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LA PAZ SCHOOL.
ESTUDIOS SOCIALES. 9º año.
TEMA: LA GUERRA DE LOS 100 AÑOS.
Ubicación en tiempo y espacio y sus primeros acontecimientos.
La Guerra en la Edad Media
Principios y fundamentos ideológicos
La imagen difundida entre el gran público en nuestros días respecto a la guerra medieval es un puñado
de tópicos donde se entremezclan caballeros de brillantes armaduras, duelos en los que el honor
constituía un principio básico, eventos y hazañas heroicas que inspiraron los cantares de gesta y a los
trovadores que los interpretaban, alimentando la imaginación aún hoy en día de un buen número de
personas.
Tales tópicos parecen haber desviado a la opinión general del hecho de que el fenómeno bélico debía ser
tan cruel, cruento y desagradable como lo es actualmente, si no aún más, pues si bien hoy en día el
poder de destrucción de una fuerza militar y de su armamento es exponencialmente mayor que en
aquellos tiempos, la guerra se hallaba plenamente integrada en la realidad del medioevo, mientras que
hoy en día la guerra es considerada un fenómeno extraordinario y, por regla general, desaconsejable.
Para el período en el que ahora nos introducimos, en cambio, la fuerza física parecía ser el elemento
esencial para dirimir cualquier litigio por mucho que el mismo se ciñera a un espacio territorial de pequeño
tamaño. La violencia y el combate, por tanto, eran un baremo de estatus como podía serlo la propiedad
de la tierra. El ejercicio de la guerra era un factor de distinción social.
Los preceptos bélicos medievales tanto de carácter teórico como práctico procedían en su mayoría de los
textos grecolatinos. En este contexto se observa el origen y continuidad de esta tradición en los tratados
bizantinos, quizá los más completos, de los cuales aunque se han recuperado pocos, fueron copiados
asiduamente a partir del siglo XVI en medio de la resurrección del interés por el fenómeno bélico que
acompañó al Renacimiento.
Las obras publicadas en la zona oriental del Mediterráneo durante la Alta Edad Media muestran un
interés didáctico palpable, pues se acompañaba el texto de ilustraciones minuciosamente dibujadas, lo
que representa una baza a favor de lo que en ellas se refleja.
Las ilustraciones, por regla general, completaban la explicación del manejo y características de pesadas y
complejas máquinas de guerra. Un ejemplo ilustrativo constituye el texto de Flavio Vegecio Renato, oficial
del siglo IV d. C. Su obra Re militari, fue ampliamente traducida, copiada adaptada y divulgada: aún hoy
se conservan 300 ejemplares manuscritos, que constituyen tan sólo una parte de los que, con toda
seguridad, dispusieron sus contemporáneos.
Su presencia en bibliotecas reales y nobiliarias indica que
la lectura debería ser obligada para mandos militares. La
densidad y especificidad de la misma dan a entender que
estuvo pensada para el estudio reposado y en detalle antes
que para la consulta rápida. Esto, no obstante, también
puede relativizarse si tenemos en cuenta que existieron
ediciones de lujo para un público muy exclusivo, destinadas
a reposar en los anaqueles de las bibliotecas y, por otra
parte, ediciones de pequeño formato, considerablemente
más ligeras, lo que lleva a pensar. También, que la obra
estuviera a disposición de los militares para transportarla en
campaña.
No disponemos de un volumen de cultura y material
arqueológico suficientemente rico por la propia naturaleza
perecedera del hierro y de la madera, componentes básicos
del armamento ofensivo y defensivo. Nuestras fuentes de
información serán, por tanto, las miniaturas de los códices.
Sin embargo, por esmerada que sea la factura de la ilustración, el detalle no tiene por qué -y de hecho
rara vez solía- estar en concordancia con la realidad, no siendo extraño que la narración de una batalla o
guerra pretérita estuviera ilustrada con miniaturas donde se reflejaban armaduras e ingeniería militar
contemporáneas al autor. La fiabilidad de la miniatura se elevará, por ello, en su contraste con los textos
manuscritos.
Evolución de la técnica, el armamento y la estrategia
Fue en los estados de Flandes y en el norte de Italia donde se observa el papel de la infantería en la
mayor parte del mundo europeo occidental durante la Edad Media. A partir de 1300 la infantería adquirió
en estos territorios no sólo un peso específico sino también una identidad corporativa que conllevó un
cuestionamiento de la superioridad de la caballería en el orden social establecido.
El desarrollo de las denominadas armas de proyectil como el arco y la ballesta y en un periodo tardío la
pólvora, sellaron la mayor efectividad de la infantería que, gracias a estos artefactos, podía derribar con
facilidad a un jinete, en principio mejor armado y protegido.
Ello supuso que a partir del siglo XIV un buen número de caballeros pusieran en evidencia su estatus
acudiendo montados a caballo a la batalla para descabalgar justo antes de comenzar la misma. De este
modo contaban con mayores garantías para aguantar en pie sin causar baja.
La preferencia por el combate a pie caracterizó al soldado escandinavo durante la Alta Edad Media. Este
modelo se extendió con éxito por la Península de Jutlandia y el norte de lo que actualmente es Alemania
siendo más valorados los infantes que procedían de esta zona, dato a tener en cuenta considerando que
no usaban armas arrojadizas ni de proyectil, decantándose por hachas largas y el angos, una lanza de
longitud media destinada preferentemente a ser clavada en el cuerpo del enemigo o en su escudo
durante los combates cuerpo a cuerpo.
No obstante, por lo que a Bizancio respecta, la infantería pesada llevaba la armadura de los jinetes y
lanzas o jabalinas, siendo conocidos como los antesignani. Estos iban en el centro y los flancos eran
guardados por otro tipo de infantería pesada. Detrás de sus líneas, marchaban honderos y arqueros
encargados no sólo de vigilar la retaguardia sino de despejar el camino en la medida de lo posible a los
antisignati, causando al enemigo las mayores bajas posibles antes de iniciarse el cuerpo a cuerpo.
Tanto las tribus germánicas -visigodos, vándalos, alanos- como más tarde los hunos, acabaron con la
tendencia romana de disponer de la caballería como cuerpo auxiliar. Las tribus de estos pueblos
mencionados hacían que la caballería encabezara el destacamento, dando órdenes y dirigiendo a la
infantería.
La caballería se perfilaba entonces como una fuerza imprescindible para romper las líneas enemigas y
quebrar la resistencia de su infantería. Consciente de ello, siglos después, Carlos Martel comenzó una
reforma de la caballería para dotarla de armamento más pesado, proceso que continuaría Pipino el
Breve, fundador de la dinastía carolingia.
