Download sobre la problemática relación “ser/deber” en la teoría política

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ACERCA DE TRES EJES SOBRE LOS QUE REFLEXIONA LA FILOSOFÍA (POLÍTICA)
Es un lugar común que la Grecia antigua erige los cimientos de lo que se conoce como cultura
occidental. De hecho los griegos son los inventores de la filosofía, un invento que sienta las
bases de estructuras de pensamiento que ya nunca habrían de abandonar a los sujetos de esta
parte del mundo.
No pretendemos intentar, en esta escueta reflexión, una nueva definición de lo que sea la
filosofía. Son tantos los nombres, y tan prestigiosos, que han acometido con éxito esta
empresa que, para nuestros fines, nos bastará con “pararnos sobre los hombros de los
gigantes”. Sin embargo, esto no quiere decir que para acompañarnos en la reflexión sea
necesario saber de buena tinta qué han escrito al respecto Jaspers, Ortega y Gasset, Deleuze,
Abbagnano o Habermas, entre tantos otros. Simplemente será necesario que se nos conceda
que la filosofía es una práctica social que conlleva una forma de ver el mundo.
Podemos descomponer la última afirmación, para hacer un análisis de qué es lo que en
realidad pedimos que se nos conceda.
La filosofía como práctica social
Por una parte decimos que la filosofía es una práctica social. Una conclusión que se nos
impone es que el pueblo griego introdujo una práctica social que antes no existía. ¿En qué
consiste dicha práctica? En el intento de acercarse mediante una investigación concienzuda a
todo lo que despierte la curiosidad, el interés o el asombro del hombre.
Somos concientes de lo ambigua que puede resultar una expresión del tipo “investigación
concienzuda”. Es, sin embargo, susceptible de aclaración: el hombre comienza a confiar en las
capacidades de su intelecto a la hora de penetrar en las profundidades de todo lo que es y de
descubrir sus secretos. Y esa confianza naciente lo estimula a buscar las razones y, lo que es
más importante aún, a apoyarse solamente o primordialmente en razones a la hora de
plantear sus hallazgos.
Éste es el motivo por el cual fueron necesarios pocos pasos para que las elucubraciones de los
patriarcas de la filosofía (nos referimos a los presocráticos) fueran abandonando la forma de
una mostración persuasiva, si se nos permite la expresión, y empezasen a adoptar como
criterio el de la demostración.
Los diálogos en los que participa Sócrates, por ejemplo, muestran hasta qué punto el recurso a
la poesía, como en el caso de un Hesíodo, o el recurso a las sentencias, como en el caso de un
Heráclito, se consideran insuficientes. Ningún interlocutor del personaje de Platón es dejado
en paz hasta que no expone cabalmente en qué argumentos apoya sus creencias y sus
opiniones. Esto demuestra cuál es el talante de los primeros representantes de una cultura
aún en pañales: abandono paulatino del argumento de autoridad en pro de la autoridad del
mejor argumento.
Lo dicho puede sonar a excesiva simplificación. Pero vale la pena remarcar que se trata del
nacimiento de una tendencia, de una orientación o de un desarrollo. De hecho, hay mucho
para discutir sobre la relación entre mythos y logos, tal como se da en la antigua Grecia. Una
relación paradójica, un maridaje imposible pero indestructible que anida en las entrañas del
pensamiento y la sensibilidad de los últimos veinticinco siglos.
En los mismos diálogos platónicos la destrucción de las posturas no es seguida por la
reconstitución de una verdad cuya calidad se haya hecho patente: la confianza en la razón
todavía no es lo suficientemente fuerte. Hay en su lugar un relato mítico que pone las cosas en
el lugar que le corresponden, un mito del cual depende el desvelamiento de lo velado.
Ese resto no asequible por la razón se ha venido encogiendo gradualmente. Pero todavía lo
reconocemos en el punto de nacimiento axiomático de las deducciones realizadas tanto por
los medievales, que partían de la Verdad Revelada, como por los primeros modernos, que
escrutaban la realidad more geometrico. Y también la percibimos, en su mínima pero firme e
inextinguible expresión, en el reconocimiento contemporáneo de que no es posible pensar sin
fundamentos; en la idea de que la reflexividad sobre los prejuicios no puede ser absoluta; o en
la idea de que las condiciones de producción del discurso racional siempre están presentes en
las ideas imponiendo un ángulo de visión que, como toda perspectiva, no puede dejar de tener
su punto ciego.
