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UNA INTRODUCCIÓN GENERAL BÁSICA SOBRE LOS
EDIFICIOS DE GRAN ALTURA
“Tendremos que aceptar el rascacielos
como algo inevitable y pasar a estudiar cómo
puede
hacerse
saludable
y
bello”
(Pensadores y Teóricos de Manhattan –
1920).
1.1. Objeto del presente capítulo
El objetivo del presente capítulo es el de ofrecer una panorámica general distendida sobre los
edificios de gran altura, también llamados algo pretenciosamente por los ciudadanos de habla
hispana RASCACIELOS y por los ciudadanos de habla inglesa SKYSCRAPERS.
Dada la magnitud y complejidad que posee el tema elegido, necesariamente dicha panorámica
tendrá un carácter limitado y modesto, puesto que ya existen numerosos tratados sumamente
extensos y especializados que abordan el mundo de los rascacielos bajo prismas muy diversos.
Pero, dado que nuestra intención es el de abordarlos en su vertiente fundamentalmente estructural,
hemos considerado oportuno ofrecer en este primer capítulo una visión de los mismos algo más
amplia y genérica, que oferte otros aspectos complementarios a los puramente estructurales.
Estos aspectos no estructurales en los edificios de gran altura, al margen de los puramente
formales de su diseño arquitectónico, alcanzan una importancia que trasciende ampliamente a los
que podrían considerarse como rutinarios en los edificios convencionales.
Las relaciones de todo tipo con el entorno donde se ubican estos gigantescos edificios, las
fachadas que los envuelven, el tráfico vertical de las personas que los habitan o los usan
transitoriamente, las distribuciones internas de los espacios disponibles, etc, etc; son cuestiones tan
vitales en estos edificios, que exigen la intervención absolutamente imprescindible de profesionales
muy especializados, que permita abordarlos en sus fases de diseño y construcción con el rigor y la
solvencia necesaria, dada la magnitud de las inversiones económicas que llevan incorporadas las
promociones de estos edificios tan singulares.
No está demás advertir, aunque sea fácilmente deducible tras su lectura, que nuestra aproximación
general a los edificios de gran altura tiene un marcado carácter ingenieril, aunque sólo sea para servir
de pequeño contrapeso a las visiones un tanto parciales y de marcado carácter publicitario, con las
que nos bombardean masivamente sin misericordia de tipo alguno el mundo mediático de los
arquitectos.
Cliente
Project Manager
Supervisión en obra
Arquitecto
Consultor económico
Ingeniería Estructural
Consultor geotécnico
Ingeriría de pruebas
Ingeniería Medioambiental
Ingeniería Eléctrica
Protección frente al fuego
Ingeniería de fachadas
Ingeniería de ascensores
Ingeniería inspección del edificio
Consultor energético
Análisis de impacto
Pruebas de túnel de viento
Organización
Consulta paisajística
Contratista principal
Demolición y excavación
Muros de contención y pilotaje
Acero estructural
Andamiso y plataformas
Encofrados
Acero en barras
Hormigón armado
Fábrica de ladrillo y hormigón
Asfaltado
Juntas de expansión y sellado
Especialista en impermeabilización
Hormigón ligero
Fábrica de ladrillos
Trabajos de Yeso
Sistemas de aplacado
Aire acondicionado y ventilación
Sistemas de refrigeración
Calefacción y fontanería
Sistemas de sprinklers
Trabajos eléctricos
Trabajos eléctricos
Sistemas de eliminación de residuos
Sistemas de eliminación de residuos húmedos
Puertas contraincendios y flaps giratorios
Ascensores de pasajeros y servicios
Sistema de almacenaje y recuperación
Montacargas de fachada
Escaleras de fachada
Nivelación y moquetas
Sistema de suelo técnico
Particiones y paneles de techo
Enlucidos y Pintura
Vidrios interiores
Techos suspendidos
Puertas especiales
Puertas de madera
Flaps giratorios
Tabiquerías internas en baños
Azulejos (torre)
Azulejos (edificios perimetrales)
Cocinas
Cámaras de refrigeración
Mini-cocinas
Sistemas de seguridad
Puertas de seguridad
Torniquetes
Trabajos en piedra natural
Entarimados
Jardines
Commerrzbank AG
Nervus Generalübernehmer GMBH
BGS Ingenieursozietät HPP Gesellschaft
Foster and Partners
David Langdon t Everest
Ove Arup Et Partners Krebs und Kiefer
Ingenieursozietät Katzenbach ud Quick
König und Heunisch
Pettersson et Ahrens Roger Preston et Partners
Schad et Hölzel
Profesor Klingsch
Ingenieurbüro Schalm
Jaspeen und Stangier
Dr. Ing. Grandjean
Arnstenin und Walthert
Wörner et Partner
RWDI
Quickborner Team
E.L. Sommerlad Landschafts-architkt
Hochtief AG
A. Jonitz
Grund-und Pfhlbau GmbH
DSD Dillinger Stahlbau GmbH
Gerüstbau Bensel
Strip Schalungsbau GmbH
Ehresmann Baustahl GmbH
HTS-Bau GmbH
Cande-Bau GmbH
Deutsche Asphalt GmbH
Zehnich
Willy A. Löw KG
Hebel Alzenau GmbH t Co.
Opex
ARGE Trockenbau Westphal GmbH t Co KG
Josef Gartner t Co Scheldebouw BV
Krantz TKT
R.O. Meyer
Werner Schöhl GmbH
Minimax GmbH
K.Dörflinger
Siemens AG
Fredenhagen KG
Müller und Jessen GmbH
Riexinger Türenwerke GmbH
Thyssen Aufzüge GmbH
Thyssen Telelift GmbH
Wahlefeld GmbH
Zarges Leichtbau GmbH
Häcker KG
Esbotec
Certra Hauserman GmbH
Hans Leitner
Metallbau Joser Wenker
Schmidt Montage GmbH
Magnus Müller GmbH t Co KG
Lindner AG
Günther - Tore
Schäfer Ausstattungs-Systeme
Gebrüder H+H Heil KG
Amrhein GmbH
E.Fuchs GmbH
Kälte-Klima-Umwelttechnik GmbH
Holighaus
Erbacher t Kolb
Bode Panzer
Kaba Gallenschütz GmbH
LSI Luso Suica Internacional
Thura Fu bodentechnik GmbH
Wichmann GmbH t Co KG
Fig. 1.1. Ficha Técnica del Equipo Humano que realizó el COMMERZBANK (Frankfurt–Alemania 1994-1997).
