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viernes, 24 de marzo de 2006
¿Necesitamos un nuevo Darwin?
Como darwinistas, somos conscientes de que tenemos mala prensa cuando se plantean
cuestiones como el origen de la vida, la extraordinaria diversidad biológica, o el surgimiento
del lenguaje y de la conciencia. ¿Cómo puede un mecanismo ciego como la selección natural,
que simplemente actúa como criba para que los “buenos” genes prosperen y los “malos” se
queden por el camino, explicar asuntos de tal envergadura? La respuesta común es inmediata:
obviamente no puede y necesitamos o bien un agente divino (terreno ocupado por los
creacionistas), o bien replantearnos los principios básicos del darwinismo (terreno en el que
parecen proliferar muchos científicos; véase EL PAÍS de 19 de marzo de 2006: Se busca un
nuevo Darwin). Pues bien, a pesar de, o quizá debido a, nuestra supuesta cortedad de miras
pretendemos convencer al lector no creacionista de que el darwinismo sigue gozando de
excelente salud y que sus oponentes parecen obviar una lección básica: las ideas en ciencia,
como la vida misma, también evolucionan.
Resulta ilustrativo empezar examinando la influencia de Darwin en el periodo que abarca
desde el redescubrimiento de los principios básicos de la herencia (inicios del siglo XX) hasta
nuestros días. Los primeros genéticos ya proclamaron la muerte del darwinismo, que se basa
en cambios graduales, y abrazaron la teoría de la mutación, la cual afirmaba que son los
grandes cambios los que constituyen la base de la evolución. Pero en el año 1918 el genial
científico británico Ronald Fisher demostró que la nueva ciencia, bautizada en 1906 como
genética, no sólo era totalmente compatible con el darwinismo, sino que el darwinismo se
apoyaba sobre los principios fundamentales de la genética. Empezaba un nuevo periodo
durante el cual se desarrolló la teoría genético-evolutiva que culminó en el año 1937 con el
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nacimiento de lo que se conoce como Nueva Síntesis o neodarwinismo. El neodarwinismo
situó a la evolución en el centro de la biología, como resume la famosa frase acuñada por su
padre fundador el científico de origen ruso Theodosius Dobzhansky: “Nada tiene sentido en
biología si no se contempla bajo el prisma de la evolución”. Recuerde el lector que aún
tendrían que pasar 16 años para que Watson y Crick publicaran su famoso modelo de la doble
hélice, que Barbara McClintock aún no había iniciado sus experimentos demostrando que
algunas zonas del genoma pueden saltar de unas posiciones a otras, o que hasta 1961 no se
supo cómo los genes podían hacer uso de interruptores para activarse o desactivarse según las
necesidades de la célula. Como su nombre indica, la Nueva Síntesis unificó los conocimientos
del momento de varias disciplinas como la genética, la sistemática, la paleontología y la
botánica. Una de las disciplinas que permaneció al margen fue la embriología, que es la rama
de la biología que estudia el desarrollo de los embriones animales. El motivo básico fue que la
embriología carecía aún de principios unificadores. Pero se tiende a ignorar que el propio
Darwin era perfectamente consciente del papel central de la embriología en el desarrollo de
sus ideas. En una carta a Asa Gray (botánico nacido en 1810) fechada el 10 de setiembre de
1860 Darwin escribió: “Embriology is to me by far the strongest single class of facts in favor
of change of forms, and not one, I think, of my reviewers has alluded to this”. (A mi entender
la embriología nos brinda la mejor casuística para apoyar los cambios en la forma y, que yo
sepa, ninguno de mis comentaristas ha hecho referencia alguna a esto.) Resulta irónico que
146 años después de que Darwin escribiera estas palabras la élite de la biología del desarrollo
aún ande buscando un nuevo Darwin, según publicó EL PAÍS el 19 de marzo de 2006.