Ahora bien: este reconocimiento de que no existe recurso al logos que no sea también un
recurso al mito, no debe impedirnos ver que el mito ha dejado de estar solo. Lo cual equivale a
decir que, ya para los inauguradores de nuestra weltanschaaung, el mito por sí solo carece de
valor.
Siempre antes de la introducción del mito, está el diálogo. Se podría objetar que el punto de
vista del narrador de la discusión incluye desde siempre el mito como sustrato. Pero Platón es
perfectamente conciente de que el mito no es nada, desde el punto de vista de la reflexión, sin
el ejercicio dialéctico. He allí la cuestión paradojal a la que antes hacíamos referencia: la razón
pretende iluminarlo todo, pero carece de la suficiente luz. El mito necesita de la razón, y la
razón reniega del mito y quiere disolverlo, pero lo presupone.
Más allá de este eterno cortocircuito, la reflexión filosófica tiene razón cuando, a veces
excediéndose, pretende ocultar el mito debajo de la alfombra. La filosofía es un ejercicio de
apropiación: la razón pretende hincar el bisturí tanto como se pueda, y hacerlo sin tutelajes. El
espíritu nuevo pretende transmutar sus preconceptos en conceptos, y también averiguar cosas
nuevas, tareas para las cuales es un obstáculo serio la existencia de un dictamen, religioso o
de otro tipo, que actúe como marco rígido de explanación.
Tal ejercicio de apropiación, además, no es nunca individual. De allí que afirmásemos que la
filosofía es una práctica social. Aun cuando el filósofo monologue, tal monólogo no es otra
cosa que un intercambio de argumentos. Ya sea que se intercambien argumentos con uno
mismo o con los demás, la sabiduría es siempre diálogo. Si la filosofía es amor por la sabiduría,
es también, entonces, amor por el diálogo.
Estamos en condiciones de decir, a partir de estos argumentos, que la democracia ateniense
era mucho más filosófica que los más grandes filósofos que la denostaron: Platón y Aristóteles.
Pero hay, entre estos dos grandes hombres, una evolución que muestra cuán aceleradamente
se estaba construyendo el sujeto filosófico del que los griegos son la semilla. Ambos coinciden
en que el hombre está destinado a llevar lo que denominan una vida virtuosa. Y que esa vida
virtuosa sólo es imaginable en la medida en que el hombre es parte subordinada e integrante
de una polis virtuosa. Pero mientras para Platón la adquisición de las normas para la
conformación de una polis justa era un asunto epistémico, para Aristóteles tal cosa era un
asunto doxológico.
Detengámonos: la phronesis aristotélica es de diversa índole que la platónica. En ambos casos
se trata de la solvencia con que el hombre prudente resuelve diversas cuestiones puntuales.
En El Político Platón explica esta idea haciendo referencia a una especie de pastor de hombres,
que conoce lo que necesita y lo que le conviene a cada uno de los integrantes de la polis. Pero
si semejante pastor tiene algo que ver con el filósofo-rey de La República, todo el
conocimiento necesario para actuar como tal se adquiere, si hemos de creer que hay algo de
verdad en el mito de la caverna, en solitario (más allá de una propedéutica comunitaria, que se
desarrolla a lo largo de una exigente y dilatada propuesta pedagógica). Y como semejante
sabiduría implica el conocimiento de lo eterno e inmutable, al cual sólo tienen acceso unos
pocos (si es que alguno) resulta que cualquier intercambio de opiniones es absolutamente
irrelevante desde la perspectiva de la polis feliz.
Muy al contrario, la prudencia es para el estagirita una virtud que se adquiere con la
experiencia y a partir del trato con los pares. No en el más allá sino en el acá. A mandar a los
pares sólo se aprende obedeciendo previamente a los pares. En la medida en que queda
disuelto el topos uranos, la posibilidad de encontrar una respuesta adecuada a las cambiantes
circunstancias se basa en el conocimiento de cada vez mayor cantidad de situaciones, lo cual
permite construir una opinión recta. La política es entonces un asunto de doxa. Cualificada,
pero doxa al fin. Asombroso cambio en el transcurso de sólo una generación.
