, dicendo abiertamente (op. cit.: 40) que “si la antropología social ha de usar la idea de la evolución (y por mi parte creo que puede y debe hacerlo)habrá de ser en forma de una formulación de leyes o principios generales de cuya acción continua han resultado las diferentes formas de sociedad, pasadas y presentes”. Este esquema de evolución social, que Radcliffe-Brown asume, va a ser coherente con su aceptación de la teoría de la estática y dinámica social decimonónica, dentro de un contexto organicista. Todos estos elementos los tomará Radcliffe-Brown de la teoría evolucionista de H. Spencer, según éste la formulara en su ensayo The Social Organism (1860) y luego desarrollaría en Principles of Sociology (1865). RadcliffeBrown acepta, pues, la teoría espenceriana de la evolución social, la cual la reduce a dos principios esenciales: “1. Tanto en el desarrollo de formas orgánicas como en el desarrollo de formas de vida social humana ha habido un proceso de diversificación mediante el cual muchas formas diferentes de vida orgánica o de vida social se han desarrollado más allá de un número mayor de las formas originales. 2. Ha existido una tendencia general al desarrollo mediante la cual las formas más complejas de estructura y organización (orgánico-social) se han originado a partir de las formas más simples”. (Radcliffe-Brown, Estructura y función en la sociedad primitiva, 1974, orig. 1952: 16). Partiendo de este esquema espenceriano de evolución, Radcliffe-Brown deducirá “ciertos conceptos que pueden ser útiles como instrumentos analíticos”, como los de “adaptación”, “estructura social” y “función social”, conceptos que engarza coherente y lógicamente en su teoría estructuralista, como veremos más adelante. Aquí lo que nos interesa es quedar constancia de la aceptación del evolucionismo espenceriano por parde de Radcliffe-Brown, quien abiertamente declara: 180 “La teoría de la evolución social forma parte de nuestro esquema de interpretación de los sistemas sociales al examinar cualquier sistema dado como sistema de adaptación. La estabilidad del sistema, y su continuación durante un cierto periodo depende, por tanto, de la efectividad de la adaptación”. (Radcliffe-Brown, 1974, orig. 1952: 17). Bronislaw Malinowski, otro grande de la antropología social británica y del funcionalismo, mantendrá una posición similar frente al evolucionismo. Y así afirma (1927: 41) que “la perspectiva funcional, no se opone a una concepción sensata y limitadamente evolucionista de la cultura, aunque sí rechaza toda esperanza de llegar a dar una reconstrucción exacta del desarrollo humano”. Malinowsli asumió de la teoría evolucionista, no solamente algunos de sus elementos teóricos, sino también algunos de sus prejuicios etnocéntricos y chauvinistas; como hace notar M. Harris (1978: 478) “la convicción de Malinowsli de que las culturas “salvajes” eran en general inferiores a las civilizadas constituyen una clave sin la que no se explica su sostenida devoción por la “antropología práctica”. Por otra parte la concepción de Malinowski sobre la universalidad diacrónica y sincrónica de la familia humana se la debe al evolucionista clásico Edward Westermarch, según el mismo reconoció; y la teoría de las relaciones entre magia, ciencia y religión se la debe, en parte, a James Frazer. Contra lo que arremetió Malinwoski fue contra el abuso de los survivals, utilizados como pruebas del supervivencia de estadios anteriores. Tales costumbres, creencias o rituales podían y debían ser explicados, según pensaba Malinowski, por la función que hic et nunc cumplían dentro de la sociedad actual que los practicaba, siendo una parte funcional que debía ser interpretada en su complejo contexto cultural. No obstante, a diferencia de los antropólogos americanos, Malinowski era “respetuoso”, con los padres fundadores de la antropología, particularmente con Tylor, Westermarch, Frazer, Morgan, Bachofen y Main. “Hoy el evolucionismo está pasado de moda. Y pese a ello, sus principales supuestos no sólo son validos, sino que además son indispensables tanto para el etnógrafo de campo como para el estudioso de la teoría”. (Malinowski, 1944 b: 16). Para ilustrarnos una posición más moderna aún de la antropología social británica en relación con el evolucionismo clásico, traigamos el testimonio de E. E. Evans-Pritchard. Este autor hace notar “la importancia de estos escritos para poder comprender mejor la antropología social del presente” (1973: 52); pero enfatiza también la diferencia entre los objetivos y métodos de los evolucionistas, interesados en “reconstruir el pasado” y los intereses de los antropólogos actuales, quienes estudian sociedades primitivas presentes, que se fijan fundamentalmente en las estructuras sociales. Según Evans-Pritchard “Los antropólogos del siglo XIX incurrían en dos faltas graves: intentaban reconstruir la historia sin utilizar el material adecuado y trataban de establecer leyes sociológicas por un método que no puede dar resultados satisfactorios”. (Evans-Pritchard, 1973: 64). 181 Los evolucionistas clásicos querían comprender y explicar las instituciones modernas, recurriendo a sus orígenes por la reconstrucción histórica o método histórico, mientras que los modernos antropólogos explican las instituciones, investigando cómo actúa y funcionan aquí y ahora, y esto “aplicando los métodos experimentales de las ciencias modernas”. En el estudio de las sociedades primitivas, corresponde al historiador de estas civilizaciones, continúa EvansPritchard, descubrir, si puede, cómo han llegado las instituciones al estado en que se encuentran actualmente. En cambio, la labor del científico, o sea del antropólogo social, es el investigar qué funciones cumplen las mismas dentro de los sistemas sociales a que pertenecen. Se da, pués, un cambio de perspectiva entre el evolucionismo clásico y la antropología moderna: para los evolucionistas, la historia pasada es la clave de la comprensión de la cultura actual, para la antropología de hoy el nervio de la explicación científica no es el estudio de los “orígenes” históricos de las instituciones, sino su actual funcionalidad interrelacional dentro del sistema estructural. Con ello se ha efectuado un importante cambio paradigmático en la tradicción antropológica: de la “historia” se ha pasado a la “función – estructura”. Así se expresaba EvansPritchard, resumiendo el pensamiento del estructuralismo: “Los antropólogos sociales quieren dar a entender que las sociedades son sistemas naturales cuyas partes dependen todas entre sí; a su vez, cada una de ellas, llena una necesidad en el complejo de relaciones necesarias para mentener el conjunto. También presupone que la vida colectiva es susceptible de ser reducida a leyes científicas que pueden predecirse. Tenemos aquí dos proposiciones... a) que las sociedades son sitemas, y b) que dichos sistmeas son naturales y pueden reducirse a variables. En consencuencia, para averiguar su naturaleza no es necesario conocer su historia". (EvansPritchard, 1973: 65). Es evidente la ruptura epistemológica, metodológica y teórica entre los evolucionistas decimonónicos y los actuales antropólogos estructuralistas. Pero veamos también la posición de otros contemporaneos antropólogos en referencia al evolucionismo clásico. Claude Lévi-Strauss, en su ensayo de 1960 Les trois sources de la reflexion etnologique, (traducción española en J. R. Llobera, compdor., 1975) señala que el evolucionismo del siglo XIX fue una etapa decisiva en la constitución científica de la antropololgía. “Aunque sus ambiciones no son ya las nuestras, … de estas primeras esperanzas algo queda: la convicción de que el mismo tipo de problemas, aunque no del mismo orden de magnitud, pueden juzgarse por el mismo método científico, y que la etnología, al igual que las ciencias naturales y según el ejemplo de éstas, peude muy bien confiar en descubrir las relaciones cosntantes existentes entre los fenómenos”. (Lévi-Strauss, 1975:22). Para Lévi-Strauss, “el evolucionismo puede presentarse como teoría científica”, porque conserva la ambición del progreso del siglo XVIII de “descubrir el 182 punto de partida y el sentido de la evolución humana, así como de ordenar seriadamente las diferentes etapas de las que ciertas formas de civilización han conservado la imagen” (ibid.). Lévi-Strauss, en consecuencia, no es tan crítico, como Radcliffe-Brown, en referencia a la falta de “cientificidad” de la teoría históricoevolucionista. El problema de la antropología decimonónica fue su intento de hacer confluir en una sola teoría las aspiraciones de la ciencia, de la filosofiía y de la historia; “aprisionada, concluiría Lévi-Strauss (ibid.), por tantos lazos, no romperá ninguno sin pesar”. Como botón de muestra de la devoción de Lévi-Strauss por los antropólogos clásicos, no olvidemos que Les estructures elémentaires de le parenté (1947) están dedicadas a la memoria de Lewis Henry Morgan. Paul Mercier, otro francés, en su Historia de la Antropología (1977, orig. 1966: 57- 61), hace tres críticas al evolucionismo. La primera es que simplifica la historia de tal manera, que parece como si cada sociedad contuviera en sí misma toda la historia universal, de forma que puedieran existir “sociedades sin historia”, cuando hoy podemos afirmar que las sociedades actuales primitivas son el resultado de un complejo desarrollo particular y de proceso evolutivo. La segunda crítica va dirigida al método comparativo de los evolucionistas por extrapolar los datos, atomizar la realidad, tratar los hechos fuera de su contexto global, vaciándolos de su sentido cultural, y utilizándolos arbitrariamente como “relleno” en la seriación evolucionista. La tercera crítica es al uso de los survivals, como pruebas ficticias de los escalones perdidos. Lo positivo del evolucionismo, según Mercier, y su específica aportación científica, fue facilitar un principio director teórico, que orientara la investigación antropológica. David Kaplan y Robert A. Manners, en su magnífica obra Introducción crítica a la teoría antropológica (1979, orig. 1972: 76 – 83), advierten que los evolucionistas del siglo XIX han sido tratados injusta y despectivamente por los antropólogos modernos, tachándoles de especuladores de sillón, etnocentristas, simplistas unilineales, cuando en realidad una lectura seria y reposada de los clásicos revela lo exagerado e infundado de tales acusaciones. Ellos fueron los fundadores de una disciplina que antes no existía y nos dejaron una hermosa herencia aun vigente. “Nos dejaron un legado de por lo menos tres proposiciones que se han vuelto una parte integral del pensamiento antropológico y de la metodología de la investigación: 1) la sentencia de que los fenómenos culturales deben se estudiados en forma naturalista; 2) la premisa de la “unidad psíquica de la humanidad” en el sentido de que las diferencias culturales entre gurpos no se deben a la dotación psicobiológica, sino a las diferencias en experiencia sociocultural; y 3) el uso del método comparativo como sustituto de las técnicas experimentales y de laboratorio de las ciencias físicas” (Kaplan y Manners, 1979: 83). Lo que aparece claro –después de oir los testimonios de Radcliffe-Brown, de Malinowski, de Lévi-Strauss y de otros autores- es que la teoría de la evolución, despojada del follaje abstracto de gran teoría, de su filosofía etnocéntrica visionariaprogresista, del abuso de extrapolaciones y supervivencias, de su debilidad etnográfica y de su constreñimiento unilineal realmente direccional, parece seguir gozando de buena salud antropológica. 183 Todo lo anteriormente expuesto “parece” confirmar, en cierto modo, la tesis de Robert Nisbet, (1976: 19), aparentemente muy exagerada, de que “durante dos mil quinientos años una sola concepción metafórica del cambio ha dominado el pensamiento occidental”. Se ha dicho frecuentemente que el funcionalismo es una negación absoluta del evolucionismo, supuesto que intenta desmostrar R. Nisbet: “El punto esencial que quiero resaltar en el resto de esta sección es que el funcionalismo es todo menos un ataque a la teoría microevolutiva del siglo XIX... el funcionalismo está tan ciertamente estructurado en torno a la concepción del cambio como cualquier otra teoría evolutiva del siglo XIX”. (Nisbet, 1976: 237 -–38). Los supuestos funcionalistas del cambio, según R. Nisbet, siguen siendo los mismos con escasas variantes de la tradición occidental, desde los griegos y cristianos hasta la Ilustración y evolucionismo decimonónico. Todos asumen que el cambio es natural, direccional, inmanente, continuo, necesario y procede de causas uniformes. La diferencia –con el evolucionismo clásico- es que la sociología y antropología moderna se queda en el nivel de analisis de la microevolución, pero los supuestos siguen siendo los tradicionales. Para probar su tesis, Nisbet para revista a distintas obras contemporáneas. En primier lugar analiza escritos históricosfilosóficos, donde la idea occidental del cambio, en sus versiones cíclico-épicaprogresiva es evidente, como Un estudio de historia de Arnold Toynbee (cíclicaprogresiva), La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (cíclica), La Naturaleza y el destino del hombre de Reinhold Niebuhr (épica) y El Fenómeno humano de Theilard de Chardin (progresiva). Los supuestos tradicionales del cambio se dan también en las obras posteriores de antropología y sociología. Esto es evidente en el marxismo y en el neo – evolucionismo de Leslie White y Gordon Childe; pero también los boasianos y los funcionalistas modernos participan de los mismos supuestos básicos que los evolucionistas decimonónicos. Para probar este aserto, Nisbet intenta mostrar que esas premisas evolutivas se dan en los autores y obras siguientes: Les formes èlémentaires de la vie religieuse (1912) y De la división du travail social (1893) de Emile Durkheim, A Natural Science of Society (1957) de A. Radcliffe-Brown, The Social Change (1963) de Wisbert Moore, Social Theory and Social Structure (1964) de Robert K. Merton, Elements of Social Organization (1963) de Raymond Firth,Social Structure (1949) de George P. Murdock, Power and Privilige (1966) de Gerhand Lenski, The Stages of Economic Growth: A Non-Communist Manifiesto de W. W. Rostow, The Family Revolution in Modern China, y Social Change in the Industrial Revolution de Marion Levy. En todas estas obras, afirma R. Nisbet, subyace el paradigma del cambio evolutivo y de progreso, que tuvieron los antropólogos del siglo XIX y esto, aunque no se cite e incluso se rechaze el evolucionismo clásico. Esto es evidente en Talcott Parsons, a quien dedica R. Nisbet un detallado análisis, mostrando su aceptación del esquema especeriano de la evolución social, la utilización del método 184 comparativo, la seriación de etapas progresivas de desarrollo. Todos estos supuestos evolutivos aparecen en Social System (1951), y sobre todo en Societies: Evolutionary and Comparative Perspectives (1966), donde T. Parsons establece los niveles de “primitivo”, “intermedio” y “moderno”, como etapas escalonadas de desarrollo, distribuyendo las diversas sociedades dentro de esas etapas evolutivas. Debemos terminar esta cuestión diciendo que la común denominación sociológico-antropológica de pueblos “recolectores y cazadores” “sociedades agrícolas”, “sociedades industriales”, así como los conocidos esquemas bipolares de sociedades “tradicionales o modernas” encierran , en cierto nivel, un supuesto de evolución social. También parece cierto, por otra parte, que los enfoques, perspectivas, métodos y áreas de estudio entre las teorías evolucionistas del ayer y las investigaciones del cambio de hoy, existen significativas diferencias. La ciencia de la cultura y de la sociedad –como toda investigación científica- exige, por otra parte, de algún sistema taxonómico de clasificación de sociedades, y esto por razones analíticas teóricas, inductivas y deductivas; pero añade R. Nisbet: “... pero debo sugerir que pese a estas razones indudablemente plausibles, es muy improbable que este sistema [de clasificación de sociedades] fuera aconsejable si prevalecieran una u otra de las consideraciones siguientes: a) el autor no fuera representante de la civilización moderna, industrial y democrática cuyos elementos fundamentales ofrecen los criterios por comparación de culturas cruzadas, b) no hubiese existido nunca el método comparativo asociado a los nombres de Comte, Spencer y Tylor”. (R. Nisbet, 1976: 215). Actualmente, estimo yo, los sociólogos y antropólogos hemos abandonado los intereses, los métodos y la formulación externa del evolucionismo decimonónico. Pero probablemente conservamos –como una hechura más de nuestro cultura de Occidente- muchos supuestos valorativos, que tal vez formalmente rechazaríamos. Es posible que no queramos hacer juicio de valor, y los proclamemos verbalmente, en la clasificación de sociedades y culturas, pero tal vez hemos heredado inconscientemente el sabroso pecado original de nuestros ancestros culturales, que un día –aparentemente lejano en la historia de Occiedente- comieron del “fruto prohibido” del utópico progreso y del bienestar. Como escribiera el gran arqueólogo visionario Pierre Teilhard de Chardin: “Habiendo conocido una vez el gusto de un progreso universal y duradero, no podremos nunca desterrarlo de nuestra mente, como tampoco nuestra inteligencia puede evadirse de la perspectiva espacio- tiempo que en un tiempo vislumbró”. (P. T. Chardin, Le phénnoméne humain, 1955). 185 186 TERCERA PARTE Viejos y nuevos Paradigmas: Neomarxismo, Neoevolucionismo, Cambio, Personalidad y Lenguaje. Tomás Calvo Buezas 187 CAPÍTULO 9 NEOEVOLUCIONISMO Y ECOLOGÍA CULTURAL: ¿VINO NUEVO EN ODRES VIEJOS? 