Pero prosigamos con nuestra pequeña historia. El puñado de científicos que empezó
extendiendo la Nueva Síntesis en un país tan escasamente ilustrado en evolución como los
Estados Unidos (en el que la gran mayoría de los habitantes aún sostiene que no existen lazos
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biológicos entre el hombre y las otras especies animales) también tenían, cómo no, su lado
humano. Como suele ocurrir tantas veces muchos puntos de vista se extremaron y algunos
cayeron en un cierto fundamentalismo al sustituir a Dios como agente divino por la selección
natural como agente material omnipresente. Parecieron olvidar lo que el darwinista Ronald
Fisher ya había escrito en 1929: “La selección natural no es evolución”. Es importante no
malinterpretar la intencionalidad de esta frase. La evolución es un hecho y como tal requiere
una explicación científica. La selección natural nos proporciona el único mecanismo capaz de
explicar la exquisita adaptación de las especies a su entorno, pero no todos los cambios
evolutivos que observamos a diferentes niveles de organización biológica se deben
necesariamente a la acción de la selección natural (cosa que el propio Darwin tenía
perfectamente clara). Aquel sabio consejo de Fisher también se obvio a finales de la década
de 1960 cuando algunos científicos acuñaron el término “evolución no darwiniana” para
explicar la tasa constante de cambio observada en las proteínas cuando se comparan diversos
linajes. Pero las aguas volvieron muy pronto a sus cauces y se reconoció que la evolución a
nivel molecular no quebrantaba ningún principio básico del darwinismo. Es más, una de las
actividades importantes de quienes se dedican actualmente a estudiar la evolución a nivel
genómico es averiguar qué genes sirven de dianas selectivas para explicar lo que nos
diferencia de nuestros parientes más próximos los chimpancés y nos hace humanos.
El formidable problema que suponía entender el desarrollo embrionario animal empezó a
resolverse a finales de 1970 con la identificación de aquellos genes necesarios para construir
la larva de una de las especies favoritas de los genéticos, la famosa mosca del vinagre
Drosophila. Hoy en día sabemos que durante dicho desarrollo algunos genes (genes
controladores) controlan el apagado o encendido de otros genes encargados de hacer un ala o
una pata (genes realizadores utilizando la denominación de Antonio García Bellido) en
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diferentes partes del animal. Es como un enorme circuito de conexiones que se apagan o
encienden dependiendo de las coordenadas espacio-temporales del embrión, lo que posibilita
una lógica combinatoria con infinidad de posibilidades. El descubrimiento asombroso fue que
estos genes controladores son universales y descienden de un único ancestro que vivió hace
más de 500 millones de años. Los avances en biología del desarrollo nos demostraron, una
vez más, que cuando la vida descubre un truco que funciona lo emplea multitud de veces
utilizando la inmensidad de combinaciones posibles o permisibles. Los detalles son infinitos,
los principios básicos muy pocos. Este estado de cosas ha llevado a que finalmente la
embriología o, si se prefiere, la biología del desarrollo, se haya incorporado con todo derecho
a la corriente de pensamiento evolutivo, reivindicando de alguna forma la frase anterior de
Dobzhansky. Dicha incorporación se ha plasmado con la acuñación en la década de 1990 de
un nuevo acrónimo: evo-devo en inglés para referirnos a la biología evolutiva del desarrollo.
Ahora bien, ¿cuestionan los logros alcanzados la visión de Darwin? ¿Sigue siendo válido el
principio de evolución por selección natural?
