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EL FRACASO DE LA REPÚBLICA DE WEIMAR (1919-1930) EL CONTEXTO HISTÓRICO DEL ASCENSO DE HITLER AL PODER La expansión del poder de Hitler constituyó en buena medida el reflejo de la debilidad tanto del orden interno como del internacional en aquella década. La crisis de Weimar había sido tan profunda que Hitler sólo necesitó tocar las estructuras restantes para que se vinieran abajo. Ian Kershaw El final de la Primera Guerra Mundial El 28 de junio de 1919 terminaba la Primera Guerra Mundial. Los países vencedores en la primera gran contienda mundial firmaron con los perdedores un gran acuerdo para dotar a Europa de unas nuevas fronteras y, en definitiva, sellar un nuevo orden internacional. El Tratado de Versalles trataba de poner orden en la escena europea, garantizar una paz duradera para el mundo e imponer unas condiciones a los vencidos que evitaran futuras guerras. Nunca un Tratado consiguió efectos más paradójicos y contradictorios, pues sentó las condiciones para la futura contienda mundial y para el ascenso de los fascismos en los países vencidos. Pero también la escasa determinación de las potencias occidentales a la hora defender los principios democráticos, tal como ocurrió con los casos de Checoslovaquia, Polonia y España, sentó los cimientos, en los años 30, para la deriva imperialista y guerrera de las emergentes potencias fascistas. A la frustración y el sentido dolor patriótico por haber perdido la guerra, Alemania y Austria-Hungría tenían que sufrir la pérdida de numerosos territorios, el pago de cuantiosas indemnizaciones y unas condiciones tan onerosas que les colocarían en unas condiciones realmente adversas para recuperarse de una guerra. La crisis económica que padecía toda Europa tras la contienda se agravaba en Alemania por el peso de las sanciones y las reparaciones de guerra. Siguiendo unos principios que muchas veces no se ajustaban a criterios étnicos, sino más bien a consideraciones políticas de unas grandes potencias que tan sólo pretendían debilitar a los derrotados, los vencedores impusieron a Alemania unas condiciones basadas en la humillación territorial, en una desmilitarización forzada y en la aceptación del pago de unas deudas de guerra imposibles de pagar para un país en bancarrota y en plena ebullición social tras la guerra. Los mapas, además, eran absolutamente irracionales en muchos casos; respondían más bien a unas lógicas políticas-militares que trataban de dividir a los vencidos que a criterios de racionalidad política. Peor parada quedo Austria-Hungría, que tuvo que aceptar su partición en dos Estados y la pérdida territorial de importantes zonas del antiguo Estado. Transilvania fue adjudicada a Rumania, Voivodina, Bosnia y Herzegovina e incluso territorios situados en Eslovenia y Croacia a Yugoslavia, Bucovina a Ucrania y la otra orilla del Danubio, donde había una importante comunidad húngara, a Eslovaquia; uno de cada tres húngaros quedaba fuera de sus fronteras y repartidos en cinco Estados. Un drama recordado todavía por los ultranacionalistas húngaros y los poetas como el gran drama nacional magiar. Las potencias vencedoras fijaron unas fronteras para Europa Central y los Balcanes que en el futuro, tal como se vería dos décadas después, serían fuente inagotable de problemas y conflictos. La Sociedad de Naciones creada tras la guerra, precursora de las Naciones Unidas, tendría sobre su mesa nada más comenzar innumerables quejas y querellas de las minorías con respecto al trato que le daban los nuevos Estados en los que habían sido incorporadas obligatoriamente. Luego, debido a su incapacidad por poner orden en los contenciosos y el abandono de Alemania, la institución colapsó y estos problemas explotaron súbitamente, a veces de forma violenta, otras mediante la vía política. En lo que respecta a Alemania, el Sarre quedó bajo la administración de la Sociedad de Naciones, que concedió a Francia su explotación económica durante 15 años; Eupen y Malmedy fueron cedidas