188 CAPÍTULO 9 NEOEVOLUCIONISMO Y ECOLOGÍA CULTURAL: ¿VINO NUEVO EN ODRES VIEJOS? A partir de los años treinta, surge dentro de la arqueología un movimiento de revival de la vieja teoría evolucionista, tan desprestigiada y arrinconada después de los duros ataques de los boasianos y de los funcionalistas. Los americanos Leslie White y Julián Steward, y el arqueólogo británico V. Gordon Childe, pueden ser señalados como los portavoces de este nuevo frente neoevolucionista. A partir de los años cincuenta, otros muchos se sumarían, entre los que cabe nombrar a Elman R. Service, Marshal Sahlins, David Kaplan, Robert A. Manners y Robert Carneiro. Muchos de estos autores neoevolucionistas están relacionados con el marco teórico complementario de la ecología cultural, cuyo principal promotor es J. Steward. Leslie White (1900 – 1974) debe ser señalado como el verdadero trompetero de la resurrección del evolucionismo decimonónico, a quien los ocupados “fiel – workers” boasianos creían ya un muerto, científicamente certificado y embalsamado. El artículo de 1945 de L. White en la revista American Anthropologist (1945, nº 47: 339–356), titulado “Difusion versus Evolution: An Anti-evolutionist Fallacy”, y principalmente su obra The Evolution of Culture: The Development of Civilization to the Fall of Rome (1959), sacó el viejo problema del evolucionismo sobre el tapete académico. También hay que señalar el ensayo “Energy and Evolution of Culture” en la American Anthropologist (1943, nº 45: 335–356), donde expone la relación entre el crecimiento de energía disponible y la evolución socio–cultural humana. Leslie White va a reclamar una nueva ciencia, que interprete los fenómenos culturales, a la que propondrá llamar culturología (1959: 28). La primera afirmación radical de L. White es proclamar que su objetivo es el estudio de la “EVOLUCIÓN DE LA CULTURA”, como lo hiciera Tylor y Morgan, rechazando la denominación de “neoevolucionismo” para su formulación teórica. “Más permítasenos decir, y con el mayor énfasis, que la teoría expuesta aquí no se puede llamar con exactitud “neoevolucionismo”... Neoevolucionismo, un término que induce a error, se usa para sugerir que la teoría de la evolución es hoy cosa diferente de la teoría de hace ochenta años. Rechazamos esa idea. La teoría de la evolución expuesta en esta obra no difiere en principio ni un ápice de la expresada en la Anthropology de Tylor en 1881, aunque por supuesto el desarrollo, la expresión y la demostración de la teoría puede diferir y difiere en algunos puntos” (L. White, The Evolution of Culture, 1959, IX). Según White, la teoría del neoevolucionismo es la misma teoría de Tylor y de los antropólogos clásicos, aunque sea distinta su expresión y formulación. Pero ¿a qué “teoría” se refiere?. La teoría de la evolución, dice White (1959: 125), es “el viejo 189 y simple principio expresado por Tylor” en su Anthropology (1881: 20), es decir, que las artes y las instituciones” son simples resultados de un desarrollo gradual a partir de un estado de vida anterior más simple y más rudo. ¿Dónde están las diferencias del neoevolucionismo con la teoría clásica?. En su expresión y demostración; he ahí la novedad aportada por Leslie White; así formula él su ley básica de evolución: “Mientras los otros factores se mantengan constantes, la cultura evoluciona a medida que crece la cantidad de energía disponible por cabeza y por año a medida que crece la eficacia de los medios de hacer trabajar esa energía o cuando se produce un aumento de ambos factores” (White, 1959: 56). A pesar de la insistencia de “tradicionalismo” que White reclama para su formulación teórica, nosotros opinamos que existen significativas diferencias. Señalemos algunas, deduciéndolas del anterior texto citado de White: 1. Tenemos, no solamente una formulación abstracta de la ley de evolución, sino la explicitación novedosa de ciertos “mecanismos evolutivos”, distintos a los enunciados por Tylor, e incluso por Morgan. 2. Se expresa una concepción concreta de los sistemas culturales, especificando distintos tipos de causalidad entre los diversos subsistemas, como vamos a ver más adelante. 3. Se señala al desarrollo de la energía y a los medios de trabajarla, como el factor crucial de la evolución social, lo cual está más cerca del marxismo que del evolucionismo tyloriano. 9.1. Producción de energía y evolución cultural Veamos un poco más los mecanismos de la evolución. White dice partir del supuesto general de que “la cultura sólo es explicable en términos de sí misma”; pero esta afirmación remite el problema a otra pregunta ¿qué entiende White por cultura? La cultura es una fábrica de energía; según las palabras de White (1959: 390), la cultura es primariamente “un mecanismo para almacenar energía y hacerla trabajar al servicio del hombre, y secundariamente un mecanismo para canalizar y regular la conducta de éste no directamente relacionada con la subsistencia, la agresión ni la defensa”. El mecanismo principal del proceso evolutivo es la interrelación de la energía con la tecnología. Podemos expresar dicho principio con la siguiente formula: E x T C: La cultura (C) avanza en la medida en que la cantidad de energía (E) “per cápita” aumenta anualmente, o se consigue mayor eficiencia instrumental – tecnológica para acrecentarla (T). 190 Betty Meggers, en su artículo “The Law of Evolution as an Practical Research Tool” (en E. Dole y R. Carneiro, eds., Essays in the Science of Culture, 1960: 202 – 203, ha puesto de manifiesto las implicaciones del mecanismo evolutivo E x T C: “Las implicaciones son triples: 1. Si no existe incremento de energía (E) o no se dan mejoras tecnológicas (T), la cultura (C) permanecerá estable. 2. Si la energía y la tecnología, o una de las dos, sufren un incremento o mejora, la cultura aumenta en complejidad. 3. Si la energía o la tecnología o ambas disminuyen, la cultura perderá complejidad”. (B. Meggers, 1960, 2002-2003). En las coordenadas teóricas de este tipo de evolucionismo energético, subyace una particular visualización de los sistemas culturales, que distingue y jerarquiza los subsistemas de tecnología, organización socio–política e ideología. Los tres órdenes están interrelacionados con el fin de conseguir la mayor eficacia en la producción y en la utilización de energía disponible. El objetivo final de la vida cultural, como también de la vida biológica y planetaria, es conseguir el máximo de energía. Todas las partes de la cultura –tecnología, organización e ideologíaestán interrelacionados, pero el papel principal es jugado por el subsistema tecnológico. “Los sistemas sociales están, en consecuencia, determinados por los sistemas tecnológicos, y las filosofías y las artes expresan la experiencia tal y como viene definida por la tecnología y refractada por los sistemas sociales” (White, 1959:390). Este tipo de formulaciones le ha valido a Leslie White ser tachado de determinista tecnológico – mecanicista, con sabor a materialismo marxista. Por estas razones políticas, L. White ha sido marginado, sobre todo en el tiempo de la “caza de rojos”, llevada a cabo en Estados Unidos por McCarthy. Formalmente White nunca se ha referido a Marx o Engels, como a sus maestros, pero sus detractores siempre sacan a colación su viaje a Rusia en 1929, donde –según le atribuyen- tuvo su “conversión al materialismo marxista”, abandonando las filas de la ortodoxia boasiana. Morris Opler, con la finalidad de “difamar” a L. White y a sus discípulos, escribirá: “Con Tylor y con Morgan todo lo que tienen en común los neoevolucionistas es su convicción de que ha habido evolución cultural. Con Marx, Engels, Bujarin, Plejanov, Labriola y todos los otras [los antes citados, Lenin y Stalin] comparten, además de ésa, otras convicciones referentes a los elementos y a los mecanismos que han puesto en marcha ese proceso”. (M. Opler, 1961: 18). W. A. Goodenough ha sido otro antropólogo que ha atacado duramente a L. White por su materialismo (Cf. En J. S. Khan, ed., 1975: 220). Sin embargo, para otros como M. Harris (1978: 551) ha sido precisamente esa “estrategia de materialismo cultural formulado en términos de energía” lo que le ha merecido las más fervientes alabanzas. Una crítica más seria, ya desde la perspectiva 191 socioantropológica, es la formulada por C. Lévi-Strauss, quien manifiesta sus temores de que le termómetro energético sirva en la práctica para probar empíricamente lo que los evolucionistas clásicos tampoco supieron lograr, encontrándonos al final de tanto fórmula energética con la misma dificultad. “El neoevolucionismo de Leslie White no parece mejor preparado [que el evolucionismo clásico] para superar esta dificultad, porque si el criterio que él propone –cantidad media de energía disponible por habitante- en cada sociedad responde a un ideal aceptado durante ciertos periodos y en algunos aspectos de la civilización occidental, no es fácil ver cómo puede procederse a esta determinación para la inmensa mayoría de las sociedades humanas, donde la categoría propuesta parece, por lo demás, desprovista de significación” (Lévi-Strauss, Antropología estructural, 1980, orig. 1958: 3). 9.1.1 .Evolución unilineal, universal y multilineal Julián H. Steward (1902 – 1972) va a entrar a la luz de la discusión teórica del evolucionismo, afinando aún más la posición de L. White, a la vez que enriqueciendo la teoría evolucionista con dos importantes aportaciones, la influencia del medio ambiente y la evolución socio – económico – cultural de algunas formas primitivas, como las bandas patrilineales de cazadores superiores. Sobre la ecología cultural, hablaremos más adelante; ahora vamos a fijarnos en su posición ante el evolucionismo. Steward acepta en general el esquema evolucionista de L. White; estima que la corriente antievolucionista ha frenado el desarrollo de una auténtica ciencia de los fenómenos socioculturales. Comparte con White la concepción de la antropología, como una ciencia que persigue el descubrimiento de regularidades culturales a través del tiempo en todas las sociedades, debiendo explicar esas semejanzas en términos de causa y efecto (cf. a D. Kaplan y R. A. Manners, 1979: 87-90). Las diferencias entre White y Steward son fundamentalmente por el distinto nivel de generalización, en que se conceptúan y se analizan los fenómenos evolutivos. Para Steward, las formulaciones de White son tan amplias y tan generales que no resultan útiles para entender las secuencias particulares del desarrollo, por lo que reclama que es mejor hacer estudios sobre culturas o grupos particulares, dentro de una teoría similar a las que Robert Merton llama de “alcance medio”. En su obra Theory of Culture Change (1955), Steward señala tres tipos analíticos y metodológicos de visualizar y estudiar la evolución cultural: a) El evolucionismo unilineal, que corresponde a los evolucionistas clásicos, como Morgan y Tylor, quienes “colocaban las culturas particulares en los estadios de una secuencia universal” (Steward, 1955: 14). Sigo a D. Kaplan y R. A. Manners (1979), en su tratamiento sobre Julian H. Steward. 192 b) El evolucionismo universal, que corresponde a la readaptación actual del evolucionismo decimonónico, y que se ocupa más de la “Evolución de la Cultura” que de las singulares culturas. c) El evolucionismo multilineal, que es el que defiende J. H. Steward que “se interesa por las culturas concretas, más en lugar de ver en las variaciones locales y en la diversidad hechos molestos que le obligan a pasar del sistema de coordenadas particular al general, se ocupa sólo de aquellos paralelos limitados de forma, función y frecuencia que tienen validez empírica” (Steward, 1955: 19). A esta clasificación tipológica de Steward, contestó Leslie White en 1957, a través de la revista American Anthropologist (1957, nº 59: 540 – 542), negando utilidad a las tipologías del evolucionismo, formuladas por Steward, y atacándole por sus dudas y su modestia, al contentarse con generalizaciones de alcance limitado. Leslie White dice así: “Steward cae entre los dos polos de la interpretación ideográfica y la interpretación nomotética, entre lo particular y lo general. No se contenta con meros particulares, pero tampoco se decide a traspasar los límites de la generalización. Desea generalizaciones, pero como ha dicho repetidamente, quiere que sean de alcance limitado”. (L. White, 1957: 541). Y con una cierta dosis de humor, continúa White (ibid.) que “Steward recuerda a alguien que, habiendo descubierto que un río y otro discurren pendiente abajo, no quisiera llegar al extremo de afirmar que los ríos discurren pendiente abajo”. Lo que está al fondo, de esta discusión White–Steward, es la eterna cuestión epistemológica en todas las ciencias sociales: ¿cuándo podemos decir que hemos verificado una ley socio–cultural? ¿La comprobación de secuencias similares evolutivas en algunas culturas, nos autoriza científicamente a formular una “ley general de evolución universal”? Steward se muestra cauto a la hora de hacer generalizaciones de largo alcance, siendo reticente a formular leyes; prefiere insistir en la mulitlinealidad de la evolución, investigando empíricamente la evolución de complejos culturales concretos, como es el desarrollo de las primeras civilizaciones a partir de la revolución introducida por la domesticación de plantas y animales. Este ha sido precisamente el quehacer investigador de los científicos, que han intentado en las últimas décadas estudiar arqueológicamente el curso de la evolución humana. 9.1.2. Evolución y cambio: ¿por qué surgieron las primeras civilizaciones? La antropología arqueológica ha sido la disciplina crucial en la investigación neoevolucionista, al poner de manifiesto las semejanzas estructurales que han acompañado los procesos civilizatorios, desarrollados independientemente en distintas áreas del mundo, como Asia Menor, China, Mesoamérica y región Andina. 193 A las dos orillas del Atlántico, en Inglaterra y en Estados Unidos, los arqueólogos estaban trabajando en la misma dirección científica: hacer hablar empíricamente al registro prehistórico sobre las leyes de la evolución, particularmente en el periodo de la revolución neolítica con la invención independiente de la agricultura. El arqueólogo británico V. Gordon Childe ha sido un pionero meritorio en los estudios evolutivos. En sus obras Man Makes Himself (1941) y What Happened in History (1946) mostró cómo ciertos avances tecnológicos en la historia del hombre, tales como la domesticación de las plantas y de los animales, la agricultura por irrigación, la invención de la metalurgia, habían producido cambios revolucionarios en todo el edificio de la vida económico – socio – cultural del hombre, pudiéndose hablar, según las pruebas arqueológicas, de patrones generales de modos de vida dentro de un cambio evolutivo y progresivo: nómada paleolítico, cazador y recolector, sedentario horticultor; de esta base de comunidades horticultoras sedentarias, surgirían algunas nuevas formas de civilización clásica en ciertas zonas favorable, como Egipto, Mesopotamia, Grecia y Roma. En esa misma dirección y bajo las mismas coordenadas teóricas, estaban trabajando en los años cuarenta otros antropólogos americanos. En 1947 se celebraba en Nueva York un Congreso sobre Arqueología Peruana, encontrándose entre los asistentes Julian H. Steward, Pedro Armillas, Wendell C. Bennet y William Duncan Strong. Todos estos tenían un mismo objetivo investigador: Poder interpretar los datos arqueológicos, de forma que pudieran clasificarse en estadios culturales, que iban de pequeñas aldeas agrícolas a grandes civilizaciones, como la azteca, maya o incaica. Ya para entonces J. H. Steward estaba proponiendo un desarrollo evolutivo según cinco progresivas secuencias: 1º. Preagrícola; 2º. Comienzos básicos agrícolas; 3º. Desarrollo regional o formativo; 4º. Florescente regional; 5º. Imperio y conquista. El segundo paso en la investigación de Steward era comparar esas secuencias evolutivas en las civilizaciones del viejo y nuevo mundo, analizando las semejanzas estructurales entre las culturas que inventaron independientemente la agricultura, como Mesopotamia, Egipto, China, Perú y Mesoamérica. La hipótesis que se intenta someter a prueba puede enunciarse así: las similitudes en sus estructuras políticas y sociales surgieron de las similitudes esenciales en sus entornos ecológicos y en la tecnología desarrollada para explotarlos; así lo expuso J. Steward en su ensayo “Cultural Causality And Law, A Trial Formulation Of Early Civilization” (American Anthropologist, 1949, nº 51: 1–27). ¿Y cuáles son los supuestos que subyacen bajo esta línea de investigación arqueológica? En primer lugar la teoría de la evolución multilineal; y en segundo lugar una específica teoría de la cultura y del cambio socio–cultural, pues se parte de la premisa de que el factor primordial del cambio es la base tecno–económica y el elemento ecológico. En la enfatización de la base tecno–económica, se sigue la ruta emprendida por Marx–Morgan–White; la aportación singular de Steward ha sido la “entronización” del factor ecológico entre la jerarquía de elementos cruciales del sistema social. “Existen tres ideas relacionadas –dicen Kaplan y Manner (1979: 89)que juntas comprenden el elemento central en el enfoque de Steward sobre la evolución cultural: 1) instituciones centrales frente a instituciones periféricas; 2) el tipo cultural; y 3) los niveles de integración sociocultural”. Pero ¿cuáles son las 194 instituciones centrales? Las instituciones estratégicamente cruciales “son las que están más estrechamente relacionadas con la forma en la que la cultura se adapta y explota su medio ambiente” (ibid). La concepción de Julián H. Steward sobre el peso causal relativo de los diferentes elementos culturales, dentro del sistema social y del proceso evolutivo, puede representarse así, según el esquema de sus discípulos D. Kaplan y R. A. Manner (1979: 90). El cambio puede iniciarse en cualquier nivel del sistema, incluso en los rasgos o instituciones periféricas; pero mientras no se transformen las instituciones centrales, no tenderemos un cambio de tipo cultural, es decir no tendremos un desarrollo evolutivo. A partir del anterior esquema, podemos también construir tipos culturales, y luego situarlos en una escala de secuencias de menor a mayor complejidad socio – cultural. Aquellas culturas, que tienen rasgos centrales similares, pueden clasificarse como pertinentes al mismo tipo general. Las secuencias de complejidad, según los distintos “niveles de integración socio – cultural” son tres: la familia, la tribu y el estado. Otros neoevolucionistas, que aceptan el esquema de cambio y de desarrollo evolutivo de J. H. Steward, establecen otros tipos culturales. Así Elman Service en Primitive Social Organization (1962) y Marshall Sahlins en Tribesmen (1968) establecen tres tipos de desarrollo organizativo –social: bandas, cacicazgos y estados; por su parte Morton Fried en The Evolution of Political Society establece la tipología evolutiva a partir de la igualdad – desigualdad social, hablando de sociedades igualitarias, jerarquizadas, estratificadas y estatales. En resumen, lo importante es señalar que las líneas de investigación neoevolucionista tienen la coordenada teórica de la evolución multilineal, siendo la antropología arqueológica el canal primordial de poner a prueba la hipótesis evolucionista en base a desarrollos de tipos culturales concretos, como pueden ser el proceso de la revolución de la agricultura y el surgimiento de las primeras civilizaciones. En este quehacer subyace una teoría de la cultura y del cambio social, 195 que considera a la tecnoeconomía y a la ecología, como un factor crucial de los sistemas sociales y del proceso evolutivo. 9.1.3. Evolución general y específica, adaptación y especialización Marshall Sahlins y Elman Service, en su obra Evolution and culture (1960), han intentado conciliar las posiciones aparentemente diversas, que sobre la evolución mantienen L. White y J. H. Steward, haciendo ver que se trata de dos formas complementarias de conceptualizar el proceso evolutivo. Para ello distinguen entre evolución general y específica. La evolución general, ligada a la conceptualización de White, hace referencia al proceso general de la Cultura Humana, que a través de los tiempos ha ido produciendo progresivamente sistemas socio – culturales de mayor complejidad y adaptabilidad. La evolución específica corresponde a la emergencia de nuevos tipos culturales en tiempos y lugares determinados. La investigación en esta línea es la perseguida por Steward. Estas dos conceptualizaciones de la evolución no son contradictorias, advertirán Shalins y Service: “... la evolución se mueve simultáneamente en dos direcciones. Por un lado, crea la diversidad a través de modificaciones adaptativas: nuevas formas se diferencian a partir de las viejas. Por otro lado genera progreso: formas superiores se desarrollan a partir de las inferiores y las suprimen”. (Sahlins y Service, 1960: 12). Otros conceptos fundamentales en los estudios neoevolucionistas han sido los de adaptación y especialización. Service y Shalins han sido meritorios en su afán por abrir nuevas vías metodológicas y por afinar los instrumentos heurísticos en el estudio de la evolución, desarrollando los conceptos de adaptación y especialización, en los que ya insistiera Herbert Spencer. Existen, no obstante, diferencias con los evolucionistas clásicos. Elman Service escribe: “El evolucionismo del siglo XX difiere de las teorías anteriores en dos aspectos principales. El primero se refiere a las adaptaciones culturales a través de los cuales se cree que ocurren los cambios evolutivos. El concepto de adaptación cultural ha ocupado el lugar de la ortogénesis de los primeros evolucionistas, que habían hallado el único impulso generador en la dialéctica interna de la lucha de clase propuesta por Marx y Engels, es el darwinismo social de algunos sociólogos. El segundo es la nueva síntesis teórica nacida de la reelaboración e integración de algunas de las ideas anteriores que se juzgaban contradictorias”. (E. Service, artículo sobre “evolución”, Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, 1974: 659–664). La adaptación de la cultura al medio ambiente supone un avance con respecto a la idea evolucionista del siglo XVIII y XIX, que partían del supuesto de la “inevitabilidad del progreso” y de la “ortogénesis”. “El supuesto moderno de que la evolución procede de adaptación, explica tanto el estancamiento de algunas sociedades, como el progreso de otras. 