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Verba Volant. Revista de Filosofía y Psicoanálisis
Año 4, No. 2, 2014
El aparato psíquico y su sustancia libidinal
Una reflexión epistemológica
DANIEL OMAR STCHIGEL1
Nos proponemos volver sobre el tema del carácter científico del psicoanálisis y de
su relación con otras disciplinas consolidadas. Lo haremos sin descuidar la importancia
de establecer el territorio empírico sobre el cual pretende legislar y el papel de la
fenomenología para poner en claro el suelo de experiencias sobre el cual se sustenta su
aparato simbólico.
La fenomenología como método
La fenomenología es identificada muchas veces con el descubrimiento de la
intencionalidad de la consciencia y con su carácter supuestamente transparente. Sin
embargo, la fenomenología surgió de la mano de Husserl como un método para fundar
una ciencia estricta, lo cual significa una ciencia sin supuestos. Cuando Husserl plantea
ir a las cosas mismas, lo cual no significa en principio la afirmación de un idealismo
trascendental, sino una reforma de nuestro entendimiento que implica una limpieza de
un terreno. Eso permite liberar la ciencia de la sujeción a un paradigma y abrirse, en los
períodos de crisis, a la exploración de nuevas posibilidades de pensamiento. Es el
método, como un entrenamiento, lo que cuenta a la hora de llegar al fenómeno. Se trata
de determinar en qué medida esa liberación del fenómeno permite alcanzar evidencias
acerca del inconsciente freudiano.
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Universidad John F. Kennedy (Argentina).
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Fenomenología y psicoanálisis en contexto histórico
Podemos considerar que hay un triple paralelismo en la historia de la ciencia a
principios del siglo veinte. Si, por un lado, Husserl amplía la noción de objeto, lo mismo
hace el surrealismo en el arte, y la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica en el
dominio de la física, una revolución que su tiempo vivió como equiparable a la
influencia del psicoanálisis en el ámbito de la psicología. Es que se trataba de una época
de grandes crisis, de rupturas impresionantes. Pensemos que la cosa en sí, con su
sustancialidad física, se desvanecía con el descubrimiento de la radioactividad, y surgía
el empiriocriticismo de Mach y Avenarius como una posición neutra que trataba de
rescatar el dato empírico a partir del cual se construye la física. También ellos, de un
modo paralelo a Husserl, intentaban despejar el terreno para generar lo que Deleuze
llamaría un nuevo plano de consistencia. Einstein se apoyó en ellos cuando se propuso
reducir la materia y la energía a curvatura del espacio. Cuando Lacan plantea que el
único dato del psicoanálisis es la experiencia que se genera en el dispositivo del diván,
también intenta un nuevo comienzo, despejando el terreno en una época en la que el
kleinismo multiplicaba los entes innecesariamente.
Antes de que la mecánica cuántica consolidara la disolución de la materia, antes de
que Einstein elaborara su fórmula que equipara materia y energía, la teoría del átomo ya
estaba conmovida, y la termodinámica, como ciencia de la energía, parecía que iba a
sustituir a la física clásica como fundamento de nuestro conocimiento de lo que el
atomismo había entendido que era el mundo material. Como indica Assoun, no es un
dato menor que el energetista Ostwald le haya propuesto a Freud participar de una
enciclopedia de la ciencia en clave de energía. En ese sentido, el enfoque de Freud
acerca del aparato psíquico como un sistema energético no debe considerarse sólo como
el fruto de la necesidad de liberar su propio terreno de investigación de la
fundamentación en una neurología que en esa época era a todas luces insuficiente. ¿Por
qué Freud dejó de hablar en términos de neuronas, pero no dejó de lado el enfoque
energético del aparato, más allá de su imposibilidad de encontrar una unidad de medida
para esa nueva forma de la energía, la libido, que se venía a agregar a las ya conocidas
energía eléctrica, magnética, térmica? Quizás se haya tratado de una estrategia. Sin
embargo, aunque los aspectos tópicos del aparato le fueron ganando terreno a los
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aspectos económicos, podemos pensar que ser científico, en ese momento, implicaba no
renunciar, justamente, al concepto de energía. La energía es lo único que hace del
aparato psíquico algo real, lo que Ricoeur llama una “cosa”.
Ciencias descriptivas y ciencias explicativas: posición del psicoanálisis
Es verdad que un enfoque fenomenológico no requiere del concepto de energía
para delimitar un fenómeno. Aun lo más insustancial puede funcionar como objeto, en
la medida en que haya un acto de la conciencia que se dirija a él. De hecho, el fantasma
que se dibuja contra el fondo del proceso analítico es, fenomenológicamente, un objeto
de estudio con tanto derecho como las no menos insustanciales partículas subatómicas.
