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Transcript
UN MAR DE ESTRELLAS
Grito y grito a las infinitas paredes blancas que me rodean. Grito hasta que el eco de
mi voz me hace daño. Todo el mundo se pregunta por qué lo hago. Lo peor de todo es que
hasta yo me lo pregunto.
Mi nombre es Emma Malley, nací en Ohio, Estados Unidos. Siempre he tenido una
admiración por las cosas inalcanzables. Cuando era pequeña, miraba al cielo y me preguntaba
cómo las estrellas podían volar tan alto. Admiraba su capacidad de brillar en la oscura noche.
Todos los veranos, en la noche de San Lorenzo, corría con mi padre en una pequeña pradera
situada cerca de mi casa. Allí, nos tumbábamos sobre la fresca hierba y disfrutábamos de la
brisa. Mi padre sonreía y se reía como un loco, diciendo que había visto una estrella fugaz. Yo
miraba al cielo, pero nunca encontraba ninguna. Pero sonreía igualmente, tratando de buscar
una nueva estrella para sorprenderle.
Con el paso del tiempo, mi padre fue perdiendo esa capacidad para percibir estrellas.
Mi madre me explicó que no era nada grave, pero sabía que me estaba mintiendo. Un año
después de que le diagnosticaran una enfermedad crónica, murió. Para esa época, yo ya había
aprendido a ser “el padre de la casa”. Aunque mi madre todavía estaba sana, necesitó mucha
ayuda para recuperarse de esa gran pérdida.
Mi padre murió cuando yo tenía 17 años. Estaba a punto de graduarme con matrícula
de honor en el viejo colegio de mi ciudad, y nada podía pararme. Tenía planeado mudarme a
Seattle con mi novio Chester. Allí entraría en la facultad y estudiaría empresariales, como
siempre había soñado.
Finalmente me gradué y cumplí mi sueño. En el viaje de mudanza, no podía sentirme
mejor. Los paisajes por los que cruzábamos con nuestro Panda Marbella eran impresionantes.
Habíamos alquilado un pequeño apartamento a las afueras, cerca de una ladera. Una noche,
tras largas horas de estudio en la universidad, salí a la ladera. Me tumbé, como hacía en los
viejos tiempos, y toda mi atención fue absorbida por el cielo. Para mi sorpresa, esa noche no
se veían las estrellas. Pero para mí significó algo más. No había estrellas. Me entró una
pequeña sensación de pánico, pero intenté calmarme. Me levanté bruscamente y me dirigí a
mi apartamento. Desde esa noche, durante cuatro largos y difíciles años, no salí a ver las
estrellas.
Todo eso cambió, cuando la noche de San Lorenzo, sentí una brisa que entraba a la
habitación. Me desperté y me fije en la ventana. Estaba abierta. La brisa me estaba
congelando. Hace un año que había cortado con Chester, así que no tenía a nadie que me la
cerrara. Por un momento lo eché de menos. Pero la idea se esfumó cuando recordé los años
atrás. Una noche, mientras intentaba dormir, fui consciente de que yo no era feliz. Chester no
era más que un cuerpo sin alma, pero con una cara bonita. Y nunca me sacó a ver las estrellas.
Finalmente, me levanté e intenté cerrar la ventana. Intenté evitar mirar las estrellas,
pero el deseo de volver a verlas me estaba consumiendo. El cielo resplandecía como en las
noches de Ohio. De repente, surgió una estrella que no pude dejar de mirar. Atravesó el cielo
en unos segundos, pero su brillo aún perduraba. Me recordó al brillo de mi padre. La nostalgia
de mi tierra, de mis seres queridos, de mis amigos… Había llegado la hora de cambiar de aires,
y de estrellas. Próxima parada: Ohio.
