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Un artista del pueblo
Lo primero que viene a las mientes a la hora de recordar la figura de Pablo
Sorozábal es la constatación de que se trata de un compositor cuyas obras escénicas
hablan, a través de la música, del hombre abrumado por su circunstancia, ese hombre
sumido en un mundo que le grita su condición miserable, como tan bellamente escribiera
el inolvidable Manuel Balboa en un famoso artículo. El propio compositor, glosando
dicho texto en su autobiografía, apostillaba: mi teatro lírico vá dirigido a la gente del
pueblo, de un pueblo liberal, progresista e inteligente, a la gente no embrutecida, a la
gente que quisiera ser culta y hace lo posible por lograrlo, a la gente que tiene espíritu y
sensibilidad: en fin, a esa gente que también tiene su corazoncito, como dijo en frase
inmortal un honrado cajista de imprenta.
Las palabras del músico resultan pertinentes tanto por definir sus propósitos
artísticos como por señalar la estirpe en la que aspiraba a insertarse: ese cajista de
imprenta es, como se sabe, el Julián de La verbena de la Paloma, la única muestra
verdaderamente genuína del verismo dramático en nuestra música escénica finisecular, y
esa referencia, amén de un guiño hacia su primer intérprete, Emilio Mesejo, que había
trabajado en tal oficio, iba más allá, toda vez que ésa era también la profesión de Pablo
Iglesias, fundador del Partido Socialista (que entonces era un partido obrero y
revolucionario) quince años antes del estreno del inolvidable sainete de Bretón y Ricardo
de la Vega. En ese párrafo, Sorozábal, como se dice popularmente, no da puntada sin
hilo. Un hilo que le conduce tanto a la más noble línea creativa de nuestro teatro cantado
como a un horizonte de índole social, más aún que político.
Esa vocación estaba trazada en la mente del compositor desde sus mismos años de
aprendizaje. Como se sabe, Sorozábal comenzó sus estudios en la Academia de Bellas
Artes que la Sociedad de Amigos del País auspiciaba en su Donosti natal, formándose
como violinista y ejerciendo luego esa profesión en la Orquesta del Kursaal, que durante
los veranos se incrementaba con una parte significativa de la Sinfónica madrileña que
dirigía Enrique Fernández Arbós, lo que le permitió adquirir un conocimiento
instrumental de primera mano que le sería de gran utilidad posteriormente, no ya desde el
punto de vista técnico, sino también estético, toda vez que el repertorio incluía mucha
música perteneciente a la modernidad del momento, como la de Debussy, Stravinsky o
Ravel. Música, sobre todo, francesa: Paris fue el norte para muchos compositores
españoles que, como en el caso de Don Manuel de Falla, eran muy poco sensibles, por no
decir francamente hostiles, hacia la música germánica (casi el único ejemplo realmente
significativo en sentido contrario es el de Conrado del Campo): por ello es tan llamativo
que Sorozábal elija Leipzig como lugar de ampliación de estudios. Pero es una elección
de naturaleza más romántica que otra cosa, motivada por la fascinación que en su espíritu
juvenil había provocado la lectura de los escritos de Schumann. Entretanto, se ha hecho
un nombre como instrumentista y como compositor en ciernes gracias a sus estudios con
Beltrán Pagola, al extremo de que Ramón Usandizaga, el hermano de José María, le
encarga finalizar La llama, que había quedado inconclusa a la muerte de éste.
En 1917 se establece en la ciudad de Schumann (y de Wagner) para ampliar
estudios gracias a una beca del Ayuntamiento y, posteriormente, a otra de la Diputación,
estudiando contrapunto con Stephen Krehl (el autor de un famoso manual, traducido al
español en 1930) y violín con Hans Sitt. Poco después se le presenta la ocasión de
trasladarse a Berlin, para ampliar estudios en la Escuela Prusiana: los profesores de
composición eran Hugo Kaun, Friedirch Koch y Arnold Schönberg. Sorozábal, sin
dudarlo, elige al segundo: yo conocía algunas composiciones de Schönberg, pero no me
gustaban, afirma en su autobiografía. Su pretendida atonalidad me parecía un
experimento de laboratorio, un esnobismo muy cerebral. Para mí, si el arte no tiene
calor humano no es arte. Podemos pensar lo que queramos de estas afirmaciones: es
obvio que hay en ella tanta sinceridad como, probablemente, estrechez de miras estéticas.
