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EL COSTO DE LA MALA CALIDAD
La calidad sólo es posible con eficacia y eficiencia, porque la eficacia y la eficiencia van
referidas a la utilización que se hace de los recursos. Cuando la utilización es la
adecuada se obtienen costos más bajos y productividad más elevada, por lo que, en puro
sentido económico, no cabe hablar de <buen producto» (o sea, de «calidad>>) si no se
cuenta con un buen proceso productivo; y «buen proceso es únicamente el que, además
de eficaz, resulta más barato. Por tanto, ya que para mejorar el producto hay que
mejorar el proceso de producción, resulta que —a fin de cuentas— «buena calidad» no
es más que «buena utilización de los recursos».
La calidad no exige incurrir en mayores costos. Ese es un enfoque totalmente anticuado
que, sin mayor fundamento, todavía circula entre los que equivocadamente creen que
calidad es sinónimo de procesos productivos más caros, difíciles y complicados, Tal
creencia es un error descomunal que en su día propició la equívoca utilización
del término «costo de la calidad» como fruto de una idea de corte negativo que estuvo
en auge hace más de medio siglo, allá por los años cincuenta. Hoy, la experiencia ha
demostrado de manera más que suficiente que no existen costos de calidad, sino costos
de mala calidad. Es indiscutible que un producto o un servicio de calidad siempre
proporciona mayor rendimiento a la inversión e incrementa la participación de la
empresa en el mercado, lo que obviamente se traduce en una reducción de costos.
El costo de la mala calidad varía según las empresas y las características de estas, pues
va íntimamente ligado a la complejidad de sus productos, la tecnología utilizada y el uso
que la clientela pueda hacer de esos productos. Ahora bien, eso no quita para que la
mala calidad siempre cueste dinero. No hay que ser ningún genio de la economía para
captar que siempre es más barato obtener productos y servicios de calidad (de «buena
calidad») que productos y servicios deficientes, porque la calidad no es el costo de
suministrar lo que se produce, sino el valor que de esa producción recibe el cliente.
El año 1986, en el discurso que Ronald Reagan pronunció como presidente de los
Estados Unidos en la «National Consumers Week» («Semana Nacional de los
Consumidores»), pudo escucharse lo siguiente: «Los consumidores, buscando la calidad
y el valor, establecen las normas de aceptabilidad para los productos y servicios
«votando» con su dinero en el mercado, recompensando a los productores eficientes de
productos y servicios de mejor calidad y comportamiento». Este parlamento es todo un
logro y ha pasado ya a la literatura económica especializada. En idéntica línea, y
también en la «National Consumers Week» de 1986, el presidente del Consejo de
Administración de la Ford Motor Company, Donald E. Peterson, afirmó que (<calidad
quiere decir proporcionar productos y servicios que satisfagan las necesidades y
expectativas de los clientes a un costo que represente valor para el cliente>).
No hay más remedio que subrayar, y con trazo grueso, lo siguiente: no es necesario
producir productos o servicios que excedan en mucho las expectativas de los clientes,
pero siempre es necesario que esas expectativas queden completamente satisfechas.
Para algunos autores eso quiere decir que —por ejemplo— tal despilfarro (y el
despilfarro nada tiene que ver con la calidad) es fabricar vasos de plástico que salen
como fabricar vasos de plata para tirar después de un solo uso. Refiriendo esto a la
empresa sanitaria, puede aseverarse que despilfarro es no optimizar el proceso pro
ductivo; es decir, no establecer en los recursos empleados diferencia alguna entre lo que
puede ser sobrespecificación, lujo, capricho o utopía, y lo que es óptimo empleo y
correcta adecuación.
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En el reino del País de los Sueños no hay costos de mala calidad porque todas las
personas son espíritus puros, ingrávidos, involucrados hasta el tuétano en el proceso
productivo, y se actúa sin necesidad de que hayan de hacerse comprobaciones. Nunca
hay defectos o fallos en el proceso y todo funciona con absoluta perfección técnica,
profesional y económica. Pero en el País de las Realidades no son las cosas de ese color
rosa ni suele haber happy end con música de violines y enternecedores coros celestiales.
Las personas cometen errores (gracias a Dios, porque el error es uno de los medios para
el aprendizaje y acumulación de experiencia), los equipos no siempre funcionan bien y
los productos que se obtienen están sujetos a fallos o defectos. A todo eso, como ya se
dijo anteriormente, creer que en todos los casos de la práctica médica se produce una
correspondencia entre proceso y recurso es una enternecedora ingenuidad.
