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Kant y la antropología
iluminista
Sergio Espinosa Proa
Universidad Autónoma de Zacatecas
México
1. Identidad y diferencia de lo humano
Quizá sorprenda comenzar estos cursos de introducción a la antropología social interrogando a un filósofo. La verdad es que se empieza por
un texto filosófico a sabiendas de que la antropología sólo ha podido nacer desprendiéndose, bastante trabajosamente, y pagando altos costos,
de la filosofía. Lo que suele admitirse es que la antropología comienza
allí donde la tradición metafísica retrocede, donde las pretensiones de
objetividad y cientificidad ponen sitio a una envejecida ciudadela filosófica. La constitución del discurso antropológico coincide con un decidido y
progresivo desmarcaje respecto de los problemas a que tradicionalmente se enfrentaban —y aun se enfrentan, con éxito similar— los filósofos.
La antropología, en suma, sólo existe, como antropología, en el exterior
del discurso filosófico — y en gran medida contra él.
Al menos, la antropología tal y como la conocemos. Pero, ¿realmente la
conocemos — como se puede conocer una ciudad, o una persona, o una
obra? La antropología, según podrán comprobar, tiene, igual que prácticamente todas las “ciencias del espíritu” —que tampoco se deciden de
una buena vez a ser “ciencias sociales” o “ciencias humanas” o “ciencias
de la conducta”— un recurrente, quizá insoluble, problema de identidad.
Es que el pensamiento moderno, como instruía el mismísimo Hegel en
sus Lecciones de historia de la filosofía, tiene por norma ocuparse más
de sí mismo que de sus objetos1. Lo cual significa, entre otras cosas,
“La filosofía de los nuevos tiempos parte del principio a que había arribado ya la antigua, del punto de vista de la conciencia de sí real; tiene como
principio, de un modo general, el espíritu presente ante sí mismo; se enfrenta
al punto de vista de la Edad Media, que era el de la diversidad de lo pensado y
del universo existente, y labora por la disolución de ese punto de vista. Su in1
que una parte considerable de la literatura antropológica se preocupa
más por saber qué cosa sea ella misma que de explicarnos, como promete su nombre de pila, lo que podría ser ese sujeto/objeto autodenominado el hombre.
La identidad de la antropología, nos guste o no, permanece siendo un
problema filosófico. Claro que éste no es el único, y tampoco, a decir
verdad, el más importante. Todavía no se está ni muy seguro ni muy de
acuerdo sobre la clase de saber que sea el saber antropológico — en el
supuesto de que efectivamente sea (ahora) un saber confiable. Es cierto: precisamente a partir de Kant, el discurso acerca del hombre, el que
sitúa al hombre en el centro de sus intereses, se escinde en dos grandes
ramales. De un lado, la “antropología filosófica”, con sus problemas y
sus métodos particulares; del otro, la antropología a secas, que es o
quiere ser un conocimiento científico de la unidad y la diversidad humanas, en el espacio y en el tiempo. Como ocurre en las mejores familias,
ambas ramas no pueden dejar de mirarse con variables dosis de recelo
y desdén. Aquí, por supuesto, no se trata de tomar partido, y ni siquiera
de abordar en detalle su contraposición.
Nuestro propósito en estas líneas es leer a Kant sin la pretensión de llevar agua a alguno de los molinos — en desmedro del otro. Nos va a interesar el modo en que un pensador resueltamente moderno como Kant
ha planteado el problema de la identidad humana — que es, en rigor, el
de su diferencia—, y del lugar que un discurso a propósito del hombre
ha debido ocupar en el vasto proyecto de la modernidad. Intentaremos,
en fin, aproximarnos al discurso antropológico justamente allí donde la
prolongada y compleja tradición metafísica parecería llegar a un término, a un embalse... o a un salto.
2. La razón y su ceguera
¿Destructor (de la metafísica), o inventor (de la antropología)? A Kant
se le ha acusado de ambas cosas. Seguramente es uno porque es también lo otro. El filósofo (moderno) ha abrigado la ambición de hacer de
la metafísica una ciencia: de elevarla a esa altura Una ambición que,
terés fundamental no estriba, por consiguiente, tanto en pensar los objetos en
su verdad como en pensar el pensamiento y la comprensión de los objetos”
(yo subrayo). Cf. G. W. F. Hegel, Lecciones de historia de la filosofía, vol. III,
Fondo de Cultura Económica, México, trad. Wenceslao Roces, 1985, p. 205
como resultado general, ha transfigurado radicalmente la imagen de la
metafísica — y también, de rebote, la imagen de la ciencia. Kant es un
crítico —de hecho, es el inventor de la “filosofía crítica”—, pero su propósito, según veremos, no ha sido terminar con la metafísica, ni “ir más
allá” de ella, ni siquiera abandonar o disolver los problemas que semejante tradición plantea. Todo lo que Kant ha pretendido es, a la vera de
la Ilustración, cambiar el método para garantizar una metafísica más
sólida, más eficaz, más confiable; en definitiva, más poderosa. Pero las
pretensiones —y las mejores intenciones— no siempre alcanzan sus objetivos; incluso, con un poco de suerte, pueden llegar a destruirlos.
¿Ocurrió eso con Kant?
La metafísica que hereda (y, en lo esencial, asume) Kant se ocupa de
tres —enormísimos— asuntos: Dios, la libertad y la inmortalidad del alma2. Todo el trabajo de la inteligencia —de la racionalidad— humana
desemboca, a ojos de Kant, en dos grandes campos: la teología y la
moral. Más adelante descubriremos por qué los saberes técnicos deben
aparecer en posición subalterna. Por lo pronto, digamos que la metafísica, en cualquier caso, es un saber. Pero precisamente en ese punto comienzan los problemas. El filósofo (moderno) no puede conformarse con
la mera recepción de un saber. Obsesionado por (el) saber, está obligado a preguntarse qué es eso. ¿Qué significa “saber”? Necesita saber
dónde comienza y dónde termina el saber, necesita saber cómo y porqué “hay” saber, necesita saber de qué modo es posible el saber. El filósofo (moderno) sabe que no puede saberlo todo. Pero se esmerará en
preguntar por qué no. Y confiará en encontrar, allí sí, una respuesta segura.
Desde Sócrates, lo primero que un filósofo sabe es que no sabe; desde
Kant, lo segundo que sabe es que no sabe cómo — ni hasta dónde sabe.
Responder estas interrogantes es lo que, para Kant, constituye la condición de posibilidad de la metafísica misma. Sólo plantando bien sus cimientos podría sostenerse un saber que pretenda una mayor resistencia
y un mayor alcance que aquellos que distinguen a la (mera) creencia.
Sólo sabiendo (lo) que se sabe podría el espíritu humano liberarse no
únicamente de la ignorancia, que ya sería algo, sino de otra cosa aun
peor: de su servidumbre al dogma. Sólo así podría desembarazarse del
—insoportable, asfixiante— peso del saber heredado.
