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LA PAZ SCHOOL. ESTUDIOS SOCIALES. 9º año. TEMA: LA GUERRA DE LOS 100 AÑOS. Ubicación en tiempo y espacio y sus primeros acontecimientos. La Guerra en la Edad Media Principios y fundamentos ideológicos La imagen difundida entre el gran público en nuestros días respecto a la guerra medieval es un puñado de tópicos donde se entremezclan caballeros de brillantes armaduras, duelos en los que el honor constituía un principio básico, eventos y hazañas heroicas que inspiraron los cantares de gesta y a los trovadores que los interpretaban, alimentando la imaginación aún hoy en día de un buen número de personas. Tales tópicos parecen haber desviado a la opinión general del hecho de que el fenómeno bélico debía ser tan cruel, cruento y desagradable como lo es actualmente, si no aún más, pues si bien hoy en día el poder de destrucción de una fuerza militar y de su armamento es exponencialmente mayor que en aquellos tiempos, la guerra se hallaba plenamente integrada en la realidad del medioevo, mientras que hoy en día la guerra es considerada un fenómeno extraordinario y, por regla general, desaconsejable. Para el período en el que ahora nos introducimos, en cambio, la fuerza física parecía ser el elemento esencial para dirimir cualquier litigio por mucho que el mismo se ciñera a un espacio territorial de pequeño tamaño. La violencia y el combate, por tanto, eran un baremo de estatus como podía serlo la propiedad de la tierra. El ejercicio de la guerra era un factor de distinción social. Los preceptos bélicos medievales tanto de carácter teórico como práctico procedían en su mayoría de los textos grecolatinos. En este contexto se observa el origen y continuidad de esta tradición en los tratados bizantinos, quizá los más completos, de los cuales aunque se han recuperado pocos, fueron copiados asiduamente a partir del siglo XVI en medio de la resurrección del interés por el fenómeno bélico que acompañó al Renacimiento. Las obras publicadas en la zona oriental del Mediterráneo durante la Alta Edad Media muestran un interés didáctico palpable, pues se acompañaba el texto de ilustraciones minuciosamente dibujadas, lo que representa una baza a favor de lo que en ellas se refleja. Las ilustraciones, por regla general, completaban la explicación del manejo y características de pesadas y complejas máquinas de guerra. Un ejemplo ilustrativo constituye el texto de Flavio Vegecio Renato, oficial del siglo IV d. C. Su obra Re militari, fue ampliamente traducida, copiada adaptada y divulgada: aún hoy se conservan 300 ejemplares manuscritos, que constituyen tan sólo una parte de los que, con toda seguridad, dispusieron sus contemporáneos. Su presencia en bibliotecas reales y nobiliarias indica que la lectura debería ser obligada para mandos militares. La densidad y especificidad de la misma dan a entender que estuvo pensada para el estudio reposado y en detalle antes que para la consulta rápida. Esto, no obstante, también puede relativizarse si tenemos en cuenta que existieron ediciones de lujo para un público muy exclusivo, destinadas a reposar en los anaqueles de las bibliotecas y, por otra parte, ediciones de pequeño formato, considerablemente más ligeras, lo que lleva a pensar. También, que la obra estuviera a disposición de los militares para transportarla en campaña. No disponemos de un volumen de cultura y material arqueológico suficientemente rico por la propia naturaleza perecedera del hierro y de la madera, componentes básicos del armamento ofensivo y defensivo. Nuestras fuentes de información serán, por tanto, las miniaturas de los códices. Sin embargo, por esmerada que sea la factura de la ilustración, el detalle no tiene por qué -y de hecho rara vez solía- estar en concordancia con la realidad, no siendo extraño que la narración de una batalla o guerra pretérita estuviera ilustrada con miniaturas donde se reflejaban armaduras e ingeniería militar contemporáneas al autor. La fiabilidad de la miniatura se elevará, por ello, en su contraste con los textos manuscritos. Evolución de la técnica, el armamento y la estrategia Fue en los estados de Flandes y en el norte de Italia donde se observa el papel de la infantería en la mayor parte del mundo europeo occidental durante la Edad Media. A partir de 1300 la infantería adquirió en estos territorios no sólo un peso específico sino también una identidad corporativa que conllevó un cuestionamiento de la superioridad de la caballería en el orden social establecido. El desarrollo de las denominadas armas de proyectil como el arco y la ballesta y en un periodo tardío la pólvora, sellaron la mayor efectividad de la infantería que, gracias a estos artefactos, podía derribar con facilidad a un jinete, en principio mejor armado y protegido. Ello supuso que a partir del siglo XIV un buen número de caballeros pusieran en evidencia su estatus acudiendo montados a caballo a la batalla para descabalgar justo antes de comenzar la misma. De este modo contaban con mayores garantías para aguantar en pie sin causar baja. La preferencia por el combate a pie caracterizó al soldado escandinavo durante la Alta Edad Media. Este modelo se extendió con éxito por la Península de Jutlandia y el norte de lo que actualmente es Alemania siendo más valorados los infantes que procedían de esta zona, dato a tener en cuenta considerando que no usaban armas arrojadizas ni de proyectil, decantándose por hachas largas y el angos, una lanza de longitud media destinada preferentemente a ser clavada en el cuerpo del enemigo o en su escudo durante los combates cuerpo a cuerpo. No obstante, por lo que a Bizancio respecta, la infantería pesada llevaba la armadura de los jinetes y lanzas o jabalinas, siendo conocidos como los antesignani. Estos iban en el centro y los flancos eran guardados por otro tipo de infantería pesada. Detrás de sus líneas, marchaban honderos y arqueros encargados no sólo de vigilar la retaguardia sino de despejar el camino en la medida de lo posible a los antisignati, causando al enemigo las mayores bajas posibles antes de iniciarse el cuerpo a cuerpo. Tanto las tribus germánicas -visigodos, vándalos, alanos- como más tarde los hunos, acabaron con la tendencia romana de disponer de la caballería como cuerpo auxiliar. Las tribus de estos pueblos mencionados hacían que la caballería encabezara el destacamento, dando órdenes y dirigiendo a la infantería. La caballería se perfilaba entonces como una fuerza imprescindible para romper las líneas enemigas y quebrar la resistencia de su infantería. Consciente de