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Chile Vamos: Convocatoria política
La situación del país es desafiante. La clase media se vuelve mayoritaria y plantea nuevas exigencias. Los chilenos, contentos
con sus vidas privadas, desconfían de su institucionalidad política y económica, y viven, muchas veces, existencias intranquilas,
por momentos agobiadas.
El desajuste entre pueblo e institucionalidad conduce a que ésta pierda legitimidad. El contexto deviene acuciante por la
radicalización del discurso de la izquierda y los visos oligárquicos que asume la dirigencia política.
Urge articular una propuesta a la altura del instante presente.
El clamor nacional exige una comprensión patriótica, una que extienda su mirada a Chile como totalidad y desde allí asuma
la formulación de un planteamiento justificado, capaz de dar expresión organizada a las pulsiones y anhelos populares.
Nuestra propuesta tiene un talante político. Los temas económicos y morales relevantes son considerados, pero ellos quedan
comprendidos en una visión integral de la realidad, que apunta a incluir los aspectos más significativos de la plenitud humana.
La propuesta asume diversas tradiciones y corrientes teóricas: al liberalismo, al socialcristianismo, al gremialismo, al
pensamiento nacional-popular, así como a una larga y egregia lista de nombres, que se extiende tanto a los fundadores intelectuales
de la república, cuanto a autores y políticos que han contribuido a la configuración de la identidad de Chile durante sus dos siglos
de historia.
El presente documento expone, sucinta y operativamente, el fundamento de Chile Vamos y por qué ciertos principios y
actitudes –y no otros– son los que nos inspiran.
Ese fundamento se asienta en un modo de comprensión que privilegia lo concreto, antes que enfatizar abstracciones
unilaterales (Estado o mercado, competencia o deliberación), y apunta a lograr una organización de las energías sociales capaz de
hacer germinar todas las vías de plenitud y sentido que abriga la vida nacional.
El presente documento pretende servir de base argumental a la exposición de contenidos en torno a los que se une Chile
Vamos (documento “Contenidos”) y permitir, además, a sus miembros entrar con facilidad y prestancia en las discusiones más
actuales con otras concepciones de mundo, en el entendido de que una participación republicana exige, de todas las partes, antes
que simplemente rechazar posturas, ofrecer mejores y más iluminadoras comprensiones.
Sólo entonces se vuelve posible convencer.
Esfera privada y mundo público
El ser humano está en el centro de nuestra concepción. Él se define por poseer una espontaneidad irreductible, anterior al
Estado, el cual debe resguardarla siempre. Entendemos la política como una actividad que apunta al respeto y el florecimiento
de la persona. Atender a ella, a su condición y a sus posibilidades de despliegue resulta un imperativo que da fuerza y base a
nuestro pacto.
El ser humano posee dos aspectos constitutivos e insoslayables: uno privado y otro público. De aquí se sigue el reconocimiento
de dos esferas irreductibles la una a la otra.
La esfera privada es la dimensión de la intimidad, donde el individuo reflexiona en silencio y se conoce a sí mismo. Allí
comparte con sus familiares y amigos personales, goza del paisaje, descubre e inventa. En privado tienen lugar experiencias de
plenitud y sentido –estéticas, afectivas, intelectuales– de las más intensas que puedan experimentarse. Se trata, en esa peculiar
instancia, de un ámbito requerido por una existencia plena. Esa dimensión privada es también condición de una experiencia
interior nutrida, recién luego de la cual los individuos pueden acudir a la esfera pública y contribuir a ella con más que la
reiteración de “lo que se dice”. Es entonces que esa esfera pública se configura como algo distinto al monólogo superficial de la
opinión dominante en la asamblea. Pura publicidad deliberativa, sin tiempos y espacios de intimidad y privacidad, termina siendo
superficial y agobiante.
Ese campo privado requiere tener asegurados espacios de libertad, los cuales sólo emergen si se le garantiza, a los seres
humanos, su autonomía, incluida su autonomía económica. De poco sirve contar con un gobierno democrático si el partido
gobernante decide no sólo los destinos generales de la nación, sino sus circunstancias laborales y la disidencia significa arriesgar
el sustento material.
