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ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
René Guénon
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
INDICE
ÂTMÂ-GÎTÂ ............................................................................................................. 3
EL ESPIRITU DE LA INDIA ................................................................................. 8
KUNDALINÎ-YOGA .............................................................................................. 16
LA TEORÍA HINDÚ DE LOS CINCO ELEMENTOS...................................... 28
DHARMA ................................................................................................................ 46
VARNA .................................................................................................................... 50
TANTRISMO Y MAGIA ....................................................................................... 55
EL QUINTO VÊDA................................................................................................ 58
NÂMA-RÛPA.......................................................................................................... 64
MÂYÂ ...................................................................................................................... 68
SANATÂNA DHARMA ......................................................................................... 71
2
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
ÂTMÂ-GÎTÂ1
En nuestra más reciente obra, hacíamos alusión a un sentido interior de la Bhagavad-Gîtâ, a la que, cuando es tomada bajo este punto de vista, toma el nombre de AtmâGîtâ2; ahora bien, como se nos han pedido algunas explicaciones a ese sujeto, pensamos
que no carecerá de interés darlas aquí.
La Bhagavad-Gîtâ, que es, como ya se sabe, un episodio sacado del Mahâbhârata3,
ha sido ya tantas veces traducida a las lenguas occidentales que la misma debería ser
bien conocida de todo el mundo; pero esto no es de ningún modo así, ya que, a decir
verdad, ninguna de esas traducciones testimonia una verdadera comprensión. El título
mismo es generalmente traducido de una manera un poco inexacta, por «Canto del Bienaventurado», pues que, en realidad, el sentido principal de Bhagavad es el de «glorioso» y de «venerable»; el sentido de «bienaventurado» existe también, pero de una manera muy secundaria, y que por lo demás convendría muy mal en el caso en cuestión aquí4.
En efecto, Bhagavad es un epíteto que se aplica a todos los aspectos divinos, y también
a los seres que son considerados como particularmente dignos de veneración5; la idea de
felicidad, idea que es por lo demás, en el fondo, de orden enteramente individual y humano, no se halla contenida en punto ninguno en el término en cuestión, ello al menos,
necesariamente. No hay nada de sorprendente en aquello de que este epíteto sea dado
1
(Publicado en V.J., en marzo de 1930)
Autoridad espiritual y poder temporal, V.
3
Recordaremos que los dos Itihâsas, es decir el Râmâyana y el Mahâbhârata, pues que forman parte
de la Smriti, y pues que en su consecuencia tienen el carácter de escritos tradicionales, son enteramente
otra cosa que los simples «poemas épicos», en el sentido profano y «literario», que ven de ordinario en
ellos los occidentales.
4
Hay un cierto parentesco, que puede prestarse a confusión, entre las raíces bhaj y bhuj; esta última,
cuyo sentido primitivo es el de «comer», expresa sobre todas las ideas de disfrute, de posesión, de felicidad o fortuna; por el contrario, la primera y sus derivados, como bhaga y bhakti sobre todo, las ideas que
expresan son las de veneración, las de respeto, y las de devoción o sometimiento.
5
Los budistas dan naturalmente ese título a Buddha, y los jainas lo dan de igual modo a sus Tirthankaras.
2
3
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
precisamente a Krishna, quien no es solamente un personaje venerable, sino que, en
tanto que octavo avatâra de Vishnu, corresponde realmente a un aspecto divino. Pero
hay aquí todavía algo más.
Ahora bien, para comprender esto, es menester recordar que los dos puntos de vista,
vishnuita y shivaita, que corresponden a dos grandes vías que convienen a seres de naturaleza diferente, toman cada uno, como soporte para elevarse hacia el Principio supremo, uno de los dos aspectos divinos, complementarios en cierto modo, a los cuales deben los mismos sus designaciones respectivas, y transponen este aspecto de tal modo
que le identifican al Principio mismo, considerado sin ninguna restricción y más allá de
toda determinación o especificación cualesquiera. Es esto por lo que los Shaivas designan el Principio supremo como Mahâdêva o Mahêshwara, que es propiamente un equivalente de Shiva, mientras que los Vaishnavas le designan de igual modo mediante alguno de los nombres de Vishnu, tales como Nârâyana o Bhagavat, siendo este último
empleado sobre todo por una cierta rama que lleva por esta razón la denominación de
Bhâgavatas. Por lo demás, en todo esto no hay elemento de contradicción ninguno: Es
así que los nombres son múltiples como las vías a las cuales se refieren, pero esas vías,
en modo más o menos directo conducen todas al mismo fin; la doctrina tradicional hindú no conoce nada semejante al exclusivismo occidental, para el cual una sola y misma
vía debería convenir parejamente a todos los seres, sin tener en cuenta ninguna de las
diferencias de naturaleza que existen entre los mismos.
Desde ahora será fácil comprender que Bhagavad, pues que es identificado al Principio supremo, no es otro, por lo mismo, que Atmâ incondicionado; y esto es verdad en
todos los casos, ya sea que este Atmâ sea considerado en el orden «macrocósmico» o en
el orden «microcósmico», y ello, según que se prefiera hacer la aplicación correspondiente en los diversos puntos de vista; evidentemente que no podemos pensar en reproducir todos los desarrollos que, a este sujeto, hemos dado ya en otra parte1. Lo que nos
interesa más directamente aquí, es la aplicación que podemos denominar «microcósmica», es decir, la aplicación que es hecha a cada ser considerado en particular; a este respecto, Krishna y Arjuna representan respectivamente el «Sí mismo» y el «yo», es decir,
la Personalidad y la individualidad, que son Atmâ incondicionado y jivâtmâ. Es así que
la enseñanza dada por Krishna y Arjuna es, bajo este punto de vista interior, la intuición
intelectual y supra-racional mediante la cual el «Sí mismo» se comunica al «yo», cuando este está «cualificado» y preparado de tal manera que la comunicación en cuestión
puede establecerse efectivamente.
1
Para esto y para lo que va a seguirse, reenviamos sobre todo a las consideraciones que hemos expuesto ya en El Hombre y su devenir según el Vêdanta.
4
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Haremos observar, pues que esto es de la mayor importancia para lo que aquí se trata, que Krishna y Arjuna son representados como montados sobre un mismo carro; ese
carro es el «vehículo» del ser considerado en su estado de manifestación; y, mientras
que Arjuna combate, Krishna conduce el carro sin combatir, es decir, sin quedar él
mismo prendido en la acción. En efecto, la batalla en cuestión simboliza la acción, de
una manera enteramente general y bajo un forma apropiada a la naturaleza y a la función de los kshatriyas, quienes están más especialmente destinados a librarla1; el campo
de batalla (kshêtra) es el dominio de la acción, dominio en el cual el individuo desarrolla sus posibilidades; y esta acción no afecta de ningún modo al ser principal, permanente e inmudable, no, sino que concierne solamente al «alma viviente» individual
(jîvâtmâ). Los dos que se hallan montados sobre el mismo carro son en consecuencia la
misma cosa que los dos pájaros de los cuales es dicho en las Upanishads: «Dos pájaros,
compañeros inseparablemente unidos residen sobre un mismo árbol; uno come el fruto
del árbol, el otro mira sin comer»2. Aquí también, aunque con un simbolismo diferente
para representar la acción, el primero de esos dos pájaros es jîvâtmâ, y el segundo es
Atmâ incondicionado; y todavía es la misma cosa para los «dos que están metidos en la
misma caverna», que son cuestión en otro texto3; y si ambos están siempre inseparablemente unidos, ello es que verdaderamente no son más que uno al respecto de la realidad absoluta, ya que jîvâtmâ no se distingue de Atmâ más que en modo ilusorio.
Hay también, para expresar esta unión, y precisamente en relación directa con el
Atmâ-Gitâ, un término que es particularmente digno de resaltar: Es el de Nârayâna, «el
que camina (o que es llevado) sobre las aguas», es un nombre de Vishnu, aplicado por
transposición a Paramâtmâ o al Principio supremo, así como lo hemos dicho más atrás;
las aguas representan aquí las posibilidades formales o individuales 4. Por otra parte,
nara o nri es el hombre, o antes bien el ser individual en tanto que pertenece a la especie humana; hay lugar para observar la estrecha relación que existe entre ese término y
el Nara que designa las aguas1; esto nos llevaría por lo demás demasiado lejos de nuestro sujeto. Es así que Nara y Nârâyana son respectivamente lo individual y lo Univer-
Es de hacer notar que ese sentido es también, muy exactamente, el sentido de la concepción islámica de la «guerra santa» (jihad); ahora bien la aplicación social y exterior de la misma es la que constituye
solamente la «pequeña guerra santa» (jihad seghir), mientras que la «gran guerra santa» (jihad kebir) es
de orden puramente interior y espiritual
2
Mundaka Upanishad 3º Mundaka, 1er Khanda, shruti I; Shwêtâshwatara Upanishad, 4º Adyâya,
shruti 6.
3
Katha Upanishad, 1er Adyâya, 3º Vallî, shriti 1. –La «caverna» no es otra que la cavidad del corazón, que representa el lugar de unión de lo individual con lo Universal, o del «yo» con el «Sí mismo».
4
En la tradición cristiana, la marcha de Cristo sobre las aguas tiene una significación que se refiere
exactamente al mismo simbolismo.
1
5
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
sal, el «yo» y el «Sí mismo», el estado manifestado de un ser y su Principio no manifestado; y los mismos están reunidos indisolublemente en el conjunto Nara-nârârayana,
conjunto del cual se habla a veces como de dos ascetas que residen sobre el Himalaya,
lo que recuerda más especialmente el último de los textos de las Upanishads que hemos
mencionado hace un momento, texto en el cual los «dos que están metidos en la caverna» son designados al mismo tiempo como «permaneciendo sobre la más alta cima»2.
Se dice también que, en ese mismo conjunto Nara es Arjuna, y Nârâyana es Krishna; en
fin, son los dos que están montados sobre el mismo carro, los que son siempre, bajo un
nombre u otro, y cualesquiera que por lo demás sean las formas simbólicas empleadas,
jîvâtma y Paramâtmâ.
Estas indicaciones permitirán comprender lo que es el sentido oculto e interior de la
Bhagavat-Gîtâ, sentido en relación al cual todos los demás no son en suma más que
aplicaciones más o menos contingentes. Esto es verdad más particularmente en lo que
concierne al sentido social, en el cual las funciones de contemplación y de acción que se
reportan respectivamente a lo supra-individual y a lo individual, son consideradas como
siendo las funciones del brâhman y del kshatriya3. Es así que es dicho que el brâhman es
el tipo de los seres fijo o inmudables (sthâvara), y que el kshatriya es el tipo de los seres
móviles o cambiantes (jangama)4; se puede ver sin dificultad la analogía que existe entre estas dos clases de seres de una parte, y, de otra parte, la Personalidad inmudable y la
individualidad sometida al cambio; y esto establece de inmediato el lazo entre este sentido y el precedente. Vemos, además, que aquí mismo donde se cuestiona más especialmente al kshatriya, este, en cuanto que la acción es su función propia, puede ser tomado para simbolizar cualesquiera que esta sea, la cual, forzosamente, también se halla
comprometida en la acción por las condiciones mismas de su existencia, mientras que el
brâhman, en razón de su función de contemplación o de conocimiento puro, representa
los estados superiores del ser5; y es así que uno podría decir que todo ser tiene en él
mismo el Brahmân y el kshatriya, pero con predominio de una u otra de las dos naturalezas, según que sus tendencias le lleven principalmente del lado de la contemplación o
del lado de la acción. Se deduce de esto que el alcance de la enseñanza contenida en la
Quizás que, entre los griegos, el nombre de Nereo y de las Nereidas, es decir, las ninfas de las
aguas, no carezcan de relación con el sánscrito Nârâ.
2
Hay aquí una indicación de las relaciones simbólicas de la caverna y de la montaña, relaciones a las
cuales tuvimos ocasión de hacer alusión en El Rey del Mundo.
3
Este punto de vista es el que hemos desarrollado sobre todo en Autoridad espiritual y poder temporal.
4
El conjunto de ambos seres es designado a veces por el conjunto sthâvarajangama.
5
Es esto por lo que el brâhman es designado como un Dêva sobre la tierra, correspondiendo los
Dêvas a los estados supra-individuales o informales (aunque todavía manifestados); esta designación que
es rigurosamente justa, parece no haber sido comprendida jamás por los occidentales.
1
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Bhagavad-Gîtâ está lejos de limitarse a los kshatriyas, entendidos en el sentido propio,
ello, aunque la forma bajo la cual esta enseñanza es expuesta les conviene a ellos muy
particularmente; y, si los occidentales, entre los que la naturaleza del kshatriya se encuentra mucho más frecuentemente que la naturaleza del brâhman, volvieran un día a la
comprensión de las ideas tradicionales, con seguridad que una tal forma sería también la
que les resultaría ser más inmediatamente accesible.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
EL ESPIRITU DE LA INDIA1
La oposición de oriente y de occidente, llevada a su términos más simples, es en el
fondo idéntica a la que nos complacemos frecuentemente en establecer entre la contemplación y la acción. Sobre esta cuestión nos hemos explicado ya en varias ocasiones, y
también hemos examinado los diferentes puntos de vista bajo los cuales se puede uno
situar para considerar las relaciones de los términos en cuestión: Es así que podemos
preguntarnos: ¿son estos verdaderamente dos contrarios, o, antes todo, no serían dos
complementarios, o, bien todavía, no habría aquí en realidad, entre uno y otro término
una relación, no en punto ninguno de coordinación, sino antes bien de subordinación?
Consecuentemente, aquí no haremos más que resumir muy rápidamente las propuestas
consideraciones, consideraciones indispensables a quien quiere comprender el espíritu
de oriente en general y el de l India en particular.
El punto de vista que consiste en oponer pura y simplemente una a la otra la contemplación y la acción es el más exterior y el más superficial de todos. La oposición
existe en las apariencias bien es verdad, pero no puede ser absolutamente irreductible;
por lo demás, uno podría decir otro tanto para todos los contrarios, que cesan de ser tales que uno se eleva por encima de un cierto nivel, nivel en el cual su oposición tiene
toda su realidad. Ahora bien, quien dice oposición o contraste dice, por lo mismo, desarmonía o desequilibrio, es decir, algo que no puede existir más que bajo un punto de
vista particular y limitado; en el conjunto de las cosas todas, el equilibrio es hecho de la
suma de todos los desequilibrios, y todos los desordenes parciales concurren de buen o
de mal grado al orden total.
Considerando la contemplación y la acción como complementarios, uno se sitúa bajo un punto de vista ya más profundo y más verdadero que el precedente, porque la oposición se encuentra aquí conciliada y resuelta, equilibrando sus dos términos en cierto
modo el uno por el otro. Se trataría entonces de dos elementos igualmente necesarios
1
[Publicado en Le Monde Nouveau, de junio de 1930.
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que se complementan o se completan y se apoyan mutuamente, y que constituyen la
doble actividad, interior y exterior, de un solo y mismo ser, ya sea cada hombre tomado
en particular o la humanidad considerada colectivamente. Esta concepción es seguramente más armoniosa y más satisfactoria que la primera; no obstante, no uno se estuviera a la misma exclusivamente, se sentiría tentado, en virtud de la correlación de este
modo establecida, a situar sobre el mismo plano la contemplación y la acción, de suerte
que no quedaría más que esforzarse en mantener tanto como fuera posible el fiel de la
balanza entre ambas, sin plantear jamás la cuestión de una superioridad cualesquiera de
una en relación a la otra. Ahora bien, de hecho, esta cuestión se halla siempre planteada,
y, en lo que concierne a la antítesis de oriente y de occidente, podemos decir que la
misma consiste precisamente en aquello de que oriente mantiene la superioridad de la
contemplación, mientras que occidente, y especialmente el occidente moderno, afirma
al contrario la superioridad de la acción sobre la contemplación. Aquí, no se trata más
de puntos de vista de los cuales cada uno puede tener su razón de ser y ser aceptado,
ello al menos, como la expresión de una verdad relativa; y es que siendo irreversible una
relación de subordinación, las dos concepciones en presencia resultan ser realmente
contradictorias, y en consecuencia exclusivas una de otra, de suerte que forzosamente
una es verdadera y la otra es falsa. Por consiguiente es menester escoger y quizás que la
necesidad de esta elección no haya sido jamás impuesta con tanta urgencia como lo es
en las circunstancias actuales; y quizás que inclusive se imponga todavía en un porvenir
próximo.
En aquellas de nuestras obras a las cuales hemos hecho alusión más atrás 1, hemos
expuesto que la contemplación es superior a la acción, de igual modo en que lo inmudable es superior al cambio. La acción, que no es más que una modificación transitoria y
momentánea del ser, no podría, por lo mismo, tener en ella misma su principio y su razón (de ser) suficiente; y es así que si la acción no se vincula a un principio que quede
más allá de su dominio contingente, no es más que una pura ilusión; y ese principio, del
cual ha de extraer la realidad de la que es susceptible su existencia y su posibilidad
misma, no puede encontrarse más que en la contemplación o, si se prefiere, en el conocimiento. De igual modo, el cambio, en su acepción más generalizada, es ininteligible y
contradictorio, es decir, imposible, sin un principio del cual ha de proceder, principio
que por lo mismo que lo es, no puede estarle sometido y que, en consecuencia, es forzosamente inmudable; y es esto por lo que, en la Antigüedad occidental, Aristóteles afirmó la necesidad del «motor inmóvil de todas las cosas». Es evidente que la acción pertenece al mundo del cambio, al mundo del «devenir»; sólo el conocimiento permite salir
1
Oriente y Occidente; La crisis del mundo moderno; Autoridad espiritual y poder temporal.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
de ese mundo y de las limitaciones que le son inherentes, y, cuando este conocimiento
alcanza lo inmudable, posee en el mismo la inmutabilidad, ya que todo conocimiento es
esencialmente identificación con su objeto. Es esto precisamente lo que ignoran los occidentales modernos los que, en cuanto a su conocimiento, no consideran más que un
conocimiento racional y discursivo, y que es en consecuencia indirecto e imperfecto (lo
que se podría denominar un conocimiento por reflejo), y los que, de más en más, no
aprecian ya siquiera este conocimiento inferior si ello no es en la medida en que el mismo pueda servir directamente a fines prácticos; empeñados en la acción hasta el punto
de negar todo lo que la rebasa, no se aperciben en punto ninguno de que esta acción
misma degenera así, a falta de principio, en una agitación tan vana como estéril.
En la organización social de la India, que no es más que una aplicación de la doctrina metafísica al orden humano, las relaciones del conocimiento y de la acción son representadas por aquellos que pertenecen a las dos primeras castas, los brâhmanes y los
kshatriyas, de los que, las antedichas relaciones, son respectivamente las funciones propias, Es dicho que el brâhman es el tipo de los seres estables, y que el kshatriya es el
tipo de los seres móviles o cambiantes; es así que todos los seres de ese mundo, según
su naturaleza, quedan en relación principal con uno o con el otro de ambos tipos, ya que
hay una perfecta correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano. No es decir, bien entendido que la acción le sea prohibida al brâhman, ni el conocimiento al
kshatriya, pero dichas funciones no les convienen en cierto modo más que por accidente
y no esencialmente; el swadharma, es decir, la ley propia de la casta, en conformidad
con la naturaleza del ser que pertenece a la misma, está en el conocimiento para el
brâhman y en la acción para el kshatriya. Ahora bien, el brâhman es superior al kshatriya, como el conocimiento es superior a la acción; en otros términos, la autoridad espiritual es superior al poder temporal, y es reconociendo la subordinación de este frente de
aquella que este último será legítimo, es decir, que será verdaderamente lo que debe ser;
de otro modo, separándose de su principio, el mismo no podrá ejercerse más que de una
manera desordenada que le conducirá fatalmente a su pérdida.
A los kshatriyas pertenece normalmente todo el poder exterior, pues que el dominio
de la acción, es el mundo exterior; pero este poder no es nada sin su principio interior,
puramente espiritual, que encarna la autoridad de los brâhmanes, principio en el cual el
poder en cuestión encuentra su sola garantía válida. A cambio de esta garantía, los kshatriyas deben, con la ayuda de la fuerza de que disponen, asegurar a los brâhmanes el
medio de cumplir en paz, al abrigo de la turbulencia y de la agitación, su propia función
de conocimiento y de enseñanza; es esto lo que se representa bajo la figura de Skanda,
el Señor de la guerra, protegiendo la meditación de Ganêsha, el Señor del conocimiento.
Tales son las relaciones regulares de la autoridad espiritual y del poder temporal; y, si
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
las mismas fueron en todas partes y siempre observadas, ningún conflicto podría jamás
elevarse entre la una y el otro, ocupando así cada uno el lugar que debe corresponderle
en virtud de la jerarquía estrictamente conforme con la naturaleza de las cosas. Se ve
que el lugar que es hecho a los kshatriyas, y en consecuencia a la acción, aún siendo
subordinado, queda lejos de ser descuidable, pues que comprende todo el poder exterior,
a la vez militar, administrativo y judicial, poder que se sintetiza en la función real. Los
brâhmanes no tienen que ejercer más que una autoridad invisible, la que, como tal, puede ser ignorada del vulgo, pero que no es por ello menos el principio de todo poder visible; esta autoridad es como el eje alrededor del cual giran las cosas todas, es decir, el eje
fijo alrededor del cual el mundo cumple su revolución, o, todavía, es el centro inmudable que dirige y regla el movimiento cósmico sin participar en él en punto ninguno; y es
esto lo que representa el antiguo símbolo de la swastika, que es, por esta razón, uno de
los atributos de Ganêsha.
Conviene añadir que el lugar que le debe ser hecho a la acción ha de ser, en su aplicación, mayor o menor según las circunstancias; hay, en efecto, pueblos como hay individuos, y los hay cuya naturaleza es sobre todo contemplativa, mientras que otros hay
cuya naturaleza es sobre todo activa. Y sin duda que no hay país ninguno en el que la
aptitud a la contemplación sea tan difundida y de modo generalmente desarrollado como
lo es en la India; y esto por lo que la India puede ser considerada como representante
por excelencia del espíritu oriental. Por el contrario, entre los pueblos occidentales, es
bien evidente que es la aptitud a la acción la que predomina entre la mayoría de los
hombres, y que, aún cuando esta tendencia no estuviera exagerada y desviada como lo
está al presente, por ello no subsistiría menos, de suerte que la contemplación no podría
ser jamás en este occidente más que el asunto de una elite mucho más restringida. Esta
bastaría no obstante por lo que toca al orden, ya que el poderío espiritual, al contrario de
lo que tiene lugar para la fuerza material, no se halla de ningún modo basado en el número; pero, actualmente, los occidentales no son verdaderamente otra cosa que hombres
sin casta, y por lo mismo, ninguno de ellos ocupa el lugar y la función que convendría a
su naturaleza. Es este un desorden que se extiende inclusive muy rápidamente (y es menester no disimulársele); y que parece ganar hasta el oriente, aunque no le afecte todavía
más que de una manera muy superficial y mucho más limitada de lo que podrían imaginarse aquellos que, no conociendo más que orientales más o menos occidentalizados, no
dudan la poca importancia que los antedichos tienen en realidad. No es menos verdad
tampoco que hay en esto un peligro que, a pesar de todo, conlleva el riesgo de agravarse, al menos transitoriamente; el «peligro occidental» no de ningún modo una palabra
vacía, y el occidente, que es él mismo la primera víctima del mismo, parece querer
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
arrastrar la humanidad entera a la ruina por la cual está amenazado debido a su propia
falta.
El peligro en cuestión, no es otro que el de la acción desordenada, porque privada de
su principio, una tal acción no es en ella misma más que una pura nada, y no puede
conducir más que a una catástrofe. No obstante, se dirá uno, que si este existe, es que
ese desorden mismo debe entrar finalmente en el orden Universal, orden del cual es un
elemento más al mismo título que todo el resto; y, desde un punto de vista superior, esto
es rigurosamente cierto. Todos los seres, lo sepan o no, lo quieran o no, dependen enteramente de su Principio en todo lo que ellos son; la acción desordenada no es ella misma posible si ello no es debido al principio de toda acción, pero, porque esta acción es
inconsciente de ese principio, y porque tampoco reconoce la dependencia en que queda
a su respecto, carece de regla y de eficacia positiva, y, si uno puede expresarlo así, esta
acción no posee más que el más bajo grado de realidad, es decir, el que queda más próximo de la ilusión pura y simple, precisamente por que el grado en cuestión es el más
alejado del principio, en el cual únicamente está la realidad absoluta. Desde el punto de
vista del principio no hay cosa ninguna que no sea orden; ahora bien, desde el punto de
vista de las contingencias, el desorden existe, y, en lo que concierne a la humanidad, nos
encontramos en una época en la cual ese desorden parece triunfar.
Uno puede preguntarse porque es ello así, y la doctrina hindú, con la teoría de los ciclos cósmicos, nos provee una respuesta a esta cuestión. Ello es que nos encontramos en
el Kali-Yuga, en la edad sombría en la cual la espiritualidad queda reducida a su mínimo, por las leyes mismas del desarrollo de un ciclo humano, que conducen a una especie de materialización progresiva a través de sus diversos periodos, periodos de los cuales éste es el último; por ciclo humano, entendemos aquí únicamente la duración de un
Manvantara. Hacia el fin de esta edad, todo se halla confundido, las castas se hallan
mezcladas, la familia misma no existe más; y, ¿No esto exactamente lo que vemos hoy
alrededor de nosotros? ¿Es menester concluir de ello que el ciclo actual toca efectivamente a su fin, y que pronto veremos levantarse la aurora de un nuevo Manvantara?