Kant ha soñado con suministrar una base firme a la metafísica — y trabajado incansablemente para lograrlo. Esa base, para un pensador ilus2
I. Kant, Crítica de la razón pura, Porrúa, México, 1981, p. 21
trado, no podría confundirse jamás con el (tradicional) recurso a la autoridad. La autoridad de la tradición, en el mundo convulsionado y parturiento que le toca vivir a Kant, ya no es capaz de proporcionar seguridad
alguna. La seguridad, desde Descartes, se encuentra alojada en la subjetividad, en el pensamiento, en la conciencia, en la razón: ya no se le
halla en los libros, ni en los sermones, ni en una Revelación ocurrida una
vez en el tiempo. La filosofía es moderna precisamente porque ha apostado todo su capital a un nuevo personaje. La seguridad no proviene de
la palabra de Dios — y tampoco de las enseñanzas de Aristóteles. La
única seguridad, la verdadera, está localizada en la conciencia; aun
más: en la conciencia propia. El moderno confía en la (voz de la) conciencia. La cuestión consiste en saber hasta qué punto se es capaz de
oírla claramente. Toda la cuestión se convierte entonces en un discurso
del método, en una tarea de construcción del sujeto (del método).
La metafísica es un saber. Importa ahora que efectivamente sea un saber. Kant busca las condiciones para ello, y lo que encuentra de pronto
es… una imposibilidad. Debemos admitir por principio que sólo hay saber dentro de los límites de la experiencia. Por consiguiente, la metafísica, que precisamente sitúa sus objetos fuera de la experiencia, se
muestra inalcanzable. Por más que quiera, la metafísica no puede ser
una ciencia. Es esta una conclusión ciertamente decepcionante. A menos
que se entienda de otra manera: la metafísica no puede existir bajo la
forma de la ciencia. La metafísica no es como las matemáticas, ni como
la física — lo cual no equivale a declararla imposible. Ahora bien: si no
puede ser un saber científico, ¿qué forma adopta? ¿Cómo puede ser un
saber sin ser una ciencia?
Desde Kant sabemos a ciencia cierta que la razón no lo puede todo. No
puede, en particular, suministrarnos un conocimiento teórico de aquello
que rebasa la experiencia sensible. La razón tiene límites. Pero esto hay
que comprenderlo bien: no es que la razón sea una especie de lucecita
interior que dificultosa, aunque siempre progresivamente, va iluminando
—y ganando para sí— un territorio sumido en las tinieblas. Kant ha mostrado, y quizá sea esa su mayor gloria, que la razón tiene un límite interno. “No es en la transparencia de una penetración cognoscitiva”, indica Louis Guillermit, “donde la razón se manifiesta al hombre, sino en la
impenetrable opacidad de un mandato que se impone sin otra justifica-
ción que él mismo”3. La razón reposa en una especie de punto ciego que
es más bien un sentimiento: el respeto absoluto a la ley (moral). Ese
respeto, según Kant, no depende de ningún saber: es incondicionado, es
la condición de toda condición de posibilidad de conocimiento. No se trata, en suma, de esperar a saber muchas cosas para poder actuar… moralmente. La fundamentación de la metafísica que Kant persigue
desemboca en el reconocimiento de la supremacía de la razón práctica
sobre todo conocimiento. En ese sentido, la metafísica no es una ciencia
de Dios, ni del Hombre, ni del Mundo, sino el descubrimiento y la aceptación de que sólo como sujeto de la moralidad —¡no del saber!— el
hombre se reconoce como fin último de la creación.
Esta es una primera indicación de lo que podríamos llamar, con obligadas reservas, la “antropología” de Kant.
3. Atreverse a ser humano
“Desde Newton y Rousseau, Dios está justificado”, anotaba Kant, sin la
menor ironía, en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo
sublime, de 1764. Newton para el universo exterior, Rousseau para el
cosmos interior: ambos sostienen la posibilidad de seguir pensando,
pues han descubierto las leyes secretas que respectivamente rigen a la
Naturaleza y a la Humanidad. Kant ha decidido desde entonces que el
saber (la ciencia) debe subordinarse a la sabiduría (entendida como
progreso moral). Este filósofo, que habría intentado delinear los límites
de la razón y del saber, ha debido defender los derechos de la sabiduría
contra las pretensiones del conocimiento: el progreso de las ciencias no
mejora automáticamente a los hombres. La sabiduría, según Kant, concierne no a cosas o ámbitos concretos —que son dominio legítimo de las
ciencias—, sino al destino total del hombre. El filósofo sabe que lo último
es también lo primero: el hombre necesita ante todo y después de todo
saber ocupar su lugar en el mundo. El hombre, en sentido genérico, no
necesita ser un erudito; le basta —y sobra— con ser moral. La filosofía
—la metafísica— no tiene porqué reducirse al tamaño de una ciencia.
Ella será doctrina de sabiduría práctica — o no será.
Louis Guillermit, “Emmanuel Kant y la filosofía crítica”, en François
Châtelet, Historia de la filosofía. Ideas, doctrinas, Vol. 3, Espasa-Calpe, Madrid, 1984, p. 20
3
Todo esto podría muy bien llevarnos a pensar que, a pesar de lo que se
diga en contra, Kant es no sólo un moralista, sino un doctrinario.
¿Subordinar la ciencia a la moral? No vaya a pasar que por ir contra la
moral (y las buenas costumbres) la ciencia tenga que ser censurada o
sometida a la vigilancia de honestos padres de familia y/o de cultivados
comités de censores expertos. En pleno Siglo de las Luces, su filósofo
más insigne nos estaría diciendo que el primer mandamiento sigue siendo el de amar a Dios por sobre todas las cosas. Nos estaría recordando
que el rasgo esencial de los hombres, la razón, es menos sabia que
buena (o que sólo es sabia si es buena). Nos diría que la dignidad humana reside en la modestia y en la obediencia, no en la soberbia y la
autosuficiencia. ¡Qué cerca estamos aquí de confundir a la filosofía con
el sermón y la sabiduría con el catecismo!
Lo curioso, sin embargo, es que Kant concibe a la filosofía esencialmente como crítica. Una crítica no es un saber objetivo y neutral, sino un
tribunal que impide pretensiones abusivas y legitima derechos. Es que la
razón no refleja pasivamente al mundo tal cual es, sino que le impone
leyes. La crítica es, en este sentido, prácticamente lo contrario de la
doctrina: “La crítica”, dice Kant, “no tiene propiamente esfera alguna en
lo que toca a los objetos, porque ella no es una doctrina, sino que se
propone investigar tan sólo, según el estado de nuestras facultades, si
una doctrina es posible por medio de ellas y cómo lo sea”4. La crítica, en
tal sentido, no se propone limitar el ámbito del conocimiento —en nombre de la fe o de la moral—, sino justificar su posibilidad y su validez. La
crítica no es un “saber (de) cosas”, sino el libre y público examen mediante la razón5. La crítica, en fin, no es una ciencia —un saber (de) leyes—, sino la ley misma, la razón en su carácter eminentemente legislador.