Cabría preguntarse si la filosofía fue alguna vez otra cosa que doxa cualificada. Cabría
preguntarse si la filosofía es algo más que el intento de construir una opinión cada vez más
correcta. Si, y en la medida en que, esta opinión sobre lo que la filosofía es resulta aceptable,
la empresa gravita sobre la búsqueda cooperativa de una opinión cada vez más cercana a la
verdad. Siempre y cuando concibamos la verdad como una especie de idea reguladora, o como
el lucero que nos guía, a la Peirce. Es decir, como un objetivo móvil: que pone distancia en la
misma medida en que nos aproximamos más a él.
Y si, y en la medida en que, la filosofía es semejante búsqueda cooperativa, queda claro que es
una práctica social.
La forma de ver el mundo de los inventores de la filosofía
Mucho se ha insistido en la tensión, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que enhebra el espíritu
griego. De un lado estaría la forma, la unidad, la medida, la claridad. Del otro lo informe, lo
múltiple, la desmesura y la oscuridad. De un lado la belleza apolínea. Del otro el delirio
báquico.
No se puede perder de vista, empero, que para los griegos todo lo que existe constituye un
cosmos. Por ello se puede afirmar que el espíritu heleno contempla un universo
jerárquicamente ordenado. Lo cual no quiere decir que el universo sea auténticamente o
solamente eso. De la misma manera que antes patentizábamos una tensión paradojal entre
logos y mythos, tomemos ahora nota de que no existe cosmos sin referencia a un xaos
originario.
Esta relación, que a la vez es de afirmación y de negación entre ambos extremos, viene
confirmada por la concepción recursiva del tiempo contenida en el mito del eterno retorno. Al
cabo de cada ciclo de generación y corrupción hay un retorno, de lo que se ha particularizado
en formas cada vez más nítidas y específicas, hacia una absoluta y contenedora
indiferenciación uterina. Dionisio es el origen de Apolo, pero está en su destino cederle su
lugar. Apolo condena al ostracismo a Dionisio (aunque éste resurja en las ceremonias
auténticamente religiosas) pero está en su destino refundirse en éste.
Desde Nietzsche se ha instalado la idea de que el triunfo de la filosofía es el triunfo de lo
apolíneo. La filosofía sería así un gran esfuerzo por lograr un equilibrio, establecer una mesura,
determinar un lugar para cada particular y desbancar a Baco. El ostracismo de Dionisio sería así
el ostracismo de la tragedia, del conflicto, y de la experiencia del desgarramiento.
Es esta experiencia, la del desgarramiento, lo que impulsa tanto al hombre religioso como al
filósofo en la búsqueda de la unidad. Pero mientras que el religioso es arrastrado por el
impulso irresistible del amor por lo indiferenciado, y por el deseo incontenible de volver a él, el
filósofo sublima ese amor mediante el expediente de una iluminada y continua discriminación
de las formas, hasta llegar a la que contiene a todas las demás. ¿Se trata de la misma
empresa? ¿Son ambas búsquedas convergentes o divergentes? Hipótesis: se trata de
estrategias que se oponen como los extremos de un continuum. Y es posible que los extremos
se toquen.
Una metáfora, que aprendimos durante nuestros primeros años de estudiante de filosofía,
quizá sirva para ilustrar este punto. Es la metáfora de la fuente de agua.
Analicemos la operación de cualquier fuente que esté funcionando en alguna de nuestras
plazas públicas. Su mecanismo se compone básicamente de una base acuosa, una bomba que
absorbe el agua de la base y la impulsa hacia arriba, y alguna estructura arquitectónica que
culmina en una boca por la cual el agua es exportada.
En la base de la fuente se concentra el agua en su totalidad, una masa indiferenciada sin la cual
no existirían ni aguas danzantes ni ninguna otra figura que se produzca a partir de que el
líquido es expelido.