Mi madre me esperaba con los brazos abiertos. Resplandecía como una bella flor en
primavera. Hacía tiempo que no la veía tan feliz. Junto a ella se encontraba un hombre alto. Él
parecía un tanto nervioso. Incluso diría que muy, muy nervioso. Abracé a mi madre y luego me
quedé mirando a ese hombre. Me saludó tímidamente y me dijo que se llamaba Robert.
Interesante. Y sospechoso. Mi madre me miró y me dijo que luego me lo explicaría todo; pero
en su mirada se podía percibir un toque de picardía y entusiasmo que me hizo sentir rara.
Cuando llegamos a nuestro destino, tras un viaje de treinta minutos que, en realidad,
me pareció una vida entera, ambos me trataron de explicar que salían juntos. Al principio me
quedé atónita y luego incómoda. Mi madre había rehecho su vida. No sabía cómo sentirme, así
que decidí no sentir nada. Durante los siguientes días actué indiferente a la presencia de
Robert, o quién quiera que fuese. En una cena me explicó que trabajaba en una gran empresa
y que estaban interesados en contratar a una líder. Llevaban mucho tiempo buscando a
alguien innovador y entusiasta, y opinó que era la candidata perfecta para ese puesto. Mi
madre me rogó que aceptara la propuesta, y finalmente, acepté la oportunidad. Durante la
primera semana de trabajo me sentí un poco pérdida. Pasaron meses y meses, y me di cuenta
que había encontrado mi verdadera vocación. Me gustaba liderar. La responsabilidad siempre
había sido uno de mis puntos fuertes. Y ahora sabía cómo utilizarla. Me manejaba como una
bailarina sobre un escenario. Todos me respetaban.
Una noche, tras salir muy tarde de trabajar, me encontré a un joven tumbado en
medio de la acera. No dudé en correr hasta donde estaba y le pregunté que le ocurría.
-
Estoy bien. Solo estoy mirando las estrellas. Hoy es la gran noche de las estrellas
fugaces, una noche que nadie debería olvidar – me respondió.
Se le había olvidado por completo. Había quedado con Robert y su madre para cenar y
disfrutar de la velada bajo la luz de las estrellas. Últimamente había estado saturada de trabajo
y nada parecía real fuera de las cuatro paredes blancas de su despacho.
-
Túmbate conmigo – le dijo el apuesto joven.
Y como no tenía ganas de discutir, acepté.
-
¿Has conseguido ver alguna estrella, mi amigo,…? – pregunté.
Sí, pero ninguna comparada con la que tengo a mi lado. ¿Tú crees en el destino? –
me contestó, pero sin decirme su nombre. Por cierto, me llamo Baham. – dijo
cómo si supiera lo que estaba pensando.
Pero yo tampoco respondí a una de sus preguntas.
Tras esa noche, siempre nos juntábamos cuando salía del trabajo. Con el paso del
tiempo, nuestra amistad pasó a ser algo más que simplemente amigos. Hacía tiempo que no
era tan feliz. El brillo de sus ojos era mi estrella favorita. Brillaban con tanta fuerza, que las
estrellas se quedaban pequeñas a su lado. Todo iba bien, hasta que un día, me ofrecieron un
puesto como jefa en una empresa multinacional de Nueva York. Baham dijo que si no aceptaba
ese puesto, nunca podría perdonárselo. Le propuse que se mudará conmigo, pero enseguida
fui consciente de que Baham no era la clase de persona que vivía en grandes ciudades. Sus
ojos perderían todo su brillo en la ciudad que nunca duerme. En la ciudad que nunca descansa.
El ruido del tráfico nunca cesaba en esa ciudad. Yo gritaba desesperadamente a los
taxistas, pero ninguno paraba. Llegaba tarde. Muy tarde. Era la jefa, y tenía que liderar a mi
grupo. En cambio, estaba en una de las largas calles de Manhattan intentando encontrar un
modo de llegar hasta la otra punta de la ciudad. Maldita sea. Por fin conseguí subir a un taxi.
