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“El Misterio de la fe”
Homilía en la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Catedral de Mar del Plata, 25 de junio de 2011
I. Los misterios y el Misterio
Queridos hermanos:
“Este es el misterio de la fe”. Las conocidas palabras de la aclamación eucarística
pronunciada por el sacerdote después de la consagración, adquieren hoy especiales
resonancias. Celebramos, en efecto, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
La Eucaristía es un misterio de nuestra fe, una de las verdades que confesamos y de
las cuales vivimos. Un misterio junto a otros misterios de nuestra fe cristiana, como los
que contemplamos en el rezo del rosario o los que profesamos en cada artículo del
credo. Es uno de los siete sacramentos, y en él reconocemos que se representa y
actualiza el sacrificio redentor de la cruz. Cristo se hace presente en las humildes
apariencias del pan y del vino, y nos invita a la comunión con su Cuerpo y con su
Sangre: sacramento del sacrificio, sacramento de la presencia, sacramento de la
comunión.
La palabra “misterio” en el Nuevo Testamento significa algo más profundo que en
nuestro lenguaje habitual. No se trata simplemente de lo que está oculto y secreto, o de
lo que supera nuestra comprensión y resulta inexplicable. Su sentido es mucho más rico.
Para San Pablo el “misterio” es el plan divino de salvación universal por Jesucristo.
Dios Padre, por puro amor, quiere salvar a todos los hombres por medio de su Hijo, al
cual ha constituido como Señor y Cabeza de los hombres, y también de los ángeles y de
todo el universo. Este misterio divino estaba oculto desde la eternidad en la mente de
Dios y era inaccesible para el hombre. Pero en la plenitud de los tiempos lo ha realizado
en Cristo y lo ha manifestado por medio del Espíritu Santo a los apóstoles (Rom 16,2527; Ef 1,3-14). Misterio es, por tanto, el plan de salvación con la totalidad de las etapas
y aspectos de la existencia de Cristo, desde su preexistencia hasta su estado de gloria,
hasta su vuelta como juez y Señor de todo el universo y de la historia.
En el lenguaje eclesial, la palabra “misterio” designa también cada uno de los
acontecimientos de la vida terrena de Jesús, o bien cada uno de los aspectos de nuestra
salvación. Por eso, hablamos de los misterios de la vida de Cristo, del misterio de la
Iglesia, o de los sacramentos como misterios.
Pero si consideramos lo que acontece en la Eucaristía al celebrarla y lo que
contienen las apariencias del pan y del vino, descubrimos maravillados que ella es, en
realidad, todo el misterio cristiano hecho sacramento, y llenos de estupor reconocemos:
“¡Este es el misterio de la fe!”
Los signos sacramentales del pan y del vino, sobre los cuales los ministros de la
Iglesia, en obediencia al mandato del mismo Cristo, pronuncian sus propias palabras,
representan su cuerpo entregado por nosotros y su sangre derramada por nuestra
salvación. De un modo inefable, se hace presente el mismo sacrificio redentor de la cruz
para que nosotros lo ofrezcamos como nuestro. Siendo único e irrepetible, se hace
presente sin multiplicarse. Entonces con espíritu de adoración y de gozo, y con el alma
llena de humildad exclamamos: “Anunciamos tu muerte, Señor, y proclamamos tu
resurrección, hasta que vuelvas”.
II. La Eucaristía, síntesis de todos los misterios
Si la Eucaristía hace sacramentalmente presente el misterio pascual de Cristo,
muerto y resucitado, podemos entender que ella es la síntesis de todos los misterios y
que guarda relación con todos ellos.
Todas las plegarias eucarísticas desde siempre se dirigen al Padre, a quien la Iglesia
ofrece como suyo propio el sacrificio de su Hijo, participando así en el perfecto culto
espiritual de alabanza; sacrificio santificado por el Espíritu, quien ha consagrado los
dones presentados por la Iglesia: “Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre
omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de
los siglos”. A su vez, la participación en el sacrificio de Cristo, mediante la comunión
eucarística con su cuerpo entregado por nosotros, es también el momento culminante de
nuestra participación en la intimidad de la vida trinitaria: “Así como yo, que he sido
enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me
come vivirá por mí” (Jn 6, 57). Pues, como enseña el último concilio, en la Eucaristía se
contiene “Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su Carne, que da la vida a los
hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO 5b).
En la Eucaristía veneramos “el verdadero cuerpo nacido de María que, por el
hombre, verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz”, como canta el himno Ave
verum; el mismo cuerpo que ahora resplandece de gloria en el cielo, se hace presente en
los signos sacramentales. Por eso, es la Eucaristía la prolongación sacramental de la
Encarnación.
Son múltiples los vínculos que podemos descubrir entre la Eucaristía y la Iglesia.
Por este admirable sacramento se significa y realiza la unidad de la Iglesia. Esta
solemnidad tiene un hondo sentido eclesial. De allí la importancia de esta multitudinaria
concentración de fieles, junto al obispo y el clero, los consagrados y consagradas y los
laicos. Al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo, entramos en comunión con su cuerpo
inmolado y glorioso, vivificado y vivificante por el Espíritu, para constituir y afianzar
su cuerpo místico que es la Iglesia. “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Co
10, 17). El pan único y redondo de las celebraciones eucarísticas de los cristianos de
Corinto, se parte para que los cristianos divididos en partidos (1 Co 3,1-4) se
congreguen en la unidad de un solo Cuerpo.