La aparición de la llamada caballería acorazada, extendida después a las tropas de Carlomagno y a la
caballería normanda, fue posible gracias a la invención y generalización del uso del estribo, lo que dotaba
al jinete y a su montura de una estabilidad que le permitía cargar un mayor peso y blandir
adecuadamente su arma antes de descargar el golpe sin exponerse tanto a caer de la montura. Tan
impresionados por este tipo de caballería quedaron los mandos militares islámicos que a partir de la
segunda mitad del siglo VIII el número de efectivos a caballo en sus ejércitos aumentó en proporción
geométrica, hasta superar muy ampliamente a la infantería.
La evolución de la caballería pesada culminó con la aparición de la armadura completa. Los primeros
testimonios que hablan de esta forma de protección datan de finales de la primera mitad del siglo XIII y se
sabe que a principios del siglo XIV su uso estaba generalizado, muy especialmente, en los ejércitos inglés
y francés.
Ello es indicativo de que las victorias atribuibles a la
caballería habrían disminuido drásticamente y la mejora de
las armas de proyectil, así como la introducción de otras
nuevas, hacia más fácil que se pudiera atravesar la cota de
malla.Parecía que se pretendía preservar a toda costa la
vida del caballero no tanto por motivos prácticos sino de
prestigio personal, evitando que se produjera su muerte a
manos de infantes, por regla general de inferior
consideración social.
La experiencia en el campo de batalla era lo único a lo que
podía aferrarse un general para vencer en el campo de
batalla de la Europa occidental feudal. Si los generales no
se adaptaban instantáneamente al enemigo y a las circunstancias que imponía la batalla, el castigo a sus
errores era la masacre de sus hombres y la conquista del territorio que defendía.
La victoria y la derrota, por tanto, quedaban a merced de la improvisación y de las innovaciones militares
que se habían producido hasta ese momento. Era preciso hacer frente a los pueblos germánicos y a los
hunos, que, como ya hemos señalado, usaban la caballería como fuerza de choque y se organizaban en
tribus; se luchó, más tardíamente, con soldados islámicos, mayoritariamente a caballo, armados
ligeramente y por ello rápidos en extremo y, también, hubieron de medirse con los escandinavos, cuya
mayor novedad era aparecer como infantes transportados en navío.
Salir airoso de todo ello era producto de un bagaje de experiencia y un incentivo para idear las respuestas
adecuadas a las nuevas amenazas que se habían presentado recientemente.
A partir del siglo XII en adelante, aproximadamente, se cuenta más habitualmente con garantías añadidas
que aseguraban la batalla como la oportunidad de elegir el terreno por parte de un general y, una vez
dado este factor, la sorpresa o simplemente el ataque dirigido contra el flanco más débil de la formación
enemiga. Para poder contar con estas bazas, se prefirió el combate a pequeña escala, en forma de
batallas rápidas y escaramuzas, como quedó patente en la Guerra de los Cien Años.
Guerra, ejércitos y su relación con el poder político y administrativo
Desde la caída del Imperio romano a la Baja Edad Media asistimos a una presencia masiva de la
infantería en el campo de batalla, independientemente de que en amplios contextos, donde se producían
choques con pueblos germánicos, ésta no fuera predominante como hemos apuntado anteriormente. En
la Alta Edad Moderna, para el caso de Bizancio, el asedio aún no constituía la técnica fundamental de
conducir la guerra. Belisario derrotó a los vándalos en la batalla de Tricamerón (535) cayendo así su reino
en manos imperiales tras una muy contundente ofensiva, por lo que el asedio resultó completamente
superfluo, incluso a la hora de capturar ciudades fortificadas a conciencia en el norte de África.
Sin embargo, el dominio de la Península Itálica estuvo a merced de estudiados asedios que destacaron
por la persistencia en los mismos, siendo necesarias dos décadas para rendir las principales ciudades de
esta área al poder bizantino. La movilización masiva de la infantería y los asedios prolongados fueron la
tónica general en el debilitamiento de del Imperio bizantino, lo que sumado a las campañas contra los
ostrogodos en el 552 y contra el Imperio Persa en el 628 facilitarían considerablemente la conquista de la
región oriental del Imperio por los ejércitos islámicos de los siglos VII y VIII, cuando éstos últimos se
apoderaron de Palestina, Siria, Egipto y, posteriormente, una parte de la Península Itálica.
Pese al desgaste, a mediados del siglo IX, Bizancio demostró ser capaz de poner en pie un ejército de
120.000 hombres, otro de campaña de 25.000 y, finalmente, otro ejército provincial de hasta 55.000
efectivos. Esto fue posible apoyándose en una base demográfica de unas 8 millones de personas. Las
dificultades, por tanto, parecen señalar una tendencia a que estados no consolidados ni suficientemente
unificados pusieran en liza grandes ejércitos, lo que a la larga supondría la conquista del territorio romano
oriental por tropas musulmanas así como la fragmentación del Imperio carolingio en múltiples estados.
Si el peso de la infantería fue significativo y la mayoría de las veces preponderante desde principios de la
Edad Media, no es menos cierto que, a partir de la Baja Edad Media, la caballería no sólo no se mantiene
en un plano secundario sino que afirma su importancia. Durante la Guerra de los Cien Años,
generalmente fechada entre 1337 y 1435, los franceses recurrieron a la caballería para atacar a los
ingleses en Crécy, en 1346, y Poitiers, en 1365.
Los ingleses prefirieron basar su defensa en la infantería al verse obligados a desmontar para resistir la
carga de la caballería manteniendo una formación compacta, lo que hizo que, transcurridos los primeros
momentos del combate, Inglaterra pudiera pasar a la ofensiva, utilizando la caballería para llevar a cabo
devastaciones sistemáticas de las principales fuentes de riqueza del territorio francés así como de sus
infraestructuras.
Ello llevaría a Eduardo III a ampliar su soberanía sobre territorios que abarcaban una tercera parte de
Francia en 1360. Se estaba imponiendo esta vez un modelo basado en fuerzas militares
considerablemente más pequeñas que aquellas que fueron movilizadas en la Alta Edad Media, reclutadas
ahora y conforme nos acercamos al siglo XV entre la población autóctona a cambio de un sueldo en
reinos de gran tamaño como Francia e Inglaterra -la relajación de los vínculos feudovasalláticos en
materia de guerra obligaban a ello- o, en el caso de estados de menor tamaño, al reclutamiento de
soldados foráneos, en definitiva, mercenarios.
No podemos descartar por otra parte que el debilitamiento de este vínculo feudovasallático en caso de
guerra estuviera directamente relacionado con la centralización del poder político y administrativo en
manos de un monarca u otro modelo análogo de soberano que, en el siglo XVI, daría lugar al surgimiento
del llamado primitivo Estado moderno.