Uno podría estar tentado a creerlo, sobre todo si se piensa en la velocidad creciente con
la que los sucesos se precipitan; pero quizás el desorden no haya alcanzado todavía su
punto más extremo, y quizás la humanidad deba descender todavía más abajo, en el exceso de una civilización enteramente material, antes de poder remontar hacia el Principio y hacia las realidades espirituales y divinas. Por lo demás poco importa: que ello
suceda un poco antes o un poco más tarde, ese desarrollo descendente que los occidentales modernos denominan «progreso» encontrará su límite, y entonces la «edad negra»
tocará a su fin; es entonces que aparecerá el Kalkin-avatâra, el que va montado sobre el
caballo blanco, que lleva sobre su cabeza una triple diadema, signo de la soberanía en
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
los tres mundos, y que tiene en su mano una espada flamígera como la cola de un cometa; entonces el mundo del desorden y del error será destruido, y, mediante la potencia
purificadora y regeneradora de Agni, las cosas todas serán restablecidas y restauradas en
la integralidad de su estado primordial, siendo el fin del ciclo presente a un mismo
tiempo el comienzo del ciclo futuro. Aquellos que saben que esto debe ser así no pueden, ni siquiera en medio de la más extremada confusión, perder su inmudable serenidad; por enojoso que se vivir en una época de turbulencia y de obscuridad casi general,
los antedichos no pueden ser afectados por ello en el fondo de ellos mismos, y es esto lo
que hace la fuerza de la verdadera elite. Sin duda que, si la obscuridad debe todavía ir
extendiéndose cada vez más, esta elite podrá, inclusive en oriente, quedar reducida a un
muy pequeño número; pero hasta que algunos guarden integralmente el verdadero conocimiento, para quedar prestos, cuando los tiempos sean cumplidos, a salvar todo lo
que pueda todavía ser salvado del mundo actual, lo que devendrá el germen del mundo
futuro.
Esta función de conservación del espíritu tradicional, con todo lo que implica en
realidad cuando se la entiende en su sentido más profundo, es oriente sólo el que puede
desempeñarla actualmente; no queremos decir, bien es verdad, que oriente entero, pues
que desafortunadamente el desorden que viene de occidente puede alcanzarle en algunos de sus elementos; pero es en oriente solamente donde subsiste todavía una verdadera elite, es decir, donde el espíritu tradicional se encuentra con toda su vitalidad. En
otras partes, lo que queda del mismo se reduce a formas exteriores cuya significación
está, desde hace mucho tiempo ya, poco menos que incomprendida, y, si algo de occidente puede ser salvado, eso no será posible más que con la ayuda de oriente; pero todavía sería menester que la ayuda en cuestión, para ser eficaz, encuentre un punto de
apoyo en el mundo occidental, y son estas posibilidades sobre las cuales sería actualmente muy difícil aportar alguna precisión.
Sea lo que ello fuere, la India tiene en un cierto sentido, en el conjunto de oriente,
una situación privilegiada bajo la relación que ahora cuestionamos, y la razón de ello
está en que, sin el espíritu tradicional, la India no sería nada. En efecto, la unidad hindú
(y no decimos indiana) no es una unidad de raza ni de lengua; es exclusivamente una
unidad de tradición; son hindúes todos aquellos que se adhieren efectivamente a esta
tradición, y lo son estos solamente. Esto explica lo que decíamos precedentemente de la
aptitud a la contemplación, aptitud más general en la India que en toda otra parte: La
participación en la tradición, en efecto, no es plenamente efectiva más que en la medida
en la que la misma implique la comprensión de la doctrina, y esta consiste ante todo en
el conocimiento metafísico, pues que es en el orden metafísico puro donde se encuentra
el principio del cual deriva todo lo demás. Es esto por lo que la India aparece como más
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
particularmente destinada a mantener hasta el fin la supremacía de la contemplación
sobre la acción, es decir, a oponer mediante su elite una barrera infranqueable a la invasión del espíritu moderno, y a conservar intacta, en medio de un mundo agitado por
cambios incesantes, la consciencia de lo permanente, de lo inmudable y de lo eterno.
Debe ser bien entendido, por lo demás, que lo que es inmudable, es el principio sólo,
y que las aplicaciones a las cuales da lugar en todos los dominios pueden y deben inclusive variar según las circunstancias y según las épocas, ya que, mientras que el principio
es absoluto, las aplicaciones del mismo son relativas y contingentes como lo es el mundo al cual se aplican. La tradición permite adaptaciones indefinidamente múltiples y
diversas en sus modalidades; pero todas esas adaptaciones, desde que son hechas rigurosamente según el espíritu tradicional, no son otra cosa que el desarrollo normal de
algunas de las consecuencias que están eternamente contenidas en el principio; por consiguiente, no se trata allí en todos los casos, más que de volver explícito lo que hasta
entonces estaba implicado en el principio, y es así que el fondo de la doctrina, su substancia misma, permanece siempre idéntica bajo todas las formas exteriores. Las aplicaciones pueden ser de dos especies; tales son especialmente, no sólo las instituciones
sociales, instituciones a las cuales ya hemos hecho alusión, sino también la ciencias,
cuando estas son verdaderamente lo que deben ser; y esto muestra la diferencia esencial
que existe entre la concepción de las ciencias tradicionales y la de las ciencias tales como las ha constituido el espíritu el espíritu occidental moderno. Es así que, mientras que
aquellas toman su valor de su vinculamiento a la doctrina metafísica, estas últimas, bajo
pretexto de independencia, quedan estrechamente encerradas en ellas mismas y no pueden pretender más que llevar siempre más lejos, pero sin salir de su limitado dominio ni
atraerse tampoco los límites del mismo en un solo paso, un análisis que podría proseguirse así indefinidamente sin que uno haya avanzado por ello más en el verdadero conocimiento de las cosas. ¿Es acaso por un oscuro sentimiento de esta impotencia que los
modernos han llegado a preferir la búsqueda al saber? ¿O es entera y simplemente porque la búsqueda en cuestión proseguida así sin término satisface su necesidad de una
incesante agitación que quiere ser ella misma su propio fin? ¿Qué podrían hacer los
orientales de esas ciencias completamente vanas que el occidente pretende aportarles,
cuando es que ellos poseen otras ciencias incomparablemente más vastas y más reales y
cuando es que el menor esfuerzo de concentración intelectual les enseña más que todas
esas panorámicas fragmentarias y dispersas, que ese montón caótico de hechos y de
nociones que no se hallan ligados más que por hipótesis más o menos fantásticas, penosamente edificadas hoy para ser prontamente puestas del revés y reemplazadas por otras
que no han de estar mejor fundadas y que no tendrán mejor fin? Y que no se pondere en
medida de más, creyendo compensar con ello todos sus defectos, las aplicaciones indus-
14
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
triales y técnicas a las cuales esas ciencias han dado nacimiento; nadie piensa en contestar que las mismas tienen al menos esta utilidad práctica, aunque su valor especulativo
en enteramente ilusorio; pero es esto una cosa en la que oriente jamás podrá interesarse
verdaderamente, pues que estima demasiado poco esas ventajas por completo materiales
para sacrificarles su espíritu, sabiendo como sabe cuál es la inmensa superioridad del
punto de vista de la contemplación sobre el punto de vista de la acción, y que todas las
cosas que pasan no son más que una pura nada al respecto de lo eterno.
Por consiguiente, para nosotros, la verdadera India no es esa India más o menos modernizada, es decir, occidentalizada, con la que sueñan algunos jóvenes alumnos en las
universidades de Europa y de América, los cuales, por orgullosos que se sientan del
saber enteramente exterior que hayan adquirido de aquella, no son no obstante, desde el
punto de vista oriental, otra cosa que perfectos ignorantes, y constituyen, bajo ese mismo punto de vista y a pesar de sus pretensiones, todo lo contrario de una elite intelectual
en el sentido en que nosotros la entendemos. La India verdadera, es la que permanece
siempre fiel a la enseñanza que su elite se transmite a través de los siglos, es la que conserva integralmente el depósito de una tradición cuya fuente se remonta más alto y más
allá de la humanidad; es la India de Manu y de los Rishis, la India de Shrî Râma y de
Shrî Krishna. Sabemos que no siempre estuvo al frente de lo que se designa hoy por el
nombre de elite; sin duda siquiera que después de la estancia ártica primitiva de la que
habla el Vêda, la elite ocupó sucesivamente muchas situaciones geográficas diferentes;
y quizás que ocupará otras todavía, pero poco importa, ya que la elite estará siempre allí
donde esté el asiento de esta gran tradición cuyo mantenimiento entre los hombres es su
misión y su razón de ser. Por la cadena ininterrumpida de sus Sabios, de sus Gurús y de
su Yogîs, la misma subsiste a través de todas las vicisitudes del mundo exterior inconmovible como el Mêru; durará tanto como el Sanâtana Dharma (que se podría traducir
por Lex perennis, tan exactamente como lo permite una lengua occidental), y jamás cesará de contemplar las cosas todas, mediante el ojo frontal de Shiva, en la serenidad
inmutable del eterno presente. Todos los esfuerzos hostiles se quebrarán finalmente contra la sola fuerza de la verdad como las nubes se disipan delante del sol, inclusive aún
cuando hayan llegado a oscurecerle momentáneamente a nuestras miradas. La acción
destructiva del tiempo no deja subsistir más que lo que es superior al tiempo: devorará a
todos aquellos que hayan limitado su horizonte al mundo del cambio y puesto toda
realidad en el devenir, a aquellos que se han hecho una religión de lo contingente y de lo
transitorio, ya que «aquél que sacrifica a un dios devendrá el alimento de ese dios»; ¿pero qué podría el tiempo contra aquellos que llevan en ellos mismos la consciencia de la
Eternidad?
15
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
KUNDALINÎ-YOGA1
Hemos cuestionado ya aquí en diversas ocasiones obras de Arthur Avalon (sir John
Woodroffe), consagradas a uno de los aspectos pero conocidos de las doctrinas hindúes;
es así que lo que se denomina «tantrismo», porque se basa sobre los tratados designados
bajo el nombre genérico de tantras, y que es por lo demás mucho más extenso y menos
claramente delimitado de lo que se podría creer de ordinario, ha sido siempre, en efecto,
casi enteramente dejado de lado por los orientalistas, tantras que han sido descartados a
la vez por la dificultad de comprenderlos y por ciertos prejuicios, no siendo los últimos
por lo demás más que la consecuencia directa de su incomprensión. Una de las principales de esas obras, la que tiene por título The Serpent Power, ha sido reeditada recientemente2; no nos proponemos en punto ninguno hacer aquí un análisis de la misma, lo que
sería casi imposible y por lo demás poco interesante (vale más, para aquellos de nuestros lectores que saben inglés, dirigirse al volumen mismo, volumen del cual jamás daríamos más que una idea incompleta), no, sino que lo que haremos será ante todo precisar la verdadera significación de aquello que en la apuntada obra se cuestiona, sin abstenernos, por lo demás, de seguir el orden en el que las cuestiones son allí expuestas3.
Debemos decir en primer lugar, que no podemos estar enteramente de acuerdo con
el autor sobre el sentido fundamental del término yoga, sentido que, siendo literalmente
el de «unión», no podría comprenderse si no se aplicara esencialmente al fin supremo de
toda «realización»; el autor objeta a esto que no puede ser cuestión de «unión» más que
entre dos seres distintos, y que Jîvâtma no es en punto ninguno distinto de Paramâtma.
1
(Publicado en V.J., octubre y noviembre de 1933).
The Serpent Power, 3ª edición revisada; Ganesh et Cie, Madras. –Este volumen comprende la traducción de dos textos: Shatchakra nirûpana y Pâdukâ-panchaka, precedidos de una larga e importante
introducción; es al contenido de esta que se refiere nuestro estudio.
3
Sobre muchos puntos, no podemos hacer cosa mejor que reenviar a parte ninguna que no sea nuestra
propia obra, El hombre y su devenir según el Vêdânta, en cuanto a las más amplias explicaciones que nos
es imposible reproducir en el cuadro de un artículo, y que debemos, en consecuencia, suponer ya conocidas.
2
16
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Esto es perfectamente exacto, pero, aunque el individuo no se distinga más que en modo
ilusorio, en efecto, de lo Universal, es menester no olvidar que es del individuo de quien
ha de partir forzosamente toda «realización» (siendo que de otro modo este mismo término no tendría ninguna razón de ser), y que, desde su punto de vista, esta «realización»
presenta la apariencia de una «unión», la cual, a decir verdad, no es en punto ninguno
algo «que deba ser efectuado», no, sino que es solamente una toma de consciencia de
«lo que es», es decir, de la «Identidad Suprema». Un término como el de Yoga expresa
consecuentemente el aspecto que toman las cosas vistas desde el lado de la manifestación, aspecto que es evidentemente ilusorio al mismo título que esta manifestación en
ella misma; pero la misma cosa puede decirse, inevitablemente, de todas las formas del
lenguaje, pues que las mismas también pertenecen al dominio de la manifestación individual, y bastará con ser advertido de ello para no ser inducido a error por la imperfección del mismo, ni tentado tampoco a ver aquí la expresión de un «dualismo» real. No
es más que secundariamente y por extensión que ese mismo término yoga puede ser
aplicado después al conjunto de los diversos medios puestos en obra para alcanzar la
«realización», medios que no son más que preparatorios y a los cuales el nombre de
«Unión de cualesquiera manera en que uno lo entendiera, no les podría convenir propiamente; pero todo esto, por lo demás, no afecta en punto ninguno a la exposición en
cuestión, ya que, desde que el término yoga es precedido de un determinativo, de manera de distinguir varias especies del mismo, es bien evidente que el término es empleado
para designar los medios, medios que solos son los múltiples, mientras que el fin es necesariamente uno y el mismo en todos los casos.
El género de yoga que se cuestiona aquí se vincula a lo que es denominado layayoga y que consiste esencialmente en un proceso de «disolución» (laya), es decir, de
reabsorción, en lo no manifestado, de los diferentes elementos constitutivos de la manifestación individual, efectuándose esta reabsorción siguiendo un orden gradual y rigurosamente inverso al orden de la producción (srishti) o del desarrollo (prapancha) de esta
manifestación1. Los elementos o principios en cuestión son los tattwas que el Sânkya
Es deplorable que el autor emplee frecuentemente, y en particular para traducir el término srishti, el
término de «creación», que, así como lo hemos explicado ya frecuentemente, no conviene al punto de
vista de la doctrina hindú; sabemos demasiado bien a cuantas dificultades da lugar la necesidad de servirse de una terminología occidental, tan inadecuada como no es posible otra a lo que se trata de exponer;
pero pensamos no obstante que este término es de aquellos que uno puede evitar muy fácilmente, y, de
hecho, nosotros no le hemos empleado jamás. Ya que estamos en esta cuestión de terminología, señalaremos también la impropiedad que hay en traducir samâdhi por «éxtasis»; este último término es tanto
más enojoso cuanto que es normalmente empleado, en el lenguaje occidental, para designar los estados
místicos, es decir, algo que es de un orden enteramente diferente y con lo que importa esencialmente
evitar toda confusión: por lo demás, etimológicamente «éxtasis» significa «salir de sí mismo» (lo que
1
17
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
enumera como producción de Prakriti bajo la influencia de Purusha: el «sentido interno», es decir, lo mental (manas), junto con la consciencia individual (ahankâra), y
por la mediación de estas al intelecto (Buddhi o Mahat); los cinco tanmatras o esencias
elementales sutiles; las cinco facultades de sensación (jnânêndriyas) y las cinco facultades de acción (karmêndriyas)1; en fin, los cinco bhûtas o elementos corpóreos2. Es así
que cada bhûta, con el tanmâtra al cual corresponde y las facultades de sensación y de
acción que proceden de este, es reabsorbido en el que le precede inmediatamente según
el orden de producción, de tal suerte que el orden de reabsorción es el siguiente: 1º la
tierra (prithvî), con la cualidad olfativa (gandha), el sentido del olfato (ghrâna) y la facultad de locomoción (padâ); 2º el agua (ap), con la cualidad gustativa (rasa), el sentido
del gusto (rasana) y la facultad de aprehensión (pâni); 3º el fuego (têjas), con la cualidad visual (rûpa), el sentido de la vista (chakshus) y la facultad de excreción (pâyu); 4º
el aire (vâyu), con la cualidad táctil (sparsha), el sentido del tacto (twach) y la facultad
de generación (upastha); 5º el éter (âkâsha), con la cualidad sonora (shabda), el sentido
del oído (shrota) y la facultad de la palabra (vâch); y en fin, en el último estado, el todo
es reabsorbido en el «sentido interno» (manas), encontrándose de este modo reducida
toda la manifestación individual a su primer término, y como concentrada en un punto
más allá del cual el ser pasa a otro dominio. Por consiguiente tales serán los seis grados
preparatorios que deberá atravesar sucesivamente aquel que sigue esta vía de «disolución», franqueándose así gradualmente de las diferentes condiciones limitativas de la
individualidad, antes de alcanzar el estado supra-individual en el que podrá ser realizada, en la Consciencia pura (Chit), total e informal, la unión efectiva con el «Sí mismo»
Supremo (Paramâtmâ), unión de la que, de inmediato, resulta la «Liberación» (Moksha).
Para comprender bien lo que va a seguirse, importa no perder jamás de vista la noción de la analogía constitutiva del «Macrocosmos» y del «Microcosmos», en virtud de
la cual todo lo que existe en el Universo se encuentra también de una cierta manera en
el hombre, lo que el Vaishwasâra Tantra expresa en estos términos: «Lo que está aquí
conviene perfectamente al caso de los místicos), mientras que lo que designa el término samâdhi es, antes
al contrario, una «entrada» del ser en su propio Sí mismo.
1
El término indriya designa a la vez una facultad y al órgano correspondiente, pero es preferible traducirle normalmente y en modo general por «facultad», en primer lugar porque eso es conforme a su
sentido primitivo, que es el de «poder», y también porque la consideración de la facultad es aquí más
esencial que la del órgano corpóreo, en razón de la preeminencia de la manifestación sutil en relación a la
manifestación grosera.
2
No comprendemos muy bien la objeción hecha por el autor al empleo, para designar a los bhûtas,
del término «elementos», término que es el tradicional de la física antigua; no hay lugar a preocuparse del
olvido en el cual ha caído esta acepción entre los modernos, a los que, por lo demás, toda concepción
propiamente «cosmológica» ha devenido parejamente extraña.
18
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
está allí, lo que no está aquí no está en parte ninguna» (Yad ihâsti tad anyatra, yan
nêhâstri na tat kwachit). Es menester añadir que, en razón de la correspondencia que
existe entre todos los estados de existencia, cada uno de ellos contiene en cierto modo
en él mismo como un reflejo de todos los demás, lo que permite «situar», por ejemplo,
en el dominio de la manifestación grosera, manifestación que uno considera por lo demás sea en su conjunto cósmico o sea en le cuerpo humano, «regiones» que corresponden a las diversas modalidades de la manifestación sutil, e inclusive a toda una jerarquía
de «mundos» que representan otra tantos grados diferentes en la existencia universal.
Dicho esto, es fácil concebir que haya en el ser humano «centros» que se correspondan respectivamente a cada uno de los grupos de tattwas que hemos enumerado, y que
los centros en cuestión, aunque perteneciendo esencialmente a la forma sutil (sûkshmasharîra), puedan en un cierto sentido ser «localizados» en la forma corpórea o grosera
(sthûla-sharîra), o, para decirlo mejor, no siendo en realidad esas «localizaciones», en
relación a las diferentes partes de esta forma corpórea, otra cosa que una manera de expresar correspondencias tales como las que acabamos de cuestionar, correspondencias
que implican, por lo demás muy realmente, un lazo especial entre tal centro sutil y tal
porción determinada del organismo corpóreo. Es así que los seis centros nerviosos de lo
que se trata ahora son referidos a las divisiones de la columna vertebral, denominada
Mêru-danda porque constituye el eje del cuerpo humano, de igual modo que, bajo el
punto de vista «macrocósmico», el Mêru es el «eje del mundo»1: los cinco primeros
centros, en el sentido ascendente, corresponden respectivamente a las regiones coxígea,
sacra, lumbar y cervical, y el sexto centro corresponde a la parte encefálica del sistema
nervioso central; pero debe ser bien comprendido que los mismos no son en punto ninguno centros nerviosos, en el sentido fisiológico de ese término, y que tampoco debe
uno asimilarlos a diversos plexos como algunos lo han pretendido (lo que por lo demás
queda en contradicción formal con su «localización» en el interior de la columna vertebral misma), pues que no es en punto ninguno de una identidad que se trata, no, sino
solamente de una relación entre dos órdenes diferentes de manifestación, relación que
está por lo demás suficientemente justificada por el hecho de que es precisamente mediante el sistema nervioso que se establece uno de los enlaces más directos del estado
corpóreo con el estado sutil2.
Es muy extraño que el autor no haya señalado la relación de esto con el simbolismo del bastón
brâhamanico (Brahma-danda), y ello tanto más cuando que hace alusión en varias ocasiones al simbolismo equivalente del caduceo.
2
El autor hace observar muy justamente cuán erróneas son las interpretaciones dadas de ordinario por
los occidentales, los que, confundiendo ambos órdenes de manifestación, quieren llevar todo lo que es
cuestión aquí a un punto de vista puramente anatómico y fisiológico: Es así que los orientalistas, que
ignoran toda ciencia tradicional, creen que aquí no se trata más que de una descripción más o menos fan1
19
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
De igual modo, los «canales» sutiles (nâdis) no son en punto ninguno nervios como
tampoco son vasos sanguíneos; son, podría decirse, «las líneas de dirección que siguen
las fuerzas vitales». De esos «canales», los tres principales son sushumnâ, que ocupa la
posición central, idâ y pingalâ, los dos nâdis de la izquierda y de la derecha, el primero
femenino o negativo, el segundo masculino o positivo, correspondiendo estos dos últimos por ello mismo a una «polarización» de las corrientes vitales. Sushumnâ está «situado» en el interior del eje cerebro-espinal, eje que se extiende hasta el orificio que
corresponde a la coronilla de la cabeza (Brahma-randhara); idâ y pingalâ quedan al
exterior de ese mismo eje, alrededor del cual se entrecruzan mediante una especie de
doble enrollamiento helicoidal, para terminar respectivamente en ambos orificios nasales izquierdo y derecho, quedando los mismos de este modo en relación con la respiración alternada de uno u otro orificio1. Es sobre el recorrido de sushumnâ, y todavía más
exactamente en su interior (ya que el mismo es descrito como encerrando otros dos «canales» concéntricos y más tenues, denominados vajrâ y chitrâ)2, donde se encuentran
situados los «centros» que venimos cuestionando; y, como sushumnâ queda él mismo
«localizado» en el canal medular, es bien evidente que de ningún modo puede tratarse
aquí de órganos corpóreos cualesquiera.
Los centros en cuestión son denominados «ruedas» (chakras), y son descritos también como «lotos» (padmas), de los cuales cada uno tiene un número de pétalos determinado (que irradian en el intervalo comprendido entre vajrâ y chitrâ, es decir, en el
interior del primero y alrededor del segundo). Los seis chakras son pues: mûlâdhâra, en
la base de la columna vertebral; swâdhishthâna, que corresponde a la región abdominal;
manipûra, a la región umbilical; anâtha, que corresponde a la región del corazón;
vishuddha, que corresponde a la región de la garganta; âjnâ, que corresponde a la región
situada entre los dos ojos, es decir, a la región que corresponde al «tercer ojo»; en fin,
en la sumidad de la cabeza, alrededor del Brahma-randhra, queda un séptimo «loto»,
sahasrâra o el «loto de los mil pétalos», que no es contado en el número de chakras,
tástica de algunos órganos corpóreos; los ocultistas, de su lado, si admiten la existencia distinta del organismo sutil, se la imaginan como una especie de doble cuerpo, sometido a las mismas condiciones que
éste, lo que no es apenas más exacto y no puede conducir todavía más que a representaciones del mismo
groseramente materializadas; y, a ese último propósito, el autor muestra con algún detalle cuán alejadas
quedan, de la verdadera doctrina hindú, las concepciones teosofistas en las que se centra en particular.
1
En el símbolo del caduceo, la vara central corresponde a sushumnâ, y las dos serpientes corresponden a idâ y pinglâ: Estos son también representados a veces, sobre el bastón brâhmanico, por el trazado
de dos líneas helicoidales que se enrollan en sentido inverso una de la otra, de manera de cruzarse al nivel
de cada uno de los nudos que figuran a los diferentes centros. En las correspondencias cósmicas, idâ es
reportado a la luna, pingalâ al sol y sushumnâ al principio ígneo; es interesante observar la relación que
presenta esto con los tres «Grandes Luminares» del simbolismo masónico.