Creemos importante en esta introducción, ceder la palabra y traer a colación las reflexiones que
nos ofrece el ingeniero de caminos José A. Fernández Gallard, responsable de la promotora que
gestionó y llevó a término la construcción de Torre Espacio en Madrid diseñada por Pei de 225 m de
altura, puesto que al margen de corroborar con ello nuestras primeras palabras, enriquece nuestra
introducción al ofrecernos una panorámica completa y precisa de todos los aspectos que deben
converger y tenerse presente en la aventura que supone levantar con éxito de la nada un rascacielos,
habiendo tenido que pasar por todos ellos de forma real (no teórica) para conseguirlo:
“Difícil es concentrar en apenas unas líneas todas las vicisitudes, peleas, reflexiones e ideas
que durante la aventura de promover un edificio de estas características pasan por el cerebro (y
obviamente por la cuenta de resultados) de un promotor inmobiliario, pero trataré de resumir la
experiencia de Espacio, sin que esto suponga un exhaustivo manual de práctica inmobiliaria, sino
sólo un conjunto de reflexiones y conclusiones.
La primera dificultad con la que se encuentra el promotor en este tipo de edificios, consiste
en la poca convergencia de los objetivos de los diferentes actores:
- Un diseño de edificio que necesariamente debe ser sugerente, vanguardista, en definitiva
casi más escultura que arquitectura, y que inevitablemente tiene que relacionarse y adecuarse al
entorno de la ciudad donde se sitúe (Arquitecto).
- Un edificio de esta magnitud supone una fortísima inversión, por lo que la compañía que lo
promueve no puede olvidar buscar la rentabilidad, y en definitiva la eficiencia entre superficie útil
(sea para el uso que sea) y superficie construida (Promotor).
- Unos planes generales que rara vez han tenido en cuenta la normativa urbanística adecuada
para regular las condiciones de diseño de este tipo de edificios dentro de la ciudad, y
habitualmente también una normativa de cómputo de edificabilidad, evacuación y diseño de
protección contra incendios, que no tiene en cuenta la tremenda penalización que suponen los
núcleos de comunicaciones de estos gigantes, y por tanto la ineficiencia del ratio S.útil/
S.construida. (Administrador).
La segunda dificultad es interna y radica en los órganos de gestión de la compañía que se
lanza a esta aventura, pues debe de ser capaz de medir adecuadamente el esfuerzo titánico que
supone el diseño, financiación, construcción y comercialización del rascacielos, así como de las
infraestructuras perimetrales que necesariamente llevan aparejados estas edificaciones para su
integración en la ciudad.
Esto no es una cuestión baladí, pues no existen muchos técnicos con experiencia en este tipo
de inmuebles (todavía más complicado si el promotor no pertenece al sector de la construcción),
estos técnicos tienen un trabajo limitado en el tiempo (3 o 4 años), y bajo su responsabilidad está la
de tomar decisiones trascendentales como son: tipo de estructura (metálica, hormigón, mixta…),
sistema de climatización, tipo de fachadas, sistemas de ahorro energético, diferentes alternativas
de transporte vertical (nº de ascensores, velocidad, cabinas dobles, etc…) y una lista interminable
de decisiones de las que dependerá el correcto funcionamiento del edificio.
Luego como conclusión en esta fase, mi recomendación es la de no subestimar el reto, y que
el promotor monte el equipo necesario para controlar en todo momento el proceso de diseño y
construcción.
Y el tercer desafío, la construcción. Esta fase crítica y determinante del proyecto enlaza
directamente con la decisión anterior del equipo de gobierno, pues tanto si se decide abordar la
construcción con un contratista principal como si se decide subcontratar las diferentes partidas de
la obra, la gestión es muy compleja. No olvidemos primero la tremenda trascendencia económica
que suponen retrasos, descoordinaciones, etc…, lo que obliga a unos contratos muy precisos y a
un rigurosísimo control del cronograma de la obra, siguiendo el ritmo de las actividades con
intervalos de 24 horas.
El siguiente y también importantísimo aspecto es el control de calidad, que exige contratos
con compañías especialistas interpuestas, y yo recomiendo a pesar de todo un control propio de la
promotora, que revise materiales, acabados, simulaciones de comportamientos futuros de
instalaciones, pruebas de las mismas, etc.
El control económico es otra cuestión fundamental que sin duda también debe estar en manos
de la promotora del edificio.
Y por último, a mi juicio, es determinante un proyecto de funcionamiento y explotación del edifico.
No debemos olvidar que un inmueble de estas características se asemeja a un trasatlántico que una
vez botado no puede dejar de navegar; en consecuencia, debemos definir un protocolo de revisiones
de instalaciones, un plan de evacuación, horarios de funcionamiento, estatutos de régimen interno,
coordinación de las obras de implantación de los diferentes arrendadores, control de accesos y
seguridad, y un largo etcétera, que supondrán el éxito de la inversión.
En definitiva, toda una aventura compleja pero apasionante, en la que aquel que tenga la suerte de
verse involucrado, se sentirá realizado, y lo agradecerá toda su vida”.
1.2. Edificios de gran altura (conceptos previos).
Si vamos a disertar sobre los edificios de gran altura, bien merece la pena que hagamos el
esfuerzo de tratar de definirlos, adjetivarlos y catalogarlos previamente, aunque sea de una forma
aproximada e imprecisa, con el objeto de asegurarnos en la medida de lo posible que, en nuestra
andadura particular, empleamos una misma terminología conceptual relacionada con este grupo de
edificios, los edificios de gran altura, imposibles de concebir sin el invento y la presencia del ascensor
de Otis dentro de los mismos.
Podríamos pues comenzar por decir, al hilo del último párrafo escrito, que los edificios de gran
altura nacieron al amparo y después de que naciese un artilugio mecánico capaz de transportar
verticalmente, con cierta rapidez, personas y enseres en todo tipo de construcciones y, lógicamente,
en las que nos ocupan, también.
Fig. 1.2. Otis haciendo una demostración de su invento en 1854.
Dado que dicho artilugio fue presentado oficialmente por Elisha Graves Otis en el año 1854; y
pasaron unos cuantos años antes de que pudiera, al electrificarse en 1887, incorporarse industrial y
comercialmente en los edificios con el nombre de “ascensor” (“elevator”, en inglés), podemos afirmar
sin temor a equivocarnos, que los edificios altos comenzaron a construirse a finales del siglo XIX y,
por tanto, pueden ser catalogados como construcciones muy recientes y modernas, si las situamos
en el contexto temporal histórico de la Arquitectura.
