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SOBRE LA INSERCIÓN DEL ACOMPAÑANTE TERAPÉUTICO Y ALGUNOS INTERROGANTES AUTORES: SICCARDI, Raquel (psicóloga, psicoanalista), ANDREANI , Guillermina (médica psiquiatra), CRESPI, Silvina (psicóloga, psicoanalista) Es a partir de un caso clínico que intentaremos transmitir cómo la inclusión del AT posibilitó sostener el dispositivo de tratamiento planteado en términos de alojar al sujeto en un momento particular. L. es traída por su hermana con un diagnóstico de depresión, cuadro que presenta desde hace dos años. Ha sido internada en dos oportunidades durante ese periodo, recibiendo tratamiento psiquiátrico y durante unos meses previos a la última internación ha estado en tratamiento con una psicóloga. Es casada, con tres hijos varones de 14, 10 y 7 años, a los que ve sólo una vez al mes (a veces con menor frecuencia aún), cuando el padre los trae a Río III, ya que viven en una localidad rural distante 280 kilómetros. Ella vive, al momento de la consulta inicial, con su hermana mayor, el esposo y tres hijos. Según relata, ha tenido episodios previos de depresión unos meses después de tener a su primer hijo, “aunque siempre, ya de soltera, fui muy negativa, como mi madre”. Pudo superar estas crisis con ayuda de los médicos de la zona donde vivía. Hace dos años, cuando “entra en la última depresión”, como ella la llama, es traída por su marido a casa de su hermana mayor y “abandonada sin dinero ni apoyo de ningún tipo”, según su propia expresión. El esposo dice que la trae porque “…va a terminar enfermándolo a él y a sus hijos”. Al poco tiempo ocurre la primera internación, luego de la cual va a vivir con su hermana menor en Córdoba Capital e inicia tratamiento con una psicóloga. Sobreviene la segunda internación y, al ser externada, la hermana menor manifiesta que no puede volver a recibirla porque ella también está enferma (es docente preescolar y tiene licencia psiquiátrica por stress). L. va a vivir con unos primos de sus padres en otra localidad rural cercana al pueblo donde viven sus hijos. Al cabo de un tiempo estos parientes llaman a la hermana mayor para que venga a buscarla, puesto que ya no pueden tenerla más con ellos porque está muy mal. Esta lo hace y la trae a Río III, donde consultan a la psiquiatra quien adecua el tratamiento psicofarmacológico y la deriva a la psicoanalista. En la primera entrevista la hermana mayor pide hablar a solas con la analista y dice que “en casa no la podemos tener mucho tiempo, mi marido está sin trabajo y tenemos muchos problemas económicos y familiares…”. Observamos que L. sufre de abandono y desalojo. Al ahondar en su historia hallamos que nunca tuvo un lugar propio, siempre estuvo de paso. Desde los 12 años fue interna en un colegio lejos de su pueblo natal. Al final de la secundaria vivió con una familia de una compañera de la escuela que, si bien la alojó (dice que de esa época son sus únicos recuerdos buenos) no era ese su lugar, sino el lugar de su amiga. Estudió el terciario en San Francisco, cuidad que “nunca me gustó”. Se casó y fue a vivir al pueblo de su esposo en casa de sus suegros. Allí tuvo la “primera depresión”, como ella la llama. Luego vivó un tiempo en la casa de campo de la familia de su marido, “amoblada con muebles prestados y los que desechaba mi suegra. El nunca quiso comprar muebles propios…”. Al cabo de un tiempo de tratamiento empieza a pedir a la psiquiatra y a la analista que la internen, argumentando que ella no tiene otra salida. Al pedirle asociaciones a partir de la idea de “internación” ella habla de la muerte. En ese tiempo la hermana mayor ha solicitado entrevistas manifestando que ya no saben qué hacer, que la situación es insoportable, que “L. nos está enfermando a todos…” L. en Río III no conoce a nadie más que la familia de su hermana, su madre ha muerto el año anterior, su marido vive a 280 kilómetros y no se hace cargo de ella. Los otros parientes ya no pueden/quieren alojarla. La internación evoca la muerte. Parece no haber alternativas. ¿Qué posición tomar en la clínica de esta paciente? Su caso realmente ha desbordado los consultorios de la psiquiatra y de la analista. Supervisando en equipo el caso se interpreta el pedido de L. como una repetición del abandono y del desalojo que marcan los hitos de su historia y se plantea la búsqueda de una alternativa a la internación. Entendemos que estamos posicionados ante un límite del dispositivo de tratamiento. Pero si asumimos este límite a través de la internación para esta paciente en particular propiciaría una nueva repetición e implicaría un modo