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Tiempo y Música
La música, tradicionalmente, se ha definido como el arte de combinar los
sonidos con el tiempo. La fusión de esas categorías heterogéneas la emparenta con el
lenguaje: como él, existe en tanto que articulación de sonidos pero, al carecer de
dimensión semántica (o por mejor decir, reduciéndose ésta al brumoso terreno de la
connotación), toda su intensidad se establece sobre una dimensión sintáctica que, dada
su particular naturaleza, se manifiesta exclusivamente como temporalidad: es posible
imaginar una música carente de sonidos, pero es impensable una música al margen del
tiempo. John Cage lo expuso con lapidario radicalismo en 4’33”, una partitura que
señala una sucesión de tres secciones vacías ―tres movimientos― sin otra indicación
que la de su duración total.
Pero ¿es ésa duración la verdadera?. ¿Es legítimo hablar de la música como de
una realidad mensurable según una escala de tiempo absoluta, objetiva? Como
observara Gisèle Brelet, la música no transcurre en el tiempo, sino que transcurre
temporalmente. Al ser éste su materia irreductible, puede enunciarse que es ella quien
agota el tiempo, y no éste quien la subsume. La música crea un tiempo virtual, la
apariencia de un transcurrir dotado de sentido en razón de las relaciones que establece
entre los diferentes estratos de acontecimientos sonoros que en ella se producen. Pero la
realidad es que la música no se desarrolla en el tiempo, sino que está hecha de tiempo:
en su doble ilusionismo (el del significado y el de la duración), la música se inscribe
como criptografía de un tiempo propio, el de un universo del que se ofrece como mapa,
como relación legible entre espacio y tiempo.
El espacio de la música es acústico: el ámbito de los sonidos cuya doble
combinatoria (sucesiva y simultánea) la vertebra. La música es un modo de con-formar
la geometría de las frecuencias audibles, que no existen hasta no configurarse
dialécticamente en su transcurso: es el movimiento de la música lo que realiza unos
sonidos que no preexisten, sino que son inmanentes a ella, del mismo modo que el
tiempo no precede al espacio sino que se origina juntamente con él en una singularidad
común. La música es la representación de un universo relativista en el que el tiempo ha
dejado de ser la variable independiente de la física: un universo cíclico que se expande a
partir del acorde inicial y se colapsa sobre el acorde conclusivo.
Del mismo modo que el cosmos, observado a escala humana, concuerda con el
modelo newtoniano, la música, limitada a las siete notas de la escala diatónica, mantiene
una geometría en la que tiempo y metrónomo parecen coincidir: un tiempo doblemente
estriado —de acuerdo con una brillante expresión de Pierre Boulez sobre la que
voveremos más adelante— según la pulsación rítmica y la periodicidad armónica. La
tonalidad clásica, con su jerarquía de polaridades equivalente a la perspectiva lineal (de
cuyo paulatino establecimiento es contemporánea), fué el modo de representar la
concepción de un universo centrípeto en el que el acorde de tónica funciona como un
gran atractor que focaliza las generatrices espaciales: un cosmos regido por la simetría
de sístole y diástole inherente a la dialéctica disonancia-consonancia, que la lenta
irrupción del cromatismo, desde Monteverdi a Schönberg, disgregaría de modo
irrecobrable. La disolución funcional de la disonancia reedificó el espacio musical como
una isotropía acústica carente, por así decir, de puntos de fuga: no es casual que las
primeras piezas no tonales se escribieran entre 1908 (Skriabin) y 1909 (Schönberg), el
año de las primeras acuarelas abstractas pintadas por Kandinsky, y que la Teoría de
Relatividad Especial se formulase en fecha casi coetánea, en 1905. Picasso, por su parte,
y de modo por completo independiente, pintaba Les demoiselles d’Avignon en 1907: la
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ruptura con la concepción euclídea del espacio, el tiempo newtoniano y la
representación pictórica mediante la perspectiva geométrica era absoluta y se
manifestaba de modo simultáneo en todos los frentes.
Tonal o atonal, la música se ofrece como la imagen de un continuo espaciotiempo en el que cada objeto sonoro remite a todos los demás y en donde cada nueva
nota recibe el sentido (la lógica acústico-geométrica) de todo el conjunto de las notas
precedentes, articuladas según un sistema que, a su vez, se re-construye
retrospectivamente. Cada compás de una obra reclama la presencia simultánea de todos
los restantes: paradójicamente, es correcto afirmar que en la música no existe la
repetición, pese a estar formalmente articulada mediante repeticiones. La escucha de
una obra inmoviliza el tiempo: en cada segundo que transcurre y muere ante nosotros, la
música abre una suerte de eternidad que inscribe a la vez el pasado y el futuro sobre la
fugacidad del presente.