a Bélgica; el pequeño territorio de Schleswig-Holstein pasó a dominio danés después de los resultados de un plebiscito y la mayor parte de la Provincia de Posen y Prusia Occidental, parte de Silesia, pasaron a dominio polaco. Luego, las ciudades costeras del mar Báltico, Danzig y Memel, se configuraron como ciudades libres bajo autoridad polaca y de la Sociedad de Naciones. No obstante, aparte de los fríos datos, millones de alemanes quedaban fuera de las fronteras de Alemania, lo que más tarde alimentaría los fuegos del discurso victimista y ultranacionalista nazi y también crearía numerosos contenciosos con los nuevos Estados creados, en muchos casos, artificialmente, tal como era los ejemplos de Yugoslavia y Checoslovaquia. A este respecto, hay que recordar que la cuestión de los Sudetes, donde residían unos tres millones de alemanes, fue la espita que abrió las puertas a la Segunda Guerra Mundial y que le sirvió a Hitler como señal de aviso de que Francia y el Reino Unido no estaban dispuestos a mover un dedo por sus supuestos aliados. Pero no adelantemos acontecimientos, sino que sigamos el orden cronológico de toda esta historia. Alemania, 1919 En enero de 1919, una vez que Alemania ha solicitado el armisticio el pasado año y ha asumido con claridad la derrota en la guerra, los trabajadores y estudiantes de Berlín, junto con las de otras ciudades, se echan a la calle para protestar por un conflicto que consideran injusto y fruto de las contradicciones propias del capitalismo. La protesta se torna en una auténtica revolución socialista, con sus propios consejos obreros, y amenaza con socavar el poder del endeble gobierno que trata de dirigir el país después de la catástrofe de la derrota. En dicho movimiento revolucionario participarían activamente los dirigentes comunistas Rosa Luxemburgo y Kart Liebknecht, quienes en un principio se opondrían pero que más tarde se sumarían activamente al mismo. Más tarde, ambos fueron asesinados tras el ahogamiento en sangre de la revuelta. En efecto, las fuerzas más reaccionarios del antiguo ejército monárquico, junto con los Freikorps, grupos de mercenarios nacionalistas de extrema derecha, auxiliaron al débil gobierno alemán y, en apenas unos días, sofocaron con una auténtica matanza la revuelta. Cientos de personas que se habían sumado a la revolución, la mayoría considerados “espartaquistas”, fueron detenidas, torturadas y después ejecutadas, en un “aquelarre” sangriento todavía recordado en Berlín todos los 15 de enero. Los llamados “espartaquistas”, grupo que más tarde daría paso al Partido Comunista Alemán (KPD), eran una escisión del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) que se habían ido del partido por oponerse radicalmente a la entrada de su país en la Primera Guerra Mundial, por considerarla un enfrentamiento entre países imperialistas y ajeno a la intereses de la clase obrera. Los militares alemanes, que controlaban el país tras la huida del káiser Guillermo II, habían evitado, con esta matanza, un supuesto giro a la izquierda del país, y la “anarquía”. Las revueltas revolucionarias, que se habían iniciado en noviembre de 1918, duraron algo más de tres meses y se habían extendido a todo el territorio, aunque el movimiento tuvo especial fuerza en Berlín y Munich. Aunque inicialmente no era propiamente una insurrección comunista, la influencia de la reciente revolución soviética (1917) y las ideas marxistas de muchos de sus protagonistas, como Luxemburgo y Liebknecht, la caracterizan como un revuelta que bebe ideológicamente y estratégicamente de dicha revolución, cuya influencia fue decisiva en ulteriores movimientos revolucionarios en toda Europa. Para el escritor alemán Sebastián Haffner, la revolución fue un movimiento espontáneo y popular ante la difícil situación que se vivía en Alemania, tal como expone: “Es sabido que la Revolución de 1918 no fue una operación premeditada ni planeada con antelación. Fue un subproducto del colapso militar. El pueblo –¡de verdad, el pueblo!, no hubo