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Segunda parte
El pensamiento filosófico
del Cardenal González
Gustavo Bueno Sánchez, La obra filosófica de Fray Zeferino González. Página 185 de 590
Tesis Doctoral para obtener el grado de Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo (España). Junio de 1989
Versión digital del original, publicada por el Proyecto Filosofía en español: http://www.filosofia.org
Proemial
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Filosofía de la Filosofía
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Filosofía de la Filosofía
Parece necesario comenzar esta Segunda Parte, en la que se aborda la
exposición doctrinal del pensamiento de Fray Zeferino, analizando cómo
entiende Fray Zeferino la filosofía, es decir, presentando su propio concepto de filosofía.
A este efecto, distinguiremos entre las definiciones explícitas que Fray
Zeferino hace de la filosofía y las aplicaciones o usos del concepto que él
mismo lleva a cabo.
La definición de Filosofía de Fray Zeferino
Nombre y origen
En la Introducción con la que abre el tomo I de la Historia de la
Filosofía apela Zeferino González a la historia precisamente como lugar
muy adecuado para determinar qué pueda ser la filosofía realmente. Pues
se presupone, desde luego, que la filosofía es (nominalmente) un «marchar
y moverse en busca de la verdad» (HF,1,X). Esta apelación recuerda el
método de Dilthey (La esencia de la filosofía, Primera Parte: Procedimiento histórico para la determinación de la esencia de la filosofía. Trad. esp.
Buenos Aires, Losada, 1944, pág. 89 y ss.); sólo lo recuerda, puesto que el
Cardenal González viene a reconocer que la consideración de la Historia
de la Filosofía, por sí misma, dificilmente podría conducir a la decisión
sobre si la filosofía es sólo ese «buscar la verdad» o si es también, aunque
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sea de un modo incompleto y parcial, el encuentro con la verdad, su posesión real y efectiva. La Historia de la Filosofía podría, por sí sola, sugerirnos una conclusión escéptica, dada la lucha incesante de las escuelas, su
mutua destrucción. Fray Zeferino utiliza a fondo el tropo de la diafonia ton
doxon que Sexto Empírico atribuyó a Agripa; de la Historia de la Filosofía
surge espontaneamente «esa impresión más o menos acentuada de escepticismo que se experimenta de primera intención al terminar la lectura de la
Historia de la Filosofía porque, en efecto, nada más a propósito para producir en la mente impresiones y corrientes escépticas, que el espectáculo de la
lucha constante, periódica y no pocas veces esteril, de la filosofía consigo
misma, la consideración de la importancia para descubrir, arraigar y establecer de una manera permanente en el seno de la Humanidad ninguno de
sus sistemas, ninguna de sus soluciones doctrinales» (HF,1,XIII-XIV). Parece que el Cardenal González quiere decirnos, en esta Introducción, que la
confianza en que la filosofía sea algo más que un buscar la verdad, la confianza en la filosofía como un saber auténtico, por limitado que este sea (a
fin de cuentas está moviéndose en la misma cuestión que Hegel propone en
el Prólogo de su Fenomenología del Espíritu: que la filosofía no sea solo
amor al saber, sino saber verdadero), no puede proceder de la Historia de la
Filosofía, sino del ejercicio de la misma actividad filosófica en el presente.
Esta confianza comporta, sin duda, un moderado dogmatismo, un
dogmatismo suficiente para neutralizar el escepticismo absoluto. Y el
dogmatismo que brota del mismo ejercicio filosófico, cuando es aplicado a
la interpretación de la propia Historia de la Filosofía, se corrobora y se
consolida, pues entonces podemos encontrar en la Historia indicios seguros de esa misma confianza de la que partíamos: «despréndese de lo dicho,
que en el fondo de la Filosofía y de su Historia, palpita un dogmatismo
real, a pesar de su aparente escepticismo, y que la esterilidad que a primera
vista pudiera achacarse a la ciencia filosófica, con sus sistemas múltiples y
con sus luchas incesantes, se resuelve en verdadera y fecunda vitalidad»
(HF,1,XVII-XVIII). La Historia de la Filosofía ofrece pues materiales y
corroboraciones para establecer la naturaleza de la filosofía, pero justamente cuando desde el presente filosófico -digamos: desde el sistema- tengamos la seguridad de un concepto de filosofía como saber. Y esto nos
invita a volvernos al sistema, y el sistema, en nuestro caso, aparece expuesto en la Filosofía Elemental.
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Vamos a seguir las Consideraciones generales sobre la Filosofía que abren la Filosofía elemental (las páginas que citamos, entre
paréntesis, corresponden a la segunda edición). La breve exposición
que hace Fray Zeferino en cuanto a nombre y origen de la filosofía
suenan a mera reexposición de la doctrina tradicional tomista. Sin
embargo, si tenemos en cuenta el contexto histórico en el cual Fray
Zeferino expone esta doctrina tradicional y las referencias ulteriores
que el mismo ofrece, ya estas precisiones iniciales resuenan con un
sentido moderno y en linea con otras opiniones de la época. Esto
equivale a decir que sólo cuando, en lugar de considerarlas en abstracto, se apliquen las fórmulas tradicionales empleadas por Fray
Zeferino a su contorno coetaneo (conocido por él y no siempre citado explícitamente) podremos advertir el significado y, en su caso, la
originalidad con la que Fray Zeferino tercia, mediante fórmulas tradicionales, en sí mismas, a veces, inexpresivas, en las cuestiones del
momento.
Comienza Fray Zeferino tratando del nombre y origen de la filosofía. Citando a Santo Tomás atribuye a Pitágoras el haber sido
quien primero se llamó filósofo al ser preguntado por su profesión,
opinión, por lo demás, común hasta que Jaeger demostró cómo la
imagen según la cual Pitágoras fué el primero en utilizar los términos
de filosofía y de filósofo cobró por primera vez forma en la Academia platónica, concretamente a traves del célebre relato atribuido a
Heráclides Póntico (Werner Jaeger, Aristóteles (1923), versión española de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México 1946, pág.
475). Apoyándose en la etimología tradicional (y sólo citando en nota
la pretensión de algunos de que «filosofía» sea voz procedente del
hebreo) afirma que la filosofía para los antiguos era amor de la verdad para, inmediatamente, introducir un componente crítico (en el
sentido en el que en nuestra introducción hemos dado a la palabra al
hablar del significado de Fray Zeferino como filósofo) hacia quienes
«enriquecen» el sentido que deba darse a la filosofía:
«Y también puede afirmarse que los antiguos al apellidar así a la filosofía, se manifestaban más sobrios y prudentes que los modernos, cuando
apellidan a la misma ciencia universal, la ciencia trascendental, la ciencia
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de las ciencias, denominaciones nada modestas y no muy exactas, que pueden considerarse como la espresión de las tendencias racionalistas de la
filosofía moderna cuando pretende emanciparse de toda superioridad o freno y de toda subordinación a la Razón de Dios, proclamar su autonomía e
independencia absoluta, y juzgar soberanamente de todas las cosas»
(FE,1,1-2).
Fray Zeferino está aquí, sin duda, criticando a Hegel, Fichte o
Schelling, pero principalmente al primero, que había llegado a penetrar, en
la época en la que Fray Zeferino escribe, en amplios círculos de la cultura
española (ver José Ignacio Lacasta, Hegel en España, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid 1984) cuando, a propósito del análisis del término «filosofía» postula, precisamente en el texto que antes hemos citado,
que la filosofía debiera dejar de ser amor al saber para ser ella misma saber
y saber absoluto. Y tampoco podemos descartar la referencia a la concepción que los krausistas españoles tenían de la filosofía como «sistema de la
ciencia» -una ciencia que es antes Wissenschaft sistemática que Science
empírica (como puntualiza J.L. Abellán en el tomo IV de su Historia crítica del Pensamiento Español, Madrid 1984, pg. 435). Pudiera parecer, en
todo caso, esta limitación de la filosofía en virtud del principio general
invocado de su subordinación a la «razón de Dios» que hace Fray Zeferino
una decisión extrafilosófica, sin interés filosófico, incluso «antifilosófica».
No podemos aceptar la consecuencia si tenemos en cuenta el horizonte
filosófico de la época en que Fray Zeferino escribe. Pocos años antes había
comenzado a detectarse la célebre «vuelta a Kant» (de la que Federico
Alberto Lange, Kuno Fischer, Otto Liebmann -con su famoso «por lo tanto, debemos volver a Kant» con que cerraba cada capítulo de su Kant y los
epígonos en 1865- &c., fueron los primeros paladines). Podemos situar a
Fray Zeferino, de hecho, en paralelismo con la misma corriente, en tanto
coincide con ella en la distinción radical entre el saber y la fe, en la linea de
aquel compromiso que Th. Huxley bautizó con el nombre, hoy famoso, de
agnosticismo. Contrasta precisamente una actitud tan crítica como la de
Fray Zeferino (sin perjuicio de su tomismo que siempre tuvo fama, de ser
propenso al racionalismo y aún a un cierto «gnosticismo averroista», en el
sentido de Max Scheler) con otras corrientes católicas (Maret, Rosmini,
Gioberti) mucho más inspiradas en Hegel. Incluso en este sentido cabría
decir que Fray Zeferino está más en paralelo con corrientes de la teología
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protestante del momento (como la de A. Ritschl, por ejemplo: vid. Augusto
Messer, La filosofía en el siglo XIX, empirismo y naturalismo, trad. de José
Gaos, Revista de Occidente, Madrid 1936, pgs. 96-100; ó E. Boutroux,
Science et Religión, Paris, Flammarion, 1916, pgs. 209 y ss.) sin que ello
signifique, en modo alguno, que tome contacto con esta corriente.
La cuestión del origen de la filosofía es, por lo demás, presentada por
Fray Zeferino de forma que aparenta seguir sin más a Santo Tomás (de
quién toma definiciones y conceptos), pero incluye, sin embargo, desarrollos, distinciones y, en realidad, planteamientos nuevos que desbordan ampliamente las premisas tomistas tradicionales. En efecto:
El origen absolutamente primitivo de la filosofía coincide, según Fray Zeferino, con su origen divino y preternatural: Esta afirmación que es sin duda asumida por fe, está más allá de la naturaleza
humana, no puede alcanzarse por la misma filosofía. Pero con ello se
aproxima Fray Zeferino a las posiciones defendidas por el llamado
«tradicionalismo»: la filosofía en su origen más lejano se remonta al
momento en que Dios infundió al primer hombre la ciencia más o
menos perfecta de las cosas naturales (Lammenais había sido traducido por un anónimo -probablemente Larra- en 1826: La religión
considerada en sus relaciones con el orden político y civil, Valladolid, Imprenta de Aparicio; en la «Biblioteca del Hombre Libre» figuraban ya las Obras políticas de Lammenais desde 1854). Está sin
duda arraigada en la propia naturaleza humana que fué elevada por
Dios al orden sobrenatural de la Gracia. Sin embargo, Fray Zeferino
se aparta del tradicionalismo (por ejemplo el representado por
Lammenais) no sólo, desde luego, en sus posiciones políticas (que
prefiguran las tesis del «catolicismo liberal» defendidas por Larra)
sino también en sus posiciones teológicas, lindantes con el fideismo.
Porque Fray Zeferino sostiene que la Gracia impulsora no anula la
naturaleza, sino que «sólo» la pone en marcha. En cualquier caso,
Fray Zeferino está hablando ahora del origen «absolutamente primitivo de la Filosofía». Origen que parece quedar postergado a un segundo plano si nos atenemos a lo que él mismo conceptúa como «origen humano» o histórico-cronológico de la misma filosofía.
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Fray Zeferino, con esta curiosa distinción «ontológica», parece,
sin embargo, estar utilizando una distinción metodológica, a saber, la
que media entre una perspectiva racional-especulativa (a priori) y la
perspectiva histórico-filológica (a posteriori) aplicada a la cuestión
del origen de la filosofía. Estas metodologías al parecer, deberían
poder coordinarse. ¿De qué modo?. La perspectiva a priori nos obliga a remontarnos a Adam. Pero Adam es un contenido de la Historia
sagrada que sin duda es posible poner en relación con los contenidos
de la Historia profana. Por tanto, el requerimiento ideal: «regresar
hasta Adam», podrá entenderse como un mero límite del verdadero
requerimiento metodológico-positivo: «remontarnos a los momentos primeros de su desarrollo en las más antiguas sociedades históricas de las que tengamos noticia». De este modo, Fray Zeferino engrana con los planteamientos comunes de los historiadores coetaneos
y, en particular, Fray Zeferino, aunque reconoce que el origen histórico de la filosofía nos es incierto o desconocido, influenciado sin
duda por el prestigio que -desplazando la consideración que China
había tenido en la Ilustración- habían alcanzado las tesis «indófilas»
de su siglo (nos limitaremos a mencionar este dato: en el tomo IX de
la traducción española de la Historia Universal de Cesar Cantú, publicado en 1878, se incluyen documentos literarios de todo tipo y
entre ellos documentos filosóficos: los números 1, 2 y 3 de estos
documentos constituyen una antología denominada «filosofía india»
y sólo en cuarto lugar aparece ya la «filosofía pitagórica») tiene por
más probable «que la India es el pais en donde la filosofía adquirió
por vez primera organismo rigurosamente científico» aunque «es lo
cierto que graves críticos atribuyen este honor a los filósofos griegos» (FE,1,2). En la Historia de la Filosofía que escribe años más
tarde, se hace uso de esta tesis al comenzarla por el estudio de la
filosofía de los pueblos orientales (India, China, Persia y Egipto) argumentando con la creación del hombre:
«Las provincias meridionales y occidentales del Asia, que, según las
tradiciones bíblicas, presenciaron la creación primera del hombre, y la segunda creación o dispersión postdiluviana del género humano, fueron también testigos de las primeras evoluciones filosóficas, por lo mismo que fueron teatro de las primeras civilizaciones» (HF,I,17).
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Podría, pues, defenderse quizá que la razón por la cual desde la perspectiva de Fray Zeferino, y sin perjuicio de las influencias de otras escuelas, no se hace comenzar la Filosofía, y por tanto la Historia de la misma,
en Grecia (aunque Santo Tomás se remontara a Pitágoras -por lo que hace
al uso del término, como vimos más arriba) estriba más que en cuestiones
internas a la propia filosofía, en la necesidad «externa» de tender la linea de
transmisión de la actividad filosófica desde Adam a los griegos, por ejemplo. Y en este sentido pueden entenderse muchas de las hipótesis, más o
menos artificiosas, a las que se ve obligado en la Historia de la Filosofía en
el momento de presentar los cuadros religiosos-filosóficos de conexiones
respectivos a cada época.
En todo caso, introduce Fray Zeferino un concepto añadido al concepto del origen histórico de la filosofía: el concepto del origen racional o
lógico (en realidad, diríamos nosotros, se trata de un origen psicológico).
