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Revolución Francesa
Los antecedentes
Toda revolución tiene una larga preparación intelectual con una acumulación de acontecimientos
políticos. La Revolución Francesa estalla en 1789, pero previamente a esa fecha se han acumulado,
durante el siglo XVIII, circunstancias que la preparan y que podrían resumirse de la siguiente manera: 1)
Aparición de una conciencia política representada por una clase social, la burguesía, que, estando en
posesión de gran parte de la riqueza del país, quiere tener también influencia política. 2) Situación
económica del Estado francés (en 1789 tenía un déficit de 125 millones de francos), cuyo Gobierno en crisis
está incapacitado moralmente para una exigencia de impuestos ante el temor de la impopularidad. 3)
Incapacidad del Antiguo Régimen para resolver los problemas nacionales e internacionales que una nueva
época plantea. Gaxotte dirá que «la Francia del Antiguo Régimen era un edificio muy grande y muy viejo
que, a lo largo de quince siglos, habían ido construyendo cincuenta generaciones. Cada una había dejado
allí su huella, siempre agregando algo, pocas veces demoliendo o reduciendo. Digamos anticipadamente
que la obra de la Revolución modificó sensiblemente el edificio, sin destruirlo en sus cimientos». 4) Larga
preparación ideológica en los ilustrados. 5) Una serie de inventos e ideas que pugnan por ser debidamente
aprovechados y extendidos (Galileo, Kepler y Newton forman los eslabones de una cadena de
descubrimientos científicos que influyen en el concepto de las cosas). 6) Lucha por la independencia
norteamericana, cuya Constitución empieza a regir justamente el mismo año en que estalla en Francia la
Revolución, es decir, en 1789. 7) Acción de la masonería.
Por otro lado, la Revolución industrial iniciada hacia 1760 se había desarrollado en Inglaterra; el
iluminismo era especialmente alemán, pero la Ilustración y el triunfo de la lógica y la razón eran
esencialmente franceses. Todos estos países se habían visto influenciados mutuamente por el despertar de
las nuevas ideas, y si Francia se había rezagado, en cierto modo, en el desarrollo de la Revolución
Industrial, a pesar de que las instalaciones metalúrgicas Creusot databan de 1781 y de que el «tipo
moderno de gran industrial existía antes de la Revolución», en cambio, en el orden doctrinario había
absorbido buena parte de las ideas políticas de Inglaterra. La Cyclopaedia británica de E. Chambers (1728)
fue un motivo de imitación por parte de Francia; un grupo de filósofos tomó sobre sí la tarea de ofrecer a su
país un instrumento de difusión cultural que se convirtió a la vez en una máquina política: la Enciclopedia. El
hecho de que los franceses utilizasen una Enciclopedia para suministrar a la burguesía francesa un libro de
lectura, a través del cual poder difundir nuevas ideas y descubrimientos, revela que en el pueblo francés era
fácil encontrar un índice elevado de gentes ilustradas. De ahí el éxito de la Enciclopedia, cuyo primer
volumen apareció en 1751, mientras el 28 volumen, el último, se publicó en 1772, con unas tablas
adicionales que aparecieron en 1780.
Junto a la función de la Enciclopedia se une la labor de tres escritores que han pasado por ser los
clásicos doctrinarios de la Revolución, aunque ninguno de ellos llegara a alcanzar la fecha del comienzo de
la misma. Uno de ellos, Montesquieu (1689-1755), teorizaría la separación de poderes en tres sectores,
legislativo, ejecutivo y judicial, doctrina llevada a la práctica por la Revolución. Otro escritor, Voltaire (16941778), fue, con su espíritu crítico afilado e irrespetuoso, el debelador de las concepciones de la Francia del
Antiguo Régimen y de todas las ideas y formas tradicionales, abonando el camino de su erradicación por los
revolucionarios. Completa el grupo J. J. Rousseau (1712-78), que con su concepto de la soberanía popular,
que procede de abajo y no de arriba, daría la idea clave para fundamentar el Nuevo Régimen. Finalmente,
el abate Siéyes, que publica en 1789, año de la convocatoria de los Estados Generales, un folleto titulado
¿Qué es el tercer Estado?, en el cual se preguntaba y contestaba: «¿Qué es el tercer Estado? Todo. ¿Qué
tiene? Nada. ¿Qué quiere? Llegar a ser algo».
