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Por María Martínez Peñaloza:
La otra cara del Minotauro
Cerámica, ca. 520 - 490 a.C.
Museo Nacional de Atenas
El Minotauro es un ser hermoso. Le habían hecho creer que era un monstruo
espantoso, y eso lo tenía muy triste. Pero un feliz día vio reflejada su imagen en los
ojos de amor de Ariana, una de las siete doncellas atenienses que, con igual
número de efebos, le eran ofrendadas como tributo cada nueve años. Entonces
comprendió su verdad. Ciertamente no era como los seres humanos: les
aventajaba, para empezar, en el hecho de participar de dos naturalezas. Así
admiró, pues, la nobleza de su testuz de toro y la vigorosa prestancia de su cuerpo
de hombre. Pero lo que más amó de sí mismo fue, sin duda, lo sutil de su mente
que, aunada a un corazón tierno y dulce, se vertía a borbotones de sus ojos.
El Minotauro vivía en un monumental y complejo Laberinto en la isla de
Creta. El rey Minos, envidioso de la belleza que él no había sido capaz de engendrar
en su esposa Pasifae, mandó erigir esa enmarañada construcción, ordenando que
fuera tan intrincada que, quien entrara ahí, no pudiese jamás encontrar el camino
de salida. A ese complicado lugar confinó al Minotauro. Además, en venganza por la
muerte a traición de su hijo Andrógeo en el Ática, impuso a Atenas el tributo ya
mencionado. Una vez que los jóvenes ingresaban al Laberinto, nunca más se volvía
a saber de ellos. La gente empezó a figurarse entonces que el Minotauro los
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devoraba. Pero lo que en realidad sucedía era que todos aquellos jóvenes se
prendaban de él. Morían, sí, pero de amor; en el éxtasis de plenitud que su sola
visión les producía. Sus cuerpos, gozosamente inertes, florecían en postrer
homenaje de amor y entrega.
Para Minos el Laberinto era una prisión. Pero para el Minotauro, después de
su encuentro con los ojos de Ariana, se fue revelando como una mansión, como un
palacio. Su palacio, lleno de tesoros y sorpresas de toda índole, por cuyos pasillos
él iba y venía a placer haciendo el inventario de sus dominios, de sus luces, de sus
sombras. Jardín, oasis, bosque con fuentes que le enseñaban a cantar y a danzar.
Las Musas lo visitaban con asiduidad, ya que gustaban de conversar con él y les
complacía sobremanera derramar sobre él sus dones. Todo estaba ahí, ¿cómo iba
a querer salir? Por su mente no pasaba ya nunca semejante pensamiento.
Un día Teseo, deseoso de ganar gloria y fama, se propuso liberar a Atenas
del tributo y, para conseguirlo, debía matar al Minotauro. Fraguó entonces, fatuo y
traicionero, la seducción de la ingenua y crédula Ariadne, hija de Minos. Logró así
que ésta le entregara un ovillo de hilo que él iría desenredando a medida que
avanzara hacia el centro del Laberinto. Se hizo luego incluir entre los jóvenes
destinados al Minotauro. Pero, víctima también del amor, Teseo se enredó en
amorosa lucha con aquél. Vencido y exangüe, salió arrastrándose apenas y,
mientras seguía el hilo conductor de Ariadne, fue inventando la historia de su
hazaña....
El Minotauro de la isla de Creta no
ha muerto. Lleva consigo su Laberinto y la
mirada de Ariana. Vive en alguna isla de
Baja California Sur, México.
Graffito de un niño en Pompeya
“Labyrinthus hic habitat Minotaurus”:
Laberinto, aquí mora el Minotauro