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“Buscaré a la oveja perdida”
(Ez 34,16)
Homilía en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
Jubileo sacerdotal – Año de la Misericordia
Catedral de Mar del Plata, 3 de junio de 2016
En coincidencia con la solemnidad del Sagrado Corazón, celebramos el
Jubileo sacerdotal, en el Año de la misericordia.
Las lecturas bíblicas de esta solemnidad, que este año corresponden al
ciclo “C”, nos sugieren vincular el amor redentor de Cristo, con la caridad
pastoral que debe impregnar totalmente la vida y el ministerio de los
sacerdotes. Cristo encarna la figura del Pastor que va en busca de la oveja
perdida y la carga sobre sus hombros. Aquí está nuestra identidad y nuestra
misión.
La profecía del libro de Ezequiel que hemos escuchado, traduce la
hondura del amor de Dios hacia su pueblo bajo la imagen de un pastor que
cuida a su rebaño, disperso por los montes: “Buscaré a la oveja perdida, haré
volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma (…). Yo las
apacentaré con justicia” (Ez 34,16).
Considerar al pueblo elegido como un rebaño y a Dios como su pastor,
era emplear una metáfora que resultaba muy familiar para Israel, cuyos
orígenes estaban vinculados con el estilo de vida de pastores nómadas. La
comparación traía al mismo tiempo claras resonancias afectivas.
El pastor es, en esta cultura, una imagen de hombre fuerte que defiende
al rebaño del ataque de los animales salvajes. David decía a Saúl: “Tu
servidor apacienta el rebaño de su padre, y siempre que viene un león o un
oso y se lleva una oveja del rebaño, yo lo persigo, lo golpeo y se la arranco de
la boca; y si él me ataca, yo lo agarro por la quijada y lo mato a golpes”
(1Sam 17,34-35).
Pero el pastor es también el que sabe tener delicadezas con las ovejas,
el que está atento a sus situaciones y las hace descansar cuando han tenido
cría. Jacob decía a su hermano Esaú: “Mi señor sabe que los niños son
delicados. Además, las ovejas y las vacas han tenido cría, y yo debo velar por
ellas. Bastará con exigirles un solo día de marcha forzada, para que muera
todo el rebaño” (Gen 33,13). De un hombre pobre, que sólo tenía una oveja
pequeña, se llega a decir que “la iba criando, y ella crecía junto a él y a sus
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hijos: comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su regazo. ¡Era para él
como una hija!” (2Sam 12,3).
De este modo, la figura del pastor, se convierte en un símbolo donde
convergen dos aspectos que con frecuencia van separados en los hombres a
quienes compete ejercer autoridad: por un lado, valentía y fortaleza, y por
otro, delicadeza y amor.
Ambos aspectos se atribuyen a Dios como Pastor de Israel, en el
Antiguo Testamento. Así el Salmista dirá: “Aunque cruce por oscuras
quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: tu vara y tu
bastón me infunden confianza” (Sal 23[22],4). Y en el libro de Isaías leemos:
“Como un pastor, él apacienta su rebaño, lo reúne con su brazo; lleva sobre
su pecho a los corderos y guía con cuidado a las que han dado a luz” (Is
40,11).
Dios pastoreaba a su pueblo valiéndose de pastores humanos. Estos, sin
embargo, no estuvieron a la altura de su misión, ni se preocuparon del
rebaño, sino de sí mismos. Ante el fracaso de los pastores humanos, que
ejercían autoridad en Israel, Dios promete que él mismo va a apacentar a su
pueblo. Todo el capítulo 34 del libro de Ezequiel merece nuestra lectura
atenta y meditada: “Aquí estoy yo contra los pastores. Yo buscaré mis ovejas
para quitárselas de sus manos, y no les dejaré apacentar mi rebaño. Así los
pastores no se apacentarán más a sí mismos. Arrancaré las ovejas de su
boca, y nunca más ellas serán su presa” (Ez 34,10).
De los malos pastores de Israel se afirmaba su rebeldía ante Dios (Jer
2,8), su negligencia respecto del rebaño y la búsqueda de su propio interés,
más que del bien de sus ovejas (Ez 34). Pero el amor de Dios por su rebaño,
es más fuerte que la negligencia de los pastores humanos. Él mismo promete
pastorear a las ovejas, a través de un nuevo David, que debía venir, y para
quien el título de pastor se reserva en forma privilegiada: “Suscitaré al frente
de ellas a un solo pastor, a mi servidor David, y él las apacentará y será su
pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi servidor David será príncipe en medio
de ellos” (Ez 34,24). Pero Dios también apacentará a sus ovejas a través de
otros pastores que él les dará, conforme a lo que leemos en el profeta
Jeremías: “Después les daré pastores según mi corazón, que los apacentarán
con ciencia y prudencia” (Jer 3,15).
