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“Descendió a los infiernos”
Homilía del Sábado Santo
Catedral de Mar del Plata, 7 de abril de 2012
“Descendió de los cielos”. “Descendió a los infiernos”. En estas dos afirmaciones
tomadas de la Escritura e incluidas en los Símbolos de fe de la Iglesia antigua, se
condensa el misterio que en la mañana del Sábado Santo la Iglesia, con amor, se detiene
a contemplar.
La rúbrica del Misal Romano para el día de hoy nos dice: “El Sábado Santo la Iglesia
permanece junto al sepulcro del Señor meditando su Pasión y su Muerte, se abstiene de
celebrar el sacrificio de la misa y mantiene desnuda la sagrada mesa hasta que después
de la solemne Vigilia, o nocturna expectativa de la Resurrección, dé lugar a la alegría
pascual que se extenderá a lo largo de cincuenta días. En este día la comunión sólo se
puede dar a modo de viático”.
Como prolongación de lo vivido el Viernes Santo y en espera del gozoso anuncio de
la resurrección, deseo hablarles del silencio de Cristo y de su descenso, recogiendo la
indicación del Misal Romano de permanecer hoy “junto al sepulcro del Señor
meditando su Pasión y su Muerte”. ¡Ejercicio de amor, necesidad de nuestra conciencia,
deber de gratitud! Queremos “permanecer” para mostrar que en verdad hemos
entendido —o mejor, deseamos entender— el precio de nuestra redención. Queremos
“perseverar” en la búsqueda de luz porque intentamos “comprender con todos los
santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ...
conocer el amor de Cristo que supera todo conocimiento, para ser colmados por la
plenitud de Dios” (Ef 18-19). Procuramos escuchar el mensaje del amor de Dios
manifestado como palabra humana en el Verbo del Padre, quien para agotar las
posibilidades de nuestro lenguaje, en su muerte se hace silencio. De este modo, los
vagidos de la cuna y el silencio de la cruz, prolongado en su sepultura, son la primera y
la última palabra de toda la existencia terrena de Cristo, que sirven de marco a su vida
entera y a todas sus enseñanzas, y las resume.
En la antigua y maravillosa Homilía sobre el santo y grandioso Sábado, que se
encuentra en el Oficio de lecturas, se nos habla de silencio: “¿Qué es lo que pasa? Un
gran silencio se cierne hoy sobre la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran
silencio, porque el Rey está durmiendo; la tierra está temerosa y no se atreve a moverse,
porque el Dios hecho hombre se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde
hace siglos. El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de
los muertos”.
El silencio de Jesús es el silencio de Dios, el silencio del Verbo omnipotente y
creador. ¡Cuánta es su elocuencia! ¡Qué inmenso es su significado si aprendemos a
escucharlo y descifrarlo! ¿De qué cosa nos habla este silencio? ¿Por qué en él
descubrimos un misterio iluminante, y no la simple frialdad del sepulcro ni la noche
tenebrosa de la nada y del absurdo? Este silencio encierra el misterio de la increíble
solidaridad de Dios que condesciende hasta el fondo de la condición del hombre. Por
eso, nos aplicamos a entender su lógica y a descubrir hasta dónde llega este “descenso”
de Dios, hasta qué límite se atreve su “condescendencia”.
Al silencio del Dios redentor debe corresponder el silencio del hombre redimido: un
profundo y prolongado silencio de nuestra parte, que no sea la simple ausencia de
palabras, sino la forma mejor de expresar la más sincera y rendida adoración. ¡Cuánto
valor religioso tiene el silencio amante y contemplativo para entender, por familiaridad
con el Misterio, lo que se resiste a ser entendido conceptualmente! Antes del esfuerzo
racional está el amor silencioso, el asombro y estupor del creyente enamorado que busca
penetrar en lo que cree.
En el silencio de su Verbo, Dios nos habla y termina de decirnos: “Dios es Amor” (1
Jn 4,8) y “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo Único...” (Jn 3, 16); también
nos dice San Juan: “En esto hemos conocido el amor: en que Él entregó su vida por
nosotros” (1 Jn 3, 16). En su muerte y sepultura, Dios ya no puede decirnos en forma
más elocuente que la pasión de su Hijo manifiesta su pasión por el hombre. Nosotros
pecadores e impenitentes, somos su loca pasión de amor. Los hombres somos la pasión
de Dios. Y por eso la desmesura de su amor, cuya lógica de cruz y de muerte, sigue
siendo escándalo y locura para quien no recibe en silencio la gracia de la fe.
