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Transcript
La Plata, 25 de febrero de 2011
PARA TODOS LOS NIVELES
Homilía de S.E.R. Monseñor Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata, en la Misa de inicio de ciclo,
celebrada en la Iglesia Catedral el viernes 25 de febrero, a la que asistieron integrantes de las
comunidades educativas diocesanas de todos los niveles, sacerdotes, representantes legales, directivos y
docentes; autoridades de Dipregep, asesores de esa Dirección e Inspectores de Región I.
Secretaría General CEC
Misión de la escuela, misión en la escuela
Homilía en la Misa de los educadores platenses al comienzo del año lectivo.
Iglesia Catedral 25 de febrero de 2011
El encuentro en el que nos damos cita todos los años, poco antes de iniciar el ciclo escolar, coincide esta
vez con la fiesta litúrgica de la beata María Ludovica. Esta circunstancia providencial resulta significativa para
nosotros, educadores. Sobre todo porque conocemos muy bien su figura, porque la queremos y estamos
orgullosos de ella. Es aleccionador, tiene que causarnos asombro, recordar que una muchacha nacida en un pueblo
de los Abruzzos, privada de toda cultura académica, extraña por su lengua y costumbres a nuestro medio
rioplatense, llegó a ser admirada unánimemente y reconocida como ciudadana ilustre de esta capital provincial,
centro administrativo y político de peso en el país y célebre por su tradición universitaria. Este hecho nos mueve a
alabar a Dios y a darle gracias.
Ludovica trajo consigo aquella visión del mundo y de la vida propia de la civilización campesina,
enriquecida con sólidas virtudes humanas y cristianas, iluminada con la claridad de una fe sin fisuras. Ella
transmitió esa visión más que con palabras con la natural sobrenaturalidad de su presencia y de su entrega en el
trabajo cotidiano. Como superiora de su comunidad religiosa y como administradora del Hospital de Niños fue
una educadora de la caridad. Con su ejemplo de desprendimiento y de disponibilidad total se hizo eco de la revelación
del amor que se manifestó en la entrega de Cristo por nosotros; comprendió y vivió con una coherencia heroica y
una desconcertante sencillez el principio central del cristianismo expuesto por San Juan en el pasaje de su primera
carta que hemos escuchado hace un momento: En esto hemos conocido el amor: en que él entregó su vida por nosotros; por
eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos (1 Jn. 3, 16). Su ejemplo desarmaba resistencias y
reticencias, movía a la generosidad, resultaba contagioso, transformante, arrollador.
Insisto en su condición de educadora, que puede servirnos de modelo a quienes nos dedicamos a la
educación: en este campo estamos llamados a entregar la vida, no simplemente a ejercer una profesión; el secreto
está siempre en el amor. Una religiosa que vivió catorce años junto a la Superiora Ludovica ofreció este testimonio
en el proceso de beatificación: Nos decía a las hermanas: nosotras tenemos que obrar bien, no por nosotras, sino por Dios, por la
Iglesia, porque nosotras somos Iglesia y representamos a nuestro Instituto; en nuestro comportamiento no debemos olvidar nunca que
somos hijas de Dios; para él vivimos y para él tenemos que ser. Y repetía: no se cansen nunca de hacer el bien; hermanas, no importan
las cosas que pasen, siempre hagan el bien. La declaración incluye también esta sentencia de la beata que lo explica todo:
el amor más grande es el de estar siempre unida con Dios. Esa exhortación simple y esencial, referida al trabajo
hospitalario, cuadra perfectamente a las exigencias de la tarea escolar.
En esta Misa previa al comienzo del año lectivo encomendamos al Señor nuestras intenciones y
preocupaciones, invocamos la inspiración y la fortaleza que tienen su fuente en el Espíritu Santo para hacer frente
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con lucidez y buen ánimo a las dificultades de nuestra misión. Pero también se nos brinda la oportunidad de
reflexionar sobre algún aspecto de la educación cristiana. Hoy quiero detenerme en la misión de la escuela, de la
escuela católica, la que le es intrínsecamente propia, y que se identifica con la misión que la Iglesia debe desarrollar
en la escuela y a través de ella. Nuestra arquidiócesis, a tono con el impulso renovado en la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, quiere verificar seriamente su condición de Iglesia misionera, especialmente en
la orientación y el dinamismo de la pastoral ordinaria.
Esta decisión vale también – no podría ser de otra manera – para la pastoral educativa que se debe
desarrollar ordinariamente y con puntual continuidad en nuestras escuelas. Ahora bien, en ellas la pastoral
educativa coincide con su específica misión de educar en sentido integral y cristiano. En otras ocasiones me he
referido a las características de una educación que pueda reconocerse, en sentido genuinamente católico, como
formación integral de la persona en su irreductible identidad femenina o varonil. Me permito ahora formular
algunas observaciones sobre la dimensión misional de la educación, especialmente en relación a las dificultades
que encuentra, en la actualidad, su plena realización.
