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ELÍAS DÍAZ
DE LA INSTITUCIÓN A LA CONSTITUCIÓN.
POLÍTICA Y CULTURA
EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX
Este libro mío – cuyo resumen, en estas páginas, se me pide como base
para el debate con los colegas de nuestra Facultad-, es –o pretende ser, entre
otras cosas, de forma más directa e inmediata- un realista y explícito
argumentario o alegato contra un tan frecuente pésimismo, incluso lamentoso
masoquismo intelectual hispánico que, creo, sigue en gran medida presente
entre nosotros. Es decir, ante/contra el prejuicio del, al parecer, insalvable y
permanente páramo, vacío o erial de nuestro pensamiento, de nuestras
ciencias y filosofía, o de su grave infravaloración, aquí más específicamente
referida a las ciencias sociales y a la denominada filosofía práctica, ética,
política e incluso jurídica.
Es, por lo además, aquel un prejuicio que se revela enseguida como
empíricamente falso y racionalmente contradictorio. Tengo, he ido reuniendo,
en este sentido varias gruesas carpetas repletas de numerosas reseñas críticas
sobre libros de autores españoles que comienzan siempre de modo invariable
con el enfático y rotundo aserto sobre cómo, en medio de ese genérico e
incontestable paramo intelectual se destaca –leemos- la grandiosa, excelente,
luminosa y rigurosa obra de tal concreto filósofo, sociólogo o politólogo que en
dicha reseña se quiere, incluso con toda justicia, ensalzar. Y así decenas o
cientos de ejemplos. Aquí el árbol tan singular, aislado para cada caso, oculta y
descalifica con suma ignorancia del crítico al resto del bosque y por tanto, de
los otros, mayores o menores, árboles que existir existen. De todos modos,
más que como una crítica o reprobación negativa de tal situación, yo preferiría
reformular el contenido y la intencionalidad de este libro (como de otros en mi
1
trayectoria) con términos mucho más positivos y afirmativos. Esa sería, por así
decirlo, su idea-fuerza. Un trabajo que trata de aportar argumentos y pruebas
empíricas para, a pesar de todo, avanzar en la reconstrucción de la razón y la
libertad en la España contemporánea, en la recuperación de una historia, de
una tradición cultural, de una memoria ilustrada, laica, heterodoxa, civil, plural y
democrática.
***
Con este propósito y con estas ideas como fondo me referiré, en sucinto y
explicativo resumen, al marco y ámbito de esta obra que va De la Institución a
la Constitución, e incluso después a algunas de sus implicaciones en esos
comienzos del siglo XXI, resaltando los principales criterios-guía de su
orientación. Señalaba ya en el Prólogo que un libro como este con título de tan
amplio espectro temporal (la España del siglo veinte), aunque circunscrito el
tema a las manifestaciones del pensamiento relacionadas con la política, y con
sus reconstrucciones en línea de filosofía, exige –creo– desde el principio una
explicación delimitadora de su contenido real. Advertía allí enseguida – y lo
reitero aquí- que no es este un estudio que trate de manera sistemática,
detallada y exhaustiva, acerca de todos y cada uno de los autores y de las
líneas culturales y políticas de ese largo e intenso tiempo de la historia de
nuestro país. Hay otras obras de carácter más general que, de forma más o
menos resumida, ya lo hacen (bien), y lo siguen haciendo con ese graduable
propósito de mayor amplitud y completud temática. La mayor parte de ellas,
que con frecuencia hablan también sobre gentes de las que yo no me he
ocupado -o no publicado-, o lo he hecho sólo en una menor medida, han sido
siempre tenidas muy en cuenta en esas páginas mías1.
Sin ánimo de agotar la nómina –no querría ni podría hacerlo- resaltaré aquí algunos de esos
autores con obras que abordan más el conjunto (o partes más amplias) de esa interrelacionada
historia política e intelectual. Son obras, muchas, aparecen en las páginas de este libro, de
autores, como, entre otros, los siguientes: José Luis Abellán, José Álvarez Junco, Paul Aubert,
José María Beneyto, Josep María Castellet, Pedro Cerezo, Antonio Elorza, Juan Pablo Fusi,
Salvador Giner, Pedro González Cuevas, Jordi Gracia, Alain Guy, E. Inman Fox, Santos Juliá,
Antonio López Pina, José Carlos Mainer, Juan Marichal, Thomas Mermall, Javier Moreno
Luzón, Jorge Novella, Victor Ouimette, Paul Preston, Pedro Ribas, Manuel Tuñón de Lara,
Javier Tusell, Javier Varela, José Luis Villacañas o José Luis Yuste.
1
2
Yo mismo en libros anteriores he analizado e indagado sobre unos u otros
sectores y tendencias de filósofos y científicos sociales que son asimismo
imprescindibles, pienso, para esa historia intelectual de la España del siglo XX.
Ahí estarían entre aquellos –permítaseme este reenvío autobiográfico- obras
mías como Revisión de Unamuno. Análisis crítico de su pensamiento político
(1968), La filosofía social del krausismo español (1973), Pensamiento español
en la era de Franco, 1939-1975 (primera edición en 1974, abarcando hasta
1973, completándose en las posteriores y en la última de 1992) o Los viejos
maestros. La reconstrucción de la razón (1994) que incluye trabajos sobre
Ortega en relación con
la Institución Libre de Enseñanza, el Unamuno de
1936, Julián Besteiro, Manuel Tuñón de Lara y Felipe González Vicén, entre los
españoles2. Todos juntos, estos textos y los de otros diversos ensayos,
compondrían en cierto modo otra obra de conjunto (la mía), no completa
tampoco, sobre esa historia de política y cultura en la España del siglo veinte.
