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Transcript
Agradecimiento del Doctorado
Señor Rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Dr. Pedro
Cotillo Zegarra,
Dr. Marcos Martos, Decano de la Facultad de Letras y Presidente de la
Academia Peruana de la Lengua,
Dr. Luis Piscoya Hermoza, miembro del Departamento de Filosofía y Director del
Centro de Altos Estudios Nacionales,
Autoridades,
Señores profesores, estudiantes,
Amigos todos:
Es un gran honor recibir esta distinción. Expreso mi más profundo
agradecimiento a usted, señor Rector, y a través suyo a toda la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos. Esta distinción se la debo a las personas—
maestros, colegas, alumnos, a la diosa Fortuna—y a las instituciones sin cuyo
concurso no habrían sido imaginables los trabajos y travesuras que con tan
amable exageración ha relatado el Dr. Luis Piscoya. Muchas de ellas han tenido
un fuerte componente sanmarquino, particularmente desde mi regreso de
Inglaterra en 1979 –seminarios, simposios y coloquios, así como cursos
internacionales y de posgrado que he tenido la oportunidad y el placer de
realizar en San Marcos o en asociación con esta universidad. En todos una
constante emblemática ha sido el entusiasmo de un creciente número colegas y
estudiantes por discutir los grandes temas de la “filosofía científica”
contemporánea, incluso en años difíciles para la universidad y el país como los
de fines de los 80 y principios de los 90, sobre todo gracias a los esfuerzos en
nuestro medio de colegas como Julio Sanz (a quien tanto se extraña), y mis
“Padrinos de Toga” en esta cordial ceremonia, el doctor Luis Piscoya Hermoza y
el infatigable doctor Oscar García Zárate.
¿Qué motiva esfuerzos como los mencionados? En Latinoamérica los
estudios de la lógica moderna, la estructura conceptual y la epistemología de la
ciencia tienen una sólida tradición. Cobraron impulso en la década de 1940,
impulsados en parte por reacciones críticas a las formas en que la filosofía se
practicaba entonces en la región, en parte también por la llegada de pensadores
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europeos (por ejemplo Hans Lindemann, miembro del Círculo de Viena).
Cuando, poco después de la Segunda Guerra Mundial, la filosofía de la ciencia
adquirió carácter profesional, un grupo de científicos y filósofos latinoamericanos
estaban ya preparados para participar como protagonistas en el diálogo
filosófico mundial suscitado por la nueva disciplina. Durante toda la segunda
mitad del siglo XX, a pesar de las negativas circunstancias locales, desde bases
en América Latina un significativo número de filósofos lograron producir trabajos
de los más altos estándares internacionales, una hazaña que –me permito
sugerir– carece de paralelos en otras ramas de la filosofía en los países en
desarrollo. Son paradigmáticos en este sentido los casos de Mario Bunge en las
universidades de Buenos Aires y La Plata, Francisco Miró-Quesada Cantuarias
en San Marcos, Newton da Costa Silva en San Paulo y Campinas, Roberto
Torretti en la Universidad de Chile y luego en Puerto Rico, y Ulises Moulines en
la UNAM de México, autores todos ellos de escritos que han sido de lectura
obligatoria en los grandes seminarios del mundo. Estos pensadores tienen valor
como individuos de gran talento, pero también como pruebas de posibilidad –
pruebas vivientes de que, contra viento y marea, desde Latinoamérica, es
posible
hacer
filosofía
del
más
alto
nivel
universal.
Sus
excelentes
“demostraciones por ejemplificación” explican mucho del esfuerzo y entusiasmo
de los colegas mencionados y míos.
¿Por qué este comparativo florecimiento de la filosofía de la ciencia y la
lógica en nuestra región? El talento de los ejemplificadores de excelencia
mencionados es indudablemente un factor mayor. Otro es el momento histórico
en que la filosofía de la ciencia se consolidó como disciplina, a finales de la
década de 1940, cuando por las durezas de la posguerra las universidades
europeas se encontraban a niveles de competitividad comparables con las
mejores en Latinoamérica.
Un tercer factor, no menos importante, es la afinidad que en nuestro
medio la reflexión sobre la ciencia ha mantenido con los ideales de la
Ilustración, en particular la promoción del desarrollo de herramientas
conceptuales y morales para revisar y mejorar el pensamiento humano y la vida
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en general. En dichos ideales, una idea clave es que la ciencia puede
proporcionar el mejor fundamento para la acción social y política. (Vienen a la
imaginación las oraciones de esperanza racional que, en tiempos del
Convictorio de San Carlos, quizá desde esta misma Capilla de la Virgen de
Loreto, dirigieron a la posteridad peruanos preclaros como Toribio Rodríguez de
Mendoza, Bernardo O’Higgins, Francisco Javier Mariátegui, Manuel Lorenzo de
Vidaurre, Manuel Pérez de Tudela, Bartolomé Herrera, y muchos otros).