La crítica, pues, es el modo en que opera la razón. Porque la razón, en
su núcleo, no es especulativa —no es, insistimos, un saber de objetos—,
sino práctica. Y si es práctica —es decir: legisladora—, lo es porque ordena al hombre, en el doble sentido de la expresión: es una orden (un
mandato) que lo pone y lo mantiene en orden. Por eso, y sólo por eso,
es moral. Pero, ¿qué cosa le ordena al hombre, qué le manda hacer? La
respuesta que ofrece Kant podría desorientar. La razón no le ordena al
hombre nada en particular. Simplemente le ordena llegar a ser (un)
I. Kant, Crítica del juicio, Espasa-Calpe, México, trad. M. García Morente, 1985, p. 75
5
I. Kant, Crítica de la razón pura, o. c., p. 39
4
hombre. En este sentido, la antropología de Kant se encuentra muy lejos de ser una “descripción científica” de lo que sea el hombre, porque lo
que el hombre sea depende de lo que él mismo haga de sí mismo. En
consecuencia, Kant no puede concebir la antropología sino a la manera y
bajo las exigencias de una pragmática. Una vez más: no una ciencia del
hombre, sino una sabiduría para el hombre. El filósofo moderno que es
Kant ha adivinado que no necesitamos una nueva tecnología, sino una
ética, una estética y, quizá, una erótica. ¿Nuevas?
Como veíamos, la razón no es otra cosa que aquello que ordena al hombre, la facultad gracias a la cual puede —o no— llegar a serlo. El hombre
no es un simple dato de la naturaleza, el hombre no se agota en su
“ser”; lo humano, en la perspectiva kantiana, es fundamentalmente un
deber ser, un llegar a ser. Puede decirse que el hombre sólo puede ser
su propia conquista: es un producto de sí mismo. En todo caso, y justamente en virtud de que su razón es finita, el hombre es — y no es. No
se pertenece por entero, se halla escindido entre las leyes de la naturaleza (a las que nunca puede sustraerse de forma definitiva) y las leyes
morales (que tiene que darse —incondicionalmente— a sí mismo). La
razón exige al animal humano, naturalmente egoísta, llegar a ser humano, condición que consiste, para Kant, en el cumplimiento de tres
preceptos o escrúpulos: 1) Pensar por sí mismo, 2) Ponerse en el lugar
del otro, y 3) Pensar de modo consecuente. El hombre llega a serlo sólo
si cumple tales exigencias: autonomía, pluralismo, honestidad. Por la
razón práctica, sirviéndose de ella, el hombre mantiene a raya su naturaleza — y sólo así podría llegar a realizarse.
¿Moralismo? ¿Criticismo? ¿Metafísica o (verdadera) antropología?
Por lo que concierne a estos “escrúpulos básicos”, Kant señala que semejantes exigencias no son “normas” que podrían ser —o no ser— obedecidas, sino máximas del modo de pensar. Es decir: nada obliga al
hombre a pensar; pero si se trata de pensar, estos requisitos deben ser
satisfechos. No nos da una lección para “pensar debidamente”; más
bien nos dice, o parece decir, que para pensar es necesario, irrenunciable, seguir tales criterios. Quizá porque Kant sugiere que el dato fundamental de la naturaleza humana es —tanto por su egoísmo como por su
facultad parlante— una cierta inclinación hacia la mentira. El humano, a
juicio del filósofo, es un animal especial porque puede mentir, y porque,
encima de ello, es capaz de cualquier disimulo6. La conciencia (de sí) y
“Desde el día en que el hombre empieza a expresarse diciendo yo, saca a
relucir su querido yo allí donde puede, y el egoísmo progresa incesantemente;
6
el lenguaje elevan al hombre sobre el resto de las criaturas — y son la
puerta de corrupción por la que el mal hace su entrada en el mundo 7.
Un ángel (caído), un demonio (celeste). Kant sería un simple moralista
si, merced al dictado y la observación de normas morales, albergara la
esperanza de extirparlo; pero sabe (¿por su cristianismo? ¿por su pesimismo?) que eso es imposible, porque el mal es constitutivo, el mal es
radical: se encuentra, como hemos visto, en la raíz misma de lo humano. Erradicar el mal es lo mismo que aniquilar al hombre — porque el
humano, en cuanto libertad, es la posibilidad del mal. Si desdecimos al
diablo, ¿podríamos seguir diciendo: es cosa de hombres? ¿Qué es lo
humano, dirá el filósofo, sino desafiar? ¿Qué es “ser hombre” sino atreverse a serlo?
4. La contranaturaleza
La metafísica no es una hiperfísica — ni debe pretender serlo. Kant no
busca una ciencia de lo suprasensible (es decir: una —otra— teología),
sino la sabiduría de aquello que puede sujetar a lo sensible. Tal es, según procuraremos demostrar, todo el problema. La lógica-de-la-verdad
que despliega en la Crítica de la razón pura sólo tiene sentido si ayuda a
descifrar la lógica-de-la-ilusión-y-de-la-apariencia, que pueden desviar o
llegar a bloquear completamente el uso de la razón. Esto significa, habrá
que recalcarlo, que los fines de la sabiduría no coinciden con los fines
del saber. La crítica es una disciplina coactiva, una vigilancia. De allí que
se haga inevitable la distinción, esencial para todo el idealismo posterior
(incluido el actual), entre el entendimiento —ocupado en las cosas de
este mundo (y enredado en ellas)— y la razón, que voluntaria y conscientemente se desentiende de los objetos para ocuparse de la determinación del sujeto — y de su querer. La inteligencia se queda en las cosas. Para la sensibilidad, según esta rigurosísima lógica, ni siquiera hay
cosas. ¿Qué (realidad) hay para el entendimiento, qué (ser) hay para la
si no de un modo patente (pues entonces le hace frente el egoísmo de los demás), al menos encubierto bajo una aparente negación de sí propio y una pretendida modestia, para hacerse valer de preferencia con tanto mayor seguridad
en el juicio ajeno”, I. Kant, Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid, trad. José Gaos, 1991, p. 17
7
I. Kant, La paz perpetua, Porrúa, México, 1983, pp. 217 y ss.
intuición sensible, qué (objetos) podría haber para la razón, esa facultad
que consiste en evaporar —espiritualizándolas— todas las cosas?
La razón tiene su centro en la noción de libertad, mientras que el entendimiento permanece condicionado por los objetos en que se concentra.