En la larga estela de tales libros, pero referidos ahora a autores y temas no
tratados en ellos (o no, en cualquier caso, con la suficiente extensión o
intensión), se inscriben y se han ido construyendo aquí estas nuevas
aportaciones desde el constante criterio-guía cuyo símbolo es precisamente De
la Institución a la Constitución3.
Esto es lo que el lector encontrará realmente en esas páginas: no, pues,
diríamos, el modelo uno sobre la historia completa y total de ese tiempo y tema;
tampoco el modelo dos, formado a modo resumen por el conjunto de mis
mencionadas publicaciones sino más bien, derivado de ahí, un más
2
En ese compendio dedicado a Los viejos maestros no figuraban dos de los más apreciados
por mi (Joaquín Ruiz Giménez y José Luis L. Aranguren) que ahora en cambio –escritas sus
semblanzas con posterioridad- ocupan aquí un destacado lugar. Tampoco se incluyó allí junto a
Besteiro, en este caso por demasiado amplio, el trabajo sobre el también socialista Fernando
de los Ríos (otro precedente para estas páginas): puede encontrarse en mi anterior
recopilación Legalidad-legitimidad en el socialismo democrático (1978). Siempre lamento no
poder aducir, entre mis aportaciones y más allá de las numerosas referencias concretas, un
comparable escrito sobre la filosofía de Ortega y Gasset, autor a quien –junto con Unamunoleí casi exhaustivamente y muy a fondo en los largos años de formación y hasta hoy.
3
Todos estos trabajos, que componen el libro ahora, premiado han sido ahora revisados y
corregidos pero, por supuesto, sin incurrir a posteriori en ningún tipo de anacrónicos
originalismos. De ellos, sólo dos habían aparecido antes en otros ya viejos libros míos: el
segundo en Socialismo en España, el partido y el Estado (1982) y el cuarto en Ética contra
política. Los intelectuales y el poder (1990). Señalo aquí estas detalladas indicaciones para
mejor información de quienes hipotéticamente estuvieran interesados en la génesis, formación
y desarrollo de mis propias posiciones intelectuales.
3
programático modelo tres compuesto de nuevas cuestiones y autores, donde
se resalta de manera especial el hilo conductor, el principal criterio-guía de todo
ese tiempo para la construcción y reconstrucción de la vida intelectual y de la
política democrática en nuestro país.
Se trataría, en consecuencia, aquí de algunos decisivos hitos, momentos,
claves, fragmentos si se quiere de esa difícil historia pero siempre interpretados
desde
una perspectiva
de
totalidad y continuidad, no mecánica ni
unidimensional, tal y como se expresa ya en el simbólico titular de la obra. Así,
krausistas (como otra recepción de la Ilustración) y plurales institucionistas
que, con sus organismos y acciones de cultura (la generación del 98, Unamuno
y después Ortega como disímiles puentes), cubren ya el tiempo de la Segunda
República a través de las generaciones del 14 –más científica y política- y del
27 más literaria y artística. Luego, la guerra civil con la victoria militar y eclesial,
con la doble traición internacional a la república democrática, y, después, el
largo tiempo de silencio y de injuria pero también de la difícil resistencia
(fuerzas del trabajo y de la cultura) con amplios sectores, posteriormente, en la
oposición universitaria e intelectual frente a un régimen negador de la razón y
de la libertad. Cultura, pues, de lenta discrepancia o de decidida oposición a la
dictadura en, como se vería, andando el tiempo, inescindible conexión con la
cultura de la transición a la democracia que habría de culminar en la
Constitución de 1978. Todo ello viene entendido aquí, para esa su comprensión
de fondo, como recuperación primero y fortalecimiento después –en sus
plurales coherentes manifestaciones contemporáneas- de la cultura crítica (y
autocrítica) que procedería, junto a otros más lejanos orígenes, de la mejor y
renovada herencia europea (no eurocentrista) de la Ilustración4.
En todo este complejo y difícil tiempo de distanciamiento y lenta
discrepancia en unos, de más decidida oposición y resistencia en otros,
bajo/contra la dictadura derivada de la guerra civil, me ha parecido oportuno
seleccionar aquí las aportaciones intelectuales y políticas de tres relevantes
4
En mi libro sobre esta historia del pensamiento yo me ocupo preferentemente de filosofía y
ciencias sociales. Enlazo con ello, como enseguida subrayaré, con la parte más sistemática
(filosofía jurídica y política) de mi actividad intelectual. Y ahí para recordar libros míos desde
Estado de Derecho y sociedad democrática (1966) o Sociología y Filosofía del Derecho (1971)
hasta Un itinerario intelectual. De filosofía jurídica y política (2003) o este mismo que aquí
comentamos..
4
profesores universitarios como fueron, en también diferenciadas perspectivas,
Joaquín Ruíz-Giménez, Enrique Tierno Galván o José Luis Aranguren. De otros
más jóvenes se habla también en los últimos capítulos del libro al tratar de los
intelectuales en relación con la ética y la política, así como finalmente al
considerar las implicaciones, exigencias y derivaciones actuales de la
Constitución de 1978.
Es muy posible que más de algún lector del libro se muestre también
sorprendido o extrañado por la presencia de Joaquín Ruiz Giménez –un
católico procedente, incluso dirigente algún tiempo, del régimen dictatorial
impuesto por los vencedores de la guerra civil- en este consecuente recorrido
intelectual y político de carácter crítico, ilustrado y democrático que va ahí de la
Institución a la Constitución. Ante ello, lo que yo he adelantado a aducir como
justificación fundamental, aunque no única, es el significado de su gran labor
como eficaz aglutinante de las gentes e ideas que, con Pedro Altares como
principal ejecutor, configuraron la revista y casa editora que fue de 1963 a 1976
“Cuadernos para el Diálogo”.