de muerte. ¿Existe alguna posibilidad de resignificar este límite? A partir de este interrogante comenzamos a ver este borde como la apertura de un lugar de enlace, zona de intersección a partir de la cual es posible plantear otra modalidad de intervención acorde a la lógica del tratamiento de este sujeto singular. En este marco surge la idea de buscar para L. un AT, pensando en incluir alguien que pueda brindarle la contención que la familia ya no puede darle, sosteniendo su estadía en Río III a fin de hacer posible que sigamos alojándola en el tratamiento. Los miembros del equipo no conocemos personas formadas en AT en nuestra ciudad. Se sugiere el nombre de una estudiante de Psicología, se la convoca y ella acepta el desafío. Se propone un esquema de trabajo de 2 horas diarias los días que L. no tiene terapia y una salida los fines de semana cada quince días. La supervisión de la AT será quincenal, en la cual participará una segunda psicoanalista, con quien se discutió originalmente el caso. Se plantean como principales objetivos de la intervención de la AT: Disminuir las tensiones generadas entre L. y su familia, propiciando la moderación de sus relaciones; Posibilitar que la paciente comience a acceder a todo aquello que sola parece “no poder”, paliando la distancia que la separa de todo lo perdido; Abrir un espacio que permita desarrollar una noción de futuro, detectando y estimulando intereses y motivaciones a partir de los cuales trazar un proyecto de vida. En el marco de trabajo así planteado surge la necesidad de que la AT acompañe a L. al pueblo donde viven sus hijos para que pueda estar presente en la comunión de uno de ellos. El acompañamiento se había iniciado en febrero y el viaje lo realizan los primeros días de abril. L. regresa con una mejoría notable. A partir de allí decide viajar nuevamente, sola esta vez. Comienza a conducir su auto y toma una nueva decisión: va a vivir con sus hijos de viernes a lunes y va a viajar a Río III de martes a jueves para continuar su tratamiento, incluyendo los encuentros con la AT. Mientras ella está en el pueblo, el esposo, que le ha pedido el divorcio, vive en casa de la madre. A partir de ese momento L. continúa sosteniendo, tanto su tratamiento en Río III como su espacio de madre en el pueblo. A fines de mayo, coincidiendo con su cumpleaños número 44, el marido intenta que ella firme el divorcio sin la asistencia de su abogado. No lo hace, pero esto la conmociona y dispara una nueva crisis. Al cabo de dos semanas de permanecer en Río III, levantándose de la cama sólo para asistir al consultorio de la analista y para recibir a su AT, se programa un nuevo viaje que realizará con la AT. Cuando regresan del pueblo es la AT quien llama muy angustiada a quienes dirigen el tratamiento pidiendo que busquen otra persona ya que ella no puede continuar con este trabajo... Tiene “demasiadas ocupaciones y teme enfermarse”. Entendemos que un fuerte sentimiento contratransferencial impulsa a la AT a “abandonar” a L.. Ella también siente que no puede seguir alojándola, sino al costo de su propia salud. Un interrogante se abre ineludible: ¿qué ha fallado en el planteamiento de esta estrategia? Hallamos que la AT se ha sentido sola ante el abordaje del caso y esto nos permite comprender que los espacios de supervisión propuestos para el acompañamiento se habían transformado en espacios de supervisión de la paciente en sí. Es decir, si bien se discutían aspectos relativos a la dirección de la cura, no se abría una legítima escucha de la acompañante y las problemáticas que en ella disparaba el trabajar en el caso. Esta importante falla en la supervisión no sólo exponía a la AT a consecuencias relativas a su propia subjetividad. También potenciaba las dificultades propias de la ausencia de una formación específica en el tema. Colocada en un lugar en el cual constantemente se le requerían respuestas inmediatas la AT confrontaba sus dificultades para articular intervenciones adecuadas, sin recibir muchas veces por parte del equipo de supervisión una dirección precisa para su trabajo. A modo de conclusión, para abrir un nuevo intersticio... ...es a partir de la clínica y de sus bordes donde planteamos la necesidad de pensar, caso por caso, la inclusión del AT en la lógica del tratamiento de ciertos pacientes. Pero es a partir de las dificultades con las que tropezamos en el desarrollo de esta experiencia que planteamos la necesidad de valorizar la función del AT delimitando un espacio de trabajo en el cual se hacen imprescindibles profundizar el desarrollo tanto de la práctica como de la investigación.