ello, siglos después, Carlos Martel comenzó una reforma de la caballería para dotarla de armamento más pesado, proceso que continuaría Pipino el Breve, fundador de la dinastía carolingia. La aparición de la llamada caballería acorazada, extendida después a las tropas de Carlomagno y a la caballería normanda, fue posible gracias a la invención y generalización del uso del estribo, lo que dotaba al jinete y a su montura de una estabilidad que le permitía cargar un mayor peso y blandir adecuadamente su arma antes de descargar el golpe sin exponerse tanto a caer de la montura. Tan impresionados por este tipo de caballería quedaron los mandos militares islámicos que a partir de la segunda mitad del siglo VIII el número de efectivos a caballo en sus ejércitos aumentó en proporción geométrica, hasta superar muy ampliamente a la infantería. La evolución de la caballería pesada culminó con la aparición de la armadura completa. Los primeros testimonios que hablan de esta forma de protección datan de finales de la primera mitad del siglo XIII y se sabe que a principios del siglo XIV su uso estaba generalizado, muy especialmente, en los ejércitos inglés y francés. Ello es indicativo de que las victorias atribuibles a la caballería habrían disminuido drásticamente y la mejora de las armas de proyectil, así como la introducción de otras nuevas, hacia más fácil que se pudiera atravesar la cota de malla.Parecía que se pretendía preservar a toda costa la vida del caballero no tanto por motivos prácticos sino de prestigio personal, evitando que se produjera su muerte a manos de infantes, por regla general de inferior consideración social. La experiencia en el campo de batalla era lo único a lo que podía aferrarse un general para vencer en el campo de batalla de la Europa occidental feudal. Si los generales no se adaptaban instantáneamente al enemigo y a las circunstancias que imponía la batalla, el castigo a sus errores era la masacre de sus hombres y la conquista del territorio que defendía. La victoria y la derrota, por tanto, quedaban a merced de la improvisación y de las innovaciones militares que se habían producido hasta ese momento. Era preciso hacer frente a los pueblos germánicos y a los hunos, que, como ya hemos señalado, usaban la caballería como fuerza de choque y se organizaban en tribus; se luchó, más tardíamente, con soldados islámicos, mayoritariamente a caballo, armados ligeramente y por ello rápidos en extremo y, también, hubieron de medirse con los escandinavos, cuya mayor novedad era aparecer como infantes transportados en navío. Salir airoso de todo ello era producto de un bagaje de experiencia y un incentivo para idear las respuestas adecuadas a las nuevas amenazas que se habían presentado recientemente. A partir del siglo XII en adelante, aproximadamente, se cuenta más habitualmente con garantías añadidas que aseguraban la batalla como la oportunidad de elegir el terreno por parte de un general y, una vez dado este factor, la sorpresa o simplemente el ataque dirigido contra el flanco más débil de la formación enemiga. Para poder contar con estas bazas, se prefirió el combate a pequeña escala, en forma de batallas rápidas y escaramuzas, como quedó patente en la Guerra de los Cien Años. Guerra, ejércitos y su relación con el poder político y administrativo Desde la caída del Imperio romano a la Baja Edad Media asistimos a una presencia masiva de la infantería en el campo de batalla, independientemente de que en amplios contextos, donde se producían choques con pueblos germánicos, ésta no fuera predominante como hemos apuntado anteriormente. En la Alta Edad Moderna, para el caso de Bizancio, el asedio aún no constituía la técnica fundamental de conducir la guerra. Belisario derrotó a los vándalos en la batalla de Tricamerón (535) cayendo así su reino en manos imperiales tras una muy contundente ofensiva, por lo que el asedio resultó completamente superfluo, incluso a la hora de capturar ciudades fortificadas a conciencia en el norte de África. Sin embargo, el dominio de la Península Itálica estuvo a merced de estudiados asedios que destacaron por la persistencia en los mismos, siendo necesarias dos décadas para rendir las principales ciudades de esta área al poder bizantino. La movilización masiva de la infantería y los asedios prolongados fueron la tónica general en el debilitamiento de del Imperio bizantino, lo que sumado a las campañas contra los ostrogodos en el 552 y contra el Imperio Persa en el 628 facilitarían considerablemente la conquista de la región oriental del Imperio por los ejércitos islámicos de los siglos VII y VIII, cuando éstos últimos se apoderaron de Palestina, Siria, Egipto y, posteriormente, una parte de la Península Itálica. Pese al desgaste, a mediados del siglo IX, Bizancio demostró ser capaz de poner en pie un ejército de 120.000 hombres, otro de campaña de 25.000 y, finalmente, otro ejército provincial de hasta 55.000 efectivos. Esto fue posible apoyándose en una base demográfica de unas 8 millones de personas. Las dificultades, por tanto, parecen señalar una tendencia a que estados no consolidados ni suficientemente unificados pusieran en liza grandes ejércitos, lo que a la larga supondría la conquista del territorio romano oriental por tropas musulmanas así como la fragmentación del Imperio carolingio en múltiples estados. Si el peso de la infantería fue significativo y la mayoría de las veces preponderante desde principios de la Edad Media, no es menos cierto que, a partir de la Baja Edad Media, la caballería no sólo no se mantiene en un plano secundario sino que afirma su importancia. Durante la Guerra de los Cien Años, generalmente fechada entre 1337 y 1435, los franceses recurrieron a la caballería para atacar a los ingleses en Crécy, en 1346, y Poitiers, en 1365. Los ingleses prefirieron basar su defensa en la infantería al verse obligados a desmontar para resistir la carga de la caballería manteniendo una formación compacta, lo que hizo que, transcurridos los primeros momentos del combate, Inglaterra pudiera pasar a la ofensiva, utilizando la caballería para llevar a cabo devastaciones sistemáticas de las principales fuentes de riqueza del territorio francés así como de sus infraestructuras. Ello llevaría a Eduardo III a ampliar su soberanía sobre territorios que abarcaban una tercera parte de Francia en 1360. Se estaba imponiendo esta vez un modelo basado en fuerzas militares considerablemente más pequeñas que aquellas que fueron movilizadas en la Alta Edad Media, reclutadas ahora y conforme nos acercamos al siglo XV entre la población