196 Después de todo la estabilización no es más que un testimonio del proceso adaptativo: cuando una cultura está bien adaptada tiende a rechazar cualquier posible cambio posterior, y esto permite explicar algo paradójico: que una cultura, que alcanza ya un alto nivel en una etapa, no se eleve a niveles superiores en la siguiente, simplemente a causa de su éxito anterior. Naturalmente, cuanto más especializada sea su forma de adaptación, más fuerte será su vinculación a su entorno actual y a su defensa del mismo”. (E. Service, 1974: 665). Con estos mecanismos de adaptación–especialización–selección, el neoevolucionismo intenta establecer y compaginar varias coordenadas teóricas, que en el siglo XIX parecían antagónicas. Estos elementos teóricos son: 1º Las culturas evolucionan de lo más simple a lo más complejo; en esto se coincide con los clásicos decimonónicos, especialmente con H. Spencer. 2º. No todas las culturas evolucionan necesariamente en la misma dirección, con esto se afirma una evolución multilineal. 3º. La razón de que unas culturas se estanquen o evolucionen en uno u otro sentido, no depende de la ortogénesis –es decir de causas inminentes, sino de la capacidad que tenga cada sistema de “adaptarse” eficazmente a su entorno físico – socio- histórico. Con esta rectificación al evolucionismo clásico, no solamente se obvian los graves problemas de la “necesidad evolutiva unidireccional” y la consecuente clasificación en secuencias y etapas, jerárquicamente ordenadas y valoradas, sino que se tiende un puente entre los dos paradigmas básicos de las ciencias sociales: el evolucionismo y el funcional–estructuralismo. Los conceptos básicos, “adaptación” y “especialización” de los neoevolucionistas son similares a los usados por los antropólogos como Radcliffe-Brown, y por sociológicos como Talcott Parsons y Neil J. Smelser. Esto prueba que Herbet Spencer sigue siendo un padre influyente en las ciencias sociales. Tal vez la diferencia con los clásicos es nuestra desconfianza ante los grandes esquemas, y nuestro afán por estudios y áreas más limitadas y manejables empíricamente. “Algunas de las antiguas doctrinas evolucionistas, particularmente las de Marx Spencer, abarcaban un campo demasiado grande y eran demasiado esquemáticas para ser útiles. Se convirtieron en dogmas sin validez cuando fueron utilizadas por los partidos políticos y las escuelas de pensamiento académicas. El evolucionismo moderno puede esperar un destino mejor, a juzgar por las nuevas actitudes empíricas, en particular si sus exponentes permanecen en guardia contra ideas preconcebidas, innecesarias y no comprobadas, con las que es muy fácil impedir el desarrollo de una verdadera ciencia evolutiva de la cultura”. (E. Service, 1964: 664). 9.2. Ecología cultural: nuevo paradigma multidisciplinar teórico–metodológico Al plantear el tema de qué relación mantiene una determinada cultura con el medio físico que la rodea, hay dos extremos explicativos, que se han venido a denominar como “determinismo geográfico” y “posibilismo cultural”. La primera 197 postura, expresada en términos muy simples, afirmaría que el medio es la variable independiente y la cultura la variable dependiente; en otras palabras, la cultura es una función del medio. Para el “posibilismo” la cultura sería la dimensión autónoma, y el medio es un factor, que impone ciertos límites, pero que puede ser manipulado a voluntad por el hombre. Podíamos decir, que en medio de estas dos posturas se sitúa la ecología cultural. La importancia de este tema para el antropólogo se pone de manifiesto si observamos que viene siendo planteada y replanteada desde los orígenes de la antropología: y no ya por quienes, como Ratzel y Boas, llegan a la antropología con previa formación de geógrafos o naturalistas, sino en autores como el mismo M. Mauss, e incluso antes en el siglo XVIII con Montesquien. También debe citarse el magnífico estudio de C. Daryll Fonde, Habitat, Economy and society (1934). A Franz Boas se le considera como uno de los primeros puntales del “posibilismo ambiental”. A partir de su experiencia con la cultura esquimal, Boas llegó a la conclusión de que el entorno geográfico no era determinante, o factor clave en la configuración de una cultura, como él mismo escribiera en una de sus obras posteriores: “Si en mis posteriores escritos no insisto en las condiciones geográficas, la razón hay que buscarla en la exagerada fe en la importancia de los determinantes geográficos, conque comencé mi expedición de 1883-4 y en la subsiguiente total desilusión en lo que se refiere a su importancia como elementos creadores de la vida cultural. Siempre seguiré considerándolos como importantes factores limitantes y modificadores de las culturas existentes, pero lo que ha ocurrido es que en mi trabajo de campo posterior esta cuestión nunca se ha planteado como particularmente esclarecedora”. (F. Boas, 1940: 300). A partir de los datos que poseía sobre las sociedades esquimales, Marcel Mauss destacó la importancia que podía tener el factor ambiental: en las regiones polares hay un marcado contraste entre el verano y el invierno. En invierno, el hielo cubre toda la zona, mientras que en verano el deshielo fragmenta, aisla los territorios. A estas dos estaciones corresponden dos fuentes económicas distintas: en invierno, la caza de la foca y otros animales polares de gran tamaño, caza que requiere de métodos y tácticas altamente especializadas. En el verano, la principal fuente de vida la proporcionan en los territorios del interior, con la caza del caribú. De esta manera en invierno viven concentrados cerca del mar y en verano dispersos por el interior. Estos dos periodos económicos–ecológicos aparecen relacionados con dos tipos de morfología social, distintas y complementarias: “El pueblo tiene dos maneras de agruparse, y esas dos maneras de agruparse corresponden a dos sistemas jurídicos, dos sistemas morales, dos clases de economía doméstica y de vida religiosa. A una verdadera comunidad de ideas e intereses en las densas aglomeraciones de invierno, con una fuerte unidad moral y religiosa, se oponen un aislamiento, una atomización social y una extrema pobreza moral y religiosa en la dispersión del verano”. (G. Lienhardt, 1971: 69). 198 Así pues, la relación de los esquimales con su ambiente afecta a la morfología social del mismo, haciendo un balance de esta obra y usando como término de comparación el caso paralelo de los nuer, escribe: “En cierto aspecto, nuestros conocimientos acerca del nuer nos capacitan para verificar algunas de las conclusiones de M. Mauss acerca del esquimal. La estación de mayores sacrificios y ceremonias religiosas de los nuer no ocurre en la época en que forman mayores grupos, en la plenitud de la estación seca, sino justamente después de la cosecha, cuando las lluvias relativamente han cesado, pero el pueblo todavía está viviendo en sus aldeas separadas. Así, el análisis de Mauss, acerca de la relación entre concentración de la población total y actividad religiosa no es válido en el caso de los nuer, al menos por lo que toca a una mera concentración física. Su demostración más general del significado de los factores ecológicos en las relaciones sociales todavía es válido y ha sido parte del trabajo de los antropólogos sociales desde el tiempo de Mauss examinar su significado en circunstancias locales particulares”. (G. Lienhardt, 1971: 73). Ha sido, sin embargo, Julian H. Steward, quien ha dado un corte teórico y metodológico a los estudios de la relación entre cultura y medio ambiente, tratando de identificar las condiciones materiales de la vida sociocultural en términos de la interrelación entre procesos productivos y hábitat. A esta estrategia de investigación Steward lo ha denominado el método de la ecología cultural. “La ecología cultural es el estudio de los procesos por medio de los cuales una sociedad se adapta a su medio ambiente. Su principal problema consiste en determinar si esas adaptaciones inician transformaciones sociales internas o cambios evolutivos. La ecología cultural analiza estas adaptaciones, pero teniendo en cuenta otros procesos de cambio. Su método requiere examinar la interacción de las sociedades y de las instituciones sociales entre sí y con el método ambiente”. (Steward, 1974: 45). El método de la ecología cultural admite los dos niveles señalados de evolución: la evolución general que hace relación al progreso evolutivo de toda la familia humana, considerada como una unidad: y la evolución específica, que se refiere a los procesos particulares de adaptación, por medio de los cuales cada sociedad interactúa con su medio ambiente. Steward intenta sí conciliar la historia particular de cada cultura con los procesos necesarios de adaptación ecológica, explicando de este modo tanto las similaridades, como las diferencias idiosincrásicas culturales. “Los procesos históricos por medio de los cuales adquiere una sociedad muchos de sus rasgos básicos, son complementarios de los estudios de los procesos de adaptación. Los procesos históricos incluyen la adopción de muchos rasgos y complejos de rasgos culturales de diversas fuentes: las migraciones, la transmisión de legados culturales a las generaciones sucesivas y las invenciones o innovaciones locales”. (Steward, 1974: 46). Se admite, pues, la importancia de la historia particular de cada sociedad en su evolución específica. Pero esto no quiere decir que el medio ambiente sea un “simple posibilitador o limitante” del desarrollo cultural; sino que es algo más, es un 199 factor crucial en el desarrollo progresivo. “Pero el reconocimiento de estos procesos históricos –advierte Steward (ibid) –no relega al medio ambiente al papel circunscrito de permitir o prohibir simplemente ciertas prácticas culturales, de manera que esa historia sea la que explique todos los orígenes”. La ecología cultural, a diferencia del particularismo histórico boasiano, considera el entorno natural como un factor de creatividad, de impulso progresivo capaz de originar transformaciones en el sistema socio–cultural; y no sólo –como Franz Boas- un factor limitador de la cultura. Julian H. Steward insiste en su obra Theory of Culture Change (1955: 34) que el factor ecológico ejerce una presión selectiva sobre la cultura, al eliminar aquellos elementos culturales que resultan menos adaptativos en su ajuste al medio ambiente. Tenemos, pues, que la ecología cultural se mueve en otras coordenadas que el “posibilismo ambiental” o el “determinismo geográfico”; intenta plantear el problema en otros términos, visualizando los fenómenos culturales como respuestas adaptativas y especializadas a un nicho ecológico–socio–cultural específico. En esta perspectiva, se parte del supuesto de que los factores culturales y ambientales forman un todo interrelacionados, siendo partes conexas de un único sistema de interacción dinámica. Esta orientación teórica de la ecología cultural es coincidente, en algunos puntos, con otros paradigmas actuales, como el estructuralismo, el funcionalismo, la ecología humana, la teoría de los sistemas, la etnoecología de H. C. Conklin, la ecología etnográfica de C. Frake, el resurgimiento del materialismo económico, los enfoques cibernéticos, etc. Como ha hecho notar M. Harris (1978: 567–568), el auge de los estudios ecológicos no se debe a la influencia personal de J. H. Steward, sino que este interés por los factores tecnoecológicos y tecnoeconómicos es el resultado de un movimiento “que se propone dar más fuerza a las credenciales científicas de la antropología cultural en el seno de las ciencias naturales... La ecología cultural refuerza la asociación entre la ciencia social y la ciencia natural”. Este diálogo interdisciplinar de la ecología cultural lo hace a dos niveles, “desde una perspectiva sincrónica promueve la investigación en colaboración con las ciencias médicas, la biología, el estudio de la nutrición, la demografía, la agronomía...; Y diacronicamente la ecología establece lazos con la arqueología, la geología y la paleontología” (ibid). Con todo esto la antropología cobra una aureola de cientificismo moderno; y a su vez a nivel teórico se engarza, en alguna forma, a la teoría marxista, debiendo considerarse la ecología cultural como un caso especial del materialismo cultural, ya que se dan –según Harris (1978: 570)- éstas dos importantes condiciones: “1) que en la estrategia de la ecología cultural las variables tecnoecológicas y tecnoeconómicas tienen prioridad en la investigación; 2) que esa prioridad se les otorga en base a la hipótesis de que, en cualquier muestra diacrónica amplia de sistemas socio-culturales, la organización social y la ideología tienden a ser las variables dependientes”. Julian H. Steward, explica así la metodología de investigación de la ecología cultural. 200 “Primero, se debe analizar la interrelación entre la tecnología de explotación o producción y el entorno físico... En segundo lugar, se deben analizar las pautas de conducta seguidas en la explotación de un área particular por aplicación de una tecnología particular. El tercer trámite consiste en averiguar en qué medida esas pautas de conducta que se siguen en la explotación de entorno físico afectan a otros aspectos de la cultura”. (Steward, 1955: 40). Entre el entorno físico, las pautas de cultura y la tecnología de producción, se dan interrelaciones jerarquizadas, como ya vimos. Los sistemas culturales tienen rasgos secundarios y primarios, éstos últimos forman el cultural core o núcleo cultural, que está compuesto por la constelación de rasgos más estrechamente relacionados con las actividades de la subsistencia y con los dispositivos económicos; los rasgos secundarios son consecuencia de otros factores históricos y culturales. En el esquema de Steward, aunque se considera lo económico como un factor crucial, no se explícita y desarrolla como un principio universal explicativo, como en la teoría de la base y superestructura del marxismo; no obstante, aplicado a casos concretos, J. H. Steward ha mostrado las bases económico–ecológicas de ciertos complejos socio–culturales, como en el caso de las bandas primitivas y del surgimiento de las primeras civilizaciones. 9.2.1. Bandas primitivas, estados hidráulicos y despotismo oriental J. H. Steward ha mostrado las semejanzas estructurales entre ciertas bandas primitivas, las cuales –a pesar de sus múltiples diferencias culturales- responden de manera similar a su hábitat natural y a los medios técnicos disponibles para su explotación. Los resultados de su investigación los expuso en The Economic and Social Basis of Primitive Bands (1936). ¿Cuáles son esas formas estructurales semejantes entre las bandas primitivas? Para lograr ese objetivo, va a seguir la siguiente estrategia investigativa. En primer lugar, se trata de identificar una forma de organización social, que sea válida para la comparación intercultural, es decir construir un tipo ideal a lo weberiano; esta forma se llamará banda patrilineal de cazadores. En segundo lugar, se busca su explicación por referencia a un interjuego de factores ecológicos, demográficos y económicos. Con este diseño de investigación, se hace la pesquisa etnográfica, habiéndose encontrado esa forma estructural de banda patrilineal de cazadores entre los más diversos pueblos de todo el mundo, como son los bosquimanos de los desiertos de África del Sur, los negritos de las lluviosas selvas tropicales del Congo, los aborígenes de las estepas y de los desiertos de Australia, los indios sudamericanos de las pampas frías de las Islas de Tierra del Fuego, y los indios shoshones californianos. Ante esta diversidad de nichos ecológicos, surge una pregunta crucial ¿cómo se explica que en tan diferentes hábitat físicos se dé una similar organización socio–cultural? ¿Dónde está aquí reflejada la importancia de la ecología?. En contestar satisfactoriamente a esa pregunta, es en donde reside el mérito científico de J. H. Steward. Todos esos grupos de bandas patrilineales de cazadores explotan sus recursos naturales de flora y caza en forma estructuralmente similar, existiendo en todos ellos un ajuste ecológico fundamentalmente equivalente, 201 a pesar de las múltiples diferencias en el entorno físico y en otros rasgos culturales secundarios. “Aunque su clima y ambiente diferían mucho, todas estas tribus tenían una cosa en común: cazaban cooperativamente animales no migratorios y muy diseminados. En cada caso la partida cooperada constaba de unos cincuenta o sesenta individuos que ocupaban una superficie de unos 1.500 kilómetros cuadrados y alegaban derechos exclusivos de caza en ella. Como podían cazar más eficazmente en terreno bien conocido, permanecían durante toda la vida en el territorio que habían nacido. Por lo tanto, el grupo estaba formado por personas emparentadas por la línea de descendencia masculina y se exigía que las esposas se buscasen en otras partidas”. (Steward, artículo “Cultural Evolution” en Scientific America, 1956, nº 5, CXCIV: 70–80). Tenemos, pues, que la forma estructural de organización social o tipo cultural, denominado banda primitiva patrilineal de cazadores, está vinculada a cuatro factores: 1º.- Una densidad de población de una persona o menos por milla cuadrada. 2º- Un entorno, que puede ser muy vario, pero que el principal alimento para ese grupo humano lo constituye la caza no migratoria. 3º.- Unos medios de transporte reducidos al acarreo humano. 4º.