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El mundo del Islam
Don Belt
Quien matare a una persona sin que fuese por otra o por extender el escándalo por
la tierra, fuese juzgado como si hubiese matado a todo el género humano.
(Corán V:35)
Una quinta parte de la humanidad profesa el Islam, la religión de mayor crecimiento
y quizá la peor comprendida de la tierra. Frente al secularizado mundo moderno,
los musulmanes exploran de nuevo las raíces de su fe para reafirmarse en ella.
Transportada por el viento cinco veces al día, desde Shanghai hasta Chicago y
desde Yakarta hasta Tombouctou, la melodía de la llamada islámica a la oración hecha
por el almuédano agita el alma de los musulmanes devotos de todo el mundo. Ya se
difunda por unos altavoces metálicos sobre las bulliciosas calles de las ciudades o se
eleve como un murmullo entonado por unos camelleros postrados en la arena, las cinco
preces diarias siempre empiezan con la misma frase en árabe que los musulmanes han
pronunciado durante casi 1.400 años. Es la loa del Islam al Creador: «Allah u akbar –
cantan los fieles–. ¡Allah u akbar!», ¡Dios es grande!
Alrededor de 1.300 millones de personas, una de cada cinco, atiende la llamada
del Islam. Con un 80% de creyentes fuera del mundo árabe, el ritmo al que la
población mundial abraza esta religión la convierte en la de mayor crecimiento de la
Tierra. Para todos ellos, el Islam constituye un íntimo lazo de unión con el mismo
Dios adorado por judíos y cristianos, una fuente de fortaleza y esperanza en un
planeta convulso.
El propio vocablo Islam es una palabra árabe que significa «sumisión a
Dios», y que etimológicamente deriva de la voz salam, o paz.
«La paz es la esencia misma del Islam», declara el príncipe Hassan bin Talal
de Jordania, hermano del fallecido rey Hussein y descendiente directo de Mahoma
por la línea masculina del nieto del profeta, Hassan. El príncipe Hassan colabora en
la dirección de la Conferencia Mundial sobre Religión y Paz, cuya finalidad es
facilitar el diálogo entre diferentes comunidades religiosas, y dedica buena parte de
sus energías en tender puentes de entendimiento entre el mundo musulmán y
Occidente. «El respeto a la inviolabilidad de la vida es la piedra angular de nuestra
fe –afirma–, y de todas las grandes religiones.» A1 igual que el judaísmo y el
cristianismo, la genealogía del Islam se remonta al profeta Ibrahim (Abraham), un
pastor nómada de la edad del bronce con quien Dios –Allah en árabe– selló unas
alianzas que sentarían los cimientos de las tres religiones monoteístas más
importantes del mundo. Los musulmanes veneran a los profetas hebreos, entre ellos
a Moisés, y consideran el Antiguo y el Nuevo Testamento como parte integrante de
su tradición. Disienten de los cristianos en cuanto al carácter divino de Jesucristo,
aunque le honran como un profeta especialmente amado por Dios. Para ellos, el
último profeta, el «sello» de todos ellos, es Mahoma.
Nacido hacia el año 570 d.C. en La Meca, en la actual Arabia Saudí, Mahoma
fue un niño huérfano educado por su abuelo y su tío. Con el tiempo se convirtió en
un negociante modesto y respetado, que rechazó el politeísmo de su época y se
acercó al Dios único adorado por las comunidades cristiana y judía de la región.
Cuando tenía alrededor de 40 años, Mahoma se retiró en soledad a una cueva
de las montañas próximas a La Meca para meditar. Los musulmanes creen que allí le
visitó el ángel Gabriel, que empezó a recitarle la Palabra de Dios. Hasta su muerte,
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acaecida 23 años después, Mahoma transmitió las revelaciones divinas a un grupo
cada vez más numeroso de seguidores, muchos de los cuales anotaron sus palabras o
bien las memorizaron. Los versículos, compilados poco después de su muerte,
constituyen el Corán, o «recitación», que los musulmanes consideran la Palabra
literal de Dios y un perfeccionamiento de las Escrituras judías y cristianas.
El Corán consta de 114 azoras y abarca temas muy diversos, desde la
naturaleza de Dios (compasiva y misericordiosa) hasta las leyes que deben regir los
asuntos mundanos de los hombres, como no usurpar la propiedad ajena por métodos
ilícitos y no cazar animales durante las peregrinaciones.
De los dictados del libro sagrado del Islam se desprende «una receta para la
armonía en la vida cotidiana», dice el jeque Anwar al-Awlaki, imam, o guía
espiritual, de la mezquita de Dar al-Hijara, situada en las afueras de Washington.