La realidad en la que hay que moverse provoca irremediablemente la aparición de
costos originados por la mala calidad, un costo cuya definición es esta: «Gasto incurrido
para ayudar al empleado a que haga bien el trabajo todas las veces, gasto incurrido en
determinar si la producción es aceptable, y cualquier otro gasto en que puedan incurrir
la empresa y el cliente por no cumplir la producción las especificaciones necesarias y/o
las expectativas del cliente». A partir de esta definición es posible identificar los
elementos que configuran el costo de la mala calidad (Figura 11.2).
Un simple vistazo a este cuadro permite Captar que el costo de la mala Calidad está
presente por todas las áreas y departamentos de la empresa (tanto de producción como
de administración). En este sentido, bueno será saber que hay estudios empíricos en los
que se demuestra que el costo medio de la mala calidad en las áreas administrativas
supone entre un 20 y un 35 por 100 de los gastos totales de esas áreas. Pero será
interesante dar un somero repaso a los elementos que configuran el costo de la mala
calidad, para tener una visión más cabal de dicho costo.
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Gastos directos
Son los más claros y menos subjetivos de todos, porque pueden cuantificarse a través de
la contabilidad de la empresa. De manera general, corresponden a lo que gasta la
dirección para tratar de que las personas no cometan fallos por inadecuación de recursos
o defectos de comportamiento.
Los de prevención son aquellos gastos destinados a prevenir que el trabajo se haga bien
todas las veces y, entre ellos, pueden señalarse:
- Desarrollo e implantación de un sistema de recogida y presentación de datos.
- Desarrollo e implantación del plan de control de producción.
- Formación del personal.
- Implantación de normas, protocolos y procesos de mejora.
La lista podría extenderse con más detalle, pues cabe añadir cualquiera de las acciones
preventivas que pueden adoptarse para mejorar el proceso productivo. Baste saber que,
ya en los primeros años de la década de los 80, John F. Akers, presidente de la IBM,
dijo que «son costos preventivos todos los gastos ocasionados no para hacer frente a los
problemas conforme salen a la superficie, sino los ocasionados para evitar en lo posible
que se produzcan problemas».
Los de evaluación son los gastos destinados a evaluar la producción ya realizada, y los
de auditoría del proceso productivo para medir la conformidad con los criterios y
procedimientos previamente establecidos. Es decir, son lo gastado en determinar si una
actividad se hizo bien todas las veces. Estos gastos se originan porque, a menudo, la
dirección no está segura de que el dinero y el tiempo invertidos en el costo de
prevención son eficaces en un 100 por 100 para eliminar fallos, errores y defectos.
Harrington dice que, mientras los gastos en prevención tienen el efecto de mejorar el
primer rendimiento de las actividades, los hechos en evaluación, aunque no reducen el
número total de fallos, errores o defectos, detectan un mayor porcentaje de los mismos y
evitan que alcancen al cliente».
Entre los denominados en el cuadro como «resultantes de la mala calidad», serán
internos aquellos en los que, debido a que no todo el mundo hizo bien su trabajo, se
incurra antes de que el producto llegue al consumidor; y serán externos los que se
ocasionan al consumidor proporcionándole un producto o un servicio inaceptables.
Ejemplos de gastos debidos a errores internos, pueden ser:
- Reprocesos durante el proceso productivo.
- Cartas e informes vueltos a imprimir.
- Cargos por facturas pagadas con retraso.
- Saldo desproporcionado en existencias para apoyar bajos rendimientos en el proceso
productivo.
- Obsolescencia de materiales.
- Reprogramación de ordenadores.
- Alimentos cocinados en exceso.
Ejemplos de gastos debidos a errores externos, pueden ser:
- Quejas.
- Pleitos.
- Reclamaciones.
- Cambios de documentación.
- Costos de morosos.
- Incobrables.
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- Robos.
- Costos debidos a la espera.
- Informes y estudios sobre fallos cometidos.
En cuanto a los denominados en el cuadro «gastos correspondientes a la mala calidad de
los equipos», no estará de más indicar que no se suele ser consciente de ellos, Son
gastos en los que se incurre, por ejemplo, al utilizar un hardware o un software
inadecuados, aparataje en mal estado de funcionamiento (v.g.: aire acondicionado,
calefacción, impresoras, fotocopiadoras, instalaciones en general), etc. Es
tremendamente ilustrativo el cuadro que IBM hizo público en 1980, dando cuenta de
sus gastos directos de mala calidad. (Tabla 11.2.)