2
Es dicho todavía que sushumnâ corresponde por su naturaleza al fuego, vajrâ al sol, y chitrâ a la luna; el interior de este último, que forma el conducto más central, es denominado Brahma-nâdî.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
porque, como le veremos luego, esto «loto» se reporta, en tanto que «centro de consciencia», a un estado que queda más allá de la individualidad1. Según las descripciones
dadas para la meditación (dhyâna), cada loto lleva en su pericarpio el yantra o símbolo
geométrico del bhûta correspondiente, en el cual está el bîja-mantra de éste, soportado
por su vehículo simbólico (vâhana); allí reside una «deidad» (dêvatâ), acompañado de
su shakti particular. Las «deidades» que presiden a los seis chakras, y que no son otra
cosa que las «formas de consciencia» por las cuales pasa el ser a los correspondientes
estados, son respectivamente, en el orden ascendente, Brahmâ, Vishnu, Rudra, Isha,
Sadâchiva y Shambhu, deidades que tienen por otro lado, bajo el punto de vista «macrocósmico», sus mansiones en los seis «mundos» (lokas) jerárquicamente superpuestos: Bhûrloka, Bhuvarloka, Swarloka, Janaloka, Tapoloka y Maharloka; en Sahasrâra
preside Paramashiva, cuya mansión es el Satyaloka; es así que todos esos mundos tienen su correspondencia en los «centros de consciencia» del ser humano, según el principio de la analogía que ya hemos indicado precedentemente. En fin, cada uno de los
pétalos de los diferentes «lotos» lleva una de las letras del alfabeto sánscrito, o quizás
que fuera más exacto decir que los pétalos son las letras mismas2; pero sería poco útil
entrar ahora en más detalles sobre este sujeto, y los complementos necesarios a este
respecto encontrarán mejor su lugar en la segunda parte de nuestro estudio, luego de que
hayamos dicho lo que es Kundalinî, de la cual no hemos hablado hasta aquí todavía.
Kundalinî es un aspecto de la Shakti considerada en tanto que fuerza cósmica: Es,
podría decirse, esta fuerza misma en tanto que reside en el ser humano, en el que actúa
como fuerza vital; y ese nombre de Kundalinî significa que es representada como enrollada sobre ella misma a la manera de una serpiente; sus manifestaciones más generales
se efectúan por lo demás bajo la forma de un movimiento en espiral desenvolviéndose a
partir de un punto central que es el «polo»3 de dicho movimiento. El «enrollamiento»
simboliza un estado de reposo, el estado de una energía «estática» de la cual preceden
todas las formas de actividad manifestada; en otro términos, todas las fuerzas vitales
más o menos especializadas que están constantemente en acción en la individualidad
humana, bajo su doble modalidad sutil y corpórea, no son otra cosa que aspectos secunLos siete nudos del bastón brâhmanico simbolizan los siete «lotos»; en el caduceo, por el contrario,
parece que la bola terminal debe su reportada solamente a âjnâ, identificándose entonces a las dos alas
que la acompañan a los dos pétalos del loto en cuestión.
2
Los números de los pétalos son: 4 para mûladara, 6 para swâdhishthâna, 10 para manipûra, 12 para
anâhata, 16 para vishuddha, 2 para âjna, que son en total 50, lo que es también el número de las letras del
alfabeto sánscrito; las letras todas se enumeran en sahasrâra, siendo cada una de ellas repetida 20 veces
(50x20=1000).
3
Ver lo que hemos dicho al sujeto de la espiral en El Simbolismo de la Cruz; recordamos también la
figura de la serpiente enrollada alrededor del «Huevo del Mundo» (Brahmânda), como también del omfalos, del cual encontraremos precisamente el equivalente un poco más adelante.
1
21
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
darios de esta misma Shakti que en ella misma, en tanto que Kundalinî, permanece inmóvil en el «centro-raíz» (mûlâdharâ), como base y soporte de toda la manifestación
individual. Cuando ésta es «despertada», se desenvuelve y se pone en movimiento siguiendo una dirección ascendente, reabsorbiendo en ella-misma las diversas Shaktis
secundarias a medida que atraviesa los diferentes centros que hemos cuestionado precedentemente, hasta que se une finalmente a Paramashiva en el «loto» de los mil pétalos
(sahasrâra).
La naturaleza de Kundalinî es descrita como siendo a la vez luminosa (jyotirmayî) y
sonora (shabdamayî o mantramayî); se sabe que la «luminosidad» es considerada como
caracterizando propiamente al estado sutil, y, por otra parte, también se conoce la función primordial del sonido en el proceso cosmogónico; habría también mucho que decir,
desde el mismo punto de vista cosmogónico, sobre la estrecha conexión que existe entre
el sonido y la luz1. No podemos extendernos aquí sobre la teoría bastante compleja del
sonido (shabda) y de sus diferentes modalidades parâ o no manifestado, pashyanti y
madhyamâ, pertenecientes una y otra al orden sutil, y en fin vaikharî que es la palabra
articulada, teoría sobre la cual reposa toda la ciencia del mantra (mantra-vidyâ); pero
haremos observar que es por esto que se explica, no solamente la presencia de los bîjamantras de los elementos en el interior de los «lotos», sino también las presencia de las
letras sobre sus pétalos. Debe ser bien entendido, en efecto, que aquí no se trata de las
letras en tanto que caracteres escritos, ni tampoco de los sonidos articulados que percibe
la oreja; pero esas letras son miradas como los bîja-mantras o «nombres naturales» de
todas las actividades (kriyâ) que están en conexión con el tattwa del centro correspondiente, o como las expresiones en sonido grosero (vaikharî-shabda) de los sonidos sutiles producidos por las fuerzas que constituyen las actividades en cuestión.
Kundalinî, en tanto que permanece en su estado de reposo, reside en el mûlâdhâra
chakra, que es, como lo hemos dicho, el centro «localizado» en la base de la columna
vertebral, y que es la raíz (mûla) de sushumnâ y de todos los nâdîs. En éste está el triángulo (trikona) llamado Traipura2, que es el asiento de la Shakti (Shakti-pîtha); Kundalinî se halla enrollada aquí tres veces y media3 alrededor del linga simbólico de Shiva,
Sobre este punto, mencionaremos solamente a título de concordancia particularmente sorprendente,
la identificación establecida, al comienzo del Evangelio de San Juan, entre los términos Verbum, Lux y
Vita, precisando que, para ser plenamente comprendida, la antedicha identificación debe ser reportada al
mundo de Hiranyagarbha.
2
El triángulo, en tanto que yantra de la Shakti, es siempre trazado con la base en alto y el vértice hacia abajo; sería fácil mostrar la similitud de esto con numerosos otros símbolos del principio femenino.
3
Indicaremos de pasada una analogía entre esas tres vueltas y media de enrollamiento de Kundalinî y
los tres días y medio durante los cuales, según diversas tradiciones, el espíritu permanece todavía ligado
al cuerpo después de la muerte, y que representan el tiempo necesario al «desenlace» de la fuerza vital,
que permanece en el estado «no-despierto» en el caso del hombre ordinario. Un día es una revolución
1
22
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
designado como Swayambhu, cubriendo con su cabeza el Brahma-dwâra, es decir, la
entrada de sushumnâ1. Hay otros dos lingas, uno (Bâna) en el anâtha chakra, y el otro
(Itara) en el âjnâ chakra; los mismos corresponden a los principales «nudos vitales»
(granthis), cuya travesía constituye lo que uno podría denominar los «puntos críticos»
en el proceso de Kundalinî-yoga1; y hay al fin un cuarto (Para) en el sahasrâra, residencia de Paramashiva.
Cuando Kundalinî es «despertada» por las prácticas apropiadas, en la descripción de
las cuales no nos entretendremos, penetra en el interior de sushumnâ y, en el curso de su
ascensión, «horada» sucesivamente los diferentes «lotos», que florecen a su paso; y, a
medida que alcanza así cada centro, reabsorbe en ella, como ya lo hemos dicho, los diversos principios de la manifestación individual que se hallan especialmente conectados
al centro en cuestión, y que, llevados de este modo al estado potencial, son arrastrados
con ella en su movimiento hacia el centro superior. Son estos otros tantos estados del
laya-yoga; a cada uno de esos estados es atribuida también la obtención de ciertos «poderes» (siddhis) particulares, pero importa precisar que no es de ningún modo esto lo
que constituye lo esencial, y uno no sabría insistir en ello sin que fuera demasiado, ya
que la tendencia general de los occidentales es la de atribuir a esa especie de cosas, como por lo demás a todo lo que sean «fenómenos», una importancia que no tienen y que
no pueden tener en realidad. Es así, que como lo hace observar muy justamente el autor,
el yogî (o, para hablar más exactamente, aquel que está en vía de devenir tal) no aspira a
la posesión de ningún estado condicionado, ni tan siquiera a un estado superior o «celeste», por elevado que el mismo pudiera ser, no, sino que aspira únicamente a la «liberación»; si es ello así, con mayor razón no podría vincularse a los «poderes» cuyo ejercicio releva enteramente del dominio de la manifestación más exterior. Aquel que busca
los «poderes» en cuestión por ellos mismos y que hace de esto el fin de su desarrollo, en
lugar de no ver en ellos más que simples resultados accidentales, no será jamás un verdadero yogî, ya que esos «poderes» constituirán para él obstáculos infranqueables que le
habrán de impedir el continuar en seguir la vía ascendente hasta su último término; toda
cíclica, que corresponde a una vuelta de la espiral; y, el proceso de reabsorción, pues que es inverso al
proceso de manifestación, conlleva, en el desenvolvimiento de la espiral en cuestión, como un resumen en
cierto modo de la vida entera del individuo, pero tomada remontando el curso de los sucesos que la han
constituido; es penoso añadir que estos dones mal comprendidos han engendrado muy frecuentemente
toda suerte de interpretaciones fantásticas.
1
El mandala o yantra del elemento Prithvi es un cuadrado, que corresponde en tanto que figura plana
al cubo, cuya forma simboliza las ideas de «fundamento» y de «estabilidad», uno podría decir, en la lengua de la tradición islámica, que se tiene aquí la correspondencia con la «piedra negra», equivalente al
linga hindú, y también con el omphalos que es, como lo hemos expuesto en otra parte, uno de los símbolos del «centro del mundo».
23
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
su «realización» no consistirá pues jamás en otra cosa que en algunas extensiones de la
individualidad humana, resultado cuyo valor es rigurosamente nulo al respecto del fin
supremo. Normalmente, los «poderes» en cuestión no deben ser miradas más que como
signos que indican que el ser ha alcanzado efectivamente tal o cual estado; son, si se
quiere, un medio exterior de control; pero lo que importa realmente, en cualquier estadio que esto sea, un cierto «estado de consciencia», representado, así como ya lo hemos
dicho, por una «deidad» (devâtâ), a la cual el ser se ha identificado en ese grado de
«realización»; y esos estados en ellos mismos no valen más que como preparación gradual a la «unión» suprema, que con ellos no guarda medida común ninguna, pues que
no podría haberla entre lo condicionado y lo incondicionado.
No vamos a retomar aquí la enumeración, que ya hemos dado en la primera parte de
este estudio, de los centros que corresponden a los cinco bhûtas y de sus «localizaciones» respectivas2; estos centros se refieren a los diferentes grados de la manifestación
corpórea, y, en el paso de uno al otro, cada grupo de tattwas es «disuelto» en el grupo
inmediatamente superior, siendo siempre el más grosero reabsorbido en el más sutil
(sthûlânâm sûkshmê layah). En último lugar viene el âjnâ chakra, en el cual están los
tattwas sutiles del orden «mental», y en el principio del mismo se halla el monosílabo
sagrado Om; el centro en cuestión es denominado así porque es aquí donde es recibida
de lo alto (es decir del dominio supra-individual) la orden (âjnâ) o el mandamiento del
Guru interior, que es Paramashiva, al cual el «Sí mismo» es en realidad idéntico3. La
«localización» de este chakra está en relación directa con el «tercer ojo», que es el «ojo
del Conocimiento» (Jnâna-chakshus); el centro cerebral que se le corresponde es la
glándula pineal, que no es en punto ninguno el «asiento del alma», según la concepción
verdaderamente absurda de Descartes, pero que no por ello tiene una función particularmente importante como órgano de conexión con las modalidades extra-corpóreas del
ser humano. Como lo hemos explicado en otra parte, la función del «tercer ojo» se refiere esencialmente al «sentido de la eternidad» y a la restauración del «estado primordial»
(estado del cual hemos ya señalado en diversas ocasiones la relación que tiene con
Los tres lingas cuestionados se refieren también a las diferentes situaciones según el estado de desarrollo del ser, del luz o «núcleo de inmortalidad», del cual hemos hablado en El Rey del Mundo.
2
Importa observar que anâtha, que queda próximo a la región del corazón, debe ser distinguido del
«loto del corazón», de ocho pétalos, que es la residencia de Purusha: Este último está «situado» en el
corazón mismo, considerado como «centro vital» de la individualidad.
3
Este mandamiento u orden corresponde al «mandato celeste» de la tradición extremo-oriental; por
otra parte la denominación de âjnâ chakra podría ser exactamente traducida en árabe por maqâm el-amr,
que indica que ello es su reflejo directo, en el ser humano del «mundo» denominado âlam el-amr, de
igual modo que, bajo el punto de vista «macrocósmico», el mismo reflejo se sitúa, en nuestro estado de
existencia, en el lugar central del «Paraíso Terrestre»; uno podría inclusive deducir de esto consideracio1
24
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Hamsa, bajo la forma del cual Paramashiva es dicho manifestarse en ese centro); el
estado de «realización» que corresponde al âjnâ chakra implica consecuentemente la
perfección del estado humano, y es aquí donde se encuentra el punto de contacto con los
estados superiores del ser, a los cuales se refiere todo lo que queda más allá del estado
en cuestión1.
Por encima de âjnâ hay dos chakras secundarios denominados manas y soma2, y en
el principio mismo de sahasrâra hay todavía un «loto» de doce pétalos, que contiene el
triángulo supremo Kâmakalâ, que es la mansión de la Shakti. Ahora bien, Shabdabrahma, es decir, el estado «causal» y no-manifestado del sonido (shabda), es representado
por Kâmakalâ, que es la «raíz» (mûla) de todos los mantras, y que tiene su correspondencia inferior (que puede ser mirada como su reflejo en relación a la manifestación
grosera) en el triángulo Traipura de mûlâdhâra. No podemos pensar en entrar en el detalle de las descripciones muy complejas que son dadas de esos diferentes centros en
cuanto a la meditación, y que se refieren en su mayor parte a la mantra-vidyâ, ni tampoco podemos, a igual título, entrar en el detalle de la enumeración de las diversas Shaktis
particulares que tienen sus «asientos» entre âjnâ y sahasrâra. En fin, sahasrâra es denominado Shivasthâna, porque es la residencia de Paramashiva, en unión con la suprema Nirvana Shakti, la «Madre de los tres mundos»; es esta la «mansión de la Beatitud»,
en la que el «Sí mismo» (Atmâ) es realizado. Aquel que conoce verdaderamente y en
modo pleno sahasrâra está franqueado de la «transmigración» (samsâra), pues que ha
quebrado, mediante este Conocimiento mismo, todos los lazos que le tenían vinculado a
la misma, deviniendo desde ese entonces al estado de jîvanmukta.
——————————————
Terminaremos mediante una precisión, que no creemos haber hecho todavía en ninguna parte, sobre la concordancia de los centros que hemos cuestionado aquí con los
Sephiroth de la Kabbala, los cuales, en efecto, deben tener necesariamente, como todas
las cosas, su correspondencia en el ser humano. Se podría objetar que los Sephiroth son
nes precisas sobre la modalidad de las manifestaciones «angélicas» en relación al hombre, pero esto se
saldría enteramente de nuestro sujeto.
1
La visión del «tercer ojo», por la cual el ser queda franqueado de la condición temporal (y que no
tiene punto común ninguno con la «clarividencia» de los ocultistas y teósofos), está íntimamente ligada a
la función «profética»; es esto a lo que hace alusión el término sánscrito rishi, que significa propiamente
«vidente», y que tiene su equivalente exacto en el término hebreo roèh, designación antigua de los profetas, reemplazada ulteriormente por el término nâbi (es decir, «el que habla por inspiración»). Señalaremos
todavía, sin poder insistir más en ello, que lo que indicamos en esta nota y en la precedente está en relación con la interpretación esotérica de la Sûrat El-Qadr, que concierne al «descenso» del Qorân.
2
Estos dos chakras son representados como «lotos» de seis y de dieciséis pétalos respectivamente.
25
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
en número de diez, mientras que los seis chakras y sahasrâra no forman más que un
total de siete; pero esta objeción cae si se observa que, en la disposición del «árbol sefirótico», hay tres parejas situadas simétricamente sobre las «columnas» de la derecha y
de la izquierda, de suerte que el conjunto de los Sephiroth se reparte en siete niveles
diferentes solamente: Es así que considerando sus proyecciones sobre el eje central o
«columna del medio», columna que corresponde a sushumnâ (quedando las dos columnas laterales en relación con idâ y pingalâ), uno se encuentra llevado consecuentemente
al septenario1.
Comenzando pues por arriba, no hay para empezar dificultad ninguna en lo que concierne a la asimilación de sahasrâra, «localizado» en la coronilla de la cabeza, al Sephirah supremo, Kether, cuyo nombre significa precisamente la «corona». Vienen después
el conjunto de Hokmah y Binah, conjunto que debe corresponder a âjnâ, y cuya dualidad podría ser representada inclusive por los dos pétalos del «loto» en cuestión; por lo
demás, ambos tienen como «resultante» Daath, es decir, el «Conocimiento», y habíamos visto que la «localización» de âjnâ se refiere también al «ojo del Conocimiento»2.
La pareja siguiente, es decir Hesed y Geburah, puede, según un simbolismo muy general que concierne a los atributos de «Misericordia» y de «Justicia», ser puesta, en el
hombre, en relación con los dos brazos3; los dos Sephirot en cuestión se situarán consecuentemente en ambas mitades de la espalda, y por consiguiente al nivel de la región
gutural, correspondiente de este modo con vishuddha4. En cuanto a Thiphereth, su posición central se refiere manifiestamente al corazón, lo que conlleva inmediatamente su
correspondencia con anâtha. La paradoja de Netsah y Hod se emplazará en las caderas,
que son los puntos de vinculamiento de los miembros inferiores, como los de Hesed y
Geburah, en las espaldas, son los puntos de vinculamiento superiores; ahora bien las
caderas quedan al nivel de la región umbilical, y por consiguiente de manipûra. En fin,
en lo que concierne a los dos últimos Sephiroth, parece que haya lugar a considerar una
Se observará la similitud del simbolismo del «árbol sefirótico» con el simbolismo del caduceo, siguiendo lo que hemos indicado precedentemente; por otra parte, los diferentes «canales» que enlazan los
Sephirot entre ellos no carecen de analogía con los nâdîs (pero, bien entendido, sólo en lo que concierne a
la aplicación particular que puede ser hecha de la misma al ser humano).
2
La dualidad de Hokmah y Binah puede por lo demás ser puesta en relación simbólica con los dos
ojos derecho e izquierdo, es decir, con la correspondencia «microcósmica» del Sol y la Luna.
3
Ver lo que hemos dicho, en El Rey del Mundo, del simbolismo de las dos manos, en relación precisamente con la Shekinah (de la cual mencionaremos de pasada la relación con la Shakti hindú) y el «árbol
sefirótico».
4
Es también en las dos mitades de la espalda que se tienen, siguiendo la tradición islámica, los dos
ángeles encargados de registrar respectivamente las acciones buenas y malas del hombre, ángeles que
representan igualmente los atributos divinos de «Misericordia» y de «Justicia». Observaremos todavía a
este propósito, que uno podría «situar» también de una manera análoga en el ser humano la figura simbólica de la «balanza» de la cual se habla el Siphra de-Tseniutha.
1
26
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
intervención, pues que Iesod, según la significación misma de su nombre, es el «fundamento», lo que responde exactamente a mûlâdhâra. Sería menester entonces asimilar
Malkuth a swâdhishthâna, cosa que la significación de los nombres parece por lo demás
justificar, pues que Malkuth es el «Reino», y swâdhishthâna significa literalmente la
«propia mansión» de la Shakti.
No hemos hecho, a pesar de la longitud de esta exposición, más que bosquejar algunos aspectos de un sujeto que es verdaderamente inagotable, esperando solamente haber
podido aportar así algunos esclarecimientos útiles a aquellos que quieran impulsar el
estudio del mismo más lejos.
27
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
LA TEORÍA HINDÚ DE LOS CINCO ELEMENTOS1
Se sabe que, en la doctrina hindú, el punto de vista «cosmológico» es representado
principalmente por el Vaishêshika, y también, bajo otro aspecto, por el Sânkhya, pudiendo este último ser caracterizado como «sintético» y el primero a su vez como «analítico». El nombre del Vaishêshika es derivado de vishêsha, que significa «carácter distintivo» y, por consiguiente, «cosa individual»; el término designa pues propiamente la
rama de la doctrina que se aplica al conocimiento de las cosas en modo distintivo e individual. Y es ese punto de vista el que corresponde lo más exactamente, bajo la reserva
de las diferencias que conllevan necesariamente los modos de pensamiento respectivos
a los dos pueblos, a lo que los griegos, sobre todo en el período «presocrático», denominaban «filosofía física». Preferimos no obstante emplear el término de «cosmología»
para evitar todo equívoco, y para precisar mejor la diferencia profunda que existe entre
lo que va a ser cuestión aquí y la «física» de los modernos; y, por lo demás, es también
de este modo como la «cosmología» era entendida en la Edad Media occidental.
Pues que comprende en su objeto lo que se refiere a las cosas sensibles corpóreas,
cosas que son de orden eminentemente individual, el Vaishêshika se ha ocupado de la
teoría de los elementos, que son los principios constitutivos de los cuerpos, con más
detalles de los que hubieran podido comprender las demás ramas de la doctrina; es menester precisar no obstante que uno quedará obligado a hacer llamada a las antedichas
ramas, y sobre todo al Sânkhya, cuando se trate de buscar cuales sean los principios más
universales, de los cuales proceden los elementos. Son estos, según la doctrina hindú en
número de cinco; son denominados en sánscrito bhûtas, término derivado de la raíz verbal bhû, que significa «ser», pero más particularmente en el sentido de «subsistir», es
decir, que designa al ser manifestado considerado bajo su aspecto «substancial» (siendo
expresado el aspecto «esencial» por la raíz as); por consiguiente, una cierta idea de «devenir» se vincula también al término en cuestión, pues que es del lado de la «substan1
[Publicado en V.J., agosto-septiembre de 1935].
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
cia» que queda la raíz de todo «devenir», por oposición a la inmutabilidad de la «esencia»; y es en ese sentido que Prakriti o la «Substancia Universal» puede ser designada
propiamente como la «Naturaleza», término que, al igual que su equivalente griego phusis, implica precisamente ante todo, por su derivación etimológica, esta idea misma de
«devenir». Los elementos son pues mirados como determinaciones substanciales, o, en
otros términos, como modificaciones de Prakriti, modificaciones que no tienen por lo
demás más que un carácter puramente accidental en relación a esta, de igual modo que
la existencia corpórea en ella misma, en tanto que modalidad definida por un cierto conjunto de condiciones determinadas, no es más que un simple accidente en relación a la
Existencia Universal considerada en su integralidad.
Ahora bien, si uno considera ahora, en el ser, la «esencia» correlativamente a la
«substancia», y siendo que ambos aspectos son complementarios uno de otro y que corresponden a lo que podemos denominar los dos polos de la manifestación Universal, lo
que viene a decir que los mismos son las expresiones respectivas de Purusha y de
Prakriti en esta manifestación, será pues menester que a esas determinaciones substanciales que son los cinco elementos corpóreos se les correspondan un número igual de
determinaciones esenciales o de «esencias elementales», que sean, en cuanto a las determinaciones substanciales, lo que podría uno decir los «arquetipos», es decir, los principios ideales o «formales» en el sentido aristotélico de este último término, y que pertenecen, no ya al dominio corpóreo, sino al dominio de la manifestación sutil. El Sânkhya considera en efecto de esta manera cinco esencias elementales, que han recibido el
nombre de tanmâtras: este término tanmâtras significa literalmente una «medida» o una
«asignación» que delimita el dominio propio de una cierta cualidad o «quididad» en la
Existencia universal. Va de suyo que esos tanmâtras por lo mismo que son de orden
sutil, no son de ningún modo perceptibles por los sentidos como lo son los elementos
corpóreos y sus combinaciones; los tanmâtras son solamente «conceptibles» idealmente, y no pueden recibir designaciones particulares más que por analogía con los diferentes órdenes de cualidades sensibles que se les corresponden, pues que es la cualidad la
que es la expresión contingente de la esencia. De hecho, los tanmâtras son designados
habitualmente por los nombres mismos de esas cualidades: auditiva o sonora (shabda),
tangible (sparsha), visible (rûpa, con la doble acepción de forma y de color), gustativa
(rasa), y olfativa (gandha); pero decimos que las designaciones en cuestión no deben
ser tomadas más que como analógicas, ya que esas cualidades no pueden ser consideradas aquí más que en el estado principal, ello en cierto modo, y «no-desarrollado», pues
que es solamente mediante los bhûtas que las mismas serán, como lo vamos a ver, manifestadas efectivamente en el orden sensible. La concepción de los tanmâtras es necesaria cuando uno quiere reportar la noción de los elementos a los principios de la Exis-
29
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
tencia Universal, principios a los cuales la antedicha concepción se vincula todavía, por
lo demás, pero esta vez del lado «substancial», por otro orden de consideraciones de las
cuales vamos a hablar en lo que sigue; pero por el contrario, esta concepción no tiene
evidentemente que intervenir cuando uno se limite al estudio de las existencias individuales y de las cualidades sensibles como tales, y es esto por lo que la misma no es
cuestión en el Vaishêshika, que, por definición misma, se emplaza precisamente en ese
último punto de vista.