Mientras que una —¿olímpicamente?— se desentiende, el otro —
¿orientalmente?— permanece agazapado y como a la espera de la claridad. La diferencia es, obviamente, la distancia que va del ser al deber
ser: el entendimiento se limita a conocer —y de allí no ha de moverse—;
la razón, situada muy por encima de este nivel, es aquello que dicta al
hombre lo que tiene que ser. El propio autor de la Crítica de la razón pura concluye formulando una proposición asombrosa: no hay razón teórica. Sólo si actúa, si es práctica, si conduce al hombre por el sendero que
conecta al ser con el deber-ser, entonces —y sólo entonces— es Razón.
¿Nos encontramos ante una divinización de la razón, o esto es más bien
una racionalización de lo divino?
Sin duda, la operación kantiana es ambas cosas — y por ello, notémoslo, funda la antropología en el mismo movimiento en que —en cierto
modo— desautoriza a toda metafísica. O, para decirlo en términos menos imprecisos: Kant funda un tipo de antropología y descontinúa cierta
clase de metafísica. Aquí, el punto central es el siguiente: la antropología iluminista es una pragmática que reposa por entero en la idea de
libertad. Por este motivo, desde Kant resulta hasta cierto punto contradictorio hablar de una “naturaleza humana”: lo humano es, en su esencia, la posibilidad —¡o el imperativo!— de liberarse de la naturaleza.
Pensemos en un ser que no quiere (ser) lo que es. En la Crítica del juicio
este resultado aparece con toda nitidez: “la naturaleza ha de poder pensarse de tal modo que la legalidad de su forma coincida al menos con la
posibilidad de los fines que deben ser realizados en ella según las leyes
de la libertad”8. La moral —la libertad— consiste en realizar sus fines en
el mundo, “tanto por lo que se refiere a las causas finales que en ella se
dan”, dice Kant en otro lugar, “como también por lo que se refiere a la
relación de conveniencia que hay entre la causa suprema del mundo y
un sistema de todos los fines concebidos como su efecto; por lo tanto,
no deberá descuidar la teología natural, como tampoco la posibilidad de
una naturaleza en general”9. Entre la naturaleza y la libertad existe un
abismo insondable, pero la filosofía debe encontrar el modo de pensar a
la naturaleza como si sus leyes obedecieran al mismo imperativo que
8
9
I. Kant, Crítica del juicio, o. c., p. 69
I. Kant, Sobre el empleo de los principios teleológicos en filosofía, 1788
constituye a lo humano. Cuando tal cosa ocurre se está, por lo demás,
en el tercer ámbito descubierto por Kant, el del juicio. Si el entendimiento nos habla del Mundo y la razón de Dios, el juicio (estético) constituye
la posibilidad de que ambos coincidan… en el “fin de todas las cosas”.
Dios, la libertad, la inmortalidad… La razón no se ocupa de otro asunto.
La razón, no el entendimiento. La crítica sólo es tal si alcanza un umbral
donde la experiencia ya no rige. La razón, para serlo, ha de ocuparse de
cosas que no son cosas. Como indica en la Crítica de la razón pura, la
razón tiene que elevarse completamente por encima de las enseñanzas
de la experiencia10. Pero, ¿es eso posible? ¿Qué clase de saber será ese
saber que se halla libre de toda experiencia — y, por ende, de toda sospecha? Kant sugiere además que ese saber situado más allá de la experiencia sensible es una constante del género humano. Los hombres son
animales — pero animales metafísicos. Aunque deberá agregarse enseguida que en este punto Kant no concibe a la metafísica como un saber,
sino como la zona de combate donde cualquier saber podría ser edificado. La metafísica, en suma, revela un desajuste de la razón consigo
misma11.
¿Es posible eliminar su conflicto? ¿Y si el método nos llevara a un lugar
donde sólo podría saberse que no es posible saber? La razón no puede
saber otra cosa que acerca de sí misma: acerca de sus propios límites.
Pero eso ya es bastante. Ese saber del propio saber permite a Kant levantar un mapa y trazar una fortificación. Al renunciar a saber lo que
sean las cosas, podrá analizar lo que sabe y lo que puede su entendimiento. La filosofía se vuelve reflexiva: sabe que no puede llegar a las
últimas determinaciones del objeto, pero se halla finalmente en condiciones de decir algo a propósito de las determinaciones del sujeto. La
ciencia no es un asunto de la razón; sólo lo es la ética: sólo lo humano
es tema de la razón. Kant prohibe la metafísica — mas sólo para limpiar
de maleza la puerta de acceso.
5. El abismo del Yo
I. Kant, Crítica de la razón pura, o. c., p. 46
El carácter auto-contradictorio de la razón se revela en las antinomias,
que, como se sabe, “despertaron” a Kant, junto con las indagaciones de Hume,
de su “sueño dogmático”.
10
11
Las tres Críticas aparecen perfectamente ensambladas: han iluminado
tres dimensiones distintas de lo humano, que corresponden a tres interrogantes fundamentales e irreductibles: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo
hacer?, ¿qué me está permitido esperar? Intereses que, a pesar de su
mutua irreductibilidad, confluyen en una sola pregunta: ¿qué es el hombre? Si la razón humana es finita, sólo podría existir bajo la forma de la
racionalidad práctica (no especulativa). Desde Kant, la metafísica
desemboca —y se resuelve— en (una) antropología. Expresado menos
elípticamente: las respuestas a eso que el humano pregunta no se hallan en ninguna parte… fuera de sí mismo. La metafísica cobra así en la
filosofía crítica una extraña, inquietante autoconciencia.
Nos hallamos en un punto a partir del cual ha de admitirse que la modernidad no parece excluir a la metafísica, sino concluirla. ¿Qué significa, en concreto, que la metafísica termine adoptando la forma y los alcances de una antropología? La crítica kantiana oscila de forma extraordinariamente instructiva en un límite que constituye el límite mismo de
la autoconciencia moderna. Saber lo que sea el hombre, ¿responde las
eternas preguntas de la filosofía, o las vuelve por completo inútiles? El
hombre, ¿es la conjunción de lo finito y lo infinito, el lugar donde podrán
solucionarse todos los interrogantes, o es una idea que sólo tiene sentido desde las exigencias de la metafísica? La antropología, ¿resuelve las
preguntas de la psicología, de la cosmología y de la teología, o ellas son
preguntas esencialmente antropológicas cuya identidad permanecía velada? La pregunta por el hombre, ¿es acerca de la idea del hombre, o
acerca de su existencia empírica? Que la metafísica desemboque en (la,
una) antropología, ¿significa que no podemos saber nada sin preguntarnos si podemos conocer, y que no podríamos hacer nada sin preguntarnos si debemos hacerlo, y que no podríamos esperar nada sin interrogarnos sobre lo que nos está permitido esperar?12
Debemos advertir que Kant no escribió, a pesar de todo, antropología
alguna. Mejor dicho: su Antropología en sentido pragmático es un extraño texto que no alcanza a decirnos qué cosa sea el hombre. Aunque la
cuestión podría radicalizarse: no nos dice nada que la metafísica en
cuanto tal querría saber. No dice nada, por ejemplo, sobre “el puesto del
hombre en el cosmos”, no nos habla propiamente de su “destino”, y
menos aún acerca de la esencia de esta criatura que “sabe que ha de
12
Cf. Miguel Morey, El hombre como argumento, Anthropos, Barcelona,
1987, pp. 25 y ss.
morir”13. Pero tampoco nos proporciona un inventario (ilustrado) de las
manifestaciones históricas —o prehistóricas— del hombre en la faz de
este planeta. La antropología de Kant no es, en rigor, ni una sustitución
de la metafísica ni una etnografía. No es una antropología “filosófica” —
y tampoco es una antropología “científica”. Y, sin embargo, como decíamos antes, da origen tanto a la una como a la otra. Intentemos ver
por qué.
