Download el fracaso de la república de weimar

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
EL FRACASO DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR
(1919-1930)
EL CONTEXTO HISTÓRICO DEL ASCENSO
DE HITLER AL PODER
La expansión del poder de Hitler constituyó en buena medida
el reflejo de la debilidad tanto del orden interno como del
internacional en aquella década. La crisis de Weimar había
sido tan profunda que Hitler sólo necesitó tocar las
estructuras restantes para que se vinieran abajo.
Ian Kershaw
El
final
de
la
Primera
Guerra
Mundial
El 28 de junio de 1919 terminaba la Primera Guerra Mundial.
Los países vencedores en la primera gran contienda mundial
firmaron con los perdedores un gran acuerdo para dotar a
Europa de unas nuevas fronteras y, en definitiva, sellar un
nuevo orden internacional.
El Tratado de Versalles trataba de poner orden en la escena
europea, garantizar una paz duradera para el mundo e
imponer unas condiciones a los vencidos que evitaran
futuras guerras. Nunca un Tratado consiguió efectos más
paradójicos y contradictorios, pues sentó las condiciones
para la futura contienda mundial y para el ascenso de los
fascismos en los países vencidos.
Pero también la escasa determinación de las potencias
occidentales a la hora defender los principios democráticos,
tal como ocurrió con los casos de Checoslovaquia, Polonia y
España, sentó los cimientos, en los años 30, para la deriva
imperialista y guerrera de las emergentes potencias fascistas.
A la frustración y el sentido dolor patriótico por haber
perdido la guerra, Alemania y Austria-Hungría tenían que
sufrir la pérdida de numerosos territorios, el pago de
cuantiosas indemnizaciones y unas condiciones tan onerosas
que les colocarían en unas condiciones realmente adversas
para recuperarse de una guerra.
La crisis económica que padecía toda Europa tras la
contienda se agravaba en Alemania por el peso de las
sanciones y las reparaciones de guerra.
Siguiendo unos principios que muchas veces no se ajustaban
a criterios étnicos, sino más bien a consideraciones políticas
de unas grandes potencias que tan sólo pretendían debilitar a
los derrotados, los vencedores impusieron a Alemania unas
condiciones basadas en la humillación territorial, en una
desmilitarización forzada y en la aceptación del pago de unas
deudas de guerra imposibles de pagar para un país en
bancarrota y en plena ebullición social tras la guerra. Los
mapas, además, eran absolutamente irracionales en muchos
casos; respondían más bien a unas lógicas políticas-militares
que trataban de dividir a los vencidos que a criterios de
racionalidad política.
Peor parada quedo Austria-Hungría, que tuvo que aceptar su
partición en dos Estados y la pérdida territorial de
importantes zonas del antiguo Estado. Transilvania fue
adjudicada a Rumania, Voivodina, Bosnia y Herzegovina e
incluso territorios situados en Eslovenia y Croacia a
Yugoslavia, Bucovina a Ucrania y la otra orilla del Danubio,
donde había una importante comunidad húngara, a
Eslovaquia; uno de cada tres húngaros quedaba fuera de sus
fronteras y repartidos en cinco Estados. Un drama recordado
todavía por los ultranacionalistas húngaros y los poetas
como el gran drama nacional magiar.
Las potencias vencedoras fijaron unas fronteras para Europa
Central y los Balcanes que en el futuro, tal como se vería dos
décadas después, serían fuente inagotable de problemas y
conflictos. La Sociedad de Naciones creada tras la guerra,
precursora de las Naciones Unidas, tendría sobre su mesa
nada más comenzar innumerables quejas y querellas de las
minorías con respecto al trato que le daban los nuevos
Estados
en
los
que
habían
sido
incorporadas
obligatoriamente. Luego, debido a su incapacidad por poner
orden en los contenciosos y el abandono de Alemania, la
institución
colapsó
y
estos
problemas
explotaron
súbitamente, a veces de forma violenta, otras mediante la vía
política.
