Download Homilía en la misa de San Pedro y Pablo. Día del Sumo Pontífice

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Transcript
“Ambos eran en realidad una sola cosa”
(San Agustín, Sermón 295)
Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo
Catedral de Mar del Plata, 29 de junio de 2012
Queridos hermanos:
Celebramos hoy la solemnidad del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, quienes
constituyen un símbolo de la unidad y de la catolicidad de la Iglesia. La ciudad de Roma se
honra con sus sepulcros y con los espléndidos templos que los custodian: la basílica de San
Pedro levantada en la colina del Vaticano, y la de San Pablo junto a la vía Ostiense, fuera de las
murallas de Roma. Se trata de los lugares identificados por la tradición y confirmados por las
evidencias arqueológicas.
Aunque no hayan muerto el mismo día, desde remota antigüedad se los celebra juntos.
Siendo distintos por origen, oficio y temperamento, por trayectoria y cultura, y por funciones
dentro de la Iglesia, son también inseparables en la proclamación de la misma fe, en su pasión
por Cristo y por su grey, en el testimonio de la sangre derramada. Por decirlo con palabras de
San Agustín: “ambos eran en realidad una sola cosa” (Sermón 295).
I. Pedro
Pedro era natural de Betsaida y pescador de oficio. Su nombre hebreo era Simón, hijo de
Juan. Fue llamado por el Señor, lo mismo que su hermano Andrés, a formar parte del grupo de
los Doce. Junto con Juan y Santiago, también pescadores, estuvo más cercano al Señor en
momentos trascendentes. Su protagonismo en la comunidad primitiva es innegable, así como su
autoridad.
Los evangelios nos lo muestran espontáneo y apasionado, siendo el primero en las
respuestas; pero también vacilante y frágil. Su confesión de fe en Cesarea de Filipo, cuando bajo
inspiración divina acierta a identificar a Jesús como “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”, le valió de
parte del Señor el sobrenombre de Cefas, palabra aramea que significa roca o piedra, traducida al
griego como Petros.
Su profunda transformación interior ocurrirá después de la resurrección de su Maestro. Sólo
entonces, habiendo pasado por la escuela de la humildad, podrá ejercer con eficacia su oficio de
confirmar a sus hermanos en la fe, pues habrá aprendido a apoyarse en la gracia de Dios antes
que en sus fuerzas humanas. Así leemos en el Evangelio de San Lucas: “Simón, Simón, mira que
Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te
falte la fe. Y tú después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22,31-32).
Si hasta la Pascua del Señor lo conocemos en su doble aspecto de grandeza y de debilidad,
después de la partida del Maestro quedará transformado por la luz y la fuerza renovadora del
Espíritu Santo. Será el garante y el referente visible de la unidad.
Desde bien temprano y a lo largo de los siglos, bajo la asistencia del Espíritu del Señor, en
todas la Iglesias particulares se fue desplegando la comprensión del lugar de Pedro dentro de la
Iglesia Católica, prolongado en el oficio de sus sucesores, los papas, en la sede de Roma. Como
leemos en el Evangelio de San Juan, Cristo resucitado le pide una triple confesión de amor y le
reitera el deber de apacentar a las ovejas del rebaño eclesial que le confía (cf. Jn 21,15-17).
Al celebrar hoy a su titular, la comunidad de esta iglesia catedral renueva su conciencia estar
llamada a ser casa y escuela de comunión, espacio de la iniciación cristiana, de la educación y
celebración de la fe, abierta a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizada de
modo comunitario y responsable, abierta a los proyectos pastorales de la diócesis (cf. Aparecida
170).
II. Pablo
El apóstol Pablo, nació en Tarso, en la actual Turquía. Su nombre hebreo era Saulo o Saúl y
pertenecía a la tribu de Benjamín. De joven se formó en Jerusalén, en la escuela del rabino
Gamaliel. Pertenecía, pues, al grupo religioso de los fariseos, estrictos observantes de la Ley.
Tenía la ciudadanía romana y tomará, como otros, un nombre destinado a la cultura
grecorromana. Por eso, se llamará también Pablo.