Historia de la Guerra de los Cien Años
Introducción
Se da el nombre de Guerra de los Cien Años al largo conflicto que sostuvieron los reyes de
Francia e Inglaterra entre 1337 y 1453. En realidad fue una extensa serie de choques militares
y diplomáticos, caracterizada por breves campañas bélicas y largas treguas. No fue, por tanto,
un estado de guerra permanente, aunque las prolongadas y frecuentes treguas se veían
continuamente salpicadas de escaramuzas al estilo de la guerra de guerrillas, y las maniobras
diplomáticas más tradicionales estaban al orden del día. Se inició en medio de condiciones
feudales y por causa de un litigio típicamente feudal; y terminó en guerra entre dos países que
se estaban convirtiendo rápidamente en naciones bajo la administración centralizada de sus
respectivas monarquías.
El origen de la Guerra de los Cien Años
Sin embargo, las raíces de la Guerra de los Cien Años se remontan a la conquista del trono
inglés por Guillermo el Conquistador en 1066. Como duque de Normandía, Guillermo -y,
posteriormente, sus herederos- participaba tan activamente en la política feudal de Francia
como en el gobierno de Inglaterra. Tanto económica como culturalmente, Inglaterra se había
convertido en colonia de Normandía, y los intereses de los nuevos reyes "ingleses" seguían
firmemente asentados en Francia.
Esta situación se acentuó a partir de 1154, al acceder al trono de Inglaterra Enrique de Anjou,
fundador de la dinastía angevina o Plantagenet. En su condición de conde de Anjou, duque de
Normandía y de Aquitania, y ahora, como Enrique II de Inglaterra, este monarca tenía un pie
firmemente plantado a cada lado del Canal. Según los principios feudales, Enrique y, después
de él, sus hijos Ricardo y Juan, eran vasallos de la monarquía francesa, que era el poder
central; pero el enorme poderío derivado del dominio de las riquezas y de los recursos
humanos de Inglaterra, hizo de los primeros Plantagenet todo menos vasallos sumisos del rey
de Francia.
Crecimiento del poderío francés
Los primeros años de este "imperio angevino" coincidieron con un crecimiento sin precedentes
del poder y el prestigio de los monarcas franceses. En 1202, el rey Felipe Augusto de Francia
convocó al rey Juan de Inglaterra a su corte de París, en relación con el pretendido
incumplimiento por parte de este último de sus obligaciones como señor feudal de Aquitania.
En base al principio de que las tierras de Francia eran poseídas por sus señores sólo en su
condición de vasallos del rey de Francia, Felipe Augusto desposeyó a Juan de todas sus
posesiones francesas. Naturalmente, la medida fue seguida de una serie de guerras. Hasta la
firma del Tratado de París, de 1259, no pudo llegarse a una solución aceptable. El rey de
Inglaterra pudo reasumir sus derechos en Aquitania, pero con la condición expresa de que lo
hacía como vasallo del monarca francés.
En 1294 se inició un nuevo período de actividades militares esporádicas, interrumpidas por
largas y complejas negociaciones diplomáticas, que culminaron con la desposesión parcial de
Aquitania. Los franceses se negaban a limitar la soberanía de su rey sobre dicha región para
dar satisfacción a los ingleses. Estos, por su parte, sostenían los derechos de su rey a la plena
soberanía. La siguiente fase de este conflicto se inició en 1337, cuando Felipe VI de Francia
decretó una vez más la desposesión del ducado de Eduardo III de Inglaterra y organizó una
campaña militar para apoderarse de las tierras por la fuerza. Esta es la fecha que se toma
como inicio de la guerra de los Cien Años. La magnitud del conflicto pronto se incrementó
cuando Eduardo se proclamó rey legítimo de Francia, en 1340, e invitó a los nobles franceses a
reconocer su derecho. De este modo, la disputa sobre Aquitania se convirtió en una guerra por
la sucesión de Francia.
Este conflicto entre dos monarcas por la posesión de un reino se complicó aún más por el
resentimiento que los nobles franceses venían manifestando desde hacía largo tiempo por la
intromisión del gobierno central en su esfera de poder. Y Eduardo era lo suficientemente astuto
para capitalizar ese resentimiento. Les hizo ver que sus esfuerzos eran la lucha de un señor
francés que, al mismo tiempo, resultaba ser rey de Inglaterra, frente a la política expansiva de
una serie de reyes cada vez más poderosos. Y, efectivamente, logró el reconocimiento de sus
derechos en algunos círculos. Por tanto, a partir de 1340, existieron dos reyes de Francia.
La Batalla de Crécy
Las famosas batallas de Crécy (1346) y de Poitiers (1356) se produjeron de modo casi fortuito.
Crécy rindió escasos frutos a Eduardo, excepto, indirectamente, el puerto de Calais y sus
alrededores. Poitiers culminó con la captura del rey Juan II de Francia, aunque, curiosamente,
este acontecimiento tuvo escasas consecuencias prácticas. Sin embargo, el efecto de estas
dos victorias sobre el prestigio de Eduardo fue tal, que en 1359 se encontraba en una posición
extremadamente fuerte.
En 1359, Eduardo había conseguido el apoyo de varias facciones en los ducados de Flandes,
Normandía y Bretaña, y estaba negociando la adhesión del duque de Borgoña. Además,
seguía teniendo al rey de Francia como prisionero. En ese momento Eduardo propuso una
tregua, bajo cuyos términos le sería cedida toda la mitad occidental de Francia, además de un
cuantioso rescate por el rey Juan. Cuando los franceses, en un derroche de valor, rechazaron
tales términos, Eduardo reunió un poderoso ejército y montó una campaña que, según
esperaba, iba a resultar decisiva.
Esta ofensiva inglesa fracasó estrepitosamente. Como consecuencia de ello, se firmaron los
tratados de Brétigny y Calais (1360), que fueron los primeros acuerdos destinados a poner fin a
la guerra. Según estos tratados, Francia reconocía la plena soberanía de Eduardo sobre una
Aquitania bastante más extensa que antes. A cambio, Eduardo renunciaba a todo derecho a la
corona de Francia. Este fue el primero de dos puntos culminantes del conflicto.
Poco después, los protagonistas del drama volvieron a las andadas. Eduardo retiró su renuncia
a los derechos sobre la corona francesa, y el rey de Francia, en represalia, se negó a declinar
su soberanía sobre Aquitania. En consecuencia, la guerra se reanudó. Hacia 1375, Carlos V de
Francia había conseguido hacer retroceder a las fuerzas de Eduardo casi hasta el Canal. Todo
lo que este rey había conseguido conservar era Calais, una franja costera que incluía Burdeos
y Bayona, y unas pocas fortalezas sitiadas en Bretaña y Normandía.
A principios del siglo XV, los ingleses tuvieron una nueva oportunidad de apoderarse de gran
parte de Francia, por no decir de todo el país. La ocasión fue el estallido de una guerra civil o,
más concretamente, un conflicto armado entre los duques de Borgoña y de Orleans. Carlos VI,
que había accedido al trono de Francia en 1380 a la edad de once años era un enfermo crónico
incapaz de gobernar efectivamente. En el vacío de autoridad así creado sus ducales tíos
rivalizaban por el poder personal y por adquirir una influencia dominante sobre la
administración central.