- La existencia de una exogomia de grupo. ¿Y cómo se relacionan todos estos factores, de forma que se consiga un tipo cultural específico de banda? Así lo explica J. H. Steward (1956: 74). “En suma, los efectos culturales de esta línea de evolución eran la localización de la partida, la descendencia por línea masculina, el matrimonio fuera del grupo, la residencia de la esposa con el grupo del marido y el control de la partida de los recursos alimentarios dentro del territorio”. La fuerza del argumento de Steward –comenta Harris (1978: 578)- es mostrar “cómo una relación tecnológica similar causa regularmente un efecto similar”, llegando con esta estrategia investigativa a proporcionarnos “una formulación nomotética, basada en regularidades tecnoecológicas”; por todo lo cual el estudio de Steward sobre las bandas primitivas “tiene que situarse entre los logros más importantes de la moderna antropología”. Kaplan y Manners (1976: 165) estiman esta investigación sobre las bandas primitivas, como un valioso avance antropológico, ya que Steward ha logrado utilizar “una muestra mundial para formular una teoría general acerca de la relación entre tecnoeconomía y estructura social”. Similar metodología de ecología cultural ha sido utilizada por J. H. Steward en sus investigaciones sobre los poblados de matrilineajes de los indios-pueblo y sobre algunas tribus patrilineales Yuman de Colorado. Steward ha mostrado (1955) cómo la difusión mesoamericana de la agricultura había incrementado la densidad de la 202 población en los indios Yuman de Colorado, influyendo en la frecuencia de las guerras, la cual produjo en estos indios una evolución desde la fase de bandas aisladas patrilineales hasta los poblados compuestos por varios patrilineajes. El otro tipo de investigaciones de J. H. Steward han sido sus estudios arqueológicos sobre las primeras civilizaciones como lo muestra en Cultural Causality and Law: a Trial Formulation of Early Civilization (1949). La estrategia metodológica es yuxtaponer las secuencias civilizatorias de Mesopotamia, Egipto, China, Perú y México, identificando una similar periodización en la evolución sociocultural. La génesis de las civilizaciones habría surgido por la implantación de la agricultura, con secuencias de Aldeas–Estados-Imperios, ligadas estas etapas a una serie de fenómenos económicos, culturales, políticos, militares y religiosos, que habrían sido estructuralmente similares en los distintos centros civilizatorios del Viejo y del Nuevo Mundo. Al tratar de este tema –el surgimiento de las civilizaciones y de instituciones básicas como el estado- se hace necesario hacer referencia a las investigaciones arqueológicas de las últimas décadas, siendo obligado comenzar por la hipótesis hidráulica y el despotismo oriental. Karl Wittfogel ha sido el investigador de los años sesenta y setenta, que más discusiones levantó entre los arqueólogos y antropólogos, preocupados por la génesis del estado, el modo de producción asiático y el desarrollo paralelo de las primeras civilizaciones humanas. Desde finales de los años veinte, K. Wittfogel comenzó a hacer investigaciones y publicaciones sobre la civilización china, partiendo de las teorías de K. Marx entrecruzadas con las de M. Weber, mescolanza que en principio le mereció más críticas que alabanzas. En su obra Oriental Despotism: A Comparative Study of Total Power (1957) estudia los estados despóticos de China, India y Egipto, caracterizando a estos sistemas como “poderosas burocracias hidráulicas”. Estas burocracias venían fundamentadas y exigidas por las condiciones tecnológicas de regadío en gran escala y por el control del agua por parte de Estado en regiones de escasa lluvia. Wittfogel analiza la interrelación entre la construcción, manteniendo y supervisión de obras públicas a gran escala, particularmente en sistemas de irrigación. En unos sistemas de estas características deben generarse estructuras sociales fuertemente centralizadas y autocráticas, a la vez que un gigantesco aparato burocrático–estatal. K. Wittfogel ha conceptuado a esa burocracia dominante en la sociedad despótica oriental como clase social, con lo cual revisa la teoría de Marx para quien la propiedad de los medios de producción va inexorablemente unido a la clase dominante. En ésta conceptualización observamos una clase dominante –la burocracia del estado despótico- que no es propietaria de los medios de producción (tierra y agua), sino la administradora y controladora de esos medios productivos, cuya propiedad ostenta el Estado. Por esta nueva redefinición, Wittfogel se autoatribuye el ser el primero en crear una nueva sociología de clases. (cf. J. R. Lllobera, 1980: 159–180). 203 Lo significativo de la aportación de K Wittfogel es que impulsó las investigaciones arqueológicas en una dirección monotética, al igual que lo hiciera Gordon Childe en Gran Bretaña y Julian H. Steward en los Estados Unidos: con ello se rompía el particularismo arqueológico boasiano de “cacharros y tiestos” y se creaba un movimiento regenerador, que se ha dado en llamar new archeology. Este tipo de investigaciones arqueológicas se multiplicaron después dentro del área mesoamericana y andina. Como iniciadores de este quehacer, hay que señalar a J. Steward, Pedro Armillas, W. D. Strong y Gordon Willey. Ultimamente la línea investigadora ha sido someter a prueba la hipótesis hidráulica y el estado despótico en las primeras civilizaciones amerindias, estudiando las bases económicas y energéticas de esas culturas, para después compararlas con las civilizaciones del Viejo Mundo. El supuesto básico teórico es el del evolucionismo multilineal, partiendo de la hipótesis evolucionista de que “las causas similares en condiciones similares tienen efectos similares, las culturas habían tendido a evolucionar por rutas esencialmente semejantes cada vez que se habían enfrentado con situaciones tecnológicas semejantes”, según formulación de M. Harris (1979: 592). De especial importancia son la investigación sobre Mesoamérica de Willian Sander The Cultural Ecology of the Teotihuacán Valley (1965), y de B. Price y W. Sander Mesoamerica: The Evolution of a Civilization (1960). Estos investigadores estudian la función de la irrigación en la evolución del periodo clásico de las altas culturas mesoamericanas, mostrando una correlación entre el paso de la agricultura de secano a la de regadío y el rápido crecimiento de la población, cuyo proceso desencadena una serie de transformaciones, como la creación de centros ceremoniales centralizadores, urbanización, construcción de monumentos públicos, centros de intercambio comercial, vía de transportes, incremento de la estratificación social, alianzas grupales, religiones supraétnicas, estado teocrático, estado militar, imperio y guerra expansionista. Estos autores estudian, por otra parte, las diferencias entre las distintas culturas mesoamericanas, como la de Teotihuacán, basada en el regadío y la de los mayas, basada en la agricultura de rozas, lo cual conllevaba mayor nuclearización y menor rigidez en la estructura jerárquico – burocrática. Robert Adams, en Evolution of Urban Society (1966) ha comparado los procesos de desarrollo urbano de Mesoamerica con los de Mesopotamia, cuestionando la correlación mecánica entre obras hidráulicas y concentración de poder político, ya que la centralización del poder es un requisito previo a la implantación del sistema público de riegos. No obstante, en ambas civilizaciones se dan regularidades estructurales y procesos evolutivos similares. La arqueología antropológica sobre Iberoamérica (Flannery, 1966; Parson y Price, 1971; Clarke, 1972; P. Smith 1972; Binford, 1972; Plog, 1974; Thomas, 1979; Shiffer, 1978; Alcina, 1984; Rivera, 1984), trabajan dentro de los marcos y coordenadas apuntadas: evolución multilineal, ecología cultural, énfasis en las bases energéticas y tecnológicas del sistema social, modo de producción asiático, tesis hidráulica y despotismo, génesis del estado y de la estratificación social. ¡Viejos y nuevos temas, dentro de una simbiosis especializada y exitosa! 9.3. Del caballo indio a los “pigs for the ancestors”. 204 Los estudios de ecología cultural han tomado en las últimas décadas una nueva dirección (cf., Kaplan y Manner, 1979: 162 – 166). En vez de estar dominada por la arqueología, refiriéndose a etapas prehistóricas, con marcos teóricos de gran generalización macro–evolutiva, hoy se hacen estudios de ecología cultural en áreas más limitadas, con unas coordenadas micro–evolutivas, y sobre la base etnográfica del trabajo de campo. De esta forma, puede hablarse de una rara mezcolanza de las teóricas clásicas del evolucionismo y de la metodología de la antropología cultural boasiana. En 1962 Symmes C. Oliver publicaba Ecology and Cultural continutty as Contributing Factors in the Social Organization of the Plain Indians, donde estudia los cambios substanciales que produjo en los indios de los llanos de Norteamérica la introducción del caballo y posteriormente de las armas, haciéndoles explotar sus recursos animales, como la caza del bisonte, en una relación ecológica totalmente revolucionaria. “Fue un cambio tecnológico, -dice Oliver (1962–67)- la introducción del caballo, lo que hizo posible la histórica cultura de los Llanos. Este cambio tecnológico básico disparó una serie completa de modificaciones culturales”. Ralph Linton, un boasiano convertido después al neoevolucionismo de L. White, también se interesó por los cambios evolutivos de la cultura, a partir de cambios tecno–ecológicos. Linton realizó una interesante investigación sobre Los Tanalas de Madagascar, donde muestra los cambios que tuvieron lugar en la cultura tanala, cuando se efectuó el paso del cultivo seco de arroz al cultivo húmedo. Antes los tanalas eran unas comunidades sin clases, con familias muy unidas, organizados en villas casi autónomas; con el cultivo húmedo del arroz, se convirtieron en una especie de reino con autoridad central y una estratificación social muy fuerte basada en diferencias económicas. La transformación, según Linton, puede trazarse paso a paso, y a cada paso encontramos el arroz irrigado en el fondo del cambio. Las investigaciones de Meyer Nimkoff y Russell Middleton han puesto de manifiesto la importancia de las variables tecnoeconómicas y tecnoecológicas en los tipos de las familias (en Y. A. Cohen, ed., Man in Adaption: The cultural Present, 1968). Estos autores parten de la comparación de 549 culturas, mostrando que los tipos de familia variaban según ciertas formas tecnoeconómicas; y así en las sociedades primitivas de cazadores y de recolectores, y en las sociedades industriales modernas, la familia conyugal independiente es la forma dominante. En cambio, en las economías horticultoras y agricultoras es la familia extensa el tipo predominante. Nimkiff y Middleton explican estas correlaciones por ciertas variables tecnoeconómicas, como el tipo de aprovisionamiento de alimentos, la forma de propiedad, la movilidad y la función de la familia en el proceso productivo. Por su parte, el neoevolucionista Marshall D. Shalins, en Social Stratification in Polynesia (1958), ha demostrado que la organización socio–política de Polinesia ha variado de acuerdo al hábitat natural y los medios de su explotación, observándose que a niveles más altos de productividad se generan mayores niveles más altos de productividad se generan mayores niveles de complejidad sociopolítica, 205 pudiéndose entonces establecer una correlación entre productividad y complejidad sociopolítica. Otra tendencia contemporánea de la antropología ecológica es la ligada a la teoría cibernética de los sistemas, en que el concepto básico de la adaptación se concibe en conexión circular con muchas variables, unidas por mecanismos de retroalimentación o feed–back, que se clasifican en positivos o negativos. Desde esta perspectiva, se analiza el papel del factor limitante en el control del funcionamiento del sistema y se visualizan las poblaciones humanas, como unidades mensurables que están en interacción con otras unidades bióticas y con el ecosistema a través de redes alimentarias, que explotan y distribuyen los recursos naturales. Dentro de estas coordenadas de la teoría de los sistemas, el estudio ecológico–antropológico tiene por objetivo principal el analizar la cultura, como un mecanismo de adaptación, que tienen las sociedades en su proceso de adecuarse eficazmente a su entorno y acceder a las fuentes de energía, aunque toda esa actividad productiva–ecológica pueda canalizarse a través de actividades rituales, que no son productoras de alimentos y que aparentemente no tienen función económica. Estos modelos sistémicos de ecología cultural pueden expresarse en fórmulas más complejas que la de Leslie White (E x T C), y así Robert Carneiro (en R. Carneiro y G. Dole, eds., Essays in the Science of culture, 1960) ha propuesto la siguiente formulación: T xY R+Y P= A En dicha fórmula se expresan las variables del sistema en interrelación funcional, del siguiente modo: 1. La población (P) que se puede mantener permanentemente con el sistema agrícola de que se trate. 2. El área (T) de la tierra cultivable, accesible a esa población en ese entorno. 3. El número de años (Y) que un terreno produce normalmente sus frutos, antes de que deba ser abandonado por improductivo. 4. El número de años de barbecho (R) que tiene que pasar para una tierra determinada antes de que pueda productivamente volver a cultivarse. 5. La extensión del terreno (A) que un individuo medio necesita para obtener alimentos que precisa para su alimentación anual. Para poder analizar y comparar las relaciones entre energía, ecología y los ecosistemas humanos en comunidades primitivas, donde la principal fuente de Sigo en este tema a Marvin Harris (1980). 206 energía procede del sistema alimentario, se han construido otras formulaciones, más complicadas que la de White, aplicables tanto a sistemas de cazadores y recolectores, como a incipientes agricultores. Una ecuación apropiada para analizar los sistemas de energía alimentaria desde una perspectiva comparativa y ecológica es: E = m x t x r x e. Se parte del supuesto de que los ecosistemas de energía gastada en la producción de alimentos y la energía gastada en la producción de alimentos y la energía obtenida gracias a esos esfuerzos de tiempos de trabajo. La fórmula antes citada expresa el siguiente principio: la energía alimentaria total (E) que fluye a través del sistema cada año es igual al número de productores de alimentos (m) multiplicado por las horas de trabajo de cada productor (t), por la energía gastada por productor y hora (r) y por la cantidad media de energía alimentaria obtenida por unidad de energía gastada en la producción de alimentos (e). El último término (e) debe tener un valor mayor que 1 para que la energía producida sea mayor que la gastada en su producción. Harris (1981: 203–214) presenta los casos de los !kung, genieri, maring y luts’un, bandas todas ellas de pequeños cazadores o incipientes agricultores, en los cuales los cambios de energía (E) están relacionados con cambios en el número de productores (m), o en el tiempo dedicado al trabajo por año (t) y en razón de la eficiencia tecnológica (e). Esta técnica de mediación de la eficiencia del ecosistema humano de producción de energía puede ser aplicada a casos concretos como los incipientes agricultores de la aldea genieri en Gambia, Africa occidental, estudiada por M. R. Haswell. Un equipo de agrónomos y antropólogos registró todo el proceso productivo, anotando trabajadores y horas de trabajo empleadas en sembrar, recoger trillar, etc. Reducido a fórmulas matemáticas, ésta sería la expresión de la eficiencia de su ecosistema de producción de energía alimentaria (Harris, 1980: 203). Calorías anuales Productores de alimentos E 460.000.000 = m 334 x Horas por productor de alimentos t 820 Calorías gastadas por hora v x 150 x Eficiencia tecnoambiental e 11.2 Otros estudios significativos dentro de ecología cultural son los de Andrew P. Vayda y Roy Rappaport “Ecology Cultural and non Cultural” (1968, en H. A. Clifton, ed., Introduction to Cultural Anthropology, 1968); y las investigaciones de Sidney Mintz, “Camelar, the Subculture of a Rural Sugar Plantation Proletaria” y la de Robert Manner “Tabara: Subculture of a Tobaco and Mixed Crop Municipality”, recogidas en la obra editada por su maestro J. H. Steward, The people of Puerto Rico (1956). Clifford Geerts ha estudiado los cambios ecológico–culturales en Indonesia, Agricultural Involution (1963); Harris ha estudiado algunos casos especiales de adaptación ecológica en Vacas, cerdos, guerras y brujas (1979); y también Richard B. Lee en Man the Hunter (1972). En España pueden consultarse las obras del antropólogo Ubaldo Martínez Veiga. entre otras, La ecología cultural de una población de agricultores, (Mitre, Barcelona, 1984). 207 Una obra clásica de ecología cultural, que ha producido apasionada discusión en la academia antropológica, ha sido la de Roy Rappaport, Pigs for the Ancestors: Ritual in the Ecology of a New Guinea People (1968), donde estudia el sistema energético–ritual de los tsemba maring, un clan de 204 personas que viven en las tierras altas del centro de Nueva Guinea, cultivando batatas, mandiocas, names, caña de azúcar en pequeños huertos, y dedicando otras muchas horas de trabajo a alimentar cerdos. Comparemos la energía conseguida por los tsemba de Nueva Guinea en su producción agrícola alimentaria con la obtenida con su producción de cría de cerdos (M. Harris, 1980: 204-206). PRODUCCIÓN AGRÍCOLA PRODUCCIÓN DE CERDOS Calorías anuales Productores de alimentos Horas por productor de alimentos Calorías gastadas por hora Eficiencia tecnoambiental E m t r e 150.000.000 = 146 x 380 x 150 x 18 5.252.000 = 66 X 758 x 150 x 0.7 Comparando el sistema de producción alimentaria de los tsemba con el antes mostrado de los genieri, observamos que el sistema de los tsemba es más eficaz: con 380 horas por productor de alimentos y una eficiencia tecno–ambiental de 18 frente a las 820 horas por productor de alimentos en los genieri y una eficiencia de 11,2. La diferencia se debe fundamentalmente al ecosistema humano y tecnológico: mientras que los genieri tienen una agricultura dependiente de las lluvias, los tsemba tienen un cultivo de tala y quema, que resulta más eficiente. Y dentro del sistema productivo tsemba, comparemos su producción agrícola con su producción porcina: mientras dedican 380 horas a la agricultura, a la cría de cerdos la dedican 758 con similar desgaste de energía por hora, dando por resultado que la eficiencia tecno– ambiental agrícola es de 18, mientras que la cría de cerdos es sumamente baja, de 0,7. La pregunta ineludible es ¿por qué los tsemba gastan tantas energías en criar cerdos, que abundan en piaras salvajes, hasta que cíclica y ritualmente son sacrificados, sufriendo un drástico descenso en la población porcina?. Aquí es donde entra la explicación ecológico–antropológica de R. Rappaport, interrelacionando la población humana, la población porcina, las energías gastadas, la frecuencia de guerras y los ciclos rituales de matanza de cerdos, todo lo cual está conexionado, formando un ecosistema eficiente de adaptación ecológica. El éxito antropológico de R. Rappaport en Pigs for the Ancestors (1967) es mostrar cómo aspectos de la cultura tsemba, que aparentemente parecen “espirituales” y no económicos, juegan un papel estratégico crucial en la adaptación cultural y en la regulación económica de dicha población. Esta regulación y eficiencia económica se 208 realiza a través de los ciclos rituales, cuya función es ayudar, mediante festines rituales, “… a mantener la productividad de un entorno no muy rico, limitan las guerras a frecuencias que no ponen en peligro el nivel de población, regulan la proporción hombre–tierra, distribuyen los excedentes del ganado porcino en forma de carne de cerdo que comparte toda la población del área, y garantizan a los habitantes un alto nivel de dieta proteínica cuando éstos más la necesitan” (Rappaport, 1967: 224). De esta forma, el ciclo ritual opera como un termostato, controlando la frecuencia de la guerra, el tamaño de la cabaña porcina, y su uso cuando la necesidad de proteínas está en su punto más alto. Tenemos aquí nuestras notas sobre esta tendencia de la ecología cultural, rica en producción de hipótesis, útil metodológicamente, sugerente en perspectivas interdisciplinares, pero que puede convertirse en peligrosa y fútil, si se aplica mecánicamente y se la utiliza como tesis explica–lo–todo. La debilidad de este tipo de orientación teórica es que pueda convertirse en un dogma o en una moda, intentando dar a todos los fenómenos culturales una monocausalidad económico– ecológica. Hay que advertir también contra el peligro de explicación “tautológica” de algunas teorías sistémicas, que tras un ropaje técnico – matemático sólo encierran, en ocasiones, verdades de “perogrullo”. Un ejemplo del abuso, a que puede llegar la moda ecológica, es la explicación mecánica de los sacrificios aztecas y de su canibalismo sagrado como función dietética de la población mesoamericana, según la tesis de Michael Harners (1977). Pero de ello ya hablaremos; dejemos ahora este tema, para adentrarnos por otros senderos teóricos, que han intentado y siguen interesando a algunos antropólogos, como es la fecundidad antropológica de la perspectiva marxiana en el estudio de los cambios y procesos humanos en la sociedad y en la cultura. Trataremos del tema de los sacrificios aztecas y del canibalismo en el capítulo 19, al estudiar las distintas perspectivas emic/etic en el análisis de los fenómenos socio/culturales. 