En lo que respecta a Alemania, el Sarre quedó bajo la
administración de la Sociedad de Naciones, que concedió a
Francia su explotación económica durante 15 años; Eupen y
Malmedy fueron cedidas a Bélgica; el pequeño territorio de
Schleswig-Holstein pasó a dominio danés después de los
resultados de un plebiscito y la mayor parte de la Provincia
de Posen y Prusia Occidental, parte de Silesia, pasaron a
dominio polaco. Luego, las ciudades costeras del mar Báltico,
Danzig y Memel, se configuraron como ciudades libres bajo
autoridad polaca y de la Sociedad de Naciones.
No obstante, aparte de los fríos datos, millones de alemanes
quedaban fuera de las fronteras de Alemania, lo que más
tarde alimentaría los fuegos del discurso victimista y
ultranacionalista nazi y también crearía numerosos
contenciosos con los nuevos
Estados creados, en muchos casos, artificialmente, tal como
era los ejemplos de Yugoslavia y Checoslovaquia. A este
respecto, hay que recordar que la cuestión de los Sudetes,
donde residían unos tres millones de alemanes, fue la espita
que abrió las puertas a la Segunda Guerra Mundial y que le
sirvió a Hitler como señal de aviso de que Francia y el Reino
Unido no estaban dispuestos a mover un dedo por sus
supuestos aliados. Pero no adelantemos acontecimientos,
sino que sigamos el orden cronológico de toda esta historia.
Alemania,
1919
En enero de 1919, una vez que Alemania ha solicitado el
armisticio el pasado año y ha asumido con claridad la derrota
en la guerra, los trabajadores y estudiantes de Berlín, junto
con las de otras ciudades, se echan a la calle para protestar
por un conflicto que consideran injusto y fruto de las
contradicciones propias del capitalismo. La protesta se torna
en una auténtica revolución socialista, con sus propios
consejos obreros, y amenaza con socavar el poder del
endeble gobierno que trata de dirigir el país después de la
catástrofe de la derrota.
En
dicho
movimiento
revolucionario
participarían
activamente los dirigentes comunistas Rosa Luxemburgo y
Kart Liebknecht, quienes en un principio se opondrían pero
que más tarde se sumarían activamente al mismo. Más tarde,
ambos fueron asesinados tras el ahogamiento en sangre de la
revuelta.
En efecto, las fuerzas más reaccionarios del antiguo ejército
monárquico, junto con los Freikorps, grupos de mercenarios
nacionalistas de extrema derecha, auxiliaron al débil
gobierno alemán y, en apenas unos días, sofocaron con una
auténtica matanza la revuelta. Cientos de personas que se
habían sumado a la revolución, la mayoría considerados
“espartaquistas”, fueron detenidas, torturadas y después
ejecutadas, en un “aquelarre” sangriento todavía recordado
en Berlín todos los 15 de enero.
Los llamados “espartaquistas”, grupo que más tarde daría
paso al Partido Comunista Alemán (KPD), eran una escisión
del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que se
habían ido del partido por oponerse radicalmente a la
entrada de su país en la Primera Guerra Mundial, por
considerarla un enfrentamiento entre países imperialistas y
ajeno a la intereses de la clase obrera.
Los militares alemanes, que controlaban el país tras la huida
del káiser Guillermo II, habían evitado, con esta matanza, un
supuesto giro a la izquierda del país, y la “anarquía”.
Las revueltas revolucionarias, que se habían iniciado en
noviembre de 1918, duraron algo más de tres meses y se
habían extendido a todo el territorio, aunque el movimiento
tuvo especial fuerza en Berlín y Munich. Aunque inicialmente
no era propiamente una insurrección comunista, la
influencia de la reciente revolución soviética (1917) y las
ideas marxistas de muchos de sus protagonistas, como
Luxemburgo y Liebknecht, la caracterizan como un revuelta
que bebe ideológicamente y estratégicamente de dicha
revolución, cuya influencia fue decisiva en ulteriores
movimientos revolucionarios en toda Europa.
Para el escritor alemán Sebastián Haffner, la revolución fue
un movimiento espontáneo y popular ante la difícil situación
que se vivía en Alemania, tal como expone: “Es sabido que la
Revolución de 1918 no fue una operación premeditada ni
planeada con antelación.