Su conversión ocurrida durante su camino a Damasco, es uno de los hechos decisivos en la
historia de la Iglesia, pues será el más esforzado misionero de todos los tiempos y predicador
infatigable del Evangelio, principalmente entre los paganos. Quedará primero enceguecido para
ser iluminado después con una luz que, a su vez, deberá comunicar en su predicación.
Es esta luz la que le permite descubrir, en las Escrituras que creía conocer, la presencia
permanente del Mesías anunciado por los profetas, a quien él primero persiguió en la persona de
los discípulos de Cristo, y al cual le entregará después lo mejor de sus fuerzas, la integridad de su
tiempo y la propia vida, como dirá en su Carta a los Filipenses: “Porque para mí la vida es Cristo
y la muerte una ganancia” (Flp 1,21).
Sus cartas serán un tesoro inagotable del que se nutrirá la Iglesia. Hemos escuchado un
pasaje tomado de su segunda Carta a Timoteo, y que podemos considerar como su testamento
espiritual. Está escrita desde Roma, durante su segunda prisión y poco antes del martirio. Sus
palabras emocionan. Sabe que va a morir y entiende su muerte como una libación, forma de
sacrificio que consistía en derramar vino, agua o aceite sobre las víctimas ofrecidas a Dios.
III. Benedicto
Esta solemnidad coincide también con el día del Papa, y por eso reservamos para él un
especial recuerdo ante el Señor, lleno de espíritu filial y de afecto. En mi carácter de obispo de
esta diócesis de Mar del Plata, quiero expresar al Santo Padre Benedicto, mi reconocimiento de
su persona como cabeza del colegio de los obispos y vicario de Cristo. En nombre de todos los
bautizados, expreso nuestra adhesión irrestricta a su luminoso magisterio en horas de “eclipse de
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la verdad”, y junto con todos los fieles, reconozco su “potestad ordinaria, que es suprema, plena,
inmediata y universal” (CIC 331) sobre toda la Iglesia.
En la primera lectura hemos escuchado cómo “mientras Pedro estaba bajo custodia en la
prisión, toda la Iglesia oraba por él” (Hch 12,5). Lo había mandado encarcelar el rey Herodes
Agripa, nieto del cruel Herodes el grande, y sobrino del rey Herodes de los tiempos de Jesús. Ya
había ejecutado a Santiago, hermano de Juan. Pedro corría real peligro. No era la primera vez
que estaba en la cárcel, pero ahora la muerte era una realidad bien próxima. La oración de la
Iglesia es escuchada, y Dios mostrará su poder en forma extraordinaria. Pedro es liberado
milagrosamente, será puesto a salvo, y tras su liberación exclama: “Ahora sé que realmente el
Señor envió a su Ángel y me libró de las manos de Herodes y de todo cuanto esperaba el pueblo
judío” (Hch 12,11).
Quienes llevamos el nombre de cristianos y católicos, sabemos que nuestra pertenencia a la
Iglesia es un don inmerecido de nuestra parte. La amamos con el mismo amor y pasión con que
la amaron los apóstoles que derramaron su sangre al mismo tiempo por amor a Cristo y por amor
a la Iglesia.
En esta etapa dolorosa, que muchos llaman poscristiana, asistimos a una demolición planeada
de los valores que durante siglos dieron cimiento a la cultura occidental. La ideología del
“progreso” se ha hecho presente en la magistratura y en las aulas universitarias, en la mentalidad
de los dirigentes políticos, en la legislatura y en los medios de comunicación social. Su resultado
no es el auténtico progreso sino el retroceso moral. Pero alguien desde la cátedra de San Pedro
nos guía con palabra segura para no temer ni naufragar ante el oleaje del relativismo moral y de
la expulsión de Dios de la cultura.
Que esta solemnidad del martirio de los gloriosos apóstoles nos renueve a todos en el deseo
de permanecer afirmados sobre la roca de la confesión de fe de los apóstoles, conscientes de que
hoy el testimonio sobre Cristo y su Evangelio nos puede traer el desprecio y la persecución del
mundo.
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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