209 CAPÍTULO 10 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA: ENTRE EL TABÚ Y LA GLORIFICACIÓN 210 CAPÍTULO 10 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA: ENTRE EL TABÚ Y LA GLORIFICACIÓN “Igual que Darwin descubrió la ley de la evolución orgánica, Marx descubriría la ley de la evolución en la historia”. (Engels, 1883). Estas laudatorias palabras fueron pronunciadas por Friedrick Engels ante la tumba de su amigo Marx en 1883. El analogatum del principio explicativo de la selección darviniana sería la teoría marxista del determinismo económico, cuyo texto lapidario (1959), tomado del Prefacio a la Crítica de la Economía Política (1859), se ha hecho fórmula dogmática: “En el desarrollo de la producción social, los hombres entran en relaciones definidas que son indispensables e independientes de su voluntad; esas relaciones de producción corresponden a un estadio definido de desarrollo de sus fuerzas materiales de producción. La suma total de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se elevan la superestructura legal y política y a la que corresponden formas definidas de conciencia social. El modo de producción en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales. No es la conciencia de los hombres la que determina su existencia social, sino al contrario, su existencia social determina su conciencia”. (K. Marx, Prefacio a la Crítica de la Economía Política, 1859) 10.1. Marx, la teoría de la evolución y las sociedades primitivas El citado principio de Marx supone lógicamente la aceptación de cambios evolutivos; el desarrollo de nuevas formas materiales de producción y de las consiguientes relaciones sociales generará un nuevo estadio social, sobre cuya base real se elevan las superestructuras. La labor del científico social es señalar y explicar esas secuencias evolutivas en relación con el desarrollo de las fuerzas materiales. Parece, pues, que la teoría marxista encierra necesariamente un cierto supuesto de evolución social. Pero no es aquí donde radica el problema. La dificultad científica surge en determinar la periodización y seriación de esas secuencias de desarrollo social, así como en probar científicamente la necesidad de esas leyes de evolución; en otras palabras, si es necesario que todas las sociedades tengan que pasar por las mismas secuencias evolutivas. A la hora de exponer el pensamiento de Kart Marx sobre la evolución social, se suelen señalar las formas de propiedad asociados a los diversos modos de 211 producción, como los rasgos distintivos de los diversos estadios; y así se habla de las cinco etapas evolutivas de propiedad comunitaria tribal, propiedad comunal estatal, propiedad feudal, propiedad capitalista y propiedad socialista, estableciendo cinco estadios de evolución: comunidad primitiva, esclavista, feudal, capitalista y socialista. El esquema marxista de evolución, que ha quedado ritualmente dogmatizado, es el que consagró José Stalin en su obra El materialismo dialéctico histórico (1938), que puede verse en el cuadro siguiente (citado por J.R. Llobera, 1980: 100). EL ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN EN MARX, SEGÚN STALIN (1938) COMUNIDAD PRIVADA I Nivel de desarrollo Relaciones de de las fuerzas correspondientes productivas Utensilios piedra; arco flecha producción de Medios de producción y poseídos socialmente; trabajo en común; ausencia de explotación y clases. ESCLAVITUD II Instrumentos de Propiedad privada de los metal, pastoreo, medios de producción y del labranza, artesanía, obrero. Lucha de clases y división del trabajo explotación. FEUDALISMO III Industria del hierro, El señor feudal posee los difusión del arado medios de producción pero no de hierro y del telar; el obrero. Los siervos pueden desarrollo de la ser comprados o vendidos agricultura; aunque no se disponga de sus horticultura, vidas. Propiedad individual del manufactura campesino y artesano. Explotación y estructura de clases. CAPITALISMO IV Fábricas; Capitalismo (propiedad de los maquinaria, medios de producción) y explotación obreros asalariados. agrícola bajo criterios científicos, obreros cualificados. Carácter social del Propiedad social de los proceso de medios de producción. producción. Cooperación; ausencia de explotación. SOCIALISMO V 212 Este tipo de evolucionismo unilineal y unidireccional ha sido el que por muchas décadas “se ha atribuido” a Kart Marx, fundado “en parte” en sus escritos, pero también debido a otros dos factores. En primer lugar por la forma acrítica en que F. Engels presentó la aceptación de L. H. Morgan según las notas de Marx; en este sentido se identificó la teoría morganiana con la teoría marxista, a partir de la publicación de Engels del Origen de la familia, el estado y la propiedad privada (1884). El segundo factor que contribuyó a fosilizar unilineal y dogmáticamente el esquema evolucionista de Marx fue la obra de José Stalin de 1938. En las últimas décadas ha surgido, sin embargo, un movimiento intelectual de revisión teórica del marxismo, alcanzando también a su teoría de la evolución y de las sociedades primitivas. Una lectura más cuidadosa de las obras clásicas de Marx, y sobre todo de la publicación de nuevos escritos, nos muestran una gran flexibilidad y ausencia de rigidez en el esquema de la evolución. En su obra Formen (1857-58), escrito preparatorio a la Crítica de la Economía Política (1859), aparece claro el pensamiento de Marx sobre el “modo de producción asiático”, una variante del desarrollo social, y en consecuencia una concepción multilineal de la evolución: con el nuevo “modo de producción asiático” se admite que no todas las sociedades pasan necesariamente por las mismas etapas, afirmando expresamente Marx que no todas las sociedades tienen que pasar por las mismas secuencias de propiedad, y en concreto por el feudalismo. Marx, en cada una de sus obras, parece presentar –o enfatizar al menosdistinto estadios en el proceso de evolución. Podemos elaborar el siguiente esquema con algunas obras de Marx, en que presenta diversa seriación en la evolución de las sociedades. 213 OBRAS DE MARX SECUENCIAS EVOLUTIVAS Ideología alemana (1846) 1) propiedad tribal. 2) antigua propiedad estatal. 3) propiedad feudal. 4) capitalismo. Manifiesto comunista (1848) comunal y Sociedades de clases: 1) 2) 3) esclavistas de la antigüedad. feudalismo. Capitalismo De las sociedades sin clases no se ocupa. Prefacio a la crítica de la Sociedades de clases: Economía política (1859) 1) Asiática. 2) Antigua. 3) Feudal. 4) Burguesía moderna. Formas precapitalistas: (1857- Formaciones económicas 58) transición multineal. Se menciona oriental. específicamente la Todas las formas de propiedad y producción pueden evolucionar hacia el feudalismo, aunque no con las mismas probabilidades. Además de Formen (1857-58), ha sido sobre todo la publicación en 1972 de un escrito desconocido de Marx, editado por Lawrence Krader, Cuadernos etnológicos (1857-1867), lo que más ha contribuido a mostrar la concepción multilineal, que Marx tenía de la evolución humana y de las secuencias de desarrollo de las fuerzas de producción. Esos Cuadernos etnológicos recogen las notas críticas que Marx hacía de la lectura de las obras de Maine, Phear, Lubbock, Maurer, Bachofen, Seebohn, Kovaleski y sobre todo de Tylor y Morgan. Otra aportación importante de las dos obras, anteriormente citadas, es que presentan un enfoque y un tratamiento mucho más rico, complejo y antropológico sobre las sociedades primitivas, tema que, constituía un punto muy débil de los primeros escritos de Marx, en los cuales presentaba una imagen simplista, mecánica y estereotipada de la complejidad cultural de los pueblos primitivos. 214 Uno de los principales “prejuicios” de los antropólogos contra Marx –muchas veces fundado- ha sido el poco interés y desconocimiento del mundo primitivo, que el enciclopédico y agudo Marx mostraba en esta particular parcela, preocupado casi únicamente por las “partes progresistas europeas” e ignorando todo lo que no fuera el mundo industrial civilizado. En este sentido escribe M. Harris (1978: 198): “A los antropólogos esta ignorancia que Marx y Engels exhiben respecto a las nueve décimas de la historia humana no les puede parecer tan natural como les parece a los filósofos marxistas”. A pesar de algunas geniales intuiciones etnológicas de Marx, he aquí algunos de sus errores etnográficos de fondo: asocia indiscriminadamente, en Ideología alemana (1846), los modos de vida de pastoreo, agricultura y caza a un tipo común de sociedad, el de la “comunidad tribal o el cuerpo común natural”; en el modo de producción antiguo incluye formas sociales tan diferenciadas como algunas diminutas Ciudades-Estado y el Imperio Romano en una misma seriación de miles de años; el modo de producción asiático abarca, tanto a pequeñas comunidades aldeanas independientes, como a los gigantescos despotismos estatales; mete en el mismo cesto a la Rusia Campesina, a algunas tribus de la India, a los antiguos Celtas y a las altas civilizaciones de México y Perú. No obstante, estos errores etnográficos de bulto, lo que parece cierto es que Marx en sus últimos años, como lo muestran las obras de Formen y Cuadernos etnológicos, se interesó por las sociedades primitivas, percatándose de la complejidad de esas sociedades, rechazando un esquema unilineal de evolución y admitiendo varios caminos socioculturales en el desarrollo histórico de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Según Lawrence Krader, en su obra The Asiatic Mode of Production (1975: 136), éste sería el esquema de evolución de Kart Marx según sus últimos escritos, como son sus “Cuadernos etnológicos”. ESQUEMA DE LA EVOLUCIÓN EN MARX (1857-1867) Compárese con el esquema de J. Stalin, antes presentado, y se verán mejor las diferencias. Cuadro tomado de J. A. Llobera (1980: 101). 215 En esta nueva visualización del proceso evolutivo de las sociedades humanas, vemos a un Marx, no dogmático, no simplista, no evolucionista unilineal; se advierte la complejidad de los procesos socio-culturales, intentando científicamente captar los procesos cruciales, las interrelaciones entre los factores y las diversas líneas de evolución social. 10.2. Un tabú antropológico: la evitación ritual de Marx En 1954 Alfred Meyer escribía que “la antropología cultural… se desarrolló de forma totalmente independiente del marxismo” (1954: 22). Marvin Harris, (1978:217) comentando la frase, señala que Meyer se hubiera acercado más a la verdad diciendo que la antropología se desarrolló como una reacción contra el marxismo. Por otra parte, si uno lee lo que se escribió en algunos países o lo que se enseñó en sus Universidades, comprobaría que existió una casi identificación entre teoría marxista y teoría antropológica, que aún perdura así en algunas universidades, sobre todo latinoamericanas y no digamos en Cuba. Esta alternancia entre el olvido y la glorificación, nos hace preguntarnos por las relaciones entre la historia de la antropología académica y la teoría marxista. Para responder a esta cuestión, comenzaremos por analizar el lugar que Marx ocupa en los tradicionales manuales de historia de la antropología. Posteriormente veremos el “renacer del marxismo” en la antropología iberoamericana, en el materialismo cultural americano y en la 216 antropología económica francesa, terminando con unas notas sobre la situación de la antropología en la Unión Soviética. Por varias décadas la historia oficial de la antropología, en muchos entornos académicos, ha sido la obra de Robert H. Lowie, Historia de la etnología (1974, orig. 1937); pues bien, en sus 355 no trata para nada de la obra de K. Marx. Paul Mercier, en su Historia de la antropología (1977, orig. 1966) tampoco estudia a Marx en sus 212 páginas. Alfred Radcliffe-Brown, en su colección de ensayos de Estructura y función en la sociedad primitiva (1952), o en su Método de la Antropología Social (1958), donde tiene en su Segunda Parte varios capítulos de historia sobre “Los precursores” (cap. II), “La formación de la antropología social” (cap. III) y sobre “La evolución social” (cap. IV) no cita a Kart Marx. Evans-Pritchard, en Antropología social (1973), al escribir sobre “el desarrollo teórico” de la disciplina, tampoco hace referencia alguna a la aportación marxista. Este botón de muestra de la “evitación ritual de Marx” podía extenderse a otros manuales de historia de la antropología. Llobera (1980: 19-20) extiende esta ausencia de Marx a las obras siguientes: a los escritos de Boas (1904), de A. C. Haddon (1910), P. Radin (1929), R. H. Lowie (1937), S. Tax (1937), E. E. Evans-Pritchard (1951), P. Mercier (1966) y J. O. Brew (1968), citando la excepción de T. K. Penninan (1935), donde se dedican “unos confusos párrafos” a Marx y Engels. A esta misma conclusión llega Raymond Firth, en su ensayo “¿El antropólogo escéptico? La Antropología social y la perspectiva marxista de la sociedad”, (en Maurice Bloch, ed. 1977: 43-78), donde dice (p. 45) que “Marx propugnó una teoría revolucionaria del cambio social, pero las obras generales de los antropólogos han prescindido alegremente o han utilizado solo una mínima parte de las ideas de Marx sobre la dinámica de la sociedad”. En consecuencia las referencias a Marx, en la antropología social británica, han sido “normalmente breves”, según R. Firth (ibid. Nota 3), citando algunas obras, donde se hace alguna pequeña referencia a la teoría marxista, como en la del mismo R. Firth Elements of social organization (1951), la de Marx Gluckman Order and Rebellion in Tribal Africa (1963) y otras de R. Frankenberg (1967) y de Lloyd (1967 y 1968). La “evitación de Marx” en la historia oficial antropológica parece, pues, que es un hecho probado, siendo para algunos una especie de tabú del clan antropológico. Pero las normas –incluso las más sagradas- en todas las sociedades cambian, e incluso, ya antes, se rompen en la práctica. Y eso ha pasado con el marxismo. En 1968 un autor norteamericano, Marvin Harris, publicó su The Rise of Anthropological Theory: a History of Theories of Culture (ed. Española, 1978) reivindicando la figura de un “Marx-antropológico”, a cuyo “Materialismo dialéctico” dedica un capítulo (cap. 8: 189-217) con 28 páginas, mientras que a toda la “Antropología Social Británica” le dedica otro capítulo (cap. 19), con 45 páginas. Modernamente, incluso otros autores manifiestamente no marxistas, dedican alguna atención a su obra. El norteamericano Fred W. Voget, admirador de F. Boas (le dedica su obra con una gran foto), trata de Marx y Engels en una hoja y media, de 879 que tiene su A History of Ethonogy (1975). Voget dice que llamarle “el Darwin de las ciencias sociales”, como lo hace M. Harris, seems a premature assessment, pero que no obstante hay que reconocer que Marx y Engels “abrieron un nuevo 217 camino en el análisis de la evolución social: basada en el conflicto y en la adaptación social” (Voget, 1975: 162). De igual modo, la tradicional ausencia de Marx en las Enciclopedias Antropológicas parece que está cambiando: la edición nº 13 de la conocida Enciclopedia Británica se hace referencia a la aportación de Marx y del neomarxismo dentro de los temas de “La trayectoria histórica de la antropología” y “Tendencias en Antropología cultural”. Esta “renascencia” de la teoría marxista, es la confluencia de movimientos antropológicos muy diversos, desde el neoevolucionismo, la ecología cultural, la antropología económica, la arqueología, el materialismo cultural. De tal forma está en “boga y en moda” la etiqueta marxiana en algunos círculos antropológicos (sobre todo los latinoamericanos), que podemos decir que se ha efectuado un golpe de péndulo, en un giro de 90 grados; algo así, (sirva la licencia metafórica), como un rito ideológico de pasaje, que va desde el tabú de la evitación al botafumeiro sacral. A partir, no obstante, de los ochenta y sobretodo de los noventa, hay un decaimiento del interés teórico por la aportación marxiana, que aún a principios del nuevo siglo XXI perdura. El hecho anterior nos obliga a preguntarnos por las razones del rechazo al marxismo, así como por las razones de su veneración. Veamos lo que nos dicen algunos antropólogos que se han planteado esta cuestión. Para J.A. Llobera, en su obra Hacia una historia de las ciencias sociales: el caso del materialismo histórico (1980: 20), estas son las razones del olvido de Marx en la antropología: 1º La atención periférica que Marx dedicó a las sociedades primitivas, 2º El sesgo antievolucionista de muchos autores; y la identificación que hacen de Marx y de sus teorías con la de un evolucionismo menor, indigno de su atención antropológica. 