autóctona a cambio de un sueldo en reinos de gran tamaño como Francia e Inglaterra -la relajación de los vínculos feudovasalláticos en materia de guerra obligaban a ello- o, en el caso de estados de menor tamaño, al reclutamiento de soldados foráneos, en definitiva, mercenarios. No podemos descartar por otra parte que el debilitamiento de este vínculo feudovasallático en caso de guerra estuviera directamente relacionado con la centralización del poder político y administrativo en manos de un monarca u otro modelo análogo de soberano que, en el siglo XVI, daría lugar al surgimiento del llamado primitivo Estado moderno. Historia de la Guerra de los Cien Años Introducción Se da el nombre de Guerra de los Cien Años al largo conflicto que sostuvieron los reyes de Francia e Inglaterra entre 1337 y 1453. En realidad fue una extensa serie de choques militares y diplomáticos, caracterizada por breves campañas bélicas y largas treguas. No fue, por tanto, un estado de guerra permanente, aunque las prolongadas y frecuentes treguas se veían continuamente salpicadas de escaramuzas al estilo de la guerra de guerrillas, y las maniobras diplomáticas más tradicionales estaban al orden del día. Se inició en medio de condiciones feudales y por causa de un litigio típicamente feudal; y terminó en guerra entre dos países que se estaban convirtiendo rápidamente en naciones bajo la administración centralizada de sus respectivas monarquías. El origen de la Guerra de los Cien Años Sin embargo, las raíces de la Guerra de los Cien Años se remontan a la conquista del trono inglés por Guillermo el Conquistador en 1066. Como duque de Normandía, Guillermo -y, posteriormente, sus herederos- participaba tan activamente en la política feudal de Francia como en el gobierno de Inglaterra. Tanto económica como culturalmente, Inglaterra se había convertido en colonia de Normandía, y los intereses de los nuevos reyes "ingleses" seguían firmemente asentados en Francia. Esta situación se acentuó a partir de 1154, al acceder al trono de Inglaterra Enrique de Anjou, fundador de la dinastía angevina o Plantagenet. En su condición de conde de Anjou, duque de Normandía y de Aquitania, y ahora, como Enrique II de Inglaterra, este monarca tenía un pie firmemente plantado a cada lado del Canal. Según los principios feudales, Enrique y, después de él, sus hijos Ricardo y Juan, eran vasallos de la monarquía francesa, que era el poder central; pero el enorme poderío derivado del dominio de las riquezas y de los recursos humanos de Inglaterra, hizo de los primeros Plantagenet todo menos vasallos sumisos del rey de Francia. Crecimiento del poderío francés Los primeros años de este "imperio angevino" coincidieron con un crecimiento sin precedentes del poder y el prestigio de los monarcas franceses. En 1202, el rey Felipe Augusto de Francia convocó al rey Juan de Inglaterra a su corte de París, en relación con el pretendido incumplimiento por parte de este último de sus obligaciones como señor feudal de Aquitania. En base al principio de que las tierras de Francia eran poseídas por sus señores sólo en su condición de vasallos del rey de Francia, Felipe Augusto desposeyó a Juan de todas sus posesiones francesas. Naturalmente, la medida fue seguida de una serie de guerras. Hasta la firma del Tratado de París, de 1259, no pudo llegarse a una solución aceptable. El rey de Inglaterra pudo reasumir sus derechos en Aquitania, pero con la condición expresa de que lo hacía como vasallo del monarca francés. En 1294 se inició un nuevo período de actividades militares esporádicas, interrumpidas por largas y complejas negociaciones diplomáticas, que culminaron con la desposesión parcial de Aquitania. Los franceses se negaban a limitar la soberanía de su rey sobre dicha región para dar satisfacción a los ingleses. Estos, por su parte, sostenían los derechos de su rey a la plena soberanía. La siguiente fase de este conflicto se inició en 1337, cuando Felipe VI de Francia decretó una vez más la desposesión del ducado de Eduardo III de Inglaterra y organizó una campaña militar para apoderarse de las tierras por la fuerza. Esta es la fecha que se toma como inicio de la guerra de los Cien Años. La magnitud del conflicto pronto se incrementó cuando Eduardo se proclamó rey legítimo de Francia, en 1340, e invitó a los nobles franceses a reconocer su derecho. De este modo, la disputa sobre Aquitania se convirtió en una guerra por la sucesión de Francia. Este conflicto entre dos monarcas por la posesión de un reino se complicó aún más por el resentimiento que los nobles franceses venían manifestando desde hacía largo tiempo por la intromisión del gobierno central en su esfera de poder. Y Eduardo era lo suficientemente astuto para capitalizar ese resentimiento. Les hizo ver que sus esfuerzos eran la lucha de un señor francés que, al mismo tiempo, resultaba ser rey de Inglaterra, frente a la política expansiva de una serie de reyes cada vez más poderosos. Y, efectivamente, logró el reconocimiento de sus derechos en algunos círculos. Por tanto, a partir de 1340, existieron dos reyes de Francia. La Batalla de Crécy Las famosas batallas de Crécy (1346) y de Poitiers (1356) se produjeron de modo casi fortuito. Crécy rindió escasos frutos a Eduardo, excepto, indirectamente, el puerto de Calais y sus alrededores. Poitiers culminó con la captura del rey Juan II de Francia, aunque, curiosamente, este acontecimiento tuvo escasas consecuencias prácticas. Sin embargo, el efecto de estas dos victorias sobre el prestigio de Eduardo fue tal, que en 1359 se encontraba en una posición extremadamente fuerte. En 1359, Eduardo había conseguido el apoyo de varias facciones en los ducados de Flandes, Normandía y Bretaña, y estaba negociando la adhesión del duque de Borgoña. Además, seguía teniendo al rey de Francia como prisionero. En ese momento Eduardo propuso una tregua, bajo cuyos términos le sería cedida toda la mitad occidental de Francia, además de un cuantioso rescate por el rey Juan. Cuando los franceses, en un derroche de valor, rechazaron tales términos, Eduardo reunió un poderoso ejército y montó una campaña que, según esperaba, iba a resultar decisiva. Esta ofensiva inglesa fracasó estrepitosamente. Como consecuencia de ello, se firmaron los tratados de Brétigny y Calais (1360), que fueron los primeros acuerdos destinados a poner fin a la guerra. Según estos tratados, Francia reconocía la plena soberanía de Eduardo sobre una Aquitania bastante más extensa que antes. A cambio, Eduardo renunciaba a todo derecho a la corona de Francia. Este fue el primero de dos