Fue un subproducto del colapso militar. El pueblo –¡de
verdad, el pueblo!, no hubo prácticamente ningún líder- se
sintió engañado por sus dirigentes militares y políticos y los
ahuyentó.
Los ahuyentó, ni siquiera los expulsó, pues ya ante el primer
indicio de amenaza y espanto todos, empezando por el
káiser, desaparecieron sin hacer el más mínimo ruido ni
dejar el menor rastro, más o menos como, más adelante,
entre 1932 y 1933, lo harían los dirigentes de la República.
Los políticos alemanes, empezando por los de derechas hasta
llegar los de izquierdas, tienen muy mal perder”.
Contando con el apoyo de los socialdemócratas, que estaban
muy divididos antes, durante y después de la guerra, los
militares y la derecha alemana sellaron una alianza tácita
que sentó las bases para la formación de la República de
Weimar, que debe su nombre a la ciudad alemana donde se
constituyó la primera Asamblea Nacional constituyente tras
la guerra y consiguiente derrota del país en los frentes de
batalla.
La nueva República era un régimen semipresidencialista,
dominado por la derecha tradicional alemana, los
socialdemócratas moderados y una extrema derecha potente
y reorganizada tras la guerra en varias formaciones, pero
que seguía teniendo una presencia fuerte en el ejército, la
policía y la administración alemanas.
En los primeros años de existencia del régimen, y quizá para
frenar el ascenso de los comunistas, el nuevo sistema político
trató de atraer hacia sí a los socialdemócratas y dos de sus
grandes líderes, Friedrich Ebert (1919-1925) y Hermann
Müller (1920 y 1928-1930) ocuparían las principales
responsabilidades del país, siendo, respectivamente, uno
primer ministro y el otro canciller.
El caso de Ebert es significativo, pues fue una de las figuras
claves a la hora de apagar el fragor revolucionario de los más
izquierdistas y un hombre de Estado que creyó en el
parlamentarismo como la mejor fórmula para dirimir los
conflictos de la Alemania de su tiempo. Impulsó grandes
reformas, tanto en el campo como en el mundo laboral, y fue
uno de los precursores de lo que ahora se conoce como
Estado de Bienestar. Siempre aliado de la derecha y el
ejército, a los que aunó a su causa con el fin de frenar a la
extrema izquierda y a los comunistas, consiguió detener la
instauración de una república socialista en la Alemania de
posguerra e intentó, sin éxito, llevar a la política alemana de
la posguerra por la senda democrática y constitucionalista,
quizá un esfuerzo inútil para un país hundido en una crisis
de tan hondo calado y profundidad.
En 1919, una vez que la frustración, la crisis económica y la
desolación se han apoderado de un pueblo alemán que se ha
visto forzado a unas duras condiciones fijadas por los
vencedores, también se asiste a un hecho fundamental en la
historia de Alemania sin el cual no se podrán explicar los
acontecimientos futuros: es fundado el Partido Obrero
Alemán.
Creado por los extremistas Antón Drexler y Kart Harrer, en
sus inicios fue un pequeño partido de ideas contradictorias, a
medio camino entre el populismo izquierdista y las ideas más
reaccionarias.
Mas tarde, a esta formación política se le vendría a unir un ex
cabo herido en la guerra, Adolf Hitler, quien más tarde iría
escalando puestos en la dirección del partido y llegaría a
controlarlo hasta convertirlo en el Partido Nacional
Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), más
conocido como el partido nazi que llegaría al poder en el año
1933. Paradójicamente, Hitler no era alemán, sino austriaco
y no obtendría la nacionalidad alemana hasta una fecha tan
tardía como 1928.
Entre 1919 y 1923, mientras los políticos socialdemócratas y
liberales trataban de sentar las bases para un régimen
democrático y parlamentario para Alemania, muchos se
dedicaban a conspirar contra el nuevo régimen, bien desde la
filas de la extrema derecha como de la extrema izquierda. El
argumento de las duras reparaciones impuestas a Alemania
era el argumento recurrente de la extrema derecha, mientras
que la extrema izquierda fijaba sus objetivos en una
revolución socialista al estilo soviético. Ambas grupos, en un
principio aliados estratégicos contra su enemigo común, el
gobierno alemán surgido tras la guerra, más tarde
colisionarían y llevarían a la República de Weimar al colapso.