Según estudios realizados, en la mayoría de las empresas de Estados Unidos los gastos
directos que corresponden al costo de mala calidad suponen aproximadamente —y por
término medio— un 30 por 100 de sus cifras de ingresos. El asunto, como puede
apreciarse, es como para tomarlo en consideración. Véase, si no, el cuadro estimativo
del porcentaje total de gasto directo de mala calidad, según tipo de empresa y elementos
de ese gasto, que incluye Philip E. Crosby en su libro Cuttíng the Cost of Qua]ity”.
(Tabla 11.3.)
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Los gastos directos de mala calidad, resultantes de los fallos internos, crecen cada día
más y, curiosamente, no se tiene mayor conciencia de ello. Por vía de muestra, y con
referencia al área administrativa, he aquí algunos de esos fallos y errores:
- Personas que están esperando entrar en la sala de reuniones, porque la reunión
precedente no acabó a tiempo.
- Retrasos originados por tener algún equipo de trabajo fuera de juego (por ejemplo:
secretarias que van y vienen de un lado a otro del edificio para hacer fotocopias, ya que
la suya —o la más próxima a ellas— está estropeada).
- Errores de transcripción (por ejemplo: poner la coma decimal en lugar equivocado).
- Errores de comunicación (el empleado no entiende lo que de verdad le está diciendo el
jefe).
- Formación interna en horario de trabajo.
- Encargos no cumplidos que impiden a otras personas acabar sus tareas.
Gastos indirectos
Cuando un directivo toma una decisión suele preocuparle el impacto inmediato (sólo en
determinadas ocasiones le preocupa a medio o a largo plazo) que puede tener sobre la
empresa que dirige. Rara vez, por no decir nunca, se preocupa por el que puede tener
sobre los clientes o consumidores. Eso es un error importante. Hoy es necesario algo
más que atender y cumplir los requisitos del cliente. Hoy se necesita satisfacer las
expectativas del cliente.
La imagen de un producto o de un servicio, aunque estadísticamente parezca sólida,
puede mermarse —e incluso arruinarse— por un solo caso. Por eso, cuando se habla del
costo de la mala calidad, no puede ser motivo de preocupación únicamente los gastos
directos que lo configuran. Eso seria tanto como prestar atención sólo a una parte del
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cuadro que se esté contemplando y ya se sabe que, si se analiza o sólo se tiene en cuenta
una parte del todo, lo normal es que se caiga en un miserable engaño.
Hay una historieta de la antiquísima literatura india que narra lo siguiente: «En cierta
ocasión, un viejo hindú hizo llevar un elefante a la plaza del pueblo y pidió que tres
hombres, con los ojos vendados, tocaran al elefante y dijeran de qué se trataba. Uno le
tocó una pata y afirmó que se trataba del tronco de un árbol; otro le tocó una oreja y dijo
que se trataba de la hoja de un gran árbol; el tercero le tocó la trompa y aseguró que se
trataba de una serpiente». Como puede apreciarse, el aviso sobre el engaño en que se
puede caer, al considerar sólo una parte del todo, viene de muy antiguo. Aplicándola al
costo de la mala calidad, avisa que, pensar que los gastos directos son los más
importantes, es tanto como describir al elefante diciendo que es un animal parecido a
una serpiente.
Tan importantes —o más— que los gastos directos de la mala calidad son los indirectos,
sobre todo en la empresa sanitaria. ¿Hay algún profesional de la sanidad que sea
totalmente consciente de los gastos indirectos que se provocan por la mala calidad de las
actividades? Aparatos con avería que impide la realización de pruebas diagnósticas a
pacientes ya citados (y que nadie se ha preocupado de dar cita para otro día),
cancelaciones —casi en el momento— de intervenciones quirúrgicas programadas
(estando ya el paciente, y sus familiares, «hechos a la idea»), crecimientos de listas de
espera que se cuentan por meses (o por años)..., etc., hacen incurrir en una serie de
gastos que, aunque indirectos para la empresa, deberían añadirse en pura lógica a los
directos de la mala calidad ofertada. Tómese buena nota de esto: cada vez que la mala
calidad provoca gastos indirectos, se asesta un golpe mortal a las expectativas que los
usuarios tenían puestas en el quehacer y el servicio de la empresa.
No hay que ser ingenuos. La insatisfacción del usuario es siempre una cuestión binaria:
o está satisfecho o no lo está, y —atención— la insatisfacción es el peor escaparate de
un nivel de calidad. Desde luego, la mala calidad —por desgracia- siempre será una
parte importante de lo ofertado por las empresas de servicios (sanidad, banca, etc.), pero
eso no quita para que sus costos deban reducirse (o, al menos, contenerse) por ser
elevados e importantes. Sin duda, es este un campo de actuación que ofrece las más
claras oportunidades de mejora.