Fieles al espíritu de la política feudal francesa, ni el duque de Borgoña ni el de Orleans tuvieron
escrúpulo alguno en buscar la ayuda inglesa. Después de haberse asegurado la neutralidad
benevolente del primero, Enrique V desembarcó cerca de Harfleur en 1415. Sin embargo, la
supuestamente gloriosa victoria que obtuvo en Agincourt poco después resultó ser poco más
que una desesperada acción de retaguardia para cubrir su retirada.
Enrique regresó con un nuevo ejército en 1417, encontrando esta vez mejor suerte. Mientras se
dedicaba a conquistar Normandía, fortaleza por fortaleza, su reticente aliado, el duque de
Borgoña, sitió y se apoderó de París. Cuando el duque fue asesinado en 1419, su sucesor
decidió concertar una alianza formal con Enrique. Este acuerdo llevó directamente al tratado de
Troyes, de 1420. Fue el segundo punto culminante, al menos aparentemente, de la prolongada
guerra.
Con arreglo al tratado de Troyes, Enrique debía ser reconocido rey legítimo de Francia cuando
quedase vacante el trono por la muerte de Carlos. Parecía que todo lo que le quedaba por
hacer a Enrique era completar la conquista de aquellas regiones que todavía se resistían al
avance de los ejércitos ingleses. Una vez más, los sueños de Eduardo III de crear un imperio
que abarcara toda Francia e Inglaterra parecían a punto de realizarse.
Pero Enrique V murió unos meses antes que el incapaz Carlos, por lo que el tratado de Troyes
nunca entró en vigor. El pequeño Enrique VI fue coronado rey tanto de Inglaterra como de
Francia, y los ejércitos ingleses prosiguieron la conquista del norte y del sudoeste de Francia.
Pronto resultó evidente que, si lograban apoderarse de Orleans y cruzar el Loira, sería
militarmente imposible cortar su avance por el resto de Francia.
Pero fue precisamente en Orleans, en 1429, donde el signo de la guerra cambió finalmente en
favor de Francia. Estando Orleans sometida al tenaz asedio de los ingleses, apareció en
escena la enigmática figura de Juana de Arco. A la cabeza de los ejércitos franceses, Juana
levantó el asedio y convenció al Delfín, hijo mayor del fallecido Carlos VI, para que se hiciera
coronar en Reims como rey Carlos VII de Francia. El país recobró su aliento, porque otra vez
tenía un rey, así como un general victorioso. A partir de entonces, las posiciones inglesas
fueron deteriorándose continuamente; Borgoña se sometió nuevamente a la casa real francesa
en 1435, y París fue por fin reconquistado al año siguiente.
Sólo en 1449 Carlos se sintió lo suficientemente fuerte
para pasar a la ofensiva. Cuando lo hizo, reconquistó
rápidamente Maine y Normandía. Burdeos, la última
plaza fuerte inglesa en Aquitania, cayó finalmente a
manos de los ejércitos de Carlos en 1453. Eso
significó el fin efectivo de la presencia inglesa en
Francia, por lo que la fecha es considerada como el
final del centenario conflicto.
Aparte de confirmar a la dinastía Valois como casa
reinante de Francia, y de forzar a los Plantagenet a
ser más "ingleses" que antes, la guerra produjo otros
efectos importantes a largo plazo. La guerra se había
desarrollado exclusivamente en Francia, dejándola
empobrecida y despoblada. El resurgimiento francés,
durante la guerra y después de ella, sólo podría
conseguirse bajo una administración central fuerte, y
toda Francia reconoció esta realidad.
Los reyes de Francia, en aras de esa necesidad de
contar con un gobierno central fuerte, pronto llegaron
a adquirir poderes que habrían de desembocar en la
monarquía absoluta de tres siglos después. Antes de
la guerra, Francia era un mosaico de ducados y condados casi independientes, frecuentemente
en conflicto unos con otros o con el rey. Sus duques y condes, así como el pueblo, tenían muy
poca conciencia de ser "franceses". Después de la guerra, apareció un embrionario sentido de
unidad nacional, bajo la bandera del rey de Francia y de todos los franceses. El viejo estilo
feudal había desaparecido para siempre.
La Paz School
Estudios Sociales, 9º año.
Tema: LA GUERRA DE LOS 100 AÑOS.
Arans Guevara J.
La Guerra de los Cien Años
Como Guerra de los Cien Años se conoce al enfrentamiento bélico que sostuvieron
Francia e Inglaterra durante gran parte de la Baja Edad Media. Auténtica sucesión de
conflictos, esta pugna acabó arrastrando a otros reinos occidentales, por lo que puede
ser considerada como la primera gran guerra internacional europea.
La reclamación de los derechos de Eduardo III de Inglaterra (1327-1377) al trono de
Francia ha sido considerada tradicionalmente el origen de la guerra. Sin embargo, esta
coartada o pretexto dinástico, que en ocasiones sí impulsó el conflicto, fue sólo una de
sus causas, y no la primera. En la génesis de esta prolongada guerra convergen
diferentes razones político-económicas: la principal fue el control de la rica Guyena o
Gascuña, último reducto francés del Imperio Angevino de Enrique II Plantagenet
(1154-1189), lo que convierte esta guerra en el último episodio de la secular pugna
Capeto-Plantagenet por el dominio de Francia. Guyena era feudo inglés, pero los
reyes de Francia consideraban que, como soberanos feudales, tenían derecho a
intervenir en sus asuntos internos. Esta inadaptación feudal a las nuevas
circunstancias políticas y económicas generaría permanentes incidentes, como las
confiscaciones francesas de Guyena en 1294 y 1323. La hostilidad anglo-francesa se
agudizó debido a los conflictos periféricos menores, como el apoyo francés a Escocia
contra la hegemonía inglesa, el control del estratégico ducado de Bretaña y la cuestión
sucesoria de Artois. Sin embargo, la chispa del conflicto fue Flandes, otra fuente de
disputas debido a la peligrosa contradicción existente entre su dependencia
económica de la lana inglesa y su subordinación feudal a los reyes de Francia,
problema agravado por la lucha social entre la nobleza profrancesa y los grupos
urbanos proingleses.
Tras el sometimiento de la rebelión de las ciudades flamencas en la batalla de Cassel
(1328), el conde de Flandes Luis de Nevers y Felipe VI de Francia se aliaron en
perjuicio de los vitales intereses ingleses en la zona, a lo que respondió Eduardo III
con una medida explosiva: en 1336 prohibió las exportaciones de lana inglesa a
Flandes, arruinando a los artesanos flamencos. Un año después Felipe VI procedió a
la tercera confiscación de Guyena. Eduardo III rompió entonces el homenaje prestado
en 1329 y reclamó el trono de Francia. La cuestión dinástica, menor hasta esa fecha,
adquirió entonces un papel esencial al convertirla Eduardo III en la única forma de
asegurar el vital dominio inglés sobre Guyena.