puntos culminantes del conflicto. Poco después, los protagonistas del drama volvieron a las andadas. Eduardo retiró su renuncia a los derechos sobre la corona francesa, y el rey de Francia, en represalia, se negó a declinar su soberanía sobre Aquitania. En consecuencia, la guerra se reanudó. Hacia 1375, Carlos V de Francia había conseguido hacer retroceder a las fuerzas de Eduardo casi hasta el Canal. Todo lo que este rey había conseguido conservar era Calais, una franja costera que incluía Burdeos y Bayona, y unas pocas fortalezas sitiadas en Bretaña y Normandía. A principios del siglo XV, los ingleses tuvieron una nueva oportunidad de apoderarse de gran parte de Francia, por no decir de todo el país. La ocasión fue el estallido de una guerra civil o, más concretamente, un conflicto armado entre los duques de Borgoña y de Orleans. Carlos VI, que había accedido al trono de Francia en 1380 a la edad de once años era un enfermo crónico incapaz de gobernar efectivamente. En el vacío de autoridad así creado sus ducales tíos rivalizaban por el poder personal y por adquirir una influencia dominante sobre la administración central. Fieles al espíritu de la política feudal francesa, ni el duque de Borgoña ni el de Orleans tuvieron escrúpulo alguno en buscar la ayuda inglesa. Después de haberse asegurado la neutralidad benevolente del primero, Enrique V desembarcó cerca de Harfleur en 1415. Sin embargo, la supuestamente gloriosa victoria que obtuvo en Agincourt poco después resultó ser poco más que una desesperada acción de retaguardia para cubrir su retirada. Enrique regresó con un nuevo ejército en 1417, encontrando esta vez mejor suerte. Mientras se dedicaba a conquistar Normandía, fortaleza por fortaleza, su reticente aliado, el duque de Borgoña, sitió y se apoderó de París. Cuando el duque fue asesinado en 1419, su sucesor decidió concertar una alianza formal con Enrique. Este acuerdo llevó directamente al tratado de Troyes, de 1420. Fue el segundo punto culminante, al menos aparentemente, de la prolongada guerra. Con arreglo al tratado de Troyes, Enrique debía ser reconocido rey legítimo de Francia cuando quedase vacante el trono por la muerte de Carlos. Parecía que todo lo que le quedaba por hacer a Enrique era completar la conquista de aquellas regiones que todavía se resistían al avance de los ejércitos ingleses. Una vez más, los sueños de Eduardo III de crear un imperio que abarcara toda Francia e Inglaterra parecían a punto de realizarse. Pero Enrique V murió unos meses antes que el incapaz Carlos, por lo que el tratado de Troyes nunca entró en vigor. El pequeño Enrique VI fue coronado rey tanto de Inglaterra como de Francia, y los ejércitos ingleses prosiguieron la conquista del norte y del sudoeste de Francia. Pronto resultó evidente que, si lograban apoderarse de Orleans y cruzar el Loira, sería militarmente imposible cortar su avance por el resto de Francia. Pero fue precisamente en Orleans, en 1429, donde el signo de la guerra cambió finalmente en favor de Francia. Estando Orleans sometida al tenaz asedio de los ingleses, apareció en escena la enigmática figura de Juana de Arco. A la cabeza de los ejércitos franceses, Juana levantó el asedio y convenció al Delfín, hijo mayor del fallecido Carlos VI, para que se hiciera coronar en Reims como rey Carlos VII de Francia. El país recobró su aliento, porque otra vez tenía un rey, así como un general victorioso. A partir de entonces, las posiciones inglesas fueron deteriorándose continuamente; Borgoña se sometió nuevamente a la casa real francesa en 1435, y París fue por fin reconquistado al año siguiente. Sólo en 1449 Carlos se sintió lo suficientemente fuerte para pasar a la ofensiva. Cuando lo hizo, reconquistó rápidamente Maine y Normandía. Burdeos, la última plaza fuerte inglesa en Aquitania, cayó finalmente a manos de los ejércitos de Carlos en 1453. Eso significó el fin efectivo de la presencia inglesa en Francia, por lo que la fecha es considerada como el final del centenario conflicto. Aparte de confirmar a la dinastía Valois como casa reinante de Francia, y de forzar a los Plantagenet a ser más "ingleses" que antes, la guerra produjo otros efectos importantes a largo plazo. La guerra se había desarrollado exclusivamente en Francia, dejándola empobrecida y despoblada. El resurgimiento francés, durante la guerra y después de ella, sólo podría conseguirse bajo una administración central fuerte, y toda Francia reconoció esta realidad. Los reyes de Francia, en aras de esa necesidad de contar con un gobierno central fuerte, pronto llegaron a adquirir poderes que habrían de desembocar en la monarquía absoluta de tres siglos después. Antes de la guerra, Francia era un mosaico de ducados y condados casi independientes, frecuentemente en conflicto unos con otros o con el rey. Sus duques y condes, así como el pueblo, tenían muy poca conciencia de ser "franceses". Después de la guerra, apareció un embrionario sentido de unidad nacional, bajo la bandera del rey de Francia y de todos los franceses. El viejo estilo feudal había desaparecido para siempre. La Paz School Estudios Sociales, 9º año. Tema: LA GUERRA DE LOS 100 AÑOS. Arans Guevara J. La Guerra de los Cien Años Como Guerra de los Cien Años se conoce al enfrentamiento bélico que sostuvieron Francia e Inglaterra durante gran parte de la Baja Edad Media. Auténtica sucesión de conflictos, esta pugna acabó arrastrando a otros reinos occidentales, por lo que puede ser considerada como la primera gran guerra internacional europea. La reclamación de los derechos de Eduardo III de Inglaterra (1327-1377) al trono de Francia ha sido considerada tradicionalmente el origen de la guerra. Sin embargo, esta coartada o pretexto dinástico, que en ocasiones sí impulsó el conflicto, fue sólo una de sus causas, y no la primera. En la génesis de esta prolongada guerra convergen diferentes razones político-económicas: la principal fue el control de la rica Guyena o Gascuña, último reducto francés del Imperio Angevino de Enrique II Plantagenet (1154-1189), lo que convierte esta guerra en el último episodio de la secular pugna Capeto-Plantagenet por el dominio de Francia. Guyena era feudo inglés, pero los reyes de Francia consideraban que, como soberanos feudales, tenían derecho a intervenir en sus asuntos internos. Esta inadaptación feudal a las nuevas circunstancias políticas y económicas generaría permanentes incidentes, como las confiscaciones francesas de Guyena en 1294 y 1323. La hostilidad anglo-francesa se agudizó debido a los conflictos periféricos menores, como el apoyo francés a