Joaquín Ruiz-Giménez, tras su tiempo con altos cargos en dicho régimen,
había sido , en efecto, en el entrecruce de los años cincuenta y sesenta, en el
curso de una larga e intensa evolución personal, política e intelectual, de
distanciamiento de fondo con las connotaciones/implicaciones de aquel, el
creador de los plurales y democráticos “Cuadernos para el Diálogo” que, tras
complicadas dificultades, comenzaron a publicarse en octubre de 1963. Yo
formé parte desde el principio y hasta el final (en 1976) de sus órganos de
dirección y redacción. Él sabía, por supuesto, de las vinculaciones socialistas
mías y de otros colaboradores, que siempre respetaba y cada vez quería
compartir más. Allí en esos trece años de puntual salida mensual de la revista y
en los centenares de libros y folletos editados está –creo- buena parte de la
cultura plural, filosofía incluida, y del pensamiento político democrático que
enlazaría con la preexistente oposición a la dictadura y sin la cual no se
entiende del todo la cultura política de la transición, ni la posterior construcción
de la democracia en nuestro país. En las listas de quienes colaboramos en/con
“Cuadernos para el Diálogo” están no pocos de los que serían después
protagonistas de ella y de la elaboración de la propia Constitución.
5
Esa tarea creadora de Joaquín Ruíz-Giménez fue, sin duda, su principal
aportación a la vida intelectual y política española de aquel tiempo. Pero ahora
asimismo querría destacar precisamente aquí, en el ámbito académico y de
manera más concreta y específica, el apoyo personal e intelectual que desde
su cátedra proporcionaría aquel a quienes, entonces jóvenes, intentábamos en
medio de grandes dificultades la renovación en plurales perspectivas de la
filosofía jurídico-política española. Así principalmente la crítica del derecho
natural teológico y teocrático impuesto como doctrina única y oficial en las
Facultades de Derecho de la época, la recepción de –aquí- direcciones
“nuevas” de pensamiento como, por ejemplo, la expresada en término de
analítica o dialéctica y sus variables combinatorias, la mayor insistencia en los
derechos subjetivos naturales (derechos humanos o fundamentales) que en el
derecho natural objetivo (con frecuencia sin más inmutable), la apertura a las
aportaciones de la Ilustración, su traslación desde la academia al campo de la
filosofía y la realidad política democrática. Quienes entonces éramos sus
jóvenes adjuntos pudimos así ocuparnos de indagar y publicar, por ejemplo,
sobre un aquí inexistente Estado de Derecho (el autor de estas líneas, como ya
he señalado antes, postulando un Estado democrático de Derecho) o, con las
mismas ausencias, sobre los derechos humanos, Gregorio Peces-Barba quien
andando el tiempo sería uno de los “padres” de la Constitución. Junto a ello, en
las series de libros editados por “Cuadernos para el Diálogo” se publicaron por
entonces, entre otras obras, las muy valiosas tesis doctorales realizadas en el
marco de su cátedra por Francisco Laporta, Emilio Lamo de Espinosa, Virgilio
Zapatero, Eusebio Fernández y Manuel Núñez Encabo, sobre intelectuales de
la “Institución Libre de Enseñanza”, algunos de ellos (Julián Besteiro y
Fernando de los Ríos), a su vez, destacados exponentes socialistas. En esa
“no-escuela” de Ruíz Giménez (sobre la que ha escrito nuestro compañero
Liborio Hierro) estuvo la génesis factual de, entre otras, el Área de Filosofía del
Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
Joaquín Ruíz-Giménez era, fue siempre (acaba de morir el 27 de agosto de
2009), un sincero católico –un “cristiano cada vez más kantiano”, suelo escribir
yo- y, en su evolución política, en base al profundo respeto hacia la conciencia
individual, también un demócrata. Pero no se reconocía como
6
“demócrata
cristiano”, ni trató nunca de que sus “Cuadernos” lo fueran. Lo suyo, personal e
institucional, era precisamente el diálogo, “contribuir a estimular lo que une,
más que lo que separa”, un constructor de puentes, un hombre que se tomaba
muy en serio los derechos humanos, que creía y cada vez más en la libertad, la
igualdad (la justicia social) y la solidaridad.
En mayor coherencia con los postulados y con la línea general de este libro
–menos discutidos por tanto en relación con ella-
estarían Enrique Tierno
Galván y José Aranguren, a quienes se dedican asimismo dos extensos y
detallados capítulos. De ambos maestros, de quienes tuve el honor de poder
considerarme como amigo y colaborador, destacaría que han sido y siguen
siendo a través de sus obras dos de los intelectuales más destacados e
influyentes entre nosotros: tanto por la valía intrínseca de su pensamiento
científico y filosófico como por el significado de sus actitudes críticas y de
oposición frente al régimen dictatorial que dominó la vida de este país durante
casi cuarenta años.
Diferentes: uno (Tierno Galván) agnóstico; otro (Aranguren), cristiano
católico; uno, procedente de los vencidos en la guerra civil; otro, en el principio
y a su modo, entre los vencedores; vocacional y profesionalmente docentes
universitarios, el primero con más expresa inclinación hacia la política, el
segundo hacia la ética. Pero ambos coincidentes, antes o después, en –
subrayo- su oposición a la dictadura y sus dogmas (por ello ambos fueron
expulsados de la Universidad en 1965) así como en su defensa de la libertad
crítica del pensamiento, de la autonomía de la razón, de la autonomía moral y
de los derechos humanos. Insertos, pues, desde sus respectivas perspectivas
en esa plural tradición ilustrada y progresista de necesaria reivindicación, frente
a todos los obstáculos tradicionales, para el progreso de la España
contemporánea presente y futura.