¿Qué ocurre desde el momento en que el agua es expelida hacia arriba? Pues que hay un
primer desprendimiento de aquella aglomeración indiscriminada, un chorro, un reguero o
geiser. A medida que asciende, ese tronco firme va rompiendo en una serie de gotas de todo
tamaño, desde las más gruesas al comienzo, hasta las más imperceptibles. Y justo cuando la
gota ha alcanzado su más alto grado de definición, justo cuando cada molécula es capaz de
diferenciarse claramente de cualquier otra, en ese preciso momento la fuerza de la gravedad
hace que toque nuevamente tierra. O, para mejor decir, que toque nuevamente agua, con lo
cual lo perfectamente diferenciado vuelve a fundirse en el apeiron a partir del cual nació. A
continuación de esta licuefacción, el agua es reabsorbida por la bomba y el ciclo arranca
nuevamente, sin solución de continuidad.
Ahora pongamos por caso que así sea el proceso de combustión eterna del universo. Y
agreguemos el dato de que uno de los elementos combustibles tiene la potencia de adquirir
conciencia de la totalidad del proceso.
El hombre está dotado de razón y sentimiento.
Mediante la razón toma nota del grado cada vez mayor de diferenciación y especificidad que
adquiere todo lo que existe, lo cual no es otra cosa que tomar nota del proceso de corrupción.
Es más, la razón puede llegar a transformarse en uno de los agentes aceleradores de
semejante proceso, como han señalado críticos de la talla de Adorno y Horkheimer.
Mediante el sentimiento padece el dolor de la distancia. La forma particular se hace una en la
medida en que es arrancada de la totalidad nutricia en la que se siente segura. La pertenencia
a lo Uno es la edad de oro. No hay allí espacio para el sufrimiento. Pero, según la sentencia que
se atribuye a Pitágoras, con el dos vino la pena.
Como consecuencia de que el ciclo de la corrupción siempre está en marcha, existen tantos
universos como perspectivas asumibles desde los átomos que componen dicho universo. Y
como cada parte siente el dolor de ser sólo parte, comienza la lucha, la destrucción y la muerte
que siempre acaecen cuando las partes reivindican el todo para sí.
Semejante lucha es siempre mirada con buenos ojos, y de ahí que el héroe es una figura
venerada en cualquier momento histórico: en él se realiza la síntesis entre la particularidad y la
totalidad, como creía Hegel. Y es héroe tanto el que sin cejar triunfa como el que sin cejar
muere.
El banquete mayor, sin embargo, le espera al que muere, porque si bien el otro comulga con la
divinidad, siempre comulgará en sentido figurado. El que al cabo de la lucha sobrevive, sólo
representa por un único e irrepetible instante a la divinidad. El triunfo es efímero y pronto será
necesario volver a reafirmarse frente a otros desafíos. En cambio no existe el sentido figurado
para el que muere: él realmente pierde su individualidad y retorna al suelo nutricio del que se
separó cuando nació. He aquí el sentido profundo de la creencia platónica en que el cuerpo es
la cárcel del alma.
Y he aquí también un principio de explicación de lo que más arriba definíamos como una
ceremonia “auténticamente religiosa”. Se trata de un rito que realmente permite a los
hombres restablecer un lazo que se halla cortado desde el momento en que el mundo gira en
dirección de la diferenciación. Una especie de big crush como consecuencia del cual la
comunión obtura las conciencias particulares. Tal era el significado que el culto a Dionisio tenía
en la antigüedad: una reunión con lo Uno por vía de la pérdida de conciencia, la intoxicación, el
delirio, la danza desenfrenada y la orgía.
Esto nos hace comprender que los placeres que podamos experimentar en el lecho del
amante, en la iglesia tomados de la mano en oración, en un estadio abrazados gritando un gol,
o en una plaza colmada vivando a un líder, no son sino formas subsidiarias de la felicidad
originaria. Diversos tipos de comunión que recrean o remiten a una sola.
La filosofía se ha puesto a reflexionar sobre estas cosas. Y lo ha hecho a partir de entablar una
relación entre algunos conceptos fundamentales.
Sobre los tres ejes
Partiendo de la ya mencionada noción de que, en el seno del proceso de combustión eterna,
hay un ser con conciencia de dicho proceso, puede resultar fructífero relacionar los conceptos
de ser y de pensar. El hombre se distingue de las demás cosas que son porque tiene logos.