Pero lo importante radica en que esa elección se efectúa con un propósito preciso. Aún no
ha compuesto música teatral, y su obra, hasta el presente, son piezas de naturaleza
nacionalista ligadas al riquísimo folclore euskaldún (y más concretamente, al cancionero
de Resurrección Maria de Azkue), pero hay una absoluta seguridad acerca de la clase de
música que quiere producir y su vocación está ya perfectamente definida. No es un
vanguardista, ni experimenta la menor atracción por el arte de naturaleza especulativa: la
música que quiere hacer busca una relación emotiva, directa e inmediata con el público
popular. Lo que persigue es la creación de una música de calidad capaz de ampliar el
terreno de los referentes y las formas, pero cuya gramática sea, básicamente, tradicional,
de cara a la eficacia de su inscripción en el imaginario del público más amplio. Forzando
el sentido, cabría enunciar que Sorozábal persigue un arte proletario, casi una suerte de
realismo socialista a la española capaz de articular un verdadero drama lírico popular (la
expresión es del propio compositor) del que Adiós a la bohemia y el todavía inédito (¡a
estas alturas!) Juan José constituirían ejemplos particularmente acabados. El caso
particular de esa ópera chica (así llamada por cercanía con el género chico: una pieza en
un acto de unos sesenta minutos de duración) que es Adiós a la bohemia constituye un
verdadero paradigma que sintetiza lo mejor de toda su trayectoria. Se trata, sin discusión,
de su trabajo más acabado, tanto desde el punto de vista argumental como musical, aquél
en que mejor se expresa su sentimiento trágico de la vida, su falta de confianza en el
porvenir, su visión desencantada de una realidad implacable para con las aspiraciones del
artista pero también, por extensión, para el hombre común cuyo ideal se encuentra
condenado al fracaso. Y también para la mujer que, carente de oficio y beneficio, no le
queda sino alquilar su cuerpo, esa mujer personificada en Trini que, a la altura de 1931 en
que la obra comienza a borrajearse, carece aún de derecho al voto ni al trabajo y a quien,
de no dar con un hombre que la mantenga, no le queda más futuro que el hospital o el
Viaducto1, como ella misma canta en la conclusión de la obra. Adiós a la bohemia es el
texto más desgarrador (y también el más elegante, el más finamente trazado) que la ópera
verista haya jamás producido. Y lo es, no ya por su humorismo entreverado y su ternura
sino, y sobre todo, por su carencia de énfasis, por su negativa a ofrecer una tragicidad en
primer grado, por la total falta de grandeza de sus personajes o, por mejor decir, por el
modo en que su grisura ha sido elevada a la categoría de ejemplar. Trini y Ramón, pero
también ese poeta sin nombre que presenta la pieza y que más tarde será rememorado en
la conversación de los amantes otorgando al texto una dimensión pirandelliana (un
personaje añadido con posterioridad al estreno que ha enriquecido de forma decisiva el
juego del sentido), se convierten en genuínos héroes de una épica que nunca llegará a las
páginas de la historia y que, todo lo más, no pasará de la crónica de sucesos. Y ello es así
porque Sorozábal sabe expresarlos mediante una música inolvidable y llena de
sensibilidad, esa música con que Trini rememora el primer encuentro con Ramón en un
nostálgico vals o el magnético canto de las hetairas que se encomiendan a la luna antes
de hacer la calle: una música que convierte a las meretrices que la entonan en verdaderas
princesas de la noche. No hay en esta obra un solo grito, la menor destemplanza, la menor
vulgaridad, el mas leve rasgo de brocha gorda (no lo hay en todo Sorozábal): el músico se
1
El Viaducto sobre la madrileña calle de Segovia fue (y todavía sigue siendo) uno de los lugares preferidos
por los suicidas capitalinos. Ese aspecto trágico del popular puente urbano fue magníficamente expresado
en Cielo negro, el excepcional film realizado por Manuel Mur Oti en 1951.