Así lo atestiguan con diversos enfoques sus principales intérpretes. Pedro
Cerezo ha puesto de relieve el decisivo “giro kantiano” de Aranguren tras su
Ética de 1958, bien patente en sus obras posteriores. Coincidiendo en ello, yo
por mi parte destaco su libro de 1963 Ética y política como el “momento” en
que, con incertidumbres, va a estar siempre presente el Aranguren de la
7
“democracia como moral” y desde ahí de las exigencias de la democracia
política incluso institucional. Prolongando y debatiendo esa cuestión, Antonio
García Santesmases lo sitúa en sus últimas etapas posteriores a 1968 más
cerca de la que denomina “nueva izquierda”, incluso “izquierda socialista”.
Javier Muguerza más proclive siempre al Aranguren disidente y libertario (la
“tentación ácrata” de que hablaba aquel) deja claro, en cualquier caso, que con
su (nuestro) maestro y en aquellos años, mediados de los decenios cincuenta y
sesenta, tiene lugar “el nacimiento de la ética filosófica en España”.
Tierno Galván es, por su parte, el intelectual que sobrepasa las etapas
primeras del neotacitismo, del Barroco como pretexto para la supervivencia en
la “cultura de hibernación” y para la crítica solapada al nacional-catolicismo, al
igual que después se sirve del funcionalismo y neopositivismo como disolvente
de las absolutizaciones ideológicas del totalitarismo, para con este bagaje
intelectual –años sesenta en adelante- arribar a posiciones personales de
adhesión al socialismo democrático y de aproximación a la filosofía marxista.
Difícil resumir y reducir un pensamiento complejo, poliédrico como el del “viejo
profesor” (más que viejo “antiguo” en sus hábitos de vida, puntualiza su más
cercano intérprete y colaborador Raúl Morodo). De todos modos, podemos
coincidir ambos en una doble caracterización de los principales rasgos y
aportaciones de aquel: desde el punto de vista filosófico, un Tierno Galván
intelectual y agnóstico a la búsqueda inconclusa de la difícil síntesis entre razón
mecánica y razón dialéctica o, si se prefiere, entre fragmentación y totalidad,
entre ciencia empírica y utopía racional. Y unido a ello, el político que habría
intentado aunar, no sin contradicciones y siempre a la altura de nuestro tiempo,
los mejores postulados del socialismo y del anarquismo, la organización
democrática eficaz y la libertad individual con igualdad. Un pensamiento, una
teoría y una praxis, que bien se puede conceptualizar como “utopización
libertaria del marxismo”: en definitiva, un Tierno Galván libertario y socialista,
tanto en su acción política como en su trabajo intelectual. El hombre, evocaría
yo, que le puso nombre –socialismo- a muchas de nuestras inquietudes,
protestas y utopías de entonces.
En ese contexto histórico y personal, querría resaltar que desde hace ya
mucho tiempo, y hasta ahora mismo, me he venido yo sirviendo precisamente
8
de este expresivo rótulo, De la Institución a la Constitución, para acotar ese
ámbito de pensamiento (filosofía ética, política e, incluso, jurídica) en nuestro
país o, como se sintetiza aquí, de política y cultura en la España del siglo
veinte. Así lo vine haciendo de manera explícita desde la segunda mitad de los
años setenta en que conmemorábamos en los albores de la democracia el
centenario de la “Institución Libre de Enseñanza” (fundada –recordemos- por
Francisco Giner de los Ríos en 1876) y andábamos, a la vez, metidos ya en la
preparación y, enseguida, redacción de la nueva Constitución, finalmente
promulgada el 29 de diciembre de aquel 1978. Uniendo a los hechos anteriores
la rememoración en 1979 de otro centenario, el de la fundación del “Partido
socialista obrero español”, dicho rótulo aparecía ya con esos mismos términos
en la nota preliminar a mi mencionado libro Socialismo en España, el partido y
el Estado, publicado en 1981. Después figura también como enunciado de
algunas conferencias o en comentarios de libros y, de forma más solemne, en
el denominado “Curso magistral” de catorce lecciones impartido en agosto de
1999 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, y así
hasta algo después en el ya citado libro (2003) Un itinerario intelectual. De
filosofía jurídica y política. He ahí, pues, su genealogía.
Aquél ha sido, pues, un viejo lema mío, una idea directriz que ha ido
cobrando fuerza (y espero que también razón) con el paso del tiempo, de la
experiencia personal y de las propias reflexiones. En este ahora mi último libro
(2009) se describe – y me atrevería a decir que se prescribe- esa línea
“quebrada” (en los dos sentidos de la palabra, línea no siempre recta sino “con
picos” y línea rota con demasiada frecuencia) que identifica y que configura un
siglo de la mejor cultura y política que, en derivación de la Ilustración, va de la
Institución libre de Enseñanza a la actual democrática Constitución. Una idea
que recupero y retomo aquí y ahora -insisto- tanto con sentido descriptivo,
información factual sobre esa historia política e intelectual, como con sentido
prescriptivo, tal idea directriz en cuanto opción valorativa de (y desde) aquellos
hechos. Es decir, también como propuesta intelectual, política y moral de todo
ese tiempo pasado y futuro de nuestro país, en aproximación a Europa, para
esa cultura que, sanando patologías y superando reduccionismos, puede, a mi
juicio, identificarse en definitiva con el mejor legado de la Ilustración. Sería,
9
pues, un hecho esa recepción entre nosotros (aquí se hace una sucinta
descripción de ella) pero desde mi perspectiva también debe serlo su necesaria
propuesta como prescripción, es decir como idea regulativa de ética social,
política y cultural. Ella es, creo, quien mejor articula y dota de sentido (de
presente y de futuro) a todo ese complicado y difícil siglo veinte de nuestro país
visto desde una perspectiva europea y universal.