Recordaremos que los cinco elementos reconocidos por la doctrina hindú son los siguientes: âkâsha, el éter; vâyu¸ el aire; têjas, el fuego; ap, el agua; prithvî, la tierra. Este
orden es el de su desarrollo o de su diferenciación, a partir del éter que es el elemento
primordial; es siempre en este orden que son enumerados en todos los textos del Vêda
en los que se hace mención de los mismos, y más precisamente en los pasajes de la
Chhândogya-Upanishad y de la Taittirîyaka-Upanishad en las cuales es descrita su génesis; y su orden de reabsorción, o de retorno al estado indiferenciado, es naturalmente
el inverso de este. Por otra parte, a cada elemento le corresponde una cualidad sensible
que es mirada como su cualidad propia, es decir, la cualidad que manifiesta esencialmente la naturaleza en cuestión y mediante la cual este nos es conocido; la correspondencia así establecida entre los cinco elementos y los cinco sentidos es la siguiente: Tenemos que el éter corresponde al oído (shrotra), el aire corresponde al tacto (twach), el
fuego corresponde a la vista (chakshus), el agua corresponde al gusto (rasana) y la tierra corresponde al olfato (ghrâna), siendo también el orden de desarrollo de los sentidos
el de los elementos a los cuales se hallan vinculados y de los cuales dependen directamente; y este orden está, bien entendido, en conformidad con aquel en el cual hemos ya
enumerado precedentemente las cualidades refiriéndolas en su modo principal a los
tanmâtras. Además, toda cualidad que es manifestada en un elemento lo es igualmente
en los siguientes, no ya en tanto que perteneciéndole en propiedad, no, sino en tanto que
procede de los elementos precedentes; sería en efecto contradictorio suponer que el proceso mismo de desarrollo de la manifestación, pues que se efectúa así gradualmente,
pueda conducir, en un estado ulterior, al retorno al estado no-manifestado de lo que ha
sido ya desarrollado en estados de menor diferenciación.
Antes de seguir adelante, queremos destacar algunas diferencias importantes con
respecto a las teorías de esos «filósofos físicos» griegos a los cuales hacíamos alusión al
comienzo, en lo que concierne al número de los elementos y a su orden de derivación,
así como a sus correspondencias con las cualidades sensibles. En primer lugar es menester decir que en la cosmología griega en general no se habla más que de cuatro elementos, ya que no reconocían al éter como un elemento distinto; y en este hecho muy
curioso, concuerdan con los jainas y con los budistas, que se diferencian en este punto,
30
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
como en otros muchos, con la doctrina hindú ortodoxa. No obstante, hay algunas excepciones, por ejemplo Empédocles, quien admitía los cinco elementos, pero desarrollados
en el orden siguiente: el éter, el fuego, la tierra, el agua y el aire, lo que parece difícilmente justificable. importantes con las teorías de esos «filósofos físicos» griegos a los
cuales hacíamos alusión al comienzo Según algunos1, este filósofo no habría admitido
más que cuatro elementos, que son además enumerados en un orden diferente: la tierra,
el agua, el aire y el fuego. Este último orden es exactamente inverso del que enuncia
Platón; también sería menester quizás ver en el mismo, no un orden de producción de
los elementos, sino antes al contrario el orden de reabsorción de los unos en los otros.
Según diversos testimonios, los órficos y los pitagóricos reconocían los cinco elementos, lo que es perfectamente normal, dado el carácter tradicional de sus doctrinas; más
tarde, Aristóteles los admitía igualmente.
Pero, sea como fuere, la función del éter no ha sido nunca tan importante ni tan claramente definida entre los griegos, ello al menos en las escuelas exotéricas, como lo es
entre los hindúes. A pesar de algunos textos del Fedón y del Timeo, que son sin duda
de inspiración pitagórica, Platón mismo no considera generalmente más que cuatro elementos: para él el fuego y la tierra son los elementos extremos, y al aire y el agua son
los elementos medios, y este orden difiere del orden tradicional hindú en aquello de que
el aire y el fuego quedan invertidos en el mismo. Nos podemos preguntar si no habría
aquí confusión en el orden de producción. Platón concuerda con la doctrina hindú al
atribuir la visibilidad al fuego como su cualidad propia, pero se aleja de la misma al
atribuir la tangibilidad a la tierra, en lugar de atribuirla al aire; por lo demás, parece muy
difícil encontrar entre los griegos una correspondencia rigurosamente establecida entre
los elementos y las cualidades sensibles. Y uno comprende sin esfuerzo que sea así,
dado que no consideran más que cuatro elementos y hay cinco sentidos.
En Aristóteles, uno encuentra consideraciones de un carácter enteramente diferente,
en las cuales son cuestión también las cualidades, pero que no son ya en punto ninguno
1
Struve, De Elementis Empedoclis.
31
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
las cualidades sensibles propiamente dichas; esas consideraciones se hallan basadas en
efecto sobre las combinaciones del calor y del frío, que son respectivamente principios
de expansión y de condensación, junto con lo seco y lo húmedo; es así que el fuego es
caliente y seco, el aire es caliente y húmedo, el agua es fría y húmeda, y la tierra es fría
y seca. Las agrupaciones de estas cuatro cualidades, que se oponen dos a dos, no conciernen consecuentemente más que a los cuatro elementos ordinarios, con la exclusión
del éter, lo que se justifica por lo demás por la observación de que este, en tanto que
elemento primordial, debe contener en el mismo los conjuntos de cualidades opuestas o
complementarias, que coexisten así en el estado neutro en tanto que estas se equilibran
en él perfectamente una a la otra, y ello, preliminarmente a su diferenciación, diferenciación que puede ser mirada como resultando precisamente de una ruptura de este equilibrio original. El éter debe pues ser considerado como figurando en el punto en el que
las oposiciones no existen todavía, pero a partir del cual se producen las oposiciones en
cuestión, es decir, debe ser considerado como figurando en el centro de la figura crucial
cuyas ramas corresponden a los otros cuatro elementos; y esta representación es efectivamente la que habían adoptado los hermetistas de la Edad Media, que reconocían expresamente el éter bajo el nombre de «quintaesencia» (quinta essentia), lo que implica
por lo demás una enumeración de los elementos en un orden ascendente o «regresivo»,
es decir, inverso al orden de su producción, ya que de otro modo el éter sería el primer
elemento y no en punto ninguno le quinto; uno puede observar también que se trata en
realidad de una «substancia» y no de un «esencia», y, a este respecto, la expresión empleada muestra una confusión frecuente en la terminología latina medieval, terminología
en la que esta distinción entre «esencia»y «substancia», en el sentido en que la hemos
32
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
indicado, pareciera no haber sido hecha jamás muy claramente, como uno puede darse
cuenta de ello fácilmente en la filosofía escolástica1.
Pues que estamos con esas comparaciones, debemos todavía, por otra parte, poner en
guardia contra una falsa asimilación a la cual da lugar a veces la doctrina china, en la
que se encuentra en efecto algo que se designa también de ordinario como los «cinco
elementos», estos son enumerados así: Agua, madera, fuego, tierra y metal, siendo considerado este orden, en este caso todavía, como el orden de su producción. Lo que podría ser causa de ilusión, es lo de que el número sea el mismo de una y otra parte, y lo
de que, sobre cinco términos, tres lleven denominaciones equivalentes; pero, ¿A qué
podrían corresponder los otros dos, y de que modo hacer coincidir el orden indicado
aquí con el de la doctrina hindú2? La verdad es que, a pesar de las aparentes similitudes,
se cuestiona aquí un punto de vista enteramente diferente, punto que por lo demás quedaría fuera de propósito examinar ahora; y, para evitar toda confusión, valdría ciertamente mucho más traducir el término chino hing por algún otro término que no fuera el
de «elementos», como por ejemplo, como lo ha propuesto1, por el término de «agentes»,
término que está al mismo tiempo más próximo de su significación real.
Habiendo hecho esas observaciones, debemos ahora, si queremos precisar la noción
de los elementos, descartar en primer lugar, pero sin obligarnos por lo demás a insistir
en ello demasiado largamente, varias opiniones erróneas muy comúnmente difundidas a
este sujeto en nuestra época. Es así que, para comenzar, apenas hay necesidad de decir
que, si los elementos son los principios constitutivos de los cuerpos, es en un sentido
enteramente diferente de aquel con el que los químicos consideran la constitución de
esos cuerpos, cuando los miran como resultado de la combinación de ciertos «cuerpos
simples» o así dichos tales: De una parte, la multiplicidad de los cuerpos dichos «simples» se opone manifiestamente a esta asimilación, y, por otra parte, no está de ningún
modo probado que haya cuerpos verdaderamente simples, siendo solamente dado el
nombre en cuestión, a aquellos cuerpos que los químicos no saben ya descomponer. En
todo caso los elementos no son cuerpos, ni siquiera simples, sino que son antes los prin1
En la figura colocada en la cabecera del Tratado De Arte Combinatoria de Leibnitz, figura que refleja la concepción de los hermetistas, la «quintaesencia» está figurada, en el centro de la cruz de los
elementos (o, si se prefiere, en el centro de la doble cruz de los elementos y de las cualidades), por una
rosa de cinco pétalos, que forma así el símbolo rosicruciano. La expresión de quinta essentia puede ser
referida también a la «quíntuple naturaleza del éter», la cual debe entenderse, no de cinco «éteres» diferentes como lo han imaginado algunos modernos (lo que estaría en contradicción con la indiferenciación
del elemento primordial), no, sino del éter en el mismo y en tanto que principio de los otros cuatro elementos; por lo demás es esta la interpretación alquímica de la rosa de cinco pétalos que acabamos de
cuestionar.
2
Esos «cinco elementos» se disponen según una figura crucial formada por la doble oposición del
agua y del fuego, de la madera y del metal, pero el centro es ocupado aquí por la tierra.
33
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
cipios substanciales a partir de los cuales los cuerpos son formados; uno no debe dejarse
confundir por el hecho de que sean designados analógicamente por nombres que pueden
ser al mismo tiempo los nombres de algunos cuerpos, cuerpos a los cuales, los elementos no son de ningún modo idénticos por eso; y todo cuerpo, cualesquiera que el mismo
sea, procede en realidad del conjunto de los cinco elementos, ello, aunque pueda tener
en su naturaleza un cierto predominio de uno o de otro.
Se ha querido también, más recientemente, asimilar los elementos a los diferentes
estados físicos de la materia tal y como la entienden los físicos modernos, es decir, en
suma a sus diferentes grados de condensación, produciéndose esta a partir del éter: Primordial homogeneidad, que rebosa toda la extensión, uniendo así entre ellas todas las
partes del mundo corpóreo. Bajo ese punto de vista, se hace corresponder, yendo de lo
más denso a lo más sutil, es decir, en un orden inverso del orden que se admite para su
diferenciación, la tierra al estado sólido, el agua al estado líquido, el aire al estado gaseoso, y el fuego a un estado todavía más rarificado, muy parecido a lo que algunos físicos han denominado el «estado radiante», y que debería entonces ser distinguido del
estado etérico. Se encuentra aquí esa vana preocupación, tan común en nuestros días, de
concordar las ideas tradicionales con las concepciones científicas profanas; esto no es
decir, por lo demás, que un tal punto de vista no pueda encerrar alguna parte de verdad,
en el sentido de que se puede admitir que cada uno de esos estados físicos tiene ciertas
relaciones más particulares con un elemento determinado; pero eso no es aquí, todo lo
más, otra cosa que una correspondencia, y no en punto ninguno una asimilación, asimilación que sería por lo demás incompatible con la coexistencia constante de todos los
elementos en un cuerpo cualquiera, bajo cualquier estado en que el mismo se presente; y
sería todavía menos legítimo querer ir más lejos en aquello de pretender identificar los
elementos con las cualidades sensibles, las que, bajo otro punto de vista, se les vinculan
mucho más directamente. De otro lado, el orden de condensación creciente que es así
establecido entre los elementos es el mismo que el orden que hemos encontrado en Platón: Platón sitúa el fuego ante el aire e inmediatamente después el éter, como si el fuego
fuera el primer elemento diferenciado o que se diferencia antes en el seno de ese medio
cósmico original; no es pues, de esta manera, como se puede encontrar la justificación
del orden tradicional afirmado por la doctrina hindú. Por lo demás, es menester siempre
poner el mayor cuidado en evitar atenerse exclusivamente a un punto de vista demasiado sistemático, es decir, demasiado estrechamente limitado y particularizado; y, sería
seguramente malcomprender la teoría de Aristóteles y de los hermetistas que hemos
mencionado, aquello de buscar, bajo pretexto de que la misma hace intervenir los prin1
Marcel Granet, La Pensée chinoise, pág. 313.
34
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
cipios de expansión y de condensación, interpretarla a favor de una identificación de los
elementos con los diversos estados físicos que acabamos de cuestionar.
Si se hubiera de buscar bajo un punto de vista absoluto un punto de comparación
con las teorías físicas, en la acepción actual de ese término, sería sin duda más justo
considerar los elementos, refiriéndose a su correspondencia con las cualidades sensibles,
en tanto que las mismas representan diferentes modalidades vibratorias de la materia,
modalidades bajo las cuales se vuelve perceptible sucesivamente a cada uno de nuestros
sentidos; y por lo demás, cuando decimos sucesivamente, debe ser bien entendido que
no se trata en esto más que de una sucesión puramente lógica1. Solamente, que cuando
se habla así de las modalidades vibratorias de la materia, como cuando es cuestión de
sus estados físicos, hay un punto al cual es menester llamar la atención: ello es que, entre los hindúes al menos (e inclusive también entre los griegos en una cierta medida),
uno no encuentra la noción de materia en el sentido de los físicos modernos; la prueba
de ello es que, como lo hemos hecho ya observar en otra parte, no existe en sánscrito
término ninguno, ni siquiera aproximadamente, que pueda traducirse por «materia». Si
pues nos es permitido servirnos a veces de esta noción de materia para interpretar las
concepciones de los antiguos, a fin de hacernos comprender más fácilmente, uno no
debe no obstante hacerlo jamás, si ello no es con algunas precauciones; pero es posible
considerar estados vibratorios, por ejemplo, sin hacer llamada necesariamente a las propiedades especiales que los modernos atribuyen esencialmente a la materia. A pesar de
esto, una tal concepción nos parece todavía más propia para indicar analógicamente lo
que son los elementos, con la ayuda de una manera de hablar que los hace imaginar, si
uno puede decirlo así, antes que definirlos verdaderamente; y quizás que sea esto, en el
fondo, todo lo que es posible hacer con el lenguaje que al presente tenemos a nuestra
disposición, a consecuencia del olvido en el que han caído las ideas tradicionales en el
mundo occidental.
No obstante, añadiremos todavía esto: las cualidades sensibles expresan, en relación
a nuestra individualidad humana, las condiciones que caracterizan y determinan la existencia corpórea, en tanto que modo particular de la Existencia Universal, pues que es
mediante esas cualidades que nosotros conocemos los cuerpos, con la exclusión de toda
cosa; en consecuencia podemos ver en los elementos la expresión de esas mismas condiciones de la existencia corpórea, no ya bajo el punto de vista humano, no, sino desde
el punto de vista cósmico. No nos es posible dar aquí a esta cuestión los desarrollos que
conllevaría; pero al menos, uno puede comprender de inmediato, por lo expuesto, de
Va de suyo que uno no puede pensar de ningún modo en realizar, suponiendo una sucesión cronológica en el ejercicio de los diferentes sentidos, una concepción de las del género de la estatua ideal que ha
imaginado Condillac en su muy famoso Tratado de las Sensaciones.
1
35
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
qué modo las cualidades sensibles proceden de los elementos, en tanto que traducción o
reflexión «microcósmica», en su orden correspondiente. Se comprende también que los
cuerpos, que quedan definidos por el conjunto de las cualidades en cuestión aquí, sean
por lo mismo constituidos en tanto que tales, por los elementos en los cuales las cualidades de «substancializan»; y esto, me parece, la noción más exacta, al mismo tiempo
que la más general, que se pueda dar de esos mismos elementos.
Pasaremos, luego de esto, a otras consideraciones que mostrarán todavía mejor de
qué modo la concepción de los elementos se vincula no solamente a las condiciones de
existencia de un orden más universal, y más precisamente, a las condiciones mismas de
toda manifestación. Se sabe qué importancia acuerda la doctrina hindú a las consideración de los tres gunas: este término designa cualidades o atribuciones constitutivas y
primordiales de los seres considerados en sus diferentes estados de manifestación, y que
los mismos tienen del principio «substancial» de su existencia, ya que, desde el punto
de vista universal los gunas son inherentes a Prakriti, en la cual están en perfecto equilibrio en la «indistinción» de la pura potencialidad indiferenciada. Toda manifestación o
modificación de la «substancia» representa una ruptura de este equilibrio; los seres manifestados participan consecuentemente de los tres gunas a grados diversos, y no es que
los mismos sean estados, no, sino condiciones generales a las cuales quedan sometidos
en todo estado, por los cuales son en cierto modo encadenados, y las cuales determinan
la tendencia actual de su «devenir». No vamos a entrar aquí en una exposición completa
de lo que concierne a los gunas, sino solamente a considerar la aplicación de ellos a la
distinción de los elementos; no volveremos siquiera a la definición de la cada guna,
definición que ya hemos dado en varias ocasiones; pero recordaremos no obstante, pues
que es esto lo que nos importa sobre todo aquí, que sattwa es representado como una
tendencia ascendente, tamas como una tendencia descendente, y rajas es representado,
ya que es intermediario entre los otros dos, como una tendencia expansiva en sentido
horizontal.
Los tres gunas deben reencontrarse en cada uno de los elementos como en todo lo
que pertenece al dominio de la manifestación universal; pero los gunas se encuentran en
los elementos en proporciones diferentes, estableciendo así entre los elementos en cuestión una especie de jerarquía, jerarquía que uno puede mirar como análoga a la que, bajo
otro punto de vista incomparablemente más amplio, se establece del mismo modo entre
los múltiples grados de la Existencia Universal, aunque no se traten aquí más que de
simples modalidades comprendidas en el interior de un solo y mismo estado o grado de
dicha Existencia Universal. En el agua y en la tierra, pero sobre todo en la tierra, es tamas quien predomina; físicamente, a esta fuerza descendente y compresiva corresponde
la gravitación o la pesadez. Rajas predomina en el aire; es así que este elemento es mi-
36
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
rado como dotado esencialmente de un movimiento transversal. En el fuego es sattwa
quien predomina, ya que el fuego es el elemento luminoso; la fuerza ascendente es simbolizada por la tendencia de la llama a elevarse, lo que se traduce físicamente por el
poder dilatante del calor, en tanto que ese poder se opone a la condensación de los cuerpos.
Para dar de esto una interpretación más precisa, podemos figurarnos la distinción de
los elementos como efectuándose en el interior de una esfera: Es así que en esta, las dos
tendencias ascendente y descendente que hemos cuestionado se ejercen siguiendo las
dos direcciones opuestas tomadas sobre el mismo eje vertical, en sentido contrario la
una de la otra, y yendo respectivamente hacia los dos polos a partir del centro; en cuanto
a la expansión horizontal, expansión que marca un equilibrio entre las dos tendencias
cuestionadas, se cumplirá naturalmente en el plano perpendicular al medio de este eje
vertical, es decir, siguiendo el plano del ecuador. Si consideramos ahora los elementos
como repartiéndose en esta esfera según las tendencias que predominan en ellos, la tierra, en virtud de la tendencia descendente de la gravitación, debe ocupar el punto más
bajo, punto que es considerado como la región de la obscuridad, y que es al mismo
tiempo el fondo de las aguas, mientras que el ecuador marca su superficie, siguiendo un
simbolismo que es por lo demás común a todas las doctrinas cosmogónicas en cualquier
forma tradicional a la cual pertenezcan. En consecuencia, el agua ocupa el hemisferio
inferior, y si la tendencia descendente se afirma en la naturaleza de este elemento, uno
no puede decir que su acción se ejerza en el mismo de una manera exclusiva (o casi
37
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
exclusiva, pues que la coexistencia necesaria de los tres gunas en todas las cosas, impide que el extremo límite se jamás alcanzado en cualesquiera modo de manifestación que
esto sea), ya que, si consideramos un punto cualquiera del hemisferio inferior que no sea
el polo, el radio que corresponde a ese punto tiene un dirección oblicua, que es intermedia entre la vertical descendente y la horizontal. Por consiguiente uno puede mirar la
tendencia que queda marcada por una tal dirección como descomponiéndose en otras
dos rectas de las cuales la dirección en cuestión es la resultante, y que serán respectivamente la acción de tamas y la acción de rajas; si referimos ambas acciones a las cualidades del agua, la componente vertical, en función de tamas, corresponderá a la densidad, y la componente horizontal, en función de rajas, corresponderá a la fluidez. El
ecuador marca la región intermediaria, que es la del aire, elemento neutro que guarda el
equilibrio entre las dos tendencias opuestas, de igual modo que rajas entre tamas y
sattva, en el punto en el que ambas tendencias se neutralizan una a la otra, y que, extendiéndose transversalmente sobre la superficie de las aguas, separa y delimita las zonas
respectivas del agua y del fuego. En efecto, el hemisferio superior queda ocupado por el
fuego, en el cual predomina la acción de sattva, pero donde todavía se ejerce también la
acción de rajas, ya que la tendencia en cada punto de este hemisferio, indicada del
mismo modo en que precedentemente lo hemos hecho para el hemisferio inferior, es
intermediaria esta vez entre la horizontal y la vertical ascendente:
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Es así que la componente horizontal, en función de rajas, correspondería aquí al calor, y
la componente vertical, en función de sattva, correspondería a la luz, ello, en tanto que
calor y luz son considerados como dos términos complementarios que unen en la naturaleza del elemento ígneo.
En todo esto, no hemos hablado todavía del éter: Como es el más elevado y el más
sutil de todos los elementos, debemos emplazarle en le punto más alto, es decir, el polo
superior, polo que es la región de la luz pura, por oposición al polo inferior que es, como ya lo hemos dicho, la región de la obscuridad. Es así que el éter domina la esfera de
los demás elementos; pero, al mismo tiempo, es menester mirarle también como envolviendo y penetrando a todos esos elementos, elementos de los cuales es el principio, y
ello en razón del estado de indiferenciación que le caracteriza, y que le permite realizar
una verdadera «omnipresencia» en el mundo corpóreo; como lo dice Shankarâchârya en
el Atmâ-Bodha, «el éter está difundido por todas partes, y penetra a la vez el exterior y
el interior de las cosas todas». Podemos decir por consiguiente que, entre los elementos,
sólo el éter alcanza el punto en el que la acción de sattva se ejerce en su más alto grado;
pero no podemos localizar en exclusiva dicha acción, del modo en que lo hemos hecho
para la tierra, en el punto opuesto, y antes debemos considerarle como ocupando al
mismo tiempo la totalidad del dominio elemental, cualesquiera que sea por lo demás la
representación geométrica de la cual uno haya de servirse para simbolizar el conjunto de
ese dominio. Si hemos adoptado la representación por una figura esférica, es no solamente porque la misma permite la interpretación más fácil y más clara, sino porque es
también, e inclusive ante todo, la representación que concuerda mejor que toda otra con
los principios generales del simbolismo cosmogónico, tal y como uno puede encontrarlos en todas las tradiciones; habría a este respecto, comparaciones muy interesantes por
establecer, pero no podemos entrar aquí en esos desarrollos, que se alejarían demasiado
del sujeto del presente estudio.
Antes de abandonar esta parte de nuestra exposición, nos queda todavía por hacer
una última observación: Ello es que, si tomamos los elementos en el orden en el cual los
hemos repartido en su esfera, yendo de arriba hacia abajo, es decir, del más sutil al más
denso, encontramos precisamente el orden indicado por Platón; pero aquí este orden,
orden que podemos denominar jerárquico, no se confunde con el orden de producción o
de diferenciación de los elementos y debe ser cuidadosamente distinguido de aquel. En
efecto, en este orden jerárquico el aire ocupa un rango intermediario entre el fuego y el
agua, pero no es por ello menos producido antes del fuego, y, a decir verdad, la razón de
esas dos diferentes situaciones es en el fondo la misma: Es que el aire es en cierto modo
un elemento neutro, y que, por eso mismo, corresponde a un estado de menor diferen-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
ciación que el fuego y el agua, ya que las dos tendencias ascendente y descendente se
equilibran todavía perfectamente la una a la otra. Por el contrario, el equilibrio en cuestión es roto en el fuego en provecho de la tendencia ascendente, y en el agua en provecho de la tendencia descendente; y la oposición manifestada entre las cualidades respectivas de estos dos elementos marca claramente el estado de mayor diferenciación al cual
se corresponden. Si uno se sitúa en el punto de vista de la producción de los elementos,
es menester mirar su diferenciación como efectuándose a partir del centro de la esfera,
punto primordial en el que emplazaremos entonces el éter en tanto que este éter es su
principio; desde allí tendremos en primer lugar la expansión horizontal, expansión que
corresponde al aire, luego tendremos la manifestación de la tendencia ascendente, que
corresponde al fuego, y la manifestación de la tendencia descendente, que corresponde
al agua en primer lugar, y después a la tierra, punto de parada y término final de toda la
diferenciación elemental.