¿Pero es la razón del hombre, permítasenos el anacronismo, isomorfa a su ámbito de
aplicación? Frente a tal pregunta, caben dos respuestas fundamentales. Por un lado, se puede
decir que el logos del hombre le permite aprehender las cosas que son tal como son. Por el
otro, se puede decir que las cosas, al hacerse presentes en la razón del hombre (al representarse) sufren una transformación, una refracción, una metamorfosis o una permuta.
Desde aquí adquiere sentido la pregunta por la relación entre los conceptos de esencia y
apariencia.
La apariencia puede llegar a gozar de poco prestigio porque, así como aparece, desaparece.
Pero si todo está destinado a aparecer y desaparecer, nada es, como nos enseñara Tomás de
Aquino (recordemos la “prueba del ser contingente y el ser necesario”). Luego, es dable pensar
que subyaciendo al proceso de generación y corrupción eternas, hay un ser que es el
fundamento de todo lo plural. Esto nos da pie para entablar una relación entre los conceptos
de unidad y multiplicidad.
Tenemos aquí formulados, por fin, los tres ejes sobre los que reflexiona la filosofía. Ejes que
además son susceptibles de combinarse entre sí, a la hora de realizar exploraciones más
feraces. Por ejemplo: se puede afirmar que lo uno es el ser, y la multiplicidad apariencia. Esta
perspectiva sería característica de la forma de ver el mundo de los inventores de la filosofía.
Del otro lado podríamos encontrar una perspectiva contemporánea: el ser en cuanto esencia
no existe, sólo existe la apariencia, es decir, la multiplicidad.
Pero nuestra intención no es explorar de cuántas maneras posibles pueden ser combinados
estos tres pares de conceptos. Sino más bien traer a colación ejemplos que demuestren que la
reflexión sobre lo político, al ser un tipo de reflexión no exenta de filosofía, también está
surcada por las distintas formas en que diversos autores concibieron la relación entre serpensar, esencia-apariencia y unidad-multiplicidad.
Tomemos el ejemplo de Platón. Al haber minimizado la densidad óntica de la multiplicidad
(que es mera apariencia) se recuesta con fuerza sobre lo que realmente es, o sea, lo Uno. La
idea de lo Uno es asequible al logos humano (el ser, la Verdad, es inteligible, o sea,
aprehensible mediante el pensamiento). Pero no cualquiera está en condiciones de discriminar
la esencia. Por eso la unidad de la comunidad política viene posibilitada por la razón una del
rey-filósofo que es capaz de discriminar la esencia de la apariencia. Una polis feliz es aquella en
que lo múltiple se ha subordinado a lo uno gracias a una prudencia construida
epistémicamente.
Un heredero moderno de Platón podría ser Hobbes. En Hobbes la relación entre unidad y
multiplicidad permanece idéntica, aunque ha habido cambios en la relación entre los otros
conceptos. El empirismo inglés suprimió la esencia, por ejemplo. Y ello significa que la razón ya
no debe intentar pensar más allá de la apariencia, en busca del ser, porque el ser absoluto y la
Verdad no existen. Pero si la razón, es decir, el pensamiento, ya no puede cumplir su función
en aras de la construcción de la unidad, debe ser sustituida por otra facultad. Entonces
aparece la voluntad (en este caso, impulsada por pasiones). A través de la voluntad de los
muchos se construye la voluntad de lo Uno (que no es otra que la voluntad del soberano). Pero
hay aquí una vuelta de tuerca, pues a través de la voluntad del soberano, que constituye la
unidad de lo múltiple, vuelven a colarse las viejas relaciones entre ser-pensar y esenciaapariencia. Aunque con el matiz de que estas relaciones ya no vendrán dadas por la
naturaleza, sino que estarán ahora mediadas por la artificialidad. Apariencial será el
pensamiento de los súbditos, cuyo foro interno no puede ser violado. Pero frente al
pensamiento de los súbditos se alza el ser, una nueva Verdad con mayúsculas, la voluntad
esencial y constitutiva de la comunidad política, que es lo que ha pensado y decidido el
soberano. Una verdad que no por ser artificial es menos verdadera.