Sin embargo, algo debe delimitar el ámbito de los objetos de un estudio considerado
científico. De lo contrario, pasaría como sucedió en la fenomenología con el estudio de
los valores en los años treinta del siglo veinte. Esos valores, tratados como eidos,
resultaron, sin embargo, de una vida muy efímera. También el dios que se presenta en
una experiencia religiosa es un objeto intencional. Habrá que preguntarse si el aparato
psíquico tiene el mismo estatuto.
Lo que diferencia a un objeto intencional de un objeto de ciencia explicativa es
algo que Husserl ya había demarcado claramente: recurrir o no a determinado tipo de
explicaciones, trascendiendo, justamente, el fenómeno que el método fenomenológico
libera. En épocas de crisis de la ciencia, la fenomenología despeja un terreno, pero la
ciencia requiere después de nuevos esquemas conceptuales que corten los flujos así
liberados para crear un nuevo plano de consistencia.
Pero las cosas, en el caso del psicoanálisis, no son tan sencillas. No lo son porque,
al hablar de energía y tensión, Freud apela a una vivencia directa, a una experiencia
inmediata de sí que sólo es equiparable con el cuerpo propio de Husserl, antes de que
sea cortado y agenciado por los conceptos de la anatomía y de la fisiología. Lo que
Freud nota es que el acto fallido es propio de un cuerpo que se resiste a ser lo que
Husserl definía como “sede de mi yo puedo y de mi yo hago”, y en este punto es la
fenomenología la que tiene que aprender algo del psicoanálisis.
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Si pregunto por qué esa resistencia, voy más allá del fenómeno y entro en el
dominio de la ciencia explicativa. En la explicación, la materia intensiva que somos, ese
cuerpo que en principio se nos presenta como energía, fuerza, tensión, placer y dolor,
empieza a ser cortada por conceptos que luego pueden organizarse en una axiomática
que los explique. A diferencia de lo que piensa Merleau-Ponty en Estructura del
comportamiento, no creemos que se pueda dar cuenta de esta experiencia sólo en
términos de falta de integración en la constitución de la estructura psíquica. Eso llevaría
a pensar la patología como una distancia frente a una situación de equilibrio que en
verdad nunca se observa.
Si Lacan mismo empezó a hablar en términos de goce, es porque le resultaba
insuficiente el enfoque tópico, y se vio necesitado de rescatar de algún modo los
aspectos dinámicos y económicos a los que la línea francesa iniciada por Politzer ha
acusado de biologistas. Podríamos decir que, cuando proyectamos los datos del
psicoanálisis sobre el fondo de la experiencia fenomenológica del cuerpo, el “yo hago”
se convierte en un “ello hace”, como lo señalan claramente Deleuze y Guattari en el
comienzo del libro El Anti-Edipo. De ahí que “donde ello era yo debo advenir” funcione
como un imperativo ético.
La libertad
Cuando hay imperativo ético, hay libertad. La libertad, psicoanalíticamente, no es
actuar sin causa. Si es algo, es el margen que hay entre asumir el propio ser o disociarse
de él, con las consecuencias que ello implica, y que los griegos llamaban destino. No es
que para los griegos no hubiera alternativas entre las cuales optar. Sólo que eran del tipo
del vel del que habla Lacan. La bolsa o la vida. Ese destino lo vemos claramente en
acción en el historial del hombre de las ratas.
Como sea, el cuerpo no es el dominio del yo, sino de “eso” que lo mueve, y que
nos hace fallar en nuestras decisiones conscientes y voluntarias ¿Qué nos separa de
nuestro cuerpo para que este se nos resista? Nada. En esto hay que darle la razón a
Sartre. Es más bien al revés: la consciencia es la que se separa, y por ello se siente
traicionada cuando el cuerpo no responde. Biológicamente es algo que tiene sentido: el
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cuerpo es filogenéticamente anterior a la formación del cerebro, y más aun a la de la
corteza donde se localizan los fenómenos de consciencia. Lo que Lacan señala es que lo
simbólico produce esa nada que nos separa, que nos divide, que hace que surja ese
enigma médico del siglo XIX que Freud decidió enfrentar, el de la parálisis histérica.
No es sólo que, como decía Hegel, la palabra mata a la cosa. Es que el cuerpo se resiste
a su inmersión en el ámbito del lenguaje, entendido como ámbito del deber (eso no se
dice y eso no se hace).