Tal vez Otis no fuese realmente consciente de que con su invento, con el ascensor, estaba
abriendo las puertas de una parcela emblemática y revolucionaria de la arquitectura moderna, que
como ninguna otra iba a resultar ser la más llamativa y espectacular de todas: la de los edificios de
gran altura, la de los rascacielos; unas construcciones que junto con los puentes de grandes luces,
constituyen las obras más admiradas por el gran público.
Por otra parte, resulta absolutamente inconcebible pensar en construir un edificio por encima de las
cuatro plantas, si la comunicación de personas, provisiones y materiales, tiene que hacerse
directamente a través de las escaleras, únicas piezas que existían en la construcción tradicional como
elementos de comunicación vertical entre sus pisos.
Solamente contando con la presencia del ascensor, como máquina capaz de comunicar y
transportar verticalmente a elevada velocidad personas y enseres, resulta posible diseñar y construir
edificios apilando planta sobre planta, sin más limitaciones, en principio, que aquellas que impongan
las leyes urbanísticas, la resistencia de materiales, la lógica constructiva y el sentido común.
Aunque no con excesiva frecuencia, pero sí de cuando en cuando, el atractivo sociólogico que
poseen los rascacielos y los inventos tecnológicos que los hicieron posible, invaden la literatura de los
best-sellers y se nos recuerda a través de la misma, con fortuna variable, que tras de todo aquello
que nos permite avanzar históricamente y mejorar nuestra calidad de vida, existe la visión y el espíritu
creativo de hombres que pusieron toda su vida y empeño en geniales ideas para conseguirlo como
Otis.
“- La verdad es que el ascensor es un gran invento. Otis era un tipo extraordinario.
- ¿Le conoció? ¿Usted conoció a Elisha Graves Otis?
Durante los meses que siguieron a la marcha de su padre, Esko [el arquitecto finlandés
protagonista] había reunido toda la información posible sobre el ascensor y no se puede decir que
dicha información fuera fácil de conseguir en la aldea. Kalliokoski le había traducido un artículo que
había encontrado en una enciclopedia inglesa. Al parecer, tras la instalación de estas máquinas en
algunos edificios de Chicago se habían sucedido una serie de desastres, no porque los propios
ascensores hubieran funcionado mal o se hubieran caído al fondo de sus huecos, sino porque los
corazones de algunas personas no habían sido lo bastante fuertes para soportar la impresión de
verse lanzados arriba y abajo en sus interiores. El mismo Otis había garantizado la seguridad del
invento con una prueba personal, permaneciendo en el interior de la cabina de un ascensor con un
huevo en cada mano y solicitando a los técnicos que cortaran el cable. El ascensor se había
precipitado seis pisos en caída libre antes de detenerse suavemente, sin que ni Otis ni las cáscaras
de los huevos sufrieran el menor desperfecto, protegidos por el cojín de aire del fondo del hueco.
- ¿Conoció a Otis?
- Le conocí cuando era un chico más o menos de tu edad. Ahora ya ha muerto, naturalmente,
pero en los últimos cuatro años he tenido el privilegio de instalar muchas de sus máquinas”
(Richard Raguer, El dibujante de nubes, Editorial Alfaguara, 2001).
Sin embargo, el que un edificio relegue la escalera como elemento de comunicación vertical a un
segundo plano sustituyéndola por uno o varios ascensores, y su diseño consista en apilar un número
de pisos superior a cuatro sobre la plataforma de un solar, en modo alguno lo convierte en un edificio
que podamos clasificar en la tipología de los edificios de gran altura. Parece evidente que si con la
altura de estos emblemáticos edificios queremos rascar el cielo, no nos quedará más remedio que
construirlos con un número de plantas bastante mayor que esas cuatro plantas en las que, como
límite, una persona podría vivir, aunque sea incómodamente, sin el ascensor. Pero, ¿cuántas plantas
debemos apilar en un edificio para poder decir que es alto? Lamentablemente, no existe una
respuesta única con la que todo el mundo esté de acuerdo; el lugar y el espacio que envuelven la
forma de vida de cada uno de nosotros influyen considerablemente en las apreciaciones que
poseemos sobre la altura de las construcciones haciendo que las veamos y sintamos de manera muy
diferente.
La posible respuesta al número de plantas que debe poseer un rascacielos podemos encontrarla
treinta años después de que Otis presentara su primer ascensor de pasajeros, cuando el ingeniero W.
Le Baron Jenney proyecta y construye en Chicago el Home Insurance Building en 1885: un edificio
ejemplar, desgraciadamente demolido, del que sólo conservamos de él su imagen fotográfica,
absolutamente histórica al estar considerado como el primer rascacielos propiamente dicho, resuelto
íntegramente con una estructura de pórticos semirrígida a base de vigas y pilares de hierro y acero,
sin contar para nada con las fachadas como elementos portantes.
Fig. 1.3. Home Insurance Building (Chicago, vida en servicio 1885-1931, William Le Baron Jenney).
Por tanto, podríamos decir, empleando un criterio esencialmente historicista, que un edificio alto,
un rascacielos, es aquel edificio que posee un número de plantas igual o superior a diez y emplea los
ascensores como piezas fundamentales en su funcionalidad.
Sin embargo, el criterio historicista para definir los rascacielos no acaba de satisfacernos
plenamente, dado que fija una frontera entre edificios altos y bajos (diez plantas), con excesiva
arbitrariedad y sin una base justificativa consistente.
Para un campesino que no sea adicto a la televisión y viva en una sencilla aldea, es muy posible
que cualquier edificio que supere las cuatro o cinco plantas pueda parecerle ya un edificio alto y, si
alcanza y supera las diez, tal vez incluso considere que se encuentra frente a un edificio descomunal,
un auténtico rascacielos de los grandes.
Fig. 1.4. Torre de Madrid y Torre España: Edificios construidos tras la guerra civil española para mayor gloria
del régimen franquista.
Sin embargo, para un neoyorquino de Manhattan un edificio que no alcance al menos los cuarenta
pisos puede parecerle un edificio modesto y bajo.
Todavía bastantes madrileños pueden recordar, el asombro y admiración que les causó ver
levantarse en la Plaza de España de su viejo Madrid, las estructuras de hormigón armado aporticadas
de los primeros edificios de cierta altura que se construían en nuestro País, a mayor gloria del
régimen franquista, allá por los años cincuenta; y que por supuesto si estuviesen en Manhattan, casi
con seguridad absoluta pasarían desapercibidos entre todos los que existen.