vale de la panoplia verista para transfigurar a sus personajes y, al tiempo, logra su
composición de estilo más avanzado, carente apenas de romanzas ni de formas vocales de
estructura convencional (pero enriqueciendo el texto con una especie de fugato, el de la
discusión de los pintores, totalmente ajeno al mundo de la lírica convencional) y
desarrollando en una suerte de arioso continuo un texto en prosa que pocos (o quizá
ningún) precedente tiene en el teatro musical español. Un teatro que es, realmente,
nacional-popular, en el sentido más gramsciano del término. En Adiós a la bohemia
Sorozábal logra un operismo de altísimo nivel penetrado por una especie de pesimismo
revolucionario (interpretando al rovescio la famosa consigna de Zhedanov), barojiano y
realista.
Contemplada desde esta perspectiva, la música de Sorozábal es un verdadero
triunfo. Una obra tan difundida como El manojo de rosas (que es, desde luego, uno de los
títulos mayores del corpus zarzuelístico de todos los tiempos, amén de una indiscutible
obra maestra) plantea, en una fecha tan poco apropiada para ello como 1934, una
inteligente renovación del género, tanto por sus referentes de actualidad como por la
incorporación de bailables de su presente histórico, marchando muy a contramano de lo
que se hubiera esperado de un autor que andaba por entonces en la cuarentena:
recordemos que los compositores de la República (es decir, la vanguardia musical del
momento materializada en los dos Grupos de los Ocho, el de Madrid y el de Barcelona,
identificado este último como CIC, Compositores Independientes de Catalunya) eran,
hablando en términos generales, antizarzuelistas acérrimos, y que los zarzuelistas en
activo se movían en otras dimensiones estéticas, bien fuera regionalistas, bien más
cercanas a la opereta. El propio Sorozábal lo ha dicho muy atinadamente: desde el
principio fui enemigo de la zarzuela “de alpargata”: pero no porque fuera “de
alpargata”, sino justamente porque no lo era. Es esa falsificación de un género que
podríamos denominar agropecuario (con sus obligados coros de lagarteranas,
azafraneras, huertanas, murcianas, espigadoras y asimilados) lo que Sorozábal no
soporta: la contradicción estriba en que los zarzuelistas entre los que por ejecutoria se
inscribe eran, por decirlo con una simplificación casi caricaturescamente, de derechas, y
don Pablo tenía otra clase de ideales políticos más próximos a los de los músicos de la
Generación del 27, aunque careciera de afiliación oficial. Porque la realidad es que Don
Pablo era un rojo. Un rojo espontáneo y vocacional. No un comunista o un anarquista
militante, ni un afiliado a organizaciones de masas, pero sí un artista que sentía de un
modo visceral la necesidad de trabajar los géneros populares con un sentido
regeneracionista. Y era, sobre todo, un músico que supo poner su profesionalidad al
servicio de la causa republicana de manera inequívoca, ofreciendo múltiples conciertos
con la Banda Municipal tanto en el Madrid asediado por el fascismo como en el territorio
levantino con el fin de allegar fondos para los hospitales de sangre (lo que le valdría un
proceso de depuración y la prohibición de dirigir sus propias obras durante varios años
tras el triunfo de los sublevados). Sorozábal había sido nombrado director de la Banda en
1936, a la muerte de su creador, Ricardo Villa, lo que le hizo fijar su residencia, ya de
modo definitivo, en la capital, para general beneficio de sus habitantes: y alguna vez
habría que escribir el elogio que merece esta formación cuasi-sinfónica por su impagable
trabajo de divulgación de la mejor música en unos años en que los conciertos orquestales
eran poco menos que un lujo, y por hacerlo con la mayor altura interpretativa. Aunque el
recuerdo corresponde a una época muy anterior (la de los años de su aprendizaje de
solfeo), todavía en 1936 resultaban adecuadas las palabras del maestro recordando esa
primera etapa de su formación: hoy que el gramófono y la radio han hecho que la música
suene constantemente en todas partes y a todas horas, es muy difícil darse cuenta de la
importancia que tenía en aquellos tiempos y lo difícil que era poder escucharla. En
aquellos tiempos y en los de la postguerra, sin ir más lejos.