LA SATISFACCIÓN DEL CONSUMIDOR
En todas las investigaciones que hoy se llevan a cabo sobre los servicios de salud crecen
paulatinamente en importancia los estudios y análisis acerca de la calidad que ofrecen
las actuaciones y cuidados médicos. Hay dos razones principales para ello: una
concierne al hecho de que los Gobiernos, para la formulación de sus políticas en el
terreno de la salud, se apoyan cada vez más en los resultados que muestran esos
estudios como medio de sintonizar mejor con las opiniones de la sociedad; la otra,
quizás más determinante que la anterior, radica en el propio seno de la medicina.
En efecto, es una realidad que de un tiempo a esta parte se acusa un desplazamiento en
el contexto de la enfermedad. Del proceso agudo, que hasta ahora resultaba
abrumadoramente mayoritario, se camina hacia otro que aparece como fruto del
conjunto de procesos crónicos íntimamente relacionados con la edad de los individuos,
y los cambios provocados en la estructura demográfica y los comportamientos sociales.
No hay que esforzarse mucho para constatar el notable incremento que supone la
proporción de pacientes que requieren cuidados médicos y sociales de larga duración.
Es evidente que se topa frecuentemente con una necesidad:
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tomar en consideración posibles alternativas diferentes para atender a los enfermos
crónicos y a los de mayor de edad, sopesando convenientemente varios tipos de
cuidados a prestar, tanto institucionales como domiciliarios. No cabe duda de que tal
realidad impone que se dedique mayor interés a los estudios de calidad en los servicios
sanitarios, ya que se necesita extraer de ellos un punto de vista que permita evaluar dos
aspectos fundamentales: qué «productos» proporcionan mejores resultados y cuales de
ellos resultan menos onerosos. Es decir, se impone analizar la efectividad antes que
cualquier otra cosa y eso, necesariamente, pasa por que las empresas sanitarias
demuestren que responden y llevan a cabo una excelente gestión de los recursos.
No es casualidad o mero capricho que la investigación se haya visto impelida a
multiplicar esfuerzos para conseguir una mejor medición de los resultados obtenidos a
través de los diferentes tipos ofertados, centrándose para ello en la evaluación del costoeficacia, el costo-efectividad, y el costo-beneficio de las técnicas y cuidados prestados.
Eso, naturalmente, trae consigo una consecuencia: todas las medidas que se utilizan van
encaminadas a comprobar la efectividad no sólo con criterios médicos, sino también —
y muy principalmente— económicos. Más aún, se utilizan en más de una ocasión
medidas de resultados que, sin poderse decir que están al margen de los puros criterios
médicos y económicos, se han desarrollado sin participar plenamente en ellos y como
complementados a tales criterios. Entre esas medidas pueden encontrarse, por ejemplo,
la consistente en tomar como elemento coadyuvante de evaluación de la calidad la
opinión que tienen los usuarios sobre los servicios y cuidados sanitarios que se prestan.
Si bien se mira, tal cosa es lo que ha abierto el camino que posibilita evaluar los
cuidados médicos desde la perspectiva de su aportación a la salud efectiva (y a largo
plazo) tanto de los pacientes en particular como de la sociedad en general.
Claro que el énfasis puesto por algunos en lo importante que es «la opinión del
consumidor», responde más al creciente interés sociológico que provocan hoy las
relaciones interpersonales que a un estricto sentido y orientación tendiente a evaluar la
calidad sanitaria. Sin embargo también ha de reconocerse que ese interés es el que ha
dado origen a unos estudios de opinión basados certeramente en la relación
suministrador de servicios/paciente. Cuando tales estudios se relacionan bien entre sí,
iluminan mucho sobre la importancia que tiene comprender —y tomar en cuenta— el
punto de vista del paciente. En este sentido, los realizados por Cartwright resultan de
interés capital.
Hasta la década de los sesenta, y primeros años de los setenta, no se tomó conciencia
definitiva del inescapable compromiso que supone atender debidamente las necesidades
del consumidor. Aunque colateralmente, eso trajo consigo la evidencia de que era
necesario provocar ciertos cambios estructurales en los Servicios Nacionales de Salud
de algunos países. Dichos cambios se extendieron después a otros, materializándose en
algo muy concreto: establecer qué papel desempeña el consumidor-paciente en la
organización y configuración de los servicios de salud. De esta manera, y propiciando la
participación del consumidor, surgieron en 1974 los primeros Consejos Comunitarios de
Salud dotándolos de cometidos específicos. Algo más tarde apareció la figura del
llamado «Comisionado de Salud», al que se le encargó de velar por el buen
funcionamiento de los servicios sanitarios, y más tarde se abocó en el establecimiento
de los «Servicios de Atención al Paciente», que alcanzaron una difusión enorme. Estos
servicios, cuya consolidación se efectuó a nivel de la institución hospitalaria, tienen
como misión atender las quejas de los usuarios sobre los procedimientos y situaciones
con los que no están conformes, así como ayudarles en todo lo que puedan necesitar
haciendo de enlace amistoso entre ellos y la dirección del centro, o entre ellos y los
profesionales del mundo sanitario e incluso de la élite institucional. En ese contexto, ya
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que los Servicios de Atención al Paciente constituyen de forma indirecta una manera de
participación del consumidor, cae de su peso que los estudios de opinión llevados a
cabo no tienen más remedio que aparecer como algo digno de atención y, en cierto
modo, fundamentales.