Hoy la ciencia es una forma particularmente vibrante de creatividad (otra,
a decir de Isaías Berlin, es el cine). Somos usuarios pertinaces de ideas y
productos de la ciencia: celulares, localizadores globales, computadoras
personales, tratamientos médico-moleculares personalizados, cocina molecular,
materiales (desde telas hasta metales aeronáuticos), todos parte casi ya
inevitable de nuestro entorno. Este hábitat científico-tecnológico es para
nosotros cada vez más lo que el agua es para los peces.
La ciencia está pues inmersa en la vida contemporánea. Comprender sus
alcances y límites es un tema correspondientemente central de nuestra época.
La filosofía de la ciencia se ocupa de los supuestos, fundamentos, contexto
histórico, y métodos, así como del impacto metafísico, epistemológico y ético de
las distintas ramas de la ciencia. Una parte importante de sus esfuerzos versa
sobre la evaluación de la credibilidad de las propuestas científicas. Justipreciar
el contenido de verdad putativa de dichas propuestas es parte del reto de
aprender a creer dentro del contexto de nuestro tiempo, marcado por la radical
falibilidad que en el siglo pasado la crítica filosófica y las profundas
transformaciones conceptuales de la ciencia nos enseñaron a aceptar.
Un aspecto de especial interés filosófico es la manera cómo, en repetidas
oportunidades y a distintos niveles, la ciencia ha subvertido la concepción
recibida de lo que es posible y lo que no lo es. La Ley de la Gravitación
Universal de Newton desveló un tipo de clave de los movimientos celestiales
que, desde los tiempos de Ptolomeo, los astrónomos habían considerado
inaccesible al intelecto humano. Más adelante, a mediados del siglo XIX, la
Teoría de Darwin mostró cómo las complejas formas de los seres vivos podrían
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originarse sin la mediación de una inteligencia de fondo. A principios del siglo
XX, Einstein ofreció una revisión dramática del modo tradicional de pensar las
categorías relacionales del tiempo y el espacio, proponiendo de paso una
metafísica en la cual los grados ontológicamente más bajos, los meros “modos
de ser”, adquieren “carta de ciudadanía”. La mecánica cuántica nos ha
cambiado la manera de concebir la materia y la causalidad. De modo
concomitante, estas y otras desvelaciones de lo naturalmente posible han ido
acompañadas de un desarrollo del entendimiento y el aprendizaje inimaginables
en los albores de la modernidad. Aparte de informarnos acerca del mundo, las
ciencias (particularmente las naturales) nos han llevado a aprender a aprender
acerca del mundo. Las ciencias, en efecto, contribuyen como ninguna otra
empresa cognoscitiva a abrir la mente humana, a liberarnos de hipotecas
intelectuales y prejuicios y, como decía, a aprender a aprender.
Las cuestiones anteriores son de carácter eminentemente teórico. El
temario de la filosofía de la ciencia incluye también rubros prácticos. Vivimos
acosados por retos basados en informes científicos sobre los cuales debemos
pronunciarnos: restringir (prohibir) el consumo de tabaco, aprobar o no drogas y
procedimientos médicos, limitar la producción de energía a partir de
hidrocarburos, responder a la oferta de soluciones transgénicas para mejorar la
producción de alimentos. ¿Cómo decidir sobre estas cuestiones? ¿Cómo
evaluar de manera práctica la coherencia y veracidad de las ideas científicas en
que se sustentan? En una democracia, los ciudadanos necesitamos apreciar y
comprender los alcances y límites de las propuestas que recibimos, las cuales
tienen cada vez más un trasfondo científico. Una sociedad que aspire a
convertirse en una democracia ilustrada no puede consentir (menos aún
fomentar) el analfabetismo científico.
Un rubro adicional que deseo destacar, relacionado con el anterior, es la
aplicación de la filosofía y la historia filosófica de las ciencias en la enseñanza
de las ciencias. En la actualidad dicha enseñanza deja mucho que desear.
Viviendo como lo hacemos en un hábitat crecientemente científico-tecnológico,
es de gran urgencia lograr mejoras sustantivas en este campo. En décadas
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recientes, la inclusión de cursos de historia y filosofía de la ciencia en el
currículo de los maestros de secundaria está ayudando a estos a comprender
mejor la aventura intelectual de la ciencia y, según sugieren las evidencias, a
mejorar la enseñanza significativamente.
Las consideraciones anteriores son solo una pequeña muestra de las
razones que, en Latinoamérica, dan actualidad a la reflexión filosófica sobre la
ciencia. Me he permitido resaltar ciertos rubros específicos a costa de otros no
menos interesantes porque los seleccionados han dominado mis actividades en
el Perú en los últimos cuarenta años. La distinción que me hoy me otorga, señor
Rector, es un gran estímulo para continuar trabajando en esas y otras líneas,
particularmente en colaboración con esta antigua Universidad, Decana de
América.
Muchas gracias.
L. Alberto Cordero-Lecca
Lima, 6 de julio de 2012
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