En Arquitectura Viva (junio, 1989), el arquitecto Tony Díaz se hace eco de estos conceptos y los
sitúa inteligentemente en el plano de las escalas y de la cultura cuando nos dice:
“En este sentido es importante tener claro cuál es la idea de escala que tiene la cultura urbana
norteamericana. Los rascacielos no son para ellos (como de alguna manera lo son para nosotros)
un hecho excepcional, un fenómeno particular a controlar socialmente. Los edificios de gran altura
forman parte natural de su cultura; y me refiero a la cultura de toda la gente y no sólo a la de los
arquitectos.
Como ejemplo vale la pena mencionar la experiencia que surge al enseñar en cualquier
escuela de arquitectura norteamericana. Impresiona, desde el punto de vista de la escala, las
alturas que manejan los estudiantes americanos en sus ejercicios. Generalizando, ésta es el doble
de las que se plantean nuestros estudiantes europeos para resolver el mismo tipo de problemas.
Lo que para nosotros está entre cuatro y diez plantas para ellos oscila por arriba de las veinte. Y
esta escala es, para todos, una cosa normal, de la que no se tiene una conciencia particular.
La concepción americana de la altura se desarrolla en una clave cultural tecnológica mientras
que la europea lo hace en una clave cultural mucho más tradicionalista; y es por ello que resulta
posible hablar del carácter que poseen los rascacielos.”
Fig. 1.5. Edificio en la playa de San Juan (Alicante) con 14 pisos y 5 m de base.
Para algunos ingenieros estructurales, un edificio de gran altura es aquel donde las fuerzas
horizontales condicionan y determinan el diseño de su estructura independientemente del número de
pisos que posea. Un edificio de catorce plantas y cinco metros en su base menor plantea ya una
problemática de proyecto específica de los rascacielos, que obliga casi necesariamente a tener que
resolver su estabilidad con pantallas transversales trabajando en ménsula.
El mismo edificio mencionado, aún teniendo una altura mayor, si hubiese tenido una base de 25 m,
podría haberse resuelto con un sistema de pórticos convencionales y luces de 5 m, solución muy
adecuada y razonable para un bloque de tipo residencial sin mayores complicaciones estructurales.
Sin embargo, un concepto tan puramente mecánico como el anterior tampoco refleja
verdaderamente la esencia de los edificios de altura; y, si bien puede ser generalmente válido para
los edificios de viviendas tradicionales, cuando se aplica a los grandes edificios comerciales y de
oficinas nos veríamos obligados a tener que aceptar todas las excepciones del mundo.
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Dudamos mucho que la inmensa mole de Empire State Building de 3,65 x 10 kN de peso,
distribuida inicialmente en sus 85 pisos y 320 m de altura –posteriormente modificada en 102 pisos y
381 m de altura, una vez eliminada la pretenciosa e inservible torre de su cima destinada al amarre
de zepelines–, pudiera haber presentado en su diseño problemas de inestabilidad lateral debida al
viento que condicionasen su estructura de pórticos, si es que alguna vez se la llegaron a plantear
seriamente sus constructores en 1930, cuando no existía una reglamentación “tan burocratizada” en
la construcción y tampoco el método de los elementos finitos para calcularlo, debido
fundamentalmente a la enorme base de apoyo que posee (129 x 57 m) (Finalizada la construcción del
edificio, se publica y se acepta oficialmente el maravilloso método del ingeniero americano Hardy Cross (1885 –
1959), que permitiría abordar el cálculo de entramados de barras con cierto rigor y eficacia, hasta verse superado
por el cálculo matricial con la llegada de los ordenadores) .
Fig. 1.6. Vista aérea del Empire State Building.
Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a decir que el Empire State Building no es un
rascacielos; pero basta mirar con detenimiento el skyline de la isla de Manhattan desde Battery Park
City (oeste del Hudson River) y de su lado opuesto (Este del Hudson River), para intuir perfectamente
lo que pretendemos poner de manifiesto si observamos el conjunto construido con y sin la presencia
de las torres del Word Trade Center (Figs. 1.7 y 1.8).
.
Fig. 1.7. Panorámica de Manhattan (Oeste del East River) antes y después de 11 de septiembre de 2001, día
en el que unos aviones terroristas destruyeron las torres del Word Trade Center.
Fig. 1.8. Otra panorámica de Manhattan (Este del río Hudson) antes y después de 11 de septiembre de 2001,
día en el que unos aviones terroristas destruyeron las torres del Word Trade Center
La altura de un edificio no tiene por qué condicionar necesariamente su estructura, si la relación
altura/base, es decir, su esbeltez, no supera una determinada cota difícil de precisar. A una parte
considerable de los edificios que existen en Manhattan, aun siendo considerablemente altos, su base
y su masa (su peso) los hacen sencillamente estables por sí mismos sin excesivas complejidades
estructurales. El concepto de “esbeltez” es por tanto un parámetro de cierta importancia, que de una
forma u otra necesariamente tendremos que tener presente en el proyecto de los edificios, y puede
servirnos también como una referencia adicional que nos ayude a definir con mayor precisión a los
edificios en bajos y altos.
Así, por ello, podríamos también bautizar a un edificio como de gran altura, cuando supere las diez
plantas con una esbeltez en torno a cuatro o mayor que cuatro, que es cuando estimamos que las
fuerzas horizontales comienzan a condicionar de manera palpable el diseño de su estructura. Tal vez
a algunos les parezca excesivo aplicar el término de rascacielos a edificios que posean unas
características como las definidas, pero tal y como hemos recordado anteriormente, teniendo
presente la historia de la Arquitectura, así fueron ya bautizados los primeros edificios de oficina que
se construyeron a finales del siglo XIX en Chicago, sin que el número de sus plantas fuese mayor de
15 y sin que su esbeltez llegase ni siquiera al factor tres
Entrando en un territorio mucho más divertido a la cuantificación de las plantas y esbelteces de
estos edificios, los conceptos que se barajan para definir a los rascacielos puedan alcanzar cotas
sublimes.
En un diccionario arquitectónico para “la elite de los expertos elegidos”, Diccionario Metápolis de
arquitectura avanzada (VV. AA., Ediciones Actar, 2001) buscando la palabra “rascacielos”, se nos
remite a “brotes” y al irnos a “brotes”, se nos encamina finalmente a la palabra “despuntes” como
sinónimo vanguardista del vulgar término “rascacielos”, que acaba definiendo de la siguiente manera
el elitista diccionario:
“Llamamos despuntes (o brotes) a aquellos despliegues edificados en altura, desarrollados
libremente a partir del uso estratégico de la dimensión vertical.