“En la primavera de 1920, los intentos de Gustav Noske de
disolver los Freikorps se saldaron con la exigencia de una
crisis de gobierno y un Putsch dirigido por el antiguo líder
del Partido de la Patria y miembro de la dirección de la DNVP
Wolfgang Kapp. El golpe fue fácilmente aplastado por la
resistencia de de la propia burocracia a seguir las órdenes de
los nuevos gobernantes y, sobre todo, por la huelga general
convocada por los trabajadores, que derivaría en un
levantamiento armado reprimido con inaudita dureza por un
sector de los propios golpistas, al servicio ahora de Gustav
Noske. El levantamiento, que tuvo especial incidencia en la
cuenca del Ruhr, continuaba la línea de movilizaciones que
se habían ido reiterando desde noviembre de 1918,
provocando un distanciamiento cada más insalvable entre
las diversas facciones izquierdistas”, escribiría sobre este
periodo el historiador Ferran Gallego en su libro De Munich
a Auschwitz.
Como resultado de todas estas tensiones, conspiraciones y
falta de expectativas de una sociedad que se consideraba
humillada, en las elecciones de junio de 1920 los
socialdemócratas y los grupos más moderados que habían
apoyado al nuevo régimen sufrieron un importante revés
electoral, mientras que los grupos más radicales y
antisistema aumentaban su representación en el nuevo
parlamento.
Luego la gravísima crisis económica, con sus graves secuelas
de la hiperinflación entre 1921 y 1923, golpeó con fuerza a
casi todos los sectores sociales, pero sobre a los que tenían
menor poder adquisitivo, preparando el caldo de cultivo para
el descrédito del sistema democrático y permitiendo avanzar
socialmente a las fuerzas más radicales.
Los diversos gobiernos, incluido el moderado que lideró el
dirigente católico Joseph Birth entre 1921 y 1922, una
reconstrucción de la primera coalición que sentara las bases
para el régimen de Weimar, no consiguieron frenar la
hiperinflación y detener el periodo de depauperización que
sufría la sociedad alemana. Los alemanes llevaban fajos con
millones de marcos para hacer sus compras diarias, los
alimentos y productos básicos subían de precios en apenas
horas; el caos se había apoderado del país y nadie parecía ser
capaz de detenerlo.
El año 1922, como anuncio quizá de lo que estaba por llegar,
fue asesinado Walter Rathenau, uno de los grandes
estadistas alemanes de este período y hombre de negocios
polifacético. Fue el que dio mayor aliento a la economía
alemana después de la primera guerra mundial, obteniendo
considerables créditos extranjeros, y dando gran impulso al
sistema de racionalización de las industrias. Habiendo sido
el artífice de grandes acuerdos con sus vecinos, pero sobre
todo con Rusia, con quien firmaría el Tratado de Rapallo, era
un hombre hábil y pragmático, un demócrata convencido que
creía en el parlamentarismo y el diálogo. Su muerte era mal
augurio para el nuevo régimen democrático.
Al parecer, Rathenau fue asesinado por la ultraderecha, en
alza en aquellos momentos, aunque su crimen nunca será
esclarecido porque, al parecer, sus ejecutores se
“suicidaron” posteriormente en una comisaría de policía, tal
como denunciarían los propios agentes que los habían
detenido.
La muerte del conocido político, de origen judío, causaría
una honda conmoción en Alemania y son muchos analistas
los que señalan que su muerte privó al país de una gran
figura capaz de haber resuelto muchos de los problemas con
que más tarde se enfrentaría la República; su proyecto
nacional, de una Alemania prospera y en paz con sus vecinos,
se venía abajo, mientras los más radicales de los dos
extremos seguían conspirando para hacerse con las riendas
de una nación en busca de su espacio e identidad en un
continente convulso y con graves problemas tras una larga
contienda bélica.