Refunfuñé y llegué al trabajo a tiempo para la reunión. Hacía seis meses que me había mudado
a Nueva York. Este fin de semana, al fin, iba a casa. Con Baham. Lo echaba tanto de menos...
En algunas ocasiones había venido a la gran ciudad para darme una sorpresa. Lo malo era que
tenía tanto trabajo que casi no le podía hacer caso. Pero este fin de semana iba a ser diferente.
Solos él y yo. Tal vez, con suerte, también nos acompañaban las estrellas. La sala estaba
repleta de empresarios y el olor a café me recordó donde estaba. Desde hace tiempo había
estado preparando un proyecto para ganar un premio empresarial. La mejor líder empresaria
estadounidense del año.
La semana transcurrió más ajetreada de lo que esperaba, pero finalmente se terminó.
Me dirigí al aeropuerto y cogí el primer vuelo a Ohio. Allí me esperaban mi madre y Robert,
que, al parecer, no estaba tan nervioso como la primera vez. Corrí a su encuentro y busqué
desesperadamente la mirada de Baham, pero no estaba allí. Tras recordarme cuánto me
habían echado de menos, me dejaron en mi casa. El olor a mi dulce hogar podía percibirse
desde las escaleras que conducían a mi apartamento. Hacía dos meses que no veía a Baham y
estaba deseando verle. Cuando entré en el apartamento, Baham me esperaba con los brazos
abiertos. Pero su mirada no decía lo mismo.
Durante la deliciosa comida que me había preparado, noté a Baham distante. Yo no
paraba de hablar de mi ocupada vida en Manhattan, y él simplemente respondía con
monosílabos o asentía sin mostrar ninguna admiración. Y cuando íbamos a comer el postre,
Baham se levantó repentinamente de la silla del comedor y se dirigió a su cuarto. Algo malo
ocurría. No necesité más que una mirada suya para comprender lo que pasaba. Tenía la misma
mirada que yo cuando comprendí que no era feliz con Chester. La magia había volado. Ya no
era lo mismo que antes. Y ahora estaba volviendo a sufrir esa situación, pero desde la otra cara
de la moneda. Había perdido a Baham.
El resto del fin de semana lo pasé con mi madre y Robert. El domingo cogí el vuelo de
vuelta a Nueva York y me centré en mi oficio más que nunca. Dejé de sentir. Dictaba órdenes y
humillaba a mis empleados. Me volví adicta al trabajo, y mi vida rondaba solo alrededor de mí,
de mis logros y del premio que quería conseguir.
Pero todo eso cambió cuando una noche sin estrellas sonó mi teléfono. Estaba
terminando algún papeleo, cuando oí la melodía que tenía asignada a Baham. No lo cogí y
actué como si esa llamada no hubiera existido. Al siguiente día, el teléfono volvió a sonar. Tras
una semana de estrés, finalmente llamé a Baham. Quería dejarle claro que no quería saber
nada de él.
Estaba intentando juntar las palabras que iba a decirle, cuando en vez de oír la voz de
Baham, escuché una voz oscura y ronca, sin brillo. Pero era él. Todo fue muy rápido y me puse
histérica. En ese momento grité a las paredes blancas que me rodeaban. Estaba en mi blanco
despacho, y las paredes rebotaron mi sufrimiento. ¿Quién me salvaría ahora? Todos mis
empleados me miraron, pero me daba igual. Cogí el primer vuelo disponible a Chicago, pero ya
era demasiado tarde. El cáncer de páncreas de Baham estaba en un grado IV, es decir, muy
avanzado. Una parte de mí había sido arrancada con furia, sin escrúpulos. Mi brillo había sido
sustituido por una oscuridad sin estrellas. Mi cuerpo se había quedado con una cara bonita,
como le había pasado a Chester.