Se trata de erupciones dinámicas de masa edificada: extrusiones arrítmicas destinadas a
fractalizar procesos densos de acumulación volumétrica local, propiciando movimientos de
segmentación y descompresión irregular. Dispositivos que valoran un tratamiento irregular de la
edificación ya no como masa tectónica unitaria -presencia edilicia compacta-, sino como vibración
picuda, es decir, como “secuencia entallada” de acontecimientos multiescalares (“entre lo pequeño
y lo grande”).
Esquemas concebidos, pues, como crecimientos discontinuos, pero también como
mutaciones funcionales, desiguales en altura, planteados desde una variación operativa y
virtualmente fortuita del gálibo, más que desde una determinada regularidad formal: estirones,
extrusiones, “medrajes” en definitiva, de la propia edificación -y de los usos que ésta articulallamados a estructurar masas perfiladas sobre zócalos más bajos; abscesos (emergencias) de
impulso vertical que recortan sus acciones en secciones complejas, compuestas a partir de
estratos independientes, alturas variables y/o programas mixtos.
Desarrollos destinados a propiciar procesos evolutivos ajustados a movimientos de
crecimiento y recorte; quiebros e inflexiones entre lleno y vacío –entre construido y no-construidos–
producidos por medio de la combinación, en altura, de programas ya no rígidamente separados,
sino mezclados en organismos híbridos, en compleja convivencia”.
Afortunadamente, no todos los escritos sobre los edificios de gran altura son tan “avanzados” como
el citado anteriormente y resulta posible acudir a otros textos que también nos hablan de cómo son y
qué cualidades tienen.
Pero, independientemente de los parámetros técnicos mencionados con anterioridad, que pueden
darnos una idea de si un edificio es alto o bajo, existen en la literatura técnica definiciones sobre los
rascacielos bastante más atractivas y conceptualmente mucho más interesantes que la mera
cuantificación numérica de dichos parámetros.
“Los rascacielos constituyen una de las grandes aventuras técnicas del hombre. Este tipo de
construcción es el resultado de un esfuerzo titánico del hombre por alcanzar mayores alturas,
esfuerzo tan viejo como el hombre mismo, pleno de fracasos estrepitosos y de éxitos brillantes” (J.
Calavera, “La Gran Aventura de las Torres”, Cuadernos Intemac, nº 11, 1993).
“¿Qué entendemos por rascacielos? Pocas palabras son más imprecisas en el vocabulario
técnico de los arquitectos: Estructuras verticales que repiten plantas vacías alrededor de un núcleo
central decoradas para dotar de expresión escalar al conjunto” (I. Ábalos y J. Herreros, Arquitectura
Viva, junio 1989).
“Rascacielos y siglo XX son sinónimos; el edificio de gran altura es el sello de nuestra época.
Como maravilla estructural que rompe los límites tradicionales de la persistente ambición humana
de construir hasta los cielos, el rascacielos constituye el fenómeno arquitectónico más
sorprendente de nuestro siglo. Es, sin duda, su presencia arquitectónica más abrumadora.
Configurador de ciudades y fortunas, es el sueño, pretérito y presente, confeso o inconfeso, de casi
todos los arquitectos. El rascacielos es una celebración de la tecnología constructiva moderna.
Pero también es el producto de la calificación del suelo y de las leyes fiscales, del mercado
inmobiliario y del mercado del dinero, de las exigencias legales y de las de los clientes, de la
energía y de la estética, de la política y de la especulación. Sin olvidar el hecho, de que se trata del
mayor juego de inversión urbana. Con todo ello, y a menudo a pesar de ello, el rascacielos sigue
siendo una forma artística” (Ada Louise Huxtable-Nerez, El Rascacielos. La búsqueda de un estilo,
1982).
“Los rascacielos se elevan majestuosamente sobre el bullicio de las grandes ciudades o se
alzan en solitario en plena naturaleza. Nos llaman la atención, hacen volar nuestra imaginación,
despiertan asombro o temor. Estas obras maestras, fruto de la creatividad artística y de la
genialidad arquitectónica, que aúnan el trabajo duro con sueños osados, constituyen uno de los
grandes logros del hombre y son, al mismo tiempo, la expresión de sus anhelos” (Judith Dupré,
Rascacielos, 1996).
“¿Cuál es la principal característica de un bloque de oficinas de gran altura? Sin duda, su
grandiosidad. Debe ser alto y expresar la fuerza y el poder de lo elevado, la gloria y la exaltación.
Cada centímetro debe ser un motivo de orgullo, alzándose con tal enaltecimiento que desde la
base hasta la cúspide forme una unidad sin una sola línea discordante” (Louis Sullivan, 1896).
“El impulso por construir tan alto como sea posible parece que sea un rasgo característico de
la cultura humana. Desde la gran pirámide de Cheops hasta la torre de Babel, muchas
civilizaciones intentaron levantar estructuras que se irguieran por encima de las de su entorno. Los
zigurats mesopotámicos, las pagodas chinas y los minaretes musulmanes se han convertido en
símbolos de las creencias religiosas, en torres que se alargan hasta el cielo.
El obelisco moderno es el rascacielos. Desde hace más de un siglo, arquitectos e ingenieros
han aplicado sus conocimientos prácticos y teóricos a las técnicas de construcción vertical para
transformar el aspecto de las ciudades. Los primitivos rascacielos tomaron prestados el modelo de
la columna griega y de las torres renacentistas.
El movimiento de modernidad que imperó después de la Segunda Guerra Mundial huyó de las
inclinaciones simbólicas: sus estructuras rectangulares de cubierta plana se denominaron, sin
embargo, edificios en altura y no rascacielos. Recientemente, los arquitectos han reavivado de
nuevo el interés por los edificios altos como emblema cultural, como las torres gemelas Petronas”
(Cesar Pelli, Investigación y Ciencia, 1998).
Fig. 1.9. Vista parcial de Manhattan desde el Empire State Building.