«En el Corán, Dios nos manda que seamos caritativos con el prójimo, lo que implica
llevar una vida ética. Tales conceptos no son nuevos; el Corán confirma muchas de
las enseñanzas ya consignadas en la Biblia. A fin de cuentas, la esencia del mensaje
coránico de Dios es el siguiente: "Trata a los demás mejor de lo que ellos te tratan a
ti":», resume el imán. Para los musulmanes el Corán es también un modelo poético, la
fuente de la más pura lengua árabe memorizada por los escolares y recitada por los
adultos en todas las circunstancias importantes de su vida. En una religión que prohíbe
estatuas e iconos, este libro es la prueba tangible de la fe, y todo buen musulmán lleva
en el bolsillo un pequeño ejemplar, muy usado.
El Islam no es sólo una religión, es también una ley que regula el
comportamiento del musulmán en todas las circunstancias de su vida religiosa, social e
individual, y el Corán es la fuente de todos sus preceptos. De igual modo
que los versículos de la Biblia se pueden sacar de contexto para servir a otras
causas, también la interpretación del Corán está sujeta a tergiversaciones. Un versículo
que aconseja a las mujeres adoptar un atuendo y una conducta discretos, y que es
aceptado por los musulmanes como un buen consejo práctico, es objeto de otras
interpretaciones que han proporcionado a los talibanes una razón de peso para recluir a
las mujeres afganas en sus casas. El significado de los versículos que prescriben el
yihad contra los enemigos de Dios es para la mayoría de los intérpretes del Corán el
«esfuerzo» o la «lucha» interior que debe librar cada individuo en la búsqueda de la
iluminación y la pureza espiritual. Pero otros versículos que describen la lucha armada
de Mahoma contra sus adversarios proporcionan a los radicales de hoy un pretexto,
aunque distorsionado, para embarcarse en una guerra santa contra los infieles.
Tales interpretaciones no se pueden invalidar, porque el Islamismo carece de una
jerarquía religiosa. Si bien un imán puede ofrecer a su greyguía y erudición, la autoridad
última reside en las escrituras, lo que permite a cada individuo hacer su propia lectura
de la Palabra de Dios. El Corán admite ese dilema (azora III:S): En él hay aleyas
precisas que constituyen la esencia del Libro. Otras son equívocas. Quienes
tienen en sus corazones dudas, siguen lo que es equívoco bus cando la
discrepancia ansiando su interpretación. Pero su interpretación no la conoce
sino Dios.
Dios prohibió la coacción religiosa, pero instó a Mahoma a proclamar la nueva
doctrina entre la gente de la región, ardua tarea habida cuenta de los sanguinarios
conflictos tribales y los cultos idólatras que abundaban en La Meca del siglo VII,
centrados mayormente en la Kaaba. En este santuario de forma cúbica se celebraban
ritos paganos en honor de un panteón de deidades. Mahoma y sus adeptos fueron
ridiculizados y atacados por su fe en un Dios único e invisible.
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Tras un decenio de persecuciones, Mahoma y sus seguidores emigraron a
Medina, a unos 300 kilómetros de La Meca, donde el profeta hizo nuevos conversos y
asumió el gobierno de la ciudad. Al cabo de unos años regresó a La Meca al frente de
un pequeño ejército de fieles, tomó la ciudad, destruyó los ídolos de la Kaaba y
consagró el templo al Dios de Abraham. Desde entonces los peregrinos reverencian la
Kaaba como el santuario más sagrado del Islam y reviven anualmente el viaje del
profeta a La Meca al realizar el hayy, peregrinación que congrega a 2,5 millones de
musulmanes de todo el orbe, en la que dan vueltas alrededor de la Kaaba siguiendo las
huellas de Abraham y de Mahoma.
El hayy es, junto con el ayuno en el mes santo del ramadán, la oración, la
caridad y la profesión de fe, una de las cinco obligaciones culturales del Islam, los
pilares de la religión. A la peregrinación santa está obligado todo musulmán al menos
una vez en su vida.
«¡Ahora ya soy un hayyi!», exclamó un beduino de mediana edad que vive en
los desiertos pedregosos del sudeste del mar Muerto. Su entusiasmo era el propio de un
musulmán que regresa de su primer hayy.
Cuando murió el profeta en el año 632 d.C., la religión islámica se instauró en
toda la península Arábiga, llevando a las tribus paz y unidad por primera vez en su
historia. Los árabes impulsaron la expansión de la nueva religión bajo el gobierno de los
cuatro primeros califas sucesores de Mahoma. Un siglo más tarde, los ejércitos
islámicos habían creado un gran imperio que abarcaba desde la India hasta la costa atlántica de la península Ibérica, extendiéndose por el norte de África y Oriente Medio.
El mundo del Islam, edificado sobre los logros intelectuales de las culturas
persa, griega y romana, protagonizó una explosión de conocimientos en todos los
campos de las ciencias, la filosofía y las artes que sólo igualaría el Renacimiento.