Hemos sugerido que, para Kant, aquello que eleva al animal humano
sobre la naturaleza es lo mismo que amenaza con hundirlo por debajo
de ella. “El hecho de que el hombre pueda tener una representación de
su yo le realza infinitamente por encima de todos los demás seres que
viven sobre la tierra”14. Hablamos de un animal que sabe, y que por
principio sabe que es un yo. Que además, con Kant, comprende que es
un yo porque sabe — y sabe porque es un yo. Ser “yo” es lo mismo que
saber que “soy” (humano). ¿Qué es esto? ¿Un premio o un castigo? Es
muy revelador que Kant asocie a este punto de partida una incómoda
consecuencia: el hombre es un ser totalmente distinto, “por su rango y
dignidad, de las cosas, como son los animales irracionales, con los que
puede hacer y deshacer a capricho”15. La diferencia del hombre le da
derecho a disponer de todo el resto. Y esto, incluso antes de que pueda
decir “yo”. Es decir: antes de que sea un animal moderno.
Por lo mismo, “pensar” es un infinitivo engañoso: desde Descartes sabemos que sólo “piensa” el yo. YO PIENSO. Es decir, (sólo) pienso Yo.
Tal sería el acta bautismal de la modernidad, así su bautismo venga literalmente ocurriendo desde Juan el Bautista. Ésa es la antropología iluminista, la antropología iluminada por la única certeza posible. La única
certeza: que allí hay un Yo que soy yo mismo. Y, algo más: que, por saberlo me convierto en el Amo.
Por saberlo soy libre. Saberlo me hace libre. Saber que el hombre es
(un) yo —saber que yo soy un hombre— le (me) libera de la naturaleza.
Pero esta formulación es todavía en extremo ambigua. Debemos decirlo
con mayor enjundia: no hay naturaleza alguna antes de que este animal
(se) diga YO. La “naturaleza” es un (sub)producto de esta decisión, de
esta escisión. Todo lo que quede fuera de ”YO”, todo lo que por no ser
yo se le (me) oponga — eso será bautizado (negativamente) como natu-
Son los famosos reproches que le dirige Martin Buber, ¿Qué es el hombre?, FCE, México, 1984
14
I. Kant, Antropología…, o. c., p. 15
15
Ibídem.
13
raleza. ¿Qué es entonces “naturaleza”? No imagino mejor respuesta:
fundamentalmente, naturaleza es todo eso que, dice Kant, podemos
“hacer y deshacer a capricho”. Lo que me dignifica y me otorga un rango es lo mismo que me permite despreciar aquello que no es como (un)
Yo.
¿Se entiende mejor ahora? La libertad — eso es el mal. No lo que se
opone a ella, no lo que la coarta o restringe. Libertad de la naturaleza
(del egoísmo, de la sensibilidad, de la mentira, del disimulo) significa
negación de una parte sin la cual tampoco podríamos decir “yo”. Parte
maldita, como dirán los hijos —¿los nietos? ¿los bisnietos?— de la modernidad. YO maldigo/maldice una parte de mí — y nace el grandioso
espectáculo, el fondo de provisión, lo sublime inalcanzable: la (¡madre!)
naturaleza.
6. La guerra adentro
Está claro: “Yo” es, en la ruinosa metafísica que por derecho de herencia
recibe Kant, el Alma. Una cosa que no es una cosa: algo humano que
simplemente no desaparece cuando cada hombre concreto se extingue.
Kant no se propone, como indicamos antes, destruir a la metafísica. No
estamos ante un ateo, un anticristiano, un inmoralista, un escéptico
irredento. Vamos: ni siquiera se trata de un “científico” puro y duro. El
profesor Kant es incluso un cristiano ejemplar: es un pietista practicante. Kant es una consecuencia de la moral (cristiana): allí donde ésta experimenta una torsión. Por ello, quizá precisamente debido a su talante
consecuente, quizá en virtud de sus virtudes, Kant es un efecto perverso
de la tradición que querría preservar. Como todos: un síntoma, un
signo. Él se da cuenta, siguiendo la enorme senda abierta por Descartes,
que no hay Yo sin no-yo, que no hay sujeto sin objeto. Eso ya duele.
Pero Kant intuye algo más, algo realmente espantoso. Percibe que el yo
está infectado de no-yo, que el sujeto está cristalizado en objeto. Anuncia a Rimbaud. Je est un autre. Yo es otro. Hegel, angustiado ante este
exceso, hará lo (in)humanamente posible para decir: L’autre c’est moi;
(también) lo otro soy yo. Kant no lo hace, no se anima a dar un paso
tan temerario y, si no por otra cosa, por esto permanece entre nosotros.
Porque no sabía — y no se angustió por la imposibilidad de saberlo todo.
El YO aparece —ante la conciencia trascendental— como no-yo. El sujeto se (re)presenta como objeto. En la crítica kantiana, ¿qué podría significar esto, sino que yo soy mi propio esclavo? Yo manda sobre mi parte
segregada. Es decir: el espíritu —la ley, la voluntad de ley— impera sobre la naturaleza — aquello donde la ley ha de realizarse. Sí, pero habría
algo más. Si hay algo que en mi naturaleza, en mi estar sea esclavo,
¿qué podría ser, aparte de (mi) Yo? Yo soy mi (propio) esclavo puede
ser leído al revés —y esto es lo asombroso de Kant (o de Hegel)—: YO
es — la esclavitud. Por el Yo la esclavitud adviene al mundo. Por el yo la
libertad es posible. Ser (humanos) es esta escisión, esta oscilación, esta
variación, esta inestabilidad. La puerta por la cual se introduce el mal en
el mundo.
Ángeles — caídos. Porque, ¿no es precisamente eso lo propio de los ángeles? ¿Ser mitad humanos, mitad otra cosa? Y esa otra cosa, ¿qué es?