Como en el Universo que habitamos, carece de sentido hablar de un tiempo
anterior y otro posterior a él, del mismo modo que nada ―nada musical, se
sobreentiende― existe antes ni después de cada música concreta que escuchamos y que,
al margen de su duración cronométrica aparente, abarca la integridad del tiempo,
equivalente a la del espacio acústico a cuyo través se manifiesta. En cierto sentido, es
correcto afirmar que el primer acto de Parsifal dura lo mismo que un responsorio de
Tomás Luis de Victoria: ambos universos disuelven la integridad del tiempo (su tiempo
específico) que, observado desde su interior ―pero la música, como el universo, no
puede observarse desde fuera de sí misma― no tiene otra medida ni referencia posible
que la de su propia geometría. Tan infinitos son los puntos contenidos en un segmento
de un centímetro como los que abarca una línea sin fin: ésa es la razón de que nos
resulte imposible decidir cual de las dos obras nos conmueve más hondamente. La
música nos brinda la intuición de que no existe un tiempo único sino múltiples tiempos
(múltiples infinitos), pero que todos ellos son inconmensurables. La música plantea la
naturaleza del tiempo como una materia cuyas dimensiones se expresarían mediante
números transfinitos: es un genuíno multiverso en que se albergan universos
diferenciados, opuestos y contradictorios.
Así, la música establece su propio tiempo, no tanto dentro del tiempo como al
margen del Tiempo: es como si su transcurrir se desplegase en espacios conexos, en
ámbitos temporales no congruentes, privativos y únicos para cada pieza concreta. El
conocido símil de los dos astronautas que se encuentran en el espacio, cada uno de los
cuales observa que en el reloj del otro el tiempo fluye más lentamente que en el suyo,
constituye un adecuado símil de la relación entre el oyente y la música: la música
detiene el Tiempo e impone su tiempo propio, exclusivo y particular, definitorio para
cada obra. O por mejor decir, desdobla el tiempo mostrándolo como un abanico de
facetas, de temporalidades múltiples e independientes según tres ejes: transcurso,
eternidad, posibilidad. Los griegos expresaron esa cualidad proteica del tiempo musical
mediante la figura de Orfeo, un mito al que regresaremos para concluír.
La dispersión de las partículas subatómicas tras un choque en un acelerador
suministra una imagen gráfica en la que la vida de cada una de ellas se determina
proporcionalmente a la longitud de su huella sobre una placa sensible, huella que se
incrementa según crece el cociente entre el cuadrado de su velocidad individual y el de
la velocidad de la luz; de modo análogo, la música se comporta como si caminase con la
celeridad del fotón, y el tiempo no transcurriese para ella: cada instante reclama la
simultaneidad de todos los instantes posibles. Como el espacio-tiempo relativista, la
música (cada música) existe, por así decir, desde siempre y para siempre: es la
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proyección temporal de una realidad atemporal, la de la partitura, sobre la que coexisten
todos los instantes simultáneamente y donde la mirada puede relacionar y contemplar
episodios que en la ejecución se encuentran muy separados entre sí. Para un hipotético
viajero que se moviese a la velocidad de la luz la música no existiría en tanto que hecho
sonoro, sino como partitura, como simultaneidad de los infinitos instantes. Ése tiempo
inimaginable refuta la música misma tal como nosotros podemos experimentarla, ésto
es, como movimiento, como metáfora física del curso irrecobrable del tiempo. Al
situarse fuera de ese mismo tiempo, la música es sólo presente, eternidad absoluta del
instante. Las enigmáticas palabras de Gurnemanz en el Acto I de Parsifal se vienen de
inmediato a la memoria: Aquí, el tiempo se convierte en espacio (zum Raum wird here
die Zeit). En la partitura, el tiempo se monumentaliza y se transforma en espacio, esto
es, en escritura.
De un modo metafórico, la música pone al oyente en relación con un orden de
realidad, no ya ajeno, sino contradictorio con el derivado de la experiencia cotidiana, y
de ahí la aureola mágica que le otorgan ciertas culturas. La idea platónica de que la
música es la puerta que relaciona el mundo visible y el invisible es algo más que una
mera formulación poética o filosofica: al enfrentarle con el misterio del Tiempo, la
música transforma a quien la escucha. Esoterismo de la música: la posibilidad de ésa
enseñanza es, tal vez, la secreta razón de su presencia entre nosotros.