Mientras en la política alemana se sucedían numerosos
sobresaltos, como la muerte de Rathenau, Hitler escalaba
puestos en las formaciones ultras y en apenas dos años, entre
1920 y 1922, ya se había hecho con el control del antiguo
Partido Obrero Alemán e incluso lo había cambiado de
nombre por el de Partido Nacionalsocialista Alemán de los
Trabajadores (NSDAP), habiendo llegado a expulsar de la
formación a alguno de sus fundadores, como Drexler, por no
secundar su estrategia de masas y mítines masivos.
Hitler ya se dedicaba de lleno a la política y había hecho de la
ciudad de Munich, ciudad siempre emblemática para la
ultraderecha alemana y los círculos cristianos más radicales,
su centro de actuación política.
El Putsch de Munich
Instalado ya en la cúspide del movimiento nacionalista y
creyendo que había llegado el momento de madurez para su
revolución política, Hitler pensó que el año 1923 era el
momento propicio para lanzarse a la acción directa y tomar
el poder.
La situación de la sociedad alemana era desesperada, los
precios subían alarmantemente, los obreros perdían poder
adquisitivo y el caos político, con los grupos extremistas en
alza, estaba causando auténtico pavor incluso en las clases
medias. A estos elementos absolutamente desfavorables que
el ejecutivo alemán del momento no era capaz de revertir, se
le vino a unir la ocupación franco-belga del Ruhr, en un craso
error de los dirigentes franceses del momento, que no
supieron medir los efectos de su política de humillación y
pillaje con respecto a Alemania.
El nazismo, una ideología sobre todo victimista, nacionalista
y profundamente antioccidental en el sentido democrático y
parlamentario, nutriría una buena parte de su “artillería”
ideológica de entonces con gestos como el de Francia,
considerados como una suerte de afrenta colectiva al pueblo
alemán. Las democracias occidentales no comprendieron en
su momento la gravedad de la situación alemana y muchos de
sus movimientos, entre 1919 y 1933, contribuyeron al
desarrollo y expansión del nazismo.
En noviembre de 1923, y tras comprobar Hitler el malestar
intenso que se vive en la sociedad alemana, pero sobre todo
en los sectores empresariales, el ejército, la policía y los
grupos más nacionalistas, los nacionalsocialistas se deciden
a dar un golpe de Estado contra el régimen democrático en
Munich, con la esperanza de que más tarde el movimiento se
propagase por todo el país, incluida Berlín, cayera el régimen
democrático y se instalara un régimen autoritario.
Sin embargo, la escasa capacidad militar de los alzados, el
nulo apoyo que todavía tenían en la mayoría social alemana y
errores de cálculo del propio Hitler convirtieron al golpe en
una acción propiamente de opereta. Intentaron, tras un
mitin en una cervecería y tomar algunos rehenes, hacerse
rápidamente con el poder en la ciudad, lo que les impidió la
policía tras dos días de enfrentamientos y tiroteos.
Murieron catorce nazis, convertidos después en héroes por el
movimiento, y hubo numerosos heridos, incluso el propio
Hitler y su lugarteniente Hermann Göring.
Hitler había calibrado mal la fuerza de su movimiento, ya
que no fueron tantas las adhesiones que recibió el golpe
como el escaso calor que tuvo a nivel de calle. Tampoco se
unieron sectores significativos de la policía y el ejército
tampoco secundó la acción, al tiempo que la derecha liberal y
los partidos tradicionales condenaron el motín que no había
ido más allá de una algarada callejera, pero que demostraba
que los nazis y Hitler iban en serio, es decir, que pretendían
tomar el poder por cualquier forma, incluida la vía armada, y
no iban a cejar en su objetivo final de derribar el sistema
democrático y construir un Estado autoritario.
“El año 1923”, en palabras del ya citado Haffner, “preparó a
Alemania no para el nazismo en particular, sino para
cualquier aventura fantástica. Las raíces psicológicas e
imperiales del nazismo son mucho más profundas, como
hemos visto hasta ahora. Pero entonces sí que surgió aquello
que hoy confiere al nazismo su rasgo delirante: esa locura
fría, esa determinación ciega, imparable y desaprensiva de
querer lograr lo imposible, la idea de que “justo es lo que nos
conviene” y “la palabra imposible no existe”.