Si estos hombres están preparando la conciencia de un nuevo despertar para Francia, en el bando
contrario encontramos, como personificación de un Antiguo Régimen que se tambalea, a Luis XVI,
bondadoso, nada aficionado a la guerra, fácil de manejar, pero a la vez obstinado en la continuidad de un
régimen que había recibido de sus mayores en las mismas condiciones que él quiere conservar. Pero desde
que Luis XIV escribe el Manual del perfecto soberano y estima que nada hay más elevado para un hombre
que dedicarse a la tarea de gobernar a sus semejantes, hasta el instante en que Fénelon, preceptor de Luis
XV, publica su Telémaco algo ha sucedido en el mundo sumamente grave, porque Fénelon ofrece como el
antimanual del perfecto soberano, considerando que nada hay más odioso que ser gobernante de sus
semejantes. Más cerca de este criterio que del expresado por Luis XIV, para Luis XVI en sus artes de
gobierno todo son dudas. La situación del Estado francés es sumamente precaria; el país, que cuenta con
22 millones de habitantes, es una nación rica, pero el Estado es pobre.
Etapas de la Revolución
La convocatoria de los Estados Generales, Asamblea que no se reunía desde 1614, supone el
comienzo de las distintas etapas por las que atraviesa la Revolución Francesa y que, durante un periodo de
15 años, hasta la proclamación del Imperio (Napoleón I), conoce uno de los movimientos más importantes
de la Historia, cumpliéndose durante todo este periodo un ciclo dinámico y fecundo en transformaciones.
Los Estados Generales se reúnen el 4 mayo 1789 y se convierten el 17 de junio siguiente en Asamblea
Nacional. El número de representantes era de 1.196, de los cuales 598 pertenecían al tercer Estado, 308 al
clero (de éstos 205 correspondían al bajo clero), y el resto estaba constituido por diputados de la nobleza. El
proceso por el cual esta transformación tiene lugar se debe a que, habiéndose impuesto que la
representación se hiciera por individuos y no por cuerpos o clases, la mayoría correspondía a los
representantes del tercer Estado. Añádase a esta circunstancia el hecho de que la verificación de poderes
se hizo en común, lo cual significaba el abandono de la separación de estamentos en las deliberaciones
parlamentarias. La resistencia que opusieron los nobles y el alto clero motivó que el 17 de junio, a propuesta
del abate Siéyes, considerando que el tercer Estado representaba el 96% de la nación, se declarara
constituida la Asamblea Nacional. Fue éste el primer acto revolucionario cumplido y el primer fracaso del
poder real.
El 20 de junio, tres días más tarde de que se hubiese constituido la Asamblea Nacional, fue ésta a
reunirse en la Sala des Menus y, encontrándose la puerta cerrada, los asambleístas pasaron a la de Jeu de
Paume, donde J. S. Bailly (1736-93) les conjuró a que no se separaran hasta que se hubiese concedido una
Constitución a Francia. El día 23 Luis XVI declara que todas las decisiones que tome la Asamblea reunida
ilegalmente serán anuladas y ordena que se retiren sus diputados. Cuando Luis XVI se aleja, el gran
maestro de ceremonias, marqués de Dreux-Brezé, les dice a los diputados: «¿No han entendido lo que les
ha dicho el rey?» Bailly contesta: «La nación reunida en Asamblea no puede recibir órdenes». Y Mirabeau
añade: «Id a decir a vuestro señor que estamos aquí reunidos por la voluntad popular y que no saldremos si
no es por la fuerza de las bayonetas». Al conocer la noticia de este diálogo el pueblo invade los patios del
palacio de Versalles, y el ejército confraterniza con él. Luis XVI, ante esta actitud, exclama: «Bien, si no
quieren marcharse que se queden». Y el rey pide a los representantes de la nobleza y el clero que se unan
a la Asamblea Nacional. Pero mientras tanto reúne 25.000 soldados en Versalles y sustituye a J. Necker
(1722-1804), el célebre banquero, por V. F. Broglie (1718-1804). Cuando esta noticia se conoce en París,
se constituye la Guardia Nacional y se toma la Bastilla. Dos días más tarde, el rey vuelve a reponer a
Necker, acude a París, consiente la visita del marqués de La Fayette, que ha aceptado el nombramiento de
jefe de la Guardia Nacional, y éste le entrega una escarapela tricolor, con lo cual Luis XVI recibe el título de
«renovador de la libertad francesa».
