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ES HORA DE COMENZAR A SER CIUDADANOS
Moisés Naím, 1990
Es una oportunidad de hablar de la necesidad de comenzar a utilizar ya, y de
manera más intensa que nunca antes, el arma más poderosa que tenemos. Me refiero
a que gente como ustedes tiene un inusitado potencial para comenzar a ser
ciudadanos de este país. Esa es un arma aún poco utilizada entre nosotros.
Como sabemos, en Venezuela tenemos más de 20 millones de habitantes.
Ciudadanos, sin embargo, hay muchísimos menos. Y es que no es lo mismo ser
ciudadano que habitante de un país. Es una vigésima idea de Tocqueville. Habitante
puede ser cualquiera, ser ciudadano en cambio requiere ciertas cualidades.
Según el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ciudadano no
sólo es quien tiene derechos políticos en un determinado país. Eso no basta. Para ser
promovido de mero habitante o morador de una localidad a ciudadano el diccionario
indica que además la persona debe ejercitar esos derechos interviniendo sobre el
gobierno de su país.
Fíjense que el requisito no es participar en el gobierno, o tener un cargo público
o ser elegido, el requisito es ejercer derechos, interviniendo. Seguramente les
sorprende, como me sorprendió a mí cuando vi el diccionario, que la Academia enfatiza
los derechos y no menciona los deberes. es evidente que para la Academia es
redundante mencionarlos a ambos porque, por más que se trate, a la larga es
imposible retener derechos sin cumplir deberes.
Pero lo que fue aun más interesante fue descubrir que uno de los significados
que le da este diccionario a la palabra ciudadano es "hombre bueno"... Así, tan sencillo
como eso... "hombre bueno". Esto me trajo a la mente una frase de Edmund Burke
quien decía que la única condición para que prevalezcan las fuerzas del mal es que los
hombres de bien no hagan nada.
Desde esta perspectiva es más fácil entender y reconciliarse con situaciones
casi intolerables que vivimos a diario en Venezuela y que actúan sobre muchos de
nosotros como un revulsivo.
Si entendemos que situaciones como éstas emergen porque los hombres de
bien, los ciudadanos, lo han permitido, comienza a resultar un tanto inútil mantener el
torneo de acusaciones mutuas en las que se transforma toda discusión sobre los
problemas de Venezuela y sus soluciones.
Desde esta perspectiva es más fácil preguntarse si realmente son los
empresarios los únicos culpables de haberle dado durante muchos años mayor
prioridad a hacerse amigos de políticos y funcionarios públicos que a tratar de ofrecer
mejores productos o ser más eficientes. Los empresarios, aquí y en todas partes,
responden a los incentivos y amenazas que les ofrece el ambiente donde se
desenvuelven. En Venezuela el ambiente los obligó por mucho tiempo a ser cortesanos
de funcionarios públicos que tenían el poder de quebrarlos o de hacerlos muy ricos.
Es evidente que si muchos de nosotros nos hubiésemos comportado más como
ciudadanos y menos como habitantes quizás esta perversión no hubiese alcanzado los
extremos a los que aquí llegó, culminando en el paroxismo que conocimos como
Recadi. Hay que recapacitar sobre dónde deben recaer las culpas de éste y otros
problemas, repito: para que el mal prevalezca solo basta con que los buenos no hagan
nada ¿Cómo condenar tan duramente a los políticos si por tanto tiempo, nosotros, sus
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ciudadanos, los dejamos solos, sin exigirles, sin ayudarlos, sin acompañarlos?
Claro que muchos de ellos tienen características personales que hacen muy
difícil acercárseles sin sentir cierta repugnancia o sin estar dispuesto a ser cómplice de
las transgresiones éticas a las que tan adictos se han vuelto. Pero también es verdad,
y puedo dar fe de ello porque lo he constatado personalmente, que hay otros, no
muchos es verdad, que son gente honesta, trabajadora y legítimamente comprometida
con su trabajo.
De hecho, he desarrollado un enorme respeto por algunos de estos políticos algunos de ellos muy poco apreciados por la sociedad- que si bien no son tan
cosmopolitas como muchos de nuestros muy viajados gerentes o tan eruditos como
algunos de nuestros muy críticos académicos, son personas que al menos todos los
días intentan hacer algo para aliviar los problemas que nos agobian a todos. Pero los
hemos dejado solos, entre otras razones porque hemos estado muy distraídos
actuando como meros habitantes sin derechos y sin responsabilidad por atender lo que
por ser de todos, sentimos como poco nuestro.