“El Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor meditando su
Pasión y su Muerte”. ¿Qué aspecto de su Pasión y de su Muerte nos detenemos a
meditar hoy junto con la Iglesia? En el Símbolo Apostólico, todo él compuesto con
material expresamente bíblico, después de afirmar que “padeció bajo el poder de Poncio
Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado”, añadimos: “descendió a los infiernos”.
Tratamos de entender, o mejor aún, de adorar el misterio del descenso de Cristo a los
infiernos, tan honrado en la espiritualidad y en la iconografía del Oriente, que hace de él
un símbolo casi privilegiado del amor redentor de Dios.
“Lo que no ha sido asumido no ha quedado redimido”, gustaban repetir, de distintas
maneras, los Padres de la Iglesia. Ellos entendieron bien la lógica y el precio de nuestra
salvación: desde su libertad y su amor soberanos, Dios ha querido salvar al hombre por
el hombre, rescatándolo de su muerte y de su sufrimiento a través del sufrimiento y de
la muerte de su propio Hijo hecho hombre. Él ha querido rescatar al hombre todo entero
estableciendo una profunda solidaridad de destino con nosotros, asumiendo hasta el
fondo toda nuestra realidad. Debía, por tanto, asumir lo propio del hombre caído: su
dolor, su impotencia y su muerte, fruto amargo de su pecado.
El descenso a los infiernos señala el último extremo de la miseria del hombre
asumida por el Verbo en su Encarnación. La Encarnación misma es, en efecto, un
descenso, porque se realiza en la asunción, de parte del Verbo, de una carne humilde y
humillada. Este cuerpo inmaculado, del único inocente, donde el universo se eleva a
insospechada grandeza, alcanzando en el Hijo de Dios su cima insuperable, ahora
comparte la condición mortal. “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación
descendió de los cielos y se hizo hombre”, profesamos en el Credo. Descenso para aquél
que “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; sino que se
despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como un hombre” (Flp 2, 6-7). La “condición divina” de que
se despoja, no es la naturaleza divina sino la manifestación visible, exterior, de esa
naturaleza.
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“El Verbo se hizo carne -afirma el prólogo de San Juan- y puso su tienda entre
nosotros”(Jn 1, 14). Se hizo “carne”, se hizo hombre, “en una carne semejante a la del
pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne”, dice San Pablo (Rom
8,3). No asumió el pecado, pero sí conoció todos los límites de la condición humana. No
es la suya la condición humana en el estado de inmortalidad y de integridad anterior al
pecado, ni la naturaleza humana en el estado de gloria. Es la condición humillada y
doliente del común de los mortales. Nació en la mayor pobreza, estuvo en el destierro,
se mezcló entre los hombres, conoció el hambre y la sed, el cansancio; y también la ira
y la desconfianza, el miedo y la angustia; respiró el mismo aire y se cubrió del mismo
polvo de todos los caminos de los hombres. No había para él un régimen de excepción y
privilegio.
El anonadamiento de la Encarnación, se vuelve máximo en la agonía de Getsemaní,
en la pasión y en la cruz. En la hora suprema, Jesús cumple hasta el final y hasta el
fondo, su vocación de Servidor sufriente, siglos antes anunciada en Isaías. “Varón de
dolores y sabedor de dolencias... ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!” (Is 53, 3-4); “Pero yo soy un gusano, no un
hombre: afrenta de la gente, despreciado del pueblo” (Sal 22, 7). Él que había venido a
tocar al mal, al sufrimiento y a la muerte en sus mismas raíces trascendentales, ha
conocido en su experiencia humana, única e irrepetible, “el mayor de todos los dolores”,
el abismo del máximo sufrimiento al que por amor ha querido descender, a punto tal
que ningún hombre en toda la historia de la humanidad podrá decir jamás: “mi dolor ha
sido mayor que el tuyo”. ¡Qué palabra de hombre podrá tener el atrevimiento de querer
expresar el misterio de la hondura de su sufrimiento! ¡Qué lengua lo contará! Es por eso
que todo hombre, al mirar con fe la cruz de Cristo, puede sentirse interpretado: ¡Allí
está asumido mi dolor! ¡Allí escucho mis propias preguntas: ´¿por qué me has
abandonado?´, y allí puedo encontrar, en el silencio y en el amor, la única posibilidad
de una respuesta! Porque en la cruz encontramos al que “penetró en forma única e
irrepetible en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón” (Juan Pablo II, RH 8).