Coincide esta etapa con otra transformación del 9 de julio al convertirse la Asamblea Nacional en
Asamblea Constituyente, cuya duración se extiende hasta el 14 de septiembre de 1791. En este periodo, de
dos años, Francia intenta darse una Constitución, objetivo principal de las representantes que habían
acudido a la convocatoria de los Estados Generales. La vieja idea de la separación de poderes se impone
en esos momentos, y la Constitución del 91 es claramente monárquica, pero también democrática.
Establece el principio de la soberanía popular a la vez que la separación de poderes, y el establecimiento de
un gobierno representativo. El poder legislativo pertenece a diputados elegidos por sufragio restringido; el
poder ejecutivo, al rey; y el poder judicial, a los jueces elegidos. La Constitución distinguía dos clases de
ciudadanos: activos y pasivos; solamente los primeros tenían poder para delegar o representar los poderes
de la nación, y tal distinción se basaba en las condiciones de fortuna. Para ser ciudadano activo, era preciso
tener 25 años de edad y pagar una contribución directa igual al valor de tres jornadas de trabajo; de este
moda, se contabilizaron 4.298.000 ciudadanos activos contra tres millones de ciudadanos pasivos. El poder
legislativo sería ejercido por 745 diputados, elegidos para un periodo de dos años, que trabajarían en
asamblea única, indisoluble y actuando con carácter permanente. La Asamblea tenía la iniciativa y el voto
de las leyes; fijaba la cifra de las contribuciones, y el reparto entre los departamentos; ordenaba y vigilaba el
empleo de los fondos públicos y decidía de acuerdo con el rey la declaración de la guerra y el
establecimiento de la paz. Esta Constitución, que conservaba a Francia todavía dentro de las normas
monárquicas, significaba un auténtico viraje en el concepto tradicional de la monarquía, porque a la vez que
se elaboraban todos los artículos de que se componía la Constitución, al frente de la misma se establecía
una declaración de los derechos humanos contenidos en 17 artículos, en la que a imitación de la
declaración de los derechos del hombre establecidos en Norteamérica quedaba claramente expuesta la
importancia que el individuo adquiría dentro de la sociedad contemporánea (Derechos del Hombre).
En la Asamblea Legislativa no aparecen ya ni conservadores ni monárquicos absolutistas, y la
mayoría de sus miembros pertenecen a los clubs fuldenses (moderados), jacobinos (exaltados) y
girondinos. En noviembre de 1791 se decretó la confiscación de los bienes de los emigrados, lo que
suponía la guerra con el Imperio (abril de 1792), de la que todos esperaban sacar beneficios. La marcha
adversa del conflicto motivó la llegada a París de abundantes voluntarios, y en medio de una gran
exaltación revolucionaria la Asamblea decretó el destronamiento del rey y la convocatoria de una
Convención; era el triunfo de la minoría extremista. En la Convención el enfrentamiento de los girondinos,
republicanos moderados, contra los extremistas de la Montaña aumentará el confusionismo del momento.