Será Eduardo III quien tome la iniciativa y mantenga Flandes como primer escenario
del conflicto. En 1339 los flamencos se rebelaron contra el conde Luis de Nevers,
encabezados por Jacobo van Artevelde, gran burgués de Gante, quien reclamó la
presencia del monarca inglés. Este desembarcó en Flandes y se proclamó rey de
Inglaterra y Francia. Poco después la flota francesa fue derrotada por los ingleses en
L'Ecluse (junio de 1340). Sin embargo, falto de recursos y de apoyo diplomático,
Eduardo III no pudo explotar este primer triunfo y firmó una tregua en Esplechin. Tras
comprobar que no derrotaría a Francia desde Flandes, el monarca inglés abrió otros
frentes. Un problema sucesorio surgido en 1341 en el ducado de Bretaña degeneró
rápidamente en guerra civil entre Carlos de Blois, sobrino de Felipe VI, y Juan de
Montfort, apoyado por Inglaterra. Eduardo III necesitaba la seguridad del eje
económico Canal de la Mancha-Gascuña por lo que la apertura del segundo frente
bretón era para el rey de Inglaterra una necesidad lógica. Franceses e ingleses
aprovecharon Bretaña como laboratorio militar, internacionalizando el conflicto bretón.
Finalmente, en enero de 1343, se acordó la tregua de Malestroit. Sin un vencedor
claro, Bretaña quedó dividida, pero Eduardo III logró asegurarla como base militar
inglesa.
En 1345 se reabrieron todos los frentes. Eduardo III estrechó su alianza con Jacobo
van Artevelde, pero la crisis económica de Flandes desembocó en su asesinato, la
retirada inglesa de la zona y la restauración pro-francesa de la mano del conde Luis de
Male (1346-1384). Eduardo III llevó entonces la guerra a la propia Francia. En julio de
1346 una pretensión feudal del noble normando Godofredo de Harcourt fue apoyada
por el rey inglés, quien desembarcó en Normandía con un ejército pequeño y potente
formado por poca caballería y muchos arqueros y cuchilleros. Marchando en
cabalgada, los ingleses saquearon Caen, amenazando Rouen y la propia París, pero,
sin fuerzas suficientes, se replegaron hacia el norte perseguidos por el ejército de
Felipe VI. El esperado gran choque anglo-francés tuvo lugar en Crécy-en-Ponthieu (25
de agosto de 1346): los arqueros de Eduardo III y su hijo Eduardo de Gales (el
Príncipe Negro) destrozaron a la indisciplinada y valerosa caballería francesa apoyada
por ballesteros genoveses, inaugurando una nueva época en el arte militar.
Explotando su victoria, Eduardo III asedió Calais. El rey David II de Escocia, aliado con
Felipe VI, invadió Inglaterra desde el Norte, pero fue derrotado por los ingleses en la
batalla de Neville's Cross (17 de octubre de 1346). Poco después Calais se rindió e
Inglaterra obtuvo una estratégica cabeza de puente en el continente, clave para el
futuro de la guerra. Como colofón a sus victorias, y siguiendo el ejemplo de Alfonso XI
de Castilla, Eduardo III fundó en 1348 la caballeresca Orden de la Jarretera (The Most
Noble Order of the Garter). Entre 1346 y 1355 las dificultades económicas y la
propagación de la Peste Negra disminuyeron mucho la tensión de la guerra. Sin
embargo, Eduardo III culminó sus victorias derrotando a una flota castellana en
Winchelsea (1350), respuesta a la inclinación francófila adoptada por Castilla a finales
del reinado de Alfonso XI y consolidación de la hegemonía naval inglesa lograda en
L'Ecluse (1340).
En 1350 murió Felipe VI dejando a Francia derrotada y sumida en una profunda crisis
interna. Político mediocre y exaltado defensor de la caballería, Juan II el Bueno (13501364) no era la persona adecuada para resolver la gran crisis militar, política,
económica y demográfica que padecía Francia, aunque al principio tomó decisiones
prometedoras, como la reforma del ejército y la fundación de la Orden de la Estrella
(1351). El conflicto bélico continuó en tono menor. Protagonizada por compañías de
mercenarios -routiers- que se vendían al mejor postor, la guerra carecía de grandes
estrategias, y se convirtió en una agotadora depredación y destrucción de los recursos
de Francia. El principal problema de Juan el Bueno fue Carlos II de Evreux, rey de
Navarra (1349-1387). Nieto de Luis X y gran señor francés, el monarca navarro
combinó sus aspiraciones al trono de Francia con el liderazgo de un partido nobiliario
opuesto al poder real y con sus ambiciones territoriales al calor de la guerra. Jugando
con la amenaza de una alianza con Eduardo III (así obtuvo la mitad de Normandía y
Champaña a costa del rey en el tratado de Mantes de 1354), Carlos el Malo se
convirtió en el árbitro de la situación francesa. Reanudadas las hostilidades, en el
otoño de 1355 el Príncipe Negro ridiculizó a Juan II atravesando dos veces el Midi sin
resistencia, mientras Eduardo III aseguraba la frontera escocesa. Juan II quiso
prevenirse de las intrigas de Carlos II de Navarra y en abril de 1356 ordenó capturarle.
Su hermano Felipe de Evreux pidió ayuda a Eduardo III. Desde Burdeos el Príncipe
Negro dirigió una nueva cabalgada, esta vez hacia el Norte. Ingleses y franceses se
encontraron de nuevo en la batalla de Poitiers (19 de septiembre de 1356), repetición
de Crecy en la que el propio Juan II cayó prisionero. El desastre militar sacó a la
superficie todo el descontento contenido hasta entonces en Francia. Preso el rey en
Inglaterra, el gobierno fue asumido por su hijo Carlos. El delfín, enfermizo y
desprestigiado en Poitiers, tuvo que enfrentarse entre octubre de 1356 y mediados de
1358 a una crisis abiertamente revolucionaria que puso a prueba la estabilidad de la
monarquía francesa. Al control del gobierno real por los Estados Generales de
Languedoïl y Languedoc (1356 y 1357), los estragos causados por las bandas
descontroladas de "routiers" y la liberación y nuevas maniobras de Carlos II de
Navarra, se sumaron la insurrección de los burgueses de París encabezados por el
preboste (funcionario público) de mercaderes Etienne Marcel y el estallido en el
noreste de la revuelta campesina de la Jacquerie. La victoria final del hábil delfín se
debió a que se enfrentaba a "fuerzas y poderes locales reflejo del regionalismo de
Francia" con intereses totalmente diferentes. Superadas estas conmociones internas,
el agotamiento de ambas partes condujo a los acuerdos de Brétigny-Calais (octubre de
1360): Eduardo III renunció a sus pretensiones al trono de Francia a cambio de
extensos territorios.