En realidad, la mejor utilidad que proporcionan esos estudios es esta: muestran cuándo
una persona está o no de acuerdo (y en qué grado) con lo que se le suministra en las
empresas sanitarias y permite apreciar, no sólo cuál es su opinión acerca de la atención
recibida, sino cómo valora las actuaciones, juicios y consejos médicos que ha recibido,
cosa que tiene gran interés para valorar futuras relaciones en el binomio «suministrador
de servicios/paciente». Y es que la actitud del paciente frente al suministrador del
servicio, resulta de especialísimo provecho para intuir qué efectividad puede esperarse
de los servicios sanitarios en cuanto a cuidados que pueden extenderse a medio o largo
plazo. Téngase presente que, a nivel individual, para el paciente objeto de cuidados
prolongados en el tiempo, la calidad de los que pueda recibir es casi siempre sinónimo
de «calidad de vida». Por tanto, su satisfacción con los cuidados, actuaciones y consejos
médicos, normalmente no es más que el resultado de su satisfacción por cómo vive o
cómo se le hace vivir. En este sentido, todo lo que racionalmente pueda hacer por él la
organización y los profesionales encargados de prestarle los cuidados sanitarios, es parte
importantísima de ese todo que configura la opinión del consumidor.
Ahora bien, justo es señalar que, lo que no termina de estar suficientemente claro, son
los componentes estándar que mejor pueden adaptarse a una idónea investigación
evolutiva. En realidad, las discusiones que se provocan al respecto no conciernen tanto a
la metodología (generalmente, bien aceptada) como a los resultados que proporciona y,
sobre todo, al uso o interpretación que se hace de tales resultados. Sería necio negar que
una buena parte de esas discusiones tiene su causa en el recelo que siempre suscita
cualquier variable de carácter innovador, pero también ha de admitirse que concurren en
ellas (aunque sea en mínima parte) algunas quiebras propias de todo proceso todavía no
suficientemente asentado.
Los estudios sobre la opinión del consumidor pueden utilizarse para tres propósitos
distintos:
- como evaluación de la calidad,
- como variables de un resultado, y
- como indicadores de aquellos aspectos concretos de un servicio que es necesario
cambiar para mejorar la respuesta del paciente.
Sin embargo, por sí mismos, esos estudios jamás deben entenderse como evaluaciones
de la calidad específica de los cuidados médicos, sino como observaciones hechas a los
indicadores de calidad (si es que se dispone de algunos indicadores convenientemente
estandarizados). Por ese camino, según varios autores, puede lograrse hasta un 90 por
100 de consumidores satisfechos.
Disponer de indicadores de calidad estandarizados es el único procedimiento válido
para no caer en la trampa de intentar conseguir el máximo grado de satisfacción del
consumidor entendiéndolo como el máximo grado de la más alta calidad. Esos
indicadores tendrán que ser siempre arbitrarios, porque arbitraria suele ser la opinión del
consumidor; una opinión que, aún siendo muy importante, hay que tener claro que
nunca puede considerársela como determinante. De aquí que la mejor utilización que
puede hacerse de los estudios de satisfacción del consumidor es la que se señalaba
anteriormente como tercer propósito: indicadores de aquellos aspectos concretos que es
necesario cambiar para mejorar el nivel de satisfacción. Eso es aceptar realmente una
participación democrática del consumidor, contra lo más corriente —cómodo y
absurdo— de involucrarlo en lo que concierne a procesos de decisión sobre aspectos
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técnicos, de calidad o de política sanitaria (aspectos sobre los que carece de preparación,
criterio y experiencia).
La llamada «calidad total»
La ausencia de defectos o de fallos en cualquier proceso productivo corresponde —
como ya se ha dicho anteriormente— al País de los Sueños, región sublime que nada
tiene que ver con el País de las Realidades en el que se desenvuelve la vida humana. No
obstante, al hombre le gusta soñar (quizás porque, como dijo el polígrafo Diego de
Saavedra Fajardo, «el sueño templado conforta», o por aquello otro de que «a los
pueblos los impulsan los soñadores y los poetas») y uno de los sueños que hoy se
presentan como más adorable es el que se ha dado en bautizar como «calidad total».
