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LA VERDADERA CUESTIÓN SOCIAL
Unidad: Chile en el cambio de siglo: la época parlamentaria en Chile
Contenido: El fin de una época: fin del parlamentarismo, surgimiento de populismos, gobiernos
militares, nuevos partidos políticos, nuevos actores sociales.
Fuente: Juan Enrique Lagarrigue, La Verdadera Cuestión Social (Santiago, Imprenta Cervantes,
1888).
DOCUMENTO: LA VERDADERA CUESTION SOCIAL
Lentamente va abriéndose camino la religión de la humanidad, sublime doctrina a que se
hallan vinculados los felices destinos del mundo. La mayor parte de los espíritus permanecen aún
sordos a sus santos llamados, envueltos como están en la más profunda anarquía mental y moral. Sin
embargo, merced a una paciencia a toda prueba y una firmeza inquebrantable en la gloriosa empresa,
ha de conseguirse vencer al fin la glacial indiferencia de un público ofuscado. Entonces llegará a
persuadirse de que el tiempo de los derechos pasó ya para siempre, y que estamos en la época de los
deberes. A la verdad, según la doctrina positiva, todos hemos de ser cooperadores en la labor humana,
para llenar dignamente nuestra misión terrestre. Deberes tienen que cumplir y no derechos que exigir,
el sacerdocio, la mujer, el patriciado y el proletariado, los cuatro elementos fundamentales que
constituyen el orden social.
Cuanto se intente ahora por medios violentos, es tan infecundo como pernicioso. En todas las
esferas de la actividad humana no cabe progreso alguno fuera del orden. La moral debe presidir a la
totalidad de nuestra existencia. Y tal obligación pesa, particularmente, sobre los que tratan de enseñar a
los demás de palabra o por escrito. Lejos de guiar a la sociedad, no hacen sino descaminarla los
sembradores de odio. Si se quiere sinceramente aliviar la condición del pueblo, foméntese por todas
partes el altruismo. Así los patricios velarán abnegadamente por los proletarios y serán respetados por
ellos. Las predicaciones negativas son funestas. Todo lo desordenan y retrasan. Sólo las predicaciones
positivas logran mejorar la vida social. Ellas alumbran los espíritus, santifican los corazones, producen
la armonía y enaltecen, por tanto, a la especie humana.
Toda la fuerza espiritual que se encuentra hoy esterilizada en el teologismo, debe vivificarse
en la religión de la humanidad, para promover eficazmente el verdadero progreso. Ello es
indispensable. Urge llegar cuanto antes al régimen sociocrático, pues el desconcierto actual se prolonga
demasiado. A los sacerdotes les incumbe dirigir la grandiosa reconstrucción, poco notada aún que se
está operando en el mundo. Su función efectiva es la de guardianes de la humanidad, el verdadero Ser
Supremo que todo lo centraliza. Condúzcanse, pues, cual sus dignos servidores, levantando las almas,
con fervorosa elocuencia, hasta la doctrina positiva. Si así no lo hicieren, serían culpables de haber
desatendido la suprema labor religiosa del presente. Mas no sólo los sacerdotes, sino también todas las
naturalezas nobles deben concurrir a ella, cualquiera que sea su condición.
Las funestas divisiones que separan a los pueblos entre sí, y a las clases sociales dentro de
cada país, han de convertirse en una benéfica cooperación universal. Tal es el más augusto objeto que
se propone la religión de la humanidad. Dos pueblos que se hacen la guerra militar o mercantilmente,
violan sus deberes positivos, perjudicando los destinos generales de nuestra especie. Igual cosa pasa
con las luchas entre las clases sociales en cada nacionalidad. Tanto las clases sociales como los pueblos
enteros, están moralmente subordinados a la humanidad, cuyo soberano imperio siempre deben acatar.
Y más grave es la rebeldía de una nación contra la humanidad que la de una clase social, como ésta
más que la de una familia, y ésta más que la de un individuo. Por eso la verdadera moralidad religiosa,
debida a la doctrina positiva, comienza en las relaciones internacionales, y desciende de ahí a las
relaciones cívicas, enseguida a las domésticas, para reglar, por último, la conducta personal.
Ante la religión altruista no caben ni partidos, ni discordias. Todos somos hermanos en la
humanidad y cooperadores en la misma obra colectiva, que se extiende por el planeta entero y atraviesa
la serie indefinida de los tiempos. Nunca podremos honrar suficientemente al excelso maestro Augusto
Comte que elaboró en París la doctrina final. Mediten su Sistema de política positiva o Tratado de
sociología, instituyendo la religión de la humanidad, los que anhelen iluminar las almas en el bien y la
verdad. Ése es el Libro de los libros, la guía eterna de todos los que sepan enseñar.
La religión de la humanidad pide a todos los hombres, que sean valientes sólo para la virtud.
Aconséjales también glorificar el pasado. De ahí que debiera honrarse cual corresponde a la revolución
francesa en su próximo centenario. La exposición industrial con que se le va a celebrar en la metrópoli
humana, es una conmemoración insuficiente de tan gran suceso. Sólo fiestas morales podrían
recordarlo dignamente. Pero ellas han de realizarse en espíritu de noble concordia. Es preciso olvidar
todo lo que la Revolución Francesa tuvo de agresivo y destructor, para fijarse únicamente en sus
inmortales aspiraciones de regenerar el mundo. Asociarse hoy a sus, en ese entonces, inevitables
negaciones del pasado y a sus violencias, sería un funesto extravío. Para honrar debidamente a la
Revolución Francesa hay que ligarla en gloriosa filiación con el curso entero de la evolución social,
que ha llegado, al fin, a través de esta misma gran crisis del 89, a la religión de la humanidad, donde
vamos a armonizamos todos en el trabajo y el altruismo.
A los individuos como a los pueblos, las caídas, si los han de avergonzar, no deben
desalentarlos, sino, por el contrario, inducirlos a un mayor perfeccionamiento. El espectáculo sin
nombre y sin fecha que se verificó hace poco en la capital de la república, exige un vigoroso avance,
hacia la religión altruista, de la ciudad llamada precisamente a ejemplarizar a todo el país. El hogar, la
escuela y el templo deben uniformarse para enseñar de acuerdo el amor a la familia, la patria y la
humanidad. Todo se compenetra en el orden social y tiende a identificarse. La vida privada y la pública
se influyen, en bien o en mal, recíprocamente. Eduquemos a todo el pueblo chileno en la religión de la
humanidad para que resplandezca en el mundo por sus virtudes y coopere dignamente al progreso
universal.
Juan Enrique Lagarrigue
(Calle de la Moneda, Nº9)
(*) Nacido en Valparaíso, el 28 de enero de 1852.
SANTIAGO, 11 de César de 100 (2 de mayo de 1888).