Aunque el tratado de Brétigny-Calais fue un éxito francés, sus durísimas condiciones,
que suponían el dominio inglés sobre un tercio del reino, sancionaron el indiscutible
triunfo de Inglaterra en la primera fase de la Guerra de los Cien Años. Por la misma
razón, la paz anglo-francesa de 1360 estaba condenada a no durar mucho.
Entre 1365 y 1389 el horizonte geográfico de la Guerra de los Cien Años se amplió a
toda Europa Occidental. La entrada de los reinos hispánicos en el conflicto respondió a
la proyección del conflicto anglo-francés sobre los reinos peninsulares, pero también a
la condición de grandes potencias que estos reinos peninsulares -sobre todo Castillahabían alcanzado a mediados del siglo XIV. El caballeresco Juan II de Francia murió
en 1364. Su hijo Carlos V (1364-80), enfermizo, culto y más burócrata que guerrero,
fue un brillante político que supo escoger colaboradores capaces -los nobles Felipe de
Borgoña (1365) y Flandes (1384) y Luis de Anjou; los teóricos Raúl de Presles, Felipe
de Mézières y Nicolás de Oresme; y los militares Bertrand du Guesclin y Juan de
Vienne- con los que ejecutar con éxito un proyecto político concreto: la revisión del
tratado de Brétigny. Esta labor comenzó pronto.
La crisis sucesoria de Borgoña permitió a Carlos V eliminar del escenario político a
Carlos el Malo, derrotado en la batalla de Cocherel, aunque no pudo impedir la
independencia de Bretaña (1364). Libre de Carlos II, en 1365 Carlos V debía evitar el
azote de las bandas de "routiers" desempleadas tras la paz. La situación de la
Península Ibérica le brindó la oportunidad de planear una atrevida solución. A
mediados del siglo XIV, la Castilla de Pedro I (1350-1369) y la Corona de Aragón de
Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387) iniciaron la carrera por la hegemonía peninsular.
Esta lucha culminó en la llamada Guerra de los dos Pedros (1356-1369), donde quedó
de manifiesto que la Corona de Aragón -con menor población y recursos, y muy
afectada por la Peste Negra- no podía resistir la superioridad política, económica y
militar de Castilla ni en tierra ni, por primera vez, tampoco en el mar (ataque naval
castellano a Barcelona en 1359). Para debilitar a su rival, Pedro IV había apoyado
desde 1356 la rebelión de la nobleza castellana dirigida (desde 1354) por el infante
Fernando de Aragón y, después, por el conde Enrique de Trastámara y sus hermanos,
hijos bastardos de Alfonso XI. La revuelta, consecuencia de la dura política autoritaria
de Pedro I -de aquí su sobrenombre de Cruel y Justiciero-, acabó con la oposición
nobiliaria diezmada o expulsada. La victoria real hizo que los Trastámara, refugiados
en Francia, proyectaran el destronamiento de Pedro I, al que acusaron de cruel, tirano
y amigo de judíos y musulmanes. Otra de las claves de esta situación era la posición
de Castilla respecto al conflicto anglo-francés. Mediante una política de neutralidad
activa, Alfonso XI había querido compaginar la tradicional alianza con Francia establecida desde Sancho IV y apoyada por la nobleza y el clero-, con el interés de la
emergente marina castellana en la alianza con Inglaterra, única potencia naval capaz
de garantizar la seguridad de las rutas comerciales con Flandes. La francofilia final de
Alfonso XI había provocado la reacción inglesa en Winchelsea (1350). Desde 1353
Pedro I se inclinó definitivamente por la alianza con Inglaterra en beneficio de los
marinos vasco-cantábricos. El agitado panorama peninsular propició la confluencia de
diferentes intereses. Pedro IV de Aragón quería aliviar el peso de la hegemonía
castellana y los Trastámara necesitaban a las expertas compañías francesas para
derrocar a su hermanastro. Por su parte, Francia necesitaba neutralizar la peligrosa
alianza anglo-castellana, obtener el apoyo naval de Castilla y eliminar la molesta
presencia de los "routiers". A sugerencia de Pedro el Ceremonioso y la nobleza
trastamarista, Carlos V decidió intentar una solución compleja y ambiciosa: sustituir un
rey anglófilo, Pedro I, por otro francófilo, Enrique de Trastámara. A finales de 1365 la
revuelta castellana se internacionalizó. Con apoyo de Carlos V y Pedro IV, Enrique de
Trastámara invadió Castilla junto a los "routiers" de las "compañías blancas" francesas
de Du Guesclin, y con el apoyo de la nobleza fue coronado como Enrique II (13651379). Pedro I, con respaldo portugués y nazarí, pero casi solo en Castilla, huyó a
Guyena y pidió ayuda al Príncipe Negro, señor de Aquitania. Ambos acordaron el
tratado de Libourne (septiembre de 1366). Eduardo de Gales se comprometió a
restaurar a Pedro I a cambio del señorío de Vizcaya, y Carlos II el Malo dejaría pasar a
las tropas anglo-gasconas a cambio de Guipúzcoa, Álava y parte de la Rioja. La
Península se convirtió en el nuevo teatro de operaciones de los ejércitos
anglofranceses.
A principios de 1367 el Príncipe Negro y Pedro I entraron en Castilla y derrotaron a los
trastamaristas en la espectacular batalla de Nájera (3 de abril). El rey Cruel recuperó el
trono, pero se negó a cumplir el tratado de Libourne. Sin apoyo inglés, Pedro I no pudo
oponerse a una nueva invasión francesa planeada por Carlos V y dirigida por Enrique
II y Du Guesclin. Durante esta campaña, la alianza franco-castellana, destinada a
durar un siglo, quedó suscrita en el tratado de Toledo (1368). Los trastamaristas
derrotaron a Pedro I en Montiel, donde murió a manos de su hermanastro en marzo de
1369. La victoria de Enrique II supuso el triunfo de la gran estrategia de Carlos V, que
desde entonces podría contar con la alianza de Castilla en su lucha contra Inglaterra.
Entre 1369 y 1375 la política de "mercedes enriqueñas" con la nobleza, su capacidad
militar y el equilibrio entre nobleza y Cortes permitieron a Enrique II asegurar la
integridad territorial de Castilla frente a una coalición peninsular antitrastamarista
(Aragón, Portugal, Navarra y Granada), garantizar su hegemonía ibérica y legitimar
diplomáticamente la nueva dinastía mediante sucesivos tratados y acuerdos
matrimoniales (Portugal y Navarra en 1373, Aragón en 1375).