Frente a las definiciones un tanto laudatorias expuestas, también podríamos añadir algunas
opiniones sobre los rascacielos, cargadas con bastantes reservas sobre sus supuestas grandezas y
bondades. El arquitecto y profesor Antonio Fernández Alba, con un lenguaje poético algo gongorino,
opinaba así sobre los rascacielos en un artículo publicado en el diario El Mundo en 1996, que por su
interés reproducimos en su totalidad:
“¿En qué términos se puede definir este objeto insólito que surge como menhir urbano en la
segunda mitad del siglo XIX en el mundo productivo de Estados Unidos y que ahora en los finales
de siglo parece anunciar su decadencia? Nada más preciso que el título que utilizara Giorgio de
Chirico en su cuadro de 1915 para reflejar el espacio metafísico de la nueva ciudad, “La pureza de
un sueño”. El rascacielos surge entre las ciudades de Saint Louis y Chicago como un nuevo
monumento entre simbólico y mítico, expresión de las nuevas escalas de la ciudad que inaugura la
revolución industrial. Es el signo del moderno poder económico-administrativo construido como un
artefacto sublime que va narrando en estratificados elementos el acontecer del duro paisaje de la
ciudad moderna.
Ahora nos llegan en crónica anticipada las noticias de su decadencia y muerte ante el
asombro y la incertidumbre del espectador urbano, fascinado con unas arquitecturas clásicas y
grandiosas que le han convertido en prisionero enajenado de su propio canon racional. El
rascacielos es la arquitectura del poder de una civilización en la que sucumben los rasgos más
serenos de la realidad humana y el aire benéfico de la ciudad, de cuya existencia no nos queda
otro vínculo que su contemplación estética.
Su arquitectura nos presenta una visión sublime de paisajes cristalinos ordenados de acuerdo
con la traza de la “razón trascendente”, norma que concluye en esa secuencia de retablos
funcionales que disfrazan el drama de la vida urbana. Noticia del fin de unos tiempos que marca el
destino iconográfico de la arquitectura del hombre. Así aconteció con la pirámide, el zigurat o la
catedral, arquetipos referidos al culto de los astros, el enigma de la muerte o los credos
imaginarios.
El rascacielos, opus sublime del fin de siglo, lábil fortaleza que alberga los límites de una
cultura acotada entre la angustia solidaria y la injusticia renovada, ha venido a constituirse en
metáfora cristalina de la victoria del menhir burocrático contra el dolmen arcaico del suburbio.
Construidos en acero y cristal, el rascacielos representa la utopía cumplida de nuestro tiempo. Son
los signos inequívocos del orden racional y abstracto que inauguraban los espacios luminosos del
siglo, sin lugar a dudas, hito reverenciado del optimismo que marcó la civilización tecnológica pero
también la visión de la ciudad como “infierno secularizado” que con tanta precisión dejaron
encajadas las imágenes de Sedlmayr.
La decadencia del rascacielos se inicia en los albores de una civilización, la tecnocientífica,
una decadencia consagrada en la medida que su efigie ya se encuentra en los territorios de lo
mítico, pero los mitos según refleja la historia, no se anulan, se reproducen en espacios diversos a
veces en formas superfluas quizá para ocultar la culpa que anida en las conductas de la usura. Las
ruinas de los rascacielos las llegaremos a ver como los signos de la “pureza de un sueño” a través
de la conciencia urbana de nuestras miradas. La metrópoli como un caleidoscopio sin reflejos,
patria del desarraigo, donde el tiempo ha perdido su sentido unitario y la ciudad aceptó ser profecía
de sumisión”.
Y con la única intención de ofrecer una visión de los rascacielos lo más amplia posible, merece
la pena traer a colación un artículo de José Carlos Canalda, que más que Doctor en Ciencias
Químicas parece un Leonardo Da Vinci habida cuenta del amplio currículum con el que se publicita
en Internet, por considerar que representa sin duda alguna, una visión muy generalizada sobre los
rascacielos dentro del espectro de población que podríamos bautizarlas como a ellos les gusta ser
bautizados: “la izquierda progresista”. Leámoslo:
“Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Aconteció que cuando salieron
de oriente hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí. Un día se dijeron unos a otros:
Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Así el ladrillo les sirvió en lugar de piedra, y el asfalto en
lugar de mezcla. Después dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo;
y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.
Jehová descendió para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: El
pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; han comenzado la obra y nada los hará desistir ahora de
lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno
entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron
de edificar la ciudad.
Por eso se la llamó Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los
esparció sobre la faz de toda la tierra.” (Génesis, Capítulo 11, versículos del 1 al 9).
Nada más idóneo para encabezar este artículo que el conocido pasaje del Génesis (capítulo
11, versículos 1 a 9) en el que se describe el episodio de la Torre de Babel, donde la soberbia
humana fue aplastada sin contemplaciones por el implacable Dios del Antiguo Testamento.
Evidentemente, no es en modo alguno mi intención comparar de forma literal (de eso ya se
encargarán otros) este relato bíblico con episodios reales tales como los atentados de las Torres
Gemelas de Nueva York, o el reciente incendio (por fortuna sin víctimas) que calcinó el pasado día
12 de febrero un rascacielos madrileño; si Dios existe, seguro que tendrá cosas más importantes
que hacer que preocuparse por estas insignificantes estupideces humanas, eso lo tengo
meridianamente claro.
Lo que sí resulta perfectamente válido de esta historia, es la moraleja de cómo la soberbia
humana puede acabar creándonos problemas que hubieran podido ser evitados con un poco de
humildad o, siquiera, de sentido común, algo que por desgracia no suele ser tan habitual como
debiera a juzgar por los resultados. Y no es que nos falten advertencias, ya que a la dura
admonición bíblica se suman multitud de relatos clásicos que nos avisan sobre las posibles
consecuencias de un comportamiento irreflexivo e imprudente, tales como los mitos de Pandora,
Prometeo, Ícaro o Faetón tan sólo dentro de la mitología grecorromana.
Pero nos da igual, ya que no escarmentamos. Para empezar, lo reconozco, los rascacielos
me parecen algo espantoso en su doble vertiente, arquitectónica y urbanística. Qué se le va a
hacer, mis gustos estéticos no van en modo alguno por ese camino. Como es sabido, el origen de
los rascacielos no pudo ser más prosaico, se trataba de exprimir al máximo unos terrenos escasos
y caros, primero en Chicago y posteriormente en la neoyorquina isla de Manhattan; pero pronto
surgirían arquitectos que, como Le Courbusier, comenzaron a ensalzar las presuntas bondades de
este sistema constructivo, convirtiendo en iconos ciudadanos a lo que hasta entonces había sido
tan sólo una manera de aprovechar mejor el espacio. Tanto es así, que pronto todas las ciudades
importantes comenzaron una desenfrenada carrera por conseguir edificios singulares de gran
tamaño que, a ser posible, fueran incluso más altos que los de sus rivales.
