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COLABORACIÓN JESUITAS - LAICOS ¿CÓMO Y PARA QUÉ?
Josefina Errázuriz A.
A partir de algunas sugerencias de escribir algo acerca de la relación jesuitas – laicos a las que
respondí que no podía, quedé con la sensación de que algo podría intentar decir desde mi
experiencia y sensibilidad. Y, al tratar de organizar lo que se me venía a la cabeza, me brotó lo que
sigue, como un primer esbozo de algo que hemos de pensar y articular entre muchos, ojalá entre
todos los que nos sintamos tocados por este desafío.
¿QUÉ ANDAMOS BUSCANDO?
Me parece muy esperanzador el que podamos estar soñando, deseando y conversando acerca de un
crecimiento en la colaboración jesuitas – laicos que pueda llegar a transformarse, de alguna manera
aún no prevista, en esa “Red Apostólica Ignaciana” que la última Congregación General de la
Compañía de Jesús propone como desafío para un mejor servicio de la fe y de la promoción de la
justicia. Una Red Apostólica que reúna a jesuitas y laicos/as, a personas, asociaciones e instituciones
que se nutren con la espiritualidad que brota de la vivencia de los Ejercicios Espirituales. Una Red
Apostólica en la que vayamos tejiendo una mejor comunicación y apoyo mutuo para optimizar nuestra
misión (cf. Decreto 13). Y parece ser que, poco a poco, esta conciencia va creciendo como un nuevo
llamado del Señor a dar nuevos pasos en un largo y fructífero caminar de siglos.
Tendría mucho sentido escuchar y tratar de responder mejor a este llamado en el marco de este año
de jubileos ignacianos ya que el lazo de “amistad en el Señor” que unía a Ignacio, Xavier y Fabro
podría iluminar este empeño. Porque la fuerza del amor de Dios en ellos los unió en una comunión
misionera, y los dinamizó apostólicamente con gran fuerza para evangelizar al mundo de su época.
Implicaría que, como ellos, reconocemos estar llamados a ser “amigos en el Señor” y una Comunidad
ignaciana en misión; con la disponibilidad y la determinación necesaria para buscar los muy diversos
medios para ir construyéndola. Y la razón para hacerlo sería: porque hoy el Cuerpo de Cristo lo
requiere y necesita y ¡porque el trabajo por el Reino de Dios nos urge!
Intuyo, también, que sería una forma concreta de ponerle cuerpo, desde la vertiente ignaciana, al
llamado de Dios en el Concilio Vaticano II. Llamado a transformar el modo de sentir, de vivir y de ser
Iglesia. Llamado a encarnar el proyecto trinitario de Dios de salvar, llevar buenas noticias y alegrar al
mundo de hoy y del futuro. Sus conclusiones nos invitan a vivir la Iglesia como la Comunidad del
Pueblo de Dios en marcha en la que todos, jerarquía y laicado, somos importantes y aportamos lo
nuestro como algo insustituible. Y vivir esto exige una nueva manera de ser y sentirnos Iglesia. Exige
que busquemos formas de llegar a ser esa Comunidad de los que en Cristo creemos y esperamos,
esa Iglesia de Comunión para la Misión, esa Comunidad en la que los laicos tenemos una gran
responsabilidad y un lugar irremplazable por constituir la inmensa mayoría de los bautizados. La
inmensa mayoría de los invitados por el Señor a formar parte de su Cuerpo, que es la Iglesia; la
mayor parte de los enriquecidos por Sus múltiples regalos o carismas.
Tomando en cuenta esta riqueza de las múltiples formas, siempre novedosas, que toma en la historia
el amor de Dios derramado en sus hijos, la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en 1992,
llega a hablar del “protagonismo laical” que necesita la Iglesia para abrirse al futuro y poder llevar las
buenas noticias del amor de Dios (Santo Domingo, Conclusiones, N° 97 y 103). Esta declaración
parece tomar en serio la afirmación de San Pablo de que los múltiples carismas son regalo de Dios
para enriquecernos a todos (1 Cor 12,1-7). Y en la Comunidad de los bautizados, la mayoría somos
laicos y nuestros carismas, regalados por Dios, son para alegrar el mundo y trasmitirle buenas
noticias. ¡Podemos, con nuestras vidas, trasmitir tantos regalos! Trasmitir, por ejemplo, vivencias de
amor gratuito, de paternidad y maternidad, de amor conyugal, de amistad, de trabajo esforzado y
cariñoso, de creaciones artísticas, de conocimientos científicos, de armonía estética, de novedad en
las ideas, en resumen una multifacética muestra de los muchos regalos y carismas con que nuestro
Dios nos enriquece para servir a la humanidad.
