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MEDITACIONES CUARESMALES-XII 12. LA CONVERSIÓN, UNA JUSTICIA NUEVA Uno de los grandes logros de la justicia es, sin duda la presunción de inocencia: nadie puede ser condenado por algo que no esté probado que lo ha hecho. ¿Es justo condenar a alguien por asesinato porque sabemos que tuvo con la víctima un rifirrafe, le insultó y le humilló? Las intuiciones y las corazonadas no son suficiente para condenar: se necesitan pruebas. Habéis oído que se dijo a los antepasados: “No matarás”; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: “Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano “imbécil”, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame “renegado”, será reo de la gehenna de fuego (Mt 5,21-22). Estamos tan acostumbrados a medir la validez de las cosas por lo que está permitido que, por temor al castigo, “frustramos” un montón de delitos que se cometen sólo en nuestro corazón; sin embargo, en los evangelios pocas veces encontramos que Jesús condene a alguien...pero sí encontramos una advertencia: la medida que utilicemos con los demás será la medida que se utilice para con nosotros. Jesús va más allá de la ley y de la necesidad de los testigos para probar un delito: mata a su hermano quien, sin tocarle, le priva de existencia en su interior. Podemos tratar muy bien a los demás (porque está mandado, porque nos interesa, por temor a las consecuencias...) y estar matándole (negándole nuestro afecto, nuestra comprensión...). En el contexto en que habla Jesús “encolerizarse” con alguien es sinónimo de “albergar en el corazón malas intenciones para con el otro”; y llamar imbécil al hermano es visto como una forma más de reconocer en el otro lo que tiene para mí de “hermano” y de “igual”, por eso, privarle de su derecho de ser querido por nosotros como hermano, de ser tratado como Hijo de Dios, o de ser tratado en función de su “ser persona” es un atentado: no hay negación de la vida, pero sí del afecto y el amor imprescindible para vivir; no hay derramamiento de sangre, pero sí de dignidad. No será el mero cumplimiento de la ley lo que determine el lugar que ocupemos junto a Dios, sino el trato que hayamos tenido para con los hermanos y el lugar que estos hayan ocupado en nuestro corazón. Se puede cumplir con todo lo que está mandado sin acercarse lo más mínimo al espíritu de la ley, sin amar. La conversión es un camino de acercamiento a Dios; y por eso, Jesús nos recuerda que todo lo que nos separe de nuestro hermano nos separa de nuestro Padre común. El intento de juzgar a los demás es visto por Jesús como un intento de considerarnos por encima de él; y, por lo tanto, como expresión de superioridad ante Dios, para quien todos somos dignos de respeto y consideración; y de modo especial, los pequeños, los imbéciles, los que no son importantes para nadie... No es necesario matar: mirar por encima del hombro es una forma más de pisar y castigar al otro; y, por lo tanto, una forma más de ofender a quien tenemos en común: el Padre. Estamos tan acostumbrados a medir nuestras relaciones en función de cómo nos han tratado, lo que nos pueden ofrecer o el “qué dirán”, que nos hemos convertido en “comerciantes de amistad” y “vendedores de primeras impresiones”; y así sin pretenderlo, vamos llenando el corazón de puertas y compuertas que cierran el paso a los demás...y a Dios. Cuando en nuestras relaciones pesa más la imagen que nosotros podamos tener del otro que la imagen que pueda tener Dios de él, seguramente estemos negando al hermano algo: el reconocimiento de que es Hijo de Dios, Hijo de nuestro Padre común. Cuando damos más valor a lo que puedan pensar los demás por nuestras relaciones con los demás que al criterio que tiene Dios a la hora de relacionarse con nosotros o para decir quiénes son sus predilectos, seguramente nos estamos olvidando de algo: de nuestra convención de hijos y nuestro deber de tratarnos como verdaderos hermanos. ORACIÓN Ante ti, Señor, no valen excusas. Muchas veces pretendo engañarme, y engañarte a ti, diciéndome que soy bueno, que no me meto con nadie, y hago lo que Tú me pides... Tú vas más allá. Tratar a los demás con cortesía y educación no tiene mérito: eso lo hace todo el mundo. Ayudar puntualmente a quien necesita que le echen una mano no es cristiano: eso lo hacen también los agnósticos y los ateos. Tú quieres que nos tratemos como hermanos; que esté dispuesto a renunciar a mis temores y prejuicios para aceptar a los otros como son, sin querer que sean como yo. Me cuesta, Señor,. se me hace difícil aceptar a los que piensan de otra forma, a los que tienen otros gustos, a los que, por su apariencia, los considero inferiores a mí. Sólo mirando cara a cara a tu Hijo podré entender que Tú estás en los débiles, en los tontos y en los imbéciles. Ayúdame, Señor; para que, en lugar de buscarte en otros sitios, sea capaz de descubrirte en donde realmente estás: en los más débiles.
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