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EL TEATRO ESPAÑOL DE POSGUERRA
La Guerra Civil privó a nuestro teatro de muchas de sus figuras más renovadoras
(por muerte o por exilio), lo que obligó a un lento proceso de recuperación vigilado
de cerca por una férrea censura. Así, durante la década de los cuarenta sigue
influyendo Benavente y su alta comedia. Más relevante es la otra gran tendencia de
esta década, la del “teatro de humor”. Un humor disparatado, inverosímil, con tintes
poéticos en Mihura (Tres sombreros de copa) y con influencias vanguardistas en
Poncela (Cuatro corazones con freno y marcha atrás), sus dos autores más
importantes. A finales de la década de los cuarenta se abre una nueva etapa orientada
hacia un teatro social y existencialista, desarrollado plenamente en los cincuenta, con
obras como Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo, y Escuadra hacia la
muerte (1953) de Alfonso Sastre.
A finales de los años sesenta, conviven autores “mayoritarios” como Antonio Gala
(Los verdes campos del Edén, Anillos para una dama) y autores que siguen a los
autores experimentales del extranjero (Brecht, Ionesco, Beckett), con obras que
sustituyen el realismo por el simbolismo y la parábola y que asimilan diversos
recursos extraverbales inspirados en la pantomima y el circo. Destacan Fernando
Arrabal (Pic Nic, El jardín de las delicias…) y Francisco Nieva (La señora Tártara).
No debemos olvidar, para terminar esta década, los grupos de teatro independiente
surgidos en los últimos años de vida de Franco: Tábano (Madrid), La Cuadra
(Andalucía), Els Joglars o Els Comediants (Cataluña), supieron sintetizar lo
experimental y lo popular, sin renunciar a un amplio sector de público,
preocupándose de la crítica y de lo lúdico, representando en salas convencionales y
en pabellones deportivos, fábricas, calles y plazas (por la puerta que abrieron
entraron, ya en los ochenta, otras como La Cubana, La Fura dels Baus o DagollDagom). Fueron el empujón que, junto a la democracia y la recuperación de la
libertad llevó al teatro a nuevos horizontes en los ochenta. Así, además de la
recuperación de autores y obras prohibidos hasta entonces (Valle-Inclán, Lorca,
Alberti), suben a las tablas dramaturgos procedentes del teatro independiente y
universitario con los títulos más representativos del período: Sanchís Sinisterra (¡Ay,
Carmela!), José Luis Alonso de Santos (La estanquera de Vallecas, Bajarse al moro)
o, procedente del cine, Fernando Fernán-Gómez (Las bicicletas son para el verano).
Autores que vuelven al realismo y a formas tradicionales para tratar los problemas de
la sociedad contemporánea (violencia, paro, droga, marginación social). A ellos hay
que añadir a los jóvenes dramaturgos que, sin las vivencias del franquismo, se han
centrado, desde la década de los noventa hasta hoy, en reivindicar la palabra y la
innovación dramática: Jordi Galcerán (El método Grönholm), Sergi Belbel (Después
de la lluvia), Paloma Pedrero (La isla amarilla) o Antonio Álamo (Caos y la trilogía
formada por Los borrachos, Los enfermos y Yo Satán.).
Se habla mucho de la eterna crisis del teatro español; quizá por eso, desde
mediados de los años noventa, compañías como La Abadía o Animalario se han
preocupado también de captar y educar al público a través de conferencias, talleres,
etc. (en la misma línea que salas como La cuarta pared). Añadamos la aparición de
pequeñas compañías que ofrecen “microteatro por dinero” en espacios reducidos y
poco convencionales y el auge en los últimos años del musical, y podemos decir que,
si la salud del teatro español es mala, al menos es de hierro.