La idea de un tiempo estriado y un tiempo liso a la que se hacía referencia más
arriba tiene su materialización más obvia en ciertas obras (o fragmentos de ellas) en que
la pulsación rítmica periódica o aperiódica pero perceptible (Boulez toma como ejemplo
determinados fragmentos de Le Sâcre du printemps, de Stravinsky) configura el avance
del discurso, su continuidad: un vals es reconocible por su ritmo ternario y la estría
sería definible como la repetición de una figura concreta de tres pulsaciones cada una de
las cuales tiene un sentido temporal específico según la relación dialéctica que establece
con las otras dos (cabría recordar la connotación trinitaria y casi mística del tempus
perfectus en los tratadistas medievales).
Por el contrario, el tiempo liso sería aquél en que ni el compás ni siquiera el
tempo son directamente discernibles: el ejemplo privilegiado es el comienzo de L’aprèsmidi d’un faune, esa lánguida frase de la flauta que planea sobre el silencio y se desliza
cromáticamente a lo largo de un tritono descendiendo primero y ascendiendo después:
no hay percepción del ritmo ni del movimiento hasta el compás undécimo, ni sentido de
la tonalidad antes del cuarto, con el ambiguo acorde defectivo de tónica (Do sostenido
menor sin quinta: pero la obra concluirá en el relativo, Mi mayor) con apoyatura del La
sostenido: apoyatura, por su parte, que es la nota resaltada por el arpa en su envolvente
glissando ascendente y descendente, así como la finalis de la flauta. En su célebre
estudio sobre esta obra, Jean Barraqué ha puesto el acento sobre el hecho de que esta
melodía, idéntica a sí misma, aparezca nueve veces a lo largo de la pieza con una
armonización y un colorido instrumental diferente en cada una de ellas. La sensación de
transcurso y la posibilidad de identificación formal (que puede verse como una especie
de combinación sui generis entre la sonata y el lied) desaparecen en la escucha: el
agente enmascarador de esa estructura es la recurrencia de la misma melodía sin
modificaciones substanciales, que impregna la integridad de la composicion con un
tornasolado efecto de inmovilidad. En la escala de la microforma, el tiempo se alisa como
consecuencia de su negativa a enunciar un ritmo y un tempo: en la de la macroforma, tanto
por la ambigüedad de la armonía como por su fluctuación, que impide toda posible lectura
de la obra como un rondo pese a la obvia recurrencia invariable de la melodía inicial. La
estría armónica se ha disuelto en su propia flotabilidad e inconcreción: toda posible
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direccionalidad de la música ha quedado abolida en virtud del concienzudo borrado de
cualquier progresión arquitectónica previsible a gran escala, y la obra pareciera poder
tomar cualquier itinerario cadencial en cada momento. Debussy conserva la escritura
convencional: cuatro sostenidos en la clave salvo en la sección central —la suntuosa
melodía que se sitúa entre la cuarta y la quinta repetición, en un Re bemol mayor
enarmónico del Do sostenido inicial— pero esa persistencia de la armadura no
corresponde en absoluto a lo escuchado. La forma sonata resulta ilegible, pese a que el
desarrollo (cuya sección principal debiera corresponder con la citada melodía) comience,
justamente, con una caía sobre Si mayor, la dominante del tono conclusivo que, para
mayor perplejidad, es la única cadencia perfecta de toda la obra: verdadero trompe-l’oeil,
la estructura se difumina en el mismo grado en que se conserva y se exhibe. De este modo,
el principio formal no reside en transformar la materia temática alejándola de su diseño
inicial sino que, por el contrario, su propósito es realzar su inmovilidad contemplandola
desde diferentes perspectivas armónicas y timbricas: la narratividad inherente a la forma
se ha impugnado desde su propio interior. El arranque de Le Sâcre du printemps
proporciona un ejemplo análogo: al Do natural melódico del fagot se opone el Do
sostenido armónico de la trompa: la modalidad (y el ritmo) quedan en entredicho desde
el segundo compás. Bien es cierto que, en este caso, la forma general no se
corresponderá con ninguna estructura preexistente: se trata de un texto cuyo material se
consume en el propio hecho de su enunciación.
En ambos casos, el precedente está en Wagner: el comienzo de Das Rheingold.
En ese inicio subyugador se abre también una concepción suspensiva del tiempo
musical que disuelve la noción misma de transcurso: melodía, armonía y ritmo,
dimensiones independientes desde el punto de vista del análisis, resultan inseparables en
la escucha, integrándose en una realidad discursiva sin precedentes: la estría es
perceptible (correspondería, por ejemplo, a la nota más grave del arpegio de Mi bemol),
pero pierde su sentido en razón de las repeticiones (el fenómeno no es diferente al del
comienzo de la Klavierstücke IX de Karlheinz Stockhausen). Con el arranque de Das
Rheingold se inaugura en la tradición europea la posibilidad de una música al margen de
la temporalidad lineal, una música constituída exclusivamente como articulación de
texturas.