En primer lugar recordemos que la escuela católica, al cultivar y transmitir las diversas disciplinas
curriculares en los distintos niveles, comenzando por los saberes elementales, cumple una misión al servicio de la
Verdad. Lo que debe proponerse cultivar y transmitir es la cosmovisión cristiana, en la que letras, ciencias y arte se
articulan armoniosamente en una síntesis sapiencial a la luz de la fe. Nuestros institutos de enseñanza no son
sucursales de la iniciativa oficial o ámbitos supletorios de la responsabilidad educativa del Estado en una especie
de subsidiaridad invertida; tienen su propia identidad – esencia, principios, fines, métodos – y constituyen, junto
con otras instituciones privadas y con la vertiente estatal, un único sistema público de educación. Nuestra
identidad se refiere a la misión de la Iglesia, se inscribe en ella, y por lo tanto se remite a Jesucristo, Camino,
Verdad y Vida (cf. Jn. 14, 6). La escuela católica es la Iglesia en función de educar; su misionalidad se cumple
primeramente en la transmisión de la Verdad.
Debemos prestar una atención alerta y sanamente crítica a los diseños curriculares para hacerlos objeto de
un discernimiento imprescindible. Ésta es la mejor colaboración que podemos ofrecer a las necesidades educativas
de la Argentina de hoy. No es posible ignorar o disimular por una especie de tolerancia beata, o por temor, el
sesgo ideológico que campea en varios de ellos, sobre todo en áreas tales como Historia, Educación sexual, Salud
y adolescencia, Construcción de ciudadanía, y ahora Política y ciudadanía. Basta recorrer con la mirada la
bibliografía propuesta para advertir la inspiración que ha presidido el trazado de esos diseños; no sólo por los
nombres emblemáticos que figuran en la lista, sino también por los que lamentablemente han sido omitidos. Se
dice que es responsabilidad del Estado formar ciudadanos, pero ¿acaso pretende hacerlo adoctrinando a niños y
adolescentes para domesticar así a la sociedad con la vara del pensamiento único? Cada tanto parece asomar
nuevamente la ambición monopólica del Estado en un ámbito tan delicado como éste de la orientación intelectual
y del juicio sobre los acontecimientos históricos y las realidades sociopolíticas. El modelo de los regímenes
totalitarios es un ejemplo pernicioso del cual debemos cuidarnos. Los padres de familia tendrían que estar más
atentos a lo que se enseña a sus hijos en la escuela – pienso sobre todo en la de gestión estatal –. Nosotros, por
nuestra parte, que también ejercemos la responsabilidad de formar ciudadanos, tenemos el derecho y el deber de
examinar los programas, corregirlos y completarlos a la luz de la antropología cristiana y la doctrina social de la
Iglesia. No es lo mismo formar buenos ciudadanos que pequeños teóricos críticos, politizados prematuramente y
uniformados por una concepción pseudoprogresista del cambio social. Lo mismo hay que decir de la elección de
los textos; la disponibilidad de obras de referencia adecuadas es un campo en el cual aún estamos en falta. El
proyecto educativo de la escuela católica queda en pura aspiración ideal si no se concreta en una ratio studiorum y en
los textos correspondientes.
Quiero de paso recordar amablemente a los representantes legales – por si hiciera falta – que no
representan al Estado, sino al arzobispado o a la congregación religiosa titular del instituto en el que ejercen su
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dignísimo cargo; ellos y los directores deben obedecer antes a la Iglesia, al obispo, y luego, en lo que corresponda,
al inspector o a la inspectora.
Otro obstáculo que la misión educativa tiene que afrontar es el ambiente cultural en el que vivimos, en el
cual se advierte hasta qué grado ha llegado el proceso de descristianización que afecta incluso a muchas personas
que se consideran católicas, y lo son por el bautismo, pero que no piensan ni viven como tales. Hay que contar
también con la fobia anticatólica de pequeños cenáculos muy activos e influyentes, con la parcialidad opinativa y la
degradación cultural que destilan algunos medios de comunicación. Ese clima deseducador influye desde fuera
sobre la tarea educativa de la escuela y penetra por diversos canales en su interior. Sin exasperación, con mucha
paciencia, nos hacemos cargo de esta situación y la asumimos como un desafío exaltante que la Providencia
presenta a nuestra misión de educadores.