Siguiendo a Santo Tomás sugiere a este efecto una causa adicional (la admiración que provoca en los hombre naturalmente deseo de saber las causas de las cosas -aunque, por adoptar el punto de vista del Angel de las
Escuelas no cita a Aristóteles-) contradistinguiéndola de la eficiente (la
naturaleza misma del hombre que hace que sea propia de él esa inclinación
al saber). Fray Zeferino procede como si los orígenes racionales y los «históricos» engranasen sin dificultad alguna -lo que no nos parece, de ninguna
manera, obvio. Puesto que si se admite un origen racional que hubiera de
afectar a todos los hombres, ¿por qué hay que «esperar» hasta la época de
los Vedas?. La tendencia a «retrasar» el orígen histórico de la filosofía hasta la época griega, se explicaba, por parte de judios y cristianos (Numenio
o Basilio el Grande), por la necesidad de mantener la fantástica tesis de la
dependencia de la filosofía griega respecto de la relación mosaica. Pero,
retirado este pié forzado y reconocida la posibilidad de la filosofía en todo
individuo humano, en tanto que es un ser racional, ¿cómo explicar que no
hubiera filosofía hasta los Vedas?. Fray Zeferino sugiere que esa filosofía
existió, sin duda, pero no en forma escrita, y que por ello no ha llegado
hasta nosotros. Nos parece sin embargo que Fray Zeferino no pretendió
nunca equiparar la filosofía en sentido histórico con la filosofía en sentido
antropológico hasta un punto tal que pudiera afirmarse que sólo se diferencian por el criterio externo de expresarse oralmente (o incluso mentalmente) o por escrito. Simplemente Fray Zeferino no se ha planteado estas cues-
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tiones con claridad siendo así que, desde sus propias coordenadas, nos parecen sin embargo insoslayables. Y esto nos obliga a emitir un juicio muy
desfavorable en lo que concierne a la profundidad de nuestro filósofo en el
momento de tratar la cuestión del origen de la filosofía.
Noción o Idea general de la Filosofía
Con el fin de determinar la noción o idea general de la filosofía, Fray
Zeferino se propone definir el objeto de la misma. Y a efectos de alcanzar
esta definición, comienza haciendo un repaso histórico de las cuestiones
que, a su juicio, han sido objeto de análisis de los filósofos. Es curioso
resaltar, en relación con lo dicho antes, cómo en lugar de comenzar este
repaso por la India o las culturas orientales (en las que, según sus premisas,
habría que buscar los primeros balbuceos de la filosofía), inicia su encuesta
con Tales y los jonios. Al intentar definir el objeto de la filosofía, lo hace
considerando a ésta una ciencia (manteniendo la ambigüedad de si por ello,
dejará entonces de ser filo-sofía siendo como es sabiduría, sofía). Desde la
perspectiva de Fray Zeferino (y de otros escolásticos) el contenido de la
filosofía al menos cuando se considera con respecto a la fe, es o puede ser
tan científico como el de las demás ciencias. Otra vez nos encontramos
aquí con la ambigüedad u oscilación del cristianismo (a la que ya nos hemos referido en nuestra introducción) entre el fideismo y el racionalismo,
en el momento de enfrentarse con las cuestiones críticas.
En lineas generales, históricamente, dice el Cardenal González, el
objeto de la filosofía no ha sido el mismo en todos los tiempos: la filosofía
en sus primeros pasos se reducía a la física general o cosmología (Tales,
Heráclito). Con Pitágoras, Sócrates y Platón la filosofía hace entrar en su
objeto a las matemáticas, algunas nociones de lógica y metafísica y, principalmente, la moral y la política. Aristóteles habría desarrollado la lógica y
la metafísica «a la vez que imprime a las demás partes de la filosofía un
organismo propiamente científico».
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En su repaso histórico por el objeto de la filosofía, Fray Zeferino pasa
de Aristóteles a Descartes y Bacon, quienes «secundando el movimiento
pagano del Renacimiento y el racionalismo del Protestantismo, separaron
a la filosofía del principio católico y de las tradiciones científicas de la
filosofía escolástica». Obsérvese, aparte de la curiosa perspectiva en virtud
de la cual el protestantismo, en general, es visto como un racionalismo de
índole subjetivista, el modo tan natural como se pasa de Aristóteles a un
momento en el que se «separa a la filosofía del principio católico», como si
Aristóteles hubiese vivido en el siglo XVII (o lo que es lo mismo, identificando -consciente o inconscientemente- hasta límites extremos el
aristotelismo con la escolástica).
Según Fray Zeferino, a causa del apartamiento de la filosofía
del «principio católico», se introdujo tal confusión que puede decirse
que apenas hay dos escritores «modernos» que coincidan en cuanto a
noción y división de la filosofía (y Fray Zeferino aduce algunos ejemplos, citando las divisiones de Wolff, Beck y Schulze). Para evitar esa
confusión y «poder formar una idea racional de la Filosofía y de sus
partes», procede dialecticamente a introducir la presentación de dos
posturas extremas: la de aquellos que toman la Filosofía en un sentido lato y universal de forma que parece incluyen a todas las demas
ciencias -pretensión menos disimulable entre los modernos que entre
los antiguos, debido a los desarrollos particulares de las distintas ciencias-; y la de quienes, entre los modernos, limitan demasiado el objeto de la filosofía reduciéndola a una ciencia puramente subjetiva, resolviéndola en realidad en Psicología. La argumentación de este «diagnóstico», así como el «diagnóstico» en sí mismo considerado, constituyen sin duda uno de los puntos más interesantes, curiosos y originales de Fray Zeferino. En efecto:
Esta filosofía del yo, es, según Fray Zeferino, el fondo y la esencia de
los sistemas racionalistas y panteistas que tanto abundan en la época (aunque sitúa el origen primero de ellos en la «filosofía semiracionalista» de
Descartes, «cuya última evolución ha sido y es el panteismo y la divinización del hombre bajo diferentes formas») -y cita en este sentido a Reid,
Kant, Fichte, Hegel, Cousin y Herbart-.
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Sorprende cómo Fray Zeferino interpreta la reducción de la Filosofía
moderna a la Psicología asociándola al racionalismo moderno y ligándola
al protestantismo. Sin duda, creemos que no estará fuera de lugar recordar
aquí la importante corriente coetanea del «espiritualismo francés» (Royer
Collard, Victor Cousin) que, continuando la tradición de la «escuela escocesa» (Th. Reid, Dugald Steward) venía a concebir la filosofía como la
«ciencia del espíritu», denominando además a veces a este ciencia del espíritu precisamente como «psicología»: «Esta ciencia es la historia verdadera
del alma, escrita por la reflexión y dictada por la conciencia y por la memoria. Es obra del pensamiento que se repliega sobre sí mismo y se dá en
espectáculo a sí mismo. Se ocupa únicamente de hechos internos, de fenómenos que puede percibir y apreciar la conciencia. Se la llama psicología y
también ‘fenomenología’ para indicar la naturaleza de su objeto» (Victor
Cousin, Premiers essais de philosophie, Paris 1862, pg. 269).
Se explican sin embargo, desde un punto de vista más sistemático,
aquellas reducciones teniendo en cuenta que Fray Zeferino parte de la tesis
(o de la evidencia) de que la razón humana está limitada, es decir, no es
absoluta, sino que está inmersa en otros principios que la envuelven (la
Divinidad, la Revelación,...). Principios que históricamente se encarnan en
la propia Iglesia católica, la cual como institución suprasubjetiva que es
(no es psicológica, ni siquiera sociológica, como hubiera dicho Comte), es
una institución divina que administra una doctrina: de aquí que, en la perspectiva de Fray Zeferino, resulta necesario reconocerle a la filosofía un
principio católico, la tesis católica. Así pues, la razón humana se verá limitada por este «principio católico», el cual permitirá tan solo un racionalismo
limitado. Por eso se comprende que desde el punto de vista de Fray Zeferino
toda posición centrada en el yo, en la conciencia individual subjetiva como
lugar absoluto y soberano de la sabiduría y el conocimiento (bien sea en la
forma de una revelación directa del Espíritu Santo, en el libre examen propugnado por la Reforma, como en la forma de un racionalismo cartesiano)
aparezca como un racionalismo subjetivo e inmoderado, en tanto que ahora
las facultades individuales no admiten ninguna limitación extrasubjetiva.
Lo que más nos importa subrayar -ante quienes, atendiendo sólo al sonido
de las palabras, ven en la apelación al principio católico simplemente un
desfallecimiento de la autonomía de la filosofía- es que la posición de Fray
Zeferino ante el «racionalismo subjetivo» resulta ser convergente con la
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crítica (filosófica) de Hegel o de Comte al racionalismo subjetivo cartesiano, incluso con la crítica materialista de Marx a la «conciencia filosófica»
como un cuasi epifenómeno, una superestructura que deriva del «ser social
del hombre». Ya Kant había hablado de una filosofía mundana (de un concepto mundano, Weltbegriff, de filosofía) como «la legisladora de la razón». Este concepto puede considerarse como un episodio de la Crítica de
la Razón Pura, concretada como crítica de la autonomía de la razón académica. La apelación de Fray Zeferino al «principio católico» de la filosofía
escolástica no parece pues de todo punto inconmensurable con la apelación
crítica de Kant a una «filosofía mundana» legisladora de la razón, de la
filosofía «académica».
¿Cual es, en todo caso, el contenido de esta filosofía que, aunque
brota de la razón parece debe considerarse como el resultado de una
autolimitación de la razón subjetiva misma, limitada o moldeada por el
«ser social e histórico» del hombre -o, en los términos del Cardenal
González, por el «principio católico»?.
Fray Zeferino, rechazando los dos extremos -la filosofía como
ocupándose de todas las ciencias y la filosofía reducida a psicología,
en el sentido indicado- y eliminando la perspectiva lata y la estricta
(psicología racional o propiamente antropología filosófica), establece el objeto de la filosofía mediante una curiosa utilización no ya de
la tradición escolástica tomista -que según habíamos dicho parece a
muchos ser sin más la fuente exclusiva en la que él bebe- sino la
reorganización debida a Bacon y popularizada por Wolff (que Kant
vuelve a recoger), a saber, la que distingue en la «totalidad de las
cosas» (omnitudo rerum) a Dios, el Mundo y el Hombre:
«La Filosofía no es ni el conjunto de todas las ciencias, ni tampoco el
mero estudio del hombre, sino el conocimiento científico pero general de
todas las cosas naturales en cuanto se hallan representadas y contenidas en
Dios, el mundo y el hombre, ya considerados en sí mismos estos objetos,
ya considerados en sus elementos, causas y leyes universales de ser y de
conocer» (FE,1,7).
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Francis Bacon, como es sabido, introdujo la tripartición de la filosofía en los siguientes tratados: el tratado de Numine, el tratado de natura y el
tratado de homine. Tratados que, en la metafísica especial de Wolff, corresponderán a la Teología Natural, a la Cosmología y a la Psicología respectivamente. Santo Tomás había utilizado esta tripartición de la omnitudo rerum
como criterio de división de la Suma Teológica. Pero esta es una obra
teológica y no filosófica (en pura tradición tomista, la filosofía no puede
comenzar por Dios sino por la naturaleza: tan sólo la Teología revelada,
que parte de la fe, puede comenzar por Dios). Nos parece pertinente recordar aquí este hecho, tantas veces olvidado: que la división escolástica de la
filosofía no se basaba propiamente en la teoría de las tres sustancias, sino
en la de los tres grados de abstracción (física, matemática y metafísica).
Bacon, como es sabido iniciando un camino que siguió Wolff, añadió a sus
tres famosos Tratados antes citados, De Natura, De Homine, De Numine,
una suerte de preámbulo general destinado a tratar de los rasgos comunes
que pudiesen convenir a las tres sustancias, y llamó metafísica o filosofía
primera a este tratado. «Philosophiae autem obiectum triplex: Deus, natura,
homo; convenit igitur partiri philosophiam in doctrinas tres: doctrinam de
Numine, doctrinam de Natura et doctrinam de Homine» dice Francisco
Bacon en el libro III, cap. I de su Instauratio magna. Y poco despues añade: pero conviene, antes de proseguir los miembros de la división precedente, se constituya una ciencia universal, que sea madre de las demás,
«hanc scientiam philosophiae primae sive etiam sapientiae, nomine
insignimus». Por caminos paralelos, marcharon también muchos escolásticos, como Rafael Anversa, en su Philosophia Metaphisicam Physicamque
complectens, Lyon 1625, o Fray Manuel Maignan, cuyo Cursus philosophiae
contiene ya una philosophia entis. Wolff, tomando el nombre de Johannes
Clauberg (Principia Philosophiae, 1613) y de Joannes Clericus o Leclerc
(Lógica, Ontologia et Pneumathologia, 1692) llamó Ontología o Metafísica general a esta «ciencia universal» desligada ya de la Teología. Con esto
se distorsionaba la perspectiva escolástica, porque la Teología, en el sistema tomista, no podía ser algo distinto de la misma Metafísica, la ciencia
primera, por lo cual, la Metafísica general, que sólo puede establecerse
sobre la especial, comenzará a bascular, en adelante, bién sea hacia la
Neumatología, bién sea hacia la Cosmología (un detallado análisis de esta
distorsión en Salvador Gómez Nogales, S.J., «Sentido onto-teológico de la
Metafísica», Revista de Filosofía del CSIC, n. 37, 1951, pgs. 271-317).
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Fray Zeferino se va a acomodar a la reorganización moderna de la Metafísica, procurando mantener el equilibrio entre todas sus partes, sin perjuicio
de seguir llenando la parte general de Bacon con muchos de los principios
de la Metafísica tomista tradicional.
Fray Zeferino se acomoda, pues, a esta división moderna, que
no contempla a las Matemáticas (el segundo grado de abstracción de
Aristóteles) -porque ellas, o serían una ciencia no filosófica o, si son
filosóficas, serían tan sólo una parte de la Física o acaso de la Lógica.
Pero quedaba pendiente el problema de diferenciar la filosofía de las
ciencias positivas, en sentido estricto. Como Fray Zeferino reconoce
la diferenciación entre filosofía y ciencias positivas, como una cuestión de hecho, cabe afirmar que se encuentra también, de hecho, ante
el problema de los criterios de diferenciación (pues ha negado el sentido lato de la filosofía). El criterio al que Fray Zeferino se acoge es
aproximadamente el criterio ya utilizado por Comte; con ello cabría
decir que se pone de algún modo en la linea del horizonte del positivismo. En efecto:
Podía haber recurrido a otros criterios, como por ejemplo la distinción entre los conocimientos que proceden por principios
(deductivos) y los conocimientos que proceden empíricamente
(inductivos), siendo desde luego la filosofía deductiva. Pero entonces las matemáticas serían filosóficas. Podía haber seguido el criterio
según el cual la filosofía se ocuparía de las cosas más oscuras o inciertas mientras que las ciencias tratarían de las cosas claras y distintas. Pero tampoco sería coherente esta distinción con sus premisas,
toda vez que está establecido que la filosofía es una ciencia segura y
evidente. Podía haber dicho, en fin, que la filosofía se mueve impulsada por los principios de la sabiduría (en su sentido de suprema
virtud intelectual, sapientia, de los escolásticos), mientras que las
ciencias positivas se mueven impulsadas por la virtud del habitus
conclusionis; pero Fray Zeferino dificilmente hubiera podido decir
esto, dado que la sabiduría de que habla Santo Tomás se refiere a la
Metafísica y Fray Zeferino ya había dicho que la filosofía es también
Antropología y Cosmología. Fray Zeferino no está solo al tomar esta
decisión, entre los neoescolásticos (que, a fin de cuentas, seguían el
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precedente de las Disputaciones Metafísicas de Francisco Suárez,
las cuales se ocupaban no sólo del accidente cantidad -Disputa XL-,
sino también de la sustancia material in communi -Disputa XXXVI-;
sin embargo la decisión de incluir a la Cosmología en el cuadro de la
Metafísica especial era considerada por la tradición aristotélica más
ortodoxa (reforzada después por la influencia del cartesianismo y del
espiritualismo) como un rasgo propio de los tomistas modernos, «inconsecuentes», dado que la Metafísica, en tanto se mantiene en el
tercer grado de abstracción (que determina la remoción de toda materia), habría de atenerse a los objetos inmateriales: la Ontología, o
Metafísica general, se organizaría en torno a los objetos precisivamente
inmateriales; la Metafísica especial se organizaría en torno a los objetos positivamente inmateriales, identificándose por tanto, con la
Pnemuatología de Leclerq-Wolff, que comprende dos ciencias: la Teología Natural y la Psicología Racional, ocupadas respectivamente en
el espíritu infinito o en los espíritus finitos: «Muchos tratadistas modernos [decía Daurella y Rull, en sus Instituciones de Metafísica,
Valladolid, 1891, pg. 20-21; y entre ellos cita a Stöckl, Zigliara,
Liberatore, González] incluyen en la Metafísica Especial la llamada
Cosmología; pero esta ciencia no pasa de ser una Física general o, si
se prefiere, una Filosofía de la Naturaleza, no llegando en modo alguno a la categoría de ciencia metafísica porque, refiriéndose sus
investigaciones al mundo material, usa de principios inmediatamente fundados en la experiencia y no requiere el tercer grado de abstracción que la Metafísica exige».