Debemos ahora entrar en algunos detalles sobre las propiedades de cada uno de los
cinco elementos, y para comenzar estableceremos que el primero de entre ellos, âkâsha
o el éter, es un elemento enteramente real y distinto de los demás. En efecto, como lo
hemos señalado ya más arriba, algunos, y entre ellos los budistas, no reconocen el éter
como tal elemento, y, bajo pretexto de que el mismo es nirûpa, es decir, sin «sin forma», en razón de su homogeneidad, le miran como una «no-entidad» y le identifican al
vacío, ya que, para ellos, lo homogéneo no puede ser más que un puro vacío. La teoría
del «vacío universal» (sarva-shûnya) se presenta por lo demás aquí como una consecuencia directa y lógica del atomismo, ya que, si no hay cosa ninguna en el mundo
además de los átomos que tengan una existencia positiva, y si esos átomos deben moverse para agregarse los uno a los otros y formar así todos los cuerpos, ese movimiento
no podría efectuarse más que en el vacío. No obstante, esta consecuencia no es aceptada
por la escuela de Kanâda, representativa del Vaishêshika, pero heterodoxa precisamente
en aquello de que admite el atomismo, doctrina de la cual, bien entendido, ese punto de
vista «cosmológico» no es de ningún modo solidario en él mismo; inversamente, los
«filósofos griegos» que no contaban el éter entre los elementos quedan lejos no obstante
de ser todos atomistas, y parecen por lo demás ignorarle y rechazarle expresamente. Sea
lo que ello fuere, la opinión de los budistas se refuta fácilmente haciendo observar que
no puede haber en punto ninguno espacio vacío, siendo una tal concepción enteramente
contradictoria: En todo el dominio de la manifestación universal, dominio del cual es
espacio forma parte, no puede haber, como decimos, un punto de vacío, ya que el vacío,
no puede ser concebido más que negativamente, pues que no es una posibilidad de manifestación; además, esta concepción de un espacio vacío sería la concepción de un continente sin contenido, lo que, evidentemente, está desprovisto de todo sentido. Por con-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
siguiente, es el éter el que ocupa todo el espacio, pero por ello no se confunde con el
espacio, ya que este, pues que no es más que un continente, es decir, en suma una condición de existencia y no una entidad independiente, no puede, como tal, ser el principio
substancial de los cuerpos, ni dar nacimiento a los demás elementos; el éter no es pues
el espacio, sino antes bien es el contenido del espacio considerado preliminarmente a
toda diferenciación. Y es así que en esta indiferenciación primordial, que es como una
imagen de la «indistinción» de Prakriti relativa a ese dominio especial de manifestación
que es el mundo corpóreo, el éter encierra en potencia, no solamente los elementos todos, sino también todos los cuerpos, y su homogeneidad misma le vuelve apto para recibir todas las formas en sus modificaciones. Pues que es el principio de las cosas corpóreas, el éter posee la cantidad, que es un atributo fundamental común a todos los
cuerpos; además, es mirado como esencialmente simple, siempre en razón de su homogeneidad, y también como impenetrable, porque es él el que todo lo penetra.
Establecida de esta manera la existencia del éter se presenta de muy diferente modo
que como una simple hipótesis, y eso muestra perfectamente la diferencia profunda que
separa la doctrina tradicional de todas las teorías científicas modernas. No obstante, hay
lugar a considerar todavía otra objeción: El éter es un elemento real, pero eso no basta
para probar que sea un elemento distinto; en otros términos, pudiera ser que el elemento
que está difundido en el espacio todo (corpóreo, es decir, en el espacio capaz de contener los cuerpos) no fuera otro que el aire, y entonces, es este aire el que sería el elemento primordial. La respuesta a esta objeción está en aquello de que cada uno de nuestros
sentidos nos hace conocer, como su objeto propio, una cualidad distinta de entre las que
nos son conocidas por los demás sentidos; ahora bien, una cualidad no puede existir más
que en algo a lo cual, la cualidad en cuestión pertenezca como un atributo pertenece a su
sujeto, y, como cada cualidad sensible es atribuida así a un elemento, elemento del cual
la misma es la propiedad característica, es menester necesariamente que a los cinco sentidos se les correspondan cinco elementos distintos.
La cualidad sensible que pertenece al éter es el sonido; esto necesita algunas explicaciones, las que serían fácilmente comprendidas si se considera el modo de producción
del sonido por le movimiento vibratorio, lo que queda muy lejos de ser un descubrimiento reciente como algunos podrían creerlo, ya que Kanâda declara expresamente que
«el sonido es propagado mediante ondulaciones, ola tras ola, u onda luego de onda,
irradiando en todas las direcciones, a partir de un centro determinado». Un tal movimiento se propaga alrededor de su punto de partida mediante ondas concéntricas, uniformemente repartidas siguiendo en ello todas las direcciones del espacio, lo que da
nacimiento a la figura de un esferoide indefinido y no cerrado. Es este el movimiento
menos diferenciado de todos, y ello, en razón de lo que podemos denominar su «isotro-
41
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
pismo», y es esto por lo que este mismo movimiento podrá dar nacimiento a todos los
demás movimientos, los que se distinguirán de este en tanto que no se efectúen ya de
una manera uniforme siguiendo todas las direcciones; y, del mismo modo, todas las
formas más particularizadas procederán de la forma esférica original. Es así que la diferenciación del éter primitivamente homogéneo, diferenciación que engendra los demás
elementos, tiene por origen un movimiento elemental que se produce de la manera en
que lo acabamos de describir, a partir de un punto inicial cualquiera, en ese medio cósmico indefinido; pero ese movimiento elemental no es otra cosa que el prototipo de la
ondulación sonora. La sensación auditiva es por lo demás la única que nos hace percibir
directamente un movimiento vibratorio; y si uno admite inclusive, con la mayoría de los
físicos modernos, que las demás sensaciones provienen de una transformación de semejantes movimientos, no es por ello menos verdad que los mismos difieren de aquel, cualitativamente, en tanto que se perciben mediante sensaciones diferentes, lo que es aquí
la sola consideración esencial. Por otra parte, luego de lo que acaba de ser dicho, diremos también que es en el éter donde reside la causa del sonido, pero, bien entendido que
esta causa debe ser distinguida de los medios diversos que pueden servir secundariamente a la propagación del sonido, y que contribuyen a hacérnosle perceptible amplificando las vibraciones etéricas elementales, y esto tanto más cuanto que los medios en
cuestión sean más densos; en fin, a este propósito, añadiremos que la cualidad sonora es
igualmente sensible en los otros cuatro elementos, en tanto que estos proceden todos del
éter. A parte de esas consideraciones, la atribución de la cualidad sonora del éter, es
decir, al primero de los elementos, tiene todavía una razón más profunda, razón que se
vincula a la doctrina de la primordialidad y de la perpetuidad del sonido; pero es este un
punto al cual no podemos hacer aquí más que una simple alusión de pasada.
El segundo elemento, es decir, el que se diferencia en primer lugar a partir de éter, es
vâyu o el aire; el término vâyu, derivado de la raíz verbal vâ que significa «ir» o «moverse», designa propiamente el soplo o el viento, y, por consiguiente, la movilidad es
considerada como el carácter esencial de este elemento. De una manera más precisa, el
aire es, como ya lo hemos dicho, mirado como dotado de un movimiento transversal,
movimiento en el cual todas las direcciones del espacio no juegan ya la misma función
como en el movimiento esferoidal que hemos debido considerar precedentemente, sino
que se efectúa, antes al contrario, siguiendo una cierta dirección particular; es por consiguiente el movimiento rectilíneo, movimiento al cual da nacimiento en suma la determinación de esta dirección. Esta propagación del movimiento siguiendo algunas direcciones determinadas implica una ruptura de la homogeneidad del medio cósmico; y tenemos desde ese entonces un movimiento complejo, que, no siendo más «isótropo»,
debe, por lo mismo, ser constituido por una combinación o una coordinación de movi-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
mientos vibratorios elementales. Un tal movimiento da nacimiento a formas igualmente
complejas, y, como la forma es lo que afecta en primer lugar al tacto, la cualidad tangible puede ser atribuida al aire como perteneciéndole en propiedad, en tanto que este
elemento es, por su movilidad, el principio de la diferenciación de las formas. Es pues
por efecto de la movilidad que el aire nos es vuelto sensible; analógicamente, por lo
demás, el aire atmosférico no deviene sensible al tacto más que por su desplazamiento;
pero, siguiendo la observación que hemos hecho más atrás de una manera general, es
menester guardarse de identificar el elemento aire con este aire atmosférico, que es un
cuerpo, como algunos han pecado en hacerlo al constatar algunas aproximaciones de
este género. Es así que Kanâda declara que el aire es incoloro; pero es fácil comprender
que ello debe ser así, sin que una deba referirse por eso a las propiedades del aire atmosférico, pues que el calor es una de las propiedades del fuego, y todavía más precisamente es su cualidad especifica y propia, y este es lógicamente posterior al aire en el orden
de desarrollo de los elementos; por consiguiente esta cualidad del color no es todavía
manifestada en el estado que es representado por el fuego.
El tercer elemento es têjas o el fuego, que se manifiesta a nuestros sentidos bajo dos
aspectos principales, como luz y como calor; la cualidad que le pertenece en propiedad,
como ya lo hemos dicho, es la visibilidad (manifestada en el color), y, a este respecto, es
bajo su aspecto luminoso como el fuego debe ser considerado; esto es demasiado claro
para que haya necesidad de más explicación, ya que es evidentemente por la luz sola
que los cuerpos son vueltos visibles. Según Kânada, «la luz es coloreada, y es el principio
de la coloración de los cuerpos»; el color es pues una propiedad característica de la luz: En la
luz en ella misma, el color en cuestión es blanco y resplandeciente; en los diversos cuerpos, es
variable, y uno puede distinguir entre sus modificaciones colores simples y colores mixtos o
mezclados. Haremos notar que los pitagóricos, al decir de Plutarco, afirmaban igualmente que
«los colores no son otra cosa que una reflexión de la luz, modificada de diferentes maneras»; es
así que se estaría en un gran error si se quisiera ver en esto todavía un descubrimiento de la
ciencia moderna. Por otra parte, bajo su aspecto calórico, el fuego es sensible al tacto, en el cual
produce la impresión de la temperatura; el aire es neutro bajo este aspecto, pues que es anterior
al fuego y ya que el calor es un aspecto de este; y, en cuanto al frío, es mirado como una propiedad característica del agua. Es así, que al respecto de la temperatura como en lo que concierne a
la acción de las dos tendencias ascendente y descendente que ya hemos definido precedentemente, el fuego y el agua se oponen uno al otro, mientras que el aire se encuentra en un estado
de equilibrio entre ambos elementos. Por lo demás, si uno considera que el frío aumenta la densidad de los cuerpos contrayéndolos, cuando es que el calor los dilata y los sutiliza, se comprenderá sin esfuerzo que la correlación del calor y del frío, con la del fuego y del agua respectivamente, se encuentra comprendida, a título de aplicación particular y de simple consecuencia, en
la teoría general de los tres gunas y de su repartición en el conjunto del dominio elemental.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
El cuarto elemento, ap o el agua, tiene por propiedades características, además del frío que
acabamos de cuestionar, la densidad o la gravedad, que le es común con la tierra y la fluidez o la
viscosidad, que es la cualidad mediante la cual se distingue esencialmente de todos los demás
elementos, ya hemos señalado la correlación de estas dos propiedades con las acciones respectivas de tamas y de rajas. Por otra parte, la cualidad sensible que corresponde al agua es el sabor;
y uno puede hacer observar de pasada e incidentalmente, ello, aunque no haya lugar a vincular
una muy grande importancia a las consideraciones de este género, que esto se encuentra en
acuerdo con la opinión de los sicologistas modernos que piensan que un cuerpo no «sabe» si
ello no es en tanto que el mismo pude disolverse en la saliva; en otros términos, el sabor, en un
cuerpo cualesquiera ,es una consecuencia de la fluidez.
En fin, el quinto y último elemento es prithvî o la tierra, que no poseyendo ya la fluidez como el agua, corresponde a la modalidad corpórea más condensada entre todas; es también en
este elemento que encontramos en su más alto grado la gravedad, que se manifiesta en el descenso o la caída de los cuerpos. La cualidad sensible que es propia a la tierra es el olor; ello es
por lo que esta cualidad es mirada como residiendo en las partículas sólidas que, desgajándose
de los cuerpos, entran en contacto con el órgano del olfato. Sobre este punto todavía, parece que
no haya desacuerdo con las teorías sicológicas actuales; pero por lo demás, inclusive si hubiera
un desacuerdo cualesquiera, eso importaría poco en el fondo, ya que el error debería encontrarse
entonces en todo caso del lado de la ciencia profana, y no en punto ninguno del lado de la doctrina tradicional.
Para terminar, diremos algunas palabras de la manera en que la doctrina hindú considera los
órganos de los sentidos en relación con los elementos: Pues que cada cualidad sensible procede
de un elemento, elemento en el cual ella reside esencialmente, es menester que el órgano mediante el cual la cualidad en cuestión es percibida le sea conforme, es decir, es menester que ese
órgano sea el mismo de la naturaleza del elemento correspondiente. Es así como están constituidos los verdaderos órganos de los sentidos, y es menester, contrariamente a la opinión de los
budistas, distinguir los de los órganos exteriores, es decir, de las partes del cuerpo humano que
no son, con respecto a los mismos, otra cosa que sus asientos y sus instrumentos. Es así que el
verdadero órgano del oído no es el pabellón de la oreja, no, sino la porción de éter que está contenida en el oído interno, y que entra en vibración bajo la influencia de una ondulación sonora; y
Kanâda hace observar que no es en punto ninguno la primera onda ni las ondas intermediarias
las que hacen oír el sonido, sino antes la última onda que entra en contacto con el órgano del
oído, esa es la hace oír. De igual modo, el verdadero órgano de la vista no el globo del ojo, no la
pupila, y ni siquiera es l retina, sino que lo es un principio luminoso que reside en el ojo, y que
entra en contacto o en comunicación con la luz emanada de los objetos exteriores o reflejada por
los mismos; la luminosidad del ojo no es ordinariamente visible, pero puede devenir tal en algunas circunstancias, particularmente entre los animales que ven en la obscuridad de la noche. Es
menester precisar además que el rayo luminoso mediante el cual se efectúa la percepción visual,
y que se extiende entre el ojo y el objeto percibido, puede ser considerado en ambos sentidos, es
decir, de una parte como partiendo del ojo para alcanzar el objeto, y de otra parte, recíproca-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
mente, como viniendo del objeto hacia la pupila del ojo; una teoría similar de la visión se encuentra entre los pitagóricos, y esto concuerda igualmente con la definición que Aristóteles da
de la sensación concebida como «el acto común de lo sintiente y de lo sentido». Uno podría
librarse a consideraciones del mismo género para cada uno de los sentidos restantes; pero pensamos, mediante estos ejemplos, haber dado a este respecto indicaciones suficientes.
Tal es, expuesta en sus grandes líneas e interpretada tan exactamente como es posible, la
teoría hindú de los elementos, la que, además del interés propio que presenta en ella misma, es
susceptible de hacer comprender de una manera más general, lo que es el punto de vista «cosmogónico» en las doctrinas tradicionales.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
DHARMA1
El término dharma parece ser uno de los términos sánscritos que más embarazan a
los traductores, y ello no sin razón, ya que, de hecho, el término en cuestión presenta
múltiples sentidos, sentidos que ciertamente imposible traducirlos siempre uniformemente por un mismo término en otra lengua; quizás que valiera más frecuentemente
conservar el término pura y simplemente, con la condición de explicarle mediante un
comentario. M. Gualtherus H. Mees, que ha consagrado a ese sujeto un libro aparecido
recientemente2, y que, aún cuando que se limita casi exclusivamente al punto de vista
social, hace muestra de mayor comprensión de la que se suele uno encontrar entre la
mayoría de los occidentales, hace observar muy justamente que, si hay en ese término
una cierta indeterminación, esta no es de ningún modo sinónima de vaguedad, ya que no
prueba en punto ninguno que las concepciones de los antiguos hayan carecido de claridad, ni tampoco prueba que las mismas no hayan sabido distinguir los diferentes aspectos de lo que se trata; esa pretendida vaguedad, de la cual uno podría encontrar muchos
ejemplos, indica ante todo que el pensamiento de los antiguos estaba mucho menos limitado y era mucho menos estrecho que el pensamiento de los modernos, y que, en lugar de ser analítico como este, aquel era esencialmente sintético. Por lo demás, subsiste
todavía algo de aquella indeterminación en un término como el de «ley», por ejemplo,
término que encierra también sentidos muy diferentes unos de otros; y este término
«ley» es precisamente con el de «orden», uno de aquellos que, en muchos casos, pueden
traducir al menos imperfectamente la idea de dharma.
1
(Publicado en V. J. de octubre de 1935)
Dharma and Society (N. V. Service, The Hagne; Luzac and Co., London). La mayor parte del libro
concierne a la cuestión de los varnas o cartas, pero ese punto de vista merece hacerle a él solo el objeto de
otro artículo.
2
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Se sabe que dharma es derivado de la raíz dhri, que significa llevar, soportar, sostener, mantener1; se trata pues propiamente de un principio de conservación de los seres, y
en consecuencia de estabilidad, en tanto al menos en que esta es compatible con las
condiciones de la manifestación, ya que todas las aplicaciones del dharma se refieren
siempre al mundo manifestado. Es así que no es posible admitir, del modo en que el
autor parece estar dispuesto a ello, que el término en cuestión pueda ser más o menos un
sustituto de Atmâ, con la sola diferencia de que sería un Atmâ dinámico en lugar de ser
«estático»; Atmâ es no-manifestado, y en consecuencia inmudable; y dharma es un reflejo de Atmâ, si se quiere, en el sentido de que refleja la inmutabilidad principal en el
orden de la manifestación; dharma no es «dinámico» más que en la medida en que la
manifestación implica necesariamente «devenir», sino que antes es lo que hace que ese
devenir no sea puro cambio, es decir, es lo que mantiene en el mismo cambio, a través
de ese cambio, una cierta estabilidad relativa. Por lo demás, es importante hacer observar, a este respecto, que la raíz dhri es casi idéntica, en cuanto a forma y sentido, a otra
raíz dhru, raíz de la cual deriva el término dhruva que designa el «Polo»; efectivamente,
es a esta idea de «polo» o de «eje» del mundo manifestado a la que conviene referirse si
es que uno quiere comprender verdaderamente la noción de dharma: Es lo que permanece invariable en el centro de la revoluciones de todas las cosas, y que regla el curso
del cambio por lo mismo de que no participa en el mismo. Es menester no olvidar que,
por el carácter sintético del pensamiento que expresa, el lenguaje está aquí mucho más
estrechamente ligado al simbolismo que en las lenguas modernas, y también que es por
lo demás de este, de quien obtiene el lenguaje esta multiplicidad de sentidos que cuestionábamos hace un momento; y quizás que se pudiera demostrar inclusive que la concepción del dharma se vincula muy directamente a la representación simbólica del «eje»
mediante la figura del «Arbol del Mundo».
Por otra parte, M. Mees señala con razón el parentesco de la noción de dharma con
la de vita, que etimológicamente tiene el sentido de «rectitud» (de igual modo que el
símbolo ideográfico Te de la tradición extremo-oriental, término que queda también
muy próximo de dharma), lo que recuerda todavía evidentemente la idea de el «eje»,
que es la de una dirección constante invariable. Al mismo tiempo, ese término vita es
idéntico al término vito, y se podría decir en efecto que este último, en el origen al menos, designa todo aquello que es cumplido de conformidad con el orden; y, el término
en cuestión, no ha venido a tomar una acepción más restringida más que como consecuencia de la degeneración que da nacimiento a una actividad «profana», en cualquier
dominio que esto sea. Debe ser bien entendido que rito conserva siempre el mismo ca1
Sea lo que fuere lo que diga el autor de ello, una comunidad de raíz con el término «forma» nos pa-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
rácter, y que es la actividad no-ritual la que queda entonces en cierto modo desviada: Es
así que todo lo que es no otra cosa que «convención» o «costumbre», sin ninguna razón
profunda, no existía en punto ninguno en el origen; y el rito, considerado tradicionalmente, no guarda relaciones ningunas con todo eso, que no puede ser jamás más que la
falsificación o parodia del mismo. Pero hay todavía algo más: Cuando hablamos aquí de
conformidad con el orden, es menester entender por ello no solamente el orden humano,
sino también, e inclusive ente todo, el orden cósmico; en toda concepción tradicional, en
efecto, hay siempre una correspondencia entre uno y otro, y es precisamente el rito el
que mantiene sus relaciones de una manera consciente, mantenimiento que implica en
cierto modo una colaboración del hombre, dentro de la esfera en la que se sigue su actividad, con el orden cósmico en el mismo.
De igual modo, la noción del dharma no está limitada al hombre, sino que se extiende a todos los seres y a todos sus estados de manifestación; es esto por lo que una concepción únicamente social no podría ser suficiente para comprender a fondo la noción
de dharma: Esta no es nada más que una aplicación particular, que jamás debe ser separada de la «ley» o de la «norma» primordial y universal de la cual, la antedicha concepción social no es más que la traducción en modo específicamente humano. Sin duda que
uno puede hablar perfectamente del dharma propio de cada ser (swadharma) o de cada
grupo de seres, tales como una colectividad humana por ejemplo; pero esto no es a decir
verdad más que una particularización del dharma en relación a las condiciones especiales de este ser o de ese grupo, cuya naturaleza y cuya función o, antes constitución, son
forzosamente análogas a las del conjunto del cual forma parte, ya sea el conjunto en
cuestión un cierto estado de existencia o inclusive la manifestación entera, ya que la
analogía se aplica siempre a todos los niveles y a todos los grados: Se ve que estamos
aquí muy lejos de una concepción «moral»: Y es así que si una idea de «justicia» conviene a veces para traducir el sentido de dharma, ello no es sino en tanto que la «justicias» es una expresión humana del equilibrio o de la armonía, es decir, de uno de los
aspectos del sostén de la estabilidad cósmica. Con mayor razón no puede aplicarse aquí
una idea de «virtud» más que en la medida en que la misma indica que las acciones de
un ser son conformes a su propia naturaleza, y, por lo mismo, al orden total que tiene su
reflejo o su imagen en la naturaleza de cada uno de los seres. De igual modo todavía si
uno considera una colectividad humana y no ya una individualidad aislada, la idea de la
«legislación» no entra en la idea de dharma, más que porque esta legislación debe ser
normalmente una adaptación del orden cósmico al medio social; y ese carácter es particularmente visible en lo que concierne a la institución de las castas, como lo hemos de
rece poco verosímil, y, en todo caso, no vemos bien qué consecuencias se podrían extraer de ello.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
ver en un próximo artículo. Así se explica en suma todas las significaciones secundarias
del término dharma; no hay en ello dificultad ninguna más que cuando uno busca considerarlas aparte y sin ver cómo son derivadas de un principio común que es, podría
decirse, como la unidad fundamental en la cual se resuelve su multiplicidad1.
Antes de terminar esta apercepción, debemos todavía, para situar más exactamente
la noción del dharma, indicar el lugar que dicha noción ocupa entre los fines que las
escrituras tradicionales hindúes asignan a la vida humana. Son esos fines en número de
cuatro, y son enumerados del modo que sigue en un orden jerárquicamente ascendente:
Artha, kâma, dharma y moksha; este último moksha, es decir, la liberación, es el solo
fin supremo, y, pues que queda más allá del dominio de la manifestación, es de un orden
enteramente diferente del orden de los otros tres y carece de común medida con ellos,
del mismo modo en que lo absoluto carece de común medida con lo relativo. En cuanto
a los tres primeros fines, fines que se refieren todos a lo manifestado, artha comprende
el conjunto de los bienes de orden corpóreo; kâma es el deseo, cuya satisfacción constituye el bien de orden síquico; y dharma, que, pues que es superior a este, es menester
considerar su realización como relevando propiamente del orden espiritual, lo que concuerda en efecto con el carácter de universalidad que le hemos reconocido. No obstante,
va de suyo que todos esos fines, comprendido en los mismos dharma inclusive, pues
que no son jamás más que contingentes como la misma manifestación fuera de la cual
no podrían ser considerados en punto ninguno, por lo mismo no pueden ser más que
subordinados en relación al fin supremo, frente al que todos ellos no son en suma otra
cosa que simples medios. Ahora bien, cada uno de esos mismos fines está por lo demás
subordinado también a los que le son superiores, aún cuando los mismos, permanecen
todavía relativos; pero, cuando únicamente estos son enumerados con la exclusión de
moksha, es que se trata entonces de un punto de vista limitado a la consideración de lo
manifestado, y es solamente ahí como dharma puede aparecer a veces como el fin más
elevado que le sea propuesto al hombre. Veremos además por el artículo que se sigue
que los aquí cuestionados fines quedan muy particularmente en correspondencia respectiva con los diferentes varnas; y podemos decir ya desde ahora que esta correspondencia
reposa esencialmente sobre la teoría de los tres gunas, lo que muestra perfectamente
que, aquí todavía, el orden humano aparece como indisolublemente ligado al orden
cósmico entero.