Un punto clave es la convicción y el testimonio de directivos, profesores, maestros y auxiliares, es decir, de
toda la comunidad educativa. La primera misión a desarrollar se sitúa ad intra, se dirige a la actividad misma de la
vida institucional. Para apelar a la bien conocida definición del cristiano propuesta por el Documento de
Aparecida, digamos que cada miembro de la comunidad educativa tiene que perfilarse cada vez mejor y
reconocerse como discípulo misionero de Jesucristo. Sabemos que, gracias a Dios, muchos docentes y
preceptores, que diariamente están en contacto directo con los chicos, lo son y viven como tales ofreciendo un
precioso testimonio. Pero el dinamismo misionero de una escuela que es una auténtica comunidad cristiana puede
lograr, con el tiempo, que aún aquellos que se integraron a ella con el respetable pero insuficiente propósito de
obtener un empleo, descubran vitalmente a Cristo, renueven su fe e identificados plenamente con el proyecto
educativo católico asuman su trabajo como una misión. El papel del personal directivo es aquí fundamental: de
ellos depende la elección de los docentes, la orientación asidua, la supervisión y coordinación de las tareas;
también a ellos corresponde sostener el espíritu y animar continuamente la vocación misional de la comunidad
como servicio rendido a la Verdad.
Aunque el tema merecería un amplio desarrollo, quiero referirme, siquiera de modo alusivo, a la misión
que la escuela debe cumplir respecto de los alumnos y sus familias. En este caso hablo de misión en el sentido más
propio del término, según el lenguaje pastoral que usamos habitualmente: dar a conocer a Jesucristo, favorecer y
procurar la adhesión de fe a su persona y a su mensaje, invitar – sobre todo a través del ambiente de la comunidad
educativa – a abrazar el ideal de la vida cristiana y la plena inserción en la vida eclesial. En muchos casos, los
alumnos permanecen en una institución desde la primera sala del nivel inicial hasta el último año del secundario.
¿Qué relación de conocimiento, de afecto, de mutua colaboración entabla la comunidad educativa con las
respectivas familias? A partir de una imprescindible y creciente vinculación se debe proponer explícitamente una
misión en favor de ellas, para intentar comunicarles el mensaje del Evangelio o hacerles crecer en la alegría de la
fe. Puede pensarse, por ejemplo, en una misión precisa y programada, a reiterar periódicamente, abarcando
tiempos y fechas de particular significación, o en la participación de la escuela en el tiempo de misión señalado
cada año por la arquidiócesis y que debe cumplirse en todas las parroquias. ¿No podríamos asimismo proclamar
una Gran Misión Escolar, convenientemente preparada, a desarrollar simultáneamente en todas las instituciones,
como signo y a la vez como aliciente de nuestro compromiso apostólico y del carácter eminentemente pastoral de
nuestro empeño educativo?
Es competencia de la Junta Regional de Educación Católica, en coordinación con otros organismos
arquidiocesanos, promover la misionalidad de nuestras escuelas como un aspecto insoslayable de la animación
pastoral. Nuestra atención y nuestros esfuerzos resultan a menudo absorbidos por las exigencias burocráticas
oficiales, por los problemas pedagógicos, administrativos o contables, y no nos queda tiempo, ánimo, entusiasmo
para afianzar la dimensión pastoral de nuestra tarea y proyectarla a las familias de los alumnos y al medio social en
el que se inserta la escuela. En síntesis: reconozcamos que nuestras comunidades educativas han de ponerse en
acto de misión; no pueden permanecer al margen del movimiento, del paso que adopta la Iglesia en la
arquidiócesis. Los párrocos o capellanes, los coordinadores de pastoral, los catequistas y profesores de religión
tienen en este campo una responsabilidad y una incumbencia singulares.
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Me permito una última observación. La unidad del subsistema educativo eclesial, tanto en el nivel
diocesano cuanto en el provincial y nacional es en cierto modo una realidad estructural existente, pero al mismo
tiempo un ideal a alcanzar y perfeccionar incesantemente. El objetivo permanente es superar una posible
dispersión. Cada institución educativa goza de su propia identidad, pero todas las identidades han de referirse
finalmente a un ideario común, definido por la fe católica y caracterizado por la fidelidad a la doctrina de la Iglesia;
del mismo modo, la eficacia misionera del conjunto depende de la armonía de los criterios de acción y de la
coordinación de los esfuerzos.
Invito a todos a reflexionar sobre estas propuestas para hacerlas objeto de sus intenciones, de sus
decisiones y de su oración. Ahora, al ofrecer la Eucaristía, podemos encomendarlas al Señor invocando la
intercesión de la Virgen María, dulcísima educadora de Jesús, y de la beata Ludovica, maestra de caridad.
+ HÉCTOR AGUER
Arzobispo de La Plata
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