***
Este libro que –así lo estoy subrayando- ha sido de larga reflexiva formación
y gestación material (el autor le atribuye por ello considerable relevancia dentro
de su biografía y bibliografía), fue finalmente preparado y redactado en este su
formato actual durante los meses de verano y otoño de 2008. Ha sido el tiempo
–todos lo tenemos presente- en que se ha producido la eclosión y explosión de
la actual profunda crisis económica mundial con profundas implicaciones en
otros ámbitos políticos y culturales, con tantas negativas repercusiones sobre
millones y millones de personas: crisis coincidente a su vez con el positivo
cambio en las supremas instituciones políticas del país principal causante de
aquella. En estas páginas mías no trataba, por supuesto, directamente de tan
trascendentes y actualísimas cuestiones, pero de manera muy especial en los
últimos y más cercanos capítulos (como trasfondo está en el conjunto de todos
ellos) se argumentan y defienden posiciones teóricas y prácticas de carácter
siempre democrático muy críticas con lo que –a juicio de muchos- está detrás y
en la raíz de dicha crisis.
Así, la de grandes e incontrolados poderes sostenedores del denominado
fundamentalismo económico neoconservador (ultraliberal), que desde luego no
poco ha tenido que ver con aquella y sobre los que habrá que intervenir y, en
cada caso, regular. A ello en diferente ámbito se une con frecuencia el otro
fundamentalismo de carácter religioso con sus dogmas del antidarwinista
creacionismo bíblico, la ley natural y todas las demás prohibiciones en bioética
que tanto atañen a la sociedad. En la situación política actual, junto a las
aludidas posibilidades reales de cambio, sufrimos todavía, en medio de la
crisis, la prepotencia de esa gran coalición fundamentalista de “neocons” y
“teocons” frente a los valores morales y las propuestas políticas que deben
10
implicarse hoy tanto en la sociedad civil como en las instituciones jurídicasestatales. Frente a la coalición actual de esos grandes poderes (neocons y
teocons) de lo que se trata, en definitiva, en base a la autonomía moral
individual (personal), es de que la soberanía (oligárquica) del mercado no
sustituya, subordine o anule a la soberanía (democrática) del Estado: que
aquella –como en gran parte viene ocurriendo- no prevalezca sobre el Estado
social y democrático de Derecho.
En la deriva interna de este escrito, que es también consecuente con la de
todo el libro, se ha ido pasando –haría observar- desde una preeminente mayor
atención a cuestiones referidas al contexto histórico español del siglo veinte,
aunque sin abandonar nunca este, hacia problemas de carácter más totalizador
y universal (mejor que global). Desde una historia de nuestra pasada vida
intelectual hacia problemas de presente y de futuro que son ya más propios de
las ciencias sociales y, para su valoración crítica, de la filosofía práctica, de la
filosofía moral, política y jurídica. Dimensión histórica y dimensión sistemática,
por así diferenciarlas, que yo siempre he tratado como profundamente
interrelacionadas y que corresponden, por lo demás, a mis dos preferentes
áreas de investigación: la historia de las ideas sociales en la España del siglo
veinte y la filosofía jurídico-política de carácter y temática general, si bien
dando primacía concreta a enfoques y contenidos con un mayor interés para
comprender y transformar aquélla5.
5
Esa es justamente la perspectiva metodológica adoptada por los profesores Liborio L. Hierro,
Francisco J. Laporta y Alfonso Ruiz Miguel en su “Introducción” general como generosos
directores de la obra colectiva preparada desde 2004 con motivo de mi setenta cumpleaños,
Revisión de Elías Díaz: sus libros y sus críticos (Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2007). En dicha “Introducción”, Francisco Laporta se ocupa casi
exhaustivamente de mis escritos sobre historia del pensamiento español contemporáneo,
mientras Alfonso Ruiz Miguel y Liborio Hierro se distribuyen respectivamente y por separado
los de filosofía política (centrados sobre el Estado de Derecho, sus implicaciones y variaciones
en mi obra) y los de filosofía jurídica (acotada ahí con un criterio ya más residual y restrictivo de
ella). Son en total casi sesenta colaboradores con escritos, de ayer y de hoy, a modo de
comentario crítico a uno u otro de mis libros. Me parece –por ello incluyo aquí esta referenciaque contribuyen de manera decisiva al mejor conocimiento de esas dos interrelacionadas
dimensiones de mi trabajo intelectual pero también, en definitiva, a la de toda nuestra
iusfilosófica y política generación. Asimismo recordaría aquí, con esa misma función individual
y general, las tesis doctorales de Fernando Bañuls Soto y de Gilmer Alarcón Requejo
presentadas y publicadas la primera por la Universidad de Alicante, en 2004, y la segunda por
la Universidad Carlos III de Madrid (con prólogo de Eusebio Fernández) en 2007.
11
De la crítica a algunos de esos desafíos conservadores y reaccionarios
hecha precisamente desde su oponente, el pensamiento democrático, es de lo
que en el fondo me ocupo a lo largo y ancho de estas páginas. He destacado
así, sus raíces en la mejor Ilustración, (siglo XVIII) corregidas y fortalecidas
después (siglos XIX y XX) estas sus exigencias de libertad crítica, de
pensamiento y participación política y social, de tolerancia, pluralismo,
igualdad, dignidad humana, separación entre política y religión, laicismo en las
relaciones Iglesia-Estado, etc. Advirtamos que todo ello ha tenido lugar no sin
retrocesos, patologías y reducciones de mayor o menor transitoriedad en tal
proceso.