Escocia contra la hegemonía inglesa, el control del estratégico ducado de Bretaña y la cuestión sucesoria de Artois. Sin embargo, la chispa del conflicto fue Flandes, otra fuente de disputas debido a la peligrosa contradicción existente entre su dependencia económica de la lana inglesa y su subordinación feudal a los reyes de Francia, problema agravado por la lucha social entre la nobleza profrancesa y los grupos urbanos proingleses. Tras el sometimiento de la rebelión de las ciudades flamencas en la batalla de Cassel (1328), el conde de Flandes Luis de Nevers y Felipe VI de Francia se aliaron en perjuicio de los vitales intereses ingleses en la zona, a lo que respondió Eduardo III con una medida explosiva: en 1336 prohibió las exportaciones de lana inglesa a Flandes, arruinando a los artesanos flamencos. Un año después Felipe VI procedió a la tercera confiscación de Guyena. Eduardo III rompió entonces el homenaje prestado en 1329 y reclamó el trono de Francia. La cuestión dinástica, menor hasta esa fecha, adquirió entonces un papel esencial al convertirla Eduardo III en la única forma de asegurar el vital dominio inglés sobre Guyena. Será Eduardo III quien tome la iniciativa y mantenga Flandes como primer escenario del conflicto. En 1339 los flamencos se rebelaron contra el conde Luis de Nevers, encabezados por Jacobo van Artevelde, gran burgués de Gante, quien reclamó la presencia del monarca inglés. Este desembarcó en Flandes y se proclamó rey de Inglaterra y Francia. Poco después la flota francesa fue derrotada por los ingleses en L'Ecluse (junio de 1340). Sin embargo, falto de recursos y de apoyo diplomático, Eduardo III no pudo explotar este primer triunfo y firmó una tregua en Esplechin. Tras comprobar que no derrotaría a Francia desde Flandes, el monarca inglés abrió otros frentes. Un problema sucesorio surgido en 1341 en el ducado de Bretaña degeneró rápidamente en guerra civil entre Carlos de Blois, sobrino de Felipe VI, y Juan de Montfort, apoyado por Inglaterra. Eduardo III necesitaba la seguridad del eje económico Canal de la Mancha-Gascuña por lo que la apertura del segundo frente bretón era para el rey de Inglaterra una necesidad lógica. Franceses e ingleses aprovecharon Bretaña como laboratorio militar, internacionalizando el conflicto bretón. Finalmente, en enero de 1343, se acordó la tregua de Malestroit. Sin un vencedor claro, Bretaña quedó dividida, pero Eduardo III logró asegurarla como base militar inglesa. En 1345 se reabrieron todos los frentes. Eduardo III estrechó su alianza con Jacobo van Artevelde, pero la crisis económica de Flandes desembocó en su asesinato, la retirada inglesa de la zona y la restauración pro-francesa de la mano del conde Luis de Male (1346-1384). Eduardo III llevó entonces la guerra a la propia Francia. En julio de 1346 una pretensión feudal del noble normando Godofredo de Harcourt fue apoyada por el rey inglés, quien desembarcó en Normandía con un ejército pequeño y potente formado por poca caballería y muchos arqueros y cuchilleros. Marchando en cabalgada, los ingleses saquearon Caen, amenazando Rouen y la propia París, pero, sin fuerzas suficientes, se replegaron hacia el norte perseguidos por el ejército de Felipe VI. El esperado gran choque anglo-francés tuvo lugar en Crécy-en-Ponthieu (25 de agosto de 1346): los arqueros de Eduardo III y su hijo Eduardo de Gales (el Príncipe Negro) destrozaron a la indisciplinada y valerosa caballería francesa apoyada por ballesteros genoveses, inaugurando una nueva época en el arte militar. Explotando su victoria, Eduardo III asedió Calais. El rey David II de Escocia, aliado con Felipe VI, invadió Inglaterra desde el Norte, pero fue derrotado por los ingleses en la batalla de Neville's Cross (17 de octubre de 1346). Poco después Calais se rindió e Inglaterra obtuvo una estratégica cabeza de puente en el continente, clave para el futuro de la guerra. Como colofón a sus victorias, y siguiendo el ejemplo de Alfonso XI de Castilla, Eduardo III fundó en 1348 la caballeresca Orden de la Jarretera (The Most Noble Order of the Garter). Entre 1346 y 1355 las dificultades económicas y la propagación de la Peste Negra disminuyeron mucho la tensión de la guerra. Sin embargo, Eduardo III culminó sus victorias derrotando a una flota castellana en Winchelsea (1350), respuesta a la inclinación francófila adoptada por Castilla a finales del reinado de Alfonso XI y consolidación de la hegemonía naval inglesa lograda en L'Ecluse (1340). En 1350 murió Felipe VI dejando a Francia derrotada y sumida en una profunda crisis interna. Político mediocre y exaltado defensor de la caballería, Juan II el Bueno (13501364) no era la persona adecuada para resolver la gran crisis militar, política, económica y demográfica que padecía Francia, aunque al principio tomó decisiones prometedoras, como la reforma del ejército y la fundación de la Orden de la Estrella (1351). El conflicto bélico continuó en tono menor. Protagonizada por compañías de mercenarios -routiers- que se vendían al mejor postor, la guerra carecía de grandes estrategias, y se convirtió en una agotadora depredación y destrucción de los recursos de Francia. El principal problema de Juan el Bueno fue Carlos II de Evreux, rey de Navarra (1349-1387). Nieto de Luis X y gran señor francés, el monarca navarro combinó sus aspiraciones al trono de Francia con el liderazgo de un partido nobiliario opuesto al poder real y con sus ambiciones territoriales al calor de la guerra. Jugando con la amenaza de una alianza con Eduardo III (así obtuvo la mitad de Normandía y Champaña a costa del rey en el tratado de Mantes de 1354), Carlos el Malo se convirtió en el árbitro de la situación francesa. Reanudadas las hostilidades, en el otoño de 1355 el Príncipe Negro ridiculizó a Juan II atravesando dos veces el Midi sin resistencia, mientras Eduardo III aseguraba la frontera escocesa. Juan II quiso prevenirse de las intrigas de Carlos II de Navarra y en abril de 1356 ordenó capturarle. Su hermano Felipe de Evreux pidió ayuda a Eduardo III. Desde Burdeos el Príncipe Negro dirigió una nueva cabalgada, esta vez hacia el Norte. Ingleses y franceses se encontraron de nuevo en la batalla de Poitiers (19 de septiembre de 1356), repetición de Crecy en la que el propio Juan II cayó prisionero. El desastre militar sacó a la superficie todo el descontento contenido hasta entonces en Francia. Preso el rey en Inglaterra, el gobierno fue asumido por su hijo Carlos. El delfín, enfermizo y desprestigiado en Poitiers, tuvo que enfrentarse entre octubre de 1356 y mediados de 1358 a una