En cualquiera de las obras de Sorozábal, la aspiración máxima no es el éxito (con
serlo, lógica y legítimamente) sino la dignidad del producto, su capacidad para hablar al
público en un lenguaje conocido que, al tiempo, contenga innovación y ofrezca categoría
estética y en tal sentido puede decirse con razón que se trata (junto con Moreno Torroba)
del último zarzuelista (y desde luego, el único con conciencia de clase), no tanto por su
cronología como por su manera de afrontar la creación escénica buscando implicarse en
la mejor línea autóctona: la de Barbieri y Gaztambide, pero también la de Bretón y Chapí.
De este modo, la operación que implica una obra como la precitada La del manojo de
rosas supone una puesta al día del género en dos frentes, el argumental y el estrictamente
musical. Por una parte, se resitúa un modelo, el sainete lírico costumbrista, que, tras la
muerte de autores como Chueca, Jiménez, Lleó, Soutullo o Vives y el evidente declive de
José Serrano o Pablo Luna, era ya marginal, acercándolo a un tiempo contemporáneo con
aviadores, chicas topolino, talleres mecánicos y obreros, si no concienciados, sí provistos
de un innegable instinto de clase, que recriminan al protagonista el haberse hecho pasar
por uno de ellos solamente para intentar seducir a la tiple (la ropa del obrero se hizo para
trabajar/y no debe un señorito mancharla para conquistar, le cantan sus ex-compañeros
de trabajo). Y por la otra, se introducen bailables de moda que, como el foxtrot o el
charlestón, no contaban con el menor pedigrí zarzuelístico (amén de la formidable
ocurrencia que supone abordar un dúo amoroso en ritmo de pasodoble, configurando uno
de los números musicales más justamente famosos del repertorio). El resultado es
especialmente feliz y de ello dá noticia el éxito de que la obra sigue gozando cada vez
que retorna al escenario. Sin una sola mención a la política, La del manojo de rosas logra
trasmitir una inconfundible (y saludable) fragancia republicana e igualitaria: en eso se
asemeja a la casi coetánea versión de La verbena de la Paloma rodada por Benito Perojo
en 1935, que es también una de las obras máximas de la cinematografía española de todos
los tiempos.
La mezcla de estilos y de referentes es, si cabe, aún más acusada en Black el
payaso, donde cualquier vestigio de la zarzuela costumbrista se ha desvanecido
enteramente a favor de configurar un proyecto de opereta internacional (cuya referencia
última es, sin embargo, operística: Pagliacci, de Leoncavallo). Como en el caso de
Katiuska, la época es vagamente actual pero, como en tantas otras obras de ese género, la
acción transcurre parcialmente en un país centroeuropeo ilusorio (¿existía en 1942 la
menor posibilidad de hablar de la España del momento o, menos aún, de la Rusia
revolucionaria?). Y como sucedía en La del manojo de rosas o en Katiuska, la música es
extremadamente permeable a los bailables de moda (de moda en cualquier país que no
fuera el nuestro), el shimmy, el tango, el cake-walk, el rag-time, por no hablar de la
insólita idea de añadir los saxofones a la plantilla orquestal (se trata, probablemente, de la
primera obra en España en incorporarlos): por cierto, que la opereta austriaca más o
menos coetánea, la Oscar Strauss o Robert Stolz, fue incapaz de semejante puesta al día
musical, pese a que allí la guerra la habían ganado los buenos.