3º La actitud antisociológica y antisoviética de la antropología occidental. Para otro autor moderno, también admirador de Marx, Marvin Harris (1978), las razones del rechazo de Marx hay que buscarla en los supuestos constitutivos de la antropología cultural, como son su carácter idealista, anti-histórico y anti-nomotético; a esto se unían connotaciones ideológicas y políticas occidentales, y sobre todo norteamericanas, como es la posición antimaterialista y anticomunista de la mayoría de antropólogos, todo lo cual formaba un caldo de cultivo, totalmente reactivo a la aceptación de la teoría marxista por parte de los antropólogos. Raymond Firth, antropólogo social británico, no marxista, tiene un inteligente ensayo, (1977, orig. 1972, en M. Bloch, compdor: 43-78) donde se plantea las relaciones entre la antropología social y la perspectiva marxista de la sociedad. Firth se pregunta que “¿por qué las ideas de Marx… han sido evitadas por los antropólogos sociales?”, aduciendo tres razones. En primer lugar, porque los antropólogos de la primera mitad de siglo estaban interesados en el estudio de sociedades primitivas, tecnológicamente atrasadas; pudiendo decir los antropólogos que “ignoraban a Marx porque éste no era relevante” para las investigaciones, que ellos estaban llevando a cabo con las comunidades primitivas. Otra segunda razón de la frialdad respecto a Marx se ha debido a la prevalencia en la tradición antropológica de Emile Durkheim, con su concepción de solidaridad social y de orden, frente a la concepción marxista de lucha de clases y de antagonismos sociales. Otra tercera razón son las “generalizaciones” de Marx sobre la sociedad y sobre la naturaleza del hombre, las cuales “carecen de aquella dimensión comparativa empírica que caracterizan a la antropología en general”, como las ideas 218 de que el carácter social que define al hombre es el trabajo, sus ideas sobre la sociedad primitiva y la propiedad comunal, su determinación económica, descuidando la simbolización y el intercambio. “Yo mismo –dice Firth (1977: 58)junto con otros antropólogos hemos insistido en el carácter social del intercambio en las sociedades primitivas, y hemos examinado las limitaciones del análisis económico formal contemporáneo en estos casos”. Por otra parte, muchos esquemas de Marx son “doctrina”, y en consecuencia no puede decirse que sean “correctos o incorrectos”, ya que científicamente no pueden probarse. Lo que la antropología ha rechazado fundamentalmente ha sido “la interpretación literal de Marx”, el “marxismo vulgar”, sostenido a toda costa por un compromiso intelectual y político. En el sentir de Firth (1977: 61) “el marxismo literal constituye una atrofia intelectual”. Los testimonios antes citados nos muestran una serie de razones, que intentan explicar el rechazo antropológico de la obra de Marx. Convendría tal vez enfatizar el contexto ideológico-político de las ciencias sociales en Occidente, siempre en guardia contra el materialismo marxista-comunista. Otra razón académica a tener en cuenta sería el rechazo contra todo tipo de evolucionismo clásico: rechazado a Morgan, era normal que se olvidaran, de sus seguidores MarxEngels, diciéndose los antropólogos más modernos “dejad que los muertos entierren a sus muertos”. 10.3. “Revival” marxista en la antropología mocerna Los “muertos resucitan”… porque “los dioses” duermen, pero no se corrompen, pudiendo volver en cualquier momento a la gloria simbólica. Y la teoría marxista pareció resucitar gloriosa en algunas aulas universitarias y textos académicos de los años sesenta y setenta, e incluso en décadas posteriores, en algunos ámbitos universitarios ¿a qué se debe este renacimiento de Marx en la antropología moderna? La teoría marxista fué utilizada en algunos ambientes antropológicos por una combinación de factores muy diversos; entre otros, podemos enumerar los siguientes: su fertilidad científica para las nuevas áreas, que la antropología investiga (como estudio en sociedades complejas, urbanización, emigración, etc.); el renacer teórico en antropología arqueológica por el evolucionismo clásico; la mayor atención a los factores económicos y técnicos en el análisis antropológico del cambio cultural; la menor presión –antimaterialista y anticomunista- que hoy sienten los científicos sociales occidentales. También se debe señalar la confluencia de movimientos antropológicos diversos, que van desde el neoevolucionismo de L. White a la antropología económica de M. Godelier, desde el compromiso tercermundista a la exaltación teórica del modo de producción asiático en la arqueología mesoamericana, desde el materialismo cultural a la “tesis hidráulica” del despotismo oriental. A todo esto añádase un fenómeno digno de tener en cuenta: ahora que los políticos comunistas occidentales parecen desengancharse de la teoría marxista como de un pesado fardo, algunos académicos universitarios liberales-humanistas (no fideísticamente marxistas) están interesándose seriamente en Occidente por las teorías de Marx. 219 Una razón general de interés por Marx en la antropología moderna, sobretodo en las décadas anteriores y en las ciencias sociales ha sido como hemos anotado, la dominancia que hoy tienen los estudios de cambio social, en los que la perspectiva diacrónica-histórico-comparativa de la evolución social es científicamente muy fértil y adecuada. Por eso, se intenta reconciliar el “marxismo y el estructuralismo” (como Lucien Sebag, 1976), o el “funcionalismo, estructuralismo y marxismo” (como M. Godelier, 1972), o se atribuye a Marx, como lo hace M. Harris (1978: 205) un “funcionalismo causal diacrónico”. Es decir, existe una cierta vuelta a las coordenadas histórico-evolucionistas, en las que el marxismo siempre ha insistido. Parece como si algunas tendencias de las ciencias sociales volvieran a utilizar el viejo tele-objetivo de los evolucionistas decimonónicos; lo que han hecho algunos científicos sociales modernos es cambiar el viejo “monóculo” unilineal por otro juego de lentes, más afinadas, más metódicamente usados, con menos pretensiones omnicomprensivas y totalizadoras. Raymond Firth, en el artículo citado, estima que el interés por K. Marx obedece a los cambios radicales que se están produciendo en las comunidades primitivas y en las áreas estudiadas por los antropólogos, como puede ser la emigración, la urbanización y la expansión del industrialismo, debiendo los antropólogos recurrir a una teoría de cambio adecuada, como puede ser la marxista. Por otra parte, hoy existe un mayor interés antropológico por los marcos teóricos de la sociología, que tradicionalmente estaban relegados como ajenos a la investigación profesional. Y en tercer lugar, estima Firth (1975: 61) “el cuestionamiento de las instituciones y valores establecidos, y una percepción profunda de sus contradicciones, ha inducido a buscar una teoría adecuada. La doctrina marxista ofrece un diagnóstico coherente y una explicación sistemática de los desórdenes del mundo”. 10.3.1. Neomarxismo en la antropología iberoamericana: receta para todo Este renacer de las coordenadas marxistas dentro de la antropología queda ejemplarizado en el caso de Iberoamérica. Dentro de la antropología arqueológica mesoamericana y andina, se estudian hoy fenómenos socio-culturales tan importantes como la revolución neolítica agraria, la domesticación de las plantas, el surgimiento de las aldeas, la expansión del comercio, los centros ceremoniales, el origen del estado, los gobiernos teocráticos, los imperios militaristas, etc.. Pues bien, todos estos fenómenos, con sus nuevos datos arqueológicos e históricos, se pueden describir, clasificar, analizar y explicar antropológicamente mejor, utilizando la estrategia teórico-metodológica del materialismo histórico, o al menos algunos enfoques del determinismo económico marxista. A título de ejemplo, puede decirse que la antropología y arqueología mexicana, en general, partía , en las décadas de los setenta y ochenta, de los supuestos y coordenadas marxistas, en simbiosis sincretista con el neoevolucionismo de L. White y de Gordon Childe, y con la ecología cultural de James Steward. Sirva este botón de muestra; referido a 1980. Si tomamos una revista antropológica mexicana, como por ejemplo el nº 14 (año 9, septiembre/octubre 1980) del Boletín de la Escuela de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Yucatán, junto a un artículo mío “Movimiento Chicano: Ritualismo y Simbolismo”, nos encontramos los siguientes, partiendo todos de una perspectiva marxista: “Tulum desde la perspectiva del materialismo Histórico” por A. Barrera, “los sistemas de trabajo en Yucatán 220 Otra área de análisis marxista, además de la arqueología, es el estudio de las tribus indias en su proceso de transformación en comunidades campesinas, incorporándose a la sociedad nacional. Para el análisis de tales cambios, algunos antropólogos recurren a la coordenada evolutiva del determinismo económico, así como a la relación dialéctica de clases sociales. Así lo hacen, en forma rígida marxista, Ricardo e Isabel Pozas en Los indios en las clases sociales de México (1973), y Héctor Díaz Polanco en Teoría Marxista de la Economía Campesina (1977), y de modo más flexible Rodolfo Stavenhagen en Las clases sociales agrarias (1969); atendiendo a más factores, que el económico, aunque dando un peso específico a éste, es el análisis de Darcy Ribeiro en Fronteras indígenas de la civilización (1971). Un esquema macro-evolutivo con diversos estadios de desarrollo según las diferentes revoluciones tecnológicas, como la agrícola, urbana, metalúrgica, pastoril, mercantil, industrial y termonuclear, ha sido utilizado por el profesos Ribeiro en El proceso civilizatorio (1968); en otra obra suya, Teoría del Brasil (1972), en las que hace entrar en juego el factor económico, la relación de clase, la pertenencia étnica y la herencia histórico-cultural, D. Ribeiro llamará a este análisis “antropología dialéctica”. Una muestra de este interés por la teoría marxista en Iberoamérica fue la aparición en mayo de 1979, de una revista mexicana, titulada Antropología y Marxismo. En la presentación del primer número, se dice así: “En años recientes, el desarrollo teórico y político de la antropología en México ha reconocido en la teoría marxista un marco de reflexión y un método crítico para la comprensión y transformación de la realidad. El reconocimiento de este hecho ha motivado aun grupo de antropólogos mexicanos para crear un medio de difusión independiente que aliente la comunicación entre todos aquellos interesados en profundizar esta corriente. Para ello se ha propuesto fundar ANTROPOLOGÍA Y MARXISMO, una publicación que desea cumplir los fines mencionados” (Revista Antropología y Marxismo, año 1, nº 1, 1979, pág. 4). Se intenta, pues, servirse de la teoría y del método marxista en el análisis y transformación de la realidad. Pero ¿cuáles son las áreas de estudio a que se aplican ese tipo de análisis? La enumeración de los artículos de fondo de la Revista citada (1979) podrá proporcionarnos alguna significativa pista; éstos son sus títulos: “Etnología, materialismo histórico y método dialéctico”, por Raúl Kirchof, antropólogo nacido en Alemania, que trabajó en México. “Etapas del desarrollo del modo de producción asiático”, traducción de un ensayo de Lawrence Krader. 1541-1561” por S. Quezada, y “Chichón Itza, El Cenote Sagrado y Xibalda: una nueva visión” por W. J. Folan. En la antropología actual mexicana, como en general iberoamericana, existen un más amplio espectro de orientaciones teóricas diversas y contrapuestas, aunque la teoría marxista sigue teniendo su peso específico. En Cuba las investigaciones socio-antropológicas tienen por marco teórico, casi exclusivamente el materialismo dialéctico histórico, enfoque que unifica todas las ciencias sociales, históricas y naturales. 221 “Indigenismo, lucha de clases y partidos políticos”, de A. Medina. “El conflicto de la “Caridad”, una empresa minera mexicana”, por F. Bessener, D. González y L. P. Rosales. El segundo número de Antropología y marxismo (septiembre-marzo 1980) estuvo dedicado a la “Cuestión agraria”, teniendo los siguientes artículos: “Los campesinos: una extinción imposible en marcha permanente”, por R. Bartha. “El novísimo ciclo M-D-M transformado” y “El modo campesino de producción”, de M. Coello. “El crédito y la renta del suelo en la colectivización ejidal” por J.A. Machuca. “Notas sobre la economía pequeño mercantil y la reproducción ampliada”, por A.J. Contreras. De toda esta caravana de artículos, tal vez la nota sobresaliente sea que el esquema marxista parece servir para todo: desde el MPA (Modo de Producción Asiático) aplicado principalmente a las formaciones económicas mesoamericanas y andinas PRE-hispánicas y ahora extendido al Modo de Producción Campesina, hasta el estudio de la circulación M-D-M, (Mercancía-Dinero-Mercancía), aplicado al intercambio económico de las comunidades indias. Lo que parece evidente en este tipo de antropología es que la perspectiva sociológica ha desbancado al análisis de lo específico-cultural-antropológico. En esta pesquisa de las relaciones entre “Antropología y Marxismo”, nada mejor puede servirnos de guía que el libro publicado bajo ese mismo título por Ángel Palerm (1980), un antropólogo mexicano de origen español. Para este autor, la invasión del marxismo en los predios antropológicos “constituye el fenómeno contemporáneo más importante de nuestra disciplina” (pág. 35), atribuyendo este hecho a que el marxismo ha venido a llenar el vacío que tenía la antropología para comprender las transformaciones históricas y los cambios actuales, a la vez que servir de palanca para intervenir en la transformación del futuro. “El marxismo –dice Palerm (1980:36)- con su capacidad de totalización, y su unidad de teoría y praxis, parece ofrecer una canalización adecuada a estas inquietudes”. Para este autor, lo malo del marxismo son los marxistas, debiendo liberar a la teoría marxista del dogmatismo ritualizado y del mesianismo político; su carácter transformador está en ser ciencia, no ideología; y así pone en su prólogo, como lema, la frase atribuida a K. Marx “Yo no soy marxista”. Dice Ángel Palerm (1980:11), con entusiasmo utópicocientífico que “el verdadero proyecto revolucionario del marxismo, que en definitiva es el mismo de Juan Bautista Vico, solo es realizable por medio de la ciencia y de la praxis social de la ciencia en una sociedad democrática”. Por eso rechaza la pretensión, intelectualmente imperialista, de algunos antropólogos, militantes del Partido Comunista Francés, que intentan anexionar y subsumir la antropología en el marxismo (como E. Terray, 1969: 133). Sobre este tema, puntualiza así Ángel Palerm. “Quiero afirmar que la antropología, que trata de la totalidad de la experiencia cultural humana, es más rica que el marxismo, que al fin es uno 222 de sus aspectos históricos y sociales concretos. Pero pienso, así mismo, que la totalidad de la experiencia social y cultural del hombre no puede ser comprendida en nuestra época sin utilizar los instrumentos conceptuales y analíticos del marxismo”. (A. Palerm, 1980:53). En contra de lo que se dice ordinariamente, la antropología influyó en el pensamiento de Kart Marx, como lo han puesto de manifiesto los últimos escritos publicados de Formen y Cuadernos Etnológicos, llegando a afirmar Palerm (1980: 16) que “la teoría marxista resulta tan inconcebible sin la antropología como lo es sin la economía británica, la filosofía alemana y el socialismo francés”. Fueron sus lecturas de los últimos años sobre antropología lo que influyó en Marx para hacerle revisar su inicial esquema unilineal de los modos de producción, abriéndole a un panorama mundial más amplio y variado. Pero pasemos ahora a cuestiones más concretas ¿en qué áreas de estudio utiliza A. Palerm el marco teórico marxista? En sus análisis sobre la evolución mesoamericana, sobre la aparición de las grandes civilizaciones en América, sobre el desarrollo de la sociedad colonial mexicana, y en el estudio de las actuales comunidades primitivas. Para el análisis prehistórico de las sociedades amerindias, Palerm resalta la fertilidad analítica de la teoría de la evolución, no según el esquema morganista, “mero y estéril anacronismo” (p. 50), sino “según la tradicional preocupación marxista por los fundamentos económicos de la sociedad”, hoy renovada y revisada según las aportaciones de L. White, J. Steward y K. Wittfogel. Señala el etnocentrismo, encerrado en las teorías difusionistas, que negaban capacidad inventiva a las poblaciones amerindias, atribuyendo los inventos de sus grandes civilizaciones a puras copias o préstamos de culturas egipcias o europeas. El modelo científico concreto para analizar las formaciones sociales de las grandes culturas mesoamericanas y andinas será el MPA, el Modo de Producción Asiática, que Parlerm desarrolla en nuevas características o variables, y que aplica a las sociedades pre-hispánicas. Para el estudio de la formación colonial, no existen modelos teóricos marxistas desarrollados “que sean aplicables específicamente a los modos de producción no capitalistas. No existe un modelo teórico marxista clásico que permita analizar la situación colonial. No existe un modelo teórico desarrollado que permita estudiar, desde el ángulo marxista, las interrelaciones entre el modo capitalista y los segmentos coloniales, excepto de una manera unilateral y desde el punto de vista de los países metropolitanos” (Palerm, 1980: 87). Esto no quiere decir que la teoría marxista no tenga ninguna utilidad para el estudio de las formaciones coloniales. “Existe, (ibid.), en cambio, un método general marxista aplicable a la investigación de estas situaciones que puede conducir al desarrollo de los modelos teóricos necesarios, como ha sido el modo de producción asiático”. Marx dejó una teoría general válida para la evolución social, inició un poco el modelo concreto del modo de producción asiático; fue el modelo del modo de Este capítulo del libro, de Palerm “Teorías sobre la evolución mesoamericana” (1980: 35-64) fue presentado en forma de ponencia en la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de antropología, celebrada en 1977 en la Universidad de Guanajuato (México), a la que tuve ocasión de asistir y escuchar al profesor Ángel Palerm. 223 producción capitalista, el que Marx desarrolló y aplicó con éxito. No obstante, aunque no existan “modelos concretos” para sociedades coloniales, a partir de la teoría general marxista pueden construirse ciertos modelos, como el de Rosa de Luxemburgo en relación con el mundo colonial. Rosa de Luxemburgo, revisando a Marx, sostuvo que el desarrollo del capitalismo necesita de la existencia de segmentos no capitalistas, como son los campesinos y los segmentos coloniales. Es a partir de este marco y esta hipótesis, que Ángel Palerm (1980:65-145) analiza la formación colonial de México como un proceso de adaptaciones al sistema económico mundial, analizando la crucial importancia, tanto de los factores económicos del mercado internacional de la plata, teniendo también en cuenta las transformaciones demográficas y ecológicas, sociales y culturales, que se dieron en las poblaciones indias y españolas, a partir de la producción de plata en México para el mercado europeo. Además del estudio de las civilizaciones mesoamericanas y de la sociedad colonial, Ángel Palerm (1980: 147-224) aplica la perspectiva marxista en el análisis del mundo campesino. Critica, en primer lugar, a los “talmúdicos marxistas oficiales”, ciegos ante la permanencia del campesinado y de su crucial papel dentro del proceso productivo moderno, incluso dentro de las sociedades capitalistas desarrolladas. Palerm compara distintos modelos de agricultura, como la supercapitalista norteamericana, la agricultura holandesa y la de los Países Socialistas, señalando que no existe un único camino de desarrollo agrícola, dándose variadas alternativas, además del modelo americano y del ruso. También intenta aplicar, según los distintos modelos agrícolas, la conocida fórmula de Marx, la de M-D-M, según la cual las mercancías, que se venden por dinero para comprar nuevas mercancías, generan un proceso de acumulación capitalista a expensas de la producción campesina, dado el intercambio desigual de valores dentro del sistema. Concluyamos estas notas sobre la antropología neomarxista en Iberoamérica, particularmente de hace unas décadas. Retengamos, del anterior mosaico de temas de estudio, las áreas preferentes de análisis marxistas: la evolución civilizatoria amerindia, el sistema económico colonial, el mundo campesino, las relaciones de etnia y clase, el proceso de integración de las comunidades indias y agrícolas en el sistema capitalista. Y ¡una advertencia significativa!, estos estudios están realizados por antropólogos autóctonos, en su propia tierra y sobre su propia historia. Pasemos ahora a la antropología marxista francesa, y habremos dado un giro de noventa grados en lo que se refiere a intereses, áreas de estudio y enfoque teóricos, siendo otros aspectos de la teoría de Marx, de la que “se apropian” los antropólogos europeos. 