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Transcript
RÍETE Y DÉJATE PROVOCAR
"What is mind? No matter. What is matter? Never mind"
George Berkeley
"A teacher who is not dogmatic is simply a teacher who is not teaching".
Gilbert K. Chesterton
A John Lennon se le atribuye una sentencia paradójica: “La vida es aquello que pasa
mientras estamos ocupados en otras cosas". Sugiere que la vida no se agota en nuestras
ocupaciones y que éstas por sí solas no son una vida verdadera. Siempre concentrados
en la ejecución correcta de tareas, llegamos a distraemos de lo esencial, y la vida se nos
pasa sin enterarnos de lo que verdaderamente pasa. Para evitar esta triste ignorancia
nos es obligado ejercer de vez en cuando el oficio de pensador. Se debe ser filósofo. El
contrapunto a la sentencia del Beatle bien podría servir como definición de la actividad
del filósofo: filosofar consiste en reflexionar sobre lo que hacemos cuando no estamos
filosofando. Una práctica que permite vivir la vida más intensamente porque al pensarla
se re-vive, pero que, en cualquier caso, es inexcusable exigencia de la condición
humana. Así lo acredita por lo menos Sócrates, para quien una vida sin examen no
merece la pena vivirse. La filosofía es eso, examen consciente e intelectualmente
honesto de lo que hacemos sin pensar demasiado.
Una de las dos citas que aparece en el portal se atribuye al filósofo irlandés del XVIII
George Berkeley, y se ha convertido en un célebre chiste. Es un juego de palabras que
mueve a la risa. Hace más de cien años, un filósofo francés, Henry Bergson, publicaba
un ensayo difícilmente superable sobre eso, sobre la risa. “Es cómico -dice Bergsontodo personaje que sigue automáticamente su camino, sin cuidarse de ponerse en
contacto con sus semejantes. Allí está la risa para corregir su distracción y sacarle de su
letargo”. La risa será muy saludable, pero tiene poco de compasiva pues no le falta un
punto de crueldad. Exige, dice Bergson, “una anestesia momentánea del corazón, se
dirige a la inteligencia pura”. Es signo de la malicia que hay en el fondo del alma
humana, pero también de su inteligencia. La inteligencia que ve lo ridículo de nuestros
automatismos y hábitos, de nuestras seguridades intelectuales y morales. Y este es el
poder disolvente que comparte con la filosofía.
Con lo que nacemos y con lo que aprendemos a lo largo de la vida construimos un
mundo con el que tratamos de protegernos de las incertidumbres de lo que nos rodea,
intentando así aplazar de la mejor manera posible nuestra muerte segura. Toda nuestra
vida -desde los reflejos instintivos más básicos hasta las religiones, el arte y la cienciaresponde a la necesidad de aclarar lo que está confuso, de ordenar lo que está
desordenado, a la necesidad de entender. De entender bien, claro está; es decir, de tener
creencias justificadas y no caprichosas. Para ello contamos con una una potente
máquina generadora de pensamiento crítico, nuestro cerebro. Se dedica, en una labor sin
pausa y sin que nosotros normalmente nos enteremos, a elaborar explicaciones o
hipótesis a partir de lo que recibe, hipótesis que luego confirma o corrige según se
ajusten a la experiencia. Esta tarea responde a una necesidad vital más que intelectual y
es común a todos los animales con cerebro. Pero resulta que en nuestra especie ha
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alcanzado una potencia extraordinaria, exasperante y hasta enfermiza. Una potencia que
nos permite autocontemplarnos a fondo y juzgar la validez de las prestaciones de
nuestro propio cerebro. Somos maniáticos de la claridad. Somos criaturas intelectuales,
amantes de la luz. Así lo confirman nuestras refinadas y elaboradas creencias, y eso
tanto vale para la que sostenga que el tifus es resultado de una infección bacteriana
como la que afirme que es una enfermedad causada por un dios colérico.
Pero la luz que ilumina, es también la que deslumbra y ciega. Esa obsesión por “ver
claro” nos convierte a veces en seres estúpidamente satisfechos, como el del chiste que
buscaba de noche las llaves perdidas bajo una farola no porque fuera allí donde podían
encontrarse sino porque era allí donde había luz. Así es nuestro cerebro: inteligente y
ridículo al mismo tiempo. De hecho, solo porque lo examinamos desde la inteligencia
su comportamiento a veces nos parece estúpido. El gran generador de inteligencia
genera también (como subproductos o efectos secundarios) prejuicios y supersticiones.
Somos demasiado autocomplacientes, confiamos demasiado en nuestras creencias,
pensamos con demasiada prontitud que los problemas son claros y las soluciones
concluyentes.