Sin embargo, el partido nazi, pese a que oficialmente había
sido ilegalizado, continuó con su actividad, tolerada por las
autoridades, y Hitler tan sólo cumplió una condena de nueve
meses de los cinco años que había sido condenado. El
régimen parlamentario volvía a mostrar su debilidad frente a
los extremismos y esta tolerancia hacia los mismos, incluida
la condena de Hitler, sería letal en el futuro, un aviso para
navegantes de que todo estaba tolerado y de que el sistema
no se implicaría de una forma efectiva en la lucha contra el
nazismo y los demás movimientos antisistema.
El golpe de Estado de 1923 había fracasado, también los
planes de Hitler de llegar al poder de una forma rápida
naufragaban; tardaría más de una década en entrar en el
gobierno del país y después sería el final del sistema
democrático. La extrema derecha, que había estado muy
atenta a los últimos acontecimientos y que pretendía obtener
réditos políticos del descontento social, empezaba a
considerar la posibilidad de alianzas con Hitler y veía en el
NSDAP una fuerza a tener en cuenta en el futuro, pese la
situación de clandestinidad en la que se mantenía después de
los acontecimientos de noviembre de 1923.
Así llegamos a las elecciones de 1924, quizá el primer
síntoma de que la descomposición del régimen político de la
República de Weimar ha comenzado y que los partidos
tradicionales no saben dar una respuesta a la crisis total que
se vive en la Alemania de entonces. Los nazis todavía no
están presentes, pero ya se anunciaban los síntomas de la
descomposición reinante.
Un contexto internacional desfavorable para la nueva
democracia alemana
Tampoco el contexto internacional era nada favorable, pues
acaba de ocurrir la ocupación del Ruhr y los vencedores
proyectaron el Plan Dawes para Alemania, una suerte de
paquetes de medidas financieras que fueron vistas como una
interferencia en la política económica alemana. El electorado
alemán, en un contexto de gran desánimo y crisis, giró a la
derecha con respecto a las elecciones de 1920; también se
produjo un considerable aumento de la abstención. En
definitiva, los partidos que apoyaban a la República de
Weimar obtuvieron unos escasos resultados y los
movimientos populistas de derechas comenzaban a
despuntar. Los comunistas, con algo más del 12% de los
sufragios, mostraban que a partir de ahora serían una fuerza
protagonista en la sociedad alemana hasta que la llegada de
Hitler al poder los pusiera fuera de juego por bastantes años.
En cuanto a la presidencia del país, el militar Paul von
Hindenburg consiguió hacerse con la máxima jefatura
alemana, en 1925, derrotando ampliamente a los comunistas,
los socialdemócratas y la derecha tradicional. La
desaparición del socialdemócrata Ebert en aquellas fechas
también impidió a la socialdemocracia ejercer un liderazgo
sólido, al tiempo que la división de la izquierda entre el KPD
y el SPD favoreció al viejo mariscal. Hindenburg ocuparía
este puesto entre 1925 y 1934, un año después de la llegada de
Hitler al poder.
Sin perder ni un momento, una vez que Hitler es liberado de
la prisión se pone manos a la obra y al trabajo de
reorganización del partido. Su estancia en prisión ha sido
productiva, ya que ha escrito su programa político, el Mein
Kampf, y el partido ha estado minado por las sucesivas crisis
internas.
Hitler, precavido y desconfiado del resto de los dirigentes del
NSDAP, había dejado la formación en manos de alguien sin
carisma, Arthur Rosenberg, y tampoco esperaba que los
resultados electorales durante su estancia en prisión fueran
lo suficientemente significativos para deslegitimarlo, tal
como ocurrió.