En este ambiente se procede al juicio de Luis XVI que, declarado culpable de alta traición, subió el 21 de
enero de 1793 a la guillotina. Se generalizó entonces la reacción antirrevolucionaria. La coalición de las
potencias legitimistas europeas, sus victorias iniciales y la sublevación popular monárquica de la Vendée
hicieron peligrar a la Convención.
El Comité de Salud Pública procuraría salvar la situación, aunque para ello tuviese que acudir al
Terror; emprendió conscientemente un programa de genocidio en la Vendée (Couthon pretende la
«liquidación» de 60.000 obreros y campesinos de Lyon); se depuró la Convención de los jefes girondinos y
se promulgó la Constitución de 1793, más demócrata que la anterior pero acto seguido se suspendió su
vigencia indefinidamente (nunca se aplicó realmente). El Comité recibió casi plenos poderes; acabó con la
descentralización, y a través de la Ley de Sospechosos envió a la guillotina a todos los contrarios a su obra.
María Antonieta y los jefes girondinos fueron ajusticiados por aquellos días. Se estableció un calendario
republicano, y para hacer frente al peligro militar se declaró la movilización general, de suerte que los
ejércitos enemigos fueron rechazados. Una vez superado el peligro exterior, la mayoría de los
convencionales se inclinó hacia la supresión de las medidas de excepción. Danton se puso al frente de
ellos; Herbert, sin embargo, postulaba la extremización máxima de la acción revolucionaria. Robespierre,
basculando entre ambas posturas, tendía a la dictadura para mantenerse en el poder; envió a la guillotina a
los jefes de una y otra tendencia y se sostuvo a costa de acentuar el Terror.
La reacción moderada inicia el movimiento descendente de la Revolución. La Convención recupera el
poder ejecutivo y lleva al patíbulo a los terroristas. Dicta medidas de pacificación nacional, aunque se opone
a una restauración monárquica, y después de votar la Constitución de 1795 se disuelve. En aquella ley
fundamental se establecía la bicameralidad del poder legislativo, en tanto que el ejecutivo se entregaba a un
Directorio de cinco miembros; se volvía a la descentralización y al voto censitario. El Directorio fue un
régimen transitorio que logró mantenerse por mediación del ejército; las conspiraciones de los monárquicos
y de los jacobinos imposibilitaron la reorganización económica que tanto necesitaba el país. Sieyés
consiguió atraerse al ya famoso general Bonaparte y juntos dieron el golpe de Estado de noviembre de
1799, comenzando así el Consulado. Aceptando las tres conquistas revolucionarias conseguidas, la
igualdad civil, las fronteras naturales y la propiedad de los bienes nacionales, Napoleón evolucionará hacia
el Imperio militar; en la Constitución de 1799 consigue que el poder ejecutivo recaiga en un Primer Cónsul
con grandes atribuciones, y a continuación retiene el cargo para sí. Se dedica a centralizar el poder, a
reorganizar la economía y a lograr la pacificación nacional al suprimir las listas de los emigrados y firmar un
Concordato (1801) con Pío VII por el que se proclama el catolicismo como la religión de la mayoría de los
franceses, pero se respeta la secularización de los bienes eclesiásticos. Dada su enorme popularidad, no
tardó en recibir el Consulado vitalicio (agosto 1802), y poco después, tras plebiscito mayoritario, el Imperio
hereditario (noviembre 1804). El proceso revolucionario había finalizado.
La era napoleónica
Más de 20 años de guerras contrarrevolucionarias llenarán el periodo de cambio de siglo. Se iniciaron
en abril de 1792 por el problema de los emigrados: Austria y Prusia declararon la guerra a Francia, pero la
preocupación por los asuntos polacos restó decisión a sus ejércitos, que fueron contenidos en Valmy y
derrotados en Jemmapes (noviembre 1792); Saboya, Niza y Bélgica fueron anexionadas a Francia. La
muerte de Luis XVI motivó la formación de la Primera Coalición, integrada por Inglaterra, Austria, Prusia,
España, Rusia, etc. La guerra comenzó mal para las fuerzas revolucionarias, derrotadas en Holanda, el Rin
y los Pirineos, pero la movilización francesa y la reorganización de su ejército contuvieron a sus enemigos.