prácticamente ningún líder- se sintió engañado por sus dirigentes militares y políticos y los ahuyentó. Los ahuyentó, ni siquiera los expulsó, pues ya ante el primer indicio de amenaza y espanto todos, empezando por el káiser, desaparecieron sin hacer el más mínimo ruido ni dejar el menor rastro, más o menos como, más adelante, entre 1932 y 1933, lo harían los dirigentes de la República. Los políticos alemanes, empezando por los de derechas hasta llegar los de izquierdas, tienen muy mal perder”. Contando con el apoyo de los socialdemócratas, que estaban muy divididos antes, durante y después de la guerra, los militares y la derecha alemana sellaron una alianza tácita que sentó las bases para la formación de la República de Weimar, que debe su nombre a la ciudad alemana donde se constituyó la primera Asamblea Nacional constituyente tras la guerra y consiguiente derrota del país en los frentes de batalla. La nueva República era un régimen semipresidencialista, dominado por la derecha tradicional alemana, los socialdemócratas moderados y una extrema derecha potente y reorganizada tras la guerra en varias formaciones, pero que seguía teniendo una presencia fuerte en el ejército, la policía y la administración alemanas. En los primeros años de existencia del régimen, y quizá para frenar el ascenso de los comunistas, el nuevo sistema político trató de atraer hacia sí a los socialdemócratas y dos de sus grandes líderes, Friedrich Ebert (1919-1925) y Hermann Müller (1920 y 1928-1930) ocuparían las principales responsabilidades del país, siendo, respectivamente, uno primer ministro y el otro canciller. El caso de Ebert es significativo, pues fue una de las figuras claves a la hora de apagar el fragor revolucionario de los más izquierdistas y un hombre de Estado que creyó en el parlamentarismo como la mejor fórmula para dirimir los conflictos de la Alemania de su tiempo. Impulsó grandes reformas, tanto en el campo como en el mundo laboral, y fue uno de los precursores de lo que ahora se conoce como Estado de Bienestar. Siempre aliado de la derecha y el ejército, a los que aunó a su causa con el fin de frenar a la extrema izquierda y a los comunistas, consiguió detener la instauración de una república socialista en la Alemania de posguerra e intentó, sin éxito, llevar a la política alemana de la posguerra por la senda democrática y constitucionalista, quizá un esfuerzo inútil para un país hundido en una crisis de tan hondo calado y profundidad. En 1919, una vez que la frustración, la crisis económica y la desolación se han apoderado de un pueblo alemán que se ha visto forzado a unas duras condiciones fijadas por los vencedores, también se asiste a un hecho fundamental en la historia de Alemania sin el cual no se podrán explicar los acontecimientos futuros: es fundado el Partido Obrero Alemán. Creado por los extremistas Antón Drexler y Kart Harrer, en sus inicios fue un pequeño partido de ideas contradictorias, a medio camino entre el populismo izquierdista y las ideas más reaccionarias. Mas tarde, a esta formación política se le vendría a unir un ex cabo herido en la guerra, Adolf Hitler, quien más tarde iría escalando puestos en la dirección del partido y llegaría a controlarlo hasta convertirlo en el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), más conocido como el partido nazi que llegaría al poder en el año 1933. Paradójicamente, Hitler no era alemán, sino austriaco y no obtendría la nacionalidad alemana hasta una fecha tan tardía como 1928. Entre 1919 y 1923, mientras los políticos socialdemócratas y liberales trataban de sentar las bases para un régimen democrático y parlamentario para Alemania, muchos se dedicaban a conspirar contra el nuevo régimen, bien desde la filas de la extrema derecha como de la extrema izquierda. El argumento de las duras reparaciones impuestas a Alemania era el argumento recurrente de la extrema derecha, mientras que la extrema izquierda fijaba sus objetivos en una revolución socialista al estilo soviético. Ambas grupos, en un principio