Así, pues, y obligado en parte por la división de la filosofía que él
tomó de Bacon-Wolff y por su mismo concepto de la filosofía, Fray Zeferino,
a efectos de mantener la distinción entre filosofía y ciencias particulares, se
acogerá a un criterio positivista, como hemos dicho, afín al que propuso
Comte (Discurso sobre el espíritu positivo, primera parte, capítulo tercero), aunque aplicándolo a su terreno y distinguiendo en cada región de la
metafísica especial (Dios, Alma y Mundo) las cuestiones más generales de
las más particulares. Comte había utilizado este criterio de lo general y lo
particular sobre todo en el terreno de la Cosmología (incluyendo aquí a las
Matemáticas) -puesto que rechaza la Teología y la Psicología como ciencias, negando la primera y sustituyendo por la Sociología, o Física social,
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la segunda (Comte, Cours de Philosophie positive, lección segunda).
Fray Zeferino lo que hace (podríamos decirlo así) es aplicar el principio de Comte también a la Teología y a la Psicología racional. Pero
su construcción, a nuestro juicio, es vacia: no se entiende como pueden darse unos conocimientos teológicos «particulares» y que sigan
siendo filosóficos:
«La filosofía, tomada en su sentido natural y más racional,
estiende sus investigaciones a todos los seres, pero de una manera
peculiar y como característica. Con respecto a Dios y al hombre, que
constituyen los dos objetos más importantes para la humanidad, la
Filosofía no se contenta con un conocimiento general, sino que desciende a conocimientos más determinados y concretos sobre los atributos, relaciones, causas y leyes de dichos objetos; pero aún en este
caso la Filosofía se mantiene en cierto grado de generalidad; pues ni
la teodicea desciende a examinar todas las relaciones de algunos atributos divinos entre sí y con el mundo, o las que cada ser determinado
tiene con Dios; ni la psicología desciende al terreno propio de la Fisiología o de la Medicina. Con respecto al tercer objeto o sea el mundo, la Filosofía se limita al conocimiento general de sus elementos,
causas, propiedades y leyes comunes, sin descender a la investigación especial de los seres particulares que contiene, la cual deja a las
ciencias físicas, exactas y naturales» (FE,1,7-8).
De esta manera ofrece Fray Zeferino una definición más precisa
de la filosofía, diciendo que es: «el conocimiento cierto y evidente,
pero relativamente general, de Dios, del mundo y del hombre, adquirido por las fuerzas propias de la razón humana»
Definición, dice, en la que no tiene inconveniente en sustituir el
enunciado «el conocimiento cierto y evidente» por «el conocimiento
científico y racional», toda vez que, dice, buena parte de nuestros
conocimientos se apoyan en probabilidades, analogías e hipótesis que,
sin ser rigurosamente científicas, constituyen sin embargo una parte
importante de la filosofía. De cualquier modo, en una nota, Fray
Zeferino se preocupa por explicar (en un explicatio non petita) cómo
esta definición que ha dado no se diferencia en el fondo y en el sen-
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tido a la que solían dar los escolásticos cuando decían que la filosofía
es «el conocimiento cierto y evidente de las cosas por sus causas
superiores, adquiridos por la luz natural».
División de la Filosofía
A la hora de tratar de la división de la Filosofía, Fray Zeferino ofrece
una división general que pretende «inferir» de la idea y definición de la
Filosofía que ha delimitado previamente. Sin embargo, y de modo que no
deja de producir sorpresa, la división que hace entre filosofía subjetiva y
filosofía objetiva no se adapta inmediatamente a su definición inicial. Pues
relativamente a las tres regiones de la Ontología general de Bacon y Wolff,
esta división equivale a añadir una nueva perspectiva (la que llama filosofía
subjetiva), que se refiere a todo lo que tiene que ver con el sujeto humano.
Pero «infiriendo» lo que había dejado dicho a propósito del objeto de la
filosofía, parece que la «filosofía subjetiva» tenía que haber quedado incluida exclusivamente en el apartado dedicado al hombre, o, si se prefiere,
en el dedicado al Alma, es decir, en la Psicología.
Pero la filosofía subjetiva, según Fray Zeferino comprende la «Lógica», la «Antropología o Psicología» y la «Ideología», y la filosofía objetiva incluye, según Fray Zeferino, la «Ontología», la «Cosmología», la «Teología natural o Teodicea», y la «Moral».
Lo que Fray Zeferino está proponiendo, es pues, la constitución de
una filosofía subjetiva en un plano distinto de la Psicología de Wolff. Podríamos acaso explicar históricamente (no ya sistemáticamente) esta propuesta como un efecto precisamente de la influencia que en él ejerció la
filosofía trascendental que había criticado. Pues parece claro que la filosofía subjetiva de que habla Fray Zeferino no es meramente la filosofía que
se refiere al sujeto humano (en el sentido de la psicología racional) sino al
sujeto en cuanto entidad cognoscente, es decir, al sujeto considerado desde
el punto de vista crítico, trascendental.
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La división de la Filosofía que maneja Fray Zeferino constituye
de este modo, en nuestra opinión, el reconocimiento más o menos
confuso, dentro del sistema escolástico renovado, de la necesidad de
una Teoría del Conocimiento o Crítica. Esto se ve claramente cuando
tenemos en cuenta que esa filosofía «subjetiva» incluye a la Ideología («que trata del origen, naturaleza y formación de las ideas consideradas en general») y a la Lógica («que investiga y espone las diferentes operaciones, las leyes y el orden con que la razón humana
realiza la investigación científica y el conocimiento de la verdad») en
lo que tiene de reflexión crítica del pensamiento racional dentro de la
filosofía «subjetiva». Y tampoco en esto se mantiene Fray Zeferino
fiel a la ortodoxia tomista, al menos a la ortodoxia del tomismo español, del tipo del representado, por ejemplo, por Juán de Santo Tomás,
para el cual, como es sabido, la Lógica no podría llamarse subjetiva
puesto que ella no era definida como el análisis de los pensamientos
(por ejemplo de los conceptos formales) sino como el análisis del
ente de razón constituido por las segundas intenciones objetivas (Vd.
Julián Velarde Lombraña, Historia de la Lógica, Universidad de
Oviedo, 1989, «Antecedentes del psicologismo», pgs. 223-224).
Es cierto que la conocida fórmula con la que Santo Tomás caracteriza
la Lógica (como suministradora de reglas para que la razón proceda rectamente) admite una interpretación subjetivista en cuanto a su tema («Ars
quaedam necessaria est, quae sit directiva ipsius actus rationis, per quam
scilicet homo in ipso actu rationis ordinate, et faciliter, et sine errore procedat:
et haec est ars Logica, idest rationalis scientia», dice Santo Tomás en I
Posteriores, Lectio 1, apud Cosme de Lerma, Commentaria in Aristotelis
Logicam, Burgos 1734, libro I, pg. 7). Así también, la consideración
aristotélica tradicional de la lógica como organon facilitaba el poner a la
lógica en un plano distinto del de la «filosofía objetiva» (la lógica como
«arte de pensar», en la tradición de Port Royal; Velarde, op.cit. pgs. 160 y
ss.). Sin embargo, insistimos en que el objeto de la Lógica en la tradición
tomista española dificilmente puede incluirse dentro de la filosofía subjetiva, pues pertenece a la filosofía objetiva, dado que sus objetos (los entes de
razón, las segundas intenciones), tales como género, diferencia,... son objetos ideales, que corresponden a las ta lektá de los estoicos (vd. Velarde,
op.cit. pg. 88 y ss.). Y, como veremos al analizar la Lógica de Fray Zeferino,
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esta tradición de la escuela tomista sobre el caracter objetivo y no subjetivo
de la Lógica está también presente en el maestro asturiano, aunque entremezclada con las tradiciones subjetivistas.
Más dificil de justificar en una interpretación crítico trascendental de lo que Fray Zeferino llama filosofía subjetiva, es la presencia en ella de la «Psicología o Antropología», puesto que obviamente, el objeto de la Psicología (Psicología racional de Wolff) o el de la
Antropología (en el sentido que toma en ésta época) no se agota en la
perspectiva crítico trascendental.
Cabría pues simplemente concluir que Fray Zeferino padeció
una gran confusión en este punto, confusión debida precisamente a
la influencia de su contorno histórico (la filosofía trascendental) sobre la matriz tomista de su pensamiento. Influencia que se hace más
notoria si tenemos en cuenta la descripción que hace del objeto de la
Psicología o Antropología («que trata del alma humana, de sus facultades sensibles, intelectuales y morales, y de sus propiedades y manifestaciones»). En efecto, en esa definición o descripción se subrayan
las facultades cognoscitivas, sensibles e intelectuales, del hombre, y
este subrayado, aunque esté facilitado por el intelectualismo
antropológico característico de la escuela tomista, no justificaría la
selección del elemento cognoscitivo en el momento de interpretar la
Antropología como filosofía subjetiva crítica.
Por otra parte, y según ya hemos sugerido, creemos que Fray
Zeferino, aunque no sea de modo explícito, divide su «filosofía objetiva» siguiendo la inspiración de la división trimembre de Bacon o
Wolff, en las tres partes conocidas, más una parte general, la ontología general de Leclerq-Wolff. La correspondencia es puntual: lo que
Fray Zeferino llama Ontología («que trata del ente, de sus propiedades o atributos, y de las nociones objetivas generales y fundamentales relacionadas con el ente»), con la Ontología de Wolff-Leclerq,
denominación que, como hemos dicho tampoco pertenece a la tradición tomista pero que Fray Zeferino incorpora, no solo como un mero
nombre, sino ocupando el lugar preciso en el cuadro general; la
Cosmología («que trata del mundo o de la naturaleza material, de sus
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elementos primitivos y de las propiedades principales de las sustancias corporeas, pero todo bajo un punto de vista universal»); la
Teodicea («a la que pertenece investigar la existencia, naturaleza y
atributos de Dios, según que se hallan al alcance de la razón humana»). En cuanto al Tratado del hombre habría que ponerlo en correspondencia con la parte de la filosofía que Fray Zeferino llamó Moral., que precisamente es definida como tratado del hombre como ser
moral («que trata de los principios y leyes generales que constituyen,
determinan y modifican las acciones del hombre considerado como
ser moral»). Y esto a diferencia de Wolff, y sin duda empujado por la
necesidad de desplazar la Psicología Racional de Wolff hacia la «filosofía subjetiva» de la que hemos ya hablado, apoyado además en la
tradición «intelectualista» de la escuela tomista, que interpretaba la
Etica como ciencia especulativa non includens prudentiam y no práctica, como lo era en la división de Wolff.
Los análisis que preceden refuerzan, creemos, nuestra tesis acerca
de la efectiva influencia del contorno en la tradición tomista de Fray
Zeferino. Influencias tanto más perceptibles dada su heterogeneidad
y la artificiosidad como intentan ser conjuntadas. Porque evidentemente no hay razón «objetiva» dentro del tomismo para disociar el
Tratado del hombre en dos mitades repartidas entre una filosofía subjetiva y otra objetiva. En virtud de su clasificación, Fray Zeferino se
ve obligado a dividir el territorio de la Antropología en dos mitades,
la objetiva y la subjetiva (a la cual ha de pertenecer todo lo que corresponde a la historia del hombre). El «arreglo» que sugiere Fray
Zeferino es poco consistente; parece haber olvidado aquello que, al
tratar del objeto, había criticado al hablar de la Filosofía como Psicología.
Pero hay más todavía. Fray Zeferino introduce, presionado por
la tradición, otra división de la Filosofía además de la división ya
comentada en subjetiva/objetiva: es la división en filosofía teórica
(en la tradición: «especulativa») y filosofía práctica. La filosofía práctica, en Fray Zeferino, está constituida por la Moral; mientras que la
filosofía teórica comprende todas las demas partes que ha considerado. De esta forma Fray Zeferino disuelve el concepto tradicional de
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filosofía práctica, puesto que este concepto englobaba tanto a la lógica («arte de pensar») como a la moral. Al considerar Fray Zeferino a
la moral como única filosofía práctica de hecho, aunque mantiene la
división tradicional, la vacía de contenido y distorsiona su sentido.
Es interesante subrayar cómo Fray Zeferino se esfuerza por incorporar a su sistematización nombres de disciplinas nuevas, como puedan serlo
la Antropología o la Ideología. Si bién hay que advertir que esta voluntad
es, a nuestro juicio, más bién formal que materialmente justificada. Es un
intento de sistema más que un sistema efectivo y viene a representar la
voluntad de confrontar el propio sistema con el nuevo curso de los acontecimientos en filosofía. En el caso de la Ideología, se trata, evidentemente,
de una retraducción a la disciplina que han puesto de moda Destutt de Tracy
y demás «ideólogos» del contenido de las cuestiones tradicionales sobre
ideogenia. En el caso de la Antropología es todavía más clara la distancia
entre el nombre y el contenido, puesto que la nueva Antropología (la de
Tylor) es identificada por Fray Zeferino, nominalmente, con la antigua Psicología Racional de Wolff. Casi se podría hablar de un «secuestro» del
nombre, justificado sin duda desde la perspectiva escolástica y con el apoyo, en España, de algunos precedentes en los cuales el nombre de Antropología designaba efectivamente al tratado clásico de las cuestiones de la Psicología racional. En el caso de Fray Zeferino puede pensarse además en
una motivación coyuntural ocasionada por los cambios de denominación
de los nuevos planes de estudio (se puede confirmar esta hipótesis observando comportamientos similares: el propio padre Juan José Urráburu, S.J.
reeditó prácticamente sin ningún cambio su Psicología Racional con el nuevo
título Principios fundamentales de Antropología, Madrid 1901). El
aggiornamiento de Fray Zeferino en este punto se produce, pues, sólamente
en la fachada de su sistema de clasificación de las ciencias filosóficas.
Importancia y utilidad de la filosofía
La función o papel que Fray Zeferino atribuye a la filosofía se puede
inferir facilmente de sus explícitas manifestaciones acerca de su importancia y utilidad. Fray Zeferino califica de verdad práctica y de sentido común
la tesis relativa a la importancia y utilidad de la filosofía y distingue hasta
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cuatro rúbricas para argumentar su afirmación: las tres primeras razones
pretenden ser puramente naturales, mientras que la cuarta se refiere al plano sobrenatural, al reino de la Gracia. Y la Revelación, como veremos,
sigue siendo, según el, la norma negativa de la razón, el «principio católico» de la filosofía.
En el plano natural comienza Fray Zeferino dando una justificación
general de la filosofía en lo que tiene de disciplina de tipo gimnástico o
pedagógico, en cuanto sirve para el desarrollo de las facultades intelectuales («por medio de ella se desarrollan, robustecen y perfeccionan las facultades del hombre, y principalmente las intelectuales, por razón de las cuales el hombre se distingue y se eleva sobre todos los demás seres del mundo...»). Se trata de una justificación tradicional de la filosofía más que por
sus contenidos por su propio método. Es el método lo que justifica la enseñanza de la filosofía ya en los estudios secundarios. Es una justificación de
caracter psico-pedagógico formal, análoga a la de quienes defienden la conveniencia de una enseñanza de la música en los estudios medios como disciplina orientada al cultivo del gusto más que al conocimiento de las grandes obras musicales.