Tras la victoria de Fleurus y la conquista de Holanda, Francia obtuvo la paz con Prusia y España, en 1795.
Con España se consigue el tratado de San Ildefonso para contrarrestar el dominio inglés de los mares, que
se acentuó tras la batalla de San Vicente. Contra Austria se lanzaron tres ejércitos aunque sólo el de Italia,
conducido por Napoleón Bonaparte, consiguió salir airoso. Austria firmó el tratado de Campoformio, en
octubre de 1797, por el que reconocía la anexión de Bélgica por Francia, y la formación en Italia de las
Repúblicas Cisalpina y Ligúrica, vasallas de Francia. Para reducir a Inglaterra, Napoleón realizó la
expedición a Egipto. Sus triunfos terrestres perderían valor al consagrarse el dominio del mar por la flota
inglesa de Nelson. Para beneficiarse del derrumbamiento del Directorio y para combatir a una Segunda
Coalición formada por Inglaterra, Austria, Rusia y Turquía, Napoleón volvió a Francia. Tras fracasos
iniciales, Massena venció al ejército ruso, y Napoleón obtuvo la decisiva batalla de Marengo sobre el
austriaco, en junio de 1800; por el tratado de Lunéville, Austria reconocía la anexión por Francia de toda la
orilla izquierda del Rin y la formación de las Repúblicas vasallas Bátava en Holanda, Helvética en Suiza, y
las italianas Cisalpina y Ligúrica. Un cambio de gobierno en Inglaterra posibilitó el tratado de Amiens, en
marzo de 1802, por el que los británicos devolvían las conquistas coloniales y Francia, por su parte,
renunciaba a Egipto.
Napoleón aprovechó la paz para asegurar su posición interior, vitalizar la economía y organizar un
ejército, la Grande Armée; para utilizar su flota, mantuvo la alianza con España. Contra él se forma la
Tercera Coalición entre Inglaterra, Austria y Rusia. Fracasado el intento de invadir Inglaterra por la derrota
de la flota en Trafalgar (1805), Napoleón emprende la conquista de Europa. Obliga al ejército austriaco a
capitular en Ulm y le vence después unido al ruso en Austerlitz (diciembre de 1805); Austria capitula y
Napoleón hace y deshace a su gusto en Alemania. Esto motiva la entrada en acción de Prusia; pero su
ejército es fulminantemente batido en Auerstádt y Jena (octubre de 1806). Berlín, lo mismo que antes Viena,
es ocupada por los franceses. Queda en pie el ejército ruso, que es vencido en Friedland, en junio de 1807.
Por los tratados de Tilsit, Prusia es desmembrada, y Alejandro I de Rusia se alía a Francia para imponer la
paz al continente.