La ecceidad, como esencia individual, es atemporal y presubjetiva. Es lo que dice
Freud del inconsciente, se trata de una instancia puramente afirmativa y sin lugar para el
tiempo y las leyes de la lógica. Spinoza también le atribuía una eternidad esencial al
modo de ser propio de cada uno, a la medida de su conato. Ese ser propio es inamovible,
una vez que se ha constituido de un modo contingente. Se puede estar con él, o con Otro,
pero aun con Otro, Uno no deja de estar solo. De hecho, no hay un sentido de la libertad
que no sea la autodeterminación. Aun ser más o menos libre es una cuestión del ser
propio en relación con el ser del entorno. Hay una mayor o menos flojedad del ser que
podemos equiparar con lo que Freud trataba de describir en términos de grados de
fluidez o de viscosidad de la libido. Digamos que el mecanismo de la adaptación por la
vía de la consciencia ha hecho del ser del hombre algo más o menos flexible, que le
permite márgenes de decisión sin perder su identidad. Si el ser propio está en el centro
de un valle dentro de un paisaje virtual de potencias de ser, arrimarse mucho a un borde
puede llevar a caer hacia el otro lado. Como sea, si un ejemplo de libertad es tomar la
decisión de hacer un análisis, ésa es una forma de buscar algún apoyo que estabilice al
ser cuando se acerca peligrosamente a uno de esos bordes. Libre, entonces, es aquel
acontecimiento necesario que no podría producirse sin nosotros.
El sujeto, entendido por Lombardi como res eligens, está localizado entre el goce
autista y el Otro que no existe. La consciencia, superficie de sujeto en contacto con la
realidad, es temporalidad, y en ello radica su no verdad, su carácter esencialmente
negativo. Yo siempre soy el mismo, aunque esa mismidad incluye su negación como
una pérdida que busca en el Otro simbólico su verdad. La eternidad sustancial del goce
no es la eternidad vacía del significante, que como amo se sostiene del ser de los
organismos a los que convierte en sujetos sujetados a su violencia.
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Del inconsciente y su relación con el cuerpo
Hablábamos del goce, pero, ¿y el inconsciente? Es la superficie de contacto entre el
goce autista y el Otro simbólico. El hecho de que tanto la consciencia como el
inconsciente sean superficies, nos lleva inevitablemente a pensarlas como caras de una
misma cinta. El inconsciente, al igual que la consciencia, no constituye algo que es, sino
algo que acontece. Éste es el aporte del estoicismo tanto al pensamiento de Lacan como
al de Deleuze: al cuerpo viviente le pasa tropezar cuando queda sujetado por el Otro. El
hecho de que ese tropiezo tiene estructura de lenguaje, es lo que permite interpretarlo.
Éste es su aspecto de sentido, que nos lleva a pensar en una dimensión antropológica del
psicoanálisis.
Sin embargo, en la medida en que, en análisis, se trata de llegar a una letra
descifrable, y no ya a un significante interpretable, y que esa letra repite maquinalmente,
como las aplicaciones iterativas de un programa de computadora, debemos concebir el
síntoma como una especie de necrosis en el viviente que lo lleva a un operar físico, que,
lejos de hablarnos del hombre, nos habla de la operación de un principio de inercia
opaco y sin sentido que tiene el carácter, muy bien explicitado por Freud en su idea de
pulsión de muerte, de un retorno a lo inorgánico. El fin del psicoanálisis como práctica
es llegar a la pulsión, al goce. Esto pone la idea de un inconsciente como lenguaje más
lejos de la interpretación hermenéutica, y más cerca de la afirmación de Galileo de que
“la naturaleza está escrita en caracteres geométricos”. Es decir que se trata del modo de
leer su objeto para encontrarle un sentido, algo que hacen tanto las ciencias humanas
como las naturales. Estamos de acuerdo con Lacan cuando sostiene que el sujeto del
psicoanálisis está del lado de la ciencia galileana, y no, por ejemplo, de la teoría de las
signaturas que dominó durante el renacimiento. De ahí la apelación de Freud a un
lenguaje termodinámico, que abarca por igual fenómenos culturales o biológicos que
otros puramente físicos. Se trata en todos los casos de regímenes de transformación de
la energía. Es el único sentido que Freud le encontró al automatismo psíquico.
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El problema del cuerpo y sus alcances epistemológicos
Este cuerpo económico, cuerpo propio de intensidades de goce, ¿es otro cuerpo que
el de la medicina? Sin duda, Freud lo corta de otro modo, pero, ¿es sostenible desde el
psicoanálisis una disociación entre el cuerpo enfermo y la mente enferma? ¿Es la
parálisis histérica, por ejemplo, algo que no afecta al órgano? ¿Qué es, en tal caso, el
fenómeno psicosomático? ¿Hay algún fenómeno en el hablanteser que no afecte por
igual cuerpo y mente?
Si la ciencia toca lo real, ¿no lo hace también la medicina? ¿O el cuerpo de la
medicina tiene una consistencia imaginaria? Cuando Freud renuncia a su proyecto de
psicología para neurólogos y elabora su teoría del aparato psíquico como realidad
virtual, ¿lo hace porque el aparato psíquico es más real que las neuronas? ¿O para
presentarlo como un objeto intencional con un estatuto propio? ¿O es que el aparato
psíquico no podía ser confinado al interior del sistema nervioso central?