Pero hay un aspecto del descenso de la Encarnación que hoy la Iglesia nos invita a no
olvidar: “descendió a los infiernos”.
Como nos lo enseña el Magisterio de muchos concilios, y el Catecismo de la Iglesia
Católica (n. 633), no se trata del infierno dogmático, de la eterna condenación, ni de la
pena de daño. Pero sí del realismo de su muerte tomada en toda su seriedad. Ésta no
constituye tan sólo un instante, sino que consiste en el ingreso en un estado; ni afecta
tan sólo a la carne corruptible sino que acontece en el espíritu, en el alma inmortal por
naturaleza, pero que por la muerte corporal entra en estado de violencia, impotente y
privada de sus medios de comunicación con Dios y con el mundo. Al sepultar a un
difunto, lado exterior y visible de su muerte, confesamos nuestra impotencia de hacer
algo más por él. Su descenso al lugar de los muertos, es el lado invisible y personal.
Jesús desciende al sheol, al lugar de los muertos, al estado deprimente de privación
de la vida en su plenitud, “al país de tinieblas y sombras, a la tierra lóbrega y opaca, de
confusión y negrura, donde la misma claridad es sombra” (Job 10, 21-22); el descenso
al sheol implica el hundimiento en un abismo de impotencia y pasividad.
“ ´Hasta los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva´ (1 P 4,6). El descenso a los
infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última
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fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo pero inmensamente
amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de
todos los tiempos y de todos los lugares (...). Cristo, por tanto, bajó a la profundidad de
la muerte (...) para ´que los muertos oigan la voz del Hijo de Dios y los que la oigan
vivan´ (Jn 5,25). Jesús, él Príncipe de la vida´(Hch 3,15) aniquiló ´mediante la muerte al
señor de la muerte, es decir al diablo y libertó a cuantos, por temor a la muerte, estaban
de por vida sometidos a esclavitud´ (Hb 2,14-15). En adelante, Cristo resucitado ´tiene
la llave de la muerte y del Hades´ (Ap 1,18) y ´al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra y en los abismos´ (Flp 2,10)” (CCE 634-635).
Esta solidaridad con el estado de muerte, es expresada en términos de anuncio
salvador, porque al volverse Cristo uno entre los muertos destruye a la misma muerte al
asumirla. Por eso esta noche oiremos que el Pregón Pascual canta a Jesucristo como
aquél “que volviendo de los abismos resplandeció sereno sobre el género humano y vive
y reina por los siglos de los siglos”.
¿Cómo se prolonga este misterio del descenso a los infiernos en la vida de la Iglesia?
De este estado de muerte, conocemos anticipos en nuestras desolaciones y experiencias
deprimentes. Sobre todo en algunos hombres, hermanos nuestros, cuyas vidas están
brutal y trágicamente marcadas por un dolor inconsolable. Las noches oscuras de la fe,
los “purgatorios” en vida, de los que San Juan de la Cruz nos ha hablado con fuerza
expresiva inigualable; las desolaciones ante el dolor inconsolable e irremediable,
cuando no hay palabra humana ni consideración alguna de la mente que pueda arrimar
un alivio; los estados de purificación pasiva en gente sin teología y hasta sin letras, pero
con inmensa y muda adhesión al único Salvador, más allá de los conceptos; la santidad
anónima de muchos, que viven sin aplauso y sin aureola, son la actualización
existencial de este misterio de la sepultura del Señor y su “descenso a los infiernos”.
¡Qué importante para los sacerdotes, para los futuros ministros de Jesús, y para los
fieles laicos, saber condescender a los “infiernos” de nuestros hermanos y acompañarlos
en su “puro padecer”! Aprender a decirles una palabra aprendida en la experiencia, o al
menos en el silencio y en la contemplación de amor. No una palabra torpe y fastidiosa
de explicación de lo inexplicable, sino de invitación a encontrar, en nuestro estado de
muerte, “nuestra vida oculta con Cristo en Dios” (Col 3, 3), la fuente del sentido y la
garantía de nuestra fecundidad.
Es en esos momentos que se realiza en la existencia lo que el Bautismo obró en el
sacramento: “¿O es que ignoran que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte,
a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4).
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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