Con el fin de someter a Inglaterra, Napoleón decreta el bloqueo continental para evitar el comercio
con las Islas; pero para completar este bloqueo necesitaba apoderarse de Portugal, España y los Estados
Pontificios; la primera cae con el apoyo español, en 1807; Roma es ocupada en febrero de 1808; la familia
real española fue atraída a Bayona y su corona cedida a José Bonaparte, aunque pronto comenzó la
reacción popular contra Francia, con los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid (Guerra de la
Independencia). Austria, apoyada por Inglaterra, busca el desquite y se lanza al ataque, pero es de nuevo
vencida en Wagram (julio 1809). El Emperador contrae matrimonio con una princesa austriaca mientras que
su gran Imperio aparece fuertemente asentado en Europa. Únicamente Inglaterra y España se oponen a él
de forma manifiesta. Sin embargo, las relaciones con Rusia se debilitan y pronto se prevé el enfrentamiento:
en junio de 1812 el inmenso ejército francés entró en Rusia en busca de una batalla decisiva, pero no se le
presentó la oportunidad, aunque pudo ocupar Moscú, en septiembre de 1812. La inminencia del invierno y
los defectos en el avituallamiento de la Grande Armée obligaron a una cruenta retirada en medio de la nieve
y el acoso ruso. La estrella de Napoleón declinaba, y para aprovechar el desastre entraron en la lucha
Prusia, Inglaterra, Austria y Suecia; entretanto, los franceses eran expulsados de la península Ibérica. La
batalla decisiva se dio en Leipzig, el 19 de octubre de 1813, siendo un rotundo triunfo de los aliados: Francia
quedaba reducida a sus antiguas fronteras, que fueron ya rebasadas en 1814, a pesar de los esfuerzos de
Napoleón; los aliados entraron en París, el 31 de marzo, y pocos días después abdicaba el Emperador. Tras
el armisticio pasaba a reinar en la isla de Elba. Casi un año después intentó restaurar su poder y
desembarcó en Francia, pero los aliados no lo aceptaron. En la batalla de Waterloo, 18 de junio de 1815, se
decidió la suerte del Imperio napoleónico y la vuelta de Luis XVIII a París.
Juzgar lo que ha sido la Revolución Francesa, solamente podría hacerse comparando la
transformación que en Europa supone este vasto acontecimiento, en el que sucumben los antiguos
regímenes políticos, las viejas monarquías, la renovación de las clases sociales; pero, en definitiva, es ante
todo y sobre todo el triunfo de la burguesía, cuya predominio marca los destinos de todo el siglo XIX
europeo.
Durante este periodo de la Asamblea Constituyente y paralelamente a los trabajos de la misma, vivió
Francia una serie de acontecimientos que iban creando en el país el ambiente de una revolución. París se
pronunciaba a favor de la acción emprendida y aprobaba todos los actos de la misma. Los acontecimientos
descritos, que crean un abismo entre el pueblo y el rey, desencadenan un estado psicológico conocido con
el nombre de la Grande Peur, que cronológicamente hay que situar entre el 20 julio y el 1 de agosto de
1789. Las jornadas de octubre tuvieron una resonante importancia. Dado que la reunión de los Estados
Generales se celebraba en Versalles y que las noticias que llegaban de las reuniones de las asambleas en
algunas ocasiones se difundían de una manera alarmante entre el pueblo de París, el 5 de octubre por la
mañana una manifestación de mujeres parisienses se dirigió a Versalles, seguidas por varios millares de
hombres, obreros sin trabajo en su mayoría, y acompañados por la Guardia Nacional emprendieron el
camino hacia la residencia real. La situación que provocó la presencia de todos estos manifestantes en
Versalles decidió al rey a regresar con ellos a París el 6 de octubre y se organizó así una de las
manifestaciones de debilidad real más penosas que se registran en la historia de la Revolución. El pueblo
había triunfado; varios días más tarde, el 16 de octubre, la Asamblea trasladaba también su lugar de
reuniones a París.
Como consecuencia de estos actos, el Rey y la Asamblea, los dos únicos poderes legales existentes
entonces; se encontraban en cierto modo a dictado de las determinaciones que tomara el pueblo de París.
Entre todos los diputados de la Asamblea, posiblemente sólo en uno podía apoyarse el Rey, y si hubiera
seguido sus consejos tal vez hubiera podido encauzar las fuerzas sueltas de la Revolución. Se trataba del
vizconde de Mirabeau, el cual había intentado servir de mediador entre el Rey y la Asamblea y, con su gran
poder oratorio, con su control sobre los diputados y el prestigio que le confería la libertad de pensamiento de
que hacía gala, se propuso salvar a Francia y la Monarquía y hacer triunfar a la vez la Revolución. Pero sus
esfuerzos se vieron interrumpidos por su muerte, en abril de 1791. Esta circunstancia, unida a que el
establecimiento de la Constitución Civil del Clero (julio de 1790, causa directa de la terrible guerra civil en la
Vendée) obligaba al Rey a servirse de uno de los sacerdotes constitucionales, creó en el ánimo de Luis XVI
el deseo de escapar de Francia y de salir de la comprometida situación en que día a día se hacía más difícil
su permanencia. Es así como preparó su huida, que tuvo lugar en la noche del 20 al 21 de junio de 1791.