De ahí que la brillante definición propuesta por André Boucourechliev plantee
de un modo implícito semejante problema: La música es un sistema de diferencias que
articula el tiempo según la categoría de lo sonoro. Lo interesante de esta definición es
que la palabra arte, esencial en la definición que abre este artículo con sus equívocas
connotaciones, ha desaparecido para dar paso a una formulación que ya no es
ideológica. Las transformaciones, contrastes y oposiciones entre las diferentes texturas
expuestas en la música articulan el tejido del tiempo, que deja así de ser una materia
uniforme para asumir configuraciones cambiantes en constante mutación. No hay un
tiempo, sino muchos tiempos en cada música: la preeminencia de algunos de ellos (o su
dependencia con respecto a otros) es lo que caracteriza los estilos y las escrituras.
El comienzo de Das Rheingold abría en la tradición europea la posibilidad de
una música al margen del tiempo, pero Debussy, mas allá de sus conquistas armónicas y
de su imaginación instrumental, es el compositor que de un modo más radical haya
enfrentado el problema de la forma, el que de un modo más lúcido y eficiente haya
luchado por anular en la música el sentido del tiempo y el movimiento discursivo lineales:
cada una de sus obras ofrece una estructura particular que se desenvuelve al margen de las
formas históricas, una forma que no se impone a la materia sonora, sino que, por el
contrario, crece a partir de ella. En Debussy la forma se ramifica y se desvanece: se
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disgrega en momentos elementales que pueden reaparecer o no, trazando una imprevisible
red de meandros discursivos: en Debussy, la forma —es decir: el tiempo musical— se
autoconstruye a partir de su propia destrucción. El arcano del tiempo es la esencia de su
música, y un parte sustancial de su obra tardía no es sino una diltada reflexión acerca de
ese tema: los aspectos tímbricos, pese a su obvia trascendencia y el cambio de
pensamiento compositivo que suponen (se ha dicho, y con razón, que con Debussy la
música comienza a ser sonido en lugar de notas), son comparativamente secundarios en
relación con su tratamiento de la temporalidad, lo que puede comprobarse examinando
con cierto detalle cualquiera de sus textos, sobre todo, los más tardíos.
Quiá el ejemplo extremo lo suministren los primeros instantes de Pour les
sonorités opposées (el 10º estudio para piano: su testamento musical, cabría decir), que
no contienen otra materia que la nota Sol sostenido expuesta simultáneamente en tres
octavas como una especie de resonancia, sin que pueda definirse una pulsación o un
ritmo. Toda la música se condensa en ese vacío al que, en el última tercio del compás,
se añade un La natural duplicado en la octava intermedia: con cuatro sostenidos en la
clave, la posible tonalidad implícita (Do sostenido menor, aludida por su dominante) se
ve así discutida por la aparición de la subdominante del tono relativo. Súbitamente, otro
Sol sostenido en la octava más grave al comienzo del segundo compás: el tiempo se
materializa como una armonía inconcreta que, al margen de la escritura, podría también
sugerir la simultaneidad de una fundamental y su sensible. En ese inicio, el tiempo no es
sino una ambigüedad que, reducida como se halla a una resonancia de octavas, se
percibe como juego de timbres, como una mancha imprecisa carente de direccionalidad:
la pieza elabora esa idea a través de una engañosa segmentación.