aliados estratégicos contra su enemigo común, el gobierno alemán surgido tras la guerra, más tarde colisionarían y llevarían a la República de Weimar al colapso. “En la primavera de 1920, los intentos de Gustav Noske de disolver los Freikorps se saldaron con la exigencia de una crisis de gobierno y un Putsch dirigido por el antiguo líder del Partido de la Patria y miembro de la dirección de la DNVP Wolfgang Kapp. El golpe fue fácilmente aplastado por la resistencia de de la propia burocracia a seguir las órdenes de los nuevos gobernantes y, sobre todo, por la huelga general convocada por los trabajadores, que derivaría en un levantamiento armado reprimido con inaudita dureza por un sector de los propios golpistas, al servicio ahora de Gustav Noske. El levantamiento, que tuvo especial incidencia en la cuenca del Ruhr, continuaba la línea de movilizaciones que se habían ido reiterando desde noviembre de 1918, provocando un distanciamiento cada más insalvable entre las diversas facciones izquierdistas”, escribiría sobre este periodo el historiador Ferran Gallego en su libro De Munich a Auschwitz. Como resultado de todas estas tensiones, conspiraciones y falta de expectativas de una sociedad que se consideraba humillada, en las elecciones de junio de 1920 los socialdemócratas y los grupos más moderados que habían apoyado al nuevo régimen sufrieron un importante revés electoral, mientras que los grupos más radicales y antisistema aumentaban su representación en el nuevo parlamento. Luego la gravísima crisis económica, con sus graves secuelas de la hiperinflación entre 1921 y 1923, golpeó con fuerza a casi todos los sectores sociales, pero sobre a los que tenían menor poder adquisitivo, preparando el caldo de cultivo para el descrédito del sistema democrático y permitiendo avanzar socialmente a las fuerzas más radicales. Los diversos gobiernos, incluido el moderado que lideró el dirigente católico Joseph Birth entre 1921 y 1922, una reconstrucción de la primera coalición que sentara las bases para el régimen de Weimar, no consiguieron frenar la hiperinflación y detener el periodo de depauperización que sufría la sociedad alemana. Los alemanes llevaban fajos con millones de marcos para hacer sus compras diarias, los alimentos y productos básicos subían de precios en apenas horas; el caos se había apoderado del país y nadie parecía ser capaz de detenerlo. El año 1922, como anuncio quizá de lo que estaba por llegar, fue asesinado Walter Rathenau, uno de los grandes estadistas alemanes de este período y hombre de negocios polifacético. Fue el que dio mayor aliento a la economía alemana después de la primera guerra mundial, obteniendo considerables créditos extranjeros, y dando gran impulso al sistema de racionalización de las industrias. Habiendo sido el artífice de grandes acuerdos con sus vecinos, pero sobre todo con Rusia, con quien firmaría el Tratado de Rapallo, era un hombre hábil y pragmático, un demócrata convencido que creía en el parlamentarismo y el diálogo. Su muerte era mal augurio para el nuevo régimen democrático. Al parecer, Rathenau fue asesinado por la ultraderecha, en alza en aquellos momentos, aunque su crimen nunca será esclarecido porque, al parecer, sus ejecutores se “suicidaron” posteriormente en una comisaría de policía, tal como denunciarían los propios agentes que los habían detenido. La muerte del conocido político, de origen judío, causaría una honda conmoción en Alemania y son muchos analistas los que señalan que su muerte privó al país de una gran figura capaz de haber resuelto muchos de los problemas con que más tarde se enfrentaría la República; su proyecto nacional, de una Alemania prospera y en paz con sus vecinos, se venía abajo, mientras los más radicales de los dos extremos seguían conspirando para hacerse con las riendas de una nación en busca de su espacio e identidad en un continente convulso y con graves problemas tras una larga contienda bélica. Mientras en la política alemana se sucedían numerosos sobresaltos, como la muerte