¿No será justo la mitad desgajada de nosotros mismos, mutilación imprescindible para poder decir —para poder ser— “YO” o “Nosotros”? Esa
parte angélica, ¿no será lo mismo que lo que nos queda de nuestra animalidad? Pero aquí volvemos a pisar aguas movedizas — si es que algo
así se puede pisar. “Nuestra” animalidad. Eso es una tontería, o, al menos, un abuso de lenguaje: la animalidad, por definición, no forma parte
del yo. Nunca podría ser “nuestra”. La animalidad es aquello que hemos
decidido segregar, separar, escamotear, domesticar, anular, perseguir…
o poner a trabajar. Aquello a lo cual —sin saber con certeza lo que es,
cómo es, para qué es, sin saber si es— se ha declarado la guerra.
Pero ¿quién? ¿Quién o qué ha declarado la guerra a quién, a qué?
Habría que agradecer a Kant el que no nos ha dado la respuesta (si bien
ha abierto un siniestro boquete en la tradición). Es lógico: si se trata de
filosofía, proporcionarnos esa respuesta significaría que ya no estamos
avecindados en la caverna filosófica. “Se nos ha contestado” es casi
exactamente lo mismo que decir: se nos ha expulsado. Pues las certezas, ¿no son patrimonio exclusivo de la fe, una exigencia y una condición suya? Kant, contra viento y marea, se ha propuesto entender qué
hay detrás de la pretensión de hacer de la metafísica una ciencia (un
saber confiable, una seguridad). Un conocimiento a salvo de toda sospecha. Ha sido, por cierto, y mal haríamos en disimularlo, un entusiasta,
un boy scout del proyecto. El mejor, el más consecuente (Spinoza es,
por suerte, por imposibilidad, harina de otro costal: una anomalía).
Agradezcamos a Kant no haber podido levantar las persianas, ni abrir la
puerta de par en par. Agradezcámosle a Kant ser, a pesar de su oscuridad filosófica, a pesar de su respeto crítico-práctico a la tradición, tan
entusiásticamente claro. Tan, como todos los pensadores consecuentes,
instructivo.
La pregunta que después de Kant emerge naturalmente es, pues, la siguiente: ¿quién le ha declarado la guerra a qué — y con qué proyecto
en mente? Tal es la pregunta que, creemos, toca el corazón de la modernidad.
Entre paréntesis: decir que “el hombre” le ha declarado la guerra a “la
naturaleza” no sólo resulta, en la propia luz de la crítica, una inexactitud. Una ilusión no sólo teórica, sino, desde luego, política. A la luz de la
crítica (que, según veremos enseguida, es también una clínica), el hombre es aquello que crea en sí algo otro — y a ello le llaman, en buen
cristiano, naturaleza. Qué bella es — pero qué lejos de la moral. ¿Cómo
creer que, tras veinte centurias de cristianismo, declaremos al “hombre”
culpable de destruir a la “naturaleza”? ¿“Su” naturaleza? Kant permanece entre nosotros precisamente porque, aun sin proponérselo conscientemente, su crítica ha puesto al nosotros no en el tribunal de la razón
crítica, sino en el patíbulo de la indeseabilidad, de la perversidad de cualesquier “nosotros”. Nosotros, ¿no es la exageración, la intensificación,
la invisibilización del YO? ¿No es su (merecida) apoteosis? Del autismo
yoico no se escapa por la ventana del autismo comunitario. El “nosotros”
no es ni lógica ni histórica ni físicamente posible sin la exclusión. Nosotros los occidentales, nosotros los cristianos, nosotros los ilustrados, nosotros los críticos, nosotros los modernos. Nosotros, NOSOTROS, nosotros. Je suis un autre. Pero no; yo no soy (un) otro. Je est un autre.
Yo es (un) OTRO. El otro —(lo) que no soy “YO”— es aquello que en
ningún caso puede llegar a ser un “yo”.
Entonces, por ejemplo, la pregunta no podría ser: “¿puedo comportarme
bien con el (lo) otro?”. La pregunta típicamente moderna no sería la clásica “¿porqué hay cosas en vez de no haberlas?”, sino “¿porqué todo
funciona tan mal si un Dios bueno lo hizo?”. Hay que deslindarse de Levinas y de todos aquellos filósofos que creen que la filosofía se resuelve
en ética —y el pensamiento en religión—, pues persiste la impresión de
que lo que compete a la filosofía de este tiempo no podría ser una interrogación semejante. El problema, para comenzar, es que este tiempo
no es nuestro (tiempo). Lo cierto parece ser que nunca ha sido ni podría
ser nuestro, y Kant (con su no-antropología) vuelve a decírnoslo, a su
manera, pero también a manos llenas. ¿A nosotros? Kant habla en dirección a un nosotros que no existe. Pero a un nosotros que, críticamente, desea existir. Reconozcámoslo: Kant sabe que el Hombre (con mayúsculas) sólo existe como proyecto. Y un problema más grave todavía
es que los proyectos no existen (ahora).
Desde cierto punto de vista incluso habría que decir lo contrario: sólo los
proyectos tienen existencia. Al menos, dentro de este mundo que se define por su proyectarse, por su necesidad de hallarse a sí mismo solamente en la fuga del tiempo. El hombre, como “ser”, no es otra cosa
que su proyecto. A saber: su salir de sí. El hombre, según hemos ido
viendo, es el único animal que se halla a disgusto consigo mismo. ¿Lo
(propiamente) humano?: saberse un yo — y ser desgraciados por ello.
Kant lo sabía: ser “yo” significa ser UNO sabiéndose irremediablemente,
inocultablemente OTRO. ¿El hombre? Un animal —el único, que se sepa— que no puede (¿porque no debe?) ser animal. El hombre, ese animal, extraño no a lo que él no es, sino extraño a lo más propio de sí, lo
único que atina a saber de sí mismo es lo que ha debido excluir para ser
un “Yo”16.
En suma: la posibilidad de que exista un discurso del hombre implica la
exigencia de que el hombre sea —o se reconozca— como un objeto del
discurso. El hombre habla de sí mismo desde sí mismo. Un saber fiable
sobre sí mismo es, en consecuencia, un saber que le arranca de sí, que
le condena a ser una cosa entre las cosas. Un sujeto que es a la vez, y
para sí mismo, un objeto: un objeto que no puede dejar de ser, a pesar
de todos los tratamientos e intervenciones teóricas y metodológicas, un
sujeto. Terrible circularidad que Kant atisbó y valoró con creciente desazón. Pues no se trataría de una circularidad “lógica”, sino ontológica: el
sujeto/objeto de la metafísica —o de la antropología— es, en palabras
del propio Kant, “un abismo de una profundidad insondable”17.
Sólo hay antropología en —y para— estos animales que no quieren ser
animales — en y para estas bestias que se creen ángeles. Y que, para
fortuna, para desgracia o para diversión de los antropólogos y los filósofos, realmente lo son. Porque, para el filósofo (moderno), el único misterio que la crítica deja en pie es la posibilidad de la crítica, alojada no
por azar en ese animal paradójico, en ese morir porque no (se) muere,
en esa opacidad y ese punto ciego, en esa criatura intersticial e inestable que es el homo absconditus.