1
Es fácil comprender también que la aplicación social del dharma se traduzca siempre, si no quiere
emplear el lenguaje moderno, como «deber» y no como «derecho»; es así que el dharma propio de un ser
no puede expresarse evidentemente más que por lo que debe hacer el mismo, y no por lo que los demás
debieran hacer a su respecto, lo que releva naturalmente del dharma de esos otros seres.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
VARNA1
M. Gualtherus H. Mees, en su libro Dharma and Society, libro del que ya hemos dicho algunas palabras, se extiende sobre todo, como lo apuntábamos entonces, sobre la
cuestión de las castas; por lo demás, para traducir ese término no acepta el sentido en
que nosotros le entendemos, sino que antes prefiere guardar el término sánscrito varna
sin traducirle, o bien asimilarle a una expresión como la de «clases naturales», expresión que, en efecto define bastante bien aquello de que se trata, pues que es verdaderamente una repartición jerárquica de los seres humanos en conformidad con la naturaleza
propia de cada uno de ellos. No obstante, es de temer que el término «clases», inclusive
acompañado de un calificativo, evoque la idea de algo más o menos comparable a las
clases sociales de occidente, clases que, ellas sí, son la verdad puramente artificial, y las
que no tienen cosa ninguna en común con una jerarquía tradicional, jerarquía de la cual
representan todo lo más una especie de parodia o de caricatura. Es así que, por nuestra
parte, encontramos que vale todavía más emplear el término «castas», término que no
tiene seguramente más que un valor enteramente convencional, pero que al menos ha
sido hecho expreso para designar la organización hindú, pero M. Mees reserva ese término a las «castas» múltiples que existen de hecho en la India actual, y en las cuales
quiere ver algo enteramente diferente de los varnas primitivos. No podemos participar
en esta manera de considerar las cosas, pues que estas no son en realidad más que subdivisiones secundarias, debidas a una complejidad o a una mayor diferenciación de la
organización social, y, cualesquiera que sea su multiplicidad, no dejan de entrar menos
por ello siempre en el cuadro de los cuatro varnas, los que solos constituyen la jerarquía
fundamental y permanecer necesariamente invariables, en tanto que expresión de los
principios tradicionales y reflejo cósmico en el orden social humano.
Hay bajo esta distinción que quiere hacer M. Mees entre varna y «casta», una idea
que nos parece inspirada en gran parte en las teorías bergsonianas sobre las «sociedades
1
(Publicado en V. J. de noviembre de 1935).
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
abiertas» y las «sociedades cerradas», bien que el autor no se refiere jamás a estas: El
autor ensaya distinguir dos aspectos del dharma, de los cuales uno correspondería más o
menos al varna y el otro correspondería a la «casta», y cuyo predominio se afirmaría
alternativamente en lo que él denomina «periodos de la vida» y «periodos de la forma»,
a los cuales atribuye caracteres respectivamente «dinámicos» y «estáticos». No tenemos
en punto ninguno la intención de discutir aquí esas concepciones filosófico-históricas,
que no reposan evidentemente sobre ningún aporte tradicional; es más interesante para
nosotros el relevar un malentendido al sujeto del término jâti que el autor cree que designa lo que él denomina «casta», cuando es que, en realidad, el término en cuestión es
llana y simplemente un sinónimo o un equivalente de varna. Ese término jâti significa
literalmente «nacimiento», pero sería menester no entenderlo, o al menos no exclusivamente ni en principio, en el sentido de herencia; designa la naturaleza individual del ser,
en tanto que la misma está necesariamente determinada desde su nacimiento mismo,
como conjunto de posibilidades que desarrollará en el curso de su existencia; esta naturaleza resulta ante todo de lo que es el ser en él mismo y secundariamente sólo de las
influencias del medio, medio del cual forma parte la herencia propiamente dicha; todavía conviene añadir que ese medio mismo está normalmente determinado por una cierta
ley de «afinidad», de manera de ser tan conforme como sea posible a las tendencias
propias del ser que nace en él; decimos normalmente, ya que puede ocurrir que haya
excepciones más o menos numerosas, ello al menos, en un periodo de confusión como
el Kali-Yuga. Esto sentado, uno no ve en punto ninguno qué cosa podría ser una casta
“abierta», si uno ha de entender por esto (¿y podría entenderlo de otro modo?) que un
individuo tendría la posibilidad de cambiar de casta en un momento dado; eso implicaría en el individuo en cuestión un cambio de naturaleza que es tan enteramente inconcebible como lo sería un cambio súbito de especie en la vida de un animal o de un vegetal
(y se puede hacer observar que el término jâti tiene también el sentido de «especie», lo
que hace más completamente significativa esta comparación). Es así, que un aparente
cambio de casta no podría ser nada más que la reparación de un error, en el caso de que
se le hubiera atribuido primeramente al individuo una casta que no fuera realmente la
suya; pero el hecho de que un tal error pueda producirse a veces (y más precisamente
todavía a consecuencia de la obscurización del Kali-Yuga) no impide de ningún modo,
de una manera general, la posibilidad de determinar la casta verdadera desde el nacimiento; es así que, si M. Mees parece creer que sólo la consideración de la herencia
interviene entonces, es sin duda porque ignora que los medios de esta determinación
pueden ser provistos por ciertas ciencias tradicionales, como lo sea la astrología (la que,
bien entendido, es aquí otra cosa que la pretendida «astrología científica» de algunos
occidentales modernos, y no tiene punto en común tampoco con un arte «conjetural» o
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
«adivinatorio», no más que con el empirismo de las estadísticas y del cálculo de probabilidades).
Puesto esto a punto, volvemos ahora a la noción misma de varna: El término en
cuestión significa propiamente «color», pero también, por extensión, significa «cualidad» en general, y es esto por lo que puede ser tomado para designar la naturaleza individual; M. Mees descarta muy justamente la interpretación bizarra propuesta por algunos, que quieren ver en el sentido de «color» la prueba de que la distorsión de los varnas habría estado en el origen, basada sobre diferencias de raza, interpretación de la cual
es enteramente imposible encontrar en ninguna parte la menor confirmación. La verdad
es que, si colores hay que son efectivamente atribuidos a los varnas, ello es de una manera enteramente simbólica; y la “llave” de ese simbolismo queda dada por la correspondencia de los mismos colores con los gunas, correspondencia que es claramente
indicada en modo muy explícito en este texto del Vishnu-Purâna: “Cuando Brahmâ, en
conformidad con su designio, quiso producir el mundo, seres en los cuales sattwa prevalecía provinieron de su boca; otros en los cuales rajas era predominante provinieron de
su pecho; otros en los cuales rajas y tamas eran igualmente fuertes uno y otro provinieron de sus muslos; en fin, otros provinieron de sus pies, pues que tenían por característica principal tamas. De esos seres fueron compuestos los cuatro varnas, los Brâhmanes,
los Kshatriyas, los Vaishyas y los Shûdras, los que habrían provenido respectivamente
de su boca, de su pecho, de sus muslos y de sus pies”. Es así que sattva, pues que es
representado por el color blanco, traspasa este mismo naturalmente a los Brâhmanes; de
igual modo, el rojo, color representativo de rajas, es atribuido a los Kshatriyas; los
Vaishyas, caracterizado por una mezcla de los dos gunas inferiores, tienen por color
simbólico el amarillo; en fin, el negro, color de tamas, es en consecuencia el que conviene a los Shûdras.
La jerarquía de los varnas, así determinada por los gunas que predominan respectivamente en ellos, se superpone exactamente a la jerarquización de los elementos, tal y
como la hemos expuesto en nuestro estudio sobre este sujeto1; es lo que muestra de manera inmediata la comparación del esquema que sigue a la vuelta con el que dábamos
entonces. Para que la similitud sea completa, es menester hacer observar solamente que
el lugar del éter debe ser ocupado aquí por Hamsa, es decir, por la casta primordial única que existía en el Krita-Yuga, y que contenía los cuatro varnas ulteriores en principio
y en el estado indiferenciado, de la misma manera en que el éter contiene a los otros
cuatro elementos.
1
Ver el capítulo; La teoría hindú de los cinco elementos.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
Por otra parte, M. Mees intenta, aún defendiéndose por lo demás de querer llevar
demasiado lejos las analogías, indicar una correspondencia de los cuatro varnas con los
cuatro âshramas o estados regulares de la existencia, estados que no examinaremos
aquí, y también con los cuatro fines de la vida humana que ya hemos cuestionado precedentemente a propósito del dharma; pero, en ese último caso, el hecho mismo de que
se trate siempre de una división cuaternaria le ha inducido a una inexactitud manifiesta.
En efecto, es evidentemente inadmisible que se proponga como un fin, aunque fuera el
más inferior de todos, la obtención de algo que correspondiera puramente a tamas; es
así que la repartición, si uno la efectúa de abajo hacia arriba, debe pues comenzar en
realidad en el grado que queda inmediatamente superior a este grado que corresponde a
tamas, del modo en que lo indica nuestro segundo esquema; y es fácil comprender que
dharma corresponde entonces efectivamente a sattwa, kâma corresponde a rajas, y artha corresponde a una mezcla de rajas y de tamas. Al mismo tiempo, las relaciones de
esos fines con el carácter y la función de los tres varnas superiores (es decir, de aquellos
cuyos miembros poseen las cualidades de ârya y de dwija se desprenden entonces de
ellos mismos: la función del Vaishya se refiere claramente a la adquisición de artha o de
los bienes de orden corpóreo; kâma o el deseo es el móvil de la actividad que conviene
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
propiamente al kshatriya; y el Brahman es verdaderamente el representante y el guardián natural del dharma. En cuanto al moksha, ese fin supremo es, como ya lo hemos
dicho, de un orden enteramente diferente del orden de los otros tres y sin medida ninguna en común con ellos; por consiguiente se sitúa más allá de todo lo que corresponde a
las funciones particulares de los varnas, y no podría ser contenido, como lo son los fines
transitorios y contingentes, en la esfera que representa el dominio de la existencia condicionada, pues que este fin es precisamente la liberación de esta existencia misma; éste
queda también, bien entendido, más allá de los tres gunas, que no conciernen más que a
los estados de la manifestación universal.
Estas pocas consideraciones muestran muy claramente que, cuando se trata de las
instituciones tradicionales, un punto de vista únicamente “sociológico” es insuficiente
para ir al fondo de las cosas, pues que el verdadero fundamento de las instituciones en
cuestión aquí es de orden propiamente “cosmológico”; pero va de suyo que ciertas lagunas a este respecto no deben, no obstante en punto ninguno, impedirnos reconocer el
mérito de la obra de M. Mees, que es ciertamente muy superior a la mayoría de los trabajos que otros occidentales han consagrado a las mismas cuestiones.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
TANTRISMO Y MAGIA1
Se tiene costumbre, en occidente, de atribuir al Tantrismo un carácter “mágico”, o al
menos de creer que la magia juega en el mismo una función predominante; hay en esto
un error de interpretación en lo que concierne al Tantrismo, y quizás que lo haya también en lo que concierne a la magia, al sujeto de la cual nuestros contemporáneos no
tienen en general más que ideas extremadamente vagas y confusas, como lo hemos mostrado ya en uno de nuestros artículos. No vamos a volver al presente sobre ese último
punto; pero, si tomamos estrictamente la magia en su sentido propio, y si suponemos
que es precisamente así como se la entiende, nos preguntaríamos solamente lo que, en el
Tantrismo en el mismo, puede dar pretexto a esta falsa asimilación, ya que es siempre
más interesante explicar un error que atenerse a su constatación pura y simple.
Para empezar, recordaremos que la magia, de orden tan inferior como ella sea en ella
misma, es no obstante una ciencia tradicional auténtica; como tal, puede legítimamente
tener un lugar entre las aplicaciones de una doctrina ortodoxa, provisto que no sea ese
más que el lugar subordinado y muy secundario que conviene a su carácter esencialmente contingente. Por otra parte, siendo dado que el desarrollo efectivo de las ciencias
tradicionales particulares es determinado de hecho por las condiciones propias de tal o
de cual época, es natural y en cierto modo normal que las más contingentes de entre las
mismas se desarrollen sobre todo en el período en el que la humanidad queda más alejada de la intelectualidad pura, es decir, en el Kali-Yuga, y que así tomen en este período
de obscuridad, aún permaneciendo en los límites que les sean asignados por su naturaleza misma, una importancia que no habrían podido tener jamás en los períodos anteriores
las ciencias tradicionales, cualesquiera que ellas sean, pueden siempre servir de “soportes” para elevarse a un conocimiento de orden superior, y es eso lo que, más que lo que
ellas son en ellas mismas, les confiere un valor propiamente doctrinal; pero, como lo
hemos dicho ya en otra parte, de una manera general es que los tales “soportes”, deben
1
Publicado en E. T., de agosto-septiembre de 1937.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
devenir de más en más contingentes a medida que se cumpla el “descenso” cíclico, y
ello, a fin de permanecer adaptados a las posibilidades humanas de cada época. El desarrollo de las ciencias tradicionales inferiores no es pues en suma más que un caso particular de esta “materialización” necesaria de los soportes de la cual hemos hablado; pero,
al mismo tiempo, va de suyo que los peligros de desviación devienen tanto más grandes
cuanto que más lejos se vaya en ese sentido, y es esto por lo que la magia u otra ciencia
cualesquiera entre las de su rango quedan manifiestamente entre las que dan lugar lo
más fácilmente a toda suerte de deformaciones y de usos ilegítimos; la desviación, en
todos los casos, no es por lo demás imputable, en definitiva, más que a las condiciones
mismas de este período de “oscurecimiento” que es el Kali-Yuga.
Es fácil comprender la relación directa que todas las antedichas consideraciones tienen con el Tantrismo, forma doctrinal especialmente adaptada al Kali-Yuga; y, si se
añade que, como lo hemos indicado en otra parte, el Tantrismo insiste muy especialmente sobre la “potencia” o el “poder” en tanto que medio e inclusive como base posible de “realización”, uno podrá extrañarse ya de que el Tantrismo deba acordar por lo
mismo una importancia muy considerable, se podría decir que inclusive el máximo de
importancia compatible con su relatividad, a las ciencias que, de una manera u de otra,
sena susceptibles de contribuir al desarrollo de este “poder” en un dominio cualesquiera.
Es así que de la magia, pues que está evidentemente en ese caso, no contestaremos en
punto ninguno que encuentre aquí un lugar; pero lo que es menester decir claramente, es
que ella no podría constituir de ningún modo lo esencial del Tantrismo: Cultivar la magia por ella misma, al mismo título que tomar como fin el estudio o la producción de
“fenómenos” de no importa qué género, es encerrarse en la ilusión en lugar de tender a
liberarse a ella; esto no es más que la desviación, y en consecuencia, eso no es ya en
punto ninguno el Tantrismo, aspecto que es de una tradición ortodoxa y “vía” destinada
a conducir al ser a la verdadera “realización”.
Generalmente se reconoce de buena gana que haya una iniciación tántrica, pero lo
más frecuentemente, sin caer en la cuenta de lo que está realmente implicado en esta;
todo lo que hemos expuesto en varias ocasiones, al sujeto de los fines espirituales que
son los de toda iniciación regular sin ninguna excepción, nos dispensa de insistir largamente sobre este punto. La magia como tal, pues que se refiere exclusivamente al dominio “síquico” por definición misma, con seguridad que no tiene nada de iniciático; por
consiguiente, si inclusive sucede que un ritual iniciático ponga en obra ciertos elementos aparentemente “mágicos”, será menester que, por el fin mismo que se les asigna, y
por la manera bajo la cual se los emplee en conformidad con ese fin, se los “transforme”
en algo de un orden enteramente diferente, orden en lo que lo “síquico” no será ya más
que uno soporte de lo espiritual, y es así que no es de magia del todo que se tratará aquí
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
en realidad, como tampoco, por ejemplo, se trata de geometría cuando se efectúa ritualmente el trazado de un yantra; el “soporte” tomado en su “materialidad”, si uno lo puede expresar así, no debe jamás ser confundido con el carácter de orden superior que le
es esencialmente conferido por su destino. Esta confusión no puede ser más que el hecho de observadores superficiales, incapaces de ver, sea ello lo que fuere, más allá de
las apariencias formales más exteriores, lo que es en efecto el caso de casi todos aquellos que, en el occidente moderno, han querido ocuparse de esas cosas, a las cuales les
han aportado siempre toda la incomprensión inherente a la mentalidad profana; es por lo
demás esta misma confusión la que, lo hacemos observar de pasada, queda igualmente
en el punto de partida de las interpretaciones “naturalistas” que los antedichos han pretendido dar de todo simbolismo tradicional.
A estas pocas observaciones, añadiremos todavía otra de una carácter poco diferente: Se sabe cuál es la importancia de los elementos tántricos que han penetrado algunas
formas del budismo, las que se hallan comprendidas en la designación general de
Mahâyâna; pero, lejos de no ser más que un budismo corrompido, del modo en que está
de moda decirlo en occidente, esas formas representan antes al contrario el resultado de
una adaptación enteramente tradicional del budismo. Que uno no pueda apenas, en algunos casos, reencontrar fácilmente los caracteres propios al budismo original, eso importa poco; o ante todo, eso mismo no hace más que testimoniar la transformación que
así ha sido operada1. Uno puede entonces plantear esta cuestión: ¿De qué modo una
parecida cosa hubiera podido ser el hecho del tantrismo, si este no fuera verdaderamente
nada más ni otra cosa que magia? Hay aquí una imposibilidad perfectamente evidente
para cualquiera con la menor consciencia de las realidades tradicionales; ello no es, en
el fondo, otra cosa que la imposibilidad misma que hay en que lo inferior produzca lo
superior, o que de lo “menos” salga lo “más”; ¿Pero esta absurdidad no es, precisamente, la que se encuentra implicada en todo el pensamiento “evolucionista” de los occidentales modernos, y que es la que por lo mismo contribuye, en una larga medida, a falsear
irremediablemente todas sus concepciones?
Este pasaje es concordante con las modificaciones que René Guénon mismo aportó sobre la cuestión del budismo en la 4ª Edición de la Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes (1952).
1
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
EL QUINTO VÊDA1
Entre los errores específicamente modernos que hemos tenido la ocasión de denunciar frecuentemente, uno de los que se oponen más directamente a toda comprensión
verdadera de las doctrinas tradicionales, es lo que uno podría denominar el “historicismo”, que no es por lo demás, en el fondo, más que una simple consecuencia de la mentalidad “evolucionista”: El error en cuestión consiste, en efecto, en suponer que todas
las cosas han debido comenzar de la manera más rudimentaria y más grosera, para luego
sufrir desde aquí una elaboración progresiva, si bien que tal o cual concepción aparecería en un momento determinado, y tanto más tardíamente cuanto que la misma es juzgada de orden más elevado, implicando esto que la susodicha concepción no puede ser
más que “el producto de una civilización ya avanzada”, siguiendo una expresión que ha
devenido tan corriente que es a veces repetida como maquinalmente por aquellos mismos que andan intentando reaccionar contra una tal mentalidad, pero que no tienen más
que intenciones “tradicionalistas” sin ningún verdadero conocimiento de orden tradicional. A esta manera de ver, conviene oponer claramente la afirmación de que es antes al
contrario en el origen donde todo lo que pertenece al dominio espiritual e intelectual se
encuentra en un estado de perfección, estado del cual no hace después más que alejarse
gradualmente en el curso del “oscurecimiento” que acompaña necesariamente a todo
proceso cíclico de manifestación; esta ley fundamental, que debemos contentarnos con
repetir aquí sin entrar en más amplios desarrollos, basta evidentemente para reducir a
nada todos los resultados de la pretendida “crítica histórica”. Uno puede todavía hacer
observar que esta “crítica histórica” implica una toma de partido determinada a negar
todo elemento supra-humano, es decir, a tratar a las doctrinas tradicionales mismas a la
manera de un “pensamiento” puramente humano, enteramente comparable a este respecto a lo que son la filosofía y las ciencias profanas; con ese punto de vista todavía,
ningún compromiso nos es posible, y por lo demás es en realidad este “pensamiento”
1
Publicado en E. T., de agosto-septiembre de 1937.
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
profano en el mismo de fecha tan reciente, que no ha podido aparecer si ello no es como
“producto de una degeneración ya avanzada”, podríamos decir, volviendo en un sentido
“anti-evolucionista” la frase que citábamos hace un momento.
Si aplicamos estas consideraciones generales a la tradición hindú, diremos que contrariamente a la opinión de los orientalistas, no existe nada de tal en cuanto a lo que es
denominado “Vedismo”, “Brahmanismo” e “Hinduismo”, si uno entiende por esto doctrinas que habrían visto la luz en épocas sucesivas y que serían reemplazadas las unas
por las otras, siendo caracterizada cada una de ellas por concepciones esencialmente
diferentes de las demás, cuando no inclusive más o menos en contradicción con estas,
concepciones que serían así formadas sucesivamente como consecuencia de una “reflexión” imaginada sobre el modelo de la simple especulación filosófica. Esas diversas
denominaciones, si es que hemos de conservarlas, no deben ser miradas más que como
designando una sola y misma tradición, tradición a la cual todas pueden convenir en
efecto, y todo lo más, uno podría decir que cada una de ellas se refiere más directamente
a un cierto aspecto de esta tradición, sustentándose en ella los diferentes aspectos por lo
demás muy estrechamente y no pudiendo de ninguna manera quedar aislados los unos
de los otros. Eso resulta inmediatamente del hecho de que la tradición en cuestión está,
en principio, contenida integralmente en el Vêda, y de que, en consecuencia, todo lo que
es contrario al Vêda o no es legítimamente derivado del mismo es por ello mismo excluido de esta tradición, y ello, bajo cualquier aspecto en que uno lo considere; es así
como la unidad y la invariabilidad esenciales de la doctrina son aseguradas, cualesquiera que sean por lo demás los desarrollos y las adaptaciones a las cuales la doctrina podrá
dar lugar para responder más particularmente a las necesidades y a las aptitudes de los
hombres de tal o cual época.
Debe ser bien entendido, en efecto, que la inmutabilidad de la doctrina en ella misma no hace obstáculo a ningún desarrollo ni a ninguna adaptación, ello con la sola condición de que queden siempre en estricta conformidad con los principios, pero también,
al mismo tiempo, que nada de todo eso constituye jamás “novedades” en punto ninguno,
pues que, en todo caso, no podría tratarse de otra cosa que de una “explicación” de lo
que la doctrina implicaba ya desde todos los tiempos, o todavía de una formulación de
las mismas verdades en términos diferentes para volverlas más fácilmente comprensibles o accesibles a la mentalidad de una época más “obscurecida”. Es así que lo que en
el comienzo podía ser asido de inmediato y sin dificultad en el principio mismo, los
hombres de las épocas posteriores no supieron verlo en él de igual modo, a parte de los
casos excepcionales, y fue menester suplir ese defecto general de comprensión mediante
un detalle de explicaciones y de comentarios que hasta ese entonces no habían sido de
ningún modo necesarias; además, las aptitudes para llegar directamente al puro conoci-
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
miento pues que devenían cada vez más raras, hacían menester abrir otra “vías” que
pusieran en obra medios de más en más contingentes, siguiendo en cierto modo, para
remediar el mismo en la manera de lo posible, el “descenso” que se efectuaba de edad
en edad en el recorrido del ciclo de la humanidad terrestre. Es así, podría uno decir, como la humanidad recibió, para alcanzar sus fines transcendentes, facilidades tanto mayores cuanto que su nivel espiritual e intelectual se rebaja más, y ello, a fin de salvar
todo lo que podía ser salvado todavía, teniendo en cuenta las condiciones determinadas
inevitablemente por la ley del ciclo.
Es mediante esas consideraciones que uno puede verdaderamente comprender el lugar que ocupa, en la tradición hindú, lo que es habitualmente designado por el nombre
de “Tantrismo”, en tanto que este representa el conjunto de las enseñanzas y de los medios de realización más especialmente adecuados a las condiciones del Kali-Yuga. Sería
pues enteramente erróneo ver aquí una doctrina aparte y con mayor razón lo sería ver un
“sistema”, como lo hacen siempre de buena gana los occidentales; a decir verdad, se
trata antes bien de un “espíritu”, si nos es permitido expresarlo así, que, de manera más
o menos difusa, penetra toda la tradición hindú bajo su forma actual, de suerte que sería
poco menos que imposible el asignarle, en el interior de esta, límites precisos y bien
definidos; y, si uno piensa por lo demás que el comienzo del Kali-Yuga se remonta muy
allá de los tiempos dichos “históricos” se debería reconocer que el origen mismo del
Tantrismo, lejos de ser tan “tardío” como algunos lo pretenden, escapa forzosamente a
los medios restringidos de los que dispone la investigación profana. Y todavía, cuando
hablamos aquí de origen, haciéndole coincidir con el origen mismo del Kali-Yuga, esto
no es más que verdad a medias; más precisamente esto no es verdad más que con la
condición de especificar que no se trata en eso más que del Tantrismo como tal, y queremos decir en tanto que expresión o manifestación exterior de algo que, como todo el
resto de la tradición, existía desde el principio en el Vêda mismo, ello, aunque no hay
sido formulado más explícitamente y desarrollado en sus aplicaciones más que cuando
las circunstancias vinieron a exigirlo. Consecuentemente se ve que hay aquí un doble
punto de vista que considerar: De una parte, se puede encontrar el Tantrismo hasta en el
Vêda, pues que en modo principal está incluido en él, pero de otra parte, el Tantrismo
no puede ser nombrado propiamente, como aspecto distinto de la doctrina, más que a
partir del momento en que fue “explicitado” por las razones que hemos indicado, y es en
ese sentido solamente que uno debe considerarle como particular al Kali-Yuga.