Dejando al margen las descalificaciones fáciles a la teoría evolutiva basadas en una lectura
congelada de la versión fundamentalista de la Nueva Síntesis, todos los enormes avances de la
biología en los últimos 50 años no han hecho otra cosa sino confirmar una de las ideas más
importantes de Darwin; a saber, que todas las formas de vida actuales y pasadas descienden
de uno (o unos pocos) ancestros comunes. En este sentido el darwinismo se ha elevado a la
categoría suprema de precepto y obviamente no necesitamos un nuevo Darwin. Con respecto
al problema estelar de la evo-devo, la llamada explosión cámbrica o aparición “súbita” de
todos los grandes planes de diseño animal existentes (ver EL PAÍS de 19 de marzo de 2006),
también conviene recordar lo que otro miembro de la élite de la biología del desarrollo, Sean
B. Carroll, profesor de genética de la Universidad de Wisconsin, en Madison, ha
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puntualizado. Carroll indica que la enorme antigüedad de los genes controladores, anterior a
la explosión cámbrica, revela que la invención de dichos genes no fue lo que inicialmente
provocó la aparición súbita de los grandes planes de diseño animales. En otras palabras, los
genes per se no dirigen la evolución (ni por supuesto nuestras acciones cuando nos referimos
al comportamiento humano), tan sólo brindan posibilidades y la realización plena de su
potencial depende de causas externas. La cuestión clave entonces es saber si los procesos
dinámicos de evolución por selección natural analizados por la teoría genético-evolutiva son
aplicables al tipo de variación que ha dado lugar a todos los grandes planes de diseño animal
existentes o si, por el contrario, necesitamos herramientas de análisis cualitativamente
diferentes. La respuesta es simple: de toda la inmensidad de combinaciones de formas
posibles sólo las permisibles tienen alguna posibilidad de prosperar. La selección natural no
genera combinaciones o variación nueva, simplemente actúa como criba de lo que en un
momento determinado puede existir. Entender cómo se genera la variación (algo que Darwin
ignoraba totalmente) no tiene nada que ver con entender cómo transcurre el proceso evolutivo
(el asunto del que Darwin se ocupó). Creer que la posibilidad de cambios abruptos en la forma
mediante el diferente apagado o encendido de los genes refuta la visión gradualista de la
teoría darvinista es, a nuestro entender, seguir confundiendo lo que es el mecanismo de
generación de variación con el proceso que hace que esas nuevas formas puedan prosperar en
las poblaciones. Independientemente de que los cambios de forma puedan ser abruptos o no,
los principios dinámicos por los que dichas formas se extienden o eliminan en las poblaciones
siguen siendo los descritos por la teoría genético-evolutiva, que utiliza el tiempo de
generación como escala unitaria por lo que a efectos geológicos algunos cambios pueden
parecer “súbitos”. Lo que hay que preguntarse es por qué observamos esta forma y no
aquella, o por qué unos planes de diseño animal han proliferado y otros no. La respuesta no
siempre hay que buscarla en la selección natural pues a lo largo de la historia de la vida sobre
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nuestro planeta han ocurrido catástrofes que han conducido a la extinción de muchas especies
(“¡la selección natural no es evolución!”). Pero la selección natural sigue siendo el único
mecanismo capaz de explicar la adaptación de las especies a su entorno y, de momento, no
necesitamos de ningún otro. Este ajuste entre el organismo y su entorno hace que cualquier
visión centrada exclusivamente en los genes esté irremediablemente condenada al fracaso.
Esta es otra lección que algunos genéticos siguen empeñados en ignorar.
Permítanos ahora el lector hacer algunos comentarios sobre otro problema estelar de la
biología que Darwin eludió abordar debido a su incapacidad para ofrecer alguna hipótesis
racional basada en los conocimientos de la época: el origen de la vida. El propio Darwin
seguramente entendió el dilema obvio al que se enfrentaba: no se puede recurrir al mecanismo
de la selección natural para explicar el origen de la capacidad de evolucionar por selección
natural. Parecería quizá lógico pensar que el terreno antidarwinista estuviese
mayoritariamente poblado por científicos interesados en el origen de la vida. Muy al
contrario, la Agencia Espacial Americana utiliza la siguiente definición (a la que nosotros no
nos adherimos, pero este es un problema diferente) recogida en un documento interno de
1992: “La vida es un sistema químico autosuficiente capaz de experimentar evolución
darwiniana” (léase evolución por selección natural). El “santo grial” que buscan los
científicos para entender el origen de la vida es el surgimiento de moléculas darwinianas a
partir de una química prebiótica.
Mauro Santos
Antonio Barbadilla
Catedrático de Genética
Profesor Titular de Genética
Universidad Autónoma de Barcelona
Universidad Autónoma de Barcelona
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