En la misma línea, la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, en su Decreto 13 N° 1,
dice que la Iglesia del tercer milenio será “la Iglesia del laicado”. Esto puede resonarnos como un
gran desafío del Espíritu Santo o como palabrería inútil. Puede tratarse de un llamado novedoso del
Espíritu a Su Iglesia y, si esto es así, nos podrá aportar una tremenda fuerza dinamizadora capaz de
abrir un futuro misionero nuevo, esperanzador e impredecible… Pero corremos el peligro de sentir
que se trata de palabrería inútil, porque la verdad es que vivimos en una Iglesia que es aún muy
clerical, en la que el centro de gravedad no está radicado en la riqueza regalada por Dios a la
Comunidad sino en el restringido enclave del clero y los religiosos. El lenguaje que usamos
corrientemente nos delata: cuando hablamos de la Iglesia, inmediatamente pensamos en la jerarquía,
los obispos, los sacerdotes… Vivimos en una Iglesia donde, en lugar de destacar lo que nos une y
dinamiza: la misión y la evangelización, ponemos el acento en lo que nos separa: el ser laicos o
religiosos. Y esto no es lo sustantivo sino lo adjetivo. Lo sustantivo es ser cristianos, llamados por el
Señor a trabajar con El; y lo adjetivo es ser religiosos o laicos.
Con su reciente encíclica “Dios es Amor” el Papa Benedicto XVI nos enfrenta al gran desafío eclesial
del tercer milenio: creer que Dios es Amor y actuar en consecuencia. Nos invita a creer que nos ama
con pasión y que nos envía a desparramar su amor por el mundo. El experimentar este amor y el
atreverse a vivirlo es lo único que puede llenarnos el corazón de gozo y transformar nuestra mirada
según el modo de mirar de Dios. Nos dice que este fundamento primero de nuestra fe estamos
llamados a encarnarlo, vivirlo y proclamarlo. Y también, pienso yo, es de primera prioridad el vivirlo en
las relaciones al interior de la Iglesia para que, al mirarnos desde fuera, puedan decir admirados:
“¡miren cómo se aman!”. Creo que el Espíritu del Señor Resucitado nos invita a rearticular, con la
fuerza irresistible del Amor de Dios, las relaciones al interior de la Iglesia. Nos invita a dejar de ejercer
poderíos poco evangélicos y a dejar de mirarnos unos a otros con desconfianza, a dejar de
marginarnos por ser religiosos o laicos o por pertenecer a diferentes corrientes espirituales. Siento
que el Señor Jesús nos vuelve a decir, con más urgencia que nunca: “ámense unos a otros como yo
los he amado” (Jn 15, 12).
En este contexto eclesial es muy necesario y altamente consolador que los que seguimos a San
Ignacio de Loyola establezcamos una nueva forma de relacionarnos entre jesuitas y laicos. Una
relación que, enriquecida por una vivencia profunda de los Ejercicios Espirituales, permita que nos
sintamos de verdad hermanos, todos juntos llamados a llevar buenas noticias a un mundo
secularizado que parece no sentir necesidad de salvación. Y tras reconocer que nuestras relaciones
podrían ir mejorando cada vez más, decidirnos con la fuerza del Espíritu Santo a buscar, discernir e
implementar, es decir, hacer realidad existencial entre nosotros, el urgente llamado de Jesús a
seguirlo muy de cerca y a trabajar con El, todos unidos, en la construcción del reino del Padre en
nuestro mundo. Y esto hasta dar la vida. Siento que aquí se inserta la apuesta por implementar una
“Red Apostólica Ignaciana" (C.G. 34 Decreto 13 N° 21 – 22) que busque formas nuevas de
“colaboración para la misión” entre jesuitas y laicos de espiritualidad ignaciana.
¿DE DÓNDE VENIMOS?