De proseguir con el examen de la pieza, cabría señalar al menos diez tramos de
acuerdo con los cambios de clave, de tempo o, simplemente, de carácter de la música
según el siguiente desglose: A): compases 1 a 3 (9/8, cuatro sostenidos, Moderé), B):
compases 4 al 6 (idem de A), C): cp. 7 al 14 (sin armadura, Animando), D): cp. 15 al 30
(3/4, cuatro sostenidos, Tempo primo), E): cp. 31 al 37 (idem de D), F): cp. 38 al 52
(9/8, siete sostenidos, Animando), G): cp. 53 a 58 (Calmato), H): cp. 59 a 60 (3/4,
cuatro sostenidos, Tempo primo), I): cp. 61 a 62 (Lento), J): cp. 63 a 67 (tempo primo)
y K): 68 a 75 (idem de J). Algunas de estas secciones comparten el material, como es
obvio para E, H y K y (algo menos) para C y F (en donde, a primera vista, casi podría
hablarse de un desarrollo de la anterior: pero se trata de un movimiento concéntrico que
gira sobre unas mismas notas), mientras otras parecieran actuar de forma casi autónoma,
como sucede con las D, G, I y J. Estas dos últimas, en concreto, son episodios
puramente contemplativos que reiteran una misma materia armónica carente de
progresión. C y F utilizan ocho notas que proceden de la escala de tonos (un hexacordo
con la última nota alterada armonizado con el tritono Re bemol-Sol): en C, toda la
sección se apoya en una doble pedal de Si bemol y Fa natural, en F lo hace sobre el
acorde formado por las notas Fa sostenido, La sostenido y Mi en el registro agudo, mas
un Sol sostenido en el bajo, en G sobre otra doble pedal Fa sostenido-Do
sostenido...Podría hablarse de secciones independientes, pero la realidad es que ese
estatismo armónico refleja la misma idea ya presente en las secciones A y B, en las que
el Sol sostenido en diferentes octavas sirve como resonancia armónico-tímbrica bajo la
que, en la sección B, se insinúa un movimiento descendente (que finaliza en el acorde
de Si bemol con un Sol sostenido añadido) que será la base futura, no ya de C y F, sino
también de D. Este último segmento es una especie de melopea cromática que festonea
una sucesión de acordes perfectos mayores y menores que se desplazan en movimiento
paralelo y que, a su vez, regresan en el compás 71 como pórtico a la coda: un eco de la
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sección H reducido a la quinta ascendente inicial que propicia la sucesión de dos
acordes de séptima (sobre Si menor el primero y Si mayor con quinta aumentada el
segundo) que resuelven sobre un agregado que contiene simultáneamente las dos
tonalidades implicadas en la clave (con la quinta Do sostenido-Sol sostenido en el bajo),
como si el ámbito armónico aspirase a una unidad final de contrarios. Superposición de
un acorde mayor y otro menor a distancia de tercera: es una solución no infrecuente en
la época (1915), pero la composición admite otra lectura.
Todo el material está, de un modo u otro, resumido en los seis compases
iniciales (secciones A y B), salvo el de las referidas secciones E, H y K, que aparece a
mitad del discurso y lo clausura descomponiéndose. Dado que la figura que articula
estos últimos segmentos se mantiene inmutable (aunque sobre armonías diferentes), y
que las restantes secciones se basan en armonías inmóviles, la realidad es que la pieza
no transcurre, en el sentido convencional del término, sino que se coagula y se disuelve
en un conjunto de secciones conexas cuya estabilidad (armónica o melódica) abole
cualquier forma de linealidad temporal: la armonía, en lugar de materializar la flecha del
tiempo, no es sino una referencia acústica carente de verdadero papel estructural. Pasos
sin rumbo sobre un horizonte ilimitado: Debussy lo muestra de modo lapidario al
superponer las dos tonalidades en el último acorde. Alcanzado este punto, se comprende
la lógica profunda del título: enfrentar texturas inmóviles (sonorités opposées)
obteniendo un resultado mensurable (los casi seis minutos que dura la ejecución) en
razón del desplazamiento y la fragmentación de esa temporalidad en placas oponibles y
disímiles, interconectadas paradigmática y no sintagmáticamente. De ahí que la materia
musical, propiamente dicha, sea de una trivialidad casi irrelevante: es otra la dialéctica
que ahí se debate, y otra la fascinación que la pieza produce.
La idea ha tenido su prolongación en todos los autores de la vanguardia
centroeuropea posteriores a la segunda Gran Guerra, como Stockhausen, Xenakis,
Ligeti o Dutilleux, pero también en músicos provenientes de diferente ámbito cultural,
como John Cage o Morton Feldman, o individualidades tan rotundas como Edgard
Varèse (por no citar a otros compositores alejados de esa órbita geográfica, como Isang
Yun o Toru Takemitsu), pero el más significativo corolario aparece en una de las
primeras composiciones de quien fuese maestro y mentor de buena parte de esa misma
vanguardia.
Es sabido que Olivier Messiaen se describía a sí mismo como “français des
montagnes”, en razón de su apego a los grandes macizos alpinos, toda vez que una etapa
crucial de su infancia (de los seis a los diez años) transcurrió en Grenoble, que es (junto
con Innsbruck) la única gran ciudad europea situada en el centro de la cordillera, y no
en sus estribaciones. Suele afirmarse que de ahí procede el gigantismo y el ímpetu
torrencial que caracteriza buena parte de su música, de ese panorama en que le silence
est mouillé pour la voix du torrent, según se describe en un poema de Cécile Sauvage,
la madre del compositor. Dimensiones verdaderamente gigantescas (las cuatro horas y
media de Saint François d’Assise, las casi tres del Catalogue des oiseaux, la hora y
media de Des canyons aux étoiles…) a las que con toda justicia podrían aplicarse las
célebres palabras con las que Schumann calificase las obras tardías de Schubert,
Göttlichen Längen, esas divinas longitudes tan citadas por toda la crítica posterior.