10.3.2. Neomarxismo en Francia: la antropología económica A finales del los años sesenta y en los setenta se dio en Francia un boom antropológico, centrado en el estudio de la economía primitiva, que comenzó a 224 analizarse bajo el prisma de la teoría marxista. Según J. R. Llobera (1980:186) el encuentro entre el marxismo y la antropología en Francia se llevó a cabo “como resultado de las tres precondiciones siguientes: a) la constitución de la antropología como una disciplina autónoma a los niveles institucional, teórico y empírico; b) la posibilidad de desarrollar un marxismo creativo y antidogmático C) la convicción de muchos marxistas de que “una intervención” en antropología era políticamente deseable y teóricamente importante”. Seguiré en este tema el capítulo VI “¿Hacia un nuevo marxismo o una nueva antropología?” (Llobera, 1980: 181-237). Esta tendencia marxista en la antropología francesa tuvo su gestación de 1945 a 1960; se inició en la ruptura con la teoría durkheimiana dominante; se facilitó con el funcionalismo dinámico de George Balandier, así como con el nuevo tipo de análisis de los anglosajones Gluckman y Fortes. A este proceso contribuyó la marcha triunfal de la obra de Lévi-Strauss, quien en un malabarismo sincretista funde a Gauss, Durkheim y Radcliffe-Brown, “hisopeándolo” con Marx y con un perfume filosófico francés. De este modo se intentaría hermanar el estructuralismo lévi-straussiano con el materialismo dialéctico histórico. En esta gestación de la nueva antropología, también tuvo gran influencia las obras de George Luckacs y sobre todo las de Luis Athuser con su peculiar lectura de Marx. Althuser reivindicó para el marxismo la “nueva ciencia de la historia”, la sucesión de totalidades sociales con sus leyes propias y con exigencia de conceptos analíticos específicos; también redefinió el modo de producción –como totalidad social- con sus niveles interrelacionados económicos-políticos-ideológicos; afirmó que estas esferas poseen autonomía propia, aunque sea el nivel económico el que “determina” en última instancia cuál de los factores será “dominante” en el modo de producción de cada formación social concreta. Esta nueva corriente de antropología marxista irrumpió en los años setenta con las obras de jóvenes franceses, pudiendo citar los siguientes: de Claude Meillassoux, Anthropologie économique des Tour de Côte d’e Ivoire (1964), Femmes, Gremiers, Capitan (1975), Terrains et theóries (1977), y editor de L’Esclavage en Afrique précoloniale (1975); de Emmanuel Terray, Le marxisme devant les sociétes primitives (1969) y su ensayo “Event, Structure and History” en J. Friedman y M. Rowlands (eds.), The Evolution of social System (1978). Tal vez el más conocido en el mundo hispano sea Murice Godelier, quien ha escrito Ratinonalité et irrationalité en économie (1966), Sur les sociéties pre-capitalist (1970), Horizon, trajets marxistas en anthropologie (1973), Economía, fetichismo y religión en sociedades primitivas (1974), Funcionalismo, estructuralismo y marxismo (1976); Godelier es también el compilador, con un prólogo, a la obra de Antropología y Economía (1976). A estos antropólogos franceses hay que añadir también otros colegas británicos interesados por el marco teórico marxista, como son Joel Kahn, Jonathan Friedman y Maurice Bloch. No hay que olvidar que en 1973 la Assotiation of Social Anthropologists of the Commonwealth convocó para su reunión decenal en Oxford 225 sobre las “Nuevas Direcciones de la Antropología Social”, un Simposio sobre antropología y marxismo. Veamos ahora cuáles son las cuestiones y análisis de esta nueva versión de la antropología marxista en Eruopa. Aunque existen significativas diferencias entre estos autores, señalemos algunas fundamentales convergencias (Llobera, 1980:206209): A. Se intenta anexionar la antropología al materialismo histórico; es decir, visualizar el estudio de las sociedades precapitalistas como una rama de la teoría general de las formaciones sociales; en otras palabras, hacer de la antropología una rama del materialismo histórico. B. Todas las sociedades humanas, capitalistas y precapitalistas, pueden ser analizadas científicamente a partir del marco teórico de modo de producción y totalidad social. C. La teoría general de las sociedades humanas, es decir el materialismo histórico, se basa en la determinación “en última instancia” por la economía. D. Se rechaza el evolucionismo unilineal, pero se admite como marco teórico el evolucionismo multilineal, ligado al desarrollo de las fuerzas productivas. E. Es necesario distinguir en el análisis antropológico, como hipótesis de trabajo, entre dominación y determinación de los factores; en las sociedades precapitalistas, el factor “dominante” puede ser el parentesco o la ideología religiosa, aunque la economía es siempre el “determinante”, porque en cada totalidad o formación social es la economía la que determina cual es la instancia dominante. F. Se admite la “cientificidad” del quehacer antropológico, pero todos estos antropólogos neomarxistas confiesan que su trabajo tiene un compromiso político con “las luchas de su tiempo”, según la frase de L. Althuser. Estos son los principios básicos, sobre los que están de acuerdo los antropólogos neo-marxistas europeos; pero existen muchos puntos de divergencia (Llobera, 1980:200-206) sobre cuestiones conceptuales, tan importantes como totalidad social, el papel de la economía, clase y explotación, reproducción social, relación infraestructura/superestructura, rol político de la antropología, estructura e historia. Veamos algunas de estas cuestiones, en forma esquemática. 1.- Totalidad social: Una selección de los trabajos allí presentados, más una conferencia de R. Firth, han sido recogidos en el libro compilado y prologado por Maurice Bloch, con el título de Análisis marxista y Antropología social (1977, orig. 1975). 226 Emmanuel Terray, siguiendo a L. Althuser, acepta como objeto de análisis el “modo de producción” definiéndolo como un sistema tripartito de base económica, superestructura jurídico-política y superestructura ideológica. Claude Meillassoux prefiere hablar de “tipos económicos” diferenciados, referidos a sociedades autosuficientes. Maurice Godelier insiste que el concepto de formación social se revela más útil a partir del análisis de realidades históricas y concretas, separando los distintos niveles o instancias y articulándoles entre sí en “jerarquías funcionales”; de este modo, apunta Godelier, las formas institucionales, como son el parentesco y la religión, pueden funcionar en unas sociedades como infraestructura y en otras como superestructura. 2.- Clase y explotación: Algunos antropólogos neo-marxistas, como Pierre Philippe Rey, sostienen la necesidad de seguir utilizando el concepto de clase y explotación, y esto no solo para el análisis de las sociedades capitalistas, sino también para el estudio de las sociedades primitivas; lo fundamentan en que el concepto de relaciones de producción es central en la teoría marxista y tales relaciones exigen necesariamente el concepto de relaciones de clase. Otros antropólogos neomarxistas, en cambio, como Maurice Glodelier, niegan la existencia de clases sociales en las sociedades precapitalistas, y en consecuencia debe prescindir de ese concepto en el análisis antropológico de las comunidades primitivas. 3.- Reproducción social: Para C. Meillassoux, el concepto de reproducción social es básico y crucial, dentro de su esquema de análisis de las “sociedades autosuficientes”, atribuyéndoles más fertilidad teórica que al concepto de producción social. Para E. Terrey y P. Terry, sin embargo, la actitud de su colega les parece sospechosa de “circulacionista”, puramente descriptiva, sin capacidad analítica explicativa. 4.- Relación infraestructura/superestructura en el sistema social: Todos los antropólogos neomarxistas conceden crucial importancia a la economía, pero difieren a la hora de su articulación con las otras instancias no económicas. Algunos, como P. Rey y E. Terray, siguen la línea tradicional de la determinación en última instancia del factor económico. Otros, siguiendo a L. Althuser, buscan alambicadas distinciones, que para muchos son puros subterfugios metafísico-escolásticos; estos antropólogos reafirman la historicidad interna de la superestructura y defienden que ciertos elementos superestructurales, como el parentesco o la religión, pueden ser dominantes en ciertas sociedades, debido a la peculiar articulación de las fuerzas y relaciones de producción –base económicacon el resto de los factores. Maurice Godelier ha hecho de la cuestión de la “dominación de lo no-económico” un tema especial de sus estudios, conceptualizando un tipo de modo de producción, que es más bien un sistema con “una jerarquía de funciones” con propiedades semi-autónomas, en que la relación entre la base (economía) y la superestructura (política, derecho, ideología, religión, familia, etc.) es más bien una relación de condicionamiento, ya que ciertos 227 elementos de la superestructura pueden quedar no determinados, sino simplemente condicionados por las fuerzas y relaciones de producción. En esta perspectiva, la dominación significa “plurifuncionalidad” de las estructuras en la sociedad primitiva, como es el caso del parentesco en las sociedades primitivas, que se convierte en “factor dominante”, funcionando “a la vez” como infraestructura y superestructura. No obstante, estos autores como M. Godelier, terminarán su exposición con el estribillo clásico “aunque cualquier factor puede ser el dominante, la economía será en última instancia el factor determinante”. 5.- Estructura e historia: Algunos neomarxistas, como M. Godelier o Lucien Sebag, han intentado conciliar el estructuralismo con el marxismo, señalando que hay que dar prioridad al estudio de la estructura antes que a su génesis o evolución; se intenta corregir las limitaciones del estructuralismo, añadiendo el concepto de contradicciones y procurando un tipo de análisis de diacronía estructural. Otro antropólogos, más fieles a la tradición marxista como E. Terray, insisten en la perspectiva histórica, debiéndose realizar estudios históricos concretos, ya que la estructura es la consecuencia de una determinada combinación de elementos autónomos preexistentes; lo importante es relacionar hechos y estructura, lo cual constituye la base de la historia y de la ciencia social, como es la teoría marxista. Meillasoux y P. Rey también enfatizan la perspectiva histórica mundial evolutiva, debiendo insertar el estudio de las actuales formaciones primitivas dentro de las coordenadas históricas del capitalismo moderno. 6.- Objeto de la antropología y compromiso político: Existe como un afán de cruzada en los jóvenes antropólogos franceses. Todos sienten y proclaman la necesidad de “conquistar para el marxismo el campo antropológico”, abandonado antes en manos de idealistas y culturalistas. Para conseguir este objetivo académico-político, los caminos son diversos; algunos, como M. Godelier y E. Terray, sostienen que el objetivo político-antropológico debe seguir siendo el estudio de comunidades primitivas, que constituye un laboratorio privilegiado para experimenta y probar la validez universal de la teoría marxista, es decir, del materialismo histórico. Otros antropólogos son escépticos en que puedan conseguirse esos objetivos; y piensan, como los hace P. Rey y C. Meillassoux que el foco crucial de atención antropológica debe centrarse en el estudio de comunidades con formas aparentemente precapitalistas, pero que están sufriendo el impacto transformador colonial o neocolonial de las potencias industriales contemporáneas. En conclusión sobre la antropología neomarxista europea. Se trata de experimentar la teoría marxista en el estudio de las comunidades primitivas, dando a los factores económicos una mayor importancia que la que los atribuía la antropología tradicional. Pero en este quehacer, hay que re-inventar y re-formular los viejos esquemas, siendo tal vez lo más significativo la distinción entre “dominancia” y “determinación”, aplicada a factores como el parentesco y la religión, dada su “plurifuncionalidad” dentro de las sociedades precapitalistas. Lo anteriormente expuesto nos muestra otra importante conclusión. Que los intereses, objetivos, áreas 228 de estudios y herramientas analíticas de los neomarxistas europeos es muy distinta y diferenciada de lo que piensan, hacen e investigan los colegas marxistas latinoamericanos. Ahora vemos estas nuevas corrientes en los Estados Unidos; nos ofrecerán otro cuadro diferenciado dentro de la antropología marxiana. 10.3.3. Antropología neo-marxista en Estados Unidos: El materialismo cultural En los Estados Unidos de América existió en las décadas de los setenta y ochenta un “reinassance” de la teoría marxista dentro de los Departamentos universitarios de ciencias sociales. Generalmente se predica y se usa dentro del abanico ecléctico de posibles teorías explicativas de los fenómenos socio-culturales; pero en algunas áreas ha cobrado particular vigencia, llegado a atrincherarse casi triunfalmente, como en el caso de la antropología arqueológica; el movimiento de la new archeology ha impulsado esa mirada atenta a las teorías marxistas; otros polos de desarrollo han sido la antropología dialéctica de S. Diamond y el materialismo cultural de M. Harris. Veamos esta nueva corriente neomarxita, avis rara dentro del espectro de la tradicional antropología cultural americana. En 1975 apareció la Revista Dialectical Anthropology, que intentó desarrollar en los Estados Unidos un nuevo tipo de análisis antropológico, apellidado “dialécticocrítico”. En su primer número, su fundador y mentor Stanley Diamond expresa los objetivos de la Revista en su artículo “The Marxist Tradition as a dialectical Anthropology”, donde dice (1980: 5) que se intenta tomar de la herencia marxista “una visión implícita y explícita de la humanidad, un método de análisis refinado y fructífero, un profundo sentido de la historia, el marco de una antropología y una finalidad revolucionaria”. El compromiso político de dicha antropología es claramente explicitados, rechazando el carácter, aparentemente neutro, del relativismo cultural, que a la postre es defensor del statu quo, y que en las circunstancias actuales dicho relativismo supone la aceptación implícita de la situación neocolonial, en cuyo estado se encuentran las comunidades primitivas, que los antropólogos estudian actualmente. Por otra parte, la antropología debiera buscar nuevas áreas de estudio, como la compleja división del trabajo, la expropiación de la plusvalía y de los medios de producción concomitante, el control burocrático, el sistema de clases, la apropiación de las obras artísticas y artesanales por parte de las clases dominantes, el aislamiento estructural de la persona como un objeto más del estado, la sustitución de los códigos legales por la moral social, los esfuerzos, por evitar, antes que celebrar los sentidos trágicos y cómicos de la vida cotidiana. Estos son algunos de los temas de estudio antropológico, sugeridos por S. Diamond. El objetivo de este tipo de investigaciones de antropología dialéctico-crítica “debería sacar a la luz las necesidades, posibilidades e imperativos de las razas humanas” (Diamond, 1975: 5). Este carácter “comprometido” de la antropología había sido ya reivindicado por Stanley Siamond, en su artículo “A Revolutionay Discipline” (Current Anthropology, 1964, nº 5: 432-437); igualmente reclama la 229 unidad teórico-instrumental del pensamiento y de la acción, en su “Introducción” al libro, por él editado, Primitive Views of the Workd (1964). Stanley Diamond es un antropólogo que estudió en la Universidad de Columbia, presentando su tesis doctoral en 1966 con el título de “The Waste collectors”. El materialismo cultural de Marvin Harris ha sido uno de los canales más importantes de la penetración de la teoría marxista en la antropología norteamericana. Su más conocida obra, donde expone su concepción de la antropología, principalmente a base de enjuiciar a otros, ha sido The Rise of Anthropological Theory: a History of Theories of Culture (1968). Otras obras son Culture, People, Nature: An Introduction to General Anthropology (1971) y Cultural Materialism: The Struggle for a Science of Culture (1979). Sobre ecología cultural tiene Cows, Pigs, Wars and Witches: The Riddles of Culture (1974), y Cannibals and Kings: The Origins of Cultures (1977). Vamos a intentar exponer el pensamiento de Marvin Harris, principalmente a través de El Desarrollo de la teoría antropológica (1978, orig. 1968). M. Harris concibe la antropología “como ciencia de la historia” (p.1), afirmando “la prioridad metodológica de las leyes históricas dentro de las ciencias sociales” (p.3). Este análisis socio-histórico ha de realizarse con la aplicación de la ley de la evolución social de Marx y Engels, quienes han conseguido “logros de importancia no igualados para una ciencia del hombre” (p.4). Para la comprensión nomotética de los fenómenos culturales, es decir para la ciencia natural de la cultura, hay que buscar un principio explicativo, como lo hiciera Darwin con la selección natural; pues bien, en antropología “el analogatum de la estrategia darviniana es el principio del determinismo tecnoecológico y tecnoeconómico”, que puede enunciarse así. “Este principio sostiene que tecnologías similares aplicadas a entornos similares tienden a producir una organización del trabajo similar, tanto en la producción como en la distribución; y ésta a su vez agrupamientos sociales de tipo familiar, que justifican y coordinan sus actividades recurriendo a sistemas similares de valores y creencias” (Harris, 1978:3). A esta estrategia investigativa, es a lo que M. Harris llama materialismo cultural, exponiéndose al oprobio, que tal calificativo suscita en los Estados Unidos: “aunque el pensar en el oprobio que suscita tanto en el público en general como en muchos científicos sociales, siento la tentación de evitar el término “materialismo”, ceder a ello sería cobarde” (ibid.). Tras esta introducción, Marvin Harris pasa revista crítica a las figuras y escuelas principales en la historia de la antropología. A base de “los premios y castigos” que el autor reparte a otros antropólogos, podemos conocer sus propias concepciones teóricas y metodológicas. Harris enfatizará a todos aquellos científicos sociales, que han sostenido algunos de estos cuatro supuestos básicos: 1º) El carácter nomotético de la antropología, teniendo por objetivo la búsqueda de leyes socio-culturales. 2º) Que hayan tomado a las ciencias naturales, como modelo metodológico en la explicación científica de los fenómenos culturales. 