¿Freud tiene en cuenta la dimensión del sentido como un objeto antropológico que
entra en otro campo epistémico que el cuerpo fisiológico? ¿Es relevante plantearse,
entonces, si la metapsicología entra dentro de las ciencias humanas o de las naturales?
Pero, ¿significa que ambas apuntan a mundos distintos? ¿O se trata de una diferencia de
método? ¿O habría que obviar todas estas cuestiones y hacer una descripción
fenomenológica de lo que acontece en el dispositivo del diván bajo la asociación libre
en situación de transferencia? ¿Es la experiencia terapéutica lo que define al
psicoanálisis? Y si es así, ¿para qué una metapsicología? ¿El psicoanálisis requiere de
una psicología de la cual sea una aplicación, o puede prescindir de ella? Y en ese caso,
¿puede eludir la acusación de magia, brujería o pseudociencia, o de convertirse en un
fenómeno cultural, o de ser un mecanismo de sugestión que hace actuar al llamado
efecto placebo?
Contestar a estas preguntas encuentra algunos obstáculos epistemológicos. Por
ejemplo, el temor al organicismo, o a la naturalización del inconsciente. La insistencia
en demostrar que los hombres no somos entes naturales parece ocultar un cierto temor.
El temor surge para Lacan frente a la posibilidad de quedar reducidos a nuestro propio
cuerpo. ¿Un no tan insistente no encontrará su fundamento en un sí reprimido?
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Lo que se requiere para que una nueva teoría sea considerada científica
Para abordar estas cuestiones sería útil volver a lo que sucedió, en el tiempo de
fundación del psicoanálisis, dentro del ámbito de la física. La dualidad partícula-onda
en mecánica cuántica es aleccionadora. También llevó a una posición fenomenológica,
la de la interpretación de Copenhague. Para ella, la función de onda indica sólo la
probabilidad de encontrar una determinada partícula en un determinado estado cuántico.
Esta ecuación muestra un fondo ondulatorio, puramente energético, con intensidades de
ser variables, que colapsa en el momento de la observación en una posición fija en el
espacio, en la forma discreta de una partícula material. De la misma manera, la
interpretación psicoanalítica fija con palabras discretas lo que es en principio una vaga
experiencia de tensiones e insatisfacción. Ahora bien, si la mecánica cuántica fue
aceptada en el ámbito de la física, a pesar de la manifiesta oposición de Einstein y de
otros físicos que, no por ser revolucionarios, eran menos conservadores frente a los
avances de la física indeterminista del átomo, es porque estableció una especie de
tratado de paz por el cual cada parte de la física se comprometía a no entrar en los
territorios legislados por la otra, hasta que se encontrara la manera de generar una teoría
unificada, de la que la teoría de las supercuerdas sería la forma más actualizada. La
guerra fría entre mecánica cuántica y teoría de la relatividad se basa en lo que se ha
llamado el límite clásico, y que consiste en la idea de que, en grandes dimensiones, los
efectos cuánticos se atenúan lo suficiente como para autorizar el cumplimiento de las
leyes de la física clásica, a bajas velocidades, de la relatividad restringida, a altas
velocidades, y de la relatividad generalizada, bajo campos gravitatorios fuertes.
La metapsicología freudiana también cuestionó los límites de la psicología clásica,
y Freud hizo algo similar al pacto de no agresión cuántico, estableciendo la validez de
las leyes de asociación postuladas por la psicología experimental dentro del ámbito del
preconsciente. Pero al atribuirle al aparato psíquico un carácter virtual, no fue capaz de
hacer lo mismo con la fisiología del sistema nervioso central, que ha desembocado en
las neurociencias.
¿Debería el psicoanálisis encontrar un fundamento neurocientífico para la
metapsicología? Es lo que han pensado Ansermet y Magistretti, aunque su proyecto no
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convence demasiado. Lacan se propuso, al contrario, separar al psicoanálisis de su base
naturalista, movido por dos paradigmas exitosos en su momento, pero que luego de un
tiempo han entrado en declinación: el estructuralismo antropológico, y la cibernética
como transdisciplina que prescinde de la cuestión de la materia idónea a la hora de
estudiar formalmente procesos de organización y control. Pero, ¿es posible en el
psicoanálisis prescindir de la consideración de que es un discurso lo que apunta al
mismo cuerpo viviente que las otras disciplinas que se ocupan de los organismos cortan
con sus conceptos de un modo diferente?
Deícticamente, el mismo ente que es un sujeto, es un cuerpo viviente. La X, diría
Husserl, es la misma. El tema es qué sucede cuando el aparato psíquico se dibuja contra
el mismo fondo energético que la medicina estudia como un sistema anatómico y
fisiológico, y la biología, como sistema orgánico pluricelular. Como dice Deleuze,
citando a Spinoza, no sabemos todo lo que puede un cuerpo. Cuando Freud llega a la
consideración de la existencia de un cuerpo libidinal que se deshace de toda sobrecarga
de energía, basado en sostener un principio de constancia, en esto coincide con la
biología.