Quintaesencia de la más pura irrealidad, el atributo «total» encierra en sí mismo una
ambiciosa idea de omnicomprensión, de infinitud, de excelencia absoluta, que confiere a
la calidad una característica de bella utopía ajena a la condición material que siempre
impone límites a cualquier actividad realizada por los hombres. Suena bien, pero la
«calidad total», tan en boga hoy en el mundo de la empresa, no es más que un reto
conceptual que, como cualquier otro concepto, corre el riesgo de entenderse
erróneamente o, lo que es peor, de utilizarse para perpetrar un monumental engaño. De
hecho, así parece que está ocurriendo.
La equivocación, o el engaño, se pone de manifiesto a través de las diferentes
definiciones que se dan de ella. Una de esas definiciones resulta, por ejemplo, harto
significativa. Dice así: «Reto lanzado a la Dirección para que haga evolucionar la
empresa hacia una estructura nueva, capaz de generar un aumento de la competitividad»
(Gelinier). Según esto, la llamada «calidad total» se dibuja como resultado de una
actitud y una filosofía con las que se predica el logro de un nivel de absoluta excelencia,
cuyo fin no es otro que competir más ventajosamente en el mercado. Eso, con todos los
respetos, es un fraude monumental. La brillante utopía que inicialmente se plantea a
nivel de concepto se reduce de manera miserable a una interesada y simple optimización
del binomio calidad/precio, ajena a la superior trascendencia que encierra inculcar en el
hombre el inmenso valor de esforzarse por una tarea bien hecha como auténtico medio
de realización personal. Así se explica que, con ese atributo de «total», lo que se
pretende es:
- Involucrar a todo el personal en el proceso productivo.
- Implicar en dicho proceso a todas las funciones de la empresa.
- Envolver la totalidad de las fases que componen el ciclo vital por el que atraviesa el
producto o servicio en la consecución del resultado.
- Significar de manera sistematizada todos los recursos que son necesarios para la
producción desde todas sus vertientes (dentro y fuera de la empresa, incluso
complicando en ello a los proveedores).
- Comprometer a todos para que sean tenidas en cuenta todas las necesidades de los
clientes.
- No dejar escapar todo aquello que sea susceptible de aportar alguna mejora para la
satisfacción del cliente, porque son armas preciosas con las que se puede lograr el
objetivo de dar satisfacción Total a los clientes, por eliminación de todos los fallos
posibles. Esto es realmente vital para competir más ventajosamente en el mercado, pues
la calidad de un servicio es la calidad que el cliente percibe (en suma, la calidad la
definen los clientes a través de su percepción y convencimiento) y, según esa
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percepción, da valor al producto o servicio; un valor que, de una manera u otra,
condiciona el precio porque este es la resultante de tres factores puestos en juego:
*Prevención de errores y complicaciones.
*Accesibilidad de la oferta.
*Satisfacción de las exigencias que subjetivamente emanan de las necesidades
planteadas por los clientes.
Los clientes son cada vez más exigentes, la organización tayloriana del trabajo ya no
sirve y, para postre, los trabajadores quieren expresarse y participar. Solución: invéntese
algún nuevo estimulo que favorezca una mejora en la relación calidad/precio, es decir,
ábranse las puertas a una utopía llamada «calidad total».
No cabe duda de que para satisfacer el aumento de las exigencias individuales y
participativas del consumidor (cada vez son más frecuentes las quejas, los reclamos y
las demandas), para afrontar la complejidad que representan los sistemas tecnológicos
hodiernos, para dominar los cambios continuos que se producen, hay que contar con el
personal. Pero eso supone pasar de un clima de desconfianza y pequeñas resistencias a
admitir sin reservas que los empleados son seres adultos, capaces de tomar decisiones,
responsables; en suma, hay que cambiar drásticamente el estilo de dirección e
introducir, tanto en dirigentes como en dirigidos, la lógica de las iniciativas versus la de
obediencia o mero cumplimiento. Con eso puede. quizás, conseguirse producir la
calidad en vez de inspeccionar la calidad,.., pero asumiendo que siempre habrá fallos y
que eso de la «calidad total» es un imposible porque la producen seres humanos y los
seres humanos no son perfectos (aunque pueden llegar a ser menos imperfectos si
intentan, a título personal, la perfección en el trabajo).
