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Palabras de Elías Sevilla en acto de homenaje, octubre 27 de 2012
Sesión Final de XIV Congreso de Antropología en Colombia
Entre las tantas cosas que leyó Francisco Javier faltó decir que mi cabeza es
probablemente la más despejada de la sala. Logré ese look sin esfuerzo antes de
que la moda se extendiera entre la población masculina a partir del ejemplo de
boxeadores y otros deportistas.
Hablando ahora sí en serio, distraigo por unos minutos su benévola atención para
presentar un par de ideas que contribuyan al cierre del Congreso y abran
perspectivas para el próximo. Tomo en primer lugar la idea de que, efectivamente,
el ejercicio de la profesión es cíclico y generoso. Me he paseado impunemente por
dispares tópicos y temas y he tenido la fortuna de que nadie me haya dicho: “oye,
eso no es antropología”. Nuestra disciplina es de amplio espectro, todo el que tiene
homo sapiens sapiens. Va desde las estructuras y procesos biomoleculares hasta las
tramas simbólicas de mitos e intereses de todo orden, todo ello sujeto a la dinámica
evolutiva. Por ejemplo, en malaria pude estudiar (ayudado de especialistas) las
transformaciones en el DNA de los parásitos cambiantes, la exposición a los
mosquitos debido a las actividades varias de los habitantes del Rio Naya, así como
la astuta trama de intereses que hay en los proyectos –balas mágicas-- de la vacuna,
entre ellos los del Dr. Patarroyo quien vendió promesas fracasadas como hitos
dignos del premio nobel, tanto en ciencia como en tácticas para descrestar
calentanos. Todo constituye el campo de trabajo para una casi inexistente
antropología de la malaria.
Viene ahora el segundo punto que quiero subrayar. Por el efecto cíclico de la vida y
profesión, he retornado, después de 40 años, al tema de los psicoactivos. Allí
también se puede trabajar el amplio espectro: va desde los efectos de las sustancias
químicas en el sistema nervioso central o autonómico y la irreversibilidad
fisiológica de ciertas adicciones, hasta la cuestión de los vuelos chamánicos
ayudados por mamacoca o ayahuasca, o las implicaciones sociopolíticas de la
producción y comercialización industrial de psicoactivos prohibidos. Me ha
llamado la atención el vacío que encuentro en la producción antropológica nacional
sobre los psicoactivos hoy cuando es obvio que el paradigma prohibicionista y
criminalizante, en manos de policías e impuesto por intereses geopolíticos, ha
fracasado. Se abre una oportunidad preciosa de hacer algo más que caer
tristemente en otro paradigma reduccionista, el medicalizado de la salud pública
tradicional. La antropología, con Marlene Dobkin a la cabeza, ha hecho mucho,
muchísimo, para mostrar que la relación entre sustancias psicoactivas y seres
humanos puede ser positiva, culturalmente controlada, como nos lo muestra el uso
indígena de la coca o la ayahuasca, o el uso más generalizado y controlado del
altamente dañino alcohol o del café, ambos convertidos –si se usan bien—en
catalizadores del bienestar social y la convivencia. Mary Douglas nos regaló un
delicioso libro llamado El Beber Constructivo, haciendo ver que “beber” también
tiene aspectos positivos, no sólo los destructivos que la palabra tiene en el argot
popular colombiano (no creo, corríjame, por favor, profesor Augé, que boire tenga
ese mismo sesgo negativo en francés). De este vacío conversé aquí con uno de los
pocos pioneros, serios y sistemáticos, en el estudio de los psicoactivos en Colombia,
el profesor Jorge Ronderos, creador y sostén de la maestría en cultura y droga de la
Universidad de Caldas. De las 283 ponencias habidas en el Congreso sólo 8 tratan
de psicoactivos en alguna de sus formas, 1 en forma genérica, 3 sobre etanol, y 4
sobre coca o ayahuasca. Considero necesario que los antropólogos tomemos
consciencia de nuestra responsabilidad frente al paradigma alternativo en
construcción dadas nuestras competencias profesionales, modos de trabajo y
comunidades con quienes nos entendemos. Publiqué recientemente en Razón
Pública dos pequeñas notas de reflexión sobre la coca y la cocaína por un lado y
sobre el café y la cafeína por el otro, ambos connotados productos colombianos. Su
propósito era invitar a investigadores como ustedes a meterle el hombro, por una
parte a la solución de los graves daños que el abuso de una minoría de
conciudadanos (alrededor del 2%) causa a sus propias vidas y, mediante la
magnificación causada por el modelo criminalizante y por el ascenso de las mafias,
a la sociedad en general; y por otra a mostrar que los psicoactivos son inevitables
compañeros de viaje y tienen su lado positivo.
Colombia tiene dos puntos sustantivos en la agenda política de discusión con las
FARC: la cuestión de tierras-territorios y, precisamente, la de “drogas”. Me parece
que en ambos, por nuestra experiencia y posición en el campo, tenemos mucho que
aportar. Se me ocurre que estos dos puntos podrían ser ejes para nuestro próximo
Congreso. En cuanto a los psicoactivos, la fina bienvenida etílica y gastronómica del
profesor Ramiro y su grupo reafirmó el lado positivo de nuestra relación con las
sustancias que entran a nuestro cuerpo. Desde luego hay riesgo de exceso, abuso y
daño pero, como antropólogos, sabemos que hay mecanismos culturales para
manejarlos bien y, eventualmente, para minimizar o reparar el daño. El simposio
que con Juanita Camacho organizó Ramiro sobre comidas puede ser la puerta para
que hagamos énfasis, también, en esas sustancias que en el lenguaje común se
llaman “droga” y, en el más depurado y neutro, psicoactivas.
Agradezco de corazón el homenaje. Retorno a ustedes la guirnalda de flores porque
es la comunidad antropológica, en particular el aprecio de los colegas, los que
hicieron posible construir lo construido, que es de todos. Sigamos construyendo.