Descubierto en Varennes, Luis XVI regresó a París. Con este acto, algunos diputados se consideraron libres
del compromiso de lealtad hacia la Monarquía y comenzó a formarse el núcleo del partido republicano.
El siguiente paso, dentro de la etapa de la Revolución, es el de la Asamblea Legislativa, que duró
desde octubre de 1791 a septiembre 1792. Un año escaso en que Francia entra en una situación
comprometida, puesto que se encuentra en guerra con las naciones europeas. La proclamación de la guerra
venía determinada en cierto modo por las distintas posiciones de los partidos políticos que se habían ido
formando durante este periodo revolucionario. De un lado, los jacobinos eran del criterio de que la
Revolución debía realizarse primero en Francia para que, una vez triunfante en este país, pudiera ser
llevada a las naciones vecinas. Del otro lado, los girondinos, sin dejar decaer el triunfo total de la
Revolución, tenían un concepto distinto acerca del éxito y de las posibilidades de la misma creyendo que si
Francia se encerraba no podría permanecer rodeada por una serie de potencias en las que se mantenía
como sistema de gobierno la monarquía absoluta. Por consiguiente, los girondinos eran partidarios de llevar
la Revolución por medio de la guerra y luchar en el exterior contra los enemigos de la Revolución. Uno y
otro partidos tenían figuras eminentes. Entre los girondinos, sus tesis se resumen en frases y declaraciones
como éstas: «La guerra es necesaria, la opinión pública la provoca, la salvación pública impone su ley». Los
jacobinos tienen otro lenguaje: el del terror.
En la primavera de 1792, los girondinos ocupan el poder y declaran la guerra al Imperio austriaco y
después a Prusia. La razón principal era el establecimiento en la frontera de Francia y del Imperio austriaco,
en Coblenza, de los refugiados franceses, que observaban la evolución de la Revolución con esperanza de
volver a entrar en Francia apoyados por los ejércitos de estas potencias: Existía además un ambiente de
guerra contra Francia por parte de las potencias, desde el momento en que en agosto de 1791 se hizo la
declaración de Pillnitz (Sajonia) en la cual el emperador Leopoldo II, hermano de María Antonieta, y el rey
de Prusia, Federico Guillermo II, hacen pública su intención de intervenir a favor de Luis XVI, a condición de
que todos los soberanos de Europa estuvieran dispuestos a actuar conjuntamente. Es así como la guerra
encuentra un buen clima tanto por parte de los franceses como de las otras potencias, y si al comienzo el
resultado de las armas fue victorioso para Francia, bien pronto la situación militar de este país estuvo en
peligro. En estos momentos psicológicos, Brunswick, jefe de los ejércitos prusiano y austriaco, publica un
manifiesto en el que dice que todos los guardias nacionales que fuesen cogidos con las armas en la mano,
así como todo ciudadano que tratara de defenderse contra los invasores, sería castigado como rebelde al
rey. Este manifiesto levanta un auténtico clamor en Francia y provoca una reacción popular a favor de la
participación en la guerra contra los ejércitos extranjeros. Todos los cuerpos de las provincias acudieron al
llamamiento de París con motivo de celebrarse el aniversario de la Federación.