Empero, hay razones más profundas que la simple sugestión paisajística para la
desusada expansión de esta música que combina el más robusto impulso rítmico con
una base armónica de provocativo estatismo.
Para los filósofos antiguos, la Naturaleza es una suerte de elemento mediador
entre la Materia inerte y el Artificio creado por el hombre, un ente responsable de la
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organización, crecimiento, degradación, destrucción y regeneración del universo: así
descrita, la naturaleza se asemejaría a la esencia del Tiempo, esa entidad definida en el
Timeo platónico como la eternidad sometida al número (esto es: a lo mudable). Más
allá de su belleza melódica y de su excepcional riqueza tímbrica, reside ahí el aspecto
medular de la obra del músico de Avignon: en su aptitud para refutar desde su interior la
temporalidad, la percepción lineal del transcurir.
De manera intuitiva, la obra de Messaien responde plenamente a la nueva
concepción del universo derivada de Einstein, pero se afirma de un modo paradójico
trascendiendo las reglas a partir de las propias reglas: en un siglo iniciado con la
disolución de los sistemas, Messiaen crea un sistema melódico y armónico propio (el
sistema de siete modos de trasposición limitada) y, sobre todo, reedifica la concepción
tradicional del ritmo, la instancia que articula el tiempo de la música mediante el
artificio de la valeur ajoutée, la duración añadida que quiebra la simetría y la estructura
interna del compás. En la Danse de la fureur pour les sept trompettes del Quatuor pour
la fin du temps los dos primeros periodos miden 17 semicorcheas cada uno con
diferente mensuración (con 8 y 7 notas en cada caso y cuatro duraciones, de la blanca a
la semicorchea), el tercero 18, el cuarto 19, el quinto 21, el sexto 40…Toda regularidad
queda abolida: no se trata de compases (¿cómo se mide un 17/16?), sino de auténticos
versos libres de duraciones y ritmos internos por completo disímiles, sobre los que se
establece un juego de quiasmos, de repeticiones totales o fragmentarias de los versos
iniciales (y de las alturas dentro de ellos) configurando una agitada monodia del modo
tercero en primera trasposición (con el La natural como “alteración” accidental) que
desafía toda linealidad. Genuíno modelo reducido de la concepción formal del autor, la
pieza propone un tiempo ramificado en meandros que giran y retornan sobre sí de modo
impredecible en una especie de magma temporal que se diría elástico y sin límites
definidos: más allá de las profundas diferencias entre una música y otra, el precedente
debussiano salta de inmediato a la vista.
Pero la conclusión de esta misma obra va aún más lejos: y precisamente por
hacerlo dentro del academicismo (bien que sea éste más aparente que real). La sublime
Louange è l’Immortalité de Jésus está escrita también con cuatro sostenidos en la clave:
comienza y acaba con el mismo acorde de séptima que implica las dos tonalidades
posibles (la misma indefinición, por cierto, de Pour les sonorités opposées de su
admirado Debussy), desarrollando un itinerario en que las armonías contradicen una
línea melódica aperiódica del violín que evita toda sensible y que sustituye las caídas de
quinta por tritonos, mientras el piano mantiene un diseño único (fusa-corchea con doble
puntillo cuatro veces por compás repitiendo idéntico acorde). La lentitud del tempo y la
duración de cada armonía convierten los agregados en objetos autosuficientes: la
inexcusabilidad cadencial, por así decir, se diluye. Sería factible un análisis armónico
más o menos convencional (partiendo de un Mi mayor con sexta añadida), pero los
enlaces son caprichosos, absolutamente libres: apoyaturas no resueltas y notas añadidas
colorean y dilatan la indefinición creada por las inversiones armónicas, siempre las más
inestables. La lenta melodía del violín se repite dos veces con idéntico acompañamiento
prolongándose en una breve coda en que la línea asciende hasta el límite del
instrumento. El pié rítmico, al descansar la nota larga en la parte débil, incrementa ese
carácter suspensivo: la pieza se percibe como inmovilidad, como si el tiempo se
petrificase, como si cada compás, cada instante del texto, remitiese tan sólo a sí mismo
en un juego de resonancias carente de lógica tonal (pese a existir). Para Messiaen, el fin
del tiempo anunciado por el Angel del Apocalipsis que se cita en el arranque de la
partitura es el Tiempo de la Eternidad. Músico de la naturaleza, propone la más alta
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forma de contemplación: la que descubre esa eternidad en la médula a la vez efímera y
profunda de cada instante.