Fray Zeferino sin embargo, no se detiene en esta justificación formal,
pues da un papel mayor a la filosofía, la función de contribuir a la formación en cada uno de los individuos -digamos de los ciudadanos- de los
principios filosóficos (materiales) considerados fundamentales, en particular los preambula fidei que, sin embargo, y siguiendo la tradición
«intelectualista» de la escuela tomista serán considerados como puramente
racionales (así, la existencia de Dios, la existencia del alma espiritual, &c.).
Esto le lleva implícitamente a reconocer que la filosofía de la que se habla
ha de estar doctrinalmente orientada. Y es aquí donde radica la segunda
razón por la que Fray Zeferino reconoce importancia y utilidad a la filosofía: son los mismos contenidos, y no el método, lo que ahora se encarece
(«El oficio y efecto de la Filosofía es por una parte dirigir y conducir al
hombre al conocimiento y posesión de la verdad, y por otra ordenar y dirigir sus acciones morales en armonía con el conocimiento y posesión de
Dios como último fin del hombre por medio de la práctica de la virtud...»).
Desde un punto de vista externo al sistema escolástico podrá considerarse
este argumento como la definición de los objetivos de una educación ideo-
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lógica orientada, con mucha precisión, según las lineas de la Iglesia Católica y el Estado confesional. Pero desde el interior del sistema este argumento pretende ser tan solo el desarrollo de la racionalidad más pura. No
deja de ser interesante advertir cómo Fray Zeferino, lejos de abandonar al
«racionalismo moderno» el monopolio de la razón filosófica, lo asume plenamente sin perjuicio de los contenidos concretos que en él se comprendan. Aplicado esto al terreno práctico, la postura del Cardenal Zeferino
equivale a postular, en orden a la política educativa de un pais, como España, un plan de estudios de filosofía escolásticamente orientado. Lo interesante es, nos parece, la intención de presentar este postulado no como una
cuestión confesional o partidista, sino como una cuestión meramente filosófica. Lo que equivale a decir que en la discusión con otras alternativas no
se admitirá el planteamiento de la cuestión en términos del conflicto entre
la Iglesia católica confesional y el «librepensamiento racional», sino que
se tenderá a presentar ese conflicto como manifestación de los mismos
«conflictos» a los cuales conduce regularmente el propio desarrollo histórico de la «razón natural» en tanto es una razón finita.
El tercer argumento «natural» que maneja Fray Zeferino para explicar la importancia y utilidad de la filosofía es un argumento que pretende
ser histórico. Fray Zeferino cree confirmar la función social y cultural de la
filosofía en tanto que inspiradora de las propias ciencias positivas: la tesis
de la filosofía como madre de las ciencias, tan discutible a nuestro juicio
por otra parte (pues acaso las ciencias más bien proceden de los oficios
artesanales y no de la filosofía), es asumida por Fray Zeferino como argumento para reforzar la función directiva atribuida a la filosofía, pese a que,
desde un punto de vista histórico, en todo caso, podría parecer que ha sido
precisamente la filosofía no escolástica la que estuvo más en contacto con
la ciencia moderna. («La historia enseña que la Filosofía, a vuelta de muchos y graves errores, ha contribuido poderosamente al desarrollo y progreso de las ciencias, así naturales y físicas como morales y políticas, las
cuales todas tienen su base y reciben sus principios de la Filosofía, que
viene a ser como el tronco del cual derivan todas aquellas ciencias de una
manera más o menos inmediata y directa»). Fray Zeferino al utilizar este
argumento histórico no hace distinciones entre una filosofía escolástica y
otras apartadas de sus principios, lo que demuestra el caracter ideológico
de su argumentación. Bien es verdad que Fray Zeferino, como diremos al
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analizar su Historia de la Filosofía, propende a ver en la filosofía moderna
la presencia de ciertos elementos tradicionales de la filosofía perenne a los
cuales podría, es cierto, haber atribuido la función heurística de que habla.
Por último, la cuarta justificación que ofrece Fray Zeferino en defensa de la utilidad de la filosofía, se basa en admitir de un modo explícito el
papel de la filosofía como instrumento constructivo de la Teología dogmática y el caracter apologético y defensivo que su estudio tiene contra los
ataques del racionalismo moderno:
«Ni es menos evidente la utilidad de la Filosofía bajo el punto de vista
cristiano; pues la esperiencia, la historia y la razón enseñan de consuno: 1.
que la Filosofía abre y prepara el camino para reconocer la verdad de la
Religión Católica: 2. que sirve de poderoso auxiliar a la fe, ya para defenderla contra los ataques de los herjes e incrédulos, ya para poner de relieve
su verdad y sus ventajas, ya para esponer y desarrollar de una manera racional y científica sus dogmas, y sobre todo y principalmente, para sistematizar la doctrina de la revelación por medio de la Teología, la cual recibe
de la Filosofía su organismo científico» (FE,1,11).
Nos permitimos constatar que aún en estas funciones atribuidas a la
filosofía, y cuyos valores son declarados paladinamente como
extrafilosóficos, el racionalismo filosófico de Fray Zeferino nos parece ser
muy superior al que otros muchos cristianos (no solamente los tradicionalistas, por supuesto, sino tambien otros) estarían dispuestos a reconocer.
Fray Zeferino atribuye precisamente a la Filosofía (y no por ejemplo a la
Filología, a la Historia, a la Retórica, incluso a la Moral o a la Política)
nada menos que la función de instrumento o modelo para la construcción
teológica y para la actividad apologética, lo cual significa, a nuestro juicio,
algo que tiene una gran significación para la teoría de la filosofía. Porque,
desde la óptica de Fray Zeferino, el verdadero peligro para el cristianismo,
para la Religión Católica, hay que ponerlo precisamente en la filosofía
moderna. Por tanto, el cristiano debe plantear la lucha contra el creciente
avance de la descristianización, en el terreno filosófico (y no por ejemplo
en el terreno de las costumbres -su corrupción como origen de los males-,
en la cuestión social o en la influencia «perniciosa» de otras religiones).
Esto confirma plenamente la interpretación que venimos manteniendo de
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Fray Zeferino como un pensador o filósofo original que está inserto en una
problemática filosófica y que está preocupado fundamentalmente, incluso
en el momento en el que se dispone a defender sus creencias religiosas, por
los principios filosóficos:
«Si a lo dicho se añade que en nuestros dias los ataques principales y
más peligrosos contra la Religión Católica proceden del terreno filosófico,
no es posible poner en duda la utilidad y hasta la importancia suprema de
una filosofía cristiana, verdadera y solida para rebatir los ataques de la
filosofía racionalista» (FE,1,12).
Leyes de la filosofía cristiana
Fray Zeferino, tras de presentar los argumentos a favor de la
importancia y utilidad de la filosofía y la misión de la filosofía como
principal defensora de la Religión Católica, enumera hasta seis leyes
a las que será preciso que se sujete la filosofía para poder cumplir
esos fines o, lo que es lo mismo, para que esa filosofía pueda apellidarse «cristiana». En abrupto contraste con la aparente objetividad y
generalidad en la que se ha mantenido Fray Zeferino hasta el momento, se produce ahora una toma de postura extrafilosófica, un
partinost indiscutible, y sorprendente.
Si bién puede decirse que en la exposición de las funciones de la
filosofía en relación con la dogmática cristiana, tal como la hemos
analizado, se mantiene Fray Zeferino en unos términos «coherentes», incluso filosóficamente comprensibles (como un episodio de la
«crítica de la razón», según hemos sugerido, orientada a determinar
sus límites) cuando de ellos se habla en abstracto o, si se prefiere,
«funcionalmente» (principalmente, creemos, cuando la Gracia o la
Fe se le muestran principalmente, de modo indeterminado, como «lo
que está más allá de la razón», «lo negativo», «lo misterioso», &c.),
sin embargo, obviamente, cuando ésta Gracia o esta se Fe se determina en los dogmas e instituciones concretas, positivas, de una Iglesia
determinada, es decir, cuando se fijan «parámetros» de aquellas funciones, entonces la presencia de una dogmática extrínseca,
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extrafilosófica, se hace demasiado escandalosa. Porque ahora se manifiesta la necesidad de optar entre varias alternativas posibles (los
Vedas, el Corán), precisamente por una alternativa histórica concreta
(el «cristianismo» romano). Es decir, se trata de proponer unos textos
en lugar de otros, aunque sólo sean como norma negativa. Y esta
propuesta parece a priori que es filosóficamente injustificable cuando intentamos construir un sistema que pretende ser estrictamente
filosófico. Es cierto que, con ello, Fray Zeferino no avanza, cuanto a
la cosa, por caminos muy distantes a los que pisó, por ejemplo, Hegel,
cuando declaró al cristianismo (si bien esta vez, en su versión luterana) como el verdadero fundamento de la filosofía moderna. Pero lo
cierto es que Hegel, para llegar a este resultado, habría comenzado
intentando reconstruir «racionalmente» la propia dogmática cristiana en una Filosofía de la religión, que él mismo consideró como heredera de la Teología Natural («El objeto de estas Lecciones es la
Filosofía de la Religión. Ella tiene en general, en suma, el mismo fin
que la antigua ciencia metafísica llamada Theologia naturalis», decía Hegel al comenzar sus Lecciones de 1824-1827, trad. de Ricardo
Ferrero, Madrid, Alianza 1984, pg. 3), mientras que, en nuestro caso,
es la Dogmática cristiana la que se mantendrá referida a un mundo
sobrenatural, no filosófico, como regla extrínseca de la filosofía.
¿Propone Fray Zeferino esas seis leyes como leyes sistemáticas internas o bien como leyes impuestas por las circunstancias coyunturales, entre
las que habría que contar el propio público a quien iba dirigida su obra?.
Nos parece gratuito establecer una distinción entre pensamiento genuino y
pensamiento formulado bajo la opresión de circunstancias externas,
confesionales, en el caso de Fray Zeferino. No hay ninguna razón que nos
permita dejar de suponer que el pensamiento genuino de Fray Zeferino es
el que se manifiesta precisamente en sus escritos. Tendremos que manifestar, por tanto, nuestro asombro en la pregunta por la motivación de lo que
consideramos un desfallecimiento, o incoherencia del pensador que, despues
de haber subrayado la independencia y autonomía de la razón filosófica,
establece ahora, como la cosa más natural y obvia, en seis reglas, la necesidad de subordinar la filosofía a los dogmas de la Iglesia católica, previamente declarada como preterracional.
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La primera de las seis leyes a las que, según Fray Zeferino debe
sujetarse la filosofía, establece que la filosofía no debe enseñar ni
afirmar cosa alguna que se oponga a las verdades reveladas por Dios,
pues «una verdad no puede ser contraria a otra verdad; y las verdades enseñadas por Dios poseen los caracteres de certeza absoluta,
siendo como es imposible que Dios sea falible o engañe a otros».
Este principio, en realidad es el que preside las otras cinco leyes restantes. La segunda ley, consecuencia de la primera, establece que no
se pueden exponer los problemas fundamentales de la filosofía de
manera que su solución no conduzca lógicamente a conclusiones o
deducciones que no puedan conciliarse con las verdades de la revelación. La tercera ordena conservar la vista fija en las verdades de la
revelación católica «porque éstas verdades, como manifestaciones
que son de la Razón divina derraman mucha luz sobre las verdades
del orden puramente natural y especialmente sobre ciertos problemas filosóficos de la mayor importancia y trascendencia». La cuarta
ley que pone Fray Zeferino a la filosofía supone que ésta debe ilustrar y desenvolver verdades que, como la existencia y providencia de
Dios, la inmortalidad del alma, su destino presente y futuro o la creación libre del mundo «aunque consideradas en sí mismas, no son
superiores a la razón humana, pertenecen al propio tiempo a la revelación, ya por razón de su importancia moral y religiosa, ya principalmente porque si no esceden las fuerzas físicas de la razón, si
esceden las fuerzas morales de la generalidad de los hombres». La
quinta ley insta a exponer la relación que algunas verdades reveladas
superiores a la razón tienen con otras verdades puramente naturales,
como sucede, dice Fray Zeferino, con los dogmas relativos a la gracia y al pecado original, «dogmas en los cuales el filósofo cristiano
descubre relaciones y analogías con ciertos fenómenos naturales y
de esperiencia, y que al propio tiempo derraman viva luz sobre ciertos problemas filosóficos». Por último, la sexta ley es mucho más
precisa y concreta puesto que llega a imponer al filósofo la conveniencia de tener presentes y tomar en cuenta la doctrina filosófica de
los Padres de la Iglesia y Doctores escolásticos, en particular de Santo Tomás. Pues en ellos se halla contenida la filosofía cristiana y por
consiguiente, dice Fray Zeferino, la filosofía verdadera, aunque advierte nuestro autor que ésto no quiere decir que se halle todo en esos
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escritos ni que no se pueda divergir de sus opiniones filosóficas en
cuestiones de importancia secundaria, a pesar de que «sin embargo,
con respecto a Santo Tomás, bién puede decirse que en sus diferentes obras se encuentra cuanto de sólido y verdaderamente filosófico ha
añadido la filosofía moderna a la antigua de los Padres y Escolásticos».
Fray Zeferino concluirá este asunto de manera que nos parece ser
notoriamente tautológica, al afirmar que una filosofía escrita y enseñada
con sujeción a esas leyes será una filosofía cristiana, «y por lo mismo sólida y verdadera, en la cual no hallarán cabida los monstruosos errores del
positivismo y panteismo que degradan y desprestigian a la filosofía moderna».
Reconocemos que la consideración de estas «seis leyes» nos tienta
una y otra vez a descalificar como filosófica la obra de Fray Zeferino. Estas
«seis leyes», ¿acaso no nos obligan a considerar la obra de Fray Zeferino
como una obra de estricta apologética, pero en modo alguno como una
obra filosófica, sin perjuicio de la utilización que en ella se hiciese de la
argumentación filosófica (de la misma manera como se utilizan también
argumentos científicos: geológicos, biológicos, aritméticos, &c.)?. En cierto modo, así es. Pero también queremos expresar nuestro temor a las fórmulas demasiado simplistas para resolver cuestiones tan complejas como
la presente. Por nuestra parte reiteraremos aquí nuestra sospecha acerca de
la pertinencia de ciertos argumentos filosóficos en virtud de los cuales las
propias «seis leyes» podrían tener una fundamentación filosófica. Son los
argumentos que tienen que ver con la «crítica de la razón» y con la consideración del cristianismo como crítica de la razón, de lo que antes hemos
hablado. Ello obligaría a corregir, por otra parte y en cualquier caso, la
apariencia de racionalismo dogmático con la que tantos neoescolásticos, y
Fray Zeferino a la cabeza de ellos, revisten a sus principios «preambulares».
Porque semejante «racionalismo dogmático» que sólo puede afirmarse en
sus principios gracias a la ayuda extrínseca de una Revelación -que es el
correlato, en la concepción teológica de la Historia, de lo que en la concepción materialista de la Historia puede ser el «ser social del hombre», que
también determina la conciencia filosófica-, ¿no está mucho más cerca del
fideismo y del tradicionalismo de lo que a primera vista pudiera parecer?.
¿Acaso este racionalismo dogmático es otra cosa sino la aplicación, al caso
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de cada principio preambular, del principio dogmático general de la «fe en
la razón» (de la «razón con el pase de la fe», como decía Sanz del Río) del
que hemos hablado en nuestra Introducción al plantear el problema de Fray
Zeferino como filósofo?.