Paralelamente a la guerra en el exterior, Francia pasaba en el interior a un estado de terror y, cuando
en el mes de septiembre la situación parecía más comprometida en el orden militar, el 20 de septiembre de
1792 los ejércitos de la Revolución obtuvieron la victoria de Valmy, de la que Goethe opinó que los que
habían presenciado aquella batalla podían decir que habían asistido a un acontecimiento histórico. La
noticia de la victoria coincidió con el establecimiento de la Convención. Ambos acontecimientos, en el orden
interior la Convención y en el exterior Valmy, suponen el comienzo de uno de los periodos más dramáticos e
importantes de la Revolución, pues la Convención es el inicio de la primera República en Francia. La
Convención dura tres años, desde el de 21 septiembre de 1792 a 26 octubre de 1795. La nueva
Constitución establece una forma de gobierno en que el poder ejecutivo es confiado a los cuidados de la
propia Convención, es decir, es una asamblea la que deberá ejercer el poder ejecutivo. Razón por la cual
rápidamente surgen los comités, como el de Salud Pública, que establece un gobierno fuerte, enérgico, pero
a la vez también anárquico y terrorista, como nacido de la voluntad popular, si bien encabezado por una
fuerza dictatorial cate es la de Rabespíerre, ti terror, periodo en el que es ejecutado el rey Luis XVI y la reina
Márí§ Antonieta (v.), alcanza su clímax en septlenlbre de 1793, pero la persecuelón que se hace incluso de
quienes han par= ticlpado en la R, y los ataques a directivos del partido girondino, hacen que este terror,
cuya duración alcanza 10 meses, sea destruido por la reacción thertnitorí§n§ del 27 jun. 1794, con lo que se
produce la caída de Robes= pierre y se da paso a una nueva Constitución, la del a. 111 (1793), en la que se
crea
un
nuevo
sistema
de
gobierna,
dando
el
poder
a
un
Directorio
(v,).
Puede decirse que dentro del calendario revoluciona= rió, con la terminación de la Convención, 1á R, f.
ha finalizado. En 1825, Berryer, abogada y orador realista, dirá ante una Asamblea contrarrevolucionario:
«No oi= visaré nunca que la Convención ha salvado a mi pal s». La figura de Robespierre, llamado el
incorruptible, ha sida en cierto modo una creación de la Revolución que busca a su tirana frente a la
anarquía del poder ejecutivo y trata de encauzar las conquistas revolucionarias personificadas en un sólo
ser. No deja de ser curioso el hecho de que, habiéndose propuesto la Revolución Francesa en sus
comienzos limitar el poder ejecutivo del Antiguó Régimen, encabezado por el rey, en cuya persona confluían
todos los poderes, al terminar el ciclo revolucionario y después de haber pasado por etapas cómo la de la
Convención, surja en toda su potencia el poder ejecutivo, nuevamente encabezada por otro personaje, en
este caso Napoleón. Robespierre ha sido la etapa intermedia, cuando la Revolución no estaba todavía
madura para aceptar una dictadura, pero sobre todo parque tampoco Robespierre estaba capacitado para
encauzar la Revolución en su aspecto de exigencias populares: su sentido de la austeridad, una cierta
locura liquidadora de las debilidades humanas, una pasión justiciera largo tiempo reprimida y puesta de
manifiesto en los días de la Convención hacen de Robespierre el hombre frustrado que a su vez destruye
también
la
Revolución,
El Directorio dura cuatro años, desde octubre de 1195 a noviembre de 1799. Durante este periodo,
Francia se agita por pasiones tanto de las izquierdas como de las derechas, unos parque ven que se les
arrebata las conquistas revolucionarias y otros porque aprovechan los momentos de debilidad de la R, para
hacer prevalecer los derechos rae »dos y combatidos por la misma. El Directorio, cu a figura mas
sobresaliente es Barras, hace frente a toas estas conspiraciones y sale triunfante contra el partido realista
en el golpe de Estado de 18 fructidor (4 de septiembre de 1797) y contra el partido jacobino el 22 floreal (11
de mayo de 1798). Juzgar lo que ha sido la Revolución Francesa, solamente podría hacerse comparando la
transformación que en Europa supone este vasto acontecimiento, en el que sucumben los antiguos
regímenes políticos, las viejas monarquías, la renovación de las clases sociales; pero, en definitiva, es ante
todo y sobre todo el triunfo de la burguesía, cuya predominio marca los destinos de tildó el s. xix europeo.