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Con este Domingo Primero de Adviento comenzamos un nuevo Ciclo Litúrgico. El Adviento
nos recuerda que estamos a la espera del Salvador. Y las Lecturas de hoy nos invitan a ver la
venida del Señor de dos maneras:
Una es la venida del Señor a nuestro corazón, y la otra es la que se refiere a la Parusía; es
decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos.
Respecto de la venida del Señor a nuestro corazón, la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is.
2, 1-5) nos recuerda que debemos prepararnos “para que El nos instruya en sus caminos y podamos
marchar por sus sendas”.
Respecto de la Segunda Venida de Cristo en gloria, la Carta de San Pablo a los Romanos
(Rom. 13, 11-14) nos hace ver una realidad: a medida que avanza la historia, cada vez nos
encontramos más cerca de la Parusía: “ahora nuestra salvación está más cerca que cuando
empezamos a creer”. Por eso nos invita San Pablo a “despertar del sueño”.
Y ¿en qué consiste ese sueño? Consiste en que vivimos fuera de la realidad, tal como nos lo
indica el mismo Jesucristo en el Evangelio de hoy (Mt. 24, 37-44). Consiste en que vivimos a
espaldas de esa marcha inexorable de la humanidad hacia la Venida de Cristo en gloria. Consiste
en que vivimos como en los tiempos de Noé, cuando -como nos dice el Señor- “la gente comía,
bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca, y cuando menos lo esperaban
sobrevino el diluvio y se llevó a todos”.
Y, nos advierte Jesucristo: “Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre”.
Así vivimos nosotros los hombres y mujeres de comienzos del siglo XXI: sin darnos cuenta
de que -como dice este Evangelio- “a la hora que menos pensemos, vendrá el Hijo del hombre”
(Mt. 24, 44).
Y, “a la hora que menos pensemos” -como ha sucedido a tantos- podríamos morir, y recibir
en ese mismo momento nuestro respectivo “juicio particular”, por el que sabemos si nuestra alma va
al Cielo, al Purgatorio o al Infierno.
O podría ocurrirnos que -efectivamente- tenga lugar la Segunda Venida de Cristo al final de
los tiempos. Para cualquiera de las dos circunstancias hemos de estar preparados, bien preparados.
Estar preparados nos lo pide el Señor siempre y muy especialmente en este Evangelio:
“Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor”.
¿En qué consiste esa preparación? Las Lecturas de este Primer Domingo del Año Litúrgico
nos lo indican:
“Caminemos en la luz del Señor”, nos dice el Profeta Isaías.
“Desechemos las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz ... Nada de
borracheras, lujurias, desenfrenos; nada de pleitos y envidias. Revístanse más bien de nuestro
Señor Jesucristo”, nos dice San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm. 13, 11-14)
¿Por qué estas indicaciones de conversión en este momento? Porque el Adviento es un
tiempo de preparación de nuestro corazón para recibir al Señor. Estas indicaciones nos sugieren
dejar el pecado y revestirnos de virtudes. Sabemos que tenemos todas las gracias de parte de Dios
para esta preparación de nuestro corazón a la venida de Cristo, “para que El nos instruya en sus
caminos y podamos marchar por sus sendas”.
Nuestra colaboración es sencilla: simplemente responder a la gracia para ser revestidos con
las armas de la luz, como son: la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, la templanza, el gozo, la
paz, la paciencia, la comprensión de los demás, la bondad y la fidelidad; la mansedumbre, la
sencillez, la pobreza espiritual, la niñez espiritual, etc.
Recordemos que el Hijo de Dios se hizo hombre y nació en Belén hace más de dos mil años.
El está continuamente presente en cada ser humano con su Gracia para “revestirnos de El”. El
también está continuamente presente en la historia de la humanidad para guiarla hacia la Parusía, en
que volverá de nuevo en gloria “para juzgar a vivos y muertos”, como rezaremos en el Credo.
El Adviento es tiempo de preparación para ese momento. Que nuestra vida sea un continuo
Adviento en espera del Señor. Así podremos ir “con alegría al encuentro del Señor”, como nos
dice el Salmo 121.