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EL SALTO Francisco Rengel El silencio sólo era roto por el murmullo de expectación. Jamás le había conmovido tanto una situación. Ochenta mil personas poblaban las gradas del estadio olímpico de Atenas y quedaban unos segundos para que empezara su carrera. El listón, a 2,40 metros de altura, lo había sobrepasado repetidas veces aquel año en las sesiones de entrenamiento, pero era entonces cuando tenía que superarlo. Si lo hacía, ¡medalla de oro! Recordaba las consignas de su entrenador en la soledad de los ensayos: "¡Bien, bien! Pero la diferencia entre un buen atleta y un campeón es que éste ha de conseguir los logros a la hora de la verdad, cuando un título está en juego". Le martilleaban esas palabras en la cabeza de forma reiterada. Estaba frente a la oportunidad de su vida; la que le consagraría como el mejor saltador español de todos los tiempos, la que le abriría las puertas de becas, grandes premios sólo por participar y fama y gloria para siempre. Y dinero, mucho dinero. A sus 25 años, Antonio Serrano acariciaba lo que se propuso en plena adolescencia. Había empezado en el colegio, en una clase de Gimnasia, cuando el precavido profesor le enseñó el salto de altura a estilo rodillo. El miedo a una mala caída prohibía otras fórmulas. Pero él se enamoró del riesgo. Tuvo la habilidad de quedarse en el grupo de los que tenían que guardar las colchonetas y el listón al final de la clase, cuando el profesor ya se había marchado. Ante la perplejidad de sus compañeros de recogida, Antonio, que había visto en la tele cómo saltaban los grandes atletas, empleaba el método Fosbury y superaba el hierro colocado tres o cuatro cuartas más alto que el metro escaso al que se situaba durante la clase. Fue un flechazo entre Antonio y el listón, un estímulo marcado por la osadía juvenil. Desde entonces, siempre competía por llegar más arriba. Los letreros de los establecimientos comerciales cuando paseaba por la calle con los amigos eran objetivo inmediato de apuesta. Suponía el entrenamiento para la siguiente clase de Gimnasia. Bueno, más bien para la próxima cita con la recogida de colchonetas. Quizás habían pasado en Atenas diez o doce segundos del tiempo de concentración antes del salto más importante de su vida. Para Pepe Hidalgo, el preparador, todo iba normal. ¿Cómo iba a apreciar algún indicio sobre el intento de su pupilo si apenas habían transcurrido una decena de segundos de saltitos impulsivos y sin avance? ¿Cómo la mente del técnico iba a imaginarse dónde estaba la cabeza del atleta? Era imposible; por muy bien que le conocía, jamás le había visto en una situación tan extrema. No había tiempo para ese tipo de reflexión. Sin embargo, Antonio, consciente de que el marcador señalaba que habían transcurrido diez segundos de concentración, reparó de inmediato en que su cabeza, plagada de recuerdos, le concentraron varios años de su vida en tan escasísimo tiempo. Era rememorar a velocidad de vértigo. Jamás le había pasado. Si acaso, alguna noche de esas que se levantaba con sed y mientras bebía agua adormilado disfrutaba del sueño que había interrumpido esa necesidad orgánica. "¡Chico, tú tienes futuro en esto!". La frase, de un entrenador malagueño, le cambió la vida. Tenía 14 años cuando se le acercó Rafa Montes al final de una competición escolar que se celebró en las pistas de Carranque. "¿Quién te ha enseñado a saltar así?", le preguntó el técnico. "Nadie", fue su respuesta. De hecho, aquel día su profesor de Gimnasia se quedó estupefacto, pero no se atrevió a llamarle la atención: Antonio saltó 45 centímetros más que su inmediato seguidor y había dado al colegio la gloria del triunfo en salto de altura. Además, para no quedar en evidencia frente a entrenadores de atletismo con experiencia que asistieron a aquella competición, el 'profe' prefirió felicitarle para que los asistentes le consideraran partícipe del éxito de Antonio Serrano. El afán de notoriedad, una vez más, fue elegido antes que la sinceridad; una moneda de curso diario en el mundo de la miseria humana. El atleta revivía aquella tarde en fracciones de segundo mientras se concentraba en el estadio olímpico heleno. 