En lo que se refiere a su programa político, pocas cosas
habían cambiado: la necesidad de una jefatura sin
discusiones, la superioridad de la raza alemana en una
Europa en decadencia por el “judeobolchevismo”, una suerte
de “socialismo” popular antimarxista que luego fue capaz de
convivir con el capitalismo alemán desarrollado y la
“traición” que había sufrido Alemania en la Primera Guerra
Mundial, sobre todo a manos de los judíos, los comunistas,
los socialdemócratas y los “infrahumanos”, un nuevo
concepto que engloba a todos los no arios y que justificaría
más tarde la “necesaria” expansión germánica. Se trataba, en
definitiva,
de
un
programa
basado
en
teorías
pseudocientíficas y poco rigurosas, pura demagogia
destinada al fácil consumo de las masas, tal como planeaba
Hitler con acierto.
Nada más estar en la calle, a principios de 1925, Hitler
comienza a reorganizar el partido no sólo en el plano
administrativo, sino en cuanto a su estrategia y discurso.
Hitler, tras su salida de la cárcel de Landsberg, ya había
decidido utilizar las reglas del mismo sistema democrático
para llegar el poder y después socavarlo, cuando no
hundirlo. Tras el intento de golpe de Estado y su paso por la
prisión, los peores augurios se habían apoderado de un
movimiento que estaba inerte y desgastado socialmente.
Lo primero que hizo Hitler nada más salir de la prisión fue
hacerse con el poder total, tal como siempre había deseado y
que nunca más delegaría hasta el final de sus días, aislando a
sus detractores y reclamando para él el liderazgo del nuevo
movimiento. Ya se había convertido en el Führer, con apenas
un discurso vacuo y plagado de exabruptos totalitarios, y
había comenzado el camino sin retorno que terminaría en un
búnker allá por los finales de abril de 1945.
En aquellos días, el partido nazi y su máximo líder, Hitler, no
eran absolutamente determinantes en la vida política
alemana. La derecha tradicional seguía controlando la
escena política y personalidades como Wilhem Marx, del
partido Zentrum (Centro), y Franz von Papen, un
conservador clásico, seguirían siendo los líderes de una
burguesía alemana que se negaba a compartir el poder con la
izquierda y mucho menos con los excéntricos nazis, a los que
veía como elementos desclasados e integrantes del
populacho.
Entre 1924 y 1928 han sido considerados los mejores años de
la República de Weimar, pese a los problemas, conflictos y
vicisitudes económicas. Son muchos los que piensan que sin
la gran crisis de 1929 y la escasa sensibilidad de las potencias
occidentales hacia Alemania en aquellos años el nazismo
nunca se hubiera llegado a producir, Hitler nunca hubiera
llegado al poder. En las diversas elecciones regionales
habidas en ese período, la fuerza de los nazis era muy
residual y todo apuntaba que nunca pasarían de ser una
formación sin capacidad de ser alternativa en el sistema
político alemán.
El juego electoral discurría sin sobresaltos y las elecciones de
1928 confirmarían esta tendencia. En las mismas, los
socialdemócratas conseguían los mejores resultados de la
historia de la República de Weimar, con algo más del 30% de
los sufragios; la derecha tradicional perdía algunos puntos y
un sinfín de organizaciones sectoriales y regionales entraban
en el nuevo parlamento y condicionarían al futuro gobierno.
Los comunistas y el famoso Zentrum perdían un punto cada
uno, pero seguían con una importante presencia
parlamentaria.
Los nazis, como muestra la tendencia a la marginalidad
señalada antes, tan sólo obtenían 2,6% de los votos y una
docena de escaños. La decepción de Hitler era inmensa y tan
sólo un cataclismo, como el que ocurriría un año más tarde,
podría salvar al movimiento de la catástrofe.
La gran depresión de 1929
El 29 de octubre de 1929 se produjo el desplome de la bolsa
de valores de Nueva Cork, una crisis de proporciones
desconocidas hasta ahora y que iba a tener consecuencias
más allá de las fronteras norteamericanas. En la Alemania de
la posguerra el impacto de la crisis fue automático: los
inversores retiraron su dinero de inmediato, las bolsas se
derrumbaron sin remisión, las empresas comenzaron a
quebrar por miles y el desempleo aumentó hasta los tres
millones de trabajadores, una cifra record y desconocida
hasta ese momento; más tarde, en 1932, el porcentaje se
dobló y llegó a alcanzar hasta los seis millones.