Son los terribles años de la autarquía: si el pesimismo de Adiós a la bohemia
corresponde a los estertores de una monarquía cómplice y La del manojo de rosas al alba
esperanzada de una República que en poquísimos años fue capaz de aproximar España a
Europa con una pujanza como aquí jamás se hubiera imaginado, Black el payaso, más
allá de su aparente intemporalidad y su geografía ilusoria, simboliza, por encima de
cualquier otra consideración, la pírrica conciencia de saberse vivo pese a todo, la magra
felicidad de comprobar que la pérdida de la estabilidad o la ilusión vital son poca cosa al
lado de comprobar que, aunque en condiciones menguadas con respecto a aquéllas a las
que se tuvo legítimo derecho, la vida continúa. Una vida a la que no le queda otra
alternativa sino refugiarse en el mundo de la farsa, del fingimiento, frente a la agresiva
impenetrabilidad del territorio de los ganadores. En la distinción y variedad de su música,
en lo irremediable de su peripecia y en su apariencia agridulce, Black el payaso
complementa la amargura de Adiós a la bohemia a menos de una década de distancia,
cuando ahora sí, definitivamente ya no queda espacio para otra cosa que sobrevivir.
Como el La del manojo de rosas, en Black el payaso tampoco se habla una palabra de
política, pero no es difícil descifrar la criptografía metafórica (y quizá también biográfica)
de un atroz descalabro histórico y generacional. Black vuelve al circo como Sorozábal al
teatro: al menos, podía seguir estrenando, aunque su nombre no pudiese figurar en los
carteles ni dirigir musicalmente la representación y su obra no pudiese aparecer citada (y
muchísimo menos, elogiosamente) en las reseñas y las críticas de prensa: algo parecido le
pasó a un autor tan poco sospechoso de subversión como Benavente, vergonzantemente
designado en los carteles de la época como el autor de “La malquerida”: ¡y éso que se
trataba de un premio Nobel!. A otros ni siquiera les cabía ya esa posiblidad. Un
comentario del músico referido a la época de composición de la obra, es luminoso, en su
voluntad de resistencia: me hice a la idea de que a mis cobardes enemigos les tenía que
vencer con mi producción, escribiendo obras de gran calidad a la que ningún otro
compositor pudiese llegar. En el gesto desafiante de White invitando a Black a retornar a
su antiguo oficio late aún una cierta forma de esperanza: la de poder presenciar, algún
día, la desaparición del dictador acribillado por sus propios médicos. Al menos,
Sorozábal alcanzó a contemplarlo.
La inscripción de la música de Sorozábal en el imaginario popular ha llegado
realmente lejos: muchos números de sus obras han quedado, y quedarán para siempre, en
el repertorio de todos los cantantes, con independencia de que cultiven o no el género
zarzuelístico de manera habitual. Tal sucede con la romanza de La tabernera del puerto,
algazara de tenores, o con la de la propia Ascensión en La del manojo de rosas (“no corté
más que una rosa en el jardín del amor”), con la de La isla de las perlas (“no me quiere
la mujer que yo quería”) o el espléndido dúo amoroso de Black el payaso. En cualquier
caso se trata de piezas inolvidables, marcadas para siempre en la memoria tanto del
público más popular como del intérprete más encopetado, del degustador más exquisito
como del aficionado menos exigente. Una inscripción que ha alcanzado incluso dominios
extramusicales, pero no por ello menos significativos: ahí están las famosas botas de
goma que se han quedado para siempre con el nombre de katiuskas en razón de su
presencia en la opereta de semejante título (que fue, por cierto, su primer gran triunfo),
del mismo modo que cierto tipo de chaqueta de punto ha pasado a denominarse entre
nosotros rebeca, a cuento de formar parte del vestuario de Joan Fontaine en el film
homónimo de Alfred Hitchcock. Hay que tener mucha ropa (como diría Barbieri) para
lograr resultados así. Y Don Pablo la tenía. Vaya si la tenía.
José Luis Téllez