La designación de lo que aquí es cuestión proviene de que las enseñanzas que constituyen su base son expresadas en los tratados que llevan el nombre genérico de “Tantras”, nombre que tiene una relación directa con el simbolismo del tejido, simbolismo
que ya hemos cuestionado en otras ocasiones, ya que, en el sentido propio, “tantra”, es
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
la cadena de un tejido; y hacíamos observar, también entonces, que uno encuentra términos con el mismo significado aplicados a los Libros Sagrados. Esos Tantras son frecuentemente mirados como formando un “Quinto Vêda”, especialmente destinado a los
hombres del Kali-Yuga; y esto sería completamente injustificado si los mismo no fueran, como lo explicábamos hace un momento, derivados del Vêda entendido en su acepción más rigurosa y a título de adaptación a las condiciones de un época determinada.
Por lo demás, importa considerar que en realidad el Vêda es Uno, principalmente y en
cierto modo “intemporalmente”, antes de ser devenido triple y luego cuádruple en su
formación; es así que si puede ser también “quíntuple” en la edad actual, debido al hecho de los desarrollos suplementarios requeridos por facultades de comprensión menos
“abiertas”, facultades que no pueden ejercerse ya tan directamente en el orden de la intelectualidad pura, es evidente que eso no afectará en punto ninguno su unidad primera,
que es esencialmente su aspecto “perpetuo” (sanâtana), y en consecuencia independiente de las condiciones particulares de cualquier edad que sea.
La doctrina de los Tantras no es pues y no puede se en suma más que un desarrollo
normal, siguiendo ciertos puntos de vista, de lo que está ya contenido en el Vêda, pues
que es por eso, y por eso solamente, que la doctrina en cuestión aquí puede ser, como lo
es de hecho, parte integrante de la tradición hindú; y, por lo que es de los medios de
“realización” (sâdhana) prescritos por los Tantras, uno puede decir muy bien que, por
ello mismo, son también legítimamente derivados del Vêda, pues que los mismos no
son en el fondo otra cosa que la aplicación y la puesta en obra efectiva de esta misma
doctrina. Es así que si esos medios, en los cuales es menester comprender naturalmente,
sea esto a título principal o simplemente a título accesorio, los ritos de todo género, parecen no obstante revestir un cierto carácter de “novedad” en relación a los que les han
precedido, ello es que no había lugar a considerarlos en las épocas anteriores si ello no
era a título de puras posibilidades, pues que los hombres no tenían entonces necesidad
de ellos ya que disponían de otros medios que convenían mejor a su naturaleza. Hay en
esto algo enteramente comparable a lo que es el desarrollo especial de una ciencia Tradicional en tal o cual época, desarrollo que no constituye tampoco una “aparición” espontánea o una “innovación” cualesquiera, pues que, en ese caso igualmente, jamás
puede tratarse realmente más que de una aplicación de los principios, y en consecuencia
de algo que tenía en estos una preexistencia al menos implícita y que era siempre posible, por lo tanto, volver explícito en no importa que momento, supuesta habida la razón
para hacerlo; pero, precisamente, esta razón no se encuentra de hecho más que en las
circunstancias contingentes que condicionan una época determinada.
Ahora bien, que los ritos estrictamente “vêdicos”, queremos decir tales cuales eran
estos “al comienzo”, no son ya actualmente practicables, es lo que resulta demasiado
61
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
claramente del solo hecho de que el “soma”, que juega en los mismos una función capital, está perdido desde un tiempo que es imposible evaluar “históricamente”; y es bien
entendido que, cuando hablamos aquí del soma, esto debe ser considerado como representando todo un conjunto de cosas cuyo conocimiento, primeramente manifestado y
accesible a todos, ha devenido oculto en el curso del ciclo, ello al menos para la humanidad ordinaria. Era menester pues que hubiera desde entonces para esas cosas “suplencias” que, necesariamente, no podían encontrarse más que en un orden inferior al suyo,
lo que viene a decir que los “soportes” gracias a los cuales una “realización” permaneció posible devinieron de más en más “materializados” de una época a la otra, de conformidad a la marcha descendente del desarrollo cíclico; una relación como la del vino
al soma, en cuanto a su uso ritual, podría servir de ejemplo simbólico. Esta materialización no debe por lo demás ser entendida simplemente en el sentido más restringido y
más ordinario del término; tal y como la consideramos, la materialización en cuestión
comienza a producirse, podría decirse, desde que uno sale del conocimiento puro, que
sólo es también la pura espiritualidad; y es así que la llamada a elementos de orden sentimental o volitivo, por ejemplo, no es uno de los menores signos de una semejante
“materialización”, inclusive aún cuando esos elementos sean empleados de una manera
legítima, es decir, si no son tomados más que como medios subordinados a un fin que
permanece siempre el conocimiento, pues que, si ello fuera de otro modo, uno no podría
ya de ningún modo hablar de “realización”, sino solamente de una desviación, de un
simulacro o de una parodia, cosas que, eso va de suyo, quedan rigurosamente excluidas
por la ortodoxia tradicional, bajo cualesquiera forma y a cualquier nivel que uno pueda
considerarla.
Lo que acabamos de indicar en último lugar se aplica exactamente al Tantrismo, cuya “vía”, de una manera general, aparece como más “activa” que “contemplativa”, o, en
otros términos, como situándose antes del lado del “poder” o de la “potencia” que del
lado del conocimiento; y un hecho particularmente significativo, bajo ese aspecto, es la
importancia que el Tantrismo da a lo que es designado como la “vía del héroe” vîramârga. Es evidente que vîrya, término equivalente al latín virtus, al menos en la acepción que este tenía antes de que fuera desviado en un sentido “moral” por los Estoicos,
expresa propiamente la cualidad esencial y en cierto modo “típica”, no del Brahman,
sino del kshatriya; y el vîra se distingue del pashu, es decir, del ser sujeto a los lazos de
la existencia común, menos por un conocimiento efectivo que por una voluntariosa
afirmación de “autonomía”, la que, en ese estado, puede todavía, según el uso que el
mismo haga de ella, alejarle del fin tanto como aproximarle o conducirle a él. El peligro,
en efecto, está aquí en que el “poder” no sea buscado por él mismo y no devenga así un
obstáculo en lugar de ser un apoyo, y en que el individuo en cuestión no llegue a tomar-
62
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
le por su propio fin; pero va de suyo que no sería esto más que la desviación y el abuso,
los que no resultan jamás en definitiva más que de una incomprensión de la cual la doctrina no podría ser de ningún modo vuelta responsable; y, por lo demás, lo que acabamos de decir no concierne más que a la “vía” en tanto que tal, no al fin que, en realidad,
insistimos en ello todavía, es siempre el mismo y no puede ser en caso ninguno otro que
el conocimiento, pues que no es sino por este y en este que el ser “se realiza” verdaderamente en todas sus posibilidades. No obstante no es por ello menos verdad que los
medios propuestos para alcanzar ese fin son marcados, como deben serlo inevitablemente, por los caracteres especiales del Kali-Yuga: Que uno recuerde, a este propósito, que
la función propia del “héroe” es por todas partes y siempre representado como una “gesta”, la que, si puede ser coronada de éxito, conlleva también el riesgo de concluir en un
fracaso; y la “gesta” misma supone que haya, cuando el “héroe” aparece, algo que ha de
haber sido perdido anteriormente y que es lo que él tratará de reencontrar; esta tarea, al
término de la cual el vîra deviene vîdyâ, podría ser definida, si se quiere, como la búsqueda del soma o del “brebaje de inmortalidad” amrita, lo que es por lo demás, bajo el
punto de vista simbólico, el exacto equivalente de lo que fue en occidente la “Gesta del
Graal”; y, mediante el soma recobrarlo, el fin del ciclo se une a su comienzo en lo “intemporal”.
63
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
NÂMA-RÛPA1
Se sabe que, en la tradición hindú, la individualidad es considerada como constituida
por la unión de dos elementos, o más exactamente de dos conjuntos de elementos, que
son designados respectivamente por los términos nâma y rûpa, que significan literalmente “nombre” y “forma”, y que generalmente son reunidos en la expresión compuesta
Nâma-rûpa, expresión que comprende así la individualidad entera, correspondiendo
Nâma al lado “esencial” de esta individualidad, y rûpa correspondiendo entonces a su
lado “substancial”; es pues casi el equivalente de la  y de la  de Aristóteles, o
de lo que los escolásticos han denominado “forma” y “materia”; pero, aquí, es menester
alertarse bien contra una imperfección muy europea de la terminología occidental: La
“forma”, en efecto, equivale entonces a nâma, mientras que, cuando se toma el mismo
término en su sentido habitual, es antes al contrario rûpa lo que uno estará obligado a
traducir por “forma”2. Y por lo demás, pues que el término “materia” no carece de inconvenientes tampoco, por las razones que ya hemos explicado en otras ocasiones y
sobre las cuales no vamos a volver al presente, encontramos muy preferible el empleo
de los términos “esencia” y “substancia”, tomados naturalmente en el sentido relativo en
el cual resultan ser susceptibles de aplicarse a una individualidad.
Bajo un punto de vista algo diferente, nâma corresponde también a la parte sutil de
la individualidad, y rûpa a su parte corpórea o sensible; pero por lo demás, en el fondo,
esta distinción coincide con la precedente, ya que son precisamente esas dos partes sutil
y corpórea los que en el conjunto de la individualidad, juegan en suma la función de
“esencia” y de “substancia” la una en relación a la otra. En todos los casos, cuando el
ser está franqueado de la condición individual, se puede decir que el ser en cuestión está
por lo mismo “más allá del nombre y de la forma”, pues que esos dos términos com1
Publicado en E. T., de marzo de 1940.
Ello es que en inglés, podríase hasta un cierto punto evitar el equívoco conviniendo en traducir la
“forma” escolástica por form y la “forma”, en el sentido ordinario por shape; pero en español es imposible encontrar dos términos que permitan hacer una semejante distinción.
2
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
plementarios son propiamente constitutivos de la individualidad como tal; bien entendido que se trata en eso del ser que ha pasado a un estado supra-individual, ya que, en
todo otro estado individual, y en consecuencia todavía “formal”, se reencontrarían forzosamente los equivalentes de nâma y de rûpa, bien que la “forma” no sea ya entonces
corpórea como lo es en el estado humano.
No obstante, es menester decir también que nâma es susceptible de una cierta transposición en la cual no es más el correlativo de rûpa; eso aparece claramente cuando es
dicho que lo que subsiste cuando un hombre ha muerto es nâma1. Verdad es que para
empezar uno podría pensar que no se trata aquí más que de los prolongamientos extracorpóreos de la individualidad humana; esta manera de ver es por lo demás aceptable en
un cierto sentido, en tanto que rûpa se identifica al cuerpo; no habría entonces una verdadera transposición hablando propiamente, sino que la parte sutil de la individualidad
continuaría simplemente siendo designada como nâma después de la desaparición de la
parte corpórea. Podría inclusive ser ello así todavía cuando de ese nâma es dicho ser
“sin fin”, ya que esto no puede entenderse más que de la perpetuidad cíclica; un ciclo
cualesquiera puede así ser dicho “sin fin”, en el sentido de que su fin coincide analógicamente con su comienzo, como uno lo ve claramente por el ejemplo del ciclo anual
(samvatsara)2. No obstante, ello no es evidentemente lo mismo ya cuando es precisado
que el ser que subsiste como nâma ha pasado al mundo de los Dêvas3, es decir, a un
estado “angélico” o supra-individual; y es así que siendo “informal” un tal estado, uno
no puede hablar ya más de rûpa, mientras que nâma es transpuesto en un sentido superior, lo que es posible en virtud del carácter supra-sensible que le está vinculado inclusive en su acepción ordinaria e individual; en ese caso, el ser está todavía “más allá de la
forma”, pero no estaría también “más allá del nombre” como si hubiera llegado al estado incondicionado, y no solamente a un estado que, por elevado que el mismo pueda
ser, pertenece todavía al dominio de la existencia manifestada. Podemos hacer observar
que es sin duda esto lo que significa, en las doctrinas teológicas occidentales, la concepción según la cual la naturaleza angélica (dêvatwa) es una “forma” pura (lo que un podría traducir en sánscrito por shuddha-nâma, es decir, no unida a una “materia”; en
efecto, teniendo en cuenta las particularidades del lenguaje escolástico que hemos señalado más arriba, esto viene a decir exactamente que se trata de lo que nosotros denominamos un estado “informal”4.
1
Brihad-Aranyaka Upanishad, III, 2, 12.
Jaiminiya Upanishad Brâhamna, I, 35.
3
Idem. III, 9.
4
No es menos verdad por ello que la naturaleza angélica, como todo lo que es manifestado, conlleva
necesariamente una mezcla de “acto” y de “potencia”; algunos parecen haber asimilado pura y simplemente esos dos términos a la “forma” y a la “materia”, a los cuales estos últimos corresponden en efecto,
2
65
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
En esta transposición, nâma equivale todavía al griego  pero entendido esta
vez en el sentido platónico antes que en el sentido aristotélico: Es la “idea” no en la
acepción sicológica y “subjetiva” que le dan los modernos, no, sino en el sentido transcendente del “arquetipo”, es decir, en tanto que realidad del “mundo inteligible”, mundo
del cual el “mundo sensible” no ofrece más que un reflejo o una sombra1; se puede por
lo demás, as este respecto, tomar aquí el “mundo sensible” como representando simbólicamente todo el dominio de la manifestación formal, siendo el “mundo inteligible” el
dominio de la manifestación informal, es decir, el mundo de los Dêvas. Es también de
esta forma como es menester entender la aplicación del término nâma al modelo “ideal”
que el artista debe primero contemplar interiormente, para, según el cual, realizar después su obra bajo una forma sensible, la que es entonces propiamente rûpa, de tal suerte
que, cuando la “idea” se ha incorporado de ese modo, la obra de arte puede ser mirada,
como el ser individual mismo, como una combinación de nâma y de rûpa2. Es así que
hay, por así decir, un “descenso” (avatarana) de la “idea” al dominio formal; no es, bien
entendido, que la “idea” sea afectada por ello en ella misma, sino antes es que se refleja
en una cierta forma sensible, forma que procede de ella y a la cual la “idea” le da en
cierto modo la vida; uno podría decir todavía, a este respecto, que la “idea” en ella misma corresponde al “espíritu”, y que su aspecto “incorporado” corresponde al “alma”.
Esta similitud de la obra de arte permite comprender de una manera más precisa la verdadera naturaleza de la relación que existe entre el “arquetipo” y el individuo, y, por
consiguiente, la relación de los sentidos del término nâma, según que el mismo sea aplicado en el dominio “angélico” o en el dominio humano, es decir, según que designe, de
una parte, el principio informal o “espiritual” del ser, que uno puede denominar también
su pura “esencia”, y, de otra parte, la parte sutil de la individualidad, la que no es esencia más que en un sentido enteramente relativo y en relación a su parte corpórea, pero
que, a ese título, representa la esencia en le dominio individual y puede pues, en consecuencia, ser considerada en él como un reflejo de la verdadera “esencia” transcendente.
Nos queda ahora explicar el simbolismo que es inherente a los términos mismos de
nâma y rûpa, simbolismo que permite pasar de su sentido literal, es decir, de la acepción en tanto que “nombre” y “forma”, a las aplicaciones que acabamos de considerar.
La relación puede parecer evidente con más claridad, a primera vista, para la “forma”
que para el “nombre”, quizás por que, en lo que concierne a esta “forma”, no salimos en
aunque tienen normalmente una acepción más restringida; y esas diferencias de terminología no son de
las que menos confusiones dan.
1
Se recordará aquí el simbolismo de la caverna de Platón.
2
Sobre este punto, y también para una buena parte de las demás consideraciones expuestas en este artículo, ver Ananda K. Coomaraswamy, The Part of Art in Indian Life, en la compilación conmemorativa
del centenario de Shi Râmakrishna, The Cultural Heritage of India, vol. III, págs. 485-513.
66
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
suma del orden sensible, orden al cual se refiere directamente el sentido ordinario de los
términos; al menos ello es así cuando se trata de la existencia humana; y si se tratara de
algún otro estado individual, bastaría considerar que debe haber en él, necesariamente,
una cierta correspondencia entre la constitución del ser manifestado en ese estado y la
constitución del ser humano, por lo mismo que el estado en cuestión es siempre un estado “formal”. Por otra parte, para comprender bien la significación verdadera de nâma,
es menester hacer llamada a nociones menos comúnmente difundidas, y es menester
acordarse ante todo de que, como lo hemos explicado ya en otra parte, el “nombre” de
un ser, entendido literalmente inclusive, es efectivamente una expresión de su “esencia”; el “nombre” en cuestión es, por lo demás, también un “nombre” en el sentido pitagórico y kabhalístico, y se sabe que, inclusive desde el simple punto de vista de la filiación histórica, la concepción de la “idea” platónica, concepción que mencionábamos
hace un momento, se vincula estrechamente a la del “nombre” pitagórico.
Eso no es todo: Importa hacer observar todavía que el “nombre”, en el sentido literal, es propiamente un sonido, y en consecuencia pertenece al orden auditivo, mientras
que la “forma” pertenece al orden visual; aquí, el “ojo” (o la vista) es pues tomado como símbolo de la experiencia sensible, mientras que la “oreja” (o el oído) es tomado
como símbolo del intelecto “angélico” o intuitivo1; y es igualmente de este modo como
la “revelación”, o la intuición directa de las verdades inteligibles, es representada también como una “audición” (de donde la significación tradicional del término shruti)2. Va
de suyo que, en ellos, el oído y la vista relevan igualmente del dominio sensible; pero,
para su transposición analógica y simbólica, cuando son puestos así en relación el uno
como el otro, es menester considerar entre ellos una cierta jerarquía, jerarquía que resulta del orden de desarrollo de los elementos, y en consecuencia de las cualidades sensibles que se les refieren respectivamente: Es así que la cualidad auditiva, pues que se
refiere al éter que es el primero de los elementos, es más “primordial” que la cualidad
visual, que se refiere al fuego; y uno ve que, por aquí, la significación del término nâma
se liga de una manera directa a ideas tradicionales que tienen en la doctrina hindú un
carácter verdaderamente fundamental, queremos decir las ideas de la “primordialidad
del sonido” y de la “perpetuidad del Vêda”.
1
Ver Brihad-Aranyaka Upanishad, I, 4, 17.
No obstante conviene añadir que, en algunos casos, la vista y su órgano pueden simbolizar también
la intuición intelectual (el “ojo del Conocimiento” en la tradición hindú, o el “ojo del corazón” en la tradición islámica); pero se trata entonces de otro aspecto del simbolismo de la luz, y en consecuencia de la
“visibilidad”, diferente del que acabamos de considerar al presente, ya que en este intervienen sobre todo
las relaciones de la vista y del oído, o de las cualidades sensibles correspondientes; uno debe recordar
siempre que el simbolismo tradicional jamás es “sistemático”.
2
67
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
MÂYÂ1
M. A. K. Coomaraswamy ha hecho observar recientemente2 que es preferible traducir Mâyâ por “arte” antes que por “ilusión” como se hace lo más habitualmente; esta
traducción corresponde en efecto a un punto de vista que uno podría decir más principal. Es así que «El que produce la manifestación por medio de Su “arte” es el Arquitecto Divino», y el Mundo es Su “obra de arte”; como tal, el Mundo no es ni más ni menos
irreal de lo que lo puedan ser las propias obras de arte, las que, a causa de su impermanencia relativa, son también irreales si se las compara al “arte” que reside en el artista.
El peligro principal del empleo del término “ilusión”, en efecto, es que se arriesga demasiado frecuentemente a hacerle sinónimo de “irrealidad” entendida de una manera
absoluta, es decir, el considerar las cosas que se dicen ilusorias como no siendo más que
una nada pura y simple, cuando es que se trata en realidad de grados diferentes en la
realidad; pero no vamos a llevar más lejos ese punto. Por el momento, añadiremos a este
propósito que la traducción tan frecuente de Mâyâ por “magia”, traducción que a veces
se ha pretendido apoyar sobre una similitud verbal enteramente exterior y que no resulta
de hecho de ningún parentesco etimológico, nos parece muy influenciada por el prejuicio occidental moderno que quiere que la magia no tenga más que efectos puramente
imaginarios, es decir, desprovistos de toda realidad, lo que viene todavía al mismo error.
En todo caso, inclusive para aquellos que reconocen la realidad, en su orden relativo, de
los fenómenos producidos por la magia, no hay evidentemente razón ninguna para atribuir a las producciones del “arte” Divino un carácter especialmente “mágico”, como
tampoco la hay por lo demás para restringir en cierto modo el alcance del simbolismo
que las asimila a las “obras de arte” entendidas en su sentido más general3.
1
Publicado en E. T., de julio-agosto de 1947.
Cuenta rendida del libro póstumo de Heinrich Zimmer, Myths and Symbols in Indian Art Civilization, en la Review of Religion, nº de marzo de 1947.
3
Bien entendido que ese sentido debe ser conforme a la concepción tradicional del arte, y no en punto ninguno a las teorías “estéticas” de los modernos.
2
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RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
«Mâyâ es el “poder” maternal (Shakti) por el que actúa el Entendimiento Divino»;
más precisamente todavía, Mâyâ es la Kriyâ-Shakti, es decir, la “Actividad Divina”, que
es Ichchhâ-Shakti. Como tal, es inherente a Brahma mismo o al Principio Supremo;
Mâyâ se sitúa en consecuencia a un nivel incomparablemente superior al nivel de
Prakriti, la que, si es también denominada Mâyâ, precisamente como lo es en el Sânkhya, es ello porque Prakriti es en realidad como el reflejo de esta Shakti en el orden
“cosmológico”1; se puede por lo demás hacer observar aquí la aplicación del sentido
inverso de la analogía, reflejándose la suprema Actividad en la pura pasividad, y la “toda-potencia” principal en la potencialidad de la materia prima. Además, Mâyâ, por lo
mismo que es el “arte” Divino que reside en el Principio, se identifica a la “Sabiduría”,
Sophia, entendida exactamente en el mismo sentido que lo es en la Tradición judeocristiana; y, como tal, Mâyâ es la madre del Avatâra: Y lo es primeramente, en cuanto a
su generación eterna, en tanto que Shakti del Principio, Shakti que no forma por lo demás más que Uno con el Principio mismo, del cual ella no es más que el aspecto “natural”2; y lo es también, en cuanto a su nacimiento en el mundo manifestado en tanto que
Prakriti, lo que muestra todavía más claramente la conexión que existe entre ambos
aspectos superior e inferior de Mâyâ3.
Podemos hacer todavía otra observación, observación que se vincula directamente a
lo que acaba de ser dicho del “arte” Divino, en lo que concierne a la significación del
“velo de Mâyâ: Este es ante todo el “tendido” del cual está hecha la manifestación del
tejido que hemos cuestionado en otra parte4, y, si bien que uno parece generalmente no
darse cuenta de ello, esta significación está indicada muy claramente en algunas representaciones, en las cuales, sobre el veo en cuestión son figurados seres diversos pertenecientes al mundo manifestado. Por consiguiente, no es más que secundariamente que
ese velo aparece al mismo tiempo como ocultado o envolviendo en cierto modo al Principio, y eso porque el desplegamiento de la manifestación disimula en efecto a éste a
nuestras miradas; este punto de vista, que es el de los seres manifestados, es por lo demás todavía inverso del punto de vista principal, pues que nos hace aparecer la manifesEn la terminología occidental, se podría decir aquí que es menester no confundir la Natura naturans
con la Natura naturata, ello, si bien que ambas son designadas por el nombre de Natura.
2
Krishna dice: “Aunque sin nacimiento, …Yo nazco de mi propia Mâyâ (Bhagavad-Gîtâ, IV, 6).
3
Ver La Gran Triada, I, parte final; a este propósito debe ser bien entendido que la Tradición Cristiana, pues que no se considera distintamente el aspecto “maternal” en el Principio mismo, no puede,
explícitamente al menos, emplazarse, en cuanto a su concepción de la “Theotokos”, más que en el segundo de los dos puntos de vista que acabamos de cuestionar. Como lo dice Coomaraswamy, “no es por
accidente que el nombre de la madre del Buddha es Mâyâ (de igual modo que, entre los griegos, Maia es
la madre de Hermes); es en esto también en lo que reposa la aproximación que algunos han querido establecer entre ese nombre de Mâyâ y el de María.
4
El Simbolismo de la Cruz, XIV.