Junto a la esfera privada se halla la pública. Somos seres sociales y políticos. No hay humanos sin lenguaje, ni lenguaje sin
comunidad. Desde la más tierna infancia necesitamos de lazos comunitarios, hasta para aprender a hablar. Los lenguajes más
complejos dependen de que haya comunidades igualmente complejas, no sólo instrumentales, sino ocupadas, también, de las
preguntas por la justicia, la verdad, la belleza. No somos sólo vecinos o consumidores, sino, además, ciudadanos. La participación,
la deliberación, la integración y la amistad cívica son maneras de trato de las que cabe esperar un modo de plenitud y felicidad,
que se nutre de la consciencia de estar participando de una existencia y una historia en común con otros. Los países se fortalecen
cuando la vida pública y política es vigorosa.
Es necesario reactivar nuestra tradición republicana, que los chilenos volvamos a coincidir en espacios de conversación,
discrepancia y acuerdo, recuperemos los lugares de encuentro, generemos nuevos ámbitos de convivencia y diálogo allí donde
aún no los hay, y caminemos en la conformación integradora de una nación renovada y solidaria.
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El reconocimiento de las dimensiones pública y privada nos separa de aquellas posiciones que pretenden desconocer el
significado existencial de alguna de esas esferas. Nos distanciamos respecto de quienes propugnan copar la vida social con Estado
y deliberación, soslayando la irreductible individualidad espontánea del sujeto, descuidando el ámbito de soberanía económica
requerido para resguardar la intimidad, la privacidad y las experiencias de sentido que se logran allí. Pero también nos
distanciamos de quienes ponen el énfasis excesivamente en el aspecto puramente instrumental de la existencia, sin llegar a
considerar suficientemente la plenitud específica que se alcanza en la esfera pública y ciudadana, ni las condiciones materiales e
institucionales que la hacen posible.
Espontaneidades sociales
La consideración de la realidad concreta nos conduce a reconocer la espontaneidad que guarda la sociedad en sus diversos
agentes: individuo, agrupaciones intermedias y Estado.
Un sistema político y económico en decadencia es aquél donde Estado y mercado se entorpecen o se dejan abandonados a sí
mismos. Sabemos lo dañina que es la corrupción de la política por el dinero, un estatismo militante que ahoga proyectos privados
de interés común, un mercado que se concentra excesivamente o un Estado clientelista. Hay áreas, como la innovación y la
ciencia, en las que la falta de colaboración entre Estado y mercado conduce a resultados frustrantes.
Un sistema económico y político en forma, en cambio, es el que logra articular las diversas espontaneidades sociales, de tal
suerte que colaboran entre sí sin anularse ni obstaculizarse, sino fortaleciéndose mutuamente.
Cuando esto sucede, el individuo logra, con su esfuerzo, afecto e inventiva, hacerse cargo de su destino y el de sus cercanos.
Así ocurre, también, con las comunidades familiares, vecinales y laborales, las empresas, las organizaciones culturales. Si un
contexto propicio los acompaña, los seres humanos tienden a vincularse a sus semejantes en agrupaciones multifacéticas, que
proveen de exuberancia y capacidades creativas al cuerpo social.
El Estado puede, de su lado, alcanzar o no un funcionamiento dinámico. Si sus miembros están suficientemente preparados,
consigue potenciar la economía, la salud, la educación, la cultura, las artes y ciencias, la integración nacional, en definitiva, la
transformación de la realidad hacia formas más plenas. En todos esos campos, un Estado eficaz, profesional, competente, probo
es condición de un pueblo próspero.
