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PONENCIA LAS LENGUAS COMO VENTANAS PARA MIRAR EL MUNDO
“Cada lengua es una ventana que da a otro mundo, otro paisaje, otra estructura
de valores humanos (…) tuve una suerte inmensa e incorporé más tarde una lengua que
adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi enseñanza, todavía tengo el
privilegio de dar clases, conferencias, en cuatro lenguas. Cada vez lo siento como
vacaciones del alma. No sé expresarme de otro modo: es una maravillosa libertad.” Con
estas palabras se expresa George Steiner sobre su infancia, en el contexto de una
entrevista autobiográfica con la periodista francesa Antonie Spire. Para él fue un
privilegio poder hablar tres lenguas en los primeros años de vida. En su casa se hablaba
alemán, el exilio era en París y allí iba a una escuela de lengua inglesa. De modo que
convergen en una misma vida humana el alemán, el francés, el inglés y, después, aún el
italiano.
Aparece la metáfora de la ventana. La lengua como ventana. Las ventanas son
aquellas partes de la casa a través de las cuales se puede ver el mundo desde adentro sin
salir de la casa y, asimismo, se puede ver el interior sin entrar a ella. De este modo, las
ventanas son miradores. Cada cultura muestra, a través de cómo la arquitectura diseña
sus ventanas, una concepción del mundo. Una idea de cuánto se puede ver o cuánto se
puede mostrar y cuánto se oculta o tapa. Una manera de conectar o no, el adentro con el
afuera. Ventanas, ventanales, ventiluces. Con o sin rejas; con vidrio simple o doble,
claras u oscuras; sucias o limpias; con cortinas traslúcidas; con cortinados simples o
dobles; con persianas o sin ellas. Distintas ventanas, distintas cosmovisiones.
A partir de este interesante texto podemos ver también cómo el hecho de que
alguien crezca en un ambiente multilingüístico puede ser visto no como un problema o
fuente de futuras dificultades en el desarrollo, sino más bien como una potencia de
oportunidades. Sospechamos que lo habilita a percibir aquello que no se percibe en la
tierra-patria de la propia lengua, de la lengua materna; permite pensar lo que allí no se
piensa, poder ser de otro modo que en casa. Asimismo, a partir de Steiner podemos
pensar que mantenernos en nuestra propia lengua es también clausurarnos a otras
lenguas y, con ellas, a otras formas de vida, a otros mundos. Por ello, nos permite
pensar nuestro modo de relacionarnos con el extranjero que cada uno de nosotros es en
relación con todas las otras lenguas que no habla, que no entiende, que no habita, es
decir, con los otros mundos a que ellas refieren. La extranjeridad sería en cada uno de
nosotros “esas ventanas” como oportunidad de liberarnos de las rutinas y ser de otro
modo, ser “nuestros otros”.
Podemos sostener que lo que define a la infancia desde su etimología latina,
infans, es la falta; la palabra está compuesta por el prefijo privativo “in” y el verbo
“fari” hablar, de modo que, literalmente, infancia significa “ausencia de habla”. Desde
la crudeza de la etimología, sostiene Walter Kohan en su obra Infancia, política y
pensamiento, se ha extendido esa nota de privación. Así como no pueden hablar,
análogamente, los infantes no pueden, no saben, no viven, no piensan como los adultos.
En la infancia hay una incapacidad o impotencia, así como ausencia o negación. De
modo que la que conocemos es la imagen de la infancia desde los discursos dominantes,
asociada siempre a la primera edad y al vida como un desarrollo, que sigue etapas,
fases. La infancia es menos, para llegar a ser más. Es vista como el primer escalón, una
posibilidad de ser algo más a futuro. Es un camino que suele estar acompañado de un
signo: el progreso. Importa no por lo que es, sino por lo que va a llegar a ser, en qué se
va a convertir (¿qué vas a ser cuando seas grande?), qué tipo de adulto y ciudadano
seremos capaces de formar. La propuesta es comenzar a romper con esta lógica de la
privación y negación para entrar en otra lógica, la de la afirmación, desde lo que es la
infancia, desde lo biográfico singular y no solamente desde apelaciones universales;
más desde una lógica que se corre del “niño ideal” e ingresa en el mundo de los niños y
las niñas reales que están ahí, cotidianamente, en nuestras salas y aulas.
Asimismo, afirmamos que la infancia habla una lengua que no escuchamos;
pronuncia una palabra que no entendemos; piensa un pensamiento que no pensamos. Es
por ello que la posibilidad de la filosofía para y con la infancia intenta dar voz a
aquellos que no la tienen. Intenta ser una experiencia dadora de voz en la escuela. Dar
espacio a la palabra, a la lengua de la infancia y aprender de ella, sería, además de una
oportunidad para la niñez, una posibilidad de volvernos nosotros adultos, extranjeros
para con nosotros mismos. Oportunidad de salirnos de nuestro cómodo lugar y
transformar lo que somos a partir de la fuerza y el impulso de la infancia.
Hacer filosofía con niños puede ser un camino para llegar a habitar otras tierras
filosóficas que no estamos acostumbrados a habitar. Recordando a Paulo Freire, dejar
los academicismos, pero no la academia. Nos permite llegar a ser otros maestros que los
que estamos acostumbrados a ser, a partir de una revisión de nuestra relación con el
enseñar y el aprender. Ese espejo de la infancia en el que nos podemos mirar, nos puede
ayudar a ir a las escuelas, no solo para dar una educación a la infancia, sino también,
para dar una infancia a la educación y, de este modo, un nuevo comienzo, una nueva
tierra. Nos posibilita pensar y repensar nuestras propias prácticas una y otra vez.
En esas prácticas de pensamiento, si bien se repite el pensar, no es el mismo
pensar el que se piensa. Pensamos para poder pensarnos siempre de otra manera, para
renovarnos y renovar nuestra relación con los otros y con el mundo. Estas experiencias
de reflexión sobre el enseñar y el aprender refieren a la imagen de un camino. La
filosofía es “ir de camino”, es estar en búsqueda. Como dice el sabio zapoteco: “Primero
andarás todos los caminos de todos los pueblos de la tierra, antes de encontrarte a ti
mismo”. Este camino, que es la filosofía misma, resulta inacabado e inacabable en el
pensamiento. Practicar la filosofía con infantes, con niños, nos da la oportunidad de
tomar conciencia de que estamos en esa búsqueda; nos ayuda a dudar de las certezas; a
explorar nuevos caminos, a mantener el ritmo de búsqueda y a no apoltronarnos, o
acomodarnos en algunos momentos que creemos de llegada. Es una paradoja: tenemos
que buscar, no para encontrar, sino para seguir buscando, buscándonos a nosotros
mismos. Para no mitigar el deseo, sino, por el contrario, para alimentarlo y para
posibilitar, habilitar el camino de los otros, de los extranjeros, de los infantes. Para
escuchar a los que pensamos, como adultos, que nada tienen que decirnos, a los que no
tiene voz o aún no hablan nuestra lengua. Para que la infancia haga su propio camino al
andar, como dice el poeta Machado.
Prof. Lic. Adriana Passalia