Cuanto a la sustancia de la cuestión nos atrevemos a insistir en nuestro anterior juicio según el cual la posición de Fray Zeferino no es, cuanto
al fondo, tan «escandalosa» (en el plano de la filosofía) como parece si la
comparamos a las posiciones de otros pensadores «racionalistas», puesto
que muchos de ellos, y en particular Hegel, también han defendido
sistemáticamente la tesis de que la verdadera filosofía (el idealismo) no es
otra cosa sino la formulación abstracta de los mismos principios que el
cristianismo (si no ya los de la Iglesia católica) enseñó desde su constitución. La diferencia, como hemos insinuado, estriba en un punto relativo a
la coherencia formal: que Hegel considera al propio cristianismo y a su
desarrollo como siendo él mismo episodio del desarrollo de la razón universal, mientras que Fray Zeferino, como católico que es, debe mantener la
consideración de que al menos buena parte de los dogmas cristianos son
preterracionales. Y esta discrepancia, que podría acaso considerarse como
meramente formal o «metafilosófica», habrá de tener unas profundas
implicaciones en cuanto al contenido diferencial de las «dogmáticas» respectivas (lo que es evidente, por ejemplo, en todo cuanto concierne a la
teoría del conocimiento).
Abundando en este mismo orden de ideas nos permitimos advertir
que la subordinación que Fray Zeferino atribuye a la filosofía con respecto
de una religión positiva es una tesis que, destituida de las pretensiones normativas y programáticas que ella tiene, coincide mucho, en cuanto a la
sustancia, con la coetanea doctrina positivista de Comte en tanto que este
enseñaba que la filosofía en su estado metafísico no es sino una trasposición
del estado teológico. Por tanto, cabría decir, que la filosofía (metafísica)
cuyo contenido establece Fray Zeferino esta de hecho subordinada a la
teología y a la mitología. Queremos con esto subrayar que la posición de
Fray Zeferino, retirada su modalidad (su caracter normativo, real,...), cuanto a la sustancia o contenido, está aproximándose a la de Comte, mucho
más de lo que en principio pudiera aparecer.
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Dicho todo lo anterior, sin embargo, nos permitimos sugerir nuestra
impresión de que el propio Fray Zeferino tuvo de algún modo conocimiento de su incoherencia, y que la apelación que él hace a ciertas tesis tomistas
tiene precisamente el alcance (ideológico) del gesto de quien quiere mantener su coherencia. Así ocurre cuando considera a las propias verdades religiosas sobrenaturales como producto de la razón divina que no se puede
contradecir. No intentamos naturalmente disimular la petición de principio
que aquí se contiene (a saber, considerar a los dogmas cristianos
preternaturales como racionales, aún en el sentido de la razón divina para
justificar la subordinación de la razón humana a ellos), sino simplemente
tratamos de identificar la voluntad de coherencia de Fray Zeferino en el
momento mismo en que, evidentemente, está siendo más incoherente.
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Historia de la Filosofía
Introducción
La Historia de la Filosofía (1878-79) del Cardenal González fué acaso su obra más acabada, la que más celebridad adquirió, hasta el punto de
convertirse en una referencia casi obligada, durante muchos años, entre los
pensadores católicos, no sólo en España sino también fuera de ella. Sin
duda reunía cualidades literarias que le hacían acreedora de su éxito, principalmente, cabe subrayar su prosa trasparente y directa, la documentación
sólida de las exposiciones (que se basan generalmente hablando, y con
pocas excepciones, en los propios escritos): «Aún con respecto a no pocos
escritores de segundo orden, me he creido en el caso de consultar y leer sus
obras en todo o en parte, porque sólo de esta manera es posible exponer con
la fidelidad necesaria...», HF,1,XXXVII). Pero es evidente que la fortuna
que la obra tuvo debe en cualquier caso tener conexión directa con su propio contenido, es decir, con el hecho de ser una exposición razonada de la
Historia de la Filosofía.
No era la primera Historia de la Filosofía escrita por católicos (la de
Alberto Stöckl -1870- había alcanzado un gran predicamento) pero si la
primera gran Historia de la Filosofía escrita en español. Las que le precedieron no eran en realidad Historias de las Filosofías más que en el nombre. A principios del siglo, en 1806, aparece la Historia de la Filosofía de
don Tomás Lapeña, anterior por tanto a las grandes Historias de las Filosofía que iban a publicarse en Alemania y Francia en el siglo XIX, y hasta
1840 no aparece la Historia de la Filosofía de Sebastián Quintana, que
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tampoco es propiamente una Historia de la Filosofía, sino más bien una
Historia general de la Civilización. Se ha subrayado que fué el Decreto del
8 de junio de 1843 el que representa la introducción en las Universidades
españolas, y concretamente en el Doctorado de Filosofía, del punto de vista histórico. El Plan Pidal de 1845 es el que introduce en los Cursos de
Doctorado la «Ampliación de Filosofía e Historia de la Filosofía». Sin duda
impulsado por este motivo académico administrativo aparecen en los años
inmediatos sucesivos el Curso completo para la enseñanza de ampliación
de Victor Arnau y Lambea y la Historia de la Filosofía incluida en la Filosofía Elemental de Jaime Balmes (1847), además del Manual de Historia
de la Filosofía de Tomás García Luna y, por supuesto, en 1858, la Historia
Philosophiae ad usum Academicae Juventutis del jesuita asturiano José
Fernández Cuevas, escrita en latín, que representa además, como se sabe,
el primer ejemplo de una ‘Historia de la Filosofía Española’ como tal (toda
vez que el P. Cuevas dividió su Historia en dos libros, de los que el primero
se ocupa De Historia universae Philosophiae y el segundo De Historia
Philosophiae Hispanae). Ahora bien, como ha señalado Nicolás M. Sosa,
la actitud de todos estos autores, pertenecientes al movimiento de renovación de la escolástica, es de indiferencia cuando no de caracter negativo
hacia la importancia y utilidad de la Historia de la Filosofía: «participan de
esta actitud Lapeña, Balmes y Fernández Cuevas, en mayor o menor grado» (vease Nicolás M. Sosa, Patricio de Azcárate..., Universidad de
Salamanca 1979, pg. 25; y Antonio Heredia, La filosofía oficial en la España del siglo XIX (1800-1833), Madrid 1972, pgs. 64-69). En cualquier caso
(puesto que la Exposición de Azcárate no pretende ser una Historia de la
Filosofía completa) y sobre todo, la Historia de la Filosofía de Fray Zeferino
es la primera gran exposición católica de una Historia de la Filosofía, que
quería mantenerse en un horizonte filosófico, con pretensiones sistemáticas y críticas, y que busca introducir el punto de vista histórico, y lo que es
más, justificar la necesidad de este punto de vista desde la perspectiva de
una filosofía perenne y en principio aparentemente ahistórica. Ahora bién,
desde luego, la Historia de la Filosofía del Cardenal González no es una
obra que tenga lo que llamamos hoy rigor filológico, no es una obra de
historia filológica, ni siquiera una fuente de información al estilo de las
Historias de la Filosofía que ya circulaban de Ritter (1835, 1844, 1861) o
de Uebeerweg (1870).
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La Historia de la Filosofía de González es una Historia de la Filosofía filosófica, una exposición de la Historia de la Filosofía desde la perspectiva de una filosofía cristiana, pero en la que preside el intento de elaborar unos criterios tales que, sin perjuicio de la actitud crítica incesante,
quede asegurada la inteligibilidad histórica del decurso de las verdades y
de los errores. En estos criterios quedaba muy lejos toda perspectiva
catastrofista o milenarista, y también quedaba muy lejos el progresismo
inmoderado que dificilmente podía ser adoptado por un Cardenal de una
Iglesia en repliegue. Pero la evidencia central es que la Historia de la Filosofía no puede ser una yuxtaposición empírica de doctrinas filosóficas, aunque estén cronológicamente ordenadas. Fray Zeferino comparte esta evidencia con Hegel, a quien le cita: «la Historia de la Filosofía no es una serie
de aventuras de caballeros errantes que se baten por una beldad que nunca
vieron [se refiere a la verdad] y que sólo dejan en pos de si la narración
divertida de sus ridículas empresas», pero no es en modo alguno hegeliano:
«a pesar de su clásica grandeza y de su unidad fascinadora [Fray Zeferino
se está refiriendo a la Historia de la Filosofía de Hegel] esta concepción
hegeliana es de todo punto inadmisible, porque equivale a sustituir al contenido real y a la significación histórica de los sistemas filosóficos el contenido abstracto de categorías ideales y dialécticas» (HF,1,XXVIII). Cabe
hablar de progreso, sin duda, pero éste solamente tiene otro sentido: el que
cabe atribuir a las civilizaciones, y particularmente a la civilización cristiana, dentro de la cual está envuelta la filosofía.
Diríamos que la perspectiva del Cardenal González no es en
modo alguno la de un idealismo logicista, desde el momento en que
reconoce que el progreso del pensamiento filosófico está en gran
medida determinado por la marcha de las «civilizaciones» (cuyo
motor, no pone, por supuesto, en algún mecanismo económico, pero
si, en cambio, en algo que tiene que ver con lo que en el famoso
Prefacio de Marx a la Contribución a la crítica de la economía política se llamaba el «ser social» del hombre en cuanto determinante de
la conciencia y, en particular, de la conciencia filosófica). Sin duda
tiene razón el padre Franco Díaz de Cerio, S.J., al subrayar, en su
estudio sobre Fray Zeferino, que el centro de la Historia universal del
género humano es Jesucristo y por tanto, que el Hombre-Dios representa por tanto, para Fray Zeferino, el punto central de la Historia de
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la Filosofía (Cerio, cap. III, pg. 97). Sin embargo, nos parece necesario señalar que, a pesar de semejante afirmación, no tenemos por qué
considerarnos tanto frente a una extemporanea «profesión de fé»,
que sólo pudiera interesar a un cristiano, cuanto también frente a una
declaración que el no cristiano puede interpretar, desde luego, como
la enunciación de una tesis histórico positiva. A fin de cuentas, cuanto a la sustancia, esta «profesión de fe» confesional de Fray Zeferino
en el umbral de la exposición de su Historia de la Filosofía, es literalmente equivalente a la afirmación central de la Filosofía de la Historia de Hegel cuando establece el significado para la Historia del
Mundo del Cristianismo: «Pues el mundo cristiano es el mundo de la
consumación; el principio queda cumplido y con esto se ha llenado
el fin de los dias: en el cristianismo la Idea no puede ver ya nada por
satisfacer aún (...) Así, pues, el mundo cristiano ya no tiene ningún
[elemento o pueblo histórico] exterior absoluto [con el que relacionarse], sino que sólo tiene un exterior relativo que queda superado en
sí y respecto del cual lo único que importa, incluso para que se manifieste, es que se halle superado», Hegel, Lecciones de Filosofía de la
Historia, 4ª parte, introducción; trad.esp. de José María Quintana sobre
la edición de Carlos Hegel, de 1840. Barcelona, Zeus 1970, pg. 370.
La diferencia entre el Cardenal González y Hegel, en cuanto a esta
concepción histórica se refiere, habrá que ponerla en que mientras
Hegel, luterano, considera a los pueblos germánicos como los encargados «de proporcionar portadores al principio cristiano» -op.cit. pg.
369-, para el Cardenal González, católico romano, no hará falta esperar a estos pueblos, puesto que el «principio cristiano» ya había fructificado en los «pueblos latinos», en Roma. Tesis del Cardenal
González que, en todo caso, tiene un sentido no idealista, si por idealismo entendemos estrictamente aquí la pretensión de una Historia
de la Filosofía inmanente, que aspirase presentarnos la sucesión de
los diferentes sistemas filosóficos como un proceso puramente ideal
o lógico, en virtud del cual se fueran sucediendo los unos a los otros
al margen de cualquier determinación «extrínseca», como pudiera
serlo la estructura esclavista del mundo antiguo o la constitución de
la sociedad cristiana medieval.
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A nuestro juicio, Fray Zeferino acertó a plasmar una perspectiva crítica que le iba a permitir a la vez hablar de progreso y de desviaciones en el
curso de la historia, sin recaer, no ya en los esquemas hegelianos o comtianos
del progreso (en el sentido de la ley de los tres estadios), pero tampoco en
los esquemas milenaristas del integrismo, incluso del tradicionalismo, ni
menos aún en los esquemas cíclicos. Esta perspectiva crítica (que, desde
luego, Fray Zeferino no explicita, pero que a nuestro parecer está ejercitando continuamente) consistiría, si no nos equivocamos, en la aplicación de
una visión organicista o biologista de la Historia de la Filosofía, una visión
de las relaciones entre las escuelas muy próxima a la que podría haber
desarrollado, no ya un darwinista, sino simplemente un médico acostumbrado a ver los procesos vivientes en términos de salud y de enfermedad.
Aquí se trata desde luego de la salud o enfermedad del pensamiento, de su
verdad o error, entendido como una desviación de la verdad, como una
corrupción siempre posible, precisamente porque la verdad -la salud- tampoco podría entenderse como un estado estable y simple, sino como la
resultante de procesos complejísimos del organismo intelectual, que necesita una atmósfera adecuada (por ejemplo las Civilizaciones), alimentos
precisos y otros factores cuyo equilibrio no puede darse nunca por asegurado. En alguna ocasión se saca la impresión incluso de que Fray Zeferino
llegó a asignar como materia propia de la Historia de la Filosofía, la consideración de las «enfermedades» filosóficas, de los errores. La Historia de
la Filosofía, según el texto que hemos citado anteriormente, puede producir espontaneamente la impresión más o menos acentuada de escepticismo,
que se experimenta de primera intención al terminar la lectura de la Historia de la Filosofía. Pero sólo en cierto modo, pues la enfermedad (diríamos,
reconstruyendo desde nuestra interpretación la posición de Fray Zeferino)
supone la vida del organismo enfermo. «Despréndese de de lo dicho que en
el fondo de la filosofía y de su historia palpita un dogmatismo real, a pesar
de su aparente escepticismo». Este dogmatismo, nunca fanático, sino crítico, es la expresión de la propia vida racional que cree haber llegado a alguna evidencia, por limitada que esta sea. Y por ello hay una cierta continuidad real entre las diferentes formas de pensamiento, una comunicación viviente, aunque sea «contingente», empírica, histórica, no deductiva, entre
unos sistemas filosóficos y otros, en el conjunto de la historia de la humanidad.
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Este sería el contenido que Fray Zeferino puede dar a la idea del
«progreso», expresando así un progresismo que, si bien se opone al
relativismo escéptico, también se opone al optimismo progresista de
las escuelas racionalistas coetaneas, y particularmente al optimismo
filosófico de la escuela krausista, que dificilmente podría hoy no ser
visto, nos parece, como ingenuo e históricamente gratuito: «reconociendo [decía G. Tiberghiem] de este modo la verdad relativa desarrollada en las dos épocas precedentes [la de Kant y la de
Schelling-Hegel] abre, bajo un punto de vista más elevado, la reforma comenzada por este ilustre pensador [Krause] el periodo de la
armonía de todo el movimiento filosófico anterior» (G. Tiberghiem,
Ensayo teórico e histórico sobre la generación de los conocimientos
humanos, trad. al español por Nicolás Salmerón y Urbano González
Serrano, Madrid 1865, tomo IV, pág. 7). La pespectiva naturalista
que creemos advertir en Fray Zeferino le permite explicar la unidad
efectiva de la Historia de la Filosofía, no tanto a partir de la supuesta
tendencia metafísica hacia un «periodo final de armonía» (respecto
del cual la Filosofía cristiana, que ponía en el pasado, en la Encarnación, el punto más alto de la Historia, preservaba críticamente) sino a
partir de la afirmación, históricamente más positiva, de la «influencia recurrente del pretérito», de la tradición, es decir, de los sistemas
pretéritos que realmente (diríamos, casi de un modo darwiniano) tengan la fuerza suficiente para influir en su posteridad: «si bien se reflexiona, los sistemas filosóficos, al menos los que entrañan cierto
grado superior de importancia histórica y científica, dejan casi siempre huellas más o menos profundas, de su paso por el espíritu humano y por la sociedad, y cuando despues de reinar algún tiempo sobre
esta, decaen y mueren al parecer, dejan siempre en pos de si ideas,
direcciones y tendencias determinadas, lo que pudiéramos llamar sedimentos intelectuales, fuerzas latentes pero vivas y reales, que representan otros tantos factores más o menos importantes de la evolución progresiva de la ciencia, de la sociedad y del espíritu humano en
general» (HF,1,XIV-XV).