Tras largos siglos de una Iglesia muy clerical, a comienzos del siglo XX empieza a surgir una
conciencia de que el clero y los religiosos no pueden representar la única presencia de la Iglesia en el
mundo. Pio XI hizo nacer con su encíclica Ubi arcano (1922) el apostolado de los laicos. Su visión era
la de “participación de los laicos en el apostolado jerárquico” por medio de la Acción Católica, y su
peligro era que los laicos continuasen siendo una prolongación del clero, sin rostro misionero propio.
Pero era un paso importante.
En el ámbito de las Congregaciones Religiosas había desde antiguo diversas formas de relacionarse
con los laicos a los que iluminaban con su espiritualidad. Y es así como la Compañía de Jesús se
relacionaba con diversas asociaciones laicales y, en forma muy importante, con las Congregaciones
Marianas que eran, desde el tiempo de San Ignacio, un aporte importante a la misión evangelizadora
de los jesuitas. Estas agrupaciones de laicos funcionaban en subordinación a sus directores jesuitas,
muy de acuerdo con la visión piramidal de la Iglesia en que estaban insertas.
En el período posterior a la segunda guerra mundial surgió lo que podríamos llamar la teología de los
laicos. Especialmente importantes fueron las siguientes acentuaciones:
- la misión de los laicos no radica en una participación extraordinaria en el apostolado jerárquico, sino
que tiene sus propias raíces en el bautismo, la confirmación y el matrimonio.
- los ámbitos seculares del trabajo, política, economía, poseen, gracias al orden creacional, su propia
legitimidad que ha de ser conocida y respetada, si se las quiere configurar cristianamente. Y aquí son
los laicos los expertos.
El Concilio Vaticano II significó la acogida formal de la Iglesia a esta búsqueda. Y también marcó el
final proclamado, pero no siempre vivido, de una visión eclesiológica piramidal que marcó a la Iglesia
por casi todo el 2° milenio. Un cambio de esta magnitud trajo consigo mucho desconcierto, no saber
cómo actuar, desgarro interior, etc. Pero también trajo consigo mucha esperanza de que el Señor
quiere suscitar algo nuevo en su Iglesia. Es lo que hemos vivido en estos 40 años post-conciliares en
que la Iglesia ha intentado, con mayor o menor fidelidad, implementar lo que el Espíritu Santo propició
y regaló en ese gran acontecimiento eclesial.
¿HACIA DÓNDE VAMOS?
Este cambio de óptica ha iluminado la relación entre jesuitas y laicos y entre la Compañía de Jesús y
las organizaciones laicales relacionadas con ellos. Se ha ido aclarando que se trata de una
“colaboración para la misión”. Y porque la misión es lo importante, es necesario hacer cambios
aunque sea difícil. Y los hemos estado haciendo. Por ejemplo, las “Congregaciones Marianas” se
renovaron como lo pedía el Concilio y se transformaron en la “Comunidades de Vida Cristiana” las
CVX, con nuevos Principios Generales que orientan apostólicamente su caminar y que buscan una
profunda colaboración con los jesuitas para la misión. Tanto en CVX como en las otras
organizaciones con las que los jesuitas se relacionan, ha habido una búsqueda incesante del cómo
hacerlo, búsqueda que continúa viva y que nos desafía cada día.
Se dan también retrocesos cuando por problemas personales o por resabios de eclesiología preconciliar, tanto por parte de los jesuitas como de los grupos de laicos, la vida de las comunidades se
centra en el seguimiento de un sacerdote particular y las personas se van haciendo dependientes de
él y no se integran al caminar eclesial más amplio. Creo que un modo de discernir la calidad de las
relaciones entre jesuitas y laicos sería hacer un examen de conciencia respecto de la forma en que
en esa relación estamos viviendo las líneas fuerza del Concilio y del post – Concilio, especialmente
los contenidos de la Encíclica Christifideles Laici. Esas orientaciones son muy amplias y pueden
iluminarnos el caminar desde el corazón de la Iglesia. A modo de ejemplo propongo:
+ Iglesia como Pueblo de Dios, nacida del bautismo, está destinada a continuar y ser responsable de
la misión que le ha confiado Jesucristo. Todos sus miembros, por el bautismo, somos continuadores
de la triple función de Cristo: sacerdotal, profética y real. Todos estamos llamados a la santidad en
nuestra vocación propia. Con esta desafiante imagen podremos corregir la visión enquistada en
nuestros corazones de una Iglesia dividida en dos clases de cristianos: los clérigos = los perfectos, y
los laicos un rebaño más o menos pasivo al que hay que decir cómo comportarse y qué hacer.