Por otra parte, la indeterminación que da un espacio para la libertad tiene un lugar
en la ciencia, pero no puede haber ciencia de la libertad, como decía Kant. Sí se puede
hablar de puntos no derivables en trayectorias de vida, o de accidentes congelados. Es
de lo que se ocupa el estudio de los sistemas complejos. En ellos puede haber una
bifurcación de trayectorias originadas en mínimas diferencias en las condiciones
iniciales, pero el plano en el cual se distribuyen establece un determinismo tan estricto
como el de las trayectorias clásicas derivables en todos los puntos. Lo que en estos
sistemas empieza como contingencia, termina en un patrón repetitivo.
El complejo territorio de la metapsicología
En resumen: tenemos una dimensión antropológica fundamental, que es la libertad,
y otra dimensión antropológica, que es lo simbólico. Tenemos una cuestión biológica,
que es el sostenimiento de la homeostasis, la adaptación como sostenimiento del propio
modo de ser en un medio hostil. Y tenemos la generación de la repetición, que es un
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estado inorgánico que, sin embargo, se sostiene en el organismo haciéndolo perder
capacidad de trabajo. Todas estas dimensiones deberían integrarse en una visión
antropológica que diera un sostenimiento paradigmático coherente a la práctica
psicoanalítica. El tema es si hay lugar en la ciencia para una mixtura semejante, o si
requiere la elaboración de una ontología nueva que no retroceda ante las conquistas del
psicoanálisis, pero que tampoco vaya en contra de los resultados, y sobre todo de las
evidencias, de las disciplinas científicas consolidadas. También es posible un
psicoanálisis regresivo que se mantenga defendiendo su pequeño territorio del diván. Es
una cuestión de decisión.
Para una ciencia del aparato psíquico: el ejemplo de Darwin
Deleuze, sobre la base de Spinoza, Leibniz y Whitehead, ha logrado armar una
ontología que puede ser útil para el psicoanálisis, pero que requiere ciertos ajustes para
adaptarla al discurso psicoanalítico. Algo que Whitehead aporta y que permite dar un
lugar al psicoanálisis es el hecho de que el cuerpo libidinal, como las entidades actuales
de las que habla el pensador inglés, es un cuerpo que busca satisfacción. Esto lo vuelve
esencialmente erótico. Qué significa eso, es algo que resulta difícil de dilucidar en los
términos ascéticos y asexuados de la ciencia positivista. En ese erotismo está
presupuesta la necesidad biológica de la reproducción, pero sólo en la medida en que
requiere de un mecanismo de señuelo por el cual la imagen materna se convierte para el
macho, por ejemplo, en la condición de amor para la elección de su pareja.
Justamente, si algo ha servido a Darwin de medio para justificar desarrollos
evolutivos de especies que no han sido guiados por la mejor adaptación o el mayor
ritmo reproductivo, es la recurrencia a la selección sexual, que entra totalmente dentro
del orden imaginario y se presenta como una fuerza interna productora de selección, que
nada tiene que ver con la idea de la supervivencia del más apto. Esa selección es el
único caso en la historia de las ciencias naturales en el cual se ha aceptado un papel
activo de las preferencias sexuales en el modelado de la naturaleza. A eso biológico que
trasciende la cuestión de la reproducción, la que bien podría lograrse por vía de una
simple esciparición o por gemación sin cruzamiento sexual, hay que sumarle las
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cuestiones cultural-simbólicas ligadas a la prohibición del incesto y a la regulación
social de la vida reproductiva en seres cuya maduración sexual está desfasada respecto
de su responsabilidad reproductiva, como lo demuestra el hecho de que a los seis años
ya están definidas las preferencias sexuales, luego de lo cual, a diferencia de lo que
ocurre en otras especies, se entra en una etapa de letargo sexual, que Freud intentó
explicar evolutivamente como una recapitulación ontogenética de la gran glaciación
cuaternaria.
Alain Badiou no se equivoca cuando atribuye al psicoanálisis el constituir un saber
sobre el amor. La cuestión es qué relación tiene ese saber con la ciencia. ¿Puede haber
ciencia de lo que los lacanianos de habla hispana traducen como goce, y que Juan Ritvo
traduce, quizás más acertadamente, como “voluptuosidad”? En Darwin sólo se
menciona esta selección sexual sin garantías de aumento de la reproductibilidad como
una especie de error que se sustenta retroactivamente a sí mismo –la hembra de pavo
real elige al pavo más vistoso porque ese carácter vistoso es señuelo imaginario de
fertilidad, y resulta que, como el elegido es el que se reproduce, esa dimensión
imaginaria se convierte en profecía autocumplida, aunque pueda llevar al colapso de la
especie–. Pero no hay en biología una teorización del modo en que este “error” se
convierte en una sobrecodificación simbólica que cuenta por sí misma y que hace al
goce particular de la hembra de una especie.