Calidad de trabajo y relaciones humanas
Más que preocuparse por la consecución de una problemática «calidad total», lo
importante y decisivo es ocuparse de la calidad en su estricta vinculación con las
relaciones humanas.
Ya se ha dicho aquí que la función de producción es la relación técnica entre un
producto o servicio y los distintos factores, medios o recursos, aplicados para su
obtención. También se ha dicho que, cuando esa relación se logra a un costo mínimo,
ahí radica la eficiencia y, asimismo, que con eficiencia y efectividad técnica se alcanza
la eficacia. Optimizando, pues, eficacia, efectividad y eficiencia, se consigue la calidad;
pero hay que llamar la atención sobre algo que es fundamental: quien logra que
producto (o servicio) y factores tengan relación, sea esta una relación a costo mínimo y
se consiga así la eficacia, es el ser humano. En él, y sólo en él, está la clave de la
productividad, de la calidad y del beneficio. Por eso se ha definido alguna vez la
dirección como la tarea consistente en ayudar a aquellos colaboradores que pueden y
quieren hacer las cosas a que puedan y quieran hacerlas mejor. En este sentido, el buen
dirigente es el que basa sus acciones en la manera con que realmente se portan, sienten,
quieren y cambian los individuos, y no como él desea que se comporten o piense que
deberían comportarse, O sea, buen dirigente —buen gestor— es quien facilita la
auténtica trascendencia del ser humano por medio de la realización del trabajo.
Aparece así en primer plano con todo vigor y fuerza inusitada lo que vulgarmente se
conoce como «relaciones humanas», pero que, en verdad, responde al conocimiento de
la materia que es objeto de las llamadas «ciencias del comportamiento». A través de
ellas puede llegarse a comprender el alcance de las necesidades, capacidades y
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emociones humanas, tanto las normales como las neuróticas, que se encuentran en todo
individuo. El directivo hodierno, debido a la tensión de las relaciones en el trabajo y la
necesidad de integrar en un solo impulso interno a todo el colectivo de personas que
conforman la empresa, no puede —ni debe— evitar ser responsable del bienestar de su
personal. Si los trabajadores no están satisfechos se carecerá de productividad, no será
posible el desarrollo porque faltarán ideas, no habrá eficiencia y será dificilísimo
sobrevivir, y quebrará la calidad.
Hay que ser rotundamente claros y no disfrazar con sutiles veladuras una realidad: las
ciencias del comportamiento están esencialmente orientadas contra la autoridad que
hace mal uso y abuso de la fuerza, porque su razón de ser es asegurar la dignidad de la
persona en todas las fases de su vida. Fueron un descubrimiento americano (la
denominación original es behavorial sciences) dentro de la más aplastante lógica: a
América del Norte, en el famoso My flower arribaron los refugiados, los proscritos y los
rebeldes de otros países en mayor número, es decir, los impotentes. Tal entramado
social fue proclive a preocuparse por la dignidad del hombre corriente y, con el
transcurso del tiempo, al trasladar esa preocupación al mundo del trabajo, se
«descubrió» que cuanto más puede un subordinado ejercer sus libertades, tanto mayores
son sus satisfacciones y productividad, lo que inevitablemente conduce a un mayor
nivel de calidad, Tal «descubrimiento» no ha hecho a lo largo de los años más que
reafirmar su realidad, Hoy se vive bajo la tiranía de las técnicas, que marca una clara
tendencia a formalizarlo todo en procedimientos y a que las personas (tanto dirigentes
como dirigidos) sean usadas y manipuladas. Esto viene a darse la mano con la quiebra
de una jerarquía de valores que, a nivel individual, pone al hombre ante un mundo sin
esperanza y, en multitud de ocasiones, la persona se ve forzada a responder de manera
innatural y atrapado en una lid de descarnada competencia que crea en él la doble
tensión del incentivo y la coacción, lo que le conduce a encerrarse con frecuencia en sí
mismo. El fruto lógico de todo ello son los sentimientos de frustración, de ansiedad e
inseguridad que devoran su interés, sus valores, sus impulsos y su salud emocional e
incluso mental.