Incentivar esas influencias recíprocas, sin preterir ninguno de sus factores, es requisito de una actividad política atenta a la
situación y el desarrollo vital de la nación. Chile Vamos buscará, desde el reconocimiento de la realidad y las espontaneidades
sociales que allí se manifiestan, despejar las lógicas unilaterales que acentúan la importancia de sólo alguno de los aspectos de la
multiplicidad de la existencia, para darle expresión a las concretas fuerzas inventivas y creadoras que son capaces de lograr el
despliegue del país. Esta idea emerge de una larga tradición, que hunde sus raíces en el romanticismo político y halla expresión
en la versión clásica del principio de la subsidiariedad –positiva y negativa–, que apunta, precisamente, a la colaboración armónica
de las fuerzas sociales y los individuos, tarea que exige una persistente consideración de los contextos y circunstancias en los que
esa colaboración ha de tener lugar.
Es menester atender cuidadosamente a las dinámicas que entorpecen y despliegan el florecimiento social. Debe considerarse
aquellos aspectos y condiciones requeridos para que el mercado opere de manera competitiva, logre premiar efectivamente el
esfuerzo y producir resultados fecundos, en definitiva, progreso nacional. Ha de alcanzarse también una mirada atenta y
comprometida respecto del Estado, que tenga plena consciencia de la necesidad de modernizar y descentralizar el nuestro. Resulta
exigible convertir a los funcionarios de exclusiva confianza, fenómeno propio de países subdesarrollados, en una administración
pública profesional al punto requerido por la complejidad de los procesos sociales contemporáneos. Se ha de transitar, también,
hacia la descentralización política. El excesivo centralismo ahoga a las regiones, que arrastran problemas que sólo alcanzarán
solución si quienes cuentan con poder para decidir viven en las situaciones donde ellos se producen. El reconocimiento de las
espontaneidades sociales nos lleva a rechazar también la abstracción socialista de un Estado que, en virtud de una comprensión
extrema de los derechos sociales, busca desplazar totalmente al mercado y ahogar las iniciativas de los individuos y las
comunidades intermedias, lo que conduce, además de a un menoscabo de la esfera privada, a la pobreza y al autoritarismo,
especialmente considerando la alta politización y el clientelismo de nuestro aparato estatal.
División del poder social
El reconocimiento de la relevancia de las dimensiones privada y pública (principio 1), y de las espontaneidades sociales
(principio 2) apuntan en la misma dirección: a la conformación de una institucionalidad que se haga cargo adecuadamente del
individuo en sus dos aspectos y de la vitalidad que abriga la sociedad. Se trata de entender que es en una dinámica armónica y
proporcionada, entre el mercado, el Estado y sociedad civil, que las naciones y los individuos florecen.
Este modo de comprender la realidad se expresa en un principio de la más alta importancia política: la división del poder
social. La presencia de una dimensión pública y una privada fuertes, y el resguardo de las espontaneidades sociales, requieren
que el poder esté institucionalmente repartido.
La primera división es la que ha de existir entre una esfera social, asentada en un sistema de economía privada, y una esfera
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estatal. La concentración del poder termina provocando abusos, pérdida de libertades y seguridades, y estancamiento cultural,
político y económico. La división del poder exige que el mercado y el Estado cuenten con pesos y contrapesos razonablemente
equivalentes, para operar cual frenos eficaces y pares colaboradores.
Es necesario, a su vez, dividir el poder al interior de cada una de estas esferas. Un mercado concentrado facilita la ausencia de
competencia e innovación, las cuales acaban anquilosando la vida económica y comprometiendo la prosperidad del país. En los
casos de monopolios naturales y –cuando convenga establecerlos– monopolios legales, es menester una acción estricta de control,
que impida los abusos. Sabemos ya, por los casos de colusión, cuán dañina puede ser aquella concentración. Y los conocedores
advierten respecto a que la productividad de nuestra economía se estanca a consecuencia, entre otros factores, de la concentración
del poder en ella. La competencia efectiva en el mercado, es asimismo, un factor que favorece la justa retribución al esfuerzo y al
mérito, así como la identificación de los ciudadanos con el sistema político y económico dentro del cual operan.