de Rathenau, Hitler escalaba puestos en las formaciones ultras y en apenas dos años, entre 1920 y 1922, ya se había hecho con el control del antiguo Partido Obrero Alemán e incluso lo había cambiado de nombre por el de Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), habiendo llegado a expulsar de la formación a alguno de sus fundadores, como Drexler, por no secundar su estrategia de masas y mítines masivos. Hitler ya se dedicaba de lleno a la política y había hecho de la ciudad de Munich, ciudad siempre emblemática para la ultraderecha alemana y los círculos cristianos más radicales, su centro de actuación política. El Putsch de Munich Instalado ya en la cúspide del movimiento nacionalista y creyendo que había llegado el momento de madurez para su revolución política, Hitler pensó que el año 1923 era el momento propicio para lanzarse a la acción directa y tomar el poder. La situación de la sociedad alemana era desesperada, los precios subían alarmantemente, los obreros perdían poder adquisitivo y el caos político, con los grupos extremistas en alza, estaba causando auténtico pavor incluso en las clases medias. A estos elementos absolutamente desfavorables que el ejecutivo alemán del momento no era capaz de revertir, se le vino a unir la ocupación franco-belga del Ruhr, en un craso error de los dirigentes franceses del momento, que no supieron medir los efectos de su política de humillación y pillaje con respecto a Alemania. El nazismo, una ideología sobre todo victimista, nacionalista y profundamente antioccidental en el sentido democrático y parlamentario, nutriría una buena parte de su “artillería” ideológica de entonces con gestos como el de Francia, considerados como una suerte de afrenta colectiva al pueblo alemán. Las democracias occidentales no comprendieron en su momento la gravedad de la situación alemana y muchos de sus movimientos, entre 1919 y 1933, contribuyeron al desarrollo y expansión del nazismo. En noviembre de 1923, y tras comprobar Hitler el malestar intenso que se vive en la sociedad alemana, pero sobre todo en los sectores empresariales, el ejército, la policía y los grupos más nacionalistas, los nacionalsocialistas se deciden a dar un golpe de Estado contra el régimen democrático en Munich, con la esperanza de que más tarde el movimiento se propagase por todo el país, incluida Berlín, cayera el régimen democrático y se instalara un régimen autoritario. Sin embargo, la escasa capacidad militar de los alzados, el nulo apoyo que todavía tenían en la mayoría social alemana y errores de cálculo del propio Hitler convirtieron al golpe en una acción propiamente de opereta. Intentaron, tras un mitin en una cervecería y tomar algunos rehenes, hacerse rápidamente con el poder en la ciudad, lo que les impidió la policía tras dos días de enfrentamientos y tiroteos. Murieron catorce nazis, convertidos después en héroes por el movimiento, y hubo numerosos heridos, incluso el propio Hitler y su lugarteniente Hermann Göring. Hitler había calibrado mal la fuerza de su movimiento, ya que no fueron tantas las adhesiones que recibió el golpe como el escaso calor que tuvo a nivel de calle. Tampoco se unieron sectores significativos de la policía y el ejército tampoco secundó la acción, al tiempo que la derecha liberal y los partidos tradicionales condenaron el motín que no había ido más allá de una algarada callejera, pero que demostraba que los nazis y Hitler iban en serio, es decir, que pretendían tomar el poder por cualquier forma, incluida la vía armada, y no iban a cejar en su objetivo final de derribar el sistema democrático y construir un Estado autoritario. “El año 1923”, en palabras del ya citado Haffner, “preparó a Alemania no para el nazismo en particular, sino para cualquier aventura fantástica. Las raíces psicológicas e imperiales del nazismo son mucho más profundas, como hemos visto hasta ahora. Pero entonces sí que surgió aquello que hoy confiere al nazismo su rasgo delirante: esa locura fría, esa determinación ciega, imparable y desaprensiva