Con el apoyo de Castilla, en 1369 Carlos V se encontró en condiciones de exigir la
revisión de los tratados de Brètigny. Iniciada la guerra, sus eficaces medidas militares
(reparación de fortificaciones, pagos regulares a tropas, promoción de mandos
competentes) permitieron resistir la embestida inglesa sobre Artois y Normandía e
infligir la primera derrota campal al ejército inglés en Pontvallain (1370). Entre 1369 y
1374 Du Guesclin y el duque Luis de Anjou recuperaron la mayor parte de lo perdido
en 1360 mediante una eficaz guerra de desgaste. En 1372, año crucial, Carlos V pudo
contar por primera vez con la colaboración militar de Castilla, decidida a quebrar la
hegemonía naval de Inglaterra: el 23 de junio la flota castellana derrotó a la inglesa a
la altura de La Rochelle, victoria que abrió un periodo de predominio castellano en el
Atlántico Norte que se extiende prácticamente hasta la derrota de la Armada
Invencible en 1588 (Hillgarth). Carlos V prosiguió la reconquista francesa ocupando
Poitou, Saintonge, Angumois y Bretaña. La vejez de Eduardo III y la enfermedad del
Príncipe Negro elevaron al primer plano a Juan de Gante, hijo del rey y duque de
Lancaster. Este concibió una ambiciosa cabalgada que acabaría con el bloque francocastellano. Atravesaría Francia para derrotar a Carlos V, luego invadiría Castilla y allí
sería entronizado como esposo de Constanza, hija de Pedro I y heredera legitima del
trono castellano. Esta empresa (junio-diciembre de 373) fue un absoluto fracaso
debido a las tácticas evasivas dirigidas por Du Guesclin. A ello se sumaron las
depredaciones de las flotas castellano-francesas en las costas inglesas del Canal
(1373-1374). El agotamiento general condujo a las treguas de Brujas (1375). Eduardo
III, humillado en la guerra, aceptó la única posesión de Bayona, Burdeos, Calais y
Cherburgo. Francia había recuperado el equilibrio de la guerra y, por primera vez,
Inglaterra era la vencida.
Entre 1377 y 1383 el eje franco-castellano supo mantener la hegemonía militar lograda
desde 1369. Carlos II el Malo fue derrotado en su última aventura y Navarra quedó
convertida en un protectorado militar castellano en el tratado de Briones (1379). Poco
después, la flota castellana remontó el Támesis e incendió el arrabal londinense de
Gravesend, culminando su superioridad naval en el Atlántico (1381). Y con apoyo
naval castellano, Francia aplastó la revuelta de Flandes en la batalla de Roosebeke
(1382). Por su parte, Inglaterra sólo obtuvo una victoria parcial en Bretaña, que se
garantizó su independencia en 1381. Durante este periodo varias circunstancias
redujeron la tensión de la guerra e hicieron presagiar su pronto final: el comienzo del
Cisma del Pontificado (1378); la revuelta de los "tuchins" en Languedoc (1378); una
nueva sublevación flamenca dirigida por Felipe van Artevelde -hijo de Jacobo- (1379);
la revolución de la "Poll-tax" en Inglaterra (1381); y las revueltas de la "herelle" de
Rouen y de los "maillotins" de París (1382). Este ambiente de crisis social coincidió
con un verdadero relevo generacional (Contamine) en Occidente. Las muertes del
Príncipe Negro (1376), Eduardo III (1377), Enrique II (1379), Carlos V y Bertrand Du
Guesclin (1380) dejaron paso a Ricardo II de Inglaterra (1377-1399), Juan I de Castilla
(1379-1390) y Carlos VI de Francia (1380-1422).
En 1383 se abrió para Inglaterra una inesperada oportunidad de romper el bloque
franco-castellano con la crisis sucesoria surgida a la muerte de Fernando I de Portugal
(1367-1383). Juan I de Castilla (1379-1390), casado con la heredera portuguesa
Beatriz, reclamó el trono apoyado en el partido nobiliario procastellano de la regente
Leonor Téllez, segunda esposa del difunto monarca. La amenaza de una anexión
castellana polarizó rápidamente Portugal. Juan I fue apoyado por gran parte de la alta
nobleza y rechazado por la burguesía mercantil de las ciudades atlánticas, la
burguesía rural, el pueblo y la nobleza lusa enemiga de la regente, que se situaron tras
Juan, bastardo real y maestre de Avis. La cuestión dinástica alcanzó enseguida
connotaciones de guerra civil y revolución burguesa cargada de tintes nacionalistas.
En 1384 Juan I quiso forzar la situación, pero fracasó en el asedio de Lisboa. A
principios de 1385 las cortes de Coimbra apoyaron la entronización de Juan I de Avis
(1383-1433), es decir, un nuevo cambio dinástico inscrito en el contexto del gran
conflicto anglo-francés. La postrera ofensiva castellana fue aplastada por Juan de Avis
en la batalla de Aljubarrota (14 de agosto de 1385) gracias a los refuerzos ingleses
enviados por Juan de Gante. Esta victoria aseguró la independencia portuguesa frente
a Castilla y debilitó la hegemonía franco-castellana. La victoria de Aljubarrota llevó a
Juan de Gante a reintentar un nuevo asalto al trono castellano. En julio de 1386
desembarcó en Galicia dispuesto a reanimar los focos petristas (emperegilados) y
proclamarse rey. Pero tampoco esta aventura tenía posibilidades de éxito, pues Juan I
contaba con el apoyo de sus súbditos -cortes de Valladolid (1385) y Segovia (1386)-,
con la neutralidad de Aragón (en paz con Castilla desde la paz de Almazán de 1375) y
Navarra (desde la paz de Briones de 1379) y con una nueva colaboración militar
francesa. Juan de Gante quedó aislado en un país hostil y la desorganizada ofensiva
inglesa con apoyo portugués quedó estancada en León.
Como en Portugal, también en Castilla esta invasión excitó unos primarios
sentimientos nacionalistas. El empantanamiento de la guerra en Castilla coincidió con
el agotamiento bélico de franceses e ingleses, incapaces de dar el giro definitivo a su
enfrentamiento. En 1388 se avanzó hacia la paz en las treguas de Bayona, que
pusieron fin al conflicto dinástico castellano iniciado en 1366: Juan de Gante renunció
al trono de Castilla a cambio de una fuerte suma y una renta anual; Juan I casó al
futuro Enrique III con Catalina, hija del duque de Lancaster y nieta de Pedro I -para los
cuales creó el título de Príncipes de Asturias-, uniéndose definitivamente las dinastías
trastamarista y petrista enfrentadas desde 1354. Finalmente, las treguas de
Leulinghen-Monçao (1389) entre Francia, Inglaterra, Castilla, Escocia, Borgoña y
Portugal aseguraron el fin de las hostilidades en todos los frentes. El agotamiento
general abrió un largo periodo de distensión que se prolongaría durante dos décadas.