Las condiciones biológicas para la existencia de un aparato psíquico
El ser libre presupone, entonces, el ser cuerpo, y el cuerpo juego con su propia
satisfacción sexual, que se caracteriza por ser carente de finalidad adaptativa, y por ello
mismo sólo puede explicarse en términos puramente físicos y termodinámicos –
deshumanización que es el verdadero escándalo del psicoanálisis–.
Pero el cuerpo, para jugar-gozar, debe primero sostenerse en el ser, lo cual implica
un saber hacerse, y no una mera conservación inercial. Ese hacerse es lo que Maturana y
Varela han llamado autopoiesis, y que, como horizonte de una vida, es presupuesto
también por toda vivencia intencional. De ahí que Freud, en algún momento, se viera
obligado a sumar las pulsiones de autoconsevación a las sexuales, aunque después haya
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mitigado la diferencia basado en que ambas son el Eros, en la medida en que tienden
hacia totalidades cada vez mayores, mientras que la pulsión de muerte actúa
silenciosamente y sin gasto de energía llevando a esas totalidades a su disolución
definitiva. Como sea, de la mano de la autoconservación vuelve a aparecer la necesidad
y el instinto, es decir, la biología. Lo vemos también en el grafo del deseo, donde la
necesidad y el grito se requieren como aquello que al pasar por el dominio del Otro se
vuelve demanda y, más allá, deseo.
Fundamentación teórica del psicoanálisis, entre la ciencia y la filosofía
Por supuesto que el psicoanálisis puede prescindir de ser una ciencia, natural o
social, pero en principio podría llegar a serlo. La cuestión es qué tipo de ciencia debería
ser para no mutilarse. La ciencia es también una cuestión de estilo. Por eso, durante
mucho tiempo, Freud fue visto como un científico que buscó ampliar los alcances de la
psicología y de la antropología. De ahí que, en su juventud, Mario Bunge lo haya
considerado uno de sus héroes, aunque luego se haya convertido en uno de sus mayores
rivales. Es que es propio de Freud cierto cinismo pesimista, que es el estilo que prima
en los científicos “wikipedistas”, en los divulgadores que se encuentran más cerca de la
filosofía del darwinismo que de la de la física contemporánea. Es la crítica popperiana y
bungeana lo que más contribuyó a que el psicoanálisis sea abiertamente incluido en el
listado de las pseudociencias. La ciencia norteamericana, apoyada por la filosofía
analítica, se ha impuesto, finalmente, y por medios sobre todo económicos, a la
primacía del criterio de ciencia vigente hasta los años sesenta en Europa continental.
Algunos psicoanalistas han recurrido al último refugio que les permite no ser
considerados representantes de la ontoteología contra la cual han luchado en frentes
opuestos tanto Heidegger como Carnap: la filosofía fenomenológica. Se trata de recoger
los restos de real que la ciencia excluye de su campo, incluyendo aquellos que hacen al
fenómeno en el cual la ciencia busca sus evidencias, pero al que traiciona en cuanto lo
convierte en un hecho dicho.
El peligro para el psicoanálisis, en este caso, consiste en caer en un esteticismo que
podemos encontrar en la descripción merleau-pontyana de una fenomenología de la
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carne, o en la filosofía del amor del joven Levinas, o en la lectura de Lacan por Alain
Badiou. Todos ellos aceptan la no genitalidad del amor en Freud, pero la entienden
como una sublimación del encuentro de los cuerpos, lo cual parece ir en el sentido de
una “algamatización” de su objeto, contra la posición de Lacan en su seminario acerca
del Banquete de Platón, diálogo en el que lee una burla a los discursos poéticos sobre el
amor. Allí Lacan entiende que Alcibíades presenta a Sócrates como un agalma, cuando
en realidad se trata de todo lo contrario, pues el objeto de amor es más bien una
estatuilla dorada que envuelve la estatuilla sucia de los objetos perdidos de la infancia e
imaginariamente recuperados con el aflorar de la genitalidad, y esto sin considerar el
carácter siempre fetichista, y por lo tanto significante, de la condición de amor, todo lo
cual desmiente, a la vez, la centralidad de la capacidad reproductiva, que para los
wikipedistas bungeanos y popperianos constituye la normalidad de la vida sexual, a la
que ellos llaman, de un modo menos excitante, “vida afectiva”.
¿Fundamentación científica versus fundamentación fenomenológica?