de querer lograr lo imposible, la idea de que “justo es lo que nos conviene” y “la palabra imposible no existe”. Sin embargo, el partido nazi, pese a que oficialmente había sido ilegalizado, continuó con su actividad, tolerada por las autoridades, y Hitler tan sólo cumplió una condena de nueve meses de los cinco años que había sido condenado. El régimen parlamentario volvía a mostrar su debilidad frente a los extremismos y esta tolerancia hacia los mismos, incluida la condena de Hitler, sería letal en el futuro, un aviso para navegantes de que todo estaba tolerado y de que el sistema no se implicaría de una forma efectiva en la lucha contra el nazismo y los demás movimientos antisistema. El golpe de Estado de 1923 había fracasado, también los planes de Hitler de llegar al poder de una forma rápida naufragaban; tardaría más de una década en entrar en el gobierno del país y después sería el final del sistema democrático. La extrema derecha, que había estado muy atenta a los últimos acontecimientos y que pretendía obtener réditos políticos del descontento social, empezaba a considerar la posibilidad de alianzas con Hitler y veía en el NSDAP una fuerza a tener en cuenta en el futuro, pese la situación de clandestinidad en la que se mantenía después de los acontecimientos de noviembre de 1923. Así llegamos a las elecciones de 1924, quizá el primer síntoma de que la descomposición del régimen político de la República de Weimar ha comenzado y que los partidos tradicionales no saben dar una respuesta a la crisis total que se vive en la Alemania de entonces. Los nazis todavía no están presentes, pero ya se anunciaban los síntomas de la descomposición reinante. Un contexto internacional desfavorable para la nueva democracia alemana Tampoco el contexto internacional era nada favorable, pues acaba de ocurrir la ocupación del Ruhr y los vencedores proyectaron el Plan Dawes para Alemania, una suerte de paquetes de medidas financieras que fueron vistas como una interferencia en la política económica alemana. El electorado alemán, en un contexto de gran desánimo y crisis, giró a la derecha con respecto a las elecciones de 1920; también se produjo un considerable aumento de la abstención. En definitiva, los partidos que apoyaban a la República de Weimar obtuvieron unos escasos resultados y los movimientos populistas de derechas comenzaban a despuntar. Los comunistas, con algo más del 12% de los sufragios, mostraban que a partir de ahora serían una fuerza protagonista en la sociedad alemana hasta que la llegada de Hitler al poder los pusiera fuera de juego por bastantes años. En cuanto a la presidencia del país, el militar Paul von Hindenburg consiguió hacerse con la máxima jefatura alemana, en 1925, derrotando ampliamente a los comunistas, los socialdemócratas y la derecha tradicional. La desaparición del socialdemócrata Ebert en aquellas fechas también impidió a la socialdemocracia ejercer un liderazgo sólido, al tiempo que la división de la izquierda entre el KPD y el SPD favoreció al viejo mariscal. Hindenburg ocuparía este puesto entre 1925 y 1934, un año después de la llegada de Hitler al poder. Sin perder ni un momento, una vez que Hitler es liberado de la prisión se pone manos a la obra y al trabajo de reorganización del partido. Su estancia en prisión ha sido productiva, ya que ha escrito su programa político, el Mein Kampf, y el partido ha estado minado por las sucesivas crisis internas. Hitler, precavido y desconfiado del resto de los dirigentes del NSDAP, había dejado la formación en manos de alguien sin carisma, Arthur Rosenberg, y tampoco esperaba que los resultados electorales durante su estancia en prisión fueran lo suficientemente significativos para deslegitimarlo, tal como ocurrió. En lo que se refiere a su programa político, pocas cosas habían cambiado: la necesidad de una jefatura sin discusiones, la superioridad de la raza alemana en una Europa en decadencia por el “judeobolchevismo”, una suerte de “socialismo” popular antimarxista que luego fue capaz