3º) Que hayan usado, como marco general de análisis, la perspectiva histórica según la ley general de la evolución humana, 4º) Que hayan dado importancia en la explicación de los 230 fenómenos humanos, a los factores materiales, como la economía, la demografía, la tecnología, la ecología, los recursos naturales, abandonando las explicaciones idealistas, mentalistas o espiritualistas en el análisis de la historia social humana. Conforme e estos cuatro principios valorativos, premiará a unos y castigará a otros, siguiendo una escala de uno a cuatro. El autor o escuela, que sostenga alguno de estos principios, recibirá una alabanza, siendo criticado por el abandono de los otros tres supuestos. El máximo de valoración serán aquellas teorías que cumplan los cuatro requisitos: nomotética, científico-natural, tecnología y tecnoeconomía, histórico-evolutiva. Está claro, aunque no lo diga explícitamente, que su teoría del “materialismo cultural” es la queda más cerca de este ideal científico-antropológico, seguido muy de cerca por Marx y Engels (¡les faltó la ecología!) y la de L. White y J. Steward (¡les faltó la valentía de confesar públicamente que practicaban un “materialismo pro-marxista”!). Veamos, en secuencias ultra-rápidas, la posición del materialismo cultural ante las otras teorías antropológicas, sirviéndonos así para delimitar las fronteras de esta nueva corriente neomarxista, made in USA y con la particular idiosincrasia harrisiana. La Ilustración del siglo XVIII es el fundamento de la “ciencia de la cultura”, donde ya se inician los “modelos materialistas” (Harris, 1978:19) de J.O. de la Mettrie y del Balcón d’Holbach, quienes por su materialismo “filosófico” se quedaron en el umbral, -sin traspasarlo- del materialismo cultural; en esa misma situación hay que situar a C. Helvetius (p.38), Ferguson (p.40) y sobre todo a John Millar (p.42) por su análisis económico de la esclavitud; en pista equivocada se encontraban, debido “a la falacia del idealismo cultural” (p.34) otros venerables Ilustrados, como Voltaire y Condorcet. En la primera mitad del siglo XIX hay que resaltar el “cientificismo” de Quetelet (p.64) y de J. Bucle (p.66), así como la tradición empírica de J. Stuart Mills (p. 62), que defendió los principios positivistas de las ciencias sociales contra los reaccionarios L. Bonald, J. Maestre, R. Wathdey, W. Cook (p. 47 SS.) y contra el idealista Hegel (p. 57). Harris dedicará un capítulo (cap. 4:46-68) para desmontar el determinismo racial del siglo XIX, que salpicó a Morgan y a Tylor (pp. 118-121), y en cierta manera a Darwin y a Spencer, escapándose Marx, según Harris. Ensalzará a Spencer, junto con Darwin y Marx, como prototipos ideales en el desarrollo científico de las ciencias sociales. Ante el evolucionismo, que tratará Harris ampliamente en dos largos capítulos (c.5 dic. Y c.6, pp. 122-188), tomará una actitud de criba, enfatizando al máximo sus aciertos y criticando sus limitaciones. Resaltará las secuencias tecnológicas de Ch. Lyell (p. 126), reconocerá la validez nomotética del método comparativo a pesar de sus abusos (pp. 129 ss), dará importancia al método estadístico a los evolucionistas clásicos contra las críticas exageradas de los boasianos, tratando de demostrar que no eran tan simplemente evolucionistas “lineales” y resaltando el valor de la “perspectiva histórica evolutiva” de los antropólogos decimonónicos. Alaba a Morgan, aunque no llegara a traspasar el umbral del materialismo cultural; critica a Frazer por su “mentalismo” y por “su enjambre de ideas”, llenas de “misticismo” (p. 179). 231 Sobre el particularismo histórico boasiano, al que dedicará cinco capítulos (caps. 9-13, pp. 218-322), descargará M. Harris sus iras científico-materialistas. A Franz Boas le criticará por su renuncia a buscar leyes culturales, tachándole su posición antinomotética y anti-científica, lleno de “idealismo ideográfico” (p. 237), y neokantismo a lo W. Dilthey (p. 233). A Kroeber (cap. 12, pp. 276-296) le criticará por sus “configuraciones”, su confesión antropológica artística-humanista y por su “anticiencia” (p. 290); y a Robert Lowie (cap. 13, pp. 297.322) le atribuirá una visión idealista Emic de los fenómenos culturales. Más crítico será aún con las escuelas difusionistas (cap. 14, pp. 323-330) por su “esterilidad explicativa”, representando la “encarnación misma de la anticiencia” (p. 327). Harris dedicará mucha extensión a los estudios de cultura y personalidad (caps. 15,16 y 17, pp. 340-401), pero muy pocas alabanzas. Minusvalorará las aportaciones de R. Bededict y M. Mead por su mentalismo emic boasiano (pp. 340354); y supervalorará la perspectiva estadística y la orientación materialista de los estudios psicológicos al estilo de John Whitting (cap. 17, pp.389-401). Al estructuralismo francés (cap. 18, pp. 402-444), no le tiene Harris ninguna simpatía. A Emile Durkheim le critica su solidaridad orgánica, su profecía de orden (“y no habrá revolución”, p. 412), y “el triunfo del espíritu sobre la materia” (p. 414) al dar prioridad a la ideología en su tratamiento de la religión. A Marcel Mauss le alabará por “su fulgurante intuición”, que no ciencia (p.418), como se pone de manifiesto en su teoría del “don”, que serviría de base mentalista a la “teleología inconsciente del espíritu” (p.420) de Claude Lévi-Strauss, convirtiéndose en esta forma Mauss en “el profeta del profeta” (p 423), por su minusvaloración de los modelos estadísticos (“Los Purom no cumplen con su prescripción matrilineal”, lo titulará Harris, al criticar a M. Mauss, p.439). Harris intenta desenmascarar el aparente marxismo de Lévi-Strauss, que en realidad es un “hegelianismo francés”, haciendo esta reflexión final sobre su obra: “Lévi-Strauss tuvo una gran oportunidad que, a diferencia de Marx, no aprovechó. Se encontró a Comte, a Durkheim, a Mauss sobre sus cabezas, y en lugar de ponerlos sobre sus pies, se puso él cabeza abajo junto a ellos” (p. 444). Harris dedica un artículo (cap. 19, pp. 445-490) a la antropología social británica, a quien critica en general, pero no tanto como al “mentalismo cartesiano francés”. A Radcliffe-Brown le alaba por “salvar la herencia del cientificismo decimonónico, liberándose al mismo tiempo de los errores acumulados en la búsqueda de las regularidades evolucionistas diacrónicas”. (p.445); esta actitud loable “nomotética” de Radcliffe-Brown contrasta con la lamentable posición idealista boasiana y con el “misticismo” herético de Evans-Pritchard (p.469). No obstante, Radcliffe-Brown cayó en “la ciencia lúgubre” del funcionalismo, en que todo –desde la brujería hasta la guerra- llega a ser “funcionalmente útil”; esto es evidente en Malinowski, al explicar el cambio cultural (p.483); en todo esto se ponen de manifiesto las ataduras colonialistas de los antropólogos británicos. A Malinowski le critica también por su visión “emic” de la economía; y por sus ataques a un “espantapájaros”, por él fabricado, del “homo economicus” (p. 488). 232 De la nueva etnografía (cap. 20, pp. 491-523), criticará su ambigüedad y el uso mentalista que se hace en la aplicación de las perspectivas “emic/etic” (p. 518), donde solo se busca la “elegancia formal” (p. 516), “retornando a Platón”, y descuidando la explicación estructural “etic”, por todo lo cual resulta una “nueva etnografía” y “una ciencia de lo trivial” (p. 511 ss.). A los estudios estadísticos y nomotéticos, del tipo de George Meter Murdock, (cap. 21, pp. 524-548), les dedicará óptimos presagios en el caminar científico, dada la orientación materialista de la Universidad de Yale. Como vemos, los elementos teóricos, que Marvin Harris va a sacar para su materialismo cultural de todas las anteriores escuelas antropológicas, van a ser aparentemente pocos: la búsqueda de leyes culturales, la metodología científica al estilo de las ciencias naturales, la perspectiva histórica del evolucionismo y el método comparativo con técnicas preferentes de tipo estadístico. El marco teórico principal lo va a sacar de Marx, interpretado a su manera, y del neoevolucionismo, aderezado de ecología cultural. A la evolución general de Leslie White (cap. 22, pp. 549-566) la bautizará de “materialismo cultural”, igual que a la ecología cultural de Julián Steward (cap. 23, pp. 567-596); ambas constituyen la “aplicación de una estrategia materialista cultural a la comprensión de la historia” (p. 550). La enfatización de los aspectos económicos y de los factores ecológicos en la explicación de los fenómenos culturales y en los procesos evolutivos, junto con los nuevos métodos y técnicas de investigación arqueológica, constituyen, las mejores aportaciones científicas de la antropología contemporánea; un ejemplo lo forman los estudios de Gordon Childe y la hipótesis hidráulica de Witffogel, revisada por R. Milton (p. 593). El materialismo histórico de Kart Marx (cap. 8, pp. 189-217) es el principal paradigma teórico del materialismo cultural, según Harris. Para él, según el decir de Engels, Marx es el “Darwin de las ciencias sociales”, al establecer el principio científico de la evolución social. Marx y Engels fueron los primeros materialistas culturales, aunque su particular y singular “materialismo dialéctico” fue una “guía útil para el análisis sociocultural… en tanto una estrategia materialista más general” (p. 201). Los grandes fallos del marxismo son la dialéctica hegeliana y su mesianismo político-proletario (p. 191 ss). La teoría del modo de producción de Marx y Engels fue un gran instrumento analítico, pero tuvieron la lamentable omisión de no percatarse de la gran influencia ecológica, es decir del “efecto modificador del medio ambiente”; por eso Harris repetirá, hasta la saciedad, la importancia de los factores “tecnoecológicos y tecnoeconómicos”. A la teoría marxista, la calificará – sorpresivamente- de “funcionalismo causal diacrónico” (p. 205), dado que Marx y Engels se apoyaban en un modelo “funcionalista” de la vida sociocultural” (p. 205). Al explicar la relación infraestructura/ superestructura, sostendrá que Marx no intentaba dar una explicación “monádica” a los fenómenos socio-culturales, según queda de manifiesto en la conocida cara de Engels a J. Bloch en 1890 (p. 213). Para Marvin Harris (pp. 209-210), la gran aportación marxista es lo que él llama “la formulación de una ley de la evolución social”, cuyos principales componentes teóricos son: “…1) la trisección de los sistemas socioculturales en base tecnoeconómica, organización social e ideología; 2) la explicación de la ideología y de la 233 organización social como respuestas adaptativas a las condiciones tecnoeconómicas; 3) la formulación de un modelo funcionalista capaz de recoger los efectos de la interrelación entre todas las partes del sistema; 4) la previsión de análisis tanto de las variables que mantienen el sistema como de las que lo destruyen; 5) la preeminencia de la cultura sobre la raza”. (Harris, 1978: 209-210). Sin duda, que para muchos marxistas, esto constituye una lectura de Marx muy particular y propia de Harris. Para él, ésta “ley de la evolución social” equivalente al “principio de selección natural de Darwin”, no es tal ley, sino una estrategia: un diseño de investigación (p. 210); su valor reside exclusivamente en las directrices generales que marcan al investigador. La estrategia de la evolución social marxista, según Harris (p. 210), “afirma que la explicación de las semejanzas y de las diferencias culturales hay que buscarlas en los procesos tecnoeconómicos responsables de la producción de los requerimientos materiales de la supervivencia social. Afirma también que los parámetros tecnoeconómicos de los sistemas socioculturales ejercen una presión selectiva a favor de ciertos tipos de estructuras organizativas y favorecen la supervivencia y la difusión de ciertos tipos de complejos ideológicos”. Para Marvin Harris el materialismo cultural aparece más como una estrategia de investigación que como una teoría explicativa: “…como principio general esta estrategia no se compromete en sí misma a explicar ningún tipo sociocultural específico, ni ningún conjunto específico de instituciones. En otras palabras: es perfectamente posible aceptar la estrategia de investigación de Marx sin aceptar ninguno de sus análisis de los fenómenos específicos de las sociedades feudal o capitalista”. (Harris, 1978: pp. 210-211), Estos son algunos trazos del materialismo cultural de Marvin Harris: una lectura muy particular de Marx, una aceptación selectiva del neoevolucionismo y de la ecología cultural, en una versión muy personal, literariamente atrayente, fulgurante para su difusión y propaganda, con críticas incisivas e intuiciones muy inteligentes, fácil a la moda, capaz de levantar los más fervientes admiradores y los más radicales detractores. Dadas sus orejeras unidireccionales y monoculares, Harris emite opiniones apasionadamente parcializadas; tiene gran fe en la cientificidad y en la capacidad nomotética explicativa de la antropología, una fe cientifista, que hará sonreír socarronamente a no pocos de sus colegas, que han mordido la manzana de escepticismo, y que desconfían de los resultados “científicos” del quehacer antropológico. Sin embargo, hay que resaltar también los valores de Marvin Harris. El abundante uso de citas suyas en ésta obra testimonia nuestra particular apreciación por su magnífica –aunque parcializada- historia crítica de la antropología. Por otra parte, la enfatización de los factores tecnoeconómicos y tecnoecológicos en el análisis antropológico siempre es conveniente, e incluso necesario. Una de las tentaciones de los antropólogos es volar sobre el hermoso cielo azul de la esplendorosa textura cultural, manifestados en pautas culturales y tejidas con valores-creencias y símbolos, y olvidarnos del suelo opaco, rutinario y duro de la realidad material, cimentada sobre factores económicos y ecológicos. Prevenirnos a los antropólogos de esta fácil –pero grave- tentación, introduciendo a 234 Marx en la academia antropológica, es uno de los objetivos del materialismo cultural de Marvin Harris, y uno de sus méritos pedagógicos universitarios, dignos de agradecimiento. 10.3.4. La antropología soviética: ¿el triunfo de la praxis sobre la teoría? En este mosaico de corrientes antropológicas, que intentan tener al marxismo como paradigma teórico, dentro de un aspecto variopinto y multilineal, justo es que hagamos referencia a la antropología soviética. Debemos, en primer lugar, reconocer que no es mucho lo que conocemos en Occidente sobre el quehacer de nuestros colegas en los países socialistas, y sospechamos que este mismo fenómeno de aislamiento se dará en ellos. Esto nos pone de manifiesto –no solo el contexto geopolítico del rol del antropólogo- sino lo culturalmente “provincianos” que somos, incluso dentro de la proclamada comunidad científica universal. Vamos a presentar unas notas sobre la antropología en la URSS (antes de su derrumbe), señalando sus áreas preferentes de estudios, sus intereses y objetivos, sus elementos analíticos y teóricos. Debemos hacer una nota aclaratoria sobre el sistema de denominaciones de las disciplinas. En la Unión Soviética, por antropología se entiende el estudio de las características raciales y de su clasificación, la evolución de los antropoides, la genética y grupos sanguíneos, es decir lo que suele denominarse en Occidente “antropología física”. El término etnografía es intercambiable con etnología, designando a la vez tanto el nivel descriptivo como el teórico de la investigación social, es decir intercambiando en la práctica, lo que denominamos antropología social y cultural y sociología. En el libro citado (Bromley, ed. 1974), la parte dedicada a la antropología (es decir a la antropología física para nosotros) recoge tres tipos de estudios: los problemas de “antropogénesis”, como es una investigación sobre las tendencias adaptativas de los monos al fin del Terciario; los problemas de la diferenciación racial de la especie humana, y cuestiones genéticas de micro-evolución como estudios sobre grupos sanguíneos. En la parte correspondiente a etnología (es decir nuestra denominada antropología social y cultural) presenta la obra citada (Bromley, 1974) Para esta tarea, nos vamos a guiar preferentemente de una magnífica publicación, que recoge los ensayos de prestigiosos profesores rusos, titulada Soviet Ethnography and Anthropology today (1974), editada por el Yu. Bromley, profesor de la Academia de las Ciencias de la URSS y Director del Instituto Etnográfico Mikluklo-Maklay. Este tema se refiere a la antropología soviética, antes de la caída del muro de Berlín y de la llegada de la democracia. Pero es el mismo tipo de “Antropología” que hoy se enseña en Cuba, por ejemplo, en Marzo de 2007, se celebrará en la Habana, Cuba (5-9 marzo 2007) el llamado, según el anuncio, I Congreso Iberoamericano de Antropología¸ que reúne los tres siguientes eventos: el “X Simposio de Antropología Físisca”, el “VI Congreso Primates como Patrimonio Nacional” y el “III Coloquio de Antropología”, figurando, entre otras, las siguientes temáticas: Bioarqueología, Antropología molecular, Antropología fisiológica, Antropología nutricional... junto a otros temas, más de Antropología Social, como migraciones, géneros, racismo, etc... 235 investigaciones sobre cinco áreas de estudio: 1) La noción de “etnia” y tipologías de “comunidades étnicas”. 2) Los procesos étnicos contemporáneos en la URRS, con dos artículos sobre el análisis y la metodología utilizada en investigaciones sobre grupos étnicos soviéticos. 3) El tercer área de la denominada etnología es titulado “organización social”, con estudios muy diversos: uno sobre las formas primitivas de parentesco, otro sobre democracia militar en relación con la época de nacimiento de las clases sociales, y otro ensayo sobre las terminologías de parentesco. 4) Otra área se refiere a los problemas en el estudio de la cultura, con ensayos sobre teorías y métodos para investigar la cultura material de tiempos pasados, así como sobre procesos de modernización en horticulturas no europeas. 5) El último apartado está dedicado a la etnología y ciencias afines, en que se contienen referencias a un atlas demográfico mundial, planteándose los problemas básicos y las relaciones entre la demografía y la etnografía cartográfica; también contiene otro estudio sobre las relaciones entre toponimias y lenguaje. La anterior enumeración de los temas de investigación teórica y práctica de la antropología soviética apunta ya algunas de las peculiaridades de la antropología soviética: 1º.- Interés prioritario en los problemas del propio territorio, no siendo usual la investigación en comunidades primitivas de otras naciones. 2º.- Una dedicación preferencial a los temas de “comunidades étnicas”, que existen en la URSS . 3º.- Un énfasis en la antropología aplicada, siendo un área de investigación privilegiada al estudio de los procesos de cambios socio-culturales de las distintas etnias soviéticas. 4º.- Una continuación en el interés morganiano, y en cierta forma marxista, por macro-historia evolutiva de la sociedad, investigando las primitivas formas de parentesco, así como la emergencia del Estado y de las clases sociales. 5º.- Énfasis en la evolución orgánica y en al antropogénesis biológico-natural del “homo sapiens”. Estos son los temas y áreas actuales de estudio, que más interesan a la antropología soviética. Pero veamos cómo ellos mismos (Bromley, 1974: 15-36) nos presentan el pasado y el presente de la investigación antropológica. En el siglo XIX, los estudios etnográficos en Rusia tuvieron un esplendoroso amanecer. En 1845 se fundó en Petersburgo la Sociedad Geográfica Rusa, con una sección especial para estudios etnográficos, cuya principal tarea era coleccionar, estudiar y clasificar el variado y rico folklore ruso. En 1980 se creó en Moscú la Sociedad Amigos de las Ciencias Naturales con un Departamento de “Etnografía” y “Antropología”. En 1867 se constituyó la primera sociedad etnográfica. En estos años, la etnografía tenía por objeto estudiar las costumbres de las distintas regiones y comunidades rusas, mientras que la antropología se ocupaba de los problemas d