crisis abiertamente revolucionaria que puso a prueba la estabilidad de la monarquía francesa. Al control del gobierno real por los Estados Generales de Languedoïl y Languedoc (1356 y 1357), los estragos causados por las bandas descontroladas de "routiers" y la liberación y nuevas maniobras de Carlos II de Navarra, se sumaron la insurrección de los burgueses de París encabezados por el preboste (funcionario público) de mercaderes Etienne Marcel y el estallido en el noreste de la revuelta campesina de la Jacquerie. La victoria final del hábil delfín se debió a que se enfrentaba a "fuerzas y poderes locales reflejo del regionalismo de Francia" con intereses totalmente diferentes. Superadas estas conmociones internas, el agotamiento de ambas partes condujo a los acuerdos de Brétigny-Calais (octubre de 1360): Eduardo III renunció a sus pretensiones al trono de Francia a cambio de extensos territorios. Aunque el tratado de Brétigny-Calais fue un éxito francés, sus durísimas condiciones, que suponían el dominio inglés sobre un tercio del reino, sancionaron el indiscutible triunfo de Inglaterra en la primera fase de la Guerra de los Cien Años. Por la misma razón, la paz anglo-francesa de 1360 estaba condenada a no durar mucho. Entre 1365 y 1389 el horizonte geográfico de la Guerra de los Cien Años se amplió a toda Europa Occidental. La entrada de los reinos hispánicos en el conflicto respondió a la proyección del conflicto anglo-francés sobre los reinos peninsulares, pero también a la condición de grandes potencias que estos reinos peninsulares -sobre todo Castillahabían alcanzado a mediados del siglo XIV. El caballeresco Juan II de Francia murió en 1364. Su hijo Carlos V (1364-80), enfermizo, culto y más burócrata que guerrero, fue un brillante político que supo escoger colaboradores capaces -los nobles Felipe de Borgoña (1365) y Flandes (1384) y Luis de Anjou; los teóricos Raúl de Presles, Felipe de Mézières y Nicolás de Oresme; y los militares Bertrand du Guesclin y Juan de Vienne- con los que ejecutar con éxito un proyecto político concreto: la revisión del tratado de Brétigny. Esta labor comenzó pronto. La crisis sucesoria de Borgoña permitió a Carlos V eliminar del escenario político a Carlos el Malo, derrotado en la batalla de Cocherel, aunque no pudo impedir la independencia de Bretaña (1364). Libre de Carlos II, en 1365 Carlos V debía evitar el azote de las bandas de "routiers" desempleadas tras la paz. La situación de la Península Ibérica le brindó la oportunidad de planear una atrevida solución. A mediados del siglo XIV, la Castilla de Pedro I (1350-1369) y la Corona de Aragón de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387) iniciaron la carrera por la hegemonía peninsular. Esta lucha culminó en la llamada Guerra de los dos Pedros (1356-1369), donde quedó de manifiesto que la Corona de Aragón -con menor población y recursos, y muy afectada por la Peste Negra- no podía resistir la superioridad política, económica y militar de Castilla ni en tierra ni, por primera vez, tampoco en el mar (ataque naval castellano a Barcelona en 1359). Para debilitar a su rival, Pedro IV había apoyado desde 1356 la rebelión de la nobleza castellana dirigida (desde 1354) por el infante Fernando de Aragón y, después, por el conde Enrique de Trastámara y sus hermanos, hijos bastardos de Alfonso XI. La revuelta, consecuencia de la dura política autoritaria de Pedro I -de aquí su sobrenombre de Cruel y Justiciero-, acabó con la oposición nobiliaria diezmada o expulsada. La victoria real hizo que los Trastámara, refugiados en Francia, proyectaran el destronamiento de Pedro I, al que acusaron de cruel, tirano y amigo de judíos y musulmanes. Otra de las claves de esta situación era la posición de Castilla respecto al conflicto anglo-francés. Mediante una política de neutralidad activa, Alfonso XI había querido compaginar la tradicional alianza con Francia establecida desde Sancho IV y apoyada por la nobleza y el clero-, con el interés de la emergente marina castellana en la alianza con Inglaterra, única potencia naval capaz de garantizar la seguridad de las rutas comerciales con Flandes. La francofilia final de Alfonso XI había provocado la reacción inglesa en Winchelsea (1350). Desde 1353 Pedro I se inclinó definitivamente por la alianza con Inglaterra en beneficio de los marinos vasco-cantábricos. El agitado panorama peninsular propició la confluencia de diferentes intereses. Pedro IV de Aragón quería aliviar el peso de la hegemonía castellana y los Trastámara necesitaban a las expertas compañías francesas para derrocar a su hermanastro. Por su parte, Francia necesitaba neutralizar la peligrosa alianza anglo-castellana, obtener el apoyo naval de Castilla y eliminar la molesta presencia de los "routiers". A sugerencia de Pedro el Ceremonioso y la nobleza trastamarista, Carlos V decidió intentar una solución compleja y ambiciosa: sustituir un rey anglófilo, Pedro I, por otro francófilo, Enrique de Trastámara. A finales de 1365 la revuelta castellana se internacionalizó. Con apoyo de Carlos V y Pedro IV, Enrique de Trastámara invadió Castilla junto a los "routiers" de las "compañías blancas" francesas de Du Guesclin, y con el apoyo de la nobleza fue coronado como Enrique II (13651379). Pedro I, con respaldo portugués y nazarí, pero casi solo en Castilla, huyó a Guyena y pidió ayuda al Príncipe Negro, señor de Aquitania. Ambos acordaron el tratado de Libourne (septiembre de 1366). Eduardo de Gales se comprometió a restaurar a Pedro I a cambio del señorío de Vizcaya, y Carlos II el Malo dejaría pasar a las tropas anglo-gasconas a cambio de Guipúzcoa, Álava y parte de la Rioja. La Península se convirtió en el nuevo teatro de operaciones de los ejércitos anglofranceses. A principios de 1367 el Príncipe Negro y Pedro I entraron en Castilla y derrotaron a los trastamaristas en la espectacular batalla de Nájera (3 de abril). El rey Cruel recuperó el trono, pero se negó a cumplir el tratado de Libourne. Sin apoyo inglés, Pedro I no pudo oponerse a una nueva invasión francesa planeada por Carlos V y dirigida por Enrique II y Du Guesclin. Durante esta campaña, la alianza franco-castellana, destinada a durar un siglo, quedó suscrita en el tratado de Toledo (1368). Los trastamaristas derrotaron a Pedro I en Montiel, donde murió a manos de su hermanastro en marzo de 1369. La victoria de Enrique II supuso el triunfo de la gran estrategia de Carlos V, que desde entonces podría contar con la alianza de Castilla en su lucha contra Inglaterra. Entre 1369 y 1375 la política de "mercedes enriqueñas" con la