Las grandes empresas alemanas cerraban sus puertas, la
crisis se apoderaba del país y el ejecutivo no era capaz de dar
respuestas a una “cataclismo” de tan hondo calado. Se
calcula que en ese período la industria alemana producía un
50% menos que hacía unos años y que se exportaban dos
terceras partes menos que el año anterior.
Alemania estaba necesitada de un ajuste duro y de respuestas
adecuadas, algo que los políticos de entonces no fueron
capaces de dar. Las políticas económicas puestas en marcha
no fueron capaces de parar la crisis y la situación social era
desesperada, antesala de que se producirían “turbulencias”
políticas en los próximos años.
“Octubre de 1929. Un otoño crudo tras un hermoso verano,
lluvia, clima riguroso y, ante todo, una especie de presión en
el aire que no estaba relacionada con el tiempo. Insultos en
las columnas de anuncios; uniformes diarreicos en las calles
y rostros molestos antes ellos por primera vez; los silbidos y
el traqueteo de una música marcial estridente y ordinaria.
En la Administración, desconcierto; en el Reichstag,
alboroto; los periódicos llenos de información sobre una
crisis de Gobierno lenta e inacabable. Todo nos resultaba
siniestramente familiar, olía a 1919 o 1920. ¿El canciller no
era el pobre Hermann Müller, que ya lo había sido en
aquellos años?
Mientras Stresemann había sido ministro de Asuntos
Exteriores, nadie había preguntado mucho por el canciller.
La muerte del primero era el principio del fin”; resumía
Haffner al referirse a dicho año.
Mientras la crisis política se agudizaba y la situación
económica estaba fuera de control, Hitler se preparaba para
la toma del poder, sabía que las condiciones no podían ser
más óptimas y que el país se encaminaba hacia un callejón
sin salida en donde él podría emerger como una gran líder.
Antes de la crisis, en el verano de 1929, ya había puesto todas
sus dotes oratorias al servicio de la organización
nacionalsocialista y en el congreso del partido, celebrado en
Nuremberg, cuidó al máximo la escenografía, los uniformes y
el discurso.
Seguía apelando a un fuerte autoritarismo, ya que las masas
no podían gobernarse por sí solas tal como se estaba viendo,
y hacía falta la figura de un gran líder, con puño de hierro,
que pusiera orden en la desordenada Alemania de entonces.
Los demás líderes del partido, ya claramente marginados,
observaban absortos cómo Hitler iba escalando todos los
peldaños hasta llegar a lo que denominaba como el “poder
total”.
En este contexto, y con un nazismo con el viento a su favor
por la persistencia de la crisis política y económica, Hitler
cosechó, a finales del año 1929, unos excelentes resultados
en las elecciones regionales en Baden y Turingia, parciales de
las parlamentarias que se anunciaban para el año próximo
ante el alto grado de descomposición política que vivía el
país. El gran éxito del Hitler de aquellos años había sido
estratégico: había anulado a todos los líderes que le hacían
sombra en su partido y había aupado hasta el máximo poder
a una camarilla de dirigentes que le eran absolutamente
fieles, como eran los casos de Joseph Goebels, Hermann
Göring y Rudolf Hess. Todo ello, unido a la infuncionalidad
de un sistema que no sabía ni podía generar respuestas a las
crisis políticas y económicas, había hecho el resto.
Paralelamente a esta estratagema política, los nazis también
habían conseguido dominar la calle a través de las temidas
Secciones de Asalto que dirigía el antiguo amigo de Hitler
Ernest Röhm, un enigmático homosexual rudo y violento que
atacaba sin rechistar a sus oponentes comunistas y
demócratas y que era temido por una buena parte del
partido.
Las calles de Alemania de aquellos años se convertían en
numerosas ocasiones en improvisados campos de batalla; la
violencia política, también utilizada por los comunistas,
estuvo muy presente en la vida de Alemania hasta la llegada
de Hitler al poder, cuando todas las formaciones son
ilegalizadas y se instaura la dictadura del terror nazi.