Para las críticas y necesarias precisiones terminológicas y conceptuales
habrá que resaltar una diferencia significativa que se suele señalar en el interior
mismo de esa común ideología conservadora y que se enunciaría así: mientras
todos los denominados neocons son neoliberales (en economía con soberanía
del mercado), no todos los neoliberales son neoconservadores. La diferencia
se marcaría sobre todo en lo que en los Estados Unidos se denominan –
tomo la expresión de Susan George- “políticas del cuerpo”: es decir, más
permisivos los neoliberales, en todo lo referente a las actitudes sobre la
homosexualidad, el aborto, la eutanasia, la bioética, el racismo, el feminismo,
etc. Ante (contra) tales cuestiones los tecnócratas neocons coinciden
plenamente en su tajante oposición con los fideistas teocons6. Estos, a su vez,
ponen toda su fuerza en las “políticas del alma”, es decir en el control de la
enseñanza obligatoria de la religión: así, por ejemplo, en/para los (en España)
6
Susan George. El pensamiento secuestrado, Barcelona, Icaria, 2007. No me resisto a evocar
aquí el triste paralelismo –más de un siglo después- de este fundamentalismo creacionista en
la Norteamérica actual con la represión universitaria integrista contra los krausistas en la
España de 1875 (reenlazo así este capítulo final con el capítulo inicial). Junto a Francisco Giner
de los Ríos, Gumersindo de Azcarate, Nicolás Salmerón y otros más, los primeros expulsados
entonces de sus puestos docentes fueron Augusto González Linares, profesor de Historia
natural, y Laureano Calderón, de Farmacia Químico Orgánica, ambos evolucionistas y
estudiosos de Darwin. Andando el tiempo, Julio Caro Baroja señalaba que “el miedo al mono”
por gran parte de la España oficial y eclesial había sido una de las determinantes (sin) razones
que había impulsado a tal represión al marqués de Orovio, ministro de Fomento del Gobierno
de Canovas del Castillo en los inicios mismos de la Restauración. Una estudiante americana de
alguno de mis cursos (1969-1970) en la Universidad de Pittsburgh (Pennsylvania) había
entendido, y así lo escribía, marqués de Oprobio y, echándole fantasía a la etimología, deducía
que de tal título aristocrático derivaba en español esa palabra como sinónimo de ignominia.
Hoy, para un riguroso estudio de fondo, tenemos el importante volumen Charles Darwin,
doscientos años después, precisamente en el “Boletín de la Institución Libre de Enseñanza”
(con Introducción de José Manuel Sánchez Ron) núm. 70-71, octubre 2008.
12
“centros concertados”. Y por añadidura, en las políticas de financiación estatal
a las iglesias. Pero ante la soberanía del Estado democrático esas diferencias
se salvan y todos ellos vuelven a coaligarse intentando reducir aquella a los
intocables límites –mercado mundanal o texto sagrado- de una u otra “ley
natural”, supuestamente teológica y/o científica-economicista.
Puede muy bien señalarse que todo esto de hoy, me refiero al dominio
de la que un tanto impúdicamente se llamó “revolución conservadora”, tuvo su
arranque con la llegada al poder, en el tránsito de los años setenta y ochenta,
de esos fuertes caracteres y grande comunicadores que fueron Karol Wojtila
(1978) Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan (1980). Con ellos se
restauraron y expandieron, con apariencias de modernidad, los presupuestos
del dual y actual fundamentalismo teocrático y tecnocrático derivado de
tiempos anteriores7. Esto por lo que se refiere al mundo “cristiano” (occidental):
1977 es también fecha clave para el fundamentalismo judío (Gobierno Likud
con Menachem Beguin) y 1979 para el mundo musulmán (Ayatolah Jomeini en
Irán).
Hay sin duda diferencias entre ambos movimientos –neocons y teocons-,
diferencias objetivas e incluso subjetivas o sea de talante personal. Sobre estas
se ironiza con frecuencia haciendo observar que el fundamentalista teocrático
suele ser más rígido, más lúgubre y tétrico; el tecnocrático se muestra siempre
más alegre, irónico y desenfadado (cínico, señalarán sus adversarios). Pero
7
La obra, de varios autores, Reagan the Man, the President, aparecida y traducida en ese
mismo 1980, llevaba aquí como título Ronald Reagan ¿Una revolución conservadora?
(Barcelona, Planeta). En la “Introducción. Una oportunidad histórica” hablaba Hedrick Smith
de “la oportunidad de llevar a cabo una revolución política. O, dicho con mayor exactitud
–precisaba-, una contrarrevolución, una reforma política conservadora que se propone modelar
de nuevo la función del gobierno en la vida norteamericana y quizás modificar el paisaje
político nacional para el resto del siglo. Ronald W. Reagan –leemos allí- es un cruzado, es el
primer conservador que se proclama públicamente tal y que llega a la Casa Blanca, desde que
Herbert Hoover perdió las elecciones ante Franklin D. Roosevelt en 1932. Roosevelt –censura
H.Smith- inició una revolución de protagonismo gubernamental y de dominio democrático que
ha durado casi cincuenta años. Ahora ha aparecido otro reformador que predica el evangelio
de que el gobierno no es la solución sino que forma parte del problema total”... Nada de
extraño que, con toda razón, ahora en 2008 Paul Krugman señale y critique a Bush como jefe
de un gobierno para el cual todo lo privado es bueno y todo lo público es malo. También desde
esas posiciones neoconservadoras, como panegírico de aquellos tres padres fundadores,
véase (2006) John O’Sullivan, El Presidente, el Papa, la Primera ministra. Un trío que cambió el
mundo, Prólogo de José María Aznar (para la versión en español, Madrid, Faes, 2008) donde
se señala a intelectuales y socialistas del siglo XXI como esos “nuevos enemigos de la
libertad”.