Mientras Europa languidecía entrando en una oscura Edad Media, el Islam daba al
mundo una refinada civilización, cuya dimensión intelectual se materializó en un centro
de saber, Al-Azhar, en El Cairo, con eruditos y pensadores musulmanes. Mientras, los
comerciantes marítimos propagaban su fe por el sur de Asia, China y la costa oriental de
África.
El floreciente imperio del Islam fue puesto a prueba a finales del primer milenio,
cuando Europa occidental emprendió diversas cruzadas en Oriente Próximo para
arrebatar Tierra Santa al control musulmán, en particular los lugares sagrados del
cristianismo en Jerusalén. Aunque diezmados e inicialmente vencidos, los musul manes se reagruparon y derrotaron a los ejércitos invasores cristianos, cuyo
sangriento legado, las matanzas de miles de inocentes árabes –tanto musulmanes
como cristianos–, además de los judíos de Jerusalén, ha pervivido hasta hoy en la
memoria de los habitantes de la región.
Mientras Europa alcanzaba su esplendor en el Renacimiento, el mundo
islámico continuó prosperando bajo el Imperio otomano, fundado a finales del siglo
XIII. Al término de la primera guerra mundial se produjo la caída y desmembración
de este poderoso imperio, cuyos territorios, mayoritariamente musulmanes,
quedaron subdivididos en los países de Oriente Medio que hoy conocemos.
Aunque algunas naciones musulmanas se han enriquecido gracias a sus
recursos petrolíferos, la mayoría de ellas son pobres y están cada vez más
desmoralizadas por su posición en el mundo. Pocas sociedades musulmanas disfrutan de las prerrogativas civiles que se tienen por elementales en Occidente, como la
libertad de expresión y el derecho a votar en unas elecciones justas. Y sus índices
demográficos se están disparando: en los países musulmanes, cuatro de cada diez
personas tienen menos de 15 años.
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Muchos miembros de estas sociedades recurren a los movimientos políticos
Islamistas para afirmar su identidad y reclamar el control de sus propias vidas.
Muchos musulmanes, sobre todo en el mundo árabe, albergan un resentimiento
contra Estados Unidos por el apoyo que presta a Israel, por su presencia militar en
Arabia Saudí, sede de dos lugares santos del Islam, y por sus prolongadas sanciones
económicas a Iraq. «Para muchos musulmanes, en especial los que viven en las
sociedades más tradicionales, la cultura popular estadounidense se parece a un
paganismo trasnochado, a un culto que venera el dinero y el sexo –dice el imán
Anwar al-Awlaki–. Estas personas ven el Islam como un oasis de valores familiares
a la antigua usanza.»
Actualmente algunas naciones musulmanas, como Irán y Arabia Saudí, basan
su sistema de gobierno en la sharia, la ley coránica, que es en sí misma objeto de
debate e interpretaciones. Otras, como Malaysia y Jordania, combinan estos
principios tradicionales de justicia con otras fórmulas gubernamentales y sociales
más modernas y laicas.
Para la mayoría de los 1.300 millones de musulmanes que pueblan el globo,
el Islam no es un sistema político. Es un estilo de vida, una disciplina basada en la
observación del mundo a través de los ojos de la fe. «El Islam dio a mi vida algo que
le faltaba», declara Jennifer Calvo, una chica de 28 años nacida en Washington,
D.C. Por sus rasgos físicos se diría que acaba de salir de un cuadro de Botticelli.
Tiene el rostro aguileño y unos llamativos ojos azules, realzados por el pañuelo
blanco que con suma pulcritud lleva metido por dentro de su larga túnica. Jennifer
fue educada en el catolicismo y trabaja como enfermera.
«Solía deprimirme intentando vivir de acuerdo con nuestra cultura demencial
y ajustarme a la imagen que nos impone de lo que debería ser una mujer –prosigue–,
el énfasis que ponemos en la belleza exterior (el pelo, el maquillaje, la ropa) y
nuestra avidez de riquezas materiales. Sentía un vacío perpetuo.»
Hace dos años abrazó el Islam pronunciando estas palabras: «La ilaha illa
Allah, Muhammad rasul Allah» («No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su
enviado»). Es la profesión de fe que se viene haciendo desde hace 1.400 años.
«Ahora es todo mucho más fácil –concluye–. Sólo tengo que rendir cuentas a
Dios. Por primera vez en mi vida, estoy en paz.»
Para Jennifer y para la mayoría de los musulmanes, eso es lo que representa
la llamada islámica a la oración ritual, elemento esencial del culto. Arrodillados ante
Dios cinco veces al día, todos al unísono, con el rostro vuelto hacia hacia La Meca,
encuentran la paz.
Publicado en National Geographic España en enero de 2002.
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