La mejor fórmula que se nos ocurre para expresar esta actitud histórica, sólo parcialmente formulada de modo explícito en las páginas
introductorias de su gran obra, es la siguiente: que Fray Zeferino habría ido
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consolidando en el proceso mismo de la elaboración de su libro, y cada vez
de un modo más nítido a medida que avanzan sus páginas (particularmente
en los capítulos en los que expone el idealismo alemán, según detallaremos
en su momento), un tratamiento de la Historia de la Filosofía al modo de
una «Historia natural», a la que él por otra parte era tan aficionado, de los
pensamientos que florecen en las diversas civilizaciones. La Historia de la
Filosofía de Fray Zeferino, esta es nuestra tesis, tendría como característica
propia, la de ser una suerte de historia natural en cuanto a su forma de mirar
a los diferentes sistemas -lo que no excluye la circunstancia de que los
criterios «biológicos», de la salud y de la enfermedad, tengan mucho que
ver con los criterios del cristianismo militante. Pero de ningún modo nos
parece legítimo afirmar que la Historia de la Filosofía del Cardenal González
sea una suerte de Teología de la Historia de la Filosofía que es la conclusión que parece que habría que extraer de la interpretación ofrecida por el
padre Diaz de Cerio. La Historia de la Filosofía de Fray Zeferino es una
historia estrictamente filosófica por su forma, que sería la forma de una
filosofía naturalística. La actitud de Fray Zeferino nos parece similar a la
del autor de una Historia Natural que se aproximase a la vegetación de una
comarca determinada, para describir su floración, y diagnosticar sus eventuales enfermedades. Según esto, la Historia de la Filosofía de Fray Zeferino
González no es la obra de un escolástico «ergotista», desprovisto de sentido histórico -como tantas veces ha sido dicho-, que sólo advierte sofismas
en los diferentes pensadores no tomistas, ni es el inquisidor que va en busca
de herejías o atribuye intenciones perversas a los autores de los grandes
sistemas filosóficos anticristianos. Tampoco es, por supuesto, un historiador filólogo. Es un naturalista, con unos determinados criterios de enfermedad y de salud, y esta es, nos parece, su peculiar perspectiva. Aquí radica, creemos, la originalidad de la obra que estudiamos, pues, la naturaleza
filosófica de su Historia de la Filosofía prohibe entenderla como un mero
instrumento para satisfacer una curiosidad erudita marginal para quien, por
ejemplo, se considera en posesión de una dogmática filosófica, como pueda serlo el tomismo. El proyecto mismo de una Historia de la Filosofía, tal
como Fray Zeferino la concibió, removía, hasta sus fundamentos, los mismos elementos del sistema de la filosofía tomista tradicionalmente de formato «intemporal», ahistórico, entre otras cosas porque obligaba a poner
en funcionamiento algunos principios abstractos cuyo alcance sería imposible de determinar en ese plano de abstracción. Así, por ejemplo, el princi-
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pio crítico -la filosofía supone la crítica de la razón, la limitación de sus
pretensiones-. No sólo porque la razón no se apoye en sí misma, como si
fuese el Dios aristotélico, sino en fuentes sensoriales y sociales, sino porque tampoco se extiende hacia el infinito. Se podrá estar de acuerdo en
abstracto en estos principios críticos. Pero ellos sólo podrán tomar forma y
mostrar su alcance cuando se les pone en funcionamiento, cuando se les
hace trabajar en el material mismo disponible y este material es sobre todo
el histórico. ¿Cuáles son las fuentes de la razón filosófica, cuál es la atmósfera más propicia para que ella pueda respirar?. ¿Está en todos los hombres, o solo en algunos pueblos?. ¿Cuáles son estos pueblos, estas civilizaciones, o estas instituciones sin las cuales la razón filosófica no puede ni
siquiera vivir?, ¿el Estado Romano?, ¿la Iglesia católica?. Estas cuestiones
sólo pueden encontrar su tratamiento adecuado en una Historia de la Filosofía, que tiene que ser crítica puesto que ha de comparar unas escuelas con
otras y ejercitar sobre ellas sus propios criterios. La Historia de la Filosofía
del Cardenal González fué esa obra, una obra católica romana, eurocéntrica,
que la concepción cristiana del mundo necesitaba en una perspectiva filosófica. Con la Historia de la Filosofía del Cardenal González podía contarse ya, desde el tomismo, con un nuevo instrumento crítico, aplicado a grandes rasgos, que distaba tanto del escatologismo como del utopismo. Este
instrumento era la concepción naturalista sui generis de la Historia de la
Filosofía.
Al elaborar su Historia de la Filosofía tuvo presentes Fray Zeferino y
así los cita, los más importantes estudios que la filología, alemana sobre
todo, ya había producido. Utilizó la Historia critica Philosopiae a mundi
incunabulis ad nostram usque aetatem deducta (1741) de Brucker, la versión francesa (de Cousin, 1839) de la Historia de Tenneman y la propia
Histoire générale de la Philosophie (1867) de Cousin, Histoire comparée
des systemes de Philosophie relativement aux principes des connaissances
humaines (1823-1847) de De Gerando, las versiones francesas de las obras
de Ritter (Histoire de la Philosophie ancienne, trad. Tissot, 1835; Historire
de la Philosophie chrétienne, trad. Trullard, 1844; Histoire de la Philosophie
moderne, trad. Challemet-Lacour, 1861), Histoire comparée de la
Philosophie et de la religion (trad. Reville, 1861) de Scholten, Histoire de
la Philosophie européenne (1872) de Weber, Tableau des progrès de la
pensée humaine depuis Thales jusqu’à Hegel (1874) de Nourrison,
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Geschichte der Philosophie von Thales bis auf unsere Zeit (1865) de
Michelis, Grundriss der Geschichte der Philosophie (1870) del ya citado
Uebeerweg, e incluso la reciente Historia del materialismo de Lange, publicada en 1865.
La Filosofía de los pueblos orientales
Fray Zeferino hace comenzar la historia de la filosofía, y en virtud de
razones de principio que ya hemos analizado en el capítulo precedente, con
las primeras civilizaciones: «Las provincias meridionales y occidentales
del Asia, que, según las tradiciones bíblicas, presenciaron la creación primera del hombre, y la segunda creación o dispersión postdiluviana del
género humano, fueron también testigos de las primeras evoluciones filosóficas, por lo mismo que fueron teatro de las primeras civilizaciones». De
aquí que hable de una Filosofía oriental o Filosofía prehistórico-griega, y
que la India, China, Egipto y Palestina sean considerados los asientos de
las diferentes concepciones y sistemas filosóficos que constituyen los antecedentes históricos de la filosofía griega. Es importante subrayar cómo
mediante esta sencilla «síntesis histórica», en la que la Historia profana,
tal como se decanta en las últimas investigaciones coetaneas, aparece
habilmente insertada en el marco de la «Historia sagrada» (creación del
hombre, dispersión tras el diluvio) -que toma aquí la apariencia de una
Historia positiva de las civilizaciones-, Fray Zeferino incorpora elementos
importantes del tradicionalismo, sin comprometerse en sus componentes
degeneracionista y fideista. Cabría expresar ésto diciendo que Fray Zeferino
mantiene aquí una posición que está más cerca de la que años despues y en
cuestiones muy afines de Teología y Antropología mantendrá el P.W. Schmidt
y la llamada «escuela de Viena», que de las posiciones de tradicionalistas y
fideistas del siglo XIX, como De Bonald, Chateaubriand, o el propio
Lamennais. El motivo de esta afinidad nos parece, por otro lado, bastante
claro: el padre W. Schmidt era también tomista, hasta el punto de considerar necesario admitir que los primitivos, en cuanto que son hombres racionales, debieron poder llegar a formarse una idea de Dios en virtud de argu-
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mentaciones muy similares a las que constituyen las cinco vías (una exposición actualizada de este punto nos la ofrece Martín Sagrera: Dios y dioses, Barcelona, Laertes 1987, parte 3, «Monoteismo y politeismo»). Por lo
demás es evidente que el Cardenal González precedió al padre Schmidt en
este «optimismo racionalista» propio del neotomismo militante y, en alguna medida, contribuyó, a través del movimiento de renovación tomista de
la Iglesia romana, a configurarlo.
Las filosofías «orientales» están, pues, en relación y armonía con las
distintas religiones que aparecen sucesiva o simultaneamente en las diferentes regiones del Asia y del Africa. Fray Zeferino, que reconoce la existencia de varias civilizaciones (y varias religiones), se cuida de advertir que
el Brahmanismo y el Mazdeismo son las dos concepciones religiosas conocidas como más antiguas «abstracción hecha de la revelación por Dios al
primer hombre». Es interesante constatar la armoniosa coherencia con la
que Fray Zeferino cree poder mezclar los datos de la Historia positiva con
los relatos míticos bíblicos. En el diluvio encuentra la expresión divina de
la necesaria tendencia de la Humanidad a regenerarse, es decir, a
autogobernarse siguiendo los principios mismos de la sana razón. Aunque
también es verdad que no se entiende muy bién cómo si el diluvio pretendió sanear de modo enérgico la impiedad a la que la Humanidad había
llegado salvando sólo a la estirpe de Noe, pudo reproducirse e incluso verse incrementada la degenerada situación antidiluviana.
Las fuentes que Fray Zeferino utilizó para acceder al pensamiento de
la India, o, en general, anterior a la filosofía griega, son principalmente las
siguientes: como obras generales la Encyclopédie du XIX siècle (en los
artículos que tratan de los pueblos antiguos, de la filosofía y sistemas de la
India, del Budismo, del Zend-Avesta y de la doctrina filosófica y moral de
los chinos, egipcios y otros pueblos orientales) y el Dictionnaire
encyclopédique de la théologie catholique (1858-65) de Welte y Wetzer
(en su versión francesa); como estudios particulares conoció Fray Zeferino,
entre otros, y también a través de las traducciones francesas en su caso,
libros como Les religions et les philosophies dans l’Asie Centrale (1865)
de Gobineau; Essai sur la philosophie des Indous (1833) de Colebrooke;
Introduction à l’Histoire du Boudhisme indien (1844) de Burnouf; Le
Bouddha et sa religion (1860) de Barthélémy Saint-Hilaire; Études de
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philosophie indienne (1876) de Regnaud; Dieu dans l’Histoire (1868) de
Bunsen; La science de la religion (1873) de Max Müller; Discursos sobre
las relaciones que existen entre la ciencia y la religión revelada (1844) de
Wiseman. También utilizó Fray Zeferino la Historia de China del célebre
misionero Fr. Domingo de Navarrete, y un anónimo De ritibus sinensium
erga Confucium philosophum el pregenitores mortuos (1700) que atribuye
a algún misionero jesuita. Entre los clásicos menciona Fray Zeferino como
fuentes para la filosofía anterior a la griega a Flavio Josefo (en edición de
1726), a Herodoto (en edición de 1862), los fragmentos de Ctesibio editados por Müller en 1862 (Ctesiae Cnidii Fragmenta, dissertatione et notis
illustrata a Carolo Müller) y, por supuesto, el Antiguo Testamento.
Fray Zeferino considera la opinión que entre «los modernos
orientalistas» habría ido cristalizando y según la cual el mazdeismo no sólo
es posterior al brahmanismo sino que es reacción contra éste, que representa el movimiento y propagación de la raza aria hacia el Occidente. Fray
Zeferino no toma partido, sin perjuicio de afirmar que la India sirvió de
teatro a los primeros sistemas y trabajos propiamente filosóficos, sistemas
desarrollados primero «bajo las inspiraciones y el calor de los libros sagrados», pero que más adelante se emanciparon de esta dirección. Por tanto, y
en consecuencia, propone una división de la Filosofía en la India en religiosa (la contenida en los libros «tenidos por sagrados» en la India) y racional, (que debe su origen a la especulación científica, «sin perjuicio de
ser ortodoxa o heterodoxa, según que entraña o no conformidad con el
contenido de los libros indicados»).
Los libros «tenidos por sagrados» en la India y que contienen «la
Filosofía que hemos apellidado religiosa» son, para Fray Zeferino los cuatro Vedas, los diez y ocho Puranas, el Mahabaratha, y la colección de las
leyes de Manú. Fray Zeferino, al ir exponiendo el contenido de la «filosofía
especulativo-religiosa» india, se preocupará por advertir las analogías que
se encuentran en esos libros «tenidos por sagrados» con las «Sagradas Escrituras» (que Fray Zeferino tiene obviamente por sagradas), «afinidad que
indica o descubre el origen común primitivo de las dos concepciones
cosmogónicas bajo este punto de vista». Esta filosofía brahmánica, concluye Fray Zeferino, «se reduce a un panteismo, que se presenta unas veces
como emanatista y otras como idealista», y advierte muy claramente cómo
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la creación que enseña esa filosofía, o la trinidad del brahmanismo, nada
tienen en común con la creación o la trinidad de la Biblia y el Cristianismo.
Al lado de la filosofía «religiosa y puramente tradicional de la
India» apareció un movimiento más o menos racional o científico.
Los ortodoxos representados por las escuelas Mimansa y Vedanta
(cuyo fondo y esencia seguiría siendo «el error panteista»); los «independientes y separatistas» constituidos por las escuelas Nyaya,
Vaisechika, Yoga y Samkhya.
De cualquier modo, a lo que más espacio dedica Fray Zeferino
es al budhismo. Al margen de otra motivación, intrínseca o extrínseca, creemos que pudo tener parte en este interés la circunstancia de
haber pasado varios años Fray Zeferino viviendo en un ambiente de
tan notoria influencia budista como pudieran serlo las Islas Filipinas.
El haber vivido en este ambiente durante años, pudo haber dado a
Fray Zeferino una perspectiva que hubiera sido muy dificil de alcanzar por un dominico que no hubiera jamás salido fuera de una atmósfera occidental o, más aún, mediterranea. El budismo merece especial atención crítica por parte de Fray Zeferino, quién se cree en la
obligación de luchar contra las «aseveraciones de los budhofilos, o,
mejor dicho, de los enemigos del Cristianismo» que en su «inconcebible odio al Cristianismo» habían aventurado que la religión de Jesucristo derivaba del budismo, ofreciendo «la posibilidad de un origen humano del Cristianismo».
Superado el escollo que la filosofía india podía suponer, por su
proximidad, en la exposición de un panorama histórico interpretado
en clave cristiana, Fray Zeferino no tiene mayores problemas al exponer la filosofía china. Confucio es «moralista mediano», Lao Tse
«representante de la metafísica sínica» y, dando un salto en el tiempo, el «neo-confucianismo» de Tchou-Hi, se reduce, para Fray
Zeferino, «a una amalgama informe y hasta contradictoria alguna
vez, de la concepción panteista de Lao-tseu, con las tendencias
escéptico-ateas, y con las ideas materialistas de Confucio».