¿Hasta qué punto hemos salido de esa dualidad en la relación entre jesuítas y laicos que vivimos la
espiritualidad ignaciana? ¿Nos sentimos todos igualmente responsables de la evangelización desde
nuestra realidad personal? ¿Sentimos la evangelización de este mundo globalizado como nuestro
desafío pastoral conjunto? Para discernir nuestro camino común ¿buscamos juntos? ¿nos
escuchamos con respeto? ¿O más bien prevalece el sentir de que los jesuítas tienen todas las
respuestas y los laicos y sus agrupaciones sólo deben dejarse enseñar y guiar?
+ Iglesia como Misterio de Comunión para la misión. La Iglesia es misterio de comunión porque nace
y se nutre del misterio trinitario de amor, e intenta vivir el proyecto de la Santísima Trinidad. La Iglesia
tiene sus raíces en la Trinidad y se alimenta de ella: en el amor de Dios nuestro Padre, en la gracia
de nuestro Señor Jesucristo y en la comunión en el Espíritu Santo (cf. 2 Cor 13,13). Por eso lo central
en la Iglesia es la comunión para la misión que es lo que la hace ser “comunidad misionera”, que
anuncia la venida del Reino de Dios y vive para ese Reino. Por eso la Misión pertenece a lo
sustantivo de su ser y es su privilegio. ¿Cómo estamos viviendo esta dimensión en nuestra relación
jesuitas – laicos? ¿Nos incentivamos mutuamente a un encuentro personal con Dios en la oración, en
una vida sacramental activa, en la vivencia de los EE.EE? ¿Nos acompañamos con cariño en los
dolores y en las alegrías de nuestro caminar como amigos en el Señor? ¿dedicamos tiempo a
reforzar nuestra amistad y nuestra misión conjunta? ¿Nos abrimos mutuamente los horizontes para
mirar con la Trinidad las necesidades profundas del mundo al que somos enviados a llevar buenas
noticias? ¿Estamos dispuestos a actuar como una “comunidad de creyentes” formada por religiosos y
laicos enriquecidos por la experiencia vivida de los Ejercicios Espirituales y con una misión común?
+ Relación Iglesia – mundo. El Concilio, en la Constitución Gaudium el Spes, afirmó que la Iglesia no
sólo tiene mucho que dar al mundo sino que también el mundo tiene mucho que aportar a la Iglesia.
Destaca en la relación Iglesia – mundo actitudes de escucha y respeto hacia las culturas del hombre
y hacia sus búsquedas y planteamientos intramundanos. Se trata del mundo que la Trinidad está
creando y sustentando y al que la Iglesia quiere acoger, respetar y ofrecer el tesoro que ella tiene
para aportarle: la buena noticia del amor de Dios en Jesucristo. ¿Buscamos mirar nuestro mundo,
como lo hace la Trinidad Santa (EE 102) para juntos discernir prioridades y encontrar caminos nuevos
de servicio e inculturación? ¿Tomamos conciencia de que nuestro caminar tiene que ir por los
mismos caminos de discernimiento que recorrió Jesús, y que eso nos generará problemas? ¿Nos
ayudamos a tomar conciencia de que nuestro caminar siguiendo al Señor de cerca es hondamente
contracultural? ¿Nos escuchamos mutuamente con respeto confiando en que el Espíritu Santo
reparte carismas con generosidad? ¿Creemos en la importancia de asociarnos para la Misión en este
mundo globalizado en que tenemos el privilegio de vivir? ¿Nos atrevemos a creer que unidos
podríamos llegar a ser una “propuesta nueva” para nuestra sociedad no creyente, una “levadura”
capaz de hacer fermentar la humanidad?
¿A QUÉ NOS ESTARÁ DESAFIANDO EL SEÑOR AHORA?