Parece más adecuado, para una visión científica que sirva de sostén paradigmático
del psicoanálisis, en este período de exclusión del ámbito científico y consecuentemente
de las instituciones psiquiátricas medicalizadas, buscar sus bases en los dominios de la
física, de la biología molecular y de las neurociencias. Es verdad que se trata de una
cuestión coyuntural, pero no fue otra cosa lo que motivó a Lacan a basarse en el
estructuralismo para limpiar el psicoanálisis de las especulaciones sobre la vida infantil
de la escuela inglesa, sin caer en el cientificismo del psicoanálisis del yo que se había
consolidado en Estados Unidos, y que actualmente tiende a ser reemplazado por el
cognitivismo, que es una derivación suya, y quizás su consecuencia necesaria.
¿Significa esto que la fenomenología no tiene utilidad para este proyecto? De
ninguna manera. Como método, nada hay que sea más adecuado para liberar los flujos
de la experiencia que después deberán ser articulados sobre la base de una
metapsicología capaz de lograr una coexistencia pacífica con las otras ciencias que se
ocupan del hombre y que ya poseen un paradigma dominante, bajo el establecimiento
de un “límite clásico”, y la promesa de una dilucidación mutua, como, por ejemplo,
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establecer las bases fisiológicas para que una inscripción simbólica en lo real del cuerpo
pueda traducirse orgánicamente en la producción, por ejemplo, de una psoriasis –para
mencionar un caso de fenómeno psicosomático–.
Si el mundo descripto por la fenomenología se entiende como una superposición de
capas geológicas, son los movimientos repentinos, los estallidos volcánicos, las fallas y
la mezcla de capas de distintas épocas lo que el psicoanálisis pone en evidencia. Toda
esa geología es lo que Lacan define como el fantasma imaginario-simbólico, detrás del
cual se encuentra el horror de nuestra absoluta soledad. Pero, más allá de las capas
sensoriales, que nos dan una información del mundo, están las capas de la libido, que se
van constituyendo a partir de una renuncia a objetos de goce que libera energía para
nuevas investiduras. Lo que Freud descubre, con su concepto de fijación, es lo que
descubre Foucault en la historia: la existencia de rupturas de origen contingente que
producen un desplazamiento de las capas, haciendo que coexistan desarrollos
correspondientes a diferentes épocas. Algo específico en la clase de energía sexual que
es la libido le permite este juego entre necesidad ontogenética y contingencia de
estimulación, a veces traumática, que Freud trató de explicar causalmente a través de
sus series complementarias. A su vez, esa energía pulsiona sobre los órganos, a los que
se aferra sucesivamente, y no sólo en las zonas de borde del organismo. La libido es lo
que Deleuze y Guattari llamaban un “cuerpo sin órganos”, y por ello se puede aferrar a
cualquier órgano, produciendo tan pronto su satisfacción, como un exceso de trabajo
que se traduce en dolor y sufrimiento.
El cuerpo libidinal: cruces entre fenomenología, biología, física y lingüística
Duportail, al referirse a la topología de Merleau-Ponty, señala cómo este
fenomenólogo estableció una torsión, un pliegue, como punto de partida para la división
entre el mirar y lo mirado. La visión aparece como un plano previo a la división sujetoobjeto. Cuando habla del torbellino que se crea en las líneas intencionales, parece
esforzarse por hacer, del lado del sujeto, una lectura paralela a la que la física hace del
modo en que la pupila tuerce las líneas de la luz para generar el efecto de cámara oscura,
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pero generando un inevitable punto ciego, que marca el desencuentro entre el sujeto y el
objeto, forzando a completar el faltante de un modo imaginario.
Esa descripción de un pliegue que produce un agujero, y que Lacan describirá en
términos de una esquizia de la mirada, por la vía de Deleuze, nos remite a la concepción
de Leibniz acerca del pliegue. Esta remisión podría caer en lo puramente imaginario, si
no estuviera sustentada por la idea de Freud acerca de las series complementarias, o por
los usos que hiciera Lacan de la embriología a la hora de dar cuenta de los objetos
amboceptores, que él remonta, quizás irónicamente, a la pérdida de la placenta.
Estos torbellinos, inversiones, e incluso cortes, aparecen en distintas áreas de la
ciencia como descripciones de procesos de individuación. Cuando se forma un agujero
negro, por ejemplo, las líneas del campo gravitatorio se tuercen en torno a un punto, y
sobre la superficie del agujero negro queda flotando la información que caracterizaba a
la estrella extinta, sin que esa información se pierda. De la misma manera, cuando la
materia químicamente compleja se rodea de una membrana, el mundo se dibuja en esta
membrana que define los límites biológicos entre el adentro y el afuera. Todo núcleo
surge como un desprendimiento en torbellino de una materia anterior, se envuelve en
una membrana semipermeable, y presenta un punto impropio que es lo que define su
individualidad. La topología de la extimidad es algo generalizado.