Un Estado concentrado y centralizado es, de su lado, dañino para la autonomía de los individuos y el armónico juego de las
espontaneidades sociales. Esa es la advertencia que está tras el reclamo contra la concentración absolutista o dictatorial, y en favor
de la división republicana del poder en, al menos, tres órganos: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Pero también el centralismo
es una manera de dañar la vitalidad social y del reconocimiento de este hecho arranca la exigencia de repartir territorialmente el
poder. Conspira, además, contra la libertad del ser humano y el accionar fecundo de las fuerzas sociales la captura del ejecutivo
por funcionarios de exclusiva confianza. Una burocracia profesional vigorosa, con espíritu de cuerpo y mística funcionaria, es una
barrera a las pretensiones de grupos partisanos en el gobierno, permite irlos incluyendo en maneras institucionales de comprender
y realizar la acción política, y contar con un Estado competente al grado que le requieren las crecientemente complejas tareas que
debe asumir.
El pueblo en su territorio
La comprensión política consiste en articular las pulsiones y anhelos populares en maneras siempre nuevas de
institucionalidad, que ajusten los modos en los que se efectúa la división del poder, los órganos del Estado, las actividades del
mercado, la colaboración de las espontaneidades sociales, de tal suerte de ir permitiendo el desarrollo de las diversas esferas de
la vida de la nación y sus miembros. Es imprescindible reconocer las formas de existencia, urbanas y rurales, de nuestro territorio.
No es esto “calle” simplemente, expresión que a veces refleja una actitud instrumental o paternalista. Es, antes que todo, abrirse
a la realidad nacional, al territorio –citadino y campesino, montañoso, central, costero, nortino y austral– y a las personas que lo
habitan, a su historia, a su diversidad, pero de manera que el contacto, la conmoción, la llaneza que se logran en el trato con el
otro y con la tierra se vuelvan permanentes. Sólo entonces se da el paso desde la afectada relación con lo distinto a lo que podría
llamarse un auténtico vínculo cívico con el paisaje y nuestros semejantes. Sólo en ese momento puede pensarse en una fusión de
relato político y acción política que se distancie de idealismos abstractos. Sólo la atención a la realidad, a su multiplicidad y su
sentido, vuelve a la comprensión política capaz de fundar decisiones justas.
El pueblo no es una esencia inmutable, sino que evoluciona. Tampoco es, empero, mera palabra sin contenido, no se diluye
en individuos separados. Se trata, en cambio, de una aglomeración de factores étnicos, culturales, lingüísticos, históricos,
territoriales que determinan una manera de ser. Es una manera de ser no acabada, dúctil, cambiante. De ella, de sus características
y potencial, ha de hacerse cargo la política. Es necesario recuperar el contacto con un saber de lo popular y concreto sin el cual
las políticas públicas fracasan, por abstractas, sin el cual las decisiones son injustas, por inadecuadas a la situación. Ese modo de
existencia en común, que es el pueblo, requiere ser conocido y cultivado, y han de dársele más extendidas y mejores posibilidades
de participación, pues de su talante y cohesión dependen los modos y opciones de llevar adelante las grandes tareas nacionales.
Tener consciencia del pueblo significa adquirir consciencia de nuestro territorio. La tierra es más que mera materia. Es siempre
el paisaje, un despliegue de valles y cerros, de edificaciones asentadas firmemente. El paisaje importa estética y vitalidad. Nuestra
existencia transcurre en las diversas conformaciones que le damos al paisaje. Esperamos que ellas posean armonía, belleza incluso.
Pueblos y ciudades logran a veces una integración con los elementos, configurando con sentido el espacio. Sin embargo, ellos
también pueden ser frustrantes, toscos, hacinados, llenos de ruido y malestar. De las maneras en las que se conforma el espacio
que habita la nación –concentrándose ella en ciudades hacinadas o repartiéndose armónicamente por su territorio; en ambientes
amables, con parques e integrados al medio natural o, en cambio, en urbanizaciones sin espacios comunes suficientes; en
edificaciones dotadas de gracia y hermosura o puramente funcionales; en vecindarios bien equipados, con una vida común intensa
o en barrios-dormitorio–, depende, en una parte fundamental, la felicidad humana en la tierra.
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