La Europa del periodo 1388-1415 mantuvo un statu quo no de paz, pero sí marcado
por la voluntad de no proseguir los grandes enfrentamientos bélicos. Pese al grave
problema del Cisma (1378-1417), los conflictos militares quedaron localizados y
siempre derivaron de otros anteriores. Común a todo Occidente fue el auge del poder
de la alta nobleza, especialmente la de parientes del rey, cuyas disputas e intereses
provocarían a la larga un nuevo estallido bélico a gran escala. Superadas las
agitaciones bélico-sociales del periodo 1380-1389, la victoriosa Francia de Carlos VI
(1380-1422) se polarizó en torno a dos grupos que aspiraban al poder. Al principio lo
ejerció el formado por los antiguos consejeros de Carlos V, altos letrados y
funcionarios de corte, burgueses enriquecidos -llamados "marmousets" (monigotes)
por la alta nobleza- de talante reformista y encabezados por el condestable Olivier de
Clisson.
En 1392 la locura incapacitó a Carlos VI y los "marmousets" fueron expulsados por el
grupo formado por la reina Isabel de Baviera y los poderosos tíos del rey -los duques
Felipe el Atrevido de Borgoña, Luis de Orleans y Juan de Berry- dueños de grandes
dominios (apanages) creados por Juan el Bueno. Estos se volcaron en alocadas
aventuras exteriores (la cruzada borgoñona derrotada en Nicópolis en 1396) hasta la
muerte del duque de Borgoña Felipe el Atrevido en 1404. Su hijo Juan Sin Miedo
(1404-1419) heredó las dos Borgoñas, Flandes y Artois, un amplio y rico dominio cuya
potencia política quebró el precario equilibrio existente entre los grandes nobles del
reino. Comenzó entonces el enfrentamiento con su hermano Luis, duque de Orleans,
cuyo poder fue en aumento hasta su asesinato a manos de sicarios de Juan Sin Miedo
(noviembre de 1407).
La lucha entre los duques de Orleans y Borgoña degeneró entonces en guerra civil, y
Francia se dividió en dos bandos irreconciliables: de un lado, los borgoñones,
encabezados por Juan Sin Miedo, fuertes en el norte y este del país y respaldados por
Inglaterra y sectores burgueses y reformistas, sobre todo de París; y de otro, los
"armagnacs", de tendencias más pronobiliarias, encabezados por el nuevo duque
Carlos de Orleans junto a los duques de Berry, Borbón y Bretaña y su suegro el conde
Bernardo de Armagnac, que les dio nombre. En 1411 los borgoñones, apoyados por
los ingleses, tomaron el poder, pero el inestable gobierno borgoñón de París acabó
degenerando en un sangriento conflicto político-social. En mayo de 1413 Simon
Caboche, jefe de la corporación de los carniceros, impuso la "Ordenance
Cabochienne", programa político destinado a mejorar la administración y sanear las
finanzas que desembocó en una brutal ola de violencia contra los partidarios del duque
de Orleans. Juan Sin Miedo perdió el control de la situación y las persecuciones
alcanzaron también a los miembros de la alta burguesía parisina, lo que propició la
entrega de la ciudad a las fuerzas de Carlos de Orleans (septiembre de 1413). Los
Orleans abolieron la "Ordenanza Cabochienne", pero al terror borgoñón le sucedió el
contra-terror armagnac. Decidido a recuperar el poder, el duque Juan Sin Miedo pactó
en 1414 con Enrique V de Inglaterra (1413-1422) una nueva intervención militar en el
continente. Así, la desmedida lucha por el poder de la alta nobleza en una Francia
descabezada por la locura de Carlos VI ofreció al renovado imperialismo inglés,
encarnado por Enrique IV, la posibilidad de tomarse el desquite por sus anteriores
derrotas.
A la muerte de Eduardo III el trono recayó en su nieto Ricardo II (1377-1399), tutelado
por sus tíos los duques de Gloucester, Lancaster y York. El reinado comenzó en un
clima de grave crisis causado por las derrotas militares en el continente, el acoso
castellano en el Canal y los fracasos del regente, tensión que estalló en la revuelta de
1381. Alcanzada la mayoría de edad, Ricardo II trató de gobernar de forma autoritaria,
pero chocó desde 1388 con la nobleza (Gloucester, los condes de Warwick y Arundel)
y las fuerzas populares agrupadas en el llamado parlamento sin piedad. El monarca se
centró en las empresas exteriores para restaurar su prestigio. Primero afrontó la
insumisión de la nobleza anglo-irlandesa (Fitzgerald, Talbot, Butler) que fue sometida
en 1394-1395. Después aceptó una tregua de 25 años con Francia, sancionada
mediante su matrimonio con Isabel de Valois, hija de Carlos VI. La impopular
francofilia de Ricardo II (uso del título de padre de Francia, devolución de Bretaña
desde 1391 y de Normandía desde 1393) culminó en la entrevista de Ardres con
Carlos VI (1396), ingenuo intento de iniciar una etapa de colaboración estable entre
ambos reinos.
Ricardo II cometió su mayor error a la muerte de Juan de Gante en 1398. De forma
imprudente reintegró el ducado de Lancaster a la Corona sin contar con Enrique, hijo
del duque difunto. Éste encabezó una conjura nobiliaria que se nutrió del descontento
por la francofilia del rey. Con el apoyo de los grandes linajes (los Percy de
Northumberland) y legitimado por el Parlamento, Enrique de Lancaster destronó a
Ricardo II en 1399. Un año después moría asesinado el último monarca Plantagenet.
El golpe de estado de Enrique IV Lancaster (1399-1413) repitió el modelo castellano
creado en 1366-1369. Y como la trastamarista, la revolución lancasteriana colocó a su
beneficiario frente a los mismos problemas nobiliarios que había sufrido Ricardo II.
Enrique IV atacó la cuestión con dureza y entre 1403 y 1408 derrotó y sometió a los
grandes nobles rebeldes a su gobierno (los Percy, los Arundel y los Mortimer). Su
política autoritaria se apoyó en el Parlamento, principal fuente de recursos de la
Corona. De cara al exterior, el primer Lancaster tuvo que enfrentarse a los problemas
británicos de Inglaterra. Hasta 1409 combatió la revuelta de Gales, iniciada en 1400
por Owen Glyn Dwr con ayuda de Escocia, algunos nobles ingleses rebeldes y Francia
más tarde. Desde 1402 luchó con éxito contra los escoceses, capturando en 1406 a su
rey Jacobo I Estuardo (1406-1437). En estos años ingleses y franceses buscaron un
nuevo enfrentamiento armado, pero los problemas internos de ambos reinos
retrasaron el choque. Al final de su reinado la oposición nobiliaria dirigida por su hijo
Enrique se unió a las incitaciones de borgoñones y armagnacs para que interviniera
militarmente en el continente