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XXI CONGRESO NACIONAL DE AUDITORÍA
Zaragoza , 29 de Noviembre de 2012
Permítanme en primer lugar que agradezca al Instituto de Censores Jurados
de Cuentas de España en la persona de su Presidente Rafael Cámara, su
invitación para participar en la clausura de este XXI Congreso Nacional de
Auditoría y también su decisión de celebrarlo en Zaragoza.
Acontecimiento este que no se repetía en nuestra Comunidad Autónoma
desde hace casi treinta años, en aquellos momentos yo era ya miembro
ejerciente del Instituto y tuve el honor de formar parte del Comité
Organizador de dicho Congreso
Arthur Edward Ándersen dijo en una ocasión: “Quienes alcanzamos
posiciones de liderazgo no nos debemos a nosotros mismos, sino a aquellos
a quienes servimos. Es una razón humanitaria la que nos impulsa a
perseguir el éxito”.
Como todos ustedes saben mejor que yo, la figura de Arthur Andersen está
vinculada a la búsqueda de la excelencia en la auditoría, y durante años
constituyó una referencia de pulcritud personal hasta su muerte en 1947.
Ha pasado mucho tiempo desde que fue expresado ese pensamiento, y han
pasado también muchas cosas. Algunas de ellas poco ejemplares.
Pero esa cita sigue teniendo interés y, probablemente, hoy es incluso
particularmente pertinente y especialmente instructiva.
Si la menciono no es para detenerme a considerar episodios concretos, ni
para señalar ejemplos de nada con nombre y apellido personal o societario.
Lo que me interesa es recordar que una frase como esa -que es una
declaración de carácter deontológico, una declaración de responsabilidad
social y hasta una declaración de ética personal y pública- está ligada al
nacimiento de la auditoría moderna.
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Está ligada al desarrollo de la formación y de las capacidades personales de
quienes ejercen esta profesión, al sentido público de su trabajo, a la
voluntad de adaptación a una realidad económica nueva y sometida a
cambios constantes.
El lema, aprendido en la infancia, que guió a Ándersen en su actividad
empresarial y educativa -“piensa con honestidad, habla con honestidad”encierra una enseñanza profunda. Una enseñanza que necesitamos.
Una enseñanza que tenemos que ser capaces de poner nuevamente en el
centro de nuestra vida económica y de nuestra vida social.
Porque en ocasiones parece que la deshonestidad en el pensar y en el decir
llegan a alcanzar una frecuencia tal que ninguna sociedad sería capaz de
soportarla durante mucho tiempo.
Me parece cada día más claro que buena parte de nuestros graves
problemas provienen de un eclipse de las virtudes esenciales que deben
sostener la acción política, la acción económica, el mero tráfico mercantil y
el conjunto de la vida social.
Entre esas virtudes indispensables cuyo eclipse sufrimos ninguna es más
importante que la buena reputación pública de la verdad. Verdad entendida
como realidad; verdad como exactitud; verdad como sinceridad. Verdad
como transparencia, como fidelidad, como base de la confianza mutua. En
último término, verdad como justicia y como sustento de un orden social
civilizado.
Una sociedad que se engañe a sí misma o que permita el engaño, que no lo
sancione sino que incluso lo premie, tendrá inevitablemente una economía
que se engañará a sí misma y que permitirá el engaño.
Una sociedad que crea ser lo que no es llevará aparejada una economía que
crea disponer de lo que no dispone. Y una sociedad así descubrirá de
manera traumática el coste de su error. Eso es lo que nos ha ocurrido.
La economía de mercado no puede soportar el engaño y la corrupción sin
perder inmediatamente su sentido social. Porque -hay que recordarlo- la
economía abierta produce beneficios sociales. Eso sí, los produce cuando
funciona bien.
2
Y para que funcione bien hacen falta transparencia y exigencia de
responsabilidades, como instrumentos al servicio del interés general. La
asignación eficiente de los recursos es imposible si eso falla.
Porque en ese caso las cosas dejan de funcionar al servicio de todos y
empiezan a funcionar al servicio de unos cuantos.
Existe un vínculo muy estrecho entre la vigencia pública de la
transparencia y el progreso de un país. Progreso que es igualdad real de
oportunidades, movilidad social, promoción del interés general, respeto a la
ley.