1
69
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
tación como “exterior” en relación al Principio, mientras es que nada podría existir de
una manera cualquiera fuera del Principio que, por lo mismo que es Infinito, contiene
necesariamente todas las cosas en Sí.
Esto nos conduce a la cuestión de la ilusión: Es así que lo que es propiamente ilusorio, es el punto de vista que nos hace considerar la manifestación como exterior al Principio; y es en ese sentido que la ilusión es también la “ignorancia” (avidyâ), es decir,
precisamente lo contrario o lo inverso de la “Sabiduría” de la cual hemos hablado más
atrás; es esta, podría uno decir, la otra cara de Mâyâ, pero con la condición de añadir
que esta cara no existe más que como consecuencia de la manera errónea desde la cual
consideramos nosotros sus producciones. Estas son verdaderamente otras que lo que las
mismas nos parecen ser, ya que expresen en su totalidad algo del Principio, de igual
modo que toda obra de arte expresa algo de su autor; y es ese algo lo que hace toda su
realidad; no es esta pues más que una realidad dependiente y “participada” que puede
ser dicha nula al respecto de la realidad absoluta del Principio1, pero que, en ella misma,
no es por ello menos una realidad. La ilusión en consecuencia puede, si se quiere, ser
entendida en dos sentidos diferentes, sea como una falsa apariencia que las cosas toman
en relación a nosotros, sea como una menor realidad de esas cosas mismas en relación al
Principio; pero, en uno y otro caso, la ilusión implica necesariamente un fundamento
real, y, por consiguiente, jamás podría ser asimilada de ningún modo a una pura nada.
El señor Coomaraswamy recuerda al respecto una frase de San Agustín; Quo comparate nec pulchra, nec bona, nec sunt (Confesiones, XI, 4).
1
70
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
SANATÂNA DHARMA1
La noción del Sanâtana Dharma es una de aquellas que no tienen equivalente exacto
en occidente, si bien que parece imposible encontrar un término o una expresión que la
traduzca enteramente y bajo todos sus aspectos; toda traducción que uno pudiera proponer de la misma sería, si no enteramente falsa, al menos sí muy insuficiente. Ananda K.
Coomaraswamy pensaba que la expresión que mejor podría quizás dar de ella al menos
una aproximación era la de Philosophia Perennis, tomada en el sentido en el que era
entendida en la Edad Media; eso es verdad en efecto bajo algunos aspectos, pero hay no
obstante notables diferencias, diferencias que es tanto más útil examinar cuanto que
algunos parecen creer muy fácilmente en la posibilidad de asimilar pura y simplemente
esas dos nociones una a la otra.
Debemos hacer observar primero que la dificultad no cae sobre la traducción del
término sanâtana, término del que el latín perennis es bien realmente un equivalente; es
propiamente de “perennidad” o de perpetuidad que es cuestión aquí, y no en punto ninguno de eternidad como se dice a veces. En efecto, ese término sanâtana implica una
idea de duración, mientras que la eternidad, antes al contrario, es esencialmente la “no
duración”; la duración en cuestión aquí es indefinida, si se quiere, o más precisamente
“cíclica”, en la acepción del término griego aiônios, término que tampoco tiene el sentido de “eterno” como los modernos, por una deplorable confusión, se le atribuyen muy
frecuentemente. Lo que es perpetuo en ese sentido, es lo que subsiste constantemente
desde el comienzo al fin de un ciclo; y según la tradición hindú, el ciclo que debe ser
considerado en lo que concierne al Sanâtana Dharma es un Manvantara, es decir, la
duración de la manifestación de una humanidad terrestre. Añadiremos de inmediato, ya
que se verá más adelante toda la importancia de ello, que sanâtana tiene también el sentido de “primordial” y es por lo demás fácil comprender el lazo muy directo de este sentido con lo que acabamos de indicar, pues que lo que es verdaderamente perpetuo no
1
Publicado en Cahiers du Sud, nº especial Aproximaciones de la India.
71
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
puede ser más que lo que se remonta al origen mismo del ciclo. En fin, debe ser bien
entendido que esta perpetuidad, con la estabilidad que implica necesariamente, aunque
no debe ser confundida de ningún modo con la eternidad y aunque no tiene con ella medida en común ninguna, es no obstante como un reflejo, en las condiciones de nuestro
mundo, de la eternidad y de la inmutabilidad que pertenecen a los principio mismos de
los cuales el Sanâtana Dharma es la expresión en relación a este.
El término perennis, en él mismo, puede comprender también todo lo que acabamos
de explicar; pero sería muy difícil decir hasta qué punto los escolásticos de la Edad Media, al lenguaje de los cuales pertenecía más particularmente el término de Philosophia
Perennis, pudieron tener claramente consciencia del mismo, ya que su punto de vista,
aún siendo evidentemente tradicional, no se extendía no obstante más que a un dominio
exterior y por lo mismo limitado bajo múltiples aspectos. Sea lo que fuere, y admitiendo
que se pudiera, independientemente de toda consideración histórica, restituir a ese término la plenitud de su significado, no quedaría menos por ello lo que hace llamada a las
más serias reservas en cuanto a la asimilación que cuestionábamos al comienzo, y que
es el término de Philosophia, término que corresponde precisamente de una cierta manera a esta limitación del punto de vista escolástico. En primer lugar, el término en
cuestión, dado sobre todo el uso que hacen del mismo habitualmente los modernos,
puede muy fácilmente dar lugar a equívocos; verdad es que se los podría disipar tomándose el cuidado de precisar que la Philosophia Perennis no es punto ninguno “una” filosofía, es decir, una concepción particular, más o menos limitada y sistemática y que
tiene por autor a tal o a cual individuo, no, sino que es antes el fondo común de donde
proceden todas las filosofías y del cual, las mismas tienen lo que hay en ellas de válido;
y esta manera de considerarla respondería ciertamente en efecto al pensamiento de los
escolásticos. Solamente, que en esto no habría por ello menos una impropiedad, ya que
lo que aquí es cuestión, si fuera considerado como una expresión auténtica de la verdad
como debe serlo, sería antes Sophia que Philosophia; la “sabiduría” no debe ser confundida con la aspiración que tiende hacia ella o con la búsqueda que conduce a la misma, y estas son todo lo que designa propiamente, siguiendo su etimología misma, el
término “filosofía”. Se dirá quizás que este término es susceptible de una cierta transposición, y, aunque la misma no nos parece imponerse como lo sería si no tuviéramos verdaderamente ningún otro término mejor a nuestra disposición, tampoco entendemos no
obstante contestar su posibilidad; pero, inclusive en el caso más favorable, quedará todavía muy lejos de poder ser mirada como un equivalente de Dharma, ya que jamás
podrá designar más que una doctrina que, cualesquiera que sea la extensión del dominio
que abarque de hecho, permanecerá en todo caso únicamente teórica, y ya que, en consecuencia, no corresponderá de ningún modo a todo lo que comprende el punto de vista
72
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
tradicional en toda su integralidad. Bajo este punto de vista, en efecto, la doctrina jamás
es considerada como una simple teoría bastándose a sí misma, sino antes como un conocimiento que debe ser realizado efectivamente y, además, que conlleva aplicaciones
que se extienden a todas las modalidades de la vida humana sin excepción.
Esta extensión resulta de la significación misma del término Dharma, término que
es por lo demás imposible de traducir enteramente por un término único en las lenguas
occidentales: Es así que por su raíz dhri, que tiene los sentidos de llevar, soportar, sostener, mantener…, designar ante todo un principio de conservación de los seres, y en
consecuencia de estabilidad, en tanto al menos que esta estabilidad es compatible con
las condiciones de la manifestación. Es1 importante hacer observar que la raíz dhri es
casi idéntica, como forma y como significación, a otra raíz dhru, de la cual deriva el
término dhruva que designa al “polo”; es efectivamente a esta idea de “polo” o de “eje”
del mundo manifestado a la que conviene referirse si uno quiere comprender la noción
del Dharma en su sentido más profundo: Es lo que permanece invariable en el centro de
las revoluciones de todas las cosas, y lo que regla el uso del cambio mismo por aquello
de que no participa en él. A este respecto, es menester no olvidar que el lenguaje, por el
carácter sintético del pensamiento que expresa, está aquí mucho más estrechamente ligado al simbolismo de lo que lo está en las lenguas modernas, en las que un tal caso no
subsiste ya más que en una cierta medida y en virtud de una lejana derivación; y quizás
que se pudiera mostrar inclusive, si eso no nos alejara demasiado de nuestro sujeto, que
esta noción del Dharma se vincula muy directamente a la representación simbólica del
“eje” por la figura del “Arbol del Mundo”.
Podría decirse que el Dharma, si uno debiera considerarle así más que en principio,
es necesariamente sanâtana, e inclusive en una acepción más extensa que la que hemos
considerado más arriba, pues que, en lugar de limitarse a un cierto ciclo y a los seres
que se manifiestan en él, se aplica igualmente a todos los seres y a todos sus estado de
manifestación. En efecto, encontramos aquí la idea de permanencia y de estabilidad;
pero va de suyo que esta, fuera de la cual no podría en punto ninguno ser cuestión de
Dharma, puede no obstante ser aplicada de una manera relativa, a diferentes niveles y
en dominios más o menos restringidos, y es esto lo que justifica todas las acepciones
secundarias o “especializadas” de las que el término en cuestión es susceptible. Por lo
mismo que debe ser concebido como principio de conservación de los seres, el Dharma
reside, para estos, en la conformidad a su naturaleza esencial; por consiguiente se puede
hablar, en ese sentido, del Dharma propio de cada ser, que es designado más precisamente como swadharma, o de cada categoría de seres, tanto como del dharma de un
73
RENÉ GUÉNON, ESTUDIOS SOBRE HINDUISMO
mundo o de un estado de existencia, o solamente de un porción determinada de este, o,
en fin, de un cierto periodo o de un cierto pueblo; y, cuando se habla de Sanâtana
Dharma, es entonces como lo hemos dicho, del conjunto de una humanidad que es
cuestión, y eso durante toda la duración de su manifestación, duración que constituye un
Manvantara. Todavía puede decirse, en ese caso, que es la “ley” o la “norma” propia de
ese ciclo, formulada desde su origen por el Manu que le rige, es decir, por la Inteligencia Cósmica que refleja en él la Voluntad Divina y expresa allí el Orden Universal; y es
este, en principio, el verdadero sentido del Mânava-Dharma, independientemente de
todas las adaptaciones particulares que podrían ser derivadas de él mismo, y que recibirán, por lo demás legítimamente, la misma designación por que estas no serán en suma
más que como traducciones suyas requeridas por tales o cuales circunstancias de tiempo
y de lugar. No obstante, es menester añadir que, en parecido caso, puede suceder que la
idea misma de “ley” conlleve de hecho una cierta restricción, ya que, aunque pueda
también, como ello sucede en el caso de su equivalente hebreo Thorah, ser aplicada por
extensión al contenido de todo el conjunto de las Escrituras Sagradas, en aquello en lo
que la idea en cuestión hace pensar de la manera más inmediata es naturalmente en el
aspecto “legislativo” propiamente dicho, aspecto que seguramente queda muy lejos de
constituir toda la tradición, aunque sea parte integrante de ella en toda civilización que
pueda ser calificada de normal. Este aspecto no es en realidad más que una aplicación al
orden social (pero que por lo demás, como todas las demás aplicaciones, presupone necesariamente la doctrina puramente metafísica que es la parte esencial y fundamental de
la Tradición), del conocimiento principal de lo que todo lo demás depende enteramente
y sin el cual nada verdaderamente tradicional, en cualesquiera dominio que eso sea,
podría existir de ninguna manera.
Hemos hablado del Orden Universal, que es, en la manifestación, la expresión de la
Voluntad Divina, y que reviste en cada estado de existencia modalidades particulares
determinadas por las condiciones propias a este estado; el Dharma podría, bajo un cierto aspecto al menos, ser definido como conformidad al orden, y es esto lo que explica el
estrecho parentesco que existe entre esta noción y la noción de rita, que es también el
orden y que tiene etimológicamente el sentido de “rectitud” como el símbolo ideográfico Te de la tradición extremo-oriental con el cual el Dharma hindú tiene amplias relaciones, lo que recuerda todavía la idea del “eje”, que es la de una dirección constante e
invariable. Al mismo tiempo, ese término rita es manifiestamente idéntico al término
“rito”, y este último, en su acepción primitiva, designada también, en efecto, todo lo que
es cumplido en conformidad con el orden; es así que en una civilización integralmente
1
El pasaje que sigue retoma textualmente un párrafo que corresponde al estudio sobre el Dharma que
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tradicional, y con mayor razón en el origen mismo, todo tiene una carácter propiamente
ritual. El rito no viene en ella a tomar una acepción más restringida, si ello no es como
consecuencia de la degeneración que da nacimiento a una actividad “profana” en cualesquiera dominio que esto sea; toda distinción de “sagrado” y de “profano” supone, en
efecto, que algunas cosas son consideradas en adelante fuera del punto de vista tradicional, en lugar de que este se aplique a todos igualmente, y esas cosas, por lo mismo que
son consideradas como “profanas”, son verdaderamente devenidas adharma o anrita.
Debe ser bien entendido que el rito, que corresponde entonces a lo “sagrado”, conserva
siempre al contrario el mismo carácter “dhármico”, si uno lo puede expresar de este
modo, y representa lo que permanece todavía tal cual era anteriormente a esta degeneración, y que es la actividad no-ritual la que no es realmente más que una actividad desviada o anormal. En particular, todo lo que no es más que “convención” o “costumbre”,
sin ninguna razón profunda, y de institución puramente humana, no existía en punto
ninguno originariamente y no es, por lo mismo más que el producto de una desviación;
y el rito, considerado tradicionalmente como debe serlo para merecer ese nombre, no
tiene, sea lo que fuere lo que algunos puedan pensar de ello, en absoluto relaciones ningunas con todo eso, que no puede ser jamás más que falsificación o parodia de los mismos. Además, y esto es todavía un punto esencial, cuando hablamos aquí de conformidad con el orden, es menester entender por ello no solamente con el orden humano, sino
también, e inclusive ante todo, con el orden cósmico; en toda concepción tradicional, en
efecto, hay siempre una estricta correspondencia entre un orden y el otro, y es precisamente el rito el que mantiene sus relaciones de una manera consciente, relaciones que
implican en cierto modo una colaboración del hombre, en la esfera donde se ejerza su
actividad, con el orden cósmico el mismo.
Resulta de aquí que, si uno considera el Sanâtana Dharma en tanto que tradición integral, comprende en modo principal todas las ramas de la actividad humana, las que
son por lo demás “transformadas” por ello mismo pues que, del hecho de esta integración, ellas participan del carácter “no-humano” que es inherente a toda tradición, o que,
por decirlo mejor, constituye la esencia misma de la tradición como tal. Es pues, en
consecuencia, el exacto opuesto del “humanismo”, es decir, del punto de vista que pretende reducirlo todo al nivel puramente humano, y que, en el fondo, no es más que uno
con el punto de vista profano mismo; y es en lo que, precisamente, la concepción tradicional de las ciencias y de las artes difiere profundamente de su concepción profana, a
tal punto que uno podría decir, sin exageración ninguna, que esta última queda separada
de aquella por un verdadero abismo. Bajo el punto de vista tradicional, toda ciencia y
forma aquí el capítulo VIII.
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todo arte no son realmente válidos y legítimos más que en tanto que los mismos se vinculen a los principios universales, de tal suerte que aparezcan en definitiva como una
aplicación de la doctrina fundamental en un cierto orden contingente, de igual modo que
la legislación y la organización social los son también en otro dominio. Por esta participación en la esencia de la tradición, ciencia y arte son también, en todos sus modos de
operación, incluidos en ese carácter ritual que hemos cuestionado hace un momento,
carácter del cual ninguna actividad está desprovista en tanto que permanezca lo que
debe ser normalmente; y añadiremos que no hay, bajo ese punto de vista, distinción
ninguna por hacer entre las artes y los oficios, los que tradicionalmente no son más que
una sola y misma cosa. No podemos insistir más aquí sobre todas esas consideraciones,
consideraciones que por lo demás ya hemos desarrollado en otras ocasiones; pero pensamos al menos haber dicho bastante de ello como para mostrar en cuanto rebasa todo
esto bajo todos los aspectos a la “filosofía”, en cualquier sentido en que esta pueda ser
entendida.
Ahora, debe pues ser fácil comprender lo que es el Sanâtana Dharma: No es otra
cosa que la tradición Primordial, que sola subsiste continuamente y sin cambio a través
de todo el Manvantara y que posee así la perpetuidad cíclica, y ello, porque su primordialidad misma la sustrae a las vicisitudes de las épocas sucesivas, y que es la sola que
puede también, en todo rigor, ser mirada como verdadera y plenamente integral. Por lo
demás, a consecuencia de la marcha descendente del ciclo y del oscurecimiento espiritual que resulta de ella, la tradición Primordial ha devenido oculta e inaccesible para la
humanidad ordinaria; ella es la fuente primera y el fondo común de todas las formas
tradicionales particulares, que proceden de aquella por adaptación a las condiciones
especiales de tal pueblo o de cual época, pero ninguna de estas podría ser identificada al
Sanâtana Dharma mismo o ser considerada como una expresión adecuada de él, ello,
aunque no obstante sean siempre cada una de ellas como una imagen más o menos velada de este Sanâtana Dharma. Toda tradición ortodoxa es un reflejo y, se podría decir
que un “sustituto” de la tradición primordial, en toda la medida en que lo permitan las
circunstancias contingentes, de suerte que, si ella no es el Sanâtana Dharma, no obstante le representa verdaderamente para aquellos que se adhieren y participan de la misma,
de una manera efectiva, pues que los antedichos no pueden alcanzarle más que a través
de ella, y ya que por lo demás la tradición, en su caso, expresa del Sanâtana Dharma, si
no la integralidad, al menos todo lo que les concierne del mismo directamente, y eso
bajo la forma más apropiada a su naturaleza individual. En un cierto sentido, todas esas
formas tradicionales diversas se hallan contenidas en modo principal en el Sanâtana
Dharma, pues que son otras tantas adaptaciones regulares y legítimos de este, y ya que
inclusive ninguno de los desarrollos de los cuales resultan ser susceptibles en el curso
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de los tiempos podría ser jamás otra cosa en el fondo; y, en otro sentido inverso y complementario de este, todas contienen a su vez el Sanâtana Dharma como lo que hay en
ellas de más interior y de más central y que son en sus diferentes grados de exterioridad,
como velos que le recubrieran y no le dejaran transparentarse más que de una manera
atenuada y más o menos parcial.
Y pues que esto es verdad para todas las formas tradicionales, sería un error querer
asimilar pura y simplemente el Sanâtana Dharma a alguna de entre ellas, cualesquiera
que pueda ser por lo demás, por ejemplo a la tradición hindú tal y cual se presenta actualmente a nosotros; y si este error es a veces cometido de hecho, ello no puede ser más
que entre aquellos cuyo horizonte, en razón de las circunstancias en las cuales se encuentran, está limitado exclusivamente a esta sola tradición. Si no obstante esta asimilación es legítima en una cierta medida según lo que acabamos de explicar, los adherentes
de cada una de las demás tradiciones podrían decir también, en el mismo sentido y al
mismo título, que su propia tradición es el Sanâtana Dharma; una tal afirmación sería
siempre verdadera en un sentido relativo, si bien que sea evidentemente falsa en el sentido absoluto. Hay no obstante una razón por la cual la noción del Sanâtana Dharma
aparece como ligada más especialmente a la tradición hindú: Es que esta es, de todas las
formas tradicionales actualmente vivientes, la que deriva más directamente de la tradición primordial, si bien que es en cierto modo como la continuación al exterior de aquella, teniendo en cuenta siempre, bien entendido, las condiciones en las cuales se desarrolla el ciclo humano, condiciones de las cuales ella misma da una descripción más completa que todas las que uno podría encontrar en otras partes, y ya que participa así a un
más alto grado que todas las demás, en su perpetuidad. Además, es interesante hacer
observar que la tradición hindú y la tradición islámica son las únicas que afirman expresamente y con toda claridad la validez de todas las demás tradiciones ortodoxas; y, si
ello es así, es porque, pues que son la primera y la última en fecha en el curso del Manvantara, ambas deben integrar igualmente, aunque bajo modos diferentes, todas esas
formas diversas que se han producido en el intervalo, a fin de volver posible el “retorno
a los orígenes” por el cual el final del ciclo deberá coincidir con su comienzo, y que, en
el punto de salida de un nuevo Manvantara, manifestará de nuevo al exterior el verdadero Sanâtana Dharma.
Nos es menester todavía señalar dos concepciones erróneas que no son sino muy difundidas en nuestra época, y que testimonian una incomprensión ciertamente mucho
más grave y más completa que la asimilación del Sanâtana Dharma a una forma tradicional particular. Una de esas concepciones es la de los auto-denominados “reformadores”, como se encuentra hoy hasta en la India misma, los que creen poder encontrar el
Sanâtana Dharma procediendo para ello a una especie de simplificación más o menos
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arbitraria de la tradición, que no corresponde en realidad más que a sus propias tendencias individuales, y que son lo más frecuentemente debidas a los prejuicios de la influencia del espíritu moderno y occidental. Es de observar que, generalmente, lo que
esos “reformadores” se aprestan a eliminar de este modo es ante todo precisamente lo
que tiene el significado más profundo, sea porque este se les escapa enteramente, sea
porque va a la contra de sus ideas preconcebidas; y esta actitud es bastante comparable a
la de los “críticos” que rechazan como “interpolaciones” todo lo que, en un texto, no
concuerda con la idea que estos se hacen de ellos o con el sentido que quisieran encontrar allí. Es así que cuando hablamos de “retorno a los orígenes” como lo hacíamos hace
un momento, es seguramente de otra cosa que se trata, y de algo que no depende por lo
demás de ningún modo de la iniciación de los individuos como tales; por lo demás, uno
no ve del todo por qué la tradición primordial debería ser simple como esas gentes lo
pretenden, si no es que, por enfermedad o debilidad intelectual, uno deseara que ello
fuera así; y, nos preguntamos, ¿Por qué la verdad habría de estar obligada a acomodarse
a la mediocridad de las facultades de comprensión de la media de los hombres actuales?
Y es así que para darse cuenta que nada hay de esto; basta comprender, de una parte que
el Sanâtana Dharma contiene todo lo que ha de ser expresado a través de todas las formas tradicionales sin excepción, con algo más todavía, y de otra parte, que son necesariamente las verdades del orden más elevado y más profundo las que son devenidas las
más inaccesibles del hecho del oscurecimiento espiritual e intelectual inherente al descenso cíclico; en esas condiciones, la simplicidad querida a los modernistas de toda especie queda evidentemente tan lejos como es posible de constituir una marca de la antigüedad de una doctrina tradicional, y con mayor razón de su primordialidad. La otra
concepción errónea sobre la cual queremos llamar la atención pertenece sobre todo a las
diversas escuelas contemporáneas que se vinculan a lo que se ha convenido designar
bajo el nombre de “ocultismo”: Estas escuelas proceden habitualmente por “sincretismo”, es decir, aproximando las diversas tradiciones, en la medida en la que pueden conocerlas, de una manera enteramente exterior y superficial, y ni tan siquiera para intentar extraer lo que las mismas tengan de común, no, sino solamente para yuxtaponer mal
que bien los elementos tomados a las unas y a las otras; y el resultado de esas construcciones tan heteróclitas como fantásticas es presentado como la expresión de una “sabiduría antigua” o de una “doctrina arcaica” de la cual habrían salido todas las tradiciones,
y que debería también ser identificada a la tradición primordial o al Sanâtana Dharma,
aunque, por lo demás, estos términos parecen ser poco menos que ignorados de las escuelas en cuestión. Va de suyo que todo eso, sean cuales fueren sus pretensiones, no
podría tener el menor calor y no responde más que a un punto de vista profano, y ello,
tanto más cuanto que esas concepciones se acompañan casi invariablemente de un des-
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conocimiento total de la necesidad, para cualquiera que quiera penetrar a un grado cualquiera en el dominio de la espiritualidad, de adherirse ante todo a una tradición determinada; y es bien entendido que no queremos hablar en eso de una adhesión efectiva con
todas las consecuencias que la misma implica, comprendida en ellas la práctica de los
ritos de esta tradición, y no en punto ninguno de una vaga simpatía “ideal” como la que
se traen algunos occidentales al declararse hindúes o budistas sin saber demasiado lo
que esto sea, y en todo caso sin siquiera haber pensado jamás en obtener un vinculamiento real y regular a esas tradiciones. Es este no obstante el punto de partida del cual
nadie puede dispensarse, y no es sino después que cada uno podrá, según la medida de
sus capacidades, buscar el ir más lejos; y no se trata aquí, en efecto, de especulación en
el vacío, no, sino antes de un conocimiento que debe ser esencialmente ordenado en
vista de una realización espiritual. Es solamente por esto que, es desde el interior de las
tradiciones, y podríamos decir más exactamente todavía que desde su centro mismo, si
es que uno consigue llegar a él, que uno puede tomar realmente consciencia de lo que
constituye su unidad esencial y fundamental, y en consecuencia alcanzar verdaderamente la plena consciencia y conocimiento del Sanâtana Dharma.
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