de convivir con el capitalismo alemán desarrollado y la “traición” que había sufrido Alemania en la Primera Guerra Mundial, sobre todo a manos de los judíos, los comunistas, los socialdemócratas y los “infrahumanos”, un nuevo concepto que engloba a todos los no arios y que justificaría más tarde la “necesaria” expansión germánica. Se trataba, en definitiva, de un programa basado en teorías pseudocientíficas y poco rigurosas, pura demagogia destinada al fácil consumo de las masas, tal como planeaba Hitler con acierto. Nada más estar en la calle, a principios de 1925, Hitler comienza a reorganizar el partido no sólo en el plano administrativo, sino en cuanto a su estrategia y discurso. Hitler, tras su salida de la cárcel de Landsberg, ya había decidido utilizar las reglas del mismo sistema democrático para llegar el poder y después socavarlo, cuando no hundirlo. Tras el intento de golpe de Estado y su paso por la prisión, los peores augurios se habían apoderado de un movimiento que estaba inerte y desgastado socialmente. Lo primero que hizo Hitler nada más salir de la prisión fue hacerse con el poder total, tal como siempre había deseado y que nunca más delegaría hasta el final de sus días, aislando a sus detractores y reclamando para él el liderazgo del nuevo movimiento. Ya se había convertido en el Führer, con apenas un discurso vacuo y plagado de exabruptos totalitarios, y había comenzado el camino sin retorno que terminaría en un búnker allá por los finales de abril de 1945. En aquellos días, el partido nazi y su máximo líder, Hitler, no eran absolutamente determinantes en la vida política alemana. La derecha tradicional seguía controlando la escena política y personalidades como Wilhem Marx, del partido Zentrum (Centro), y Franz von Papen, un conservador clásico, seguirían siendo los líderes de una burguesía alemana que se negaba a compartir el poder con la izquierda y mucho menos con los excéntricos nazis, a los que veía como elementos desclasados e integrantes del populacho. Entre 1924 y 1928 han sido considerados los mejores años de la República de Weimar, pese a los problemas, conflictos y vicisitudes económicas. Son muchos los que piensan que sin la gran crisis de 1929 y la escasa sensibilidad de las potencias occidentales hacia Alemania en aquellos años el nazismo nunca se hubiera llegado a producir, Hitler nunca hubiera llegado al poder. En las diversas elecciones regionales habidas en ese período, la fuerza de los nazis era muy residual y todo apuntaba que nunca pasarían de ser una formación sin capacidad de ser alternativa en el sistema político alemán. El juego electoral discurría sin sobresaltos y las elecciones de 1928 confirmarían esta tendencia. En las mismas, los socialdemócratas conseguían los mejores resultados de la historia de la República de Weimar, con algo más del 30% de los sufragios; la derecha tradicional perdía algunos puntos y un sinfín de organizaciones sectoriales y regionales entraban en el nuevo parlamento y condicionarían al futuro gobierno. Los comunistas y el famoso Zentrum perdían un punto cada uno, pero seguían con una importante presencia parlamentaria. Los nazis, como muestra la tendencia a la marginalidad señalada antes, tan sólo obtenían 2,6% de los votos y una docena de escaños. La decepción de Hitler era inmensa y tan sólo un cataclismo, como el que ocurriría un año más tarde, podría salvar al movimiento de la catástrofe. La gran depresión de 1929 El 29 de octubre de 1929 se produjo el desplome de la bolsa de valores de Nueva Cork, una crisis de proporciones desconocidas hasta ahora y que iba a tener consecuencias más allá de las fronteras norteamericanas. En la Alemania de la posguerra el impacto de la crisis fue automático: los inversores retiraron su dinero de inmediato, las bolsas se derrumbaron sin remisión, las empresas comenzaron a quebrar por miles y el desempleo aumentó hasta los tres millones de trabajadores, una cifra record y desconocida hasta ese momento; más tarde, en 1932, el porcentaje se dobló y llegó