Y existe un vínculo igualmente estrecho entre la vigencia pública de la
opacidad y el estancamiento económico. Es decir, la falta de oportunidades,
el privilegio en lugar de la norma clara e igual para todos, el beneficio solo
para pequeños grupos que logran un trato desigual.
Pequeños grupos que pueden terminar incluso por someter a su propio
interés a quienes tienen la obligación de velar por el juego limpio; a los
reguladores, a los supervisores.
Pequeños grupos que en ocasiones han llegado a bloquear el flujo de
información veraz que hace posible que los distintos actores económicos
tomen sus decisiones sobre la base de datos ciertos.
Todo esto supone una corrupción del sistema político y del sistema
económico, y una corrupción que tiene su origen en el descrédito de la
verdad como piedra angular del orden social, educativo, periodístico,
profesional.
La crisis es la evidencia de que muchas de estas cosas han pasado en
nuestras sociedades. No solo en la economía sino en el conjunto de las
sociedades occidentales.
Es la evidencia de que muchas instituciones no han cumplido con su tarea.
Es la evidencia de que las alertas, los controles, los sistemas de verificación
y de corrección de irregularidades han sido ineficaces.
Casos como el de Enron, muy al comienzo de esta crisis, evidencian que
los avisos y los deseos del señor Arthur Andersen dejaron de estar
presentes precisamente entre quienes más presentes debían tenerlos.
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Ese tipo de comportamientos han hecho posible que nos hayamos creado
falsas imágenes de lo que tenemos y de lo que somos. Y que algunos hayan
obtenido de ello grandes beneficios personales con un inmenso coste para
el conjunto.
Frente a eso debemos asumir todos, y asumirlo en serio, que las cosas no
son lo que los políticos queremos que sean; que las cosas no son lo que las
empresas quieren que sean. Las cosas son lo que son, valen lo que valen y
cuestan lo que cuestan. Y no se puede jugar con eso.
Todos; instituciones, empresas y familias, hemos llevado durante
demasiado tiempo una vida “fuera de balance”, por emplear una expresión
que entre este auditorio se entiende muy bien.
Nos hemos ocultado el coste de nuestras decisiones y hemos creído que eso
estaba bien porque de ese modo la vida era más fácil.
Incluso hay quien ha pretendido establecer que eso denotaba una
sensibilidad social superior a la del resto, que ignorar las servidumbres de
la contabilidad como fiel reflejo de la realidad, es más solidario que
cuadrar las cuentas y pagar las facturas.
Pero lo cierto es que el precio de esas actitudes es muy alto para cualquier
país, y que tarde o temprano se acaba pagando ese precio.
Meter una factura en un cajón;
Premiar las ocurrencias contables;
Disfrazar los riesgos excesivos en forma de beneficios seguros;
Suponer ganancias improbables y encubrir pérdidas probables;
Jugar con patrimonios ajenos como no lo harían con los propios y eludir
responsabilidades propias como si fueran ajenas.
Todo esto está detrás de la crisis, y contra todo eso debemos actuar con
decisión. Cada uno según nuestra responsabilidad; cada uno desde nuestra
posición, en nuestro día a día.
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En ese esfuerzo del día a día por devolver la verdad al centro de nuestra
sociedad; en ese esfuerzo para que las cosas dejen de estar disfrazadas y
puedan ser conocidas tal y como son; en ese esfuerzo por afirmar
realidades y por desvelar engaños, me parece que tanto ustedes como yo
compartimos una responsabilidad especial, como auditores y como
políticos.
En mi caso incluso doblemente, puesto que, como es conocido, en mí
concurre la condición de política y también la de de miembro, aunque no
ejerciente, del Instituto de Censores Jurados de Cuentas de España.
Sobre esta segunda condición no quiero más que señalar que su función es
capital para el buen funcionamiento de nuestra economía y para devolverle
el prestigio perdido.
Sobre la primera, la de política, quiero recordar que desde hace años, a lo
largo de toda mi actividad política he insistido una y otra vez en que la
transparencia y la ejemplaridad son la base indispensable sobre la que
levantar cualquier proyecto político que merezca la pena.
