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Podemos entender a la filosofía tradicional básicamente como metafísica y lo más característico de ella, desdoblar la realidad en dos mundos: uno aparente, cognoscible mediante los sentidos y al que sólo se le reconocía, en el mejor de los casos, una validez de acercamiento o preparación para acceder a otro segundo mundo que éste sí que era el verdadero, al que se podía acceder sólo usando la razón y, a veces, otras facultades humanas cercanas a “rasgos divinos”. El paradigma de este esquema mental fue Platón al dividir todo lo existente en mundo sensible (erróneo y cambiante), con sus dos subniveles (sombras y realidades sensibles) y mundo inteligible (verdadero e inmutable) con los entes matemáticos, ideas y coronando el sistema la idea de Bien. Este modelo fue cristianizado por San Agustín y, de un modo u otro, llegó a nosotros sin grandes discusiones hasta el S. XIX en el que los Filósofos de la Sospecha lo ponen en entre dicho. Desde el punto de vista epistemológico se describía como que todo conocimiento se iniciaba con la experiencia, con los sentidos y desde ellos se creía posible el acceso cognoscitivo a una realidad objetiva, ya que el hombre podría acceder al conocimiento de un modo seguro a través de una facultad o capacidad humana como es la razón y con la construcción más natural del conocimiento como eran los conceptos. Bajo este paraguas mental se vivía seguro, ya que se proporcionaba unas guías absolutas para organizar la vida, pero también tenía como consecuencia debilitar las facultades más estrictamente humanas ya que simplemente se las negaba, se oprimía tanto estos rasgos “demasiado humanos”, hasta el punto de que terminaron considerando negativo todo lo que está al servicio de la vida. Hay que tener en cuenta que ésta es una mezcla de lo Apolíneo (razón, equilibrio…) y de lo Dionisíaco (sentimientos, expresión vital…) y no está compuesta sólo del primer rasgo, el único defendido hasta este momento. Nietzsche nos propone, con su concepto de superhombre, transmutar los valores y así, de este modo, rehabilitar a los instintos y a todas las fuerzas vitales que intensifican la vida. Una conclusión es lógica: si la vida carece entonces de un sentido preestablecido y trascendente determinado, tenemos nosotros que crearlo, ya que cada hombre tiene que concretar y determinar su destino acudiendo a la voluntad de poder.