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El mazdeismo persa, con sus derivaciones panteistas, y las reminiscencias que «respecto a la revelación primitiva consignada en el Pentateuco
mosaico» resalta Fray Zeferino y la falta de verdadera filosofía aparte de la
religiosa entre los egipcios y los hebreos, vienen a cerrar el panorama que
Fray Zeferino hace de la filosofía antigua no griega. Si bién, en el caso de
los hebreos, aunque no cultivaron la filosofía, «gracias a la revelación divina», sí poseyeron «un conjunto de verdades teológicas, metafísicas, morales y político-sociales, que constituyen una Filosofía y una ciencia, muy
superior, en cuanto a verdad y pureza de doctrina, a todas las ciencias y a
todos los sistemas filosóficos de las antiguas naciones y civilizaciones, sin
excluir las de Grecia y Roma» (HF, 1,85).
La filosofía griega
Las fuentes que Fray Zeferino manejó para acceder a la filosofía griega consistieron principalmente en Diógenes Laercio (en edición de 1759,
De vitis, dogmatibus, et apophtegmatibus clarorum philosophorum),
Jenofonte (Memorabilia Socrates, en edición de Schenider de 1863), Platón
(a través de una de las ediciones de Marsilio Ficino, Opera, 1556), Aristóteles
(en edición de las Opera de 1608). En ediciones de Ficino utilizó también
como fuentes para este periodo a Porfirio, Proclo y Plotino. Otras fuentes,
entre los clásicos, Seneca (citado por la edición de Justo Lipsio de 1605),
Lucrecio, Filón, Jámblico o Epicteto. De la Historias de la Filosofía griegas modernas, se sirvió el dominico asturiano de la Historia Philosophiae
graeco-romanae ex fontium locis contexta (1838) de Ritter y Preller; Die
Philosophie der Griechen (1856) de Zeller; Histoire de la Philosophie
ancienne (1867) de Laforet. Como muestra de la actualidad que procura
Fray Zeferino dar a su bibliografía mencionemos dos obras que cita, publicadas sólo un año antes de dar a luz la primera edición de su Historia:
L’Ecole d’Athènes de Soury (estudio crítico sobre las relaciones de la escuela socrática con el materialismo, publicado en la Revue Philosophique
en 1876) y La contingence dans la nature et la liberté dans l’homme selon
Epicure (1877) de Guyeau.
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Tras discutir con cierta amplitud el origen de la especulación
filosófica en Grecia (citando a Roeth, Zeller, Ueberweg, Cousin y
Gladisch) y aceptando tesis producto de una historia más de tipo positivo pero que no le plantea problemas a la hora de mantener el esquema sobre el curso preciso que sigue, presenta Fray Zeferino los
criterios que otros autores (Tennemann, Ritter, Hegel, Zeller, Brandis)
tienen respecto a su división y opta por diferenciar en la filosofía
griega tres periodos: el primero incluye las escuelas anteriores a
Sócrates desde Tales, el segundo las escuelas posteriores a Socrates
hasta la difusión de las mismas entre los romanos, y el tercero hasta
la clausura de la escuela filosófica de Atenas en tiempo de Justiniano.
Desde el punto de vista doctrinal caracteriza Fray Zeferino al
primer periodo de cosmológico, al segundo de antropológico, y al
tercero de teosófico, por lo que hace a las tendencias predominantes.
No es por tanto la doctrina aristotélico tomista de los tres grados de
abstracción y que, dotada de una ordenación ad hoc (doblando el
orden lógico con un supuesto orden histórico) había sido utilizada
por los escolásticos para establecer los tres periodos de la Filosofía
Griega (el periodo físico, el periodo matemático -los pitagóricos- y el
periodo metafísico), lo que inspira la periodización de Fray Zeferino,
sino más bien la división wolfiana de la metafísica especial, en función de las tres Ideas: Mundo, Hombre, Dios, ordenadas precisamente de este modo. En efecto, de modo explícito -lo que constituye un
notable testimonio de su voluntad sistemática en el momento de construir la historia de la filosofía griega- ensaya Fray Zeferino la correspondencia entre los tres objetos fundamentales de la filosofía señalados por Bacon y popularizados por Wolff y las tres etapas señaladas
de la filosofía griega: desde Tales a Sócrates la preocupación gira en
torno del Mundo exterior, de la naturaleza; desde Sócrates es el Hombre el objeto principal; y en la tercera etapa de decadencia la única
originalidad estriba en la preocupación por Dios.
Otro criterio que explícitamente utiliza Fray Zeferino es el relativo a
la importancia relativa de cada periodo: el primer periodo es de formación;
durante el segundo se produce la perfección, y el último es de decadencia.
Aplica también Fray Zeferino la metáfora de la vida humana, haciendo
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corresponder respectivamente esos tres periodos a la juventud, virilidad y senectud de la filosofía griega. Con esto, Fray Zeferino está de
hecho desarrollando el esquema cíclico en Historia de la Filosofía
que pocos años despues formularía y haría famoso el también sacerdote católico, a la sazón, Francisco Brentano (Las cuatro fases de la
filosofía y su estado actual, 1895, trad. española de X. Zubiri, Revista de Occidente, 1931) y que, a su vez, pasaría a formar parte de la
estructura general de La decadencia de Occidente de Oswald Spengler
(trad. española, Espasa-Calpe, 10ª ed. 1958, vol. I, pg. 179).
Establecidos los tres grandes periodos del desarrollo de la Filosofía griega, menciona Fray Zeferino las correspondientes distintas
formas y métodos científicos: en el primero predomina la observación sensible y externa, en el segundo prima la observación psicológica y la reflexión racional y en el tercero «predomina la intuición
intelectual del misticismo panteista».
Como es natural, cuando Fray Zeferino va tratando los distintos
periodos, escuelas y autores, realiza no pocas matizaciones a la caracterización general que hemos resumido, que sin embargo, a los
efectos de presentación del esquema general relativo a la historia de
la filosofía en el que se mueve Fray Zeferino es no poco significativa.
Prescindiremos pués, en éste lugar, de comentar las mayores o menores cuotas de materialismo o panteismo que Fray Zeferino va asignando a los autores y escuelas, para centrarnos tan sólo en aquellos
aspectos que puedan tener interés a la hora de precisar el concepto de
filosofía cristiana que funciona en nuestro autor.
Al tratar de Platón, por ejemplo, se ve Fray Zeferino obligado a «desmentir» la tesis que presenta a la República platónica como preformación o
modelo de la República cristiana, de la Iglesia. En general va enfrentando
puntualmente las doctrinas platónicas respecto de lo que será la filosofía
cristiana, sin duda obligado por la necesidad de defenderse contra la tendencia «naturalista» y «humanista» (común entre los historiadores
positivistas) a reducir el «Reino de la Gracia» -o, si se prefiere, la «Historia
Sagrada»- a un capítulo de la «Historia profana». Sin embargo, y esto supuesto, Fray Zeferino pone la diferencia, paradójicamente, entre el plato-
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nismo y el cristianismo en un supuesto dualismo absoluto (similar al que
caracterizaría mas tarde al maniqueismo) de aquel frente a un supuesto
«monismo armonista», o monismo del orden, de éste:
«En suma: el caracter dominante, a la vez que el vicio radical de
la Filosofía platónica, es el dualismo absoluto e irreductible. Dualismo cosmológico entre el mundo inteligible y el mundo visible: dualismo teológico entre Dios y la materia: dualismo psicológico entre
el alma y el cuerpo del hombre. Platón, no solamenteno acertó a resolver en superior unidad los dos primeros dualismos por medio del
concepto de la creación y de la teoría de las ideas divinas, en el sentido profundo que entraña y enseña la Filosofía cristiana, sino que ni
siquiera acertó a resolver el dualismo psicológico en unidad de esencia y de persona, como lo consiguió Aristóteles por medio de su teoría sobre la generación y la forma substancial» (HF,1,261).
Hay pués una decidida voluntad, la característica entre los
tomistas, de levantar la bandera de Aristóteles frente a Platón en cuanto
basamento «natural» de la filosofía cristiana. Es más, Fray Zeferino
encuentra «cierta afinidad entre Platón y Kant» (parecería más adecuado, en todo caso, encontrarla entre Kant y Platón: intemporalidad
curiosa, que se observa mejor en frases como la siguiente: «Platón y
Kant apenas se separan sino cuando se trata de determinar el valor
objetivo de éstas ideas...»). Cuando leemos estas lineas de Fray
Zeferino (escritas en 1878) es inevitable recordar la interpretación
neokantiana de Platón que Paul Natorp iba a proponer en 1903 en su
Platos Ideenlehre (resumido, por el propio Natorp, en su Platón, incluido en Los grandes pensadores, trad. esp. Madrid, Revista de Occidente, 1936, pg. 157-256).
La lectura que Fray Zeferino hace de Aristóteles no puede ser más
parcial, barriendo pro domo sua. Al fin y al cabo es la perspectiva escolástica clásica, que prefiere a Aristóteles a Platón, sin duda, y sobre todo, en
función de una Teología Natural interpretada adecuadamente (aún cuando
la cuestión, en la que no vamos a entrar, pues nos basta apoyarnos en la
tradición tomista, es mucho más compleja). Dice Fray Zeferino: «Corría el
año 384 antes de la era cristiana, cuando en una colonia griega de Tracia
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vió la luz uno de los genios más poderosos que han aparecido sobre
la tierra, y cuyo nombre brilló y brillará siempre en la historia de la
Filosofía»). Así, al comentar la Teología de Aristóteles, tras reconocer que no habla tanto de Dios como Platón, afirma Fray Zeferino:
«Faltole solamente a Aristóteles la iluminación cristiana, que enseña a conciliar la elevación, pureza y simplicidad del pensamiento
divino con la extensión y universalidad de su objeto» (HF,1,322-3).
La interpretación de Aristóteles de Fray Zeferino coincide en sustancia con la famosa interpretación que Brentano propondría en su
Aristoteles und seine Weltanscchauung (1911, trad. esp. Aristóteles,
Barcelona, Labor 1930). Fray Zeferino se goza comentando cómo la
teoría político social de Aristóteles «es la antítesis directa de la teoría de Rousseau y del socialismo contemporaneo», aunque, dejando
ver demasiado el modelo desde el que historia, tiene que reconocer
que su doctrina adolece de graves defectos, como lo son: la falta de
afirmaciones precisas acerca de la inmortalidad del alma, la negación
de la providencia divina sobre todas las partes del universo, las afirmaciones referentes a la eternidad del mundo... «Defectos», podríamos decir, gracias a los cuales tuvo sentido, por ejemplo, un Santo
Tomás. Como, según Fray Zeferino, sólo le faltó a Aristóteles la iluminación cristiana, se entiende el sentimiento que él manifiesta tras
la lectura de los textos morales y políticos de Aristóteles:
«...pero al terminar su lectura se experimenta como cierto vacio,
cierto vago malestar, porque se advierte que falta allí la idea de Dios
y de la vida futura iluminando, afirmando y dando sanción suprema
y metafísica a esa concepción gigantesca, pero incompleta. La teoría
moral de Aristóteles es un bello y grande edificio, pero que carece de
coronamiento; es una estatua de Fidias, a la cual falta la cabeza»
(HF,1,327).
Particular interés revisten, a los efectos de entender la estructura general que atribuye Fray Zeferino a la Historia de la Filosofía, los
comentarios que hace sobre las vicisitudes posteriores de la escuela
peripatética o, lo que es lo mismo, la teoría «ortodoxa» sobre su recuperación por la escolástica cristiana: «la Filosofía aristotélica reapareció de una manera paulatina y trabajosa en la Europa cristia-
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na, cuando ésta se halló en estado de reanudar la tradición interrumpida, recogiendo y desarrollando por un lado las ideas
aristotélicas comentadas por Boecio, Casiodoro y San Isidoro de
Sevilla, y por otro ensanchando y desenvolviendo estas mismas ideas
con auxilio de los libros, noticias y tradiciones doctrinales que introdujeron paulatinamente en la Europa los primeros Cruzados; pero
más todavía la comunicación entre la Iglesia Oriental y la Occidental por medio de los Concilios y de las controversias eclesiásticas»
(HF, 1,334). Iniciada la recuperación de la filosofía de Aristóteles
por los medios y causas señalados, resalta Fray Zeferino cómo «bastó el genio de la Europa, preparado y fecundado por las ideas cristianas» para organizar el movimiento «científico» que constituye la
Filosofía escolástica. Por si no ha quedado claro lo que quiere decir,
aborda Fray Zeferino directamente el espinoso asunto del papel que
jugó la escolástica musulmana y «el comentador», Averroes, en todo
este proceso. Cuestión que, como es bién sabido, quedó resuelta en
tiempos del papa español Pedro Hispano con las famosas proposiciones condenatorias, que negaban la teoría de la doble verdad y resolvían el «conflicto de Facultades» que se venía desarrollando en la
Universidad de Paris, de las que, de aquella, no se libro ni el dominico Tomás (que el siglo siguiente alcanzaría la santidad). En tiempos
de Fray Zeferino el averroismo, que parecía haber quedado definitivamente muerto en su rama científica hacia el siglo XVI, se ha puesto nuevamente de moda, en buena medida gracias a la tesis doctoral
del impío Renan. No sobra, por tanto, una toma de postura clara al
respecto. Por eso Fray Zeferino, de modo explícito, niega que, para
explicar la restauración aristotélica, haya necesidad «de buscar su
origen o razón suficiente en la Filosofía de los árabes». Y sigue:
«Estos comentaron también, es verdad, los escritos de Aristóteles,
como veremos en su lugar, y en este concepto contribuyeron más o
menos, no al origen ni al primer desenvolvimiento de la Filosofía
escolástica, sino a su mayor desarrollo, influyendo en algunas de sus
direcciones y en determinadas controversias. Por cierto que entre estas direcciones y controversias provocadas por los comentarios de
los árabes, hubo algunas opuestas directamente a las conclusiones
fundamentales de la Filosofía cristiana, conclusiones y doctrinas que
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sirvieron de base y punto de partida a ciertos filósofos de la época del
Renacimiento para adoptar teorías esencialmente heterodoxas y
racionalistas. Tal aconteció, entre otras, con la afirmación de que una
cosa puede ser falsa en Filosofía y verdadera en teología o en el terreno
religioso, tesis esencialmente racionalista, derivada de una aserción análoga de Averroes, y tal aconteció principalmente con la famosa teoría de este,
acerca de la unidad del entendimiento, o, digamos mejor, del alma inteligente, unidad incompatible con la inmortalidad de las almas humanas singulares, pero tesis reproducida por no pocos filósofos renacientes de las
escuelas italianas» (HF,1,335)
Muertos Platón, Aristóteles, Zenón y Epicuro entró en decadencia el
movimiento filosófico iniciado por Sócrates. Esta degeneración infecunda
y esteril se resolvió, según Fray Zeferino, cuando «puesta en contacto con
el elemento oriental y con el elemento cristiano, y obedeciendo a un movimiento sincretista, produce la concepción neoplatónica, la cual representa
los últimos resplandores de la Filosofía griega considerada en sí misma,
considerada como doctrina independiente y aislada del Cristianismo». Fray
Zeferino, dejando un poco de lado cronologías, importancias relativas e
influencias específicas, introduce de modo sutil el origen de la filosofía
cristiana, de una forma que, atendiendo a su construcción, recuerda los
procedimientos de Hegel en la Historia de la Filosofía:
«Al lado del movimiento neoplatónico, debido principalmente a la
combinación del elemento filosófico griego con el elemento filosófico, o,
mejor dicho, teosófico oriental, se verificaba otro movimiento paralelo,
debido a la combinación de la parte más racional y elevada de la Filosofía
griega con el elemento cristiano. Esta combinación primitiva, esta sintesis
inicial contenía el germen del grandioso y bello edificio que los Padres de
la Iglesia y los Doctores escolásticos habían de levantar andando el tiempo,
y que es conocido en la historia con el nombre de Filosofía cristiana.» (HF,
1,378).