Sobre todo en las edades adolescentes, porque después el tiempo y la experiencia nos
suelen hacer más escépticos. El adolescente sabe muchas cosas, y las sabe
dogmáticamente porque no sabe las razones de lo que sabe. Aunque crea saberlo,
muchas veces simplemente porque cree en ello con toda firmeza y convicción, y eso le
basta. Si alguna función clara e indiscutible debe tener una educación para la ciudadanía
no puede ser otra que la de aceptar y superar ese desafío natural que plantean las
jóvenes generaciones. Y enseñarles que creer firmemente en algo no basta para hacer
esa creencia verdadera o justificada. Este es es el principio irrenunciable de la
civilización (más allá del cual solo hay barbarie) y debería ser el norte de toda
educación. Si algo bueno podemos hacer desde el planeta adulto por los habitantes del
planeta adolescente es no ayudarles a que se afiancen en sus dogmas. Y para ello no
queda más remedio que llevarles la contraria, e inevitablemente contrariarles a menudo.
Afortunadamente contamos con un saber especializado en llevar la contraria, el que
fundó Sócrates hace 2500 años.
“La filosofía -dice un pensador catalán de nuestro tiempo, X. Rubert de Ventós- no sabe
gran cosa ni tampoco da casi nada. No nos da, por ejemplo, la seguridad que nos ofrece
la ciencia, ni el gusto que produce el arte, ni el consuelo que nos puede dar la religión.
La filosofía no cierra, ni culmina, ni satisface nada. Es más bien, la carcoma, el veneno,
la inquietud de la eterna búsqueda del pensamiento insatisfecho”. Carcoma, veneno,
martillo, dinamita, pez torpedo… han sido todas ellas imágenes utilizadas por los
filósofos para ilustrar su función. Y esto es así porque las características preguntas
filosóficas recaen sobre lo que damos por supuesto, lo que consideramos evidente, los
principios generales que presiden nuestro pensamiento y nuestras acciones. Empiezan al
menos por ahí, pero vete a saber cómo acaban, porque una vez empezada la función del
espectáculo filosófico es como sentir moverse la tierra bajo nuestros pies. Bertrand
Russell decía con ironía que “el objetivo de la filosofía es comenzar con algo tan simple
que no merece la pena explicarlo y terminar con algo tan paradójico que nadie se lo
cree”. En cualquier caso, la dirección del pensamiento filosófico es la que marcó
Sócrates: ir a la contra, llevar la contraria. Una herramienta imprescindible en el arte de
educar adolescentes.
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La segunda cita es de un gran polemista inglés, G.K. Chesterton. Su lectura no despierta
ahora la risa, sino la provocación. Parece contradecir además lo que acabamos de
afirmar sobre el espíritu crítico que anima la risa y la filosofía ¿Se puede decir en serio
eso, que un verdadero profesor debe ser dogmático? ¿No sabe todo el mundo y está
escrito hasta la saciedad en todos los curricula y programaciones oficiales de los
Departamentos de Filosofía, que la asignatura es -y debe estimular- el pensamiento
crítico, que por definición es un pensamiento anti-dogmático? De todas formas, esta
provocación –toda provocación- produce un efecto similar a la risa, y es que mueve a
pensar al poner en entredicho lo que generalmente se da por sentado. Y a poco que se
piense, la sentencia de Chesterton es básicamente verdadera por lo que respecta al oficio
de profesor, y también -en eso no comemos aparte- para los que impartimos Filosofía.
Es verdad que estamos ante una asignatura que, por una parte, pretende estimular y
ejercer al máximo el pensamiento crítico (revisar y repensar nuestras creencias y
actitudes, y estar dispuestos a cambiarlas ante mejores razones) pero que, por otra, debe
hacer valer nuestra tradición cultural y, si queremos decirlo así, transmitir
dogmáticamente unos contenidos. Como por lo demás ocurre con todas las materias que
se imparten en los institutos.
No puede ni debe ser de otra manera, por mucho que les pese a los revalorizadores de
valores que menudean en los foros sobre escuela y educación. Me refiero a aquellos
que nos hablan de la necesidad de que la escuela apueste más en serio por la transmisión
de valores aunque sea a costa de relajar su exigencia en los contenidos. Solo desde la
ingenuidad angelical o el interés personal puede ignorarse que la principal función
social de la escuela es la transmisión del saber de nuestra tradición. Del saber que
consideramos más digno de ser transmitido, claro está. Del que nos sentimos más
orgullosos porque lo consideramos el más seguro y fiable. El más serio intelectualmente
y el más justo moralmente. Justo el que más valoramos .
Es raro el profesor de filosofía que en la presentación de su asignatura ante los
adolescentes neófitos no les mencione el dicho kantiano de que lo importante no es
tanto aprender filosofía como aprender a filosofar. Es verdad que la filosofía, frente al
resto de saberes científicos, se define más como una actividad que como una doctrina;
pero también lo es que esta actividad se aprende, se cultiva y se perfecciona con el
estudio y el conocimiento de nuestra historia del pensamiento. Aprendamos a filosofar,
pues, estudiando filosofía.
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