Esta larga y paciente pedagogía usada por Dios para con su pueblo,
alcanzará su pleno cumplimiento con la presencia de Jesús, quien se
presenta como el Buen Pastor, lleno de fortaleza, que no huye ante el lobo ni
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permite que las ovejas sean arrebatadas. Él da su vida por las ovejas, para
que éstas, a su vez, tengan Vida en abundancia. Él las conoce a cada una por
su nombre, y las cuida con amor (Jn 10).
En las actitudes y enseñanzas de Jesús, la dimensión comunitaria que
implica la pertenencia al rebaño, no se opone al encuentro íntimo y personal
con él. Son muy numerosos los pasajes que nos muestran a Jesús prestando
atención misericordiosa personalizada. La imagen del rebaño no implica un
amor indistinto y genérico. No nos ama en muchedumbre; para él no somos
número. El mismo Jesús que habla y dedica su tiempo a las multitudes,
recibe y atiende personalmente a cada uno de los que con fe se acercan a él.
Si por un lado, el desvelo de Jesús es la unidad del rebaño, por otro no caben
dudas de que establece un conocimiento mutuo entre él y sus ovejas,
semejante al que se da entre el Padre y él. Intimidad personal con Jesús,
comunión fraterna entre nosotros y participación en la vida trinitaria, son
inseparables.
Sabemos que el Apóstol San Pedro, después de la resurrección del
Señor, recibió la misión de apacentar a las ovejas de Cristo, a la Iglesia
entera. Este oficio suyo lo ha recibido en estrecha vinculación con su triple
confesión de amor. Y el mismo Apóstol exhorta a los presbíteros:
“Apacienten el Rebaño de Dios, que les ha sido confiado; velen por él, no
forzada, sino espontáneamente, como lo quiere Dios.; no por un interés
mezquino, sino con abnegación; no pretendiendo dominar a los que les han
sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño. Y
cuando llegue el Jefe de los pastores, recibirán la corona imperecedera de
gloria” (1Ped 5,2-4).
En la fiesta del Sagrado Corazón, en este Jubileo sacerdotal, esta
meditación ha de servirnos para renovar nuestra conciencia acerca de
nuestra responsabilidad eclesial. Mucho es lo que hemos recibido con la
vocación. Mucho también lo que se nos pedirá.
Configurados con Cristo, deberemos procurar tener un corazón como el
suyo: fuerte en el coraje de la entrega por las ovejas; sensible y paciente,
misericordioso y atento en la escucha de las miserias ajenas, procurando
conjugar, sin nunca separar, verdad y compasión. Debemos ser sólidos en la
doctrina, ardientes en la piedad, llenos de celo en el apostolado. El bien de
las ovejas confiadas deberá darnos motivación permanente y suscitar
siempre renovación y creatividad.
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Los buenos pastores enseñan y guían con la doctrina, pero más aún con
el ejemplo y la coherencia de sus vidas. El Evangelio ha de ser nuestro
continuo punto de referencia, nuestro espejo cotidiano. Que la oración
incesante y la vida sacramental bien celebrada, sean el oxígeno y el alimento
fuera del cual sintamos que languidecemos. El amor a la Iglesia y el desvelo
por la comunión eclesial en el presbiterio, sean nuestro mejor signo de
autenticidad como ministros de Cristo.
El mundo nos necesita, aunque nos ignore y critique. Llevemos a Cristo
al mundo y no permitamos que el mundo se instale en nuestra mentalidad.
Pensemos en la extrema gravedad de ciertas infidelidades, donde se
pone en juego la salvación personal, el honor del mismo Cristo y la
credibilidad de la Iglesia. Que el amor misericordioso de Cristo Buen Pastor
nos libre de caer en ellas.
Concluimos dando gracias a Dios por el don inmerecido de nuestra
vocación y por el ministerio de los sacerdotes. Hay muchos buenos
sacerdotes, que escriben cada día silenciosamente, en la pura fe y en el
compromiso de las obligaciones más ordinarias, verdaderas páginas de
santidad. Existe un heroísmo oculto y cotidiano que no ocupa ni una línea en
los periódicos ni un segundo de televisión. Dios ama lo grande que ocurre en
el silencio.
Miramos también hacia la Madre de Cristo Sacerdote, a quien
invocamos como Reina de los Apóstoles. Que ella nos enseñe el secreto de
nuestra fecundidad y, con su intercesión y ejemplo, nos alcance el don
inestimable de la fidelidad.
 ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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