Algo más para acabar, algo más en torno al mito originario de la música: algo
más sobre Orfeo. El poder de la música, capaz de mudar el humor de los hombres,
amansar a las fieras, detener el curso de la Luna, calmar las tempestades o mover los
árboles y rocas, está simbolizado por el hijo de Eagro, rey de Tracia, y de la Musa
Calliope, compañero de los Argonautas y capaz de provocar con su canto el suicidio de
las sirenas, impotentes para superar el poder subyugador de su canto. Mito tardío, pero
especialmente fructífero, Orfeo ha dado pié a sesenta y cinco óperas, desde las
fundacionales de Peri, Caccini y Monteverdi hasta las más recientes de Samuel Adler y
Harrison Birtwistle, pasando por las de autores tan ilustres como Sartorio, Charpentier,
Lully, Rameau, Keiser, Telemann, Dittersdorf, Benda, Cannabich, Haydn, Gluck,
Malipiero, Milhaud, Krének o Casella: no hay un movimiento renovador en la música
dramática que no haya buscado legitimarse en su epopeya, y por ello resulta tan
significativo que la parte de la leyenda que ha llegado a la escena en cualquiera de ellas
se remita en exclusiva al episodio históricamente más moderno, el del fallido rescate de
Eurídice, presente tan sólo en las fuentes latinas, parcas por lo demás en el aspecto más
enigmático del episodio. Es evidente que semejante parte de la historia es la única que
contiene un genuíno conflicto drámatico, es decir, la única factible para vertebrar un
desarrollo operístico, pero tal vez fuera conveniente preguntarse si existe en ella una
dimensión adicional susceptible de ser interpretada en otro registro y de atraer de este
modo la atención de músicos y libretistas, bien que sea de un modo subliminar. Se sabe
que se prohibe al héroe volver la vista atrás mientras asciende del Tártaro, pero no se
ofrecen razones para tal interdicto: ne flecto retro lumine donec Avensas exiente valles,
es cuanto afirma Ovidio en el décimo libro de las Metamorfosis. Se pretende evitar que
Orfeo vea, y cabe preguntase qué cosa debe hurtarse a su contemplación. Es sabido que
la palabra idea proviene del griego êidon, que significa literalmente yo ví:
etimológicamente ver y saber son una misma cosa. ¿Cuál es, por tanto, el conocimiento
que los dioses quieren vetar a Orfeo?.
Lo que Hades ofrece no es la resurrección de Eurídice: ni siquiera los dioses
pueden modificar el pasado. La única posibilidad que Orfeo tiene de recobrar a su
esposa es su traslación a un universo paralelo: el mismo campo de Tracia en el mismo
instante en el que Eurídice huye de Aristeo, pero en el que el pié de la dríade se desvía
de su trayectoria fatídica lo suficiente como para no pisar el áspid letal. De ahí la
prohibición de volver el rostro: la idea común de que Orfeo desconfía de la palabra del
dios o la, aún más mendaz, de su impaciencia, son interpolaciones aflictivamente
triviales en el profundo misterio de la fábula. Lo que realmente se solicita del Cantor es
que no guarde memoria de su paso por el trasmundo: regresar a un mismo lugar del
espacio-tiempo pero en una posibilidad diferente de ese mismo tiempo. De haber sido
ello así, es decir, si Orfeo regresara a ese lugar en el que Eurídice logra esquivar la
muerte, no precisaría descender al Averno para rescatarla y, por lo tanto, no podría más
tarde recordar un pasado que no ha tenido necesidad de vivir. Pero Orfeo se niega a
perder esa memoria que le asegura el conocimiento del Más Allá: permanece en un
plano temporal que solamente la muerte de su esposa ha hecho posible y por éso pierde
definitivamente a Eurídice a cambio del Saber. La desaparición de Eurídice es el precio
que Orfeo paga por su lucidez, como tan bellamente lo expresase André Delvaux
Si el pié de Eurídice no pisa la serpiente, la historia de Orfeo sería distinta: no ha
descendido al Hades, no ha experimentado el poder de su arte ante el último y definitivo
reducto de la memoria. Alcibíades, hablando de Marsias en el parlamento final del
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Symposion, viene a decir que la música despierta en nosotros la nostalgia de los dioses
(que son los eternos, los inmortales): la música revela la eternidad de las cosas al
mostrarlas exclusivamente como formas del Tiempo, ya que es el único arte cuya
materia no es otra cosa sino ese mismo tiempo. La música es la actualización constante
de un pasado, y por éso cualquier modificación en su curso afecta a ese mismo pasado
en tanto que futuro posible: de ahí que se trate de un arte esencialmente trágico, toda
vez que su libertad intrínseca reside en aceptar un destino previo que la conforma y
define: el de la partitura escrita o el de la sacralidad memorizada de la música de
tradición oral. La metáfora órfica es obvia: cambiar una sola nota en una melodía o
alterar su contorno rítmico puede ser una mera variante o una impureza local, pero
puede acarrear también consecuencias catastróficas. Un ejecutante puede equivocar un
sonido o falsear un pasaje, pero si, por ejemplo, cambiásemos por un Do natural el La
sostendo del tema de la chacona de la Cuarta Sinfonía de Brahms, no sólo se diluiría la
tensión armónica de dicho tema, sino que resultarían impracticables las treinta y dos
variaciones posteriores que vertebran el último movimiento y otorgan sentido
retrospectivo a la totalidad de la obra. Orfeo está obligado a recordar para que la
tragicidad de la música siga siendo posible: existe un universo en el que Eurídice no
pisa el áspid y Orfeo no desciende al Orco, pero en ese cosmos otro la música no existe.