Es más que obvio que no está muy arraigada en Venezuela la sensación de
propiedad, de pertenencia, de arraigo irreversible a un lugar y una cultura con la que
va a tener que vivir siempre y que por lo tanto es necesario cuidar. Hemos sido
demasiado inquilinos y poco propietarios de nuestro propio país. Esta actitud de
separación, de distancia para con el país, especialmente difundida entre los grupos
sociales y profesionales que menos la deberían tener, no sólo se expresa en una
pasmosa pasividad, sino que también ha llegado a ser parte de su lenguaje y de su
estilo personal.
Es así como desde hace un tiempo, individuos y grupos que deberían estar
liderizando la transformación del país y la búsqueda de soluciones, más bien han
desarrollado lo que se podría llamar "el síndrome del antropólogo". El antropólogo es el
profesional que estudia otras culturas, describiendo sus costumbres y circunstancias.
Lo hace visitando ocasionalmente estas culturas ajenas a él y las observa, conviviendo
con sus habitantes, para después de un tiempo irse y opinar con distancia acerca de
las conductas y características de pueblos exóticos. Resulta entonces que algunos de
nuestros más talentosos y preparados habitantes han descubierto que es mucho más
cómodo y -a corto plazo- menos riesgoso, comportarse como antropólogos que como
ciudadanos, Que es mejor observar y describir con distancia el proceso de deterioro
nacional que actuar para tratar de detenerlo, que es más divertido hablar mal de los
políticos que serlo. Y por supuesto que criticar es importante, y ojalá que nunca
perdamos ese derecho; pero no es malo recordar, de vez en cuando, el viejo adagio
que mantiene que el hombre que dice que algo no se puede hacer no debe interrumpir
a quien está tratando de hacerlo.
Así, entre ciertos grupos sociales venezolanos se ha desarrollado una especial
manera de hablar y razonar sobre lo que llamamos con una mezcla de desdén y
condescendencia "este país". Es un tono que pretende evidenciar cierta objetividad,
pero que en el fondo no es sino una manera de comunicar que no tenemos ninguna
culpa de lo que aquí ha sucedido, que no sentimos mayor responsabilidad en participar
personalmente en las soluciones y, que en fin, no tenemos nada que ver con este
lastimoso circo que los periódicos nacionales se regodean en restregarnos en la cara
cada mañana.
Nada garantiza más éxito y más atención en un programa de televisión, en una
columna de prensa o en una simple conversación entre amigos que entrar en un
implacable ejercicio de autoflagelación acerca de Venezuela y los venezolanos. A veces
pareciera que el único consenso que hay entre quienes opinan sobre el país es la
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imposibilidad de progresar a la que nos han condenado factores ajenos a nuestra
actuación como individuos.
Así entre nosotros se ha diseminado un auto-racismo muy peculiar. Es la actitud
muy común según la cual la mezcla genética de los venezolanos, por el tipo de indios,
negros y españoles que poblaron este territorio, impone límites insuperables al
material humano con el que cuenta el país. Para otros, nuestra historia, nuestra
geografía y las riquezas naturales nos han hecho irremediablemente holgazanes e
incompetentes. Otros más bien enfatizan que la estructura social, económica y política
del país - o dicho más crudamente, la miseria de los marginales, la voracidad de los
grupos económicos, la corrupción de los cogollos o una creativa combinación de estos
tres factores- imponen restricciones formidables a cualquier esperanza de progreso en
esta generación y quién sabe en cuantas más.
En todos los casos -e independientemente de los detalles- el diagnostico básico
es que estamos condenados a ser como somos hoy por factores profundamente
arraigados en nuestra naturaleza y sobre los cuales es poco lo que puede hacer un
ciudadano común. Es en efecto una actitud que tiene ciertos parecidos a la de un
experto extranjero que viene de visita, observa, opina y se va puesto que ésa no es ni
su cultura ni su país.
La diferencia, sin embargo, es que al experto no le da vergüenza lo que describe;
a muchos venezolanos si. Y es también de allí de donde sale ese distanciamiento. Esa
necesidad de diferenciarse de lo que se describe con tan implacable desdén. es la
necesidad de ocultar el hecho de que eso -que en el fondo es tan de uno- nos produce
una insoportable mezcla de vergüenza y frustración.