La Ilustración concibe al hombre como una criatura condenada… a la libertad. Desprovisto de las garantías del instinto, es un animal en eterno conflicto con su propia animalidad: obligado a construirse a sí mismo, a responsabilizarse de su propio despliegue, a dirigir su propia evolución.
17
Cf. Eugenio Trías, La filosofía y su sombra, Seix Barral, Barcelona, 1969,
p. 45
16
7. La condición del bien y del mal
Quizá la mejor definición posible de la modernidad es la acuñada por
Kant, precisamente en sus reflexiones sobre la antropología. No es casualidad, por lo demás, que esta formulación aparezca inmediatamente
después de una aguda observación acerca de los destinos del hombre.
Un destino natural que sólo puede alcanzar “a través de la coerción civil”, y un destino moral alcanzable mediante la “constricción moral”18. La
visión del filósofo, en este punto, es, hasta por sus metáforas, enteramente terapéutica: “Ya que los gérmenes del bien moral ahogan, cuando se desarrollan, los gérmenes físicos del mal”19. La crítica se confunde
con la clínica. La modernidad es el destino final del hombre: “El Reino de
Dios sobre la tierra”. En ese riguroso sentido, la modernidad es un proyecto — y un siempre renovado exorcismo. Como dice Heidegger, “la
antropología no es ya solamente el nombre de una disciplina, sino que la
palabra designa hoy una tendencia fundamental de la posición actual
que el hombre ocupa frente a sí mismo y en la totalidad del ente. De
acuerdo con esa posición fundamental, nada es conocido y comprendido
hasta no ser aclarado antropológicamente. Actualmente, la antropología
no busca sólo la verdad acerca del hombre, sino que pretende decidir
sobre el significado de la verdad en general”20. La antropología es una
disciplina, pero en el sentido de ser la promesa de realización de esa
promesa que es el hombre mismo.
La concepción que Kant se ha forjado de lo humano es, por todo lo hasta aquí reseñado, menos un sustrato inmutable que una exigencia, menos un ser que un deber ser. Porque si el hombre es plasticidad, no hay
humanidad posible sin un sometimiento a leyes — tanto más eficaz
cuanto más voluntario. “El hombre es (aunque sea libre) una criatura
que necesita de un señor”21. El hombre es un animal que debe ser domado por sus congéneres y que sólo puede mantenerse bajo un poder
irresistible e incondicionado. El hombre, en tal sentido, es una tarea, su
tarea. Kant define las condiciones de posibilidad del mejoramiento del
I. Kant, “Reflexiones sobre antropología”, en Kant, ed. de Roberto Rodríguez Aramayo, Península, Barcelona, 1991, p. 113
19
Ibídem.
20
Martin Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, Fondo de Cultura
Económica, México, 1983
21
I. Kant, Reflexiones sobre antropología… o. c., p. 117
18
hombre en forma de máximas: 1) No debe dejarse a nadie por debajo o
por encima de la ley moral; 2) El mejoramiento ha de ser moral, no solamente técnico; 3) No debe ser un mejoramiento individual, sino social;
4) Ya que el progreso moral es esencialmente un progresivo desligamiento del “mecanismo natural”, es preciso saber de qué depende ese
progreso.
Los hombres son (naturalmente) libres porque su naturaleza —su instinto— no encuentra el modo de imponérsele íntegramente. La naturaleza
no sabe, ni puede decirle al hombre cómo ha de ser. Por eso, la libertad
no es “buena” y la esclavitud “mala”. La libertad es la condición del bien
y del mal, su posibilidad misma. Esa libertad es, como dice el propio
Kant de una manera inquietante, nuestra condena. Porque somos libres
— por eso necesitamos un Señor. La libertad —la ausencia de una naturaleza que sea inapelablemente imperativa— puede derivar en arbitrariedad. Los hombres tienen antojos y ocurrencias — y ello los torna insociables. El Señor que ha de obedecer el hombre —el respeto a la ley
moral, que es en realidad una metáfora del poder del grupo sobre el individuo— es la única posibilidad de salvarlo de su propio egoísmo.
En este punto haríamos bien en repensar el cuestionamiento de Heidegger. No sabemos todavía porqué debe reducirse toda la metafísica a la
escala de una pregunta por el ser del hombre. ¿Es porque sólo los hombres hacen preguntas metafísicas? ¿Es porque la metafísica sólo puede
referirse a cosas de los humanos? ¿Es porque los problemas filosóficos
tienen su “lugar natural” en la esencia humana? Heidegger se preguntará no sobre la posibilidad de la antropología (filosófica), sino acerca de
la esencia de ese filosofar que hace del hombre su zócalo, su objeto, su
fin. Las preguntas que intentan resolver las tres críticas kantianas elaboran un solo problema: el de la finitud de la razón — que es, entonces, el
de la finitud del hombre. ¿Qué es el hombre? ¿Un animal racional, o un
ser (que se sabe) mortal?
La antropología de Kant no puede ser una ciencia. No puede quedarse
en el nivel de la ciencia, porque lo humano pierde, al situarse en el
mismo plano que las cosas de la naturaleza, su especificidad (y su dignidad, añadiría Kant); si se trata de antropología, lo que el hombre requiere no es una ciencia, sino una crítica. ¿Porqué? Porque lo humano
consiste justamente en el ejercicio de la razón, y la razón no es otra cosa que crítica. Si la antropología se decanta por el lado de la ciencia, el
riesgo de disolución es enorme; los discursos científicos no han logrado
constituir un saber de lo humano, pero sí han contribuido, por el contrario, a desdibujarlo. Miguel Morey resume así el problema: “Paradójica-
mente, el ser del hombre, por obra de esta inquisición objetivadora, en
lugar de armarse más sólidamente se pulveriza, se atomiza en una multiplicidad de ámbitos discretos y lejanos. Los discursos antropológicos,
posiblemente sin pretenderlo, pero sí de hecho, inician un movimiento
de disolución de la unidad del hombre, tal vez irreversible —como si el
hombre fuera el mito específico que ese logos que es la antropología va
a desconstruir, incluso sin voluntad de hacerlo, incluso en el momento
en que intenta decir su sentido”22.
Desde su mismo inicio, y por su inserción en el criticismo, queda claro
que la “antropología” kantiana no pretende ser una “ciencia neutral”, un
saber “libre de valores”; al contrario, su interés reside en la ayuda que
pueda brindar a los hombres en su incesante combate contra sí mismos.
La “antropología” no se conforma con enseñar que el hombre, por su
conciencia, es un animal egoísta que somete todo a su capricho: tiene
que enseñarle también con qué armas curar —o atemperar— esas inclinaciones. En definitiva, para Kant la antropología es práctica — o no será. Esta antropología pretende advertir, y ello en el doble sentido de la
expresión. Pues no sólo se trata de “darse cuenta” de lo que somos y
cómo lo somos, sino de comprender como y porqué debemos ser — de
que sólo podemos ser lo que debemos ser.