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también, a ese nivel, son frecuentes los intercambios: religiosos felices y
confiados ante las expectativas futuras del negocio de la salvación y
economistas angustiados ante los riesgos y problemas cercanos de su propio
negocio empresarial. Sin embargo, más allá de las diferencias objetivas y de
estas y otras de carácter psicologista, es –creo- mucho más consistente lo que
une y vincula a ambos fundamentalismos en el mundo actual.
De manera principal, para la perspectiva considerada aquí, lo es su
contumaz rechazo del Estado, en especial su recelo y aversión a las
intervenciones del Estado democrático. Es bien conocido que no pocos
neoconservadores, liberales sólo en economía, para nada le han hecho ascos
–así, en la España franquista- a su plena colaboración con Estados autoritarios
y dictatoriales. En cambio, esos recelos crecen y se manifiestan con mayor
insistencia en el día a día y en las grandes teorías ante la presencia activa y las
decisiones de las instituciones públicas de representación popular, es decir
ante los Estados de mayor contenido y formato democrático. El mercado es
para ellos la gran panacea contra tal maldad estatal: un mercado desregulado,
sin reglas, sin normas, sin Derecho, sin Estado, sin Estado de Derecho. Al
contrario sería él, el mercado, quien –se afirma en esas posiciones-
debe
reducir, debilitar o incluso suprimir -Estado mínimo- tal intervencionismo. El
Estado sólo debe intervenir, según ello, en la conservación y custodia vigilante
del orden (económico y demás) establecido precisamente desde su no
intervención. La regla de oro –demagogia de los hechos- es, ya se sabe, la
privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas, la dura
constatación de que en este mundo global mientras el capital viaja feliz en
internet, el trabajo lo hace infeliz en pateras.
Con aún mayor claridad y rotundidad se alecciona por parte de las
iglesias y en esos mismos términos discriminatorios contra las intervenciones
del Estado democrático. Aquí no es necesariamente el omnipotente mercado
quien subordina y debe subordinar al Estado democrático, sino la doctrina de la
jerarquía eclesiástica que se define como encarnación de la ley eterna y de la
misma ley natural. Pero tal conjunción fundamentalista se dobla y refuerza,
como con frecuencia ocurre
por
ambos
bandos
hoy,
cuando
la
“lex
mercatoria” se identifica sin más con la ley natural. Cuando se predica que el
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orden natural –identificado con el orden eficaz- consiste exclusivamente en
dejar hacer, dejar pasar, y en no intervenir desde instancias públicas y sociales
en defensa del interés general y, por tanto, de los intereses individuales que no
tienen mejor y más eficaz defensa.
En cualquier caso, la jerarquía, el poder eclesiástico se autoproclama
como supremo y dogmático censor, incluso querría ser soberano decididor,
sobre aquello que, según ella, el Estado no puede hacer, de aquello de lo que
el Parlamento no puede hablar ni de ese modo legislar. Tales legítimas
intervenciones del Estado se convierten sin más para ella en ilegítimas
intromisiones. Negación por lo tanto de cualquier atisbo y posibilidad de
pensamiento y praxis consecuente con un moderno laicismo8.
Hay, desde luego, cuestiones de más fondo, que las hay, en relación con
límites externos (el riesgo es siempre el iusnaturalismo) o con la más creadora
propuesta de categorías coherentes respecto de esa institucional intervención
en base a la autonomía moral personal, en evitación del que algunos han
denominado como “fundamentalismo democrático”. Sobre ello no tengo más
remedio que reenviar aquí y ahora a lo dicho (realismo y racionalismo crítico)
en otros escritos míos –varios de ellos mencionados en éstas páginas- y por
supuesto que a los más relevantes filósofos de la ética, la política y el derecho
de todos los tiempos. Queda abierto, por tanto, para el debate 9.
Desde estas bases hablo aquí del fundamentalismo como actitud
teórico-práctica propensa o, incluso, esencialmente insita en un más genérico
y excluyente dogmatismo metodológico y epistemológico. Es decir como
8
Véase en relación con estas y otras conexas cuestione, el excelente trabajo de Alfonso Ruiz
Miguel, Laicidad, laicismo, relativismo y democracia, en “Sistema”, núm. 199, julio de 2007. Y
del mismo, en debate con Rafael Navarro-Valls, Laicismo y Constitución, Madrid, Fundación
Coloquio Jurídico Europeo, 2008
9 Sin irnos más lejos (en el tiempo o en el espacio) los numerosos y valiosos exponentes
(hombres y mujeres) de la filosofía ética española actual me permitirán, estoy seguro, que
queden aquí representados (¡no acríticamente!) por el sabio amigo Javier Muguerza; menciono
ahora sólo su principal gran obra (Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el
diálogo, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1990), a la espera esperanzada de las que,
reuniendo y revisando posteriores trabajos suyos, están ya a punto de llegar. Y como
aproximación sobre su pensamiento, reenvío –junto a otros- a los destacados colaboradores
reunidos por Roberto R. Aramayo y J. Francisco Álvarez (eds.) en el extenso e intenso volumen
colectivo Disenso e incertidumbre. Un homenaje a Javier Muguerza, Madrid-México, Plaza y
Valdés Editores, Theoria cum Praxi, 2006.