Fray Zeferino parece coincidir otra vez con el esquema de Brentano
cuando afirma, en el contexto que estamos comentando, que la historia
enseña que siempre que en un momento dado se desenvuelven varios sistemas filosóficos, ésta aparición da origen generalmente a un movimiento
escéptico y a un movimiento ecléctico (pg. 379-80 del tomo 1 de la Historia de la Filosofía).
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Este tercer y último periodo de la filosofía griega que según Fray
Zeferino, corresponde a la crisis y decadencia de la filosofía helénica y a la
filosofía «pagana» entre los romanos, ya conoce, o puede conocer
cronológicamente, en buena parte, la aparición del cristianismo. Ejemplo
muy claro de cómo se refleja en la Historia de Fray Zeferino la idea de esta
aparición (que, en alguna medida, no podría dejar de ser contemplada por
Fray Zeferino, como sobrenatural, y no sólo providencial) lo podemos advertir en los comentarios que hace a propósito de Séneca. Fray Zeferino,
rechazando por apócrifa la supuesta correspondencia del filósofo cordobes
con el Apostol de las naciones, se sorprende del origen de la generosidad
moral de Séneca respecto a la esclavitud y a la pregunta: ¿de donde procede que Séneca, sin ser un filósofo de primer orden, sin poder compararse
con Pitágoras y Sócrates, con Platón y Aristóteles, enseña, sin embargo, y
profesa máximas tan superiores a las de estos grandes filósofos y tan desconocidas y extrañas en épocas anteriores? no duda en responder, sin embargo, cómo Séneca tenía que conocer «la gran revelación del Verbo de
Dios sobre la tierra» que hacía años se venía predicando. Ello explicaría
esas peculiaridades del estoico: «Sólo de esta suerte es posible concebir y
explicar los vislumbres y como fulgores de moral cristiana que, confundidos y amalgamados con las frías y orgullosas máximas del estoicismo,
aparecen con frecuencia en las obras de Séneca» (HF,1,425).
No deja de ser curiosa, cuando analizamos la forma según la cual
Fray Zeferino trata a los autores y movimientos que siendo anteriores al
«triunfo oficial» de la «filosofía cristiana», conocen, sin embargo el cristianismo -o pueden conocerlo-, la sorpresa que manifiesta al exponer a Luciano
de Samosata, «el Voltaire del politeismo greco-romano». Pues parece que
estuviera exigiéndole adivinar lo que históricamente había de dar de sí aquella novedad del cristianismo al escritor de Samosata, quién «confunde el
Cristianismo con las demás religiones; porque su espíritu, tan frívolo y
corrompido, no estaba en disposición de reconocer y apreciar la sublime
grandeza y los caracteres extraordinarios y divinos de la nueva religión»
(HF,1,432). Es un efecto de la metodología que escribe la Historia como un
proceso, no ya sólo sistemático, sino según un sistematismo que parece
formar parte de un orden eterno y providencial -efecto que por lo demás se
constata también en la Historia de la Filosofía de Hegel.
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Omitimos el detalle de cómo Fray Zeferino trata este final de la que
considera «Primera Epoca Filosófica»: los nuevos pitagóricos, las escuelas de Alejandría, los gnósticos (que Fray Zeferino ordena en escuelas: la
panteista, la dualista, la antijudaica y la semipagana o materialista), y el
neoplatonismo (que «representa la prolongación de la Filosofía pagana en
el seno del Cristianismo, y demuestra a la vez la impotencia relativa y la
esterilidad real de toda la Filosofía racionalista»); ateniéndonos a la visión
global de esta «Primera época» que Fray Zeferino ofrece como transición a
la Segunda Epoca de la Filosofía, o lo que para Fray Zeferino es lo mismo,
la Filosofía Cristiana. El balance que Fray Zeferino hace de la «Primera
Epoca», de la Filosofía pagana, es muy interesante como testimonio del
método histórico que lo inspira, toda vez que, a pesar de las críticas que
naturalmente ha venido haciendo concluye con una valoración favorable:
«Por lo demás, es justo decir y confesar que el movimiento filosófico llevado a cabo por el pensamiento helénico es sobremanera notable, si se le
considera en conjunto y en totalidad. (...) La fecundidad y variedad de
sistemas; los escritos admirables de no pocos; la virilidad y elevación que
resaltan en las especulaciones de otros (...) todo induce a mirar con respeto y admiración ese gran movimiento filosófico que tuvo su centro y su foco
de irradiación en la Grecia (...) y que nos obliga a reconocer en el pensamiento helénico uno de los factores más importantes de la civilización y
del progreso» (HF,1,528). Esa primera época de la Filosofía incurrió en
graves errores, pero Fray Zeferino admite que no podía ser de otra manera:
«Cierto que incurrió en graves errores y que no supo preservar a las
sociedades e la corrupción moral, ni desterrar o suprimir en las naciones su
viciosa organización político-social, ni fundar el derecho, ni regularizar y
humanizar la guerra; pero supo dar ejemplos notables de austera moralidad; supo combatir grandes errores del politeismo idolátrico, y hasta supo
morir con heroismo en defensa de la verdad religiosa. Ni le era dado evitar
aquellos grandes errores ni realizar la reforma social, porque le faltaba el
principio divino que trajo al mundo el Cristianismo, principio que, completando, desenvolviendo y regenerando la Filosofía pagana, debía dar origen
a una nueva época en la historia de la Filosofía: a la época de la Filosofía
cristiana» (HF,1,529. Fin del Tomo 1º, 2ª ed.).
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La segunda época filosófica: la filosofía cristiana
El material que Fray Zeferino pudo utilizar para elaborar esta parte de
su Historia de la Filosofía es mucho más rico, sin duda, que el que utilizó
en la filosofía griega. Sobre todo en las fuentes, que dada la formación
patrística y escolástica del autor, conoce y utiliza de modo muy prolijo (y
que cita en ediciones, sobre todo, de los siglos XVII y XVIII, por ejemplo:
San Justino, Opera, 1615; San Ireneo, Opera omnia, 1734; Clemente de
Alejandría, Opera omnia, 1612; Orígenes, Opera, 1536 (la edición de
Erasmo); Tertuliano, Opera, 1598; Lactancio, Institutiones divinae, 1748;
San Agustín, Opera omnia, 1599; Scoto Erigena, De divisione naturae,
1681; San Anselmo, Opera labore et studio Gabrielis Gerberon edita, 1721;
Alberto Magno, Opera omnia, 1651; Vicente de Beauvais, Speculum majus
quadruplex, 1624; Santo Tomás, Opera omnia studio et cura Vincenti
Justiniani et Thomae Manríquez, 1570; Lulio, Opera omnia, 1721-44 (la
edición de Maguncia); &c.). Las referencias a obras más recientes específicas de este periodo (al margen de las Historias generales ya citadas más
arriba) son más escasas, y casi todas de tradición francesa: Rousselot, Études
sur la Philosophie dans le Moyen Age, 1840; Haureau, De la philosophie
scolastique, 1852; Ozanan, Dante et la Philosophie catholique au trezième
siècle, 1855; Jourdain, La Philosophie de Saint Thomas de Aquin, 1858;
Kind, Teoleologie und Naturalismus in der altchristlichen Zeit, 1876, &c.
Ahora bién: nos parece evidente que el momento más comprometido
para un historiador cristiano de la filosofía que pretende, como era el caso
del Cardenal González, mantenerse sin embargo en una perspectiva estrictamente filosófica («racional», «natural»), es decir, que quiere evitar la perspectiva teológico-dogmática («sobrenatural», prácticamente, la «historia
sagrada») sin violentar su cristianismo, es precisamente aquel en el que es
preciso enfrentarse con la cuestión de la articulación entre el cristianismo
histórico (Cristo, la «buena nueva», el Evangelio, los apóstoles, las Actas
de los martires, los Concilios, &c.), y el curso mismo de la historia del
pensamiento filosófico. Las alternativas disponibles no son seguramente
muy numerosas y si descartamos desde luego la apelación explícita a los
factores sobrenaturales (a la Historia sagrada) -que, en nuestro caso, toma-
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rían la forma de algo así como una «revelación especial» del Espíritu Santo
a las escuelas filosóficas, que sería de todo punto extrahistórica- nos quedaremos prácticamente con estas dos posibilidades:
1) La primera, la que tiende a subrayar los aspectos que, desde unas
coordenadas «naturales» puedan parecer más problemáticos, incomprensibles, caóticos, enigmáticos o incluso misteriosos del proceso histórico real;
es decir, una visión tal que facilite o incluso haga necesaria la apelación a
algún factor extrínseco, en rigor «sobrenatural», propiamente un deus ex
machina que dé cuenta de la «recuperación» histórica de un estado de cosas que habría sido previamente descrito como un estado de descomposición, de decadencia, de desorden o de acabamiento.
2) La segunda es la estrategia que tienda a subrayar no precisamente
una «ausencia» de un orden superior «exigible» (si se quiere que el curso
histórico dibuje un perfil determinado) cuanto una «presencia» de ese orden superior, aunque dicha presencia deba tener la figura de un estado de
cosas «natural», y no en sí mismo, «sobrenatural»; en la práctica, será un
estado de cosas de «orden natural» obtenido por reducción del plano sobrenatural a términos «naturales» (en nuestro caso, históricos o sociológicos).
Acaso pudiera citarse el De civitate Dei de San Agustín como paradigma de la primera alternativa: la «Ciudad terrena», Roma, habría llegado
a tal extremo de corrupción que sólo la irrupción de un principio sobrenatural pudo salvarla, integrándola en el orden superior de la «Ciudad de
Dios». El abandono de la religión antigua en beneficio del cristianismo no
habría sido, según este esquema, por tanto la causa de las invasiones bárbaras que amenazaban con arruinar al Imperio, sino que habría sido precisamente el cristianismo, la Iglesia, aquello que pudo salvar al propio Imperio
y a su cultura, incluyendo a la filosofía, le dice San Agustín a Volusiano. En
cambio, la Praeparatio evangélica de Eusebio de Cesarea podría acaso
tomarse como paradigma de la segunda alternativa de la que hemos hablado. Ahora el curso mismo de la historia pagana (incluyendo aquí al curso
de la historia de la filosofía grecorromana) puede verse como una disposición (providencial, desde la perspectiva de la fe que atiende a sus consecuencias; pero natural, desde la perspectiva de la razón, que atiende a las
causas) que se orienta por sí misma a la recepción del orden nuevo: las
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calzadas romanas son aquellas mismas vias que los apóstoles iban a
encontran «preparadas» para extender la buena nueva.
Nos inclinamos a pensar que el Cardenal González situado ante
la necesidad de optar por alguna de estas dos grandes alternativas,
habría tenido que elegir la segunda, en alguna de sus versiones. Creemos en efecto que Fray Zeferino está mas en linea con Eusebio de
Cesarea que con San Agustín -lo que por otra parte se corresponde
bien con sus tendencias «racionalistas» y aún semipelagianas (pues
la primera alternativa tiene que ver más con una historia
«ocasionalista», milagrosa, que requiere la intervención, en momentos decisivos, de «causas extraordinarias», como decían los
malebranchianos).
Desde esta perspectiva cobran al menos significado ciertas circunstancias propias de la Historia de la filosofía que estamos analizando y que, al margen de tal perspectiva, carecerían incluso de significación. Nos referimos, principalmente, a la omisión de referencias a Cristo y a los Evangelios sinópticos (o a cualquier otro libro
canónico), por un lado y a la tendencia a subrayar la condición «rústica», «inculta», de los nuevos profetas o evangelistas. En efecto, nos
parece plausible que Fray Zeferino, desde sus premisas, tendiese a
omitir a Cristo y a los textos canónicos de su exposición. Incluirlos
hubiera significado ponerlos automáticamente en la misma linea en
la que se encuentran otros textos o figuras históricas antiguas, es decir, rebajar su rango sobrenatural. Y en cuanto a lo segundo, nos parece que se trata de una eficaz manera de redefinir, con categorías
humano-culturales lo que él interpretaba en el orden sobrenatural: es
algo así como definir la Buena Nueva como una revelación que llega
a la Academia desde fuera -y este fuera es aquí el «pueblo indocto»
que por tanto podía ser cauce de un saber distinto, revelado. De este
modo, y curiosamente otra vez, Fray Zeferino se pone en linea sin
quererlo con estrategias propias del materialismo histórico o acaso
más sencillamente, con estrategias de la historiografía
positivista-sociologista o, en general, romántica-populista (vox populi,
vox Dei).
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Lo cierto es que dentro del modelo teórico en que se mueve Fray
Zeferino, conocida que fué la verdad cristiana (gracias al celo de los apóstoles) en todo el mundo ya no se podrá volver a hablar de filosofía pagana
más que por extensión del concepto, pues, en propiedad, la filosofía, y en
general el resto de las disciplinas y cuestiones afectadas, ya sólo podrá ser
cristiana o no cristiana, herética principalmente.
En todo caso, y según hemos dicho, Fray Zeferino, para mejor argumentar el origen divino de la nueva filosofía que va a imponerse sobre las
demás escuelas abatidas y deshonradas, exagerará el aspecto
«antiacadémico» de los nuevos profetas: «ciertos hombres obscuros que,
sin títulos ni conocimientos académicos, enseñaban verdades nuevas, extrañas y hasta completamente desconocidas (...) sin necesidad de acudir a
panteismos y dualismos absurdos (...) no podían menos de solicitar la atención de los espíritus elevados, por mas que fueran anunciadas por hombres rudos e ignorantes de las ciencias humanas» para encontrar razonable
que «los hombres de talento reflexivo y de buena voluntad, viéronse precisados a reconocer que hombres rudos, ignorantes y sin cultura no podían
ser los autores o descubridores de verdades tan nuevas, tan sublimes y tan
científicas, que derramaban vivísima luz sobre la ciencia y la vida en todas
sus manifestaciones...» (HF,2,6).
Así pués, en éste momento, las posiciones posibles que cabían, en el
terreno filosófico, según Fray Zeferino, eran la de aquellos que sin menospreciar la filosofía griega adoptaban las soluciones cristianas y la de quienes (arrastrados por el orgullo y las pasiones) se mostraron refractarios a
las ideas cristianas y se preocuparon por hacerlas desaparecer, bien adulterándolas, bién desfigurándolas (como habrían hecho los neoplatónicos,
«enemigos encarnizados del Cristianismo»):
«Así es que al lado del movimiento neoplatónico, movimiento separatista y de hostilidad respecto del Cristianismo, y al lado del movimiento
corruptor y extravagante del gnosticismo, que entrañaba la destrucción de
la idea católica, y cuyo triunfo hubiera sido la muerte de la religión fundada por el Verbo de Dios, apareció el movimiento filosófico-cristiano, movimiento de armonía y de alianza entre la Filosofía y el Cristianismo» (HF,
2,7)
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Clasificación y divisiones de la filosofía cristiana
Reconoce Fray Zeferino que le resulta dificil clasificar y dividir la
Filosofía Cristiana en periodos y escuelas que ofrezcan tanta precisión como
los señalados para la Filosofía greco-romana. Cronológicamente distingue,
no obstante, tres grandes periodos: el patrístico, el escolástico y el moderno; «forma general externa del movimiento filosófico desde el origen del
Cristianismo hasta nuestros dias, sin perjuicio de señalar en los periodos
correspondientes el movimiento filosófico extracristiano, representado por
los árabes y los judios».
Por parte del contenido filosófico, Fray Zeferino interpreta «filosofía cristiana» con un sentido de oposición a la «filosofía pagana»
anterior al Cristianismo, e introduce la distinción entre Filosofía esencialmente cristiana y Filosofía accidentalmente cristiana. Afirma Fray
Zeferino que a partir de los primeros pasos del Cristianismo no es
posible encontrar escritores, obras, