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ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO DE PAULA
Francisco Martorilla nace en Paula, Cosenza-Italia, el 27 de marzo de 1416 y muere en
Tours, Francia, el 2 de abril de 1507. Fue canonizado por León X el 1º de mayo de 1519.
Hoy la Iglesia lo celebra, en su calendario litúrgico, con el título de eremita, el 2 de abril.
En Italia es venerado como Patrón de la gente de mar.
Hacia la mitad del 1400 fundó la Orden de los Mínimos, cuya primera aprobación
remonta al 1470, por el arzobispo de Cosenza, mons. Pirro Caracciolo, que la pone a las
directas dependencias de la Santa Sede. Sixto IV en 1471 la aprueba por primera vez.
1. Breve ambientación histórica
La vida de Francisco de Paula abraza todo el arco de siglo XV y termina en los
inicios del XVI, poco más de un decenio antes de la Reforma protestante. Su formación
espiritual y el nacimiento de la Orden de los Mínimos, con su proyecto de vida y
espiritualidad, se resienten de las situaciones de la Iglesia en Italia y Francia y se nutren de
fermentos espirituales del tiempo, que Jedin, en el contexto de la reforma católica pretridentina, define como “auto-reforma de los miembros”, sin excluir las influencias de las
corrientes espirituales, alimentadas por el miedo de fin de siglo y de las renovadas teorías
milenaristas.
Bajo el punto de vista cultural, en Europa domina la idea renacentista de la
exaltación del hombre, totalmente proyectado hacia el dominio de la naturaleza, sin
cuestionarse su relación con Dios. Contra la religiosidad medieval, vuelve a prevalecer
nuevamente la visión paganizante de la vida. También la ética y la política vienen
planificadas sin tener en cuenta la dimensión religiosa, que, en principio, no es negada ni
contrastada. No se cuenta con ella para planificar la vida, que continua a ser marcada por el
decaimiento y ritos religiosos, que se alejan cada vez más sin incidir en la conducta social
y política. La religión viene progresivamente confinada a la esfera individual y,
frecuentemente, ensalzada su dimensión natural y panteísta. También la Iglesia se deja
contagiar del proceso profano con el consecuente decaimiento de las costumbres morales.
Bajo el punto de vista político, el siglo XV ve nacer el estado moderno que se
caracteriza por la concentración del poder y la superación de la desintegración medieval.
Francia, España e Inglaterra son las naciones europeas donde se produce tal cambio,
poniendo fin a la rivalidad interna entre los señores feudales. Sin embargo, entre esos, será
Francia con Luís XI y sus sucesores, la que ocupará un rol determinante en la política
europea. En Italia, a su vez, permanece todavía la fragmentación política medieval, que
pone a varios estados en continua rivalidad entre ellos, intentando dominar uno sobre otro
con la intención de ensanchar los propios confines en prejuicio de los estados limítrofes.
No está ausente de esta visión e planteamiento político del estado pontificio, siempre muy
activo en los juegos de alianzas, con la finalidad de ensanchar, también él, los propios
limites territoriales.
En relación a Italia, daremos especial atención a la situación de Calabria, donde se
encuentra Paula, y que hacía parte del Reino de Nápoles, donde las aperturas de Ferrante
de Aragón, que también soñaba con una estructura moderna de su reino, se encontraron
con la violenta oposición de los barones.
Esta región en los primeros decenios del siglo XV fue escenario de tensiones entre
dos facciones, la Anjona y la Aragonesa, ambas ansiosas de ocupar el Reino de Nápoles.
Tal desencuentro tuvo sus influencias en las condiciones la vida del pueblo, contribuyendo
a la miseria moral y material y a la anarquía en la vida pública y privada. Los barones
locales abusaban de su poder con el pueblo. El cobro de los impuestos era una tragedia
para el pueblo por el abuso de autoridad y la falta de compasión y mesura.
Los barones, si de una parte vejaban a sus súbditos de todas las formas posibles, por
otra, con tal de ir contra el rey, se declaraban a favor de sus vasallos contra la erosión del
fiscalismo real.
Estos motivos agravaron la crisis demográfica y económica, que en los inicios del
400 se registró en Calabria y en toda Europa. Una sucesión de recaudaciones indebidas
habían provocado una grande carestía, seguida de una tremenda y general epidemia de
peste. Los efectos desastrosos de estas calamidades naturales se acentuaron por las
incursiones de las tropas de los pretendientes al trono de Nápoles, que llevaban la
destrucción y el luto allí por donde pasaban.
Igualmente difícil se presentaba la situación de otra grande institución de entonces:
la Iglesia. Esa vivía uno de los períodos de mayor confusión. El traslado del papa para
Aviñón (1309-1378) había puesto las bases para el cisma de Occidente. Urbano VI había
cambiado de nuevo la sede del papa a Roma, pero los cardenales aviñonenses, que no
habían participado del conclave celebrado en el Vaticano, ante las primeras disposiciones
restrictivas del neo Pontífice, declararon invalida la elección y eligieron al antipapa
Clemente VII.
El cisma en la cumbre de la Iglesia tuvo inevitablemente repercusiones no sólo
contra el pueblo, con naciones alineadas unas a favor y otras en contra del papa, sino
también entre las órdenes religiosas, divididas internamente en dos obediencias. En esta
situación aumentó en la Iglesia el deseo de la unidad y de la verdadera reforma; la
salvación podía venir sólo del interior de la Iglesia, donde ya surgían señales de
renovación, tanto en las “observancias” vigentes en las órdenes religiosas, como en el
movimiento espiritual de la “Devoción moderna”.
La reflexión canónico-teológica llegó a ver e indicó que un concilio era el medio
más apto para resolver los problemas de la unidad y de la reforma de la Iglesia. Se optó,
pues, por convocar un concilio: en Pisa en 1409, en Basilea en 1431, en Ferrara-FlorenciaRoma en 1438, pero en ninguno de ellos se hizo algo para encaminar la tan deseada
reforma.
Del cisma de Occidente salió victorioso el poder político de las naciones, las cuales,
sirviéndose de las ideas conciliares, revindicaron una autonomía en relación a la Iglesia. En
tal situación, la gran perdedora fue la propia reforma de la Iglesia. El papado, por su parte,
procuró aumentar su poder, pero en sentido económico, político y cultural en prejuicio del
religioso.
El resultado global de la evolución del bajo Medieval no fue un fortalecimiento del
papado, sino de ofuscación. La idea del papado como institución religiosa única,
incomparable e intangible, la idea de “católico” como algo objetivamente vinculante y en
conciencia, que naturalmente está por encima de toda crítica y reacción, quedaron
debilitados, haciendo casi posible el suceso de la Reforma. El descontento hacia Roma fue
uno de los factores que contribuyó a su afirmación. Los beneficios eclesiásticos, buscados
solo con fines lucrativos y la praxis de las encomiendas, que favorecía la no resistencia de
los obispos en sus diócesis, son la razón de la desintegración moral en el interior de la
Iglesia.
2. Los movimientos de reforma en el siglo XV
El deseo de reforma de la Iglesia católica en el siglo XV se manifiesta en
numerosos y diversos intentos, sea a nivel jerárquico, individual o de instituciones
intermedias. Los intentos de una reforma “tam in capitis quam in membris” (tanto en la
cabeza como en los miembros) no eran hechos esporádicos, sino consistentes, tanto es así
que llevó a Jedin a hablar de un movimiento de reforma católica, anterior a la reforma
protestante. El mismo autor distingue, entre las iniciativas surgidas en el ámbito de la
jerarquía de la Iglesia (concilios, sínodos, comisiones varias, etc.) y aquellas que nacieron
espontáneamente de otras realidades eclesiales, sobretodo entre las órdenes religiosas,
acuñando dos expresiones: reforma desde arriba y reforma desde abajo.
¿Se puede hablar de san Francisco de Paula como reformador de la Iglesia? El
problema ha sido propuesto, insistentemente y con ahínco crítico, por los estudiosos del
Santo, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, llegando a las conclusiones que
resumo. Ciertamente no se puede hablar de un san Francisco reformador al estilo de los
grandes reformadores que saltaron a la plaza para pedir la renovación de la Iglesia, cambiar
sus estructuras y luchar por ellas. En efecto, no encontramos en el Paulano una actitud
consciente en tal sentido, motivado por claros objetivos reformistas, aunque en sus cartas
auténticas existen claras referencias a estos temas. Pero, si consideramos la reforma a partir
de iniciativas y programas de movimientos de reformas desde abajo, entonces sí que
podemos hablar de un rol transformador de Francisco, cuyo movimiento, con su proyecto
de vida, viene considerado como una de estas tentativas bien sucedidas de reforma desde la
base.
El programa de reforma de los movimientos desde la base, fue así sintetizado por el
historiador jesuita M. Fois: Vida común dentro de la clausura religiosa y, por tanto,
aislada del mundo secular; vida austera y ascética, a veces auténticamente heroica; vida
de unión con Dios en prolongada oración y meditación, defendida por el silencio. Tales
características no pueden calificarse como una simple innovación de la vida regular, sino
como una reacción al desorden, el cual adoptando medidas concretas la situó más allá del
retorno a las observancias de los orígenes. Francisco acopia íntegramente este programa,
sin crear, por eso, una dependencia ideal ni mucho menos jurídica de alguno de estos
movimientos. Su experiencia espiritual, aún enraizada en la devoción a san Francisco de
Asís y en el esfuerzo de imitarlo, no tiene nada a que ver con los movimientos de
observancia franciscana, no obstante haya habido reivindicaciones en tal sentido por parte
de la observancia franciscana, que pedía la sumisión del movimiento del Paulano a la
autoridad de su General. El año transcurrido por Francisco, todavía adolescente, como
oblato en el convento de los franciscanos conventuales de san Marcos Argentano, sirvió
únicamente para reformar la convicción que tenía de responder de forma diferente a las
exigencias interiores de servir al Señor. Sólo la visita a algunos eremitorios, durante su
peregrinación a Asís, le ofrecerá elementos útiles para definir su opción de vida eremítica,
ya de vuelta a Paula, su ciudad natal: Vult fieri eremita: esta es la respuesta de sus padres a
cuantos pedían noticias sobre su hijo, ya de vuelta del viaje a Asís. Es una decisión
importante, que marcará la vida del Paulano, a pesar de que pocos años después, tendrá que
renunciar al eremitismo solitario, para aceptar a aquellos que querían agregarse él, ansiosos
de participar su proyecto de vida.
La vuelta al rigor de la práctica penitencial, según la tradición de la Iglesia, era
consecuencia de una necesidad y exigencia generalizadas. Francisco respira a plenos
pulmones el aire de su tiempo y siente, por eso, con urgencia la necesidad de la penitencia,
sin depender de movimiento alguno. La decadencia de la vida religiosa de entonces,
también en Calabria, la práctica penitencial de la ascesis cuaresmal, ya vivida en su
familia, el entusiasmo suscitado por los eremitas que encontró durante la peregrinación a
Asís, ofrecieron al joven Francisco los elementos esenciales en torno a los cuales construyó
su espiritualidad; éstos elementos, posteriormente, determinaron el tipo de ‘sequela
Christi’, que ofreció a sus seguidores y con la cual contribuyó, de forma admirable y
consciente, a reaccionar contra el desorden moral y disciplinar reinante en la Iglesia. No
podríamos explicar, de otra manera, la insistencia sobre la abstinencia cuaresmal perpetua
a toda costa y la advertencia a sus religiosos para no suavizar o enervar la penitencia
propuesta por la Regla.
La “vida cuaresmal” será el gozne de su espiritualidad específica y de su típica
propuesta de vida. Con esa él alude a la abstinencia perpetua de las carnes y derivados por
toda la vida, excepto en caso de enfermedad. Tal abstinencia, sin embargo, se inserta en un
contexto de vida más amplio de vida penitencial, y que tiene como base la “arctior vita” de
los eremitas. Sus contemporáneos nos refieren que no aceptaba a ninguno si no quería
seguir tal forma de camino penitencial, revolucionario en su tiempo. El rechace a quedarse
con los franciscanos de san Marcos, después del año votivo, fue ciertamente motivado por
el deseo de vivir radicalmente la abstinencia cuaresmal, reveladora para la vida religiosa y
que los buenos frailes conventuales, como tantos otros religiosos del tiempo, no vivían.
3. Las expectativas de fin de siglo y el peligro turco en Italia
Las esperanzas de fin de siglo proponían, de una parte, el miedo por los posibles
castigos de Dios por la decadencia de la vida cristiana, y por otra, el tema de la renovación
y de la penitencia como medios para evitar la ira de Dios. La amenaza de los turcos,
siempre intimidante sobre Europa, y especialmente sobre el reino de Nápoles, se unía con
fuerza a este miedo; todo intento de invasión por parte islámica y el miedo de una victoria,
eran interpretadas como signos evidentes de castigo por parte Dios, que sancionaba un
cristianismo infiel al mensaje evangélico. La literatura apocalíptica unía fácilmente el
miedo de una catástrofe inminente con los temas de la reforma, por lo que, la amenaza de
castigo por parte de Dios, la exigencia de la reforma y la predicación de la penitencia, se
entremezclaban formando un único tema de espiritualidad en aquel tiempo. Se revocaba la
figura de Juan Bautista para describir la imagen de aquel que la Providencia habría enviado
para salvar a la Iglesia. El motivo evangélico del haced dignos frutos de penitencia viene
reavivado y impulsado de nuevo como propuesta para volver al evangelio y salvar el
hombre. San Francisco de Paula, en Francia, viene definido comúnmente como el nuevo
Juan Bautista, por su ascetismo, por encarnar las exigencias de la reforma y suscitar nuevas
esperanza.
La Apocalipsis nueva (obra escrita a finales del siglo XV y atribuida al beato
Amedeo da Silva), habla de un ‘pastor totalmente dedicado a las cosas espirituales’,
‘observará los cánones y costumbres de los santos padres’, ‘entrará en el templo y
expulsará a los que compran y venden, desbaratará las mesas de los cambistas y
santificará el templo, purificará y reformará la Iglesia y todos se admirarán y
asombrarán’. Son expresiones que se encuentran, más o menos, en todas las obras
apocalípticas. El mismo rey de Francia, Carlos VIII, aparece a los ojos de muchos como el
enviado de Dios, que llevará la salvación a la Iglesia. Esto no puede ser olvidado, si
pensamos que el breve arco de la vida de este rey, se desarrolla en torno al eremita
Francisco, a quien ama y reconoce como consejero privilegiado.
El Eremita de Paula vive con intensidad esta atmósfera y absorbe plenamente los
contenidos penitenciales. Su sensibilidad espiritual, antes totalmente basada en las
exigencias eremíticas de la pobreza de espíritu (vividas como ’actior vita’) ahora, bajo tal
influencia, se acerca cada vez más a los temas y al leguaje penitencial: ésta, desde 1501,
con la aprobación de la segunda redacción de la Regla para sus religiosos y de la primera
para el movimiento penitencial de los seglares, llamado también Tercera Orden, fue la
clave de lectura de su propuesta de vida. En sus cartas con certeza auténticas el tema del
inminente fin del mundo es recurrente, y, conexo con éste, el tema de la conversión. Por
ejemplo en una carta de 1486 escribe: Sabed con certeza que el fin del mundo está cerca
por causa de vuestros pecados, que irritan la ira de Dios. Por tanto, corregíos para el
futuro y arrepentíos del pasado porque Dios es misericordioso y os espera de brazos
abiertos.
Si san Francisco de Paula en Francia aparece como reformador, o solo como
sensibilizador de las conciencias, es debido a su fuerte vida austera, que tal forma
impresionaba y recordaba, como hemos dicho, la figura del Bautista. Su estilo de vida
invita al cambio y a la renovación, tal como ocurrió con el Bautista, según las palabras de
Jesús (Lc 7, 24-30). Es preciso recordar que en 1493 se celebró en Tours la Asamblea que
tenía como objetivo la reforma de la Iglesia, promovida por Carlos VIII y preparada por un
gran admirador del Paulano, Jean Standonck, que esbozó el texto de la reforma, aprobada
posteriormente por la Asamblea. En esa no se habla directamente de Francisco ni de su
Orden, pero su imagen y fundación están latentes a los ojos de los participantes.
Francisco de Paula tenía conciencia de la amenaza de los turcos. Sabía que las
costas del reino de Nápoles, mal vigiladas y custodiadas, estaban expuestas a las
invasiones de los seguidores del Islam. Él se hace intérprete del miedo de la gente por esta
amenaza y peligro, así en 1480 escribe al rey de Nápoles, en aquel momento empeñado en
las guerras de Toscana, para hacerlo desistir de aquellas inútiles guerras y preocuparse más
de la seguridad de reino. Se dirigió también al obispo de Nicastro, pidiéndole que durante
la misa se recitase la colecta contra los turcos, profetizando un ataque inminente. Sus
advertencias y solicitudes no fueron escuchadas, y los turcos en 1480, algunos meses
después de su profecía, conquistan Otranto a fuego y espada. En aquellos días terribles de
la guerra, Francisco se encierra en su celda orando y ayunando. Solo salió cuando pudo
anunciar que la victoria de los turcos no sería definitiva, pues los cristianos les nuevamente
expulsarían de los territorios ocupados, cosa que acaeció al año siguiente. En esa ocasión
profetizó la victoria al conde Juan Cola d’Arena, que se había acercado a Paterno para
pedirle su bendición antes de ir a combatir en Otranto contra los turcos, bajo las órdenes de
Ferrante de Aragón: Vete y combate con el Señor, pronto haréis huir a los turcos. Será
precisamente la defensa del cristianismo contra los turcos la que le llevó a no oponerse a la
llegada de Carlos VIII a Italia en 1494. El joven rey de Francia, que reivindicaba derechos
sobre el reino de Nápoles, escondía estas secretas aspiraciones con un doble motivo: la
reforma de la Iglesia y la cruzada contra los turcos. Se legitimaba así como el “missus a
Deo”, invocado por Savonarola.
Como fruto de estas exigencias de reforma, estimuladas por el miedo de fin de
siglo, es necesario tener presente también el desarrollo, o incluso, el nacimiento del
movimiento seglar de la Tercera Orden, cuya Regla, del 1501, parte de la exigencia de
renovación: Prometan el cambio de vida y la renovación en su forma de actuar.
4. Imitador ardentísimo del Redentor
Para la Iglesia de entonces san Francisco fue una señal de que Dios nunca abandona
a su Iglesia. Los papas no ahorran palabras para explicar que éste fue un hombre enviado
por Dios para salvar a su Iglesia en un momento difícil, y le presentan como astro
luminoso que disipa las sombrías tinieblas en que se encontraba envuelta la Iglesia.
Reconocen, pues, su rol providencial y profético.
Pirro Caracciolo, al aprobar el movimiento eremítico de Paula en 1470, afirma que
el joven eremita, por su constancia y firmeza con que vivía su vocación, era un santo,
confirmando, así, con su autoridad la opinión más generalizada entre la gente de Calabria y
confirmada, después, en Francia.
Son claros los signos que revelan su vida comprometida con la práctica del
evangelio de la humildad, sencillez, pobreza, sobriedad de vida, desprendida caridad,
acogida generosa y paciente, compartiendo sus bienes materiales y cimentando los grandes
valores de la reconciliación y de la paz. Dichos valores eran ignorados por la sociedad, por
lo que se sentía la urgencia de la reforma, impulsada por los hombres más sensibles a la
‘fuga mundi’ en búsqueda de una vida evangélica más auténtica.
En este contexto tenemos que interpretar el elogio de Alejandro VI al Eremita de
Paula: Casi como el otro Francisco (el de Asís) fue imitador ardentísimo de nuestro
Redentor.
El papa elogia su fidelidad al Evangelio, en un momento en que la vida se
caracterizaba por el secularismo y la corrupción, y una vez más, la salvación venía
hipotizada, por muchos humanistas de la época, en la idea de una vida penitencial
conducida en un desierto, donde mejor se garantizaban los valores evangélicos.
San Francisco de Paula, como su homónimo de Asís, encarnaba la figura genuina
del discípulo de Cristo incontaminada por las realidades profanas. En el adjetivo
‘ardentísimo’ estaba implícita la convicción de que Francisco era una copia fiel de Cristo.
El elogio de Alejandro VI se salda con las palabras introductorias de la Regla de los
Mínimos: Los frailes Mínimos de los Mínimos, que imitan la Regla y vida del santísimo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo bajo los votos de obediencia, castidad,
pobreza y vida cuaresmal. Tales palabras demuestran un proyecto de vida evangélica, que
tiene como base la penitencia en su doble acepción: de conversión y de ascesis.
Tal solemne anunciado se va precisando gradualmente en el cuerpo de las cuatro
redacciones aprobadas de la Regla; cada prescripción viene ilustrada por un pasaje del
Evangelio, a la imitación de Cristo o a uno de los momentos de su vida: la humildad a la
Encarnación, la paciencia al sufrimiento, el sacrificio a la obediencia, etc.
Francisco, influenciado también por la ‘Devotio Moderna’, se detiene con agrado
en el misterio de la Encarnación de Cristo y reflexiona su anonadamiento (la kénosis) de
humillación en su obediencia filial al Padre hasta la muerte de cruz, en la paciencia ante las
dificultades más diversas de la vida, incluso materiales (como el hambre o la sed), en la
disponibilidad en el servicio humilde y generoso, en la pobreza y sencillez en su caminar
entre los hombres. Son todos aspectos que lo estimulan a aquel proyecto asentado en la
penitencia evangélica y por medio de ellos, se inspira en Jesucristo, que con razón los
Mínimos hoy, por su típica espiritualidad, invocan e imitan como penitente.
5. Fiel imitador de los Padres
Es otro elogio que Alejandro VI hace de san Francisco. El pontífice con estas
palabras pone en el contexto de la tradición de la espiritualidad penitencial clásica la del
Paulano y la de su Orden. Tal tradición encuentra en las antiguos Padres el ejemplo más
cabal. En efecto, el enlace con la espiritualidad tradicional de la Iglesia ya había sido
evidenciado por mons. Pirro Caracciolo, pues al conceder a san Francisco la facultad de
redactar estatutos para gobierno del reciente movimiento, había precisado que estos tenían
que rehacerse a la tradición de los Padres y en conformidad con las leyes de la Iglesia.
Francisco aceptó sin dificultad tales indicaciones, pues estaban en perfecta sintonía
con su pensamiento y deseo. Restablecer la abstinencia cuaresmal se situaba exactamente
en la óptica del retorno a la tradición de los Padres y, daba al mismo tiempo, una
connotación particular al tipo de reforma que él proponía a la Iglesia, interpretando, de este
modo, la aspiración de aquellos exponentes de la reforma, que veían en la recuperación de
los valores de la tradición el único camino para reformar la Iglesia.
San Francisco de Paula, absorbió también tal visión, que dio, antes, vida a su
experiencia y, después, con la llegada de los primeros discípulos, a su familia religiosa,
convirtiéndose así, mediante la recuperación de tales valores ascéticos, un intento concreto
de reforma. Este es el motivo por el cual, pocos años antes de la reforma protestante y
nacimiento de los nuevos institutos religiosos con programas espirituales y pastorales
renovados en relación a la tradición, no encontramos en san Francisco ni en su modelo de
vida señales de cambio en su forma de concebir la vida religiosa. Al contrario, hay que
subrayar que el retorno a la tradición penitencial de la Iglesia expresaba la forma típica de
concebir la reforma en aquel tiempo. El fundador de los Mínimos, que ya con su estilo de
vida aparecía ante sus contemporáneos ‘austero y contemplativo’, apropiándose de las
pretensiones de los movimientos de observancia, subrayó el binomio oración-penitencia,
fundamento de su espiritualidad y la de su Orden, citando Tb 12, 8: Es buena la oración
unida al ayuno.
La Orden de los Mínimos, por tanto, con su espiritualidad y misión, se sitúa en el
contexto de la tradición monástica absorbiendo algunos elementos nuevos aportados por
las órdenes mendicantes. De la vida monástica, por ejemplo, acopia la importancia del
silencio, de la soledad y de la oración; de las mendicantes recoge la dimensión apostólica,
la pobreza, la organización jurídica, que tiene como base la comunidad y el capítulo con
potestad de decisión.
6. Luz que ilumina los penitentes
Es la expresión con la cual Julio II define el carisma y la misión de los Mínimos en
la Iglesia. Esos, por tanto, dan testimonio de la importancia de la penitencia evangélica,
mediante el itinerario de la vida cuaresmal, recogido de la tradición de los Padres. Por eso
Alejandro VI describe su espiritualidad como ‘humilde, espiritual y cuaresmal’. Todo esto
de acuerdo con las condiciones puestas por san Francisco de Paula para cuantos deseen
entrar en su Orden: el deseo de la mayor penitencia y el amor a la vida cuaresmal.
León X, en la bula de canonización del Eremita de Paula, indicó así su misión
‘penitencial’ en la Iglesia: Él luchó vivamente contra el mundo, la carne y el demonio.
Julio II, al aprobar la IV Regla y después de definirla como luz que ilumina los penitentes,
refiriéndose a la misión de los Mínimos, dice: Como idóneos agricultores del campo del
Señor y como verdaderos obreros de su viña, todos los días extirpan con eficacia
sufrimientos y espinas, y nutren las ovejas del santo rebaño del Señor con los pastos de la
doctrina saludable.
La penitencia propuesta por el Paulano se expresa con un estilo que abarca para
toda la vida. Esa es, por tanto y sobre todo, conversión al Evangelio mediante un camino
progresivo de crecimiento ‘de bien en mejor’, hasta elevarse a la práctica de los consejos
evangélicos (IV Reg., I); propone también formas ascéticas, en relación a varios aspectos
como: el vestuario, alimentos, habitación, modos de orar, etc. San Francisco en la Regla
habla a menudo de la ‘paenitentia promissa’ sin precisar más, pero refiriéndose a toda su
propuesta de vida. Julio II, por ejemplo, recalcando la prohibición de la Regla sobre el uso
del canto en la liturgia, precisa que tal prohibición es conforme con su nombre de Mínimos
y apta a su estilo de vida cuaresmal.
El eremita de Paula, a partir de la expresión oriunda ‘pobreza de espíritu’, llegó
lentamente a llamar a su propuesta, vida ‘de mayor penitencia’. Alejandro VI aprobando la
I Regla, llama a Francisco y a sus hijos ‘pobres de espíritu’, revelando en la primera
bienaventuranza la dimensión evangélica, entorno a la cual se inspiraban y actuaban. Pero
los contenidos de la pobreza de espíritu no eran otra cosa que un proyecto de vida
penitencial, que unía contemplación y ascesis, éxodo del mundo y búsqueda de Dios.
Reelaborando un texto de san Juan Clímaco, el Paulano define así la pobreza de espíritu:
Es liberación de las preocupaciones temporales; es abstracción de la justicia terrena; fiel
observancia de la ley divina; es fundamento de paz y de la coherencia. El fraile es señor
del mundo, pues poniendo en Dios todo su afán, posee por medio de la fe el dominio de
todos los pueblos (I Reg. VI).
La ‘mayor penitencia’, a partir del significado dado a la ‘pobreza de espíritu’, es un
itinerario de vida espiritual que, iniciando por la lucha y la victoria del pecado, llega a la
práctica de las bienaventuranzas. La pobreza de espíritu es la primera manifestación del
carisma penitencial de los Mínimos; pues, bajo el empuje de la cultura apocalíptica de fin
de siglo, a partir de la Regla de 1501, prevaleció la terminología penitencial y el texto
bíblico de referencia se transformó en ‘haced dignos frutos de penitencia’. También la
terminología de las bulas de aprobación siguen el cambio cultural acaecido en el Fundador
de los Mínimos y en el grupo de religiosos que lo rodeaban y ayudaban en la redacción de
las otras Reglas; en esas, no se habla más de pobreza, sino únicamente de penitencia.
7. La Regla propia de la Orden de los Mínimos
La historia de la redacción de la Regla propia de la Orden de los Mínimos, original
respecto a las ya existentes en otras Órdenes religiosas, se salda con la historia de la
evolución de su carisma penitencial. En los inicios del movimiento eremítico nacido en
Paula no hay Regla alguna escrita. Hay la buena voluntad de los admiradores del joven
eremita Francisco, que piden seguirlo y la vida del Fundador, que sus discípulos anhelan
imitar, aunque con fatiga y no en todos sus aspectos y contenidos. Existen, sin embargo,
algunos puntos-firmes en la vida que se lleva en el desierto de Paula, tal como resulta de un
documento de mons. Pirro Caracciolo, aunque no existiese todavía una Regla escrita. Estos
puntos-firmes son observados escrupulosamente y su aceptación es condición
indispensable para ser acogidos en el nuevo movimiento. Caracciolo los resume así en una
carta enviada a Sixto IV en 1471: vida solitaria, oración comunitaria a las horas
establecidas, trabajo manual, pobreza y mendicidad, austeridades varias, estrecho régimen
cuaresmal, pues no comen ni carne ni sus derivados, como leche, huevos, queso y todo
género de lacticinios y la coparticipación caritativa de bienes con los pobres.
Aviada la organización jurídica del movimiento, Pirro Caracciolo concede a
Francisco la facultad de escribir algunos estatutos para estabilidad y desarrollo del
movimiento mismo. No se sabe si Francisco escribió o no estos estatutos. El 26 de febrero
de 1493, después de un intercambio epistolar entre Francisco y los pontífices Sixto IV,
Inocencio VIII y Alejandro VI, apoyado por el rey de Francia que escribe también a los
tres pontífices, Alejandro VI aprueba la redacción de la Regla y vida de los frailes de la
Orden de los Mínimos pobres eremitas de fr. Francisco de Paula. Es la primera aprobación
a la que seguirán otras tres redacciones y un código disciplinar, llamado Correctorio, todos
regularmente aprobados por la Santa Sede. Los años que van de 1470 al 1493 se
caracterizan por una diferencia de puntos de vista entre san Francisco y la Sede Apostólica.
El Paulano quiere la aprobación de una Regla totalmente propia, pues sabía que su
propuesta de vida era nueva en relación a las otras ya existentes en la Iglesia. La Sede
Apostólica, a su vez, quiere que Francisco elija una de las Reglas ya aprobadas, incluso
completándola con normas propias, para no faltar a los cánones del Concilio Lateranense
IV, que prohibía la aprobación de nuevas Reglas para no crear confusión. En la
negociación tendrá un rol determinante el rey de Francia que, en cada redacción de las
Reglas, escribe al Pontífice solicitando la aprobación requerida. A mi juicio en la
negociación con Roma, lo que estaba en juego, de forma implícita aunque no emergente,
era justamente saber si el movimiento de Francisco tenía suficientes características nuevas,
que mereciese la excepción de las prescripciones conciliares
El problema es superado por Alejandro VI, que declara explícitamente que la Regla
que aprueba no creará confusión en la Iglesia, sino que traerá una luz nueva; después Julio
II mencionará también el tema y dirá expresamente que esta nueva luz, encendida por la
Regla de los Mínimos en el firmamento de la Iglesia, es la de la penitencia evangélica: luz
para iluminar los penitentes en la Iglesia.
La I Regla compuesta por trece capítulos, contiene diversos pasajes sacados de las
Reglas preexistentes: la benedictina, la agustiniana y la franciscana y de las Constituciones
de fr. Pedro de Pisa. Tal vez se tratase de un compromiso entre Francisco y las condiciones
puestas por Roma; Francisco presenta una Regla propia, pero compuesta por pasajes
sacados de las Reglas canónicas. En esta I Regla, el proyecto espiritual de la Orden es
presentado, sirviéndose de la pobreza de espíritu como idea-guía. No obstante se citen
diversos pasajes de otras Reglas, ésta presenta un proyecto de vida claro en sus
motivaciones, ideales y contenidos penitenciales bien definidos.
Pasado el umbral del nuevo siglo, asimilados los temas penitenciales obtenidos de
la exigencia de la reforma y del miedo de fin de siglo, san Francisco reformula su proyecto
de vida en términos claramente penitenciales. En 1501, Alejandro VI aprueba la segunda
redacción de la Regla de los frailes y la primera de la Tercera Orden. Su programa de vida
y típica ‘sequela Christi’, gira alrededor del ‘haced dignos frutos de penitencia’. Y para
dar mayor consistencia y expresividad a su propuesta penitencial, unida a las ‘instituciones
de los antiguos Padres’, prescribe para los frailes la abstinencia cuaresmal con voto. Los
Mínimos, por tanto, son aquellos que siguen el camino evangélico no solo con los tres
votos clásicos de la vida religiosa (obediencia, castidad y pobreza) sino también con el
voto de vida cuaresmal.
Un año después, Francisco envía a Roma una nueva Regla, para los frailes y
terciarios; ambas son casi idénticas a las aprobadas el año anterior. Se debate entre los
historiadores los motivos de esta nueva aprobación. La opinión más generalizada es que la
aprobación de la anterior se había hecho sin el aval del consejo cardenalicio. La bula de
aprobación, en efecto, a diferencia de aquella de la aprobación de las Reglas de 1501,
menciona expresamente este hecho en el contexto del iter canónico de aprobación.
El 28 de julio de 1506, tiene lugar la última aprobación de la Regla de los Mínimos
por parte del papa Julio II. El Fundador, preparada también la Regla de II Orden, las
claustrales, procede a la revisión de las Reglas de los frailes y de los terciarios. Mientras
que la de estos últimos es casi idéntica a la anterior, la de los frailes sufre una substancial
reconstrucción. A la Regla, además, añade un código disciplinar, llamado Correctorio, que
es aprobado en el mismo día.
En la IV Regla Francisco traza claramente su proyecto de secuela compendiado en
el binomio: mayor penitencia y vida cuaresmal. Toda la estructura de esta Regla está
pensada como un itinerario penitencial bien definido para alcanzar los frutos dignos de
penitencia (Lc 3, 8), esto es, la comunión con Dios y con los hermanos, las dos caras del
precepto del amor (Mc 12,30. 31.33; Dt 6,5), expresamente demandados en las tres
primeras redacciones de la Regla. Tal itinerario parte de la llamada a la secuela, anunciada
ya en su específico-penitencial del proyecto de vida que debe tender a la perfección de los
consejos evangélicos (capítulo I); aclara la naturaleza específica de la Orden como
proyecto de secuela penitencial (capítulo II); describe, por tanto, el itinerario ascético de
este camino: indicando la forma del hábito y la naturaleza simple y pobre de la
indumentaria (capítulo III); prescribe tiempos y modalidades de la oración litúrgica
comunitaria y frecuencia de los sacramentos (capítulo IV); explica como observar los tres
votos ordinarios a la vida religiosa (capítulo V); se extiende en la descripción de la
naturaleza del IV voto de vida cuaresmal, condiciones y excepciones en su observancia,
esto es, en caso de enfermedad (capítulo VI); explica las razones del ayuno e sus frutos
espirituales (capítulo VII). Con este capítulo termina el itinerario penitencial trazado por la
Regla. El VIII capítulo trata de compendiar este capítulo: la comunión con Dios mediante
la oración, que san Francisco define como un fiel mensajero que cumple su mandato
llegando allí donde la carne no puede llegar, y la comunión con los hermanos que hay que
cultivar con bondad, ejemplaridad, recato y silencio. Los capítulos IX y X tratan de la
organización jurídica de la comunidad y la forma de ejercitar la autoridad: debe ser vista en
la óptica penitencial del cambio y de la conversión. El superior, por tanto, es llamado
corrector e invitado a corregirse antes a sí mismo y después caritativamente los otros y a
unir en la corrección justicia y misericordia, no buscando nunca el castigo de quien falta,
mas siempre la conversión.
8. El cuarto voto de vida cuaresmal
Es la novedad que caracteriza la espiritualidad penitencial de la Orden de los
Mínimos. La IV Regla lo formula así: Todos los frailes de esta Orden se abstendrán
completamente de alimentos de carne y en le régimen cuaresmal harán dignos frutos de
penitencia evitando totalmente las carnes y cuanto de esas proviene. Por tanto, a todos y a
cada uno de esos está absoluta y incontestablemente prohibido alimentarse, dentro y fuera
del convento, de carnes, grasa, huevos, mantequilla, queso y de cualquier especie de
lacticinios y de todos sus derivados y componentes. La única excepción prevista es la
enfermedad, cuando esta no pueda ser curada con alimentos cuaresmales.
Para entender el voto de vida cuaresmal, llamado por san Francisco, siguiendo la
estela de los Padres de la Iglesia, la más santa y feliz costumbre de vida, es necesario
recordar que tal práctica ascética era habitual en la vida religiosa: Al monje no se le da
licencia para saborear o comer la carne, no por que la juzguemos como criatura indigna,
sino por que consideramos que la abstinencia de la carne es útil y apta a los monjes,
teniendo, sin embargo, la moderación que sugiere la piedad hacia los enfermos (Decreto
de Graciano). San Benedicto en la Regla dice: La vida del monje tendría que ser en todo
tiempo una continua observancia de la cuaresma (c. 49). Sin embargo, a partir del siglo
XIV las dispensas concedidas por la Santa Sede fueron siempre aumentando. Los motivos
aducidos para obtenerlas estaban relacionados a la convicción de que tal género de
penitencia no podía ser más practicado pues habían cambiado las condiciones físicas y
climáticas. En realidad, sin embargo, el abandono de tal ascesis era una señal de la
decadencia en acto y de la disminución del fervor religioso. Los movimientos de
observancia, en efecto, al reproponer un riguroso programa reformador, incluían,
generalmente, también la abstinencia cuaresmal.
San Francisco, a su vez, ha hecho de ella un punto-fuerte de su programa y
proyecto de vida. Tal vez ya la practicaba en familia, aunque no con el mismo rigor que él
la propone ahora. Esta hipótesis nace de algunos testigos del Proceso Cosentino. El
biógrafo contemporáneo dice que el joven Francisco ya la practicaba en el convento de san
Marcos Argentano, durante el año votivo, distinguiéndose del resto de la comunidad. Los
testigos coinciden al afirmar que la ‘vida cuaresmal’ era exigida por el Eremita para todo
aquel que deseaba seguir sus pasos. Pirro Caracciolo la indica a Roma como un hecho
extraordinario; ya anteriormente, en 1467, la investigación hecha por el emisario de Pablo
II en Paula, en el eremitorio del joven Eremita, versó principalmente sobre este argumento:
Esta vida tuya es demasiado austera, tú la puedes soportar por que eres un hombre
‘rústico’, pues si fueses un hombre noble y delicado no podrías soportarla. Francisco
respondió que la fuerza para poderla observar no le venía de la capacidad humana, sino del
amor de Dios. Y, para demostrar la veracidad de su afirmación, coge el fuego entre las
manos y se lo presenta al monseñor invitándole a calentarse. Al final de su vida, será el
fuego entre sus manos, una vez más, a convencer a los religiosos, en Francia, para que
acepten la IV Regla con el IV voto. Podemos decir que es precisamente el IV voto de vida
cuaresmal el que indica de forma relevante el vínculo de Francisco y de su Orden con la
tradición de los Padres.
La razón por la cual se prescribe con voto solemne a los frailes y a las monjas (a los
terciarios se la propone como posibilidad, dejándola a su libre opción) era la esperanza de
evitar en el futuro cambios y mitigaciones. A esta solución el Eremita llegó con mucho
trabajo interior y luchando con los mismos frailes, una vez resueltas sus divergencias con
la jerarquía de la Iglesia. El anónimo habla del diablo que se le apareció en forma de ángel
para disuadirlo, en base a las palabras de Jesús que exhortaba a los Apóstoles a comer todo
aquello que les ofreciesen (Lc 10,7).
Un religioso Mínimo, testigo en el proceso de Tours dice que Francisco sufrió
mucho por causa de algunos religiosos que querían vivir una vida menos rigurosa. La
oposición interna se resolvió un año después de la muerte del Fundador, durante el primer
Capítulo General, celebrado en Roma, en diciembre de 1507, donde después de un vivaz
debate sobre la voluntad del Fundador, todos los religiosos profesaron la IV Regla con la
prescripción del IV voto de vida cuaresmal.
Según el pensamiento de san Francisco de Paula, con la observancia de la vida
cuaresmal, los frailes y las monjas viven la secuela evangélica de la penitencia. El inicio de
la II Regla dice: Los frailes Mínimos de los Mínimos, que imitan la vida y regla del
santísimo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo bajo los votos de de pobreza,
castidad, obediencia y vida cuaresmal…La IV Regla, a su vez, dice que en el régimen
cuaresmal los frailes hacen frutos dignos de penitencia, y cita Lc 3,8.
Si nos preguntamos cual haya sido el motivo por el que, en la tradición de la
Iglesia, se impuso esta forma ascética en relación a las otras, no es difícil encontrar una
respuesta consultando los escritos de los Padres de la Iglesia. Sus motivaciones las
podemos reducir, substancialmente, a cuatro: la secuela de Cristo, la adquisición de la
perfección, el dominio de la carne y la contemplación.
La secuela de Cristo. Es opinión constante de los Padres que Cristo practicase la
abstinencia cuaresmal y, después de Él siguiendo su ejemplo, los Apóstoles. San Pablo en
1 Cor 9, 27 y Rm 14, 21 exhorta: Es bueno no comer carne ni beber vino. Los argumentos
de los Padres para mantener tal tesis los resume san Jerónimo: Cristo, dice, ‘recondujo el
omega al alfa’, en el sentido que, viniendo al mundo, repropuso la abstinencia de la carne,
que los hombres habían practicado desde la creación al diluvio.
La adquisición de la perfección. Los Padres, aún precisando que no existen alimentos
impuros, inculcan la abstinencia con la única finalidad de ayudar la adquisición de la
perfección cristiana y la meta del paraíso. Escribe san Cirilo de Jerusalén: Ayunamos
absteniéndonos de carne y vino, no por que lo consideremos impuros, sino por que
esperamos la recompensa, pues mientras despreciamos las cosas sensibles, gozamos de la
mesa espiritual e inteligible: pues, si sembramos ahora con lágrimas, cosecharemos
gozosos en el siglo futuro. San Jerónimo explica que los sentidos pueden dominar la mente
humana mediante la gula, considerada por los Padres como el origen y principio de todos
los vicios. Ayudando a dominar las pasiones y corregir los vicios, la abstinencia ayuda a
conseguir las virtudes.
El dominio de la carne. Los Padres afirman que el cuerpo desarrolla un rol preciso en el
crecimiento de la vida espiritual, por lo que, según como se use, puede ayudar o impedir.
De aquí los consejos que dan sobre el estilo de vida, vestuario y alimentación. Esta última,
a su juicio, es uno de los factores que más influye el estado del cuerpo, que, a su vez,
repercute en la actividad mental y espiritual. Según los Padres el exceso de grasas en el
cuerpo tiene un efecto devastador para la castidad, pues inflama el sistema glandular, sea
en la actividad intelectual como en la espiritual. En su visión ascética, las glándulas unidas
a la actividad sexual están situadas en las inmediaciones del intestino y su actividad puede
ser influenciada por alimentos excitantes y por el calor que estos producen. Así enseñaban
san Juan Casiano, san Juan Clímaco, y siguiendo sus pasos, también santo Tomás de
Aquino.
La contemplación. Santo Tomás de Aquino sintetizó así el pensamiento de los Padres
sobre el apoyo que la abstinencia aporta para conseguir con mayor facilidad la
contemplación: Nos abstenemos de carne y derivados para que el alma se eleve a la
contemplación de las cosas más sublimes. Los Padres, al hablar explícitamente de la
contemplación, vista como fruto de la abstinencia, hablan de los loghismoi. Esos son los
pensamientos extravagantes que impiden la meditación y son el principal efecto negativo
que la alimentación, hecha a base de alimentos excitantes, produce en la mente. Una dieta
adecuada, por el contrario, carente de carne, vino y otros alimentos nocivos, según los
Padres, favorece la oración y contribuye a la claridad del nous, que no va interpretado
como mero intelecto, sino como órgano de la contemplación. Los Padres se rehacen en esto
también al pensamiento filosófico pagano. Porfirio, por ejemplo, en cuya obra se inspira
san Jerónimo, escribe: Mandamos abstenerse de las carnes de los animales, no a todos,
sino sólo a aquellos que quieren dedicarse a las cosas sublimes…no nos podemos unir a
Dios a no ser mediante la abstinencia purísima.
En las Reglas de la Orden de los Mínimos se encuentran tales motivaciones, aunque
no de forma ordenada y sistemática, sobretodo en la introducción del c. VII de la IV Regla,
que trata del ayuno.
9. El nombre Mínimo
El nombre a la Orden fue dado, a petición del Fundador, por Alejandro VI, al
aprobar la I Regla: En esa el nombre originario del movimiento, la Congregación eremítica
de san Francisco de Asís, pasó a ser Orden de los Mínimos. La nueva denominación refleja
la dirección espiritual dada por el Fundador a sus discípulos. León X da una explicación
breve, pero clara: Manifestó su humildad también a través del nombre dado a su instituto,
pues, como él quería ser el ‘mínimo’ de todos, así decretó y estableció que su Orden se
llamase de los Mínimos. Todavía más: Y como él era amante de la humildad, deseaba que
esta virtud fuese también cultivada por sus discípulos; por eso ordenó que sus frailes
fuesen llamados ‘de los Mínimos’ y las monjas fuesen llamadas Mínimas. Es evidente, por
tanto, que el nombre enuncia un proyecto de vida, que se rehace a la humildad. En efecto,
al hablar del remanente que los frailes deben distribuir a favor de las causas pías, la Regla
da esta explicación: Como exige la humildad de la Orden.
La importancia de llevar este nombre es subrayada por el Fundador en algunos
pasajes de las Reglas, donde pide actitudes humildes en virtud del nombre que la Orden
lleva. Él llama a sus religiosos: Mínimos de los mínimos siervos de Jesucristo. Los
profesores de teología no deben enorgullecerse por su ciencia ni exigir puestos de
privilegio, recordando su nombre de Mínimos, sino que deben ocupar humildemente el
puesto de su humilde profesión. Los correctores deben sentirse siervos de la comunidad,
por eso, cualquiera que sea su superioridad, o grado de su autoridad, no osen imponerse u
oprimir alguno de sus hermanos Mínimos, siendo también ellos Mínimos. En referencia a
la prohibición de usar el canto en la liturgia, la afinidad con el nombre Mínimos viene
resaltada por la misma Iglesia.
¿Qué nexo puede tener este nombre con el carisma de la Orden? El vínculo fuerte y
evidente, según la tradición de la Iglesia. Obsérvese, en primer lugar, que en la Biblia
ayunar a menudo equivale a ‘humillar el ánimo’, es decir, mortificarse ante el Señor (Esd
8,21; Lv 16,19.31). San Francisco en su Regla prescribe el ayuno para mortificar el alma
con frutos dignos de penitencia, pues hace el corazón contrito y humillado. La humildad,
pues, es considerada por los autores espirituales el primer paso en el camino de conversión,
pues crea las condiciones necesarias haciendo sentir la necesidad de Dios y la comunión
con Él. Sobre tal premisa se desarrolla todo el proyecto de una espiritualidad penitencial
que propone medios e itinerarios para facilitar el camino hacia Dios. El cronista francés
más importante de la Orden en el siglo XVII, para explicar la importancia del nombre
Mínimos en el contexto de la espiritualidad penitencial, acude a este texto de san Agustín:
¿Quiénes son los Mínimos de Cristo? Son aquellos que han abandonado todas sus cosas y
han seguido a Cristo; han distribuido sus haberes a los pobres, para servir a Dios
solícitamente sin impedimentos mundanos; libres de los afanes del mundo para poderse
elevar en alto como pájaros alados. Estos son los Mínimos. ¿Por qué Mínimos? Porque
son humildes, no orgullosos, ni soberbios. Levanta estos Mínimos y encontrarás un gran
peso.
Por esta explícita unión entre unión y penitencia, puesta de realce por las Reglas de
la Orden, encontramos en esas el sustantivo humilitas, el adjetivo humilis y el adverbio
humiliter acompañando las más diversas exhortaciones. La humildad, por tanto, no es algo
que se añade a la penitencia, sino que es un todo con ella, creando, incluso, las
condiciones.
10. Evolución de la espiritualidad penitencial de los Mínimos
Al indicar algunas líneas de la espiritualidad de san Francisco de Paula y de la
Orden de los Mínimos, nos hemos detenido generalmente en los textos y documentos de
los orígenes. Es evidente que en cinco siglos de historia, tantos tienen los Mínimos, los
temas de espiritualidad han sido profundizados y, sobretodo, se ha ido aclarando, hasta
hoy, el carisma penitencial, que Francisco de Paula recibió de Dios y, después, transmitió a
la Iglesia. Sería demasiado largo hacer aquí un ‘excursus’ histórico. Me detengo a
examinar algunos autores, entre los años 1600–1700, época de oro de la Orden de los
Mínimos, para pasar, posteriormente, a la reelaboración de la espiritualidad hecha en la
segunda mitad del siglo pasado, bajo el empuje de la renovación impulsada por el Concilio
ecuménico Vaticano II.
Los autores que pasaremos reseña son: I. Toscano, L. De Peyrinis, A. Ruteau,V. De
Via, Tomás da Vezzano, y F. Prestes de Longobardi. Su primera preocupación fue la de
fundamentar bíblica y teológicamente el IV voto de vida cuaresmal. Están de acuerdo en
creer que la abstinencia cuaresmal tiene una inspiración evangélica, en el sentido que
mediante el IV voto los Mínimos imitan la vida de Cristo y de los Apóstoles y, por tanto,
con legítimo derecho se puede decir que tal voto es una de las formas de seguir a Cristo y,
por lo tanto, puede ser insertado entre los consejos evangélicos. En sus argumentos, no
esconden las dificultades generalmente aducidas para poner en duda el valor de ésta
abstinencia, como la que visto en Lc 10,7, en que Jesús dice a los Apóstoles que coman
todo aquello que les venga ofrecido.
Sobre la base de estas premisas, nuestros autores han sostenido y demostrado, con
varios argumentos, que el IV voto de vida cuaresmal es esencial a la Orden de los
Mínimos, por lo que su abolición significaría el fin de la misma Orden, o por lo menos, en
la forma en que Francisco de Paula le había concebido, bajo la acción del Espíritu Santo.
Añadamos que éste también ayuda a observar los otros tres y hace más fácil y expedito el
camino hacia la perfección, a la que los religiosos están llamados en virtud de su vocación.
Otro tema que ha tenido empeñados a los teólogos Mínimos es el del fin específico
de la Orden, para ellos de capital importancia, pues junto con ese viene tratado el tema de
la naturaleza y esencia de la Orden. No obstante las polémicas entre las diversas Órdenes
por saber cual de ellas era la más austera, sus reflexiones muestran un buen nivel teológico.
Esos están generalmente de acuerdo en que el fin específico de la Orden es la penitencia
que constituye la naturaleza y esencia de la Orden.
Después del Concilio, los Mínimos, como todos los religiosos, han retomado el
estudio del carisma, procurando darle una nueva imagen y un mejor fundamento bíblicoteológico. De este trabajo de reflexión han surgido el nuevo texto de las Constituciones,
aprobado en 1986, y más tarde la ‘Ratio institutionis’, en 1993.
Las nuevas Constituciones de 1986 presentan el carisma penitencial así: La Orden
se propone dar particular y cotidiano testimonio de la penitencia evangélica con la vida
cuaresmal, cual total conversión a Dios, íntima participación a la expiación de Cristo y
reclamo a los valores evangélicos del destaque del mundo, del primado del espíritu sobre
la materia y de la urgencia de la penitencia, que lleva consigo la práctica de la caridad, el
amor a la oración e la ascesis física. El santo Fundador se presenta, en efecto, a la
secuela de Cristo con los trazos característicos del humilde penitente inmerso en Dios, que
da a los hermanos la experiencia del divino y del reino de Cristo, por eso, con su Regla él
es “lumen ad illuminationem paenitentium” (art. 3).
La ‘Ratio institutionis’ es el proyecto formativo de la Orden, aprobado en 1993, le
presenta así: El carisma específico de la Orden de los Mínimos se identifica con la
penitencia evangélica normalmente vivida en Cuaresma, justamente calificado por la
Regla como ‘vida cuaresmal’. Así fue vivido por el Fundador, reconocido y aprobado por
la Iglesia; y así, desde las orígenes hasta hoy, ha sido estimado y venerado por la
jerarquía y por los fieles (n.31).
P.Giuseppe Morosini O.M.