La implementación de las líneas-fuerza del Concilio y del post - Concilio en nuestras relaciones
jesuitas - laicos sigue siendo difícil pero constituye un gran desafío. Requiere un cambio de corazón,
una conversión muy honda que afecta a modos de sentir y de pensar muy arraigados por siglos. Se
han ido dando pasos, a veces con miedo a lo desconocido y con no pocas dificultades. A veces con
alegría y fuerza, a veces como arrastrando un pesado fardo. Ha habido lucha y dolor en el cambio de
actitudes interiores. Esta lucha y dolor la hemos sentido todos. Todos tenemos aún resabios
preconciliares en que nos cuesta vernos y tratarnos en forma horizontal porque persisten visiones en
que los clérigos están por sobre los laicos. Y surgen rencores porque los pasos con que avanzamos
hacia la comunión parecen obstruídos o porque son tan tímidos, o porque son precipitados o
incoherentes…
La forma de ejercer la comunión misionera puede ser diversa. Pero tiende a expresarse con las
características propias de la espiritualidad con la que el Señor nos ha seducido, seamos religiosos o
laicos. En nuestro caso, se trata de vivir a fondo las gracias con que el Señor nos regala a raudales
en los Ejercicios Espirituales. Tendríamos que buscar formas de escuchar y discernir juntos los
llamados del Señor en la vida diaria para responderle adecuadamente. Se trataría de un continuo
estar atentos al mayor servicio tanto en la Iglesia como en el mundo. Creo firmemente que ya
estamos dando pasos novedosos en nuestra relación jesuitas – laicos. Pasos que pueden abrirnos a
nuevos caminos por discernir…
Y parece ser que el Señor nos está desafiando a que sigamos buscando nuevas formas de
articularnos que nos lleven a dar a luz una relación nueva y luminosa que aún no aparece, que es una
promesa, que llamamos “Red Apostólica Ignaciana” y que aún no tiene rostro. Una red que no existe
y que hemos de ir tejiendo, punto a punto, nudo a nudo, todos y cada uno. Y esto en todos los
ámbitos, tan diversos unos de otros, que conforman el gran abanico en el que el Señor nos regala
interactuar para servir. Tal como lo hicieron en su época Ignacio, Xavier, Fabro y sus compañeros
que, afirmados en el Amor de Dios y sustentados por su “amistad en el Señor” fueron capaces de
incendiar apostólicamente al mundo de su tiempo. Tal como lo hizo en Chile el Padre Alberto Hurtado
sj, nuestro nuevo santo luminoso y audaz quien, junto a amigos jesuitas y laicos, hombres y mujeres,
lograron sacar adelante obras importantes en el Chile de hace 50 años.
Pareciera ser que Dios nos llama a creer en la fuerza apostólica de ser “amigos en el Señor”; a creer
en esa fuerza dinamizadora que viene de El y a El nos lleva. Amigos en el Señor tejiendo una Red
Apostólica que seguramente tomará rostros muy diversos para poder expresar la rica diversidad de
nuestro mundo globalizado, porque el mundo es el lugar teológico de nuestra respuesta al llamado de
Dios para los seguidores de Ignacio de Loyola. Unidos podremos contribuir al desarrollo de un mundo
más fraterno y amoroso. La transformación del mundo es la más grande empresa a la que nos puede
llamar el Señor, y nadie puede restarse. En ella hemos de trabajar unidos jesuitas y laicos, la
Compañía de Jesús y las asociaciones de laicos que bebemos de la misma espiritualidad que nos
legó San Ignacio. ¿Estaremos invitados a ir, paso a paso, punto a punto buscando “alcanzar amor”
para que el tejido y la consistencia de esa Red sea un regalo de Dios articulado por nuestras propias
manos?
Siento que sería una gran bendición que, en el contexto de estos jubileos ignacianos, pudiéramos
abordar con valentía el desafío de ponernos a tejer y a anudar una “Red Apostólica Ignaciana”. Y a
hacerlo como lo hicieron Ignacio y sus compañeros: confiando enteramente en Dios y poniendo
nosotros todo de nuestra parte. Así podríamos contribuir a enriquecer el rostro de nuestra Iglesia que
el Espíritu Santo quiere viva y dinámica. Una Iglesia Comunión para la Misión, que crece en la fe, se
santifica, ama, sufre y se compromete apostólicamente en esta grandiosa empresa trinitaria del
establecimiento del Reino de Dios en nuestro mundo. ¡Y que nuestra Señora del Camino nos
acompañe!