Madrid, claro está, no quiso ser menos. Aunque los tiempos no eran buenos (corrían los años
de la posguerra), pronto el modesto edificio de la Telefónica se vio superado por dos flamantes
rascacielos, la Torre de Madrid y el Edificio España... aunque debieron pasar varias décadas para
que Madrid pudiera contar con su propio perfil (no sé a qué viene la estupidez anglófila del sky line)
de edificios con más de cien metros de altura, todavía muy lejos (por fortuna) de los monstruos
neoyorquinos y de colosos todavía mayores, como las Torres Petronas de Kuala Lumpur, la Torre
Sears de Chicago, el Jin Mao de Shangai o el Edificio Taipei, de más de medio kilómetro de altura
y, por ahora, el más alto del mundo... eso sin contar con un proyecto que anda rondando por ahí de
un rascacielos de ¡más de un kilómetro! y que, no se dude, tarde o temprano intentarán construirlo.
Bien, se podrá objetar que a lo largo de toda la historia siempre han existido edificios
singulares, desde las pirámides egipcias hasta las catedrales góticas... sí, pero menos.
Prescindiendo de consideraciones estéticas, que al fin y al cabo se trata de algo subjetivo y como
afirma el dicho sobre gustos no hay nada escrito, nos encontramos no obstante con otra cuestión
mucho más prosaica, el asunto de la habitabilidad y la seguridad de estos edificios. Porque, a
diferencia de los edificios singulares clásicos, reservados a funciones muy determinadas como
templos o mausoleos, en los rascacielos nos encontramos con una funcionalidad que no puede ser
ignorada; no es lo mismo visitar una catedral, pongo por caso, que habitar o trabajar de forma
cotidiana en un edificio de ese volumen.
A mí, lo reconozco, me causan angustia esos gigantes, y tengo serias dudas sobre si sería
capaz de trabajar o residir en ellos; llámese claustrofobia si se quiere, pero yo prefiero
considerarlos como algo inhumano y antinatural, sobre todo teniendo en cuenta la manía de los
arquitectos contemporáneos de convertir a los edificios (no sólo a los rascacielos, pero también a
éstos) en unos auténticos búnkeres blindados en los que ni siquiera se puede abrir una ventana.
Me aplastan, en definitiva, y los considero colmenas artificiales y alienantes para todos los que
tengan la desgracia de ser sus inquilinos.
Pero además está el tema de la verticalidad (o la oblicuidad en los casos más extravagantes,
como el de las conocidas torres KIO), todavía peor que el del gigantismo; y aquí no es ya la
cuestión subjetiva de una posible claustrofobia, sino algo mucho más grave a la par que
potencialmente peligroso, tal como demostraron los atentados de las Torres Gemelas y como se
volvió a comprobar en el incendio de Madrid: una vez que fallaron, por las razones que fueran, los
sistemas contraincendios del edificio, los bomberos madrileños se vieron impotentes para atajarlo
ya que, según sus propias palabras, los medios técnicos de que disponen sólo resultan viables
para edificios de hasta cincuenta metros de altura... la mitad de la del siniestrado y apenas una
octava parte de la de las desaparecidas Torres Gemelas. Claro está que allá por 1974, hace más
de treinta años, el jefe de bomberos (encarnado por Steve McQueen) de la película EL COLOSO
EN LLAMAS decía algo similar; puede que se tratara tan sólo de una ficción, pero por desgracia
resultó profética.
La experiencia demuestra que estos enormes edificios resultan ser extremadamente
vulnerables, ya sea un atentado terrorista como el que ocurrió en Nueva York (conviene no olvidar
que ETA pretendió hacer estallar una furgoneta cargada con varios cientos de kilos de explosivos
en los sótanos del complejo AZCA, al que pertenece el edificio incendiado), o un accidente fortuito,
como parece que ocurrió en Madrid. Las consecuencias, en la práctica, vienen a ser similares, y
aún tenemos que dar gracias de que el incendio ocurriera cuando el edificio Windsor y los
colindantes, entre ellos el complejo de El Corte Inglés, estaban vacíos. ¿Qué hubiera ocurrido de
desatarse el incendio con la zona comercial y de oficinas a pleno rendimiento y abarrotada de
personas? Mejor ni planteárselo siquiera, aunque conviene recordar que las víctimas de las Torres
Gemelas pasaron de tres mil. Y veremos ahora cuánto tarda en normalizarse la actividad en esa
zona clave de la capital española.
El problema es que el peligro sigue ahí, ya que son muchos los edificios similares, o todavía
más altos, existentes en Madrid y en multitud de grandes ciudades españolas o extranjeras.
¿Tendremos que esperar a que ocurra una catástrofe de mayor magnitud (al menos en número de
víctimas) para poder romper con esta demencial carrera?
Pero no escarmientan, y se siguen proyectando y construyendo rascacielos cada vez más
altos a despecho de que puedan verse convertidos en auténticas ratoneras. El edificio que
sustituirá a las desaparecidas Torres Gemelas neoyorquinas será todavía mayor que éstas, y en el
mismo Madrid está prevista la construcción de cuatro mamotretos de entre 230 y 250 metros en la
antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid.
Independientemente de la necesaria mejora de las medidas de seguridad los rascacielos
siempre tendrán su talón de Aquiles, por lo que la mejor prevención no sería otra que la renuncia a
seguir construyendo estos colosos, por lo demás innecesarios; algo, por cierto, que no va a ocurrir.
Ya nos acordaremos de santa Bárbara cuando truene.”
No resulta difícil deducir, después de leer las representativas referencias recogidas, que los
rascacielos son en sí mismos una de las tipologías arquitectónicas más apasionantes del mundo de la
arquitectura, puesto que nunca dejarán indiferente a nadie.
Los rascacielos suscitan sentimientos de todos los tipos, pero jamás suscitarán indiferencia; se les
odia o se les ama; y, muchos arquitectos e ingenieros venderían su alma al mismísimo diablo con tal
de poder proyectarlos aunque sólo sea una vez en su vida, y en este grupo también nos atrevemos a
incluir a sus detractores más cualificados sin temor a equivocarnos.
En una reciente entrevista realizada al arquitecto Carlos Lamela, empeñado loablemente en
transformar el español y tradicional Estudio de Arquitectura Lamela, heredado de su padre, en una
empresa de arquitectura al estilo anglosajón, le formularon la siguiente pregunta: “¿Cuál sería el
proyecto que más le ilusionaría ahora mismo?”. Sin dudarlo un instante respondió: “Sin duda alguna
un edificio en altura. Creo que puede ser un gran reto para el Estudio ahora mismo. Es un gran
desafío para nosotros”.