nobleza, su capacidad militar y el equilibrio entre nobleza y Cortes permitieron a Enrique II asegurar la integridad territorial de Castilla frente a una coalición peninsular antitrastamarista (Aragón, Portugal, Navarra y Granada), garantizar su hegemonía ibérica y legitimar diplomáticamente la nueva dinastía mediante sucesivos tratados y acuerdos matrimoniales (Portugal y Navarra en 1373, Aragón en 1375). Con el apoyo de Castilla, en 1369 Carlos V se encontró en condiciones de exigir la revisión de los tratados de Brètigny. Iniciada la guerra, sus eficaces medidas militares (reparación de fortificaciones, pagos regulares a tropas, promoción de mandos competentes) permitieron resistir la embestida inglesa sobre Artois y Normandía e infligir la primera derrota campal al ejército inglés en Pontvallain (1370). Entre 1369 y 1374 Du Guesclin y el duque Luis de Anjou recuperaron la mayor parte de lo perdido en 1360 mediante una eficaz guerra de desgaste. En 1372, año crucial, Carlos V pudo contar por primera vez con la colaboración militar de Castilla, decidida a quebrar la hegemonía naval de Inglaterra: el 23 de junio la flota castellana derrotó a la inglesa a la altura de La Rochelle, victoria que abrió un periodo de predominio castellano en el Atlántico Norte que se extiende prácticamente hasta la derrota de la Armada Invencible en 1588 (Hillgarth). Carlos V prosiguió la reconquista francesa ocupando Poitou, Saintonge, Angumois y Bretaña. La vejez de Eduardo III y la enfermedad del Príncipe Negro elevaron al primer plano a Juan de Gante, hijo del rey y duque de Lancaster. Este concibió una ambiciosa cabalgada que acabaría con el bloque francocastellano. Atravesaría Francia para derrotar a Carlos V, luego invadiría Castilla y allí sería entronizado como esposo de Constanza, hija de Pedro I y heredera legitima del trono castellano. Esta empresa (junio-diciembre de 373) fue un absoluto fracaso debido a las tácticas evasivas dirigidas por Du Guesclin. A ello se sumaron las depredaciones de las flotas castellano-francesas en las costas inglesas del Canal (1373-1374). El agotamiento general condujo a las treguas de Brujas (1375). Eduardo III, humillado en la guerra, aceptó la única posesión de Bayona, Burdeos, Calais y Cherburgo. Francia había recuperado el equilibrio de la guerra y, por primera vez, Inglaterra era la vencida. Entre 1377 y 1383 el eje franco-castellano supo mantener la hegemonía militar lograda desde 1369. Carlos II el Malo fue derrotado en su última aventura y Navarra quedó convertida en un protectorado militar castellano en el tratado de Briones (1379). Poco después, la flota castellana remontó el Támesis e incendió el arrabal londinense de Gravesend, culminando su superioridad naval en el Atlántico (1381). Y con apoyo naval castellano, Francia aplastó la revuelta de Flandes en la batalla de Roosebeke (1382). Por su parte, Inglaterra sólo obtuvo una victoria parcial en Bretaña, que se garantizó su independencia en 1381. Durante este periodo varias circunstancias redujeron la tensión de la guerra e hicieron presagiar su pronto final: el comienzo del Cisma del Pontificado (1378); la revuelta de los "tuchins" en Languedoc (1378); una nueva sublevación flamenca dirigida por Felipe van Artevelde -hijo de Jacobo- (1379); la revolución de la "Poll-tax" en Inglaterra (1381); y las revueltas de la "herelle" de Rouen y de los "maillotins" de París (1382). Este ambiente de crisis social coincidió con un verdadero relevo generacional (Contamine) en Occidente. Las muertes del Príncipe Negro (1376), Eduardo III (1377), Enrique II (1379), Carlos V y Bertrand Du Guesclin (1380) dejaron paso a Ricardo II de Inglaterra (1377-1399), Juan I de Castilla (1379-1390) y Carlos VI de Francia (1380-1422). En 1383 se abrió para Inglaterra una inesperada oportunidad de romper el bloque franco-castellano con la crisis sucesoria surgida a la muerte de Fernando I de Portugal (1367-1383). Juan I de Castilla (1379-1390), casado con la heredera portuguesa Beatriz, reclamó el trono apoyado en el partido nobiliario procastellano de la regente Leonor Téllez, segunda esposa del difunto monarca. La amenaza de una anexión castellana polarizó rápidamente Portugal. Juan I fue apoyado por gran parte de la alta nobleza y rechazado por la burguesía mercantil de las ciudades atlánticas, la burguesía rural, el pueblo y la nobleza lusa enemiga de la regente, que se situaron tras Juan, bastardo real y maestre de Avis. La cuestión dinástica alcanzó enseguida connotaciones de guerra civil y revolución burguesa cargada de tintes nacionalistas. En 1384 Juan I quiso forzar la situación, pero fracasó en el asedio de Lisboa. A principios de 1385 las cortes de Coimbra apoyaron la entronización de Juan I de Avis (1383-1433), es decir, un nuevo cambio dinástico inscrito en el contexto del gran conflicto anglo-francés. La postrera ofensiva castellana fue aplastada por Juan de Avis en la batalla de Aljubarrota (14 de agosto de 1385) gracias a los refuerzos ingleses enviados por Juan de Gante. Esta victoria aseguró la independencia portuguesa frente a Castilla y debilitó la hegemonía franco-castellana. La victoria de Aljubarrota llevó a Juan de Gante a reintentar un nuevo asalto al trono castellano. En julio de 1386 desembarcó en Galicia dispuesto a reanimar los focos petristas (emperegilados) y proclamarse rey. Pero tampoco esta aventura tenía posibilidades de éxito, pues Juan I contaba con el apoyo de sus súbditos -cortes de Valladolid (1385) y Segovia (1386)-, con la neutralidad de Aragón (en paz con Castilla desde la paz de Almazán de 1375) y Navarra (desde la paz de Briones de 1379) y con una nueva colaboración militar francesa. Juan de Gante quedó aislado en un país hostil y la desorganizada ofensiva inglesa con apoyo portugués quedó estancada en León. Como en Portugal, también en Castilla esta invasión excitó unos primarios sentimientos nacionalistas. El empantanamiento de la guerra en Castilla coincidió con el agotamiento bélico de franceses e ingleses, incapaces de dar el giro definitivo a su enfrentamiento. En 1388 se avanzó hacia la paz en las treguas de Bayona, que pusieron fin al conflicto dinástico castellano iniciado en 1366: Juan de Gante renunció al trono de Castilla a cambio de una fuerte suma y una renta anual; Juan I casó al futuro Enrique III con Catalina, hija del duque de Lancaster y nieta de Pedro I -para los cuales creó el título de Príncipes de Asturias-, uniéndose definitivamente las dinastías trastamarista y petrista enfrentadas desde 1354. Finalmente, las treguas de Leulinghen-Monçao (1389) entre