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El papel de la filosofía en relación con el «saber político» (1ª parte) Dice Gustavo Bueno que el objetivo principal de su filosofía fue rebasar la tendencia permanente a entender la filosofía en función de determinadas disposiciones dibujadas «a escala» del individuo humano en tanto supuestamente enfrentado al«Ser», a la «Naturaleza», a la «Realidad» o incluso a la «Nada» (lo que obligaría a definir la filosofía a partir del interés del individuo racional, o de su «capacidad de asombro» ante el Ser, ante la Naturaleza o ante la presencia divina, o ante la conciencia de su «nihilidad existencial»). Frente a esta tendencia se busca definir la filosofía, no ya en función de estas realidades entendidas en primer grado (Ser, Realidad, Naturaleza, Primeras causas, Vida, Nada, Existencia), sino en función, ante todo, de otros saberes, previamente dados (ya fueran saberes sobre la vida, sobre la realidad, sobre el mundo, sobre la nada) y no siempre concordantes entre sí. La filosofía es así entendida, desde el principio, como un «saber de segundo grado», y, en este sentido, como un saber re-flexivo por consiguiente, la filosofía ya no podía entenderse emanada de una fuente «individual» o subjetiva, puesto que los saberes que pre-supone son saberes de otros hombres, constituidos socialmente, según procesos históricos muy determinados. La filosofía, como saber de «segundo grado», debe entenderse, desde el principio, social e históricamente «implantada», y no «implantada» en una supuestamente originaria subjetividad individual de las conciencias humanas. Desde este punto de vista, queda sobreentendido que su filosofía (en el sentido estricto, que es el sentido histórico de la tradición griega) tendría que reconocer como antecedentes suyos la religión, ciencia y política reales. Esta confluencia regular sólo podría tener lugar a partir del nivel histórico definido por la Ciudad o por el Estado. Pero no todas las Ciudades-estado, o todos los Estados en general, habían de dar origen a la filosofía, en sentido estricto. Habría que pensar en Ciudades-estado muy peculiares, por ejemplo, aquéllas que, por su condición de colonias de una ciudad fundadora (de una polis), pudieran quedar desarraigadas (relativamente al menos) del tronco de sus creencias originarias, a la par que enfrentadas a las culturas orientales con las que tenían que convivir y ante las cuales tenían que definirse de modo global (totalizador). En estas ciudades pudo desarrollarse las constituciones democráticas y con las construcciones aritméticas y geométricas, así como también las «representaciones gráficas» del mundo geográfico (el primer mapa mundi se atribuye a Anaximandro de Mileto). Una racionalidad que ha de constituirse a partir de creencias heredadas (supraindividuales); no es a partir de su individualidad corpórea por lo que los hombres desarrollan sin más, «naturalmente», su racionalidad crítica (lo que no quiere decir que la racionalidad crítica pueda llevarse adelante al margen de la individualidad corpórea). El desarrollo de la racionalidad crítica no es un proceso individual sino histórico. En particular, será la «reconstrucción geométrica» de los grandes mitos cosmogónicos mediterráneos lo que conducirá a las metafísicas presocráticas. Y de la confrontación de estas metafísicas tan diversas que pudo tener lugar en la Atenas victoriosa de los persas, en la Atenas de la época sofística, saldría la filosofía. La filosofía académica, aunque producto genuino e inconcebible al margen de esa su «implantación política», no se constituye, sin embargo, originariamente, como institución pública, a cargo del Estado, como «deber civil». Este proceso tendría lugar en la época del Estado imperialista (o, si se prefiere, de la Ciudad Imperial) —desde los Estados alejandrinos hasta el Estado romano, y, después, los Estados sucesores (incluyendo en ellos a la Iglesia romana, si no como un Estado, sí como «agencia de coordinación espiritual» de los demás Estados)—. A partir de entonces la filosofía quedará institucionalizada en el marco político del Estado. La situación de la filosofía histórica como institución pública (política, ya en sentido estatal, ya en sentido eclesiástico), abrirá una dialéctica interna peculiar que irá desde el conflicto frontal (la clausura de las Escuelas de Atenas por Justiniano, en el 527) hasta el régimen de subordinación a la Iglesia (la filosofía escolástica, judía, cristiana o musulmana) o al Estado (la filosofía del Estado prusiano). Pero esta dialéctica no desvirtúa la condición política constitutiva del suelo de toda filosofía. La mantienen de hecho en el terreno de una «especialidad» universitaria que quiere ser neutral respecto de las cuestiones «ideológicas» (en Derecho, en Política, en Etica, en creencias religiosas) y que, sin embargo, serán también consideradas a título de ejemplos. De este modo, cabe pensar que la filosofía analítica tiene una funcionalidad clara precisamente por la «asepsia ideológica» de sus procedimientos, su especialismo, su voluntad de objetividad y su escrupulosidad. Es obvio que en estas condiciones, la «filosofía analítica», a la vez que «llena un vacío» —el de un Estado que no se atreve a eliminar de sus planes educativos o culturales a la «filosofía» (pero por razones análogas en parte a aquellas por las cuales no se atreve a eliminar el cultivo del arameo, o incluso el cultivo de la flauta, al que se llegará incluso a declarar obligatorio y universal en la formación de los futuros ciudadanos)—, se convierte en una filosofía degenerada, en una forma de filosofía escolástica de nueva especie, una suerte de gramática convencional, una abundante colección de pensamientos aforísticos, indeterminados, con apariencia de profundidad, con ingenio ocasional, sirven de moneda de cambio para tratar de otros problemas que tienen en el fondo presupuestos muy distintos y que permiten adaptarse a las diversas situaciones políticas de cada momento: de ahí el carácter acomodaticio que, de hecho, mantiene esta filosofía de profesores para profesores. Platón dibuja la figura del verdadero filósofo como alguien que ha de comenzar por alejarse del ágora, de la plaza pública, de la polis. Y Plotino llega a decir que los asuntos políticos —la distinción entre hombres libres y esclavos, entre reyes y súbditos o incluso el asalto a las ciudades o las guerras— no merecen la atención del filósofo (menos aún del sabio): harta materia tiene éste con asuntos que nada tienen que ver con la patria terrestre. ¿No había dicho Anaxágoras, cuando le preguntaron por sus ideas políticas, señalando al cielo astronómico: «esa es mi patria»? Y no sólo los neoplatónicos: también los filósofos epicúreos y los cínicos abominaron de cualquier interés relacionado con los saberes políticos, como pueda serlo el interés por el arte militar: «¿Hasta cuando se debe filosofar?», le preguntaron a Crates el cínico, que respondió: «Hasta tanto que los Generales de ejército parezcan conductores de asnos». Tomás González