Un heredero contemporáneo de Platón y Hobbes puede ser Carl Schmitt. La feroz crítica de
este autor a la institución del Parlamento se fundamenta en que no se logra en su seno la
reconfiguración y reconversión de los intereses sectoriales en una unidad. Cuando se privilegia
la pluralidad, la representación se hace Vertretung y deja de ser Reprasentation. En tales
condiciones no es posible construir una única voluntad colectiva que sea el sustrato de la
comunidad política. Esa es la culpa que arrastra la burguesía como “clase discutidora”,
permanentemente comprometida en un tira y afloje dóxico a partir de una irreductibilidad
monádica en la que no hay Dios garante de la armonía. Así, no sorprende que, para Schmitt, la
verdadera democracia involucre la idea de “homogeneidad sustancial”. Tampoco puede
sorprender que la democracia tenga menos que ver con el conteo de sufragios emitidos
privadamente que con el plebiscito y la aclamación en la plaza pública. Éste momento, el de la
aclamación de un líder por parte del pueblo reunido, es una instancia de comunión cuya
importancia no nos sorprende, en vista de lo que venimos desarrollando.
La relación entre los tres pares de conceptos sufre una pequeña mutación ya en Aristóteles,
cuestión sobre la que algo habíamos adelantado. La coincidencia con Platón radica en que la
unidad tiene todavía preeminencia sobre la multiplicidad, puesto que la polis es una totalidad
superior a la suma de sus partes. Pero cuando el estagirita cambia la residencia de la Idea, es
decir, cuando la Idea deja de morar en el topós uranós y se hace una con la materia,
conformando así la sustancia, cuando ello ocurre, decimos, la multiplicidad recupera algo de la
dignidad perdida. A partir de ese momento el hombre, para pensar el ser, no necesita
abstraerse de todo lo que lo rodea y penetrar en el mundo de lo eterno e inmutable platónico
y parmenídeo. Lo que rodea al hombre, aunque está sometido a generación y corrupción, es
digno de ser pensado, no es meramente apariencia. No son tantos los pasos lógicos que hay
que dar para concluir, a partir de estas premisas, en la revitalización de la doxa y en la idea de
un gobierno mixto, la politeia.
Frente a la propuesta hobbesiana hallamos la respuesta de Locke. Aquí la comunidad política
adquiere dignidad sólo mediante el justiprecio de lo múltiple. Es curiosa la combinación que lo
fundamenta: por una parte, existe lo uno pensable por el hombre, hay una verdad asequible a
la reflexión. Se llama derecho natural. Pero las propiedades y potestades catalogadas por el
derecho natural son siempre derechos de lo múltiple frente a lo uno. Así se intenta proteger la
libertad de cada hombre de la amenaza que significa el poder del Estado. Y el poder del Estado
sólo tiene sentido en la medida en que protege y promueve un “bien común” entendido muy a
la moderna: como la posibilidad de que los particulares persigan sus objetivos particulares.
Con similares fundamentos se alzan los reproches de Kelsen ante la propuesta de Schmitt. La
multiplicidad es irreducible, es decir, esencial. La unidad es apariencia. El jurista austriaco
sostiene que no existe la verdad absoluta: en política sólo existen los intereses y el choque
entre los mismos. Y hay dos maneras de resolver tal situación. O se impone absolutamente un
interés sobre el otro, o se entra en una negociación con la intención de que las fuerzas en
pugna salgan parcialmente satisfechas. Si se opta por la primera alternativa es normal, dice
Kelsen, que se apele a subterfugios ideológicos del tipo “homogeneidad sustancial”, “auténtico
pueblo”, “ser nacional” o cosas parecidas. Si se opta por la segunda, habrá una revalorización
de la discusión y fundamentalmente del Parlamento, como institución en la que tendrán lugar
las negociaciones entre las distintas fuerzas políticas que hayan logrado representación.
Como se ve, los ejes de la reflexión trazados por los griegos no carecen de actualidad. Han
fundado tradiciones de pensamiento que nos han transformado en esto que somos. Y nos
ayudan a ubicarnos y a pensar mejor en los aportes que diferentes autores de la teoría política
hacen en pos de la perpetua búsqueda y la siempre pendiente realización del orden deseado.