Desde ya que encontrar esquemas explicativos análogos en distintas disciplinas
científicas es excitante, marea un poco, y en esa embriaguez de sentido puede que
realicemos falsos descubrimientos movidos por iluminaciones repentinas. Para que estas
disquisiciones no sean metáfora ni delirio, hay que ser cautos y delimitar bien los
territorios del ser de los que nos ocupamos, y tener en cuenta que no debemos confundir
e identificar algo que aquí opera sólo analógicamente y a la distancia. El pensamiento
analógico, tal como ayuda a entrenarlo el pensador argentino Carlos Ferruelo en otro
contexto, puede ser muy útil para convertir estas relaciones en un programa de
investigación. Justamente, intentar una identidad donde hay una analogía es lo que le da
a la interpretación neuronal de la condensación y el desplazamiento de Ansermet y
Magistretti el carácter apresurado que hace que uno desconfíe. Más adecuado parece el
uso que hiciera Pommier de la cuestión de la plasticidad neuronal para mostrar la
necesidad orgánica de los humanos de ser coaptados por el lenguaje. La manera en que
la palabra sostiene la vida de las neuronas y evita una apoptosis generalizada nos
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muestra las condiciones de posibilidad biológicas para la inserción de lo simbólico en el
cuerpo orgánico.
Este entrelazamiento entre cuerpo y palabra, esta alienación en la cadena
significante, hace que el principio de individuación no se limite a la dimensión
espaciotemporal y causal señalada por Schopenhauer, ni a la dimensión embriológica
señalada, entre otros, por Gilbert Simondon, sino que sea necesaria una separación,
cuando las líneas del discurso se ven sometidas a un pliegue en torno al nombre del
padre como significante que sale del tesoro de la lengua materna para ponerse como
Otro del Otro, o cuando lo hace el sinthome que lo suple.
Constituirse, entonces, como sujeto, es parte de un proceso más complejo, en el
cual están involucradas las dimensiones física y biológica como pasos previos a la
separación simbólica. De ahí que estas dimensiones puedan hacer síntoma de un modo
que, visto desde afuera, resulta similar: parálisis orgánica o histérica, demencia senil o
precoz, deficiencia metabólica o forclusión del nombre del padre.
Conclusión
¿Qué estatuto ontológico debemos atribuirle al aparato psíquico? Si se trata de una
realidad virtual, ¿posee el carácter de un acontecimiento? ¿Dónde ocurre ese
acontecimiento? ¿Ocurre en el cerebro, o en una dimensión que no pertenece al plano
físico? ¿O bien, se trata de una construcción teórica que sirve para ordenar
provisoriamente una serie de fenómenos, y que la anatomía y la fisiología deberían
sustituir por una descripción más acorde a la realidad, como Freud lo sugirió en algún
momento? ¿Tenemos que entenderlo como una especie de espacio de fases, una
imaginarización de un proceso o de alguna entidad sui generis que carece de un sustento
físico? Si posee una geometría, ¿es como la del esquema del huevo de la segunda
tópica, o bien como la del grafo del deseo, o la del nudo borromeo, o la de la botella de
Klein? Todos estos interrogantes podrían recibir una respuesta sólo si somos capaces de
aclarar la ontología implícita en el psicoanálisis, y sus relaciones con las ontologías de
otras disciplinas científicas admitidas. Pero para eso debemos poner en el mismo plano
los fenómenos con los que trata el psicoanálisis y aquellos de los que tratan otras
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disciplinas científicas, y aclarar de qué tipos de entidades se ocupan, y en qué medida
pretenden ser modelos, sin descuidar el modo en que la palabra “modelo” debe ser
interpretada en cada caso. Si hablamos de topología, por ejemplo, debemos definir el
espacio del cual es una topología, y cuáles son las entidades que constituyen los puntos
de ese espacio, sea real o virtual. No es lo mismo hablar de la topología de un espacio
de relaciones entre significantes, que de la de un espacio de neuronas, o de cuantos de
energía. Todas esas entidades son supuestas, es decir, puestas por el entendimiento
debajo de los fenómenos, pero para saber si son comparables en algún sentido, sólo
puede lograrse algo coherente si partimos de los fenómenos a partir de los cuales estas
entidades explicativas se construyen. De ahí la importancia de la fenomenología para
despejar el terreno a partir del cual cada ciencia deberá legislar. Una tarea que para
muchas áreas de la ciencia, incluyendo al psicoanálisis, todavía está pendiente.
Fecha de recepción: 25 de marzo de 2014
Fecha de aprobación: 27 de noviembre de 2014
Bibliografía
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Alomo, M. (2013) La elección en psicoanálisis, Buenos Aires: Letra Viva.
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Assoun P-L. (1981) Introducción a la epistemología freudiana, México: Siglo
XXI, 2008.
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Deleuze G. y Guattari F. (1972) El Anti Edipo, Buenos Aires: Paidós, 2009.
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Duportail G.-F. (2013) Cuerpo, amor, nominación. Buenos Aires: Letra Viva.
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Bertorello, A., Lutereau, L. y Muñoz, P. (2013) Deseo y libertad, Buenos Aires:
Letra Viva.
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