a alcanzar hasta los seis millones. Las grandes empresas alemanas cerraban sus puertas, la crisis se apoderaba del país y el ejecutivo no era capaz de dar respuestas a una “cataclismo” de tan hondo calado. Se calcula que en ese período la industria alemana producía un 50% menos que hacía unos años y que se exportaban dos terceras partes menos que el año anterior. Alemania estaba necesitada de un ajuste duro y de respuestas adecuadas, algo que los políticos de entonces no fueron capaces de dar. Las políticas económicas puestas en marcha no fueron capaces de parar la crisis y la situación social era desesperada, antesala de que se producirían “turbulencias” políticas en los próximos años. “Octubre de 1929. Un otoño crudo tras un hermoso verano, lluvia, clima riguroso y, ante todo, una especie de presión en el aire que no estaba relacionada con el tiempo. Insultos en las columnas de anuncios; uniformes diarreicos en las calles y rostros molestos antes ellos por primera vez; los silbidos y el traqueteo de una música marcial estridente y ordinaria. En la Administración, desconcierto; en el Reichstag, alboroto; los periódicos llenos de información sobre una crisis de Gobierno lenta e inacabable. Todo nos resultaba siniestramente familiar, olía a 1919 o 1920. ¿El canciller no era el pobre Hermann Müller, que ya lo había sido en aquellos años? Mientras Stresemann había sido ministro de Asuntos Exteriores, nadie había preguntado mucho por el canciller. La muerte del primero era el principio del fin”; resumía Haffner al referirse a dicho año. Mientras la crisis política se agudizaba y la situación económica estaba fuera de control, Hitler se preparaba para la toma del poder, sabía que las condiciones no podían ser más óptimas y que el país se encaminaba hacia un callejón sin salida en donde él podría emerger como una gran líder. Antes de la crisis, en el verano de 1929, ya había puesto todas sus dotes oratorias al servicio de la organización nacionalsocialista y en el congreso del partido, celebrado en Nuremberg, cuidó al máximo la escenografía, los uniformes y el discurso. Seguía apelando a un fuerte autoritarismo, ya que las masas no podían gobernarse por sí solas tal como se estaba viendo, y hacía falta la figura de un gran líder, con puño de hierro, que pusiera orden en la desordenada Alemania de entonces. Los demás líderes del partido, ya claramente marginados, observaban absortos cómo Hitler iba escalando todos los peldaños hasta llegar a lo que denominaba como el “poder total”. En este contexto, y con un nazismo con el viento a su favor por la persistencia de la crisis política y económica, Hitler cosechó, a finales del año 1929, unos excelentes resultados en las elecciones regionales en Baden y Turingia, parciales de las parlamentarias que se anunciaban para el año próximo ante el alto grado de descomposición política que vivía el país. El gran éxito del Hitler de aquellos años había sido estratégico: había anulado a todos los líderes que le hacían sombra en su partido y había aupado hasta el máximo poder a una camarilla de dirigentes que le eran absolutamente fieles, como eran los casos de Joseph Goebels, Hermann Göring y Rudolf Hess. Todo ello, unido a la infuncionalidad de un sistema que no sabía ni podía generar respuestas a las crisis políticas y económicas, había hecho el resto. Paralelamente a esta estratagema política, los nazis también habían conseguido dominar la calle a través de las temidas Secciones de Asalto que dirigía el antiguo amigo de Hitler Ernest Röhm, un enigmático homosexual rudo y violento que atacaba sin rechistar a sus oponentes comunistas y demócratas y que era temido por una buena parte del partido. Las calles de Alemania de aquellos años se convertían en numerosas ocasiones en improvisados campos de batalla; la violencia política, también utilizada por los comunistas, estuvo muy presente en la vida de Alemania hasta la llegada de Hitler al poder, cuando todas las formaciones son ilegalizadas y se instaura la dictadura del terror nazi.