Las sensaciones que se pueden sentir, y casi con seguridad absoluta sienten, los arquitectos e
ingenieros responsables de estos edificios de gran altura que superan las treinta plantas, cuando ven
materializarse sus planos en líneas verticales que se elevan convergentes hacia el cielo si se miran
desde abajo, y las mismas líneas fundiéndose en un punto único de la tierra cuando se miran desde
la cima de sus desnudas estructuras desafiantes a la gravedad y los vientos, llegan a ser
indescriptibles, y por eso resulta humano y comprensible que se anule en ellos, en nosotros, cualquier
tipo de ecuanimidad en una valoración objetiva sobre los mismos.
Fig. 1.10. Una materialización visual de crear y sentir la altura.
Las sensaciones descritas trata de expresarlas Ayn Rand en su novela El manantial, llevada al cine
por Gary Cooper en el papel del arquitecto Howard Roark, cuando al final de la misma escribe:
“Ascendía sobre los amplios tableros de las ventanas. Los canales de las calles se hacían
cada vez más profundos, hundiéndose.
Las chimeneas humeantes eran montones de fábricas y los pequeños cuadrados grises que
se movían eran autos. La ciudad se extendía en filas angulares entre dos finos brazos de agua
negra.
Las azoteas descendían como pedales presionados sobre los edificios de abajo, fuera del
camino de su vuelo.
Dejó abajo las antenas de las estaciones de radio. La cabina osciló como un péndulo sobre la
ciudad. Se inclinó hacia un lado del edificio. Había pasado la línea donde terminaba la albañilería.
No había nada debajo, sino ligamentos de acero y espacio. Sintió que la altura hacía presión en
sus tímpanos. El sol le daba en los ojos. La línea del océano cortaba el cielo. El océano subía
conforme descendía la ciudad. Pasó los pináculos de los edificios de los bancos. Subió sobre las
torres de los templos. Después ya no hubo nada más que el océano, el cielo y la figura que lo
había creado”.
1.3. El skyline y el lenguaje de la arquitectura
El término anglosajón skyline resulta absolutamente imprescindible en el mundo de los rascacielos,
y dado que como sonido oral resulta bastante agradable al oído, atractivo y, además, puede
diferenciar claramente al que lo usa, es por lo que tal vez ha sido incorporado a ese vocabulario
minoritario y algo pedante de ciertos, pero abundantes escritos arquitectónicos, y que empleado con
cierta habilidad conduce a un lenguaje literario ambiguo, difícil de interpretar, y que sin duda alguna
requiere una considerable preparación hermenéutica si se desea estar presente en el circuito de los
“elegidos” y hacer como si todo se entendiera con diafanidad.
El interesante libro de J. Arnau, titulado “72 voces de un diccionario de arquitectura teórica”, resulta
ser una valiosa ayuda para los no iniciados, pero en nuestra opinión se queda sumamente corto si, en
sucesivas ediciones, no aumenta considerablemente el número de voces incorporando palabras tales
como: tectónica, exégesis, heteróclito, exordio, etc., que nos sean explicadas contextualmente, sin
excesivos ánimos de “cachifollar” para no tener complejos de “inane”.
Incluso reconocidos sacerdotes del círculo de los elegidos, comienzan a darse cuenta del peligro
que supone alejar la cultura de la arquitectura del gran público, cuando se emplea un lenguaje
barroco y difícil de comprender, con la manida excusa de hacernos creer que resulta el lenguaje culto
y apropiado, cuando la mayoría de las veces sólo intenta ocultar una vacuidad de contenidos total.
El arquitecto Alberto Campo Baeza, en su pequeño pero denso libro “La idea construida”, ha
escrito: “Conocí un arquitecto que publicaba mucho y para que no se entendieran sus escritos,
empleaba el ingenioso método de las tres columnas: La columna de los sustantivos estrafalarios, la
columna de los verbos estrambóticos y la columna de los adjetivos rimbombantes. Combinados
convenientemente daban pie a escritos obtusos que producían la admiración de los ignorantes. Todo
hecho con gran habilidad”.
Nuestra crítica y desahogo anterior, empleando también algunos términos cachifollantes del insigne
arquitecto ya fallecido Bassegoda, que fue director del Instituto Torroja, no invalida el hecho
incuestionable de que en el presente y todavía más en el futuro, merced al poderío visual y mediático
de los anglosajones, siempre que miramos el perfil de las obras construidas sobre el horizonte y las
siluetas que nos ofrecen los bordes de las ciudades desde los puntos de vista más insospechados, ya
estén originados desde sus plazas interiores o desde zonas lejanas a las mismas, surja en nuestra
mente la palabra skyline a poco que estemos introducidos en el mundo de las imágenes y la
arquitectura, en vez de las cervantinas palabras perfil o silueta: ¡Qué le vamos a hacer, si así están
las cosas!.
No obstante, el término skyline está adquiriendo en el lenguaje arquitectónico un contenido de
fondo que supera ampliamente su significado más simple: “imagen del perfil de los edificios
construidos sobre el horizonte de la ciudad”.
Fig. 1.11. Skylines generales de Chicago de noche y de día.
En la actualidad, los términos skyline y rascacielos llegan a fusionarse y convivir como conceptos, y
la palabra skyline empieza a englobar aspectos visuales más complejos que las simples siluetas
formales de las construcciones recortándose contra el cielo. Las texturas y el color también definen
los skylines de nuestras ciudades, aunque cuando vemos la espléndida imagen medieval que nos
ofrece Córdoba con su mezquita y sus palacios al mirarla desde la orilla izquierda del río
Guadalquivir, nadie debería decir que su skyline se convierte en oro, sino más bien, que su silueta de
piedras se dora cuando el sol de otoño se oculta o nace por la mañana.
Tal y como hemos dicho, el término skyline viene asociado a los edificios de gran altura, y ya se
viene aplicando ampliamente no sólo al perfil lejano de sus contornos, sino también a esas otras
imágenes más cercanas que nos ofrecen los mismos vistos de cerca, desde abajo y desde arriba, de
noche y de día.
Por lo anterior podemos hablar de un skyline del color y también, porqué no, de un skyline de las
texturas, de las pieles que envuelven a los rascacielos y que son, en definitiva, la razón de ser del
término, lo que hace que el mismo vaya ganando contenido y significado, y que puede servirnos de
una cierta justificación, aunque sea barata, cuando lo usemos hablando español.