En estas condiciones, suena a espantoso sarcasmo hablar de la obtención de una
«calidad total» en lo que hace, cuando lo que subyace en esa «totalidad» cualitativa es la
finalidad de progresar aún más en la competencia, sin referente alguno al valor
intrínseco del propio trabajo. Las ciencias del comportamiento no resaltan la crucial
importancia que tiene fomentar esa valoración, pero se ocupan —al menos— del trato y
relaciones humanas, aunque —justo es decirlo— persiguiendo únicamente que las
personas se den a la organización y al trabajo en vez de «abandonarse» a ellos. Es una
visión parcial, y por tanto incompleta, del problema real. Por eso, los dirigentes que
aceptan los postulados de estas ciencias como medio para obtener resultados inmediatos
y seguros, esperando indicaciones detalladas de los pasos que han de darse, se
encuentran de bruces contra la decepción. No hay procedimientos fijos, ni técnicas
sutiles que valgan. No existen soluciones rápidas, ni fáciles. Las ciencias del
comportamiento tratan del material más complejo, inestable, inflexible e impredecible
que existe: las personas. En ese campo, máxime si se orilla una valoración de la
trascendencia que confluye en el ser humano, las predicciones son menos seguras que
los pronósticos del médico o del meteorólogo. Ahora bien, no hay duda de que algo
puede mejorarse a través de las líneas generales que son objeto de estudio, tienen
consistente validez y no entran en «el terreno de la profecía». Dichas líneas son las que
dibujan el análisis y medida de los motivos por los que actúa el hombre.
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Los psicólogos (especialmente David McClelland, de la Universidad de Harvard) han
hecho grandes progresos por lo que se refiere a la definición y medida de los motivos
humanos. McClelland examinó profundamente, no las causas externas, sino las
preocupaciones dominantes de motivos humanos identificables, construyendo así tres
grandes categorías: la necesidad de afiliación, la necesidad de poder y la necesidad de
logro. La mayor parte de los hombres tienen en su pensamiento algo de cada uno de
esos motivos, pero es enormemente significativo que en los países industrializados se
haya constatado lo siguiente: el personal de las empresas invierte el 80 por 100 de su
tiempo en satisfacer las necesidades de afiliación y de poder, y un 20 por 100 en
satisfacer la de logro (o sea, en hacer tareas). ¿Puede extrañar que haya problemas con
la productividad y la calidad de los productos y servicios? Esto es grave, gravísimo,
porque demuestra la enorme insatisfacción que existe en el trabajo, cuando el trabajo es
la mayor fuente de autorrealización y, si una persona no está realizada, será incapaz de
ejercer la necesaria libertad de acción que reclama el desempeño de las tareas.
La cantidad de tiempo, esfuerzo y atenta consideración que se preste a satisfacer las
necesidades que surgen de los motivos humanos dominantes, determina en gran medida
la eficacia de la actividad que se desarrolla. Desde el estudio hecho en 1927 por la
Western Electiric-Hawthone, que ya es clásico, se ha comprobado más que
suficientemente la gran incidencia de la moral y la motivación en la productividad y en
la calidad de lo que se produce. A este respecto, ya no hay dudas sobre la capacidad del
hombre para alcanzar mayor nivel de calidad y de que, por mucho que se empeñe, jamás
alcanzará una «calidad total)) en aquello que realice (máxime si se dan grandes
diferencias entre el nivel y la motivación).
En las empresas de servicios de salud, como ya se ha apuntado en páginas anteriores,
se da una amplia variedad de estamentos, titulaciones, formación y educación de las
personas, que se traduce en una serie de grupos estancos que tienen mucho de “asta”.
Eso dificulta enormemente que se pueda producir un clima laboral de conjunto e
interrelacionado que propicie la satisfacción de las necesidades individuales. Asimismo,
comienza a ser alarmante la quiebra que se observa en la genuina vocación profesional
de quienes más directamente «producen» el servicio. Ahí radica el principal freno a la
productividad y ahí pueden hallarse las causas más sólidas de la quiebra en la calidad, Si
un servicio es la satisfacción de una necesidad para beneficio, utilidad, favor, ayuda o
provecho de alguien, difícilmente podrá suministrarse un buen servicio a la clientela
(usuarios o pacientes) si antes no están satisfechas las necesidades de quienes han de
proveerlo.
No cabe cerrar los ojos a la evidencia:
 calidad y relaciones humanas están íntimamente ligadas, y
 condicionan -a nivel individual y colectivo— las relaciones entre el agente
proveedor y el consumidor de los servicios de salud.
Difícilmente se mejorará en la gestión de los servicios de salud, si antes no se mejora y mucho— en la gestión privativa e íntima de las propias personas. Como escribió el
gran ensayista francés Louis Bottach, “el hombre tiene mucho más que temer de sí
mismo que de todos los contratiempos del mundo exterior” Aunque, quizás, el mejor
mensaje con el que se puede cerrar este libro es invitar a una reflexión sobre lo que dijo
un dramaturgo griego que vivió en el siglo III antes de Cristo, llamado Menandro: «Los
hombres se ocupan demasiado de sí mismos y no disponen de tiempo para profundizar e
inquirir en los demás».
Prof. Fioravanti Vicente
Octubre 13.UCA