Todo el problema consiste en saber quién o qué (nos) manda ese deber.
8. Del dato al mandato
En definitiva, la supremacía de la razón práctica sobre el entendimiento
equivale a reconocer que el hombre es menos sapiens de lo que gusta
imaginar. Su razón es finita, y si para algo sirve es menos para saber
muchas cosas del mundo que para sujetarse a sí mismo. Claro que la
ciencia puede servir para esto mismo; nada más. La filosofía es —o se
transforma en— antropología no porque sea una “ciencia del hombre”,
sino porque, edificación de la razón práctica, ayuda a constituirlo en
cuanto que hombre, en cuanto sujeto — de una moral. La filosofía —la
22
M. Morey, El hombre como argumento, o, c., p. 45 Es obvio que esta
pulverización de lo humano no se limita al plano teórico. Las “ciencias del
hombre” no se ponen de acuerdo sobre multitud de aspectos específicos de su
quehacer científico, pero convergen con la política en una meta común, que es
la manipulación y la gestión —técnica— de los individuos y las colectividades.
metafísica— no es antropológica porque describa al hombre, sino porque
lo erige (y lo exige).
Si la razón es finita, difícilmente conocerá el mundo “como Dios manda”.
Pero Kant encuentra precisamente en esa finitud la posibilidad de justificar la idea básica: Dios manda. Lo divino no es que la razón pueda saberlo todo (como tratará de probar, después, Hegel), sino que sea ella
quien mande. Es divina porque no necesita nada fuera de su propia
afirmación. La (razón) crítica debe ser absoluta: libre de ataduras y puntos de apoyo “en el cielo y en la tierra”23: no ha de ser ni una teología ni
una eudemonía. Y para ser absoluta, no podría ser impuesta desde fuera. Ella es, de siempre, lo humano. Pero, como hemos visto, lo humano
es una escisión, una interferencia entre razón y naturaleza. La “parte
natural” del hombre es el amor propio. La “parte humana”, o “racional”,
es la felicidad. La razón puede someterse a la naturaleza — y entonces
se convierte en técnica; o bien, la naturaleza se sujeta a la razón — y se
transforma en una (antropología) pragmática. Esto parece significar que
no existe nada, en la “naturaleza” de los hombres, que les obligue a hacer de su conducta individual una máxima universal. El amor propio basta para permitirle sobrevivir… como animal. Como ser humano, ha de
atenerse a un imperativo que no está en su naturaleza, que de hecho la
violenta. El hombre es un animal metafísico; pero la metafísica no es un
conocimiento del mundo, sino aquello que está por encima del mundo
(natural), y de lo que no puede haber otro conocimiento que el simple
saber que “es”: que hay una Ley moral que nos hace hombres. Esta Ley
es “santa” porque es incondicional, no porque haya sido “revelada”.
La razón no puede ponerse al servicio del instinto; el instinto es, en este
sentido, infinitamente más sabio que la razón. La razón no puede ponerse al servicio de nada distinto a ella misma. Y la posibilidad de que exista algo así es, para el hombre, una revelación: la revelación de sí mismo
como una criatura “condenada” a la libertad. Libertad, como decimos,
del mundo sensible, de la naturaleza, de la experiencia, de las cosas…
Por la razón conoce un mundo… que Kant encuentra finalmente incognoscible (para el entendimiento). La razón es la revelación de un mundo
sobrenatural — de algo que no es “mundo”. La razón no dice “es”; dice:
“haz”. Pero un “haz” que procede de uno mismo. Lo humano no es un
dato, sino un mandato. “La dignidad de la humanidad”, sentencia Kant,
“consiste precisamente en esa capacidad de ser legislador universal, aun
I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Porrúa, México, 1990
23
cuando tiene la condición de estar al mismo tiempo sometido justamente a esa legislación”24.
La dignidad, la diferencia, el deber del hombre, consiste en que sólo
puede ser libre sometiéndose a ese Señor que no está ni en el Cielo ni
en la Tierra, que no pertenece ni al futuro ni al presente, que no está en
lugar ni en momento alguno. Ese “Señor” sólo puede ser “la idea interior
de la libertad, la que la inconmovible ley moral le propone como fundamento sólido para poder poner en movimiento, gracias a sus principios,
la voluntad humana misma en su antagonismo con la naturaleza entera”25. Una idea que no puede depender de una revelación, y tampoco de
una experiencia contingente. Una idea absolutamente necesaria, algo
que, por definición, jamás podría hallarse entre las cosas de este mundo.
Ese Señor, para el ilustrado profesor Kant, es la (Razón) Crítica. Una
crítica que ni siquiera puede soñar con escapar a y de sí misma. Que el
Señor se someta a la Crítica — he ahí la definición kantiana de libertad.
Por lo mismo, Kant no se hace ilusiones acerca de los tres grandes temas de la metafísica. En particular, el hombre es un ser escindido. La
antinomia de la razón ha sido el punto de partida de todo el criticismo, y
en su núcleo Kant descubre la escisión radical: el enfrentamiento entre
el conocimiento y el deseo, o, mejor dicho, el conflicto inconciliable entre las facultades cognoscitivas y las facultades deseantes. Si se trata de
saber, el sujeto está inclinado hacia el mundo, pero sólo para reconocer
que la verdad del mundo no está en él, sino en el sujeto para el cual se
presenta como fenómeno. Si se trata de desear, el individuo busca asimilarse un mundo que sólo por el altruismo encuentra como verdadera y
purificada libertad. Las dos facultades se tuercen sobre sí mismas, volviéndose críticas. “Tal la espléndida ‘maquinaria’ de la antitética kantiana, salvada precaria, humanamente, por el Juicio: ese talento ‘natural’
que no se puede enseñar, ni adquirir”26. Sobre esta paradoja, ¿podría
decidirse la posibilidad o imposibilidad de la metafísica? Al menos se entiende que baje del cielo sin confundirse con la tierra. La metafísica es
en todo caso tan imposible como es imposible lo humano. “Contra los
que se obstinan en no ver en el racionalismo más que una irritante parcialidad, desconociendo así que el único modo de ser racional es querer
serlo, y que la única elección libre es la de la libertad, Kant supo mostrar
Ibíd. , p. 51-52
I. Kant, De un tono señorial adoptado recientemente en filosofía, 1796
26
Cf. Félix Duque, La era de la crítica, Akal, Madrid, 1998, p. 155
24
25
que el hombre no dispone de su razón como de una luz, sino que se hace libre sometiéndose a lo que esa razón exige de él”27.
La respuesta a esa cuestión no está en el cielo de la religión ni en la tierra de la naturaleza, sino en el incómodo entre que ocupa ese animal
contrariado que es el hombre.
27
Cf. Louis Guillermit, loc. cit., p. 62