Esta actitud de distanciamiento conduce inevitablemente a un profundo
aislamiento y una apatía que, al fin y al cabo, no son sino respuestas naturales y muy
humanas a problemas que son percibidos como demasiado grandes para ser
enfrentados. No es sino la necesidad de evadir problemas que ya se han hecho
crónicos, cuya magnitud nos sobrecoge y para los cuales no hallamos mejor respuesta
que el hacernos los locos. Hacernos los locos y dedicarnos a lo nuestro; a lo más
privado y personalmente nuestro: a la familia inmediata, al trabajo, a los amigos
cercanos. Es así como la tendencia general es a concentrarse en atender lo individual y
evadir lo colectivo. Esta evasión, sin embargo, puede ser fatal.
Martín Niemoller un pastor luterano que vivió en Alemania durante la Segunda
Guerra Mundial escribió lo siguiente: Primero, vinieron por los comunistas, y no dije
nada porque yo no era comunista. Después, vinieron por los judíos y tampoco dije
nada; yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no
era sindicalista. También vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era
luterano. Después, vinieron por mi... Y, ya no quedaba nadie que pudiese decir algo
por mi. Como se imaginarán, el pastor Niemoller terminó en un campo de
concentración.
Es este tipo de adaptación fatal de la que nos tenemos que cuidar. Como
individuos y como país. Tenemos que estar muy alertas y no permitir que la evasión y
la pasividad disfrazadas de tolerancia y flexibilidad nos vayan llevando poco a poco y
casi sin darnos cuenta a descubrir que estamos viviendo lo invisible y tolerando lo
intolerable. A acomodarnos a situaciones y arreglos que dejan cada vez menos espacio
para la libertad, la dignidad y la posibilidad de tener un país más prospero. El peligro
además es que la evasión fatal suele conducir a una especie de retroceso fatal.
Retroceso donde se llega a aceptar sin demasiada alarma que cualquier cosa es mejor
de lo que se tiene y que hasta un cobarde e incompetente caudillo militar puede ser
preferible a gobernantes democráticamente electos.
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No debe haber reto mayor para la Venezuela de estos tiempos que romper con
la apatía y la indiferencia hacia cualquier esfuerzo dirigido al bienestar colectivo. Y es
aquí donde veo el inmenso potencial de gente como la que se gradúa esta noche o en
las demás noches como ésta que se han celebrado en este edificio. Al fin y al cabo en
los valores y actitudes que acompañan una formación como la que aquí se recibe están
las semillas de lo que bajo ciertas condiciones se puede transformar en un poderoso
antídoto contra esa adaptación fatal de la que he hablado. Son los valores y actitudes
que definen instintos y conductas muy eficaces para solucionar problemas complejos y
enfrentar situaciones de crisis.
Implican, entre otros, el instinto de aprovechar las oportunidades que ofrecen
las crisis y no dejarse abrumar por las amenazas y los peligros que ellas encierran.
Implican también que es indispensable entender cuáles son las fuerzas ajenas a uno y
sobre las cuales no se puede hacer nada; pero no con el animo de sentirse víctima de
las circunstancias o buscar factores externos a quien echarle la culpa; sino más bien
con el fin de buscar cuáles son los intersticios que dejan espacio para la actuación
individual.
Solucionar problemas con eficacia implica además el no permitir que la confusión,
la gravedad, la falta de información o de tiempo para actuar lo paralice a uno. Más
bien la actitud es la de saber actuar entre la incertidumbre y la confusión e ir
tanteando, equivocándose, frustrándose y seguir buscando hasta ir vislumbrando un
camino; camino que por lo demás es siempre sinuoso, lleno de intersecciones y muy
poco alumbrado.
Finalmente, se sabe que quienes más efectivos son en enfrentar problemas son
aquellos que no lo hacen solos. Son quienes no se aíslan, que saben motivar a otros a
participar del esfuerzo y que dominan el arte de trabajar en equipo y saben, por lo
tanto, crear un ambiente de confianza mutua y de solidaridad;
Cuan distinto seria nuestro país, si mucha más gente con estas actitudes y
capacidades le dedicara un poco más de esfuerzo a lo que es de todos; al bien publico.
Insisto que para mi esto no necesariamente significa militar en un partido político o
trabajar en el sector público.