Francia, Inglaterra, Castilla, Escocia, Borgoña y Portugal aseguraron el fin de las hostilidades en todos los frentes. El agotamiento general abrió un largo periodo de distensión que se prolongaría durante dos décadas. La Europa del periodo 1388-1415 mantuvo un statu quo no de paz, pero sí marcado por la voluntad de no proseguir los grandes enfrentamientos bélicos. Pese al grave problema del Cisma (1378-1417), los conflictos militares quedaron localizados y siempre derivaron de otros anteriores. Común a todo Occidente fue el auge del poder de la alta nobleza, especialmente la de parientes del rey, cuyas disputas e intereses provocarían a la larga un nuevo estallido bélico a gran escala. Superadas las agitaciones bélico-sociales del periodo 1380-1389, la victoriosa Francia de Carlos VI (1380-1422) se polarizó en torno a dos grupos que aspiraban al poder. Al principio lo ejerció el formado por los antiguos consejeros de Carlos V, altos letrados y funcionarios de corte, burgueses enriquecidos -llamados "marmousets" (monigotes) por la alta nobleza- de talante reformista y encabezados por el condestable Olivier de Clisson. En 1392 la locura incapacitó a Carlos VI y los "marmousets" fueron expulsados por el grupo formado por la reina Isabel de Baviera y los poderosos tíos del rey -los duques Felipe el Atrevido de Borgoña, Luis de Orleans y Juan de Berry- dueños de grandes dominios (apanages) creados por Juan el Bueno. Estos se volcaron en alocadas aventuras exteriores (la cruzada borgoñona derrotada en Nicópolis en 1396) hasta la muerte del duque de Borgoña Felipe el Atrevido en 1404. Su hijo Juan Sin Miedo (1404-1419) heredó las dos Borgoñas, Flandes y Artois, un amplio y rico dominio cuya potencia política quebró el precario equilibrio existente entre los grandes nobles del reino. Comenzó entonces el enfrentamiento con su hermano Luis, duque de Orleans, cuyo poder fue en aumento hasta su asesinato a manos de sicarios de Juan Sin Miedo (noviembre de 1407). La lucha entre los duques de Orleans y Borgoña degeneró entonces en guerra civil, y Francia se dividió en dos bandos irreconciliables: de un lado, los borgoñones, encabezados por Juan Sin Miedo, fuertes en el norte y este del país y respaldados por Inglaterra y sectores burgueses y reformistas, sobre todo de París; y de otro, los "armagnacs", de tendencias más pronobiliarias, encabezados por el nuevo duque Carlos de Orleans junto a los duques de Berry, Borbón y Bretaña y su suegro el conde Bernardo de Armagnac, que les dio nombre. En 1411 los borgoñones, apoyados por los ingleses, tomaron el poder, pero el inestable gobierno borgoñón de París acabó degenerando en un sangriento conflicto político-social. En mayo de 1413 Simon Caboche, jefe de la corporación de los carniceros, impuso la "Ordenance Cabochienne", programa político destinado a mejorar la administración y sanear las finanzas que desembocó en una brutal ola de violencia contra los partidarios del duque de Orleans. Juan Sin Miedo perdió el control de la situación y las persecuciones alcanzaron también a los miembros de la alta burguesía parisina, lo que propició la entrega de la ciudad a las fuerzas de Carlos de Orleans (septiembre de 1413). Los Orleans abolieron la "Ordenanza Cabochienne", pero al terror borgoñón le sucedió el contra-terror armagnac. Decidido a recuperar el poder, el duque Juan Sin Miedo pactó en 1414 con Enrique V de Inglaterra (1413-1422) una nueva intervención militar en el continente. Así, la desmedida lucha por el poder de la alta nobleza en una Francia descabezada por la locura de Carlos VI ofreció al renovado imperialismo inglés, encarnado por Enrique IV, la posibilidad de tomarse el desquite por sus anteriores derrotas. A la muerte de Eduardo III el trono recayó en su nieto Ricardo II (1377-1399), tutelado por sus tíos los duques de Gloucester, Lancaster y York. El reinado comenzó en un clima de grave crisis causado por las derrotas militares en el continente, el acoso castellano en el Canal y los fracasos del regente, tensión que estalló en la revuelta de 1381. Alcanzada la mayoría de edad, Ricardo II trató de gobernar de forma autoritaria, pero chocó desde 1388 con la nobleza (Gloucester, los condes de Warwick y Arundel) y las fuerzas populares agrupadas en el llamado parlamento sin piedad. El monarca se centró en las empresas exteriores para restaurar su prestigio. Primero afrontó la insumisión de la nobleza anglo-irlandesa (Fitzgerald, Talbot, Butler) que fue sometida en 1394-1395. Después aceptó una tregua de 25 años con Francia, sancionada mediante su matrimonio con Isabel de Valois, hija de Carlos VI. La impopular francofilia de Ricardo II (uso del título de padre de Francia, devolución de Bretaña desde 1391 y de Normandía desde 1393) culminó en la entrevista de Ardres con Carlos VI (1396), ingenuo intento de iniciar una etapa de colaboración estable entre ambos reinos. Ricardo II cometió su mayor error a la muerte de Juan de Gante en 1398. De forma imprudente reintegró el ducado de Lancaster a la Corona sin contar con Enrique, hijo del duque difunto. Éste encabezó una conjura nobiliaria que se nutrió del descontento por la francofilia del rey. Con el apoyo de los grandes linajes (los Percy de Northumberland) y legitimado por el Parlamento, Enrique de Lancaster destronó a Ricardo II en 1399. Un año después moría asesinado el último monarca Plantagenet. El golpe de estado de Enrique IV Lancaster (1399-1413) repitió el modelo castellano creado en 1366-1369. Y como la trastamarista, la revolución lancasteriana colocó a su beneficiario frente a los mismos problemas nobiliarios que había sufrido Ricardo II. Enrique IV atacó la cuestión con dureza y entre 1403 y 1408 derrotó y sometió a los grandes nobles rebeldes a su gobierno (los Percy, los Arundel y los Mortimer). Su política autoritaria se apoyó en el Parlamento, principal fuente de recursos de la Corona. De cara al exterior, el primer Lancaster tuvo que enfrentarse a los problemas británicos de Inglaterra. Hasta 1409 combatió la revuelta de Gales, iniciada en 1400 por Owen Glyn Dwr con ayuda de Escocia, algunos nobles ingleses rebeldes y Francia más tarde. Desde 1402 luchó con éxito contra los escoceses, capturando en 1406 a su rey Jacobo I Estuardo (1406-1437). En estos años ingleses y franceses buscaron un nuevo enfrentamiento armado, pero los problemas internos de ambos reinos retrasaron el choque. Al final de su reinado la oposición nobiliaria dirigida por su hijo Enrique se unió a las incitaciones de borgoñones y armagnacs para que interviniera militarmente en el continente