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definidora acrítica de una única y verdadera ortodoxia: bien sea fundada en el
fideísmo religioso (fundamentalismo teocrático), bien, en los tiempos actuales,
producida
desde
instancias
económicas
con
pretensiones
ideológicas
cientificistas (fundamentalismo tecnocrático). Según una u otra, la ley civil no
puede, por razones obvias (orden de los grandes poderes económicos), alterar
para nada los dictados del mercado; ni puede la ley civil legislar en lo no
permitido por tal concepción religiosa y moral (eterna y natural). En ambos
casos, con diferencias objetivas y subjetivas entre una y otra, como ya señalé,
el resultado es la subordinación del Estado democrático (de la soberanía
popular) a las absolutas necesidades de la determinación económica
(soberanía del mercado) y a las, aún casi más absolutas, imposiciones de la
potestad eclesial.
En esa vía para la dominación/postergación de las libres decisiones
colectivas, en el fondo el cuestionamiento de la misma autonomía moral, es
decir para la legítima reducción de la igualdad, la libertad y el Estado
democrático, es donde radicaría a mi juicio el interesado lugar de encuentro,
para esa conjunción teórica y coalición política constatable hoy entre los
nuevos neocons y los viejos teocons: entre el fundamentalismo tecnocrático
supuestamente moderno y el fundamentalismo teocrático realmente medieval.
No resultaría nada difícil señalar así ejemplos empíricos de esas confluencias y
connivencias, con traspasos mutuos entre ambos según las concretas
cuestiones y las circunstancias. Y ello a escala mundial, así la poderosa
influencia de los equipos en cuestiones económicas y militares de la
Administración Bush o el eterno retorno de los bíblicos creacionistas contra el
evolucionismo, ahora también el rearme de la derecha más extrema en torno al
movimiento “Tea Party”, a quienes tendrá que hacer frente nuevamente el
presidente Obama. Pero también se manifiestan en el contexto español con
una Conferencia Episcopal astutamente controlada por el cardenal teocon
Rouco Varela, hombre de toda confianza de Joseph Ratzinger. Desde ahí, me
refiero aquí, claro está, a las cesiones, silencios y adhesiones, de ciertos
sectores académicos y profesionales supuestamente liberales (juristas,
sociólogos, economistas, etc.) ante la ofensiva premoderna de las jerarquías
católicas españolas contra el entorno intelectual y político favorable a medidas
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más permisivas y de reconocimiento legal: así, por ejemplo, en relación con el
aborto, la eutanasia, los derechos de los homosexuales, ante ciertos avances
de la medicina y la biología genética actual o, en otro orden de cosas importante por lo que socialmente implica- la durísima ofensiva contra la ley de
educación para la ciudadanía. La fundamentalista coalición conservadora
funciona en el interés, teológico y económico, común a las dos partes frente a
las propuestas de laicidad e igualdad en libertad exigibles en el Estado
democrático10.
A pesar de todas estas críticas y de los –a mi juicio- justificados reproches
al fundamentalismo o a otras posiciones con las que mantengo grandes
discrepancias, reitero aquí para concluir que la perspectiva y propuesta de este
libro mío (y de todos los demás) aspira a ser la expresada por Norberto Bobbio
–recuérdese- en el modelo del intelectual mediador, dialogante aunque no por
ello neutro ni equidistante sin más, suelo añadir yo. Propuesta, pues,
incluyente, incluso de los excluyentes, también esto a escala colectiva y para
nuestro país: siempre, claro está, con los límites del Código penal y admitidas,
por supuesto, las posibles críticas para su hipotética modificación (Filosofía
jurídico-política). Creo, además, que por fortuna (y por virtu!) de tantos y tantos,
y con apoyo en la buena tradición ilustrada, todo esto encuentra hoy fuerte y
valido basamento en la mejor ética democrática y, desde ahí, en nuestra actual
democrática Constitución.
10
Ante la actual indiscriminada avalancha de publicaciones sobre dioses y religiones, así como
sobre las ilegítimas intromisiones de estas en la autonomía de la conciencia individual y en la
soberanía democrática como libre expresión de la voluntad popular, siempre resultará de justa
utilidad la relectura de libros como el de Enrique Tierno Galván: ¿Qué es ser agnóstico?,
Madrid, Tecnos, 1975 o el de Esperanza Guisán, Ética sin religión, Madrid, Alianza Editorial,
1993. Entre la bibliografía más reciente y atendiendo con acierto a las implicaciones
socioeconómicas y teológicas, globales y nacionales, del hecho religioso, tenemos la obra de
Antonio García-Santesmases, Laicismo, agnosticismo y fundamentalismo, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2007. Propiciando aquí difíciles entendimientos, Rafael Díaz-Salazar, Democracia laica
y religión pública, Madrid, Taurus, 2007. Para nuestra legislación en biomedicina, Hector C.
Silveira Gorski (ed.), El Derecho ante la biotecnología, Universitat de Lleida e Icaria Editorial,
2008; y para esa última polémica cuestión, entre otras de muy diversa calidad y orientación,
destacaría la de Gregorio Peces Barba con la colaboración de Eusebio Fernández, Rafael de
Asís y Francisco Javier Ansuátegui, Educación para la ciudadanía y derechos humanos,
Madrid, Espasa, 2007. Con carácter más general, reenviaría a la obra El saber del ciudadano.
Las nociones capitales de la democracia, Aurelio Arteta (ed.) con colaboraciones asímismo de
Félix Ovejero, Javier Peña, Luis Rodríguez Abascal, Alfonso Ruíz Miguel y Ramón Machuca
(Madrid, Alianza Editorial, 2008)
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