Zum Raum wird here die Zeit: esa unidad secreta entre tiempo y espacio cobra
una nueva y definitiva significación en el caso de la cinematografía. A fin de cuentas, el
cine y la música —como la poesía y el drama— son artes temporales.
Basta un poco de historia: la primera sesión de los Lumière estuvo acompañada
por un piano y la première de Londres lo estuvo por un armonium, sustituído más tarde
por una orquestina de salón. Había precedentes: las Pantomimas luminosas exhibidas en
1892 en el Museo Grévin se acompañaban con improvisaciones de Gaston Paulin, y el
Praxinopscopio de Émile Reynaud (que su inventor describía como Teatro óptico, y que
también ofrecía breves films de animación) contaba igualmente con acompañamiento
musical. El cine nunca fue silencioso.
Dos teorías explican esa asociación de cine y música: la muy pragmática de Kurt
London, que sostiene que se trataba simplemente de cubrir el ruido del proyector, y la
reflexión más tardía de Hanns Eisler, que incide en la capacidad de la música para
conjurar el terror del espectador, semejante al del niño ante la oscuridad (y el silencio,
cabría añadir). Ésta última, mucho más sutil, podría ampliarse al establecimiento
gradual de lo que Noël Burch ha denominado Modo Institucional de Representación,
prefigurado en films de la primera década del S.XX como los de Zecca, Meliès o
Feuillade, que culmina en los largometrajes de Griffth, donde ya se ha establecido y
codificado un juego de sintagmas de sucesión (la terminología es igualmente de Burch)
que alterna encuadres de distinto tamaño y angulación en aras de construír el punto de
vista de un espectador ubicuo y omnisciente: la continuidad discursiva de la música
permite diluír las fracturas visuales creadas por la disparidad de escala de los planos
sucesivos, generando una unificación narrativa suprasegmental. Es obvio que hoy
podemos asumir narrativamente los cambios de escala en un film mudo sin necesidad de
precisar de la música de acompañamiento, toda vez que la educación audiovisual está
sometida a ese Modo Institucional de Representación dominante (más bien único) tanto
en la cinematografía como en el relato televisivo: sin embargo, no cabe extrapolar este
hábito de lectura de modo retrospectivo.
Pero no es tan sólo la continuidad temporal lo que resulta relevante, sino
también la unificación espacial que de ella se deriva: al articularse con la fotografía en
movimiento, la música produce espacio al otorgar estatuto de verosimilitud a un ámbito
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ficcional unitario construído por yuxtaposición de fragmentos disímiles de
representaciones espaciales independientes (que se suponen perspectivas diferentes de
un espacio único, que puede incluso no existir). De este modo, si la música instrumental
—música sin imágenes, música sin palabras— puede impugnar el tiempo a través de un
proceso de disgregación interior (como en el caso de Debussy), esa misma música
genera (en el cine mudo, al menos) una continuidad virtual a partir de realidades
disgregadas, una especie de ilusorio teatro de la memoria apto para que la Tragedia
pueda inscribirse en él de un modo renovado.
Tiempo, Espacio y Significación se manifiestan como categorías
complementarias de una realidad única a través de la conjunción entre música y cine.
Cine poético, cine narrativo: en uno u otro, la música actúa como argamasa de esa
configuración espaciotemporal. Así, cabe entender también el cine como una suerte de
arte relativista, en la medida en que su discursividad se conforma a imagen y semejanza
de la música que lo envuelve y lo edifica.
José Luis Téllez
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