En cuanto al resto de los sacramentos, es bien conocida la doctrina de Santo Tomás
de Aquino: “La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos
los sacramentos” (ST III 73,3; 65,3), citada en el documento conciliar Presbyterorum
ordinis donde leemos: “Ahora bien, los otros sacramentos, así como todos los
ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la
Eucaristía y a ella se ordenan” (PO 5b).
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La comunión eucarística es garantía de nuestra futura resurrección y anuncio de su
venida en la gloria. Pues dice Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54); y en cada Misa repetimos el
anhelo de la Iglesia primitiva: “¡Ven, Señor Jesús!”, recordando la afirmación de San
Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu
muerte, Señor, hasta que vuelvas” (cf. 1 Co 11, 26).
En cuanto al misterio del hombre, la Eucaristía es proclamación permanente de su
dignidad, al ser el sacramento del sacrificio redentor, pues nunca se proclamó más alto
la dignidad del hombre que desde la cruz de Cristo (cf. Jn 3,16).
Los ejemplos aludidos, a los cuales habría que añadir muchos otros, bastan para
entender el vínculo necesario entre la Eucaristía y la evangelización, la cual constituye
la misión esencial de la Iglesia. Ésta, en efecto, “existe para evangelizar, lo que
constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Pablo
VI, Evang. nunt. 14); y la evangelización tiene como núcleo central el misterio pascual
de Cristo, cuya eficacia salvadora se comunica al hombre por la fe y los sacramentos,
principalmente en la Eucaristía. “Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y la
culminación de toda la predicación evangélica...” (PO 5b).
Es, pues, la Eucaristía el Misterio de la fe, o también el “Símbolo de la fe” o Credo
de la Iglesia, en cuanto sacramentalmente anunciado, celebrado y experimentado por
ella.
III. La coherencia eucarística
En continuidad con cuanto venimos diciendo, deseo destacar la importancia que
hoy adquiere la defensa de la dignidad de todo hombre. Nos enseña el Catecismo de la
Iglesia Católica que “la Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: Para
recibir en verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos
reconocer a Cristo en los más pobres” (Catec.IC 1397). Me complazco en cuanto de
bueno se viene haciendo en nuestra diócesis y aliento a sostener e incrementar nuestro
compromiso.
El Papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, nos
decía: “El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin
consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público
de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una
importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de
tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida
humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio
entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos, y la promoción del bien
común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y
los legisladores católicos (…) deben sentirse particularmente interpelados por su
conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores
fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la
Eucaristía (1Cor 11,27-29)” (Sacr.Car 83).
Nuestras reflexiones previas pueden ayudarnos a entender por qué el papa afirma
que los temas aludidos tienen “una relación objetiva con la Eucaristía (1Cor 11,27-29)”.
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En el legítimo clamor por los derechos humanos, por tanto, no nos olvidemos nunca de
levantar nuestra voz en defensa del primero y más fundamental de ellos: el derecho a la
vida desde su concepción hasta su término natural, hoy amenazado por proyectos de
leyes que en nuestra patria fomentan una cultura de la muerte. Quiero que en nuestra
diócesis se implemente una acción decidida de atención y socorro eficaz a toda mujer
que por cualquier circunstancia sobrelleve un embarazo no deseado. La Iglesia no sólo
denuncia lo que está mal, sino que se compromete en la promoción del bien, en la
medida de sus fuerzas.
No puedo omitir una palabra acerca de un hecho reciente. El Ministerio de
Educación de la Nación ha puesto en marcha el Programa Nacional de Educación
Sexual Integral. La publicación de unos cuadernos, y últimamente de una revista de la
que se han impreso varios millones de ejemplares, con el título “Educación Sexual
Integral. Para charlar en familia” (2011), en muchos puntos constituye, a nuestro
entender, una clara violación del derecho de los padres a elegir el tipo de educación que
desean para sus hijos. No nos oponemos a la educación sexual, pero entendemos que la
misma no puede ser presentada en términos puramente biológicos y psicológicos, al
margen de toda valoración moral o de la búsqueda de un sentido intrínseco a la
naturaleza espiritual del hombre. También discrepamos en la distorsión del concepto de
familia. En todo esto, el derecho de los padres es anterior a todo poder del Estado.
Queridos hermanos, en el día en que celebramos “el misterio de la fe”, llevaremos
en procesión por las calles de la ciudad el Santísimo Sacramento, como testimonio de lo
que creemos y del compromiso que adquirimos. Después de haber contemplado su
augusta grandeza aprendamos a tener coherencia eucarística en nuestra vida cotidiana.
Nuestro último pensamiento va hacia la Virgen María, la mujer en cuyo seno
virginal, el Espíritu Santo formó la hostia del sacrificio redentor. En cada Eucaristía que
celebramos “la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la
intercesión de Cristo” (Catec.IC 1370). Sea ella, mujer eucarística por excelencia, quien
nos enseñe a volvernos ofrenda unidos a su Hijo y a comulgar más plenamente con Él.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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