2 Era tal la naturalidad que mostraba Antonio Serrano en sus saltos que al profesor le desapareció el miedo por el método que empleaba para superar el listón. Ya todas las clases terminaban con una exhibición del niño prodigio. Sus compañeros se sentaban alrededor de la recta final del recorrido para apreciar, entusiasmados, cómo Antonio saltaba cada día con más espectacularidad, seguridad y eficacia. Y allí estaba el héroe, casi una docena de años después, pendiente de que su zancada larga y parsimoniosa empezara la carrera hacia la gloria. El silencio roto por el murmullo del diálogo de los ochenta mil espectadores del Olímpico de Atenas no lo oía el saltador. El público se preparaba para empezar esas palmadas rítmicas que contribuyeran a marcar los pasos de un atleta que no entraba en los pronósticos, que había establecido antes de llegar a la cita una mejor marca personal de 2,28 metros. "Amparado por los dioses", habían llegado a titular un reportaje sobre el español en un prestigioso periódico griego. La rememoración de la mitología envolvía aquellos días felices de Antonio Serrano, un chaval que fue prematuro en el riesgo y que ahora rozaba el cielo con las yemas de sus dedos. Pero su cabeza, antes de un salto trascendental, era un torbellino de recuerdos que ahora le trasladaban a sus primeros pasos fuera de casa. Tanta pasión por el atletismo, por el salto de altura, le marcaron la vida: decidió estudiar Educación Física y el destino inevitable fue Madrid, donde su condición de internacional en categorías inferiores le obligó a una dedicación plena al entrenamiento. Horas y horas de esfuerzo, de potenciación de músculos, de carreras, de ensayos… No le pesaba. Observaba y disfrutaba de su progresión; lenta, pero suficiente para reforzar su ambición y capacidad de trabajo. "¡El culo, Antonio! ¡El culo!". Varios años oyendo la misma frase después de un salto fallido. Serrano tenía unas piernas portentosas que le llevaban a la altura suficiente para dejar debajo el listón, pero la falta de sincronización para elevar la pelvis le perjudicaba en muchas ocasiones. Estaba hastiado del roce leve de la barra de hierro con el glúteo derecho. Fueron meses complicados, pero el título de campeón de España logrado en el estadio 3 Anoeta le supo a gloria. Sus rivales no sólo le expresaron la felicitación, sino que le preguntaron por el progreso en ese movimiento tan pronunciado que había conseguido cuando estaba encima del listón; se planteaban cómo podía arquear de esa forma el tronco, que parecía que su cuerpo era una suave pluma curvada que eludía el hierro como si se tratara de un objeto teledirigido con precisión científica. Antonio sabía que no era cuestión de cualidades innatas. Ni mucho menos. Se trataba del producto tras una labor de empeño, de obsesión por ser el mejor… de horas y horas de trabajo. A los más íntimos competidores les contó su decisión de aprender yoga, con lo que aumentó de forma considerable su capacidad de concentración y la flexibilidad de sus articulaciones. Durante las horas de estudio repasaba mentalmente lo aprendido en la alfombra de su habitación: memorizaba lo leído al mismo tiempo que la sangre le subía a la cabeza por los cada vez más pronunciados 'puentes' que hacía arqueando su columna vertebral. Llegó a plantearse colocar un tapiz milimetrado para comprobar los progresos y cerciorarse de la distancia exacta a la que quedaban sus manos de los pies. Antonio, a veces, parecía más un bailarín clásico que un atleta. En realidad, él tenía que danzar en el aire, como lo haría un pájaro sin alas que irremediablemente después se estrellaría con el suelo. Apenas le quedaban veinte segundos para empezar el salto. Toda España, casi todo el mundo, estaba pendiente de él. Ganar el oro olímpico en esa especialidad era algo inédito en la historia del atletismo nacional. Atenas estaba entregada a su progreso, a sus movimientos ágiles y coordinados, a la estética de su esfuerzo y a la sencillez y humildad que había demostrado durante la competición. Tantos años de entusiasmo se condensaban en unos segundos, pero los recuerdos inundaban su cabeza. Seguía dando saltos continuos y pequeños sobre ambas piernas antes de empezar a calcular la distancia que le separaba del listón. Ya se había calentado apropiadamente. ¡Veinticinco, son veinticinco zancadas! Las tenía perfectamente memorizadas; tanto que ni siquiera necesitaba contarlas mientras las completaba. Es más, la precisión de la longitud de extensión de las piernas también estaba controlada por su cerebro. La reiteración en los 4 ensayos, la perfección que había impuesto a lo largo de su vida a sus progresos técnicos, sus ansias de ganar, de ser grande, de alcanzar el privilegio de ser el mejor del mundo… Allí estaba, enfrente, un listón a 2,40 metros del suelo; último intento: si lo superaba, oro; si no, bronce. El error no iba a resplandecer; el acierto le convertiría en leyenda. Era la hora de la verdad. Su cerebro le dio la orden de enfrentarse al salto de su vida. Había mucho en juego. No sólo su futuro como atleta de élite, sino también el de su