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SABER ESCUCHAR Escuchar a Dios Un viejo libro de Israel (1 Re 19. 8-15) nos cuenta un relato lleno de poesía, cómo Yahvé quiso jugar al escondite con uno de sus profetas. Es una narración sorprendente: llega Elías, un apasionado defensor de los derechos divinos, a su cita con Dios en el monte Horeb. Viene escapando, quiere echarse a morir bajo un árbol, no quiere saber más nada con Dios, pero lo que Dios quiere es enseñarle algo que Elías aun no ha aprendido. Y se lo va a enseñar con un juego que hoy llamaríamos «didáctico», un juego al que han jugado alguna vez todos los padres y todos los enamorados del mundo: un juego en el que entran la búsqueda y el ocultamiento, el gozo de un encuentro que se aplaza, la atención, la sorpresa... Dios «engaña» a Elías y finge aparecer en el viento, la tormenta, el terremoto, el fuego. Elías, como un centinela a quien se ha dado alerta, va afinando el oído, va aprendiendo a distinguir el eco de la voz de Dios. Y en el rumor de una brisa ligera, como el susurro de una confidencia, lo reconoce. ¿Quién ganó el juego? Quizá Dios porque consiguió enseñar a Elías a familiarizarse con su voz. Quizá Elías, que se quedó en prenda una Palabra que lo envió de nuevo a arriesgar la vida. Observa la imagen de Elías Un lugar inhóspito, una cueva rocosa con salientes puntiagudos. Una tormenta se cierne en el horizonte y un fuego está consumiendo un bosque. Una figura humana sentada y encogida, cubierta por un manto rojo, con la cara tapada y la mano en los ojos como asegurándose de que no ve nada. Y sin embargo, toda la fuerza de los elementos, la violencia de los colores, no son capaces de acallar el estrépito visual que ejerce la hoja verde sobre la mano abierta del personaje. Lo inesperado ¿Cuántas veces has sentido que se hundía el mundo bajo tus pies y, sin embargo, de una manera misteriosa se fue arreglando todo? Casi nunca se cumplen nuestros peores pronósticos. A veces nos sentimos acuciados por nuestros temores y nos angustia no obtener una respuesta inmediata de parte de Dios. Y es que Dios no es como el servicio técnico que te atiende cuando algo no funciona. A Dios le gusta actuar de forma misteriosa a través de lo inesperado, de lo sorprendente, justo cuando uno está a punto de abandonar. Y es justo que lo haga así, para que nosotros agotemos todas las posibles soluciones que están en nuestra mano. Pero, sobre todo, lo hace así para que aprendamos a esperar. El personaje del cuadro siente la soledad, la dureza de la roca, la presencia intimidante del fuego y la tormenta. Se cubre el rostro porque no ve salida y aún así…, deja abierta su mano izquierda esperando lo inesperado: en medio de la desolación y la muerte, una ráfaga de viento hace posarse una hoja verde en su mano. La esperanza es la virtud inquebrantable de aquel que sabe por experiencia que Dios no falla nunca, que siempre nos guarda sorpresas incluso cuando lo más racional sea “tirar la toalla”. Por eso hay que aprender el lenguaje de Dios, hay que caminar con la atención vigilante de quien sabe que El habla en la Escritura y en la liturgia, en el periódico y en el hermano, en el tránsito de la ciudad y en el secreto del propio corazón. Orar es ponernos a la escucha, como María en Betania sentada sosegadamente a los pies de Jesús, con el gozo de sabernos poseedores de una bienaventuranza: “Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios” (Lc 8, 21). Y con la tarea por delante de “hacer lo que El nos diga” (Jn ,2) Aprendemos a orar escuchando Busca un lugar tranquilo y relájate. Trata de escuchar amistosamente a tu propio cuerpo. Hazte consciente de lo que te dice a través de tus sensaciones de cansancio, dolor, armonía, inquietud... Escucha esas sensaciones sin rechazarlas ni razonar sobre ellas. También por medio de tu cuerpo Dios se comunica contigo. Escucha los sonidos exteriores. Trata de identificarlos. Viento... hojas... ladridos... motores... goteras... pasos... voces... Lee en Mc 7, 31-37 la curación del sordomudo. Entra en la escena evangélica, siéntete con los oídos cerrados como aquel hombre... Siente sobre ellos las manos de Jesús, pídele con fuerza que te los abra, que te enseñe a escuchar. Escucha qué te dice Jesús en este momento... Puedes rezar con este salmo: Aquí estoy, Señor, como un grano de arena en el desierto. Aquí estoy, Señor, a pie descalzo en tu espera. Aquí estoy, Señor, con el corazón abierto a la escucha. Aquí estoy, Señor, buscando paz en tu respuesta. Quiero estarme junto a ti, sentado a tus pies, sin pensar ni buscar, sensible al que llega. Quiero hacer escucha mi corazón aturdido. Quiero estarme en gratuidad, contigo, aquí y ahora. Quiero unificar mi ser y ser en tu ser. Aquí estoy, Señor, lleno de ruidos. Quiero silencio para escuchar tu Palabra desde el corazón que anhela, volver de nuevo al origen, al paraíso, y, al caer la tarde, encontrarme en tu presencia.