Tal vez os preguntaréis por qué os cuento esto. La mayoría de los presentes en esta
noche inolvidable me habéis votado como la mejor líder estadounidense del año. Me parecía
apropiado decir estas palabras, ya que esta capacidad por la que he sido premiada ha sido mi
perdición y mi salvación. En la actualidad, nuestros líderes son pura mente. Nuestro presidente
actual, Donald Trump, es el ejemplo perfecto. Puede que sea inteligentemente o
profesionalmente el más indicado para el puesto. Pero, ¿qué me decís de lo demás? No
respeta a nadie más que a sí mismo. Representantes de todos los ámbitos y rangos sociales se
han alzado contra esta injusticia y yo quiero alzarme junto a ellos. Tengo que admitir que
durante una época, deje de ser líder y me convertí en dictadora. Vagaba sin rumbo y sin alma,
y liderar era mi única forma de sentir algo. Me hacía sentir humana. En cambio, no me estaba
dando cuenta que era una persona que pensaba, pero no sentía. Mi liderazgo intentaba
sustituir a mi corazón. Pero esa lucha cesó. La muerte de mi querido difunto Baham me
cambió. Había perdido todo aquello que quería. Ahora, cinco años después, estoy orgullosa de
decir que vuelvo a brillar. Tal vez ya no trabaje en una gran multinacional, pero ser la
representante de la ONG contra el cáncer y enfermedades crónicas me ha hecho volver a
sentir. Nunca había tenido la posibilidad de cambiar el mundo, aunque fuese un poco. Ser la
líder de esta gran organización me ha dado la posibilidad de evolucionar como persona.
Gracias a esta gran responsabilidad, mi alma ya puede volver a sentir las estrellas. Gracias.
Los aplausos inundan la sala. Después de tantos años, soy feliz. Ya puedo liderar mi
alma y respirar la brisa de una noche fugaz.
Ya he terminado mi discurso. Estoy orgullosa. Pero siento una punzada en el corazón, y
no tengo otra elección. Nuevamente, me dirijo al atril. Dejo mis apuntes y mis notas y cojo
aire.
-
Antes de irme, quería decir unas últimas palabras. Tengo que admitir que no tenía
preparada esta última intervención, pero no tengo ninguna otra elección. Una vez,
hace mucho tiempo, una persona me preguntó si creía en el destino. En ese
instante no respondí, ya que no sabía realmente que era ese extraño concepto del
“destino”. Años después de esa noche, en la noche en la que Baham voló junto a
las estrellas…
Me brota la primera lágrima. Miro al frente, hacia donde se sientan mi madre y Robert.
Ambos sonríen y Robert le coge cariñosamente la mano a mi madre. Junto a ellos, un destello
de luz cruza la sala. No era la primera vez que veía aquel destello. Es como una estrella fugaz.
-
Esa noche, me tumbé en la recién cortada hierba de mi jardín. La brisa agitaba mi
pelo y la hierba era una ola de mar verde. El viento la movía de un lado para el
otro. El cielo era precioso esa madrugada. Nunca antes había visto tantas estrellas.
Todo ocurrió muy rápido. Por primera vez en mi vida, vi una estrella fugaz. Nunca
había conseguido ver ninguna. Ahí estaban las estrellas, mirándome. Mis fieles
consejeras durante millones de noches. Me gire a la derecha lentamente. Ahí
estaba mi padre riéndose. Con una gran carcajada, le decía que había visto una
estrella. Una estrella fugaz. Mi padre saltaba, gritaba y ambos sonreíamos. Cuando
me gire a la izquierda, Baham y yo estábamos tumbados en una noche muy
especial. La noche de las estrellas. Su sonrisa y sus ojos brillaban más que cualquier
ciudad, más que el universo entero. Y cuando miré de frente, a través de la
ventana, divisé a una joven maravillada por el poder de la noche y de sus
misterios. Era yo.
Toda mi vida, mi destino, brillaba bajo el mar más bonito que jamás había visto: un
mar de estrellas.
Escrita por Moyo