entrenador, que recogería grandes frutos de aquel éxito sorprendente en unos Juegos Olímpicos. Los cinco primeros pasos de Antonio fueron perfectos; su cuerpo estaba diseñado para ejecutar aquellos movimientos con facilidad, de forma autómata. Era el fruto de la repetición. Curiosamente, su cabeza no dejaba de repasar todas las etapas clave en su formación como deportista de élite; el orgullo de unos padres que comprobaron que su hijo, lejos de dejarse llevar por la pasión hacia el atletismo, terminó sus estudios universitarios con brillantez; la admiración de sus alumnos más jóvenes en el Instituto madrileño en el que empezó a hacer compatibles los entrenamientos con una labor docente que también le apasionaba; el amor de una novia que le conquistó mediante una sonrisa un día que le vio tocar con los dedos el cartel de una óptica de una calle de Málaga… A Antonio se le empezaron a saltar las lágrimas de emoción a partir del sexto paso. Su cuerpo estaba capacitado para superar el listón. Lo sabía; desde que dio la primera zancada estaba convencido de que Atenas se iba rendir a su exhibición, a su medalla de oro, al triunfo de una vida plenamente identificada con un objetivo… Ya las imágenes de su mente se entremezclaban con las de atleta consagrado subido en lo más alto del podio y recogiendo la medalla de oro de manos de Juan Antonio Samaranch. Ya se veía en el 'Marca', junto a una foto pequeñita de Ronaldo, ocupando toda la portada con sus dos manos en alto después de saltar como un resorte tras rebotar sus huesos en la colchoneta de gomaespuma. Y los telediarios repitiendo una y otra vez el salto de su vida. 5 De pronto, algo empezó a confundirle. "¡No, no!", llegó a musitar en plena carrera. Los pasos iban milimetrados, la distancia recorrida era cada vez mayor. Eso iba bajo el control absoluto de un cuerpo preparado para alcanzar la perfección… Lo que fallaba era el programado recuerdo que su cerebro se había encargado de mostrarle en instantáneas vertiginosas durante aquel momento cumbre. Empezaron a asaltarle situaciones confusas de los últimos meses: cuando apareció aquel médico extranjero que había contactado con su entrenador y se reunió con él para explicarle los beneficios que podría obtener de la ingestión de unas vitaminas no conocidas en España. Él no le había dado la mayor importancia, pero en aquel resumen que se ampliaba en cientos de detalles en sólo milésimas de segundos, su cabeza empezó a atar cabos, a entender que las razones de su progreso a los dos meses de tomar aquellas pastillas amarillas insípidas no se basaban exclusivamente en su esfuerzo personal. Recordó que en los entrenamientos había disminuido su fatiga de forma considerable, que su entrenador empezó a meterle más caña que nunca y él no lo acusó, que había superado los 2,40 un mes antes de ir a la cita de Atenas cuando empezó aquella temporada viendo complicadísimo saltar más de 2,30 metros… La confusión del principio se transformó en convencimiento. Antonio ya había dejado de dar las zancadas; estaba en el aire, con su espalda frente al listón, elevándose ante la expectación de ochenta mil personas que no perdían un movimiento de su cuerpo, un esqueleto ya entregado a la flexibilidad de aquel pájaro sin alas para eludir la barra de hierro. Sus hombros habían superado la barrera; el recorrido de la espalda era perfecto: primero, las vértebras cervicales; después, las dorsales… La columna se arqueaba como cuando hacía 'el puente' en sus ratos de estudio. "¡Antonio, el culo!", volvió a recordar. No; esta vez el glúteo no iba a rozar el listón. Todo iba sincronizado. Era el salto de su vida. El oro le esperaba. Pero Antonio había llegado a una conclusión despiadada y determinante justo a tiempo: sabía que el noventa y cinco por ciento de su éxito había sido su trabajo, su esfuerzo… Pero las 'vitaminas' ingeridas durante los últimos meses y ahora rociadas en su mente en forma de imágenes habían 6 puesto el cinco por ciento de lo que le faltaba para superar el listón a 2,40 metros. Fue cuando Serrano cambió sus lágrimas de emoción por un llanto amargo que sólo él apreció en medio de la pasión de 80.000 espectadores ya levantados de sus asientos, saltando con él. Justo en ese mismo momento su cabeza ordenaba a la pelvis que diera un espasmo hacia abajo suficiente para derribar la barra de hierro. Su glúteo rozó el listón. Acababa de renunciar al oro, a la leyenda, a la grandeza… Pero desde aquel momento, Antonio se sintió más satisfecho consigo mismo que en todos los días de su vida. Serrano acababa de ascender al olimpo más valioso del ser humano: la cumbre de la honradez. Lloró de felicidad. 7