Transparencia es muchas cosas, muchos pequeños detalles, pero al final,
transparencia es que el éxito dependa del talento y del esfuerzo y no de la
relación que se pueda tener con los políticos.
Necesitamos instituciones guiadas por el buen sentido político y
económico, por conductas y personas virtuosas, que tengan claro el interés
general y que estén dispuestas a servirlo por encima de todo mediante
decisiones valientes.
La sociedad de personas iguales y libres que queremos se basa en la idea de
contrato, también de contrato social, y el contrato sólo puede ser la
expresión de la confianza mutua si es veraz, si no existe para el
ocultamiento sino para la transparencia.
Sólo puede ser expresión de confianza si existe una certeza razonable sobre
el comportamiento que podemos esperar de los demás y sobre la idea de
que las cosas son lo que parecen.
La profunda labor de modernización que tenemos por delante, en Aragón y
en el conjunto de España, es en realidad una tarea destinada a poner
transparencia en la relación entre la sociedad y las instituciones.
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Una tarea destinada a poner luz en un sinfín de procedimientos, actividades
y procesos administrativos que tal y como han venido funcionando en el
pasado mas cercano no sirven al interés general.
Quiero recordar que una de mis primeras decisiones de gobierno fue la de
encargar una auditoría de las cuentas de la Comunidad. No lo hice por
desconfianza, lo hice por transparencia y por responsabilidad.
Porque es necesario que entre nosotros fijemos la costumbre de explicar,
con las cuentas sobre la mesa, que es lo que nos encontramos a nuestra
llegada, qué es lo que hemos hecho y qué es lo que dejamos a los que
vienen detrás.
No somos propietarios de las instituciones que ocupamos, somos servidores
de esas instituciones.
He dicho muchas veces en los últimos años que no vamos a ser los
políticos los que saquemos a la sociedad de la crisis. Es la sociedad misma
la que debe hacerlo. Éste debe ser el primer cambio importante: que la
sociedad deje de esperarlo todo de los políticos.
Pero de los políticos sí hay que esperar, me atrevería a decir hay que
exigir, algunas cosas: entre otras liderazgo, compromiso y ejemplo.
Y el ejemplo más importante que debemos dar ahora es precisamente el de
nuestro compromiso con la verdad como valor fundamental de nuestra
sociedad. Y, por supuesto, como valor esencial de nuestro sistema político
y de nuestra economía.
Las decisiones que estamos tomando tienen en ocasiones efectos sociales
desagradables. Intentamos que sean los menos posibles y creo que en buena
medida y pese a todo lo vamos consiguiendo.
Pero creo que lo más importante de las reformas que estamos acometiendo,
lo que debe guiarlas siempre y lo que debemos ser capaces de hacer
comprender, es que forman parte de un proceso de asunción de la realidad,
de un proceso de aceptación de la verdad por parte de la sociedad.
Hemos vivido engañados y ahora nos toca comprender la verdad de lo que
somos y de lo que tenemos. Cuadrar las cuentas no es más que eso, un
ejercicio de realismo.
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Desde esa verdad podemos construir una sociedad mejor, un Aragón mejor
y una España mejor. Pero sin esa verdad será imposible que pongamos fin
al proceso de retroceso en que nos encontramos. Si seguimos
engañándonos nunca haremos las cosas bien.
Tenemos que ser capaces de ver con claridad cuál es la distancia real entre
lo que somos y lo que queremos llegar a ser, para poder andar el camino
que verdaderamente nos convierta en una sociedad mejor y no para
mantenernos en la simple apariencia, en el cartón piedra, en la falsedad.
En esa tarea común la política tiene un papel indispensable que cumplir. Y
también tiene un papel indispensable la labor que ustedes realizan, la
auditoría, en la que se apoya nada menos que la posibilidad de que
volvamos a confiar unos en otros en nuestra vida económica, de que en el
exterior recuperen la confianza en nuestro país.
Estoy segura de que no se les escapa la dimensión nacional de su tarea. Y
como decía al inicio, al recordar la figura de Ándersen, estoy segura
también de que sabrán desempeñarla siempre con la conciencia de que es
una razón humanitaria, una razón de servicio público, la que les impulsa a
hacerla. Pensando siempre con honestidad y hablando siempre con
honestidad.
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