Debo aclarar, sin embargo, que aunque la política o la administración pública son
rutas profesionales usualmente desdeñadas por muchos, son las que ofrecen más
posibilidades de realización personal, de reto profesional y de aprendizaje que ninguna
otra. Ningún trabajo que le ofrezcan a quienes esta noche se gradúan, superará en
angustias, frustraciones, peligros y retos a lo que implica trabajar en el sector publico
o en la política; pero, ninguno les dará más satisfacciones o los hará sentir más
orgullosos.
Por otra parte, confieso también que he hecho el ejercicio de soñar lo que podría
ser Venezuela si más profesionales como los que ustedes representan, actúan dentro
de los partidos políticos, el Congreso, los tribunales, o cualquiera de los ministerios. Es
un ejercicio que pone a dudar al más terco de los pesimistas. Entre otras cosas porque
es perfectamente razonable suponer que esta migración de profesionales competentes
hacia el sector público va a ocurrir cada vez con más frecuencia y porque en vista de la
situación actual, cualquier progreso en esta dirección por pequeño que sea tiene
efectos desproporcionadamente grandes y positivos.
En este sentido nunca me ha dejado de impresionar el minúsculo tamaño del
grupo de personas que en 1989 desencadenó uno de los más profundos cambios en la
economía venezolana. También me ha llamado la atención lo poderoso que ha sido el
efecto demostración que un pequeño grupo inicial ha tenido sobre la motivación de
otras personas de gran talento, que jamás se hubiesen planteado la posibilidad de
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actuaciones publicas cargadas de peligros.
Pero el mensaje no es que para contribuir a lo que es de todos hay que trabajar
en un ministerio o ser concejal, alcalde o diputado. Estas no son las únicas maneras de
transformarse de habitante en ciudadano. Hay otras.
Imagínense que gente como ustedes, egresados del IESA o no, decida dedicar
ocho horas al mes a hacer un esfuerzo, de cualquier tipo, que vaya dirigido a ayudar a
otros o a cuidar o mejorar lo que es de todos. Se que ocho horas al mes es muy poco
tiempo, y se que dado el cinismo reinante puedo sonar como muy ingenuo o simplista.
Pero no lo soy, y no lo soy porque sé que por más escaso que sea el tiempo que se le
vaya a dedicar a estas iniciativas siempre va a ser inconmensurablemente mayor que
el tiempo que, en promedio, hoy en día le dedican los venezolanos a trabajar por el
bien común. También sé que dado lo adictivas y gratificantes que son este tipo de
iniciativas y conociendo la naturaleza de quienes participan en ellas, al cabo de pocos
meses muchos descubrirán que casi sin darse cuenta le están dedicando mucho más
tiempo del que habían pensado en dedicarle al principio. Las posibilidades de proyectos
de esta naturaleza son tan vastas como la creatividad y la imaginación lo permitan.
El esfuerzo puede ir desde el adoptar una avenida o una escuela y ayudar en su
mantenimiento o promover una cooperativa de medicinas en un barrio hasta organizar
un movimiento público en apoyo a cualquier causa en la que se crea. Escribir en la
prensa, participar, publicar remitidos defendiendo principios fundamentales o
denunciando errores garrafales, promover organizaciones que le den a tantos
venezolanos hambrientos de participación la posibilidad de canalizar sus energías de
manera democrática y eficaz, dar clases en la escuela de vecinos, evitar que un
incompetente llegue a alcalde o a hasta presidente; en fin dejar de actuar como
espectador aburrido o hastiado de la obra que está viendo y atreverse a ser más
protagonista.
Pero la verdad es que a estas alturas es menos importante el contenido
específico del esfuerzo que lo que implica recuperar o asumir por primera vez el rol de
ciudadano en el país que es de uno. Es también la única manera de reducir las
posibilidades de las tendencias despóticas y totalitarias que, a pesar de todas las
experiencias históricas, aun pululan entre nosotros, disfrazadas de cinismo y
amparadas por la apatía y la indiferencia. A primera vista pareciera que reunirse
después del trabajo para ver cómo se puede contribuir con el hospital de niños o
con la asociación de vecinos no va a cambiar las grandes tendencias que definen el
destino del país.
Sin embargo, la experiencia histórica, aun la más reciente en nuestro país y en
otras partes indica que son iniciativas como éstas, promovidas por pequeños grupos
las que han servido de base para desencadenar irreversibles procesos de cambio social
y político. Y lo que ha sucedido recientemente en Venezuela nos debe servir a todos de
experiencia. Recordando siempre, sin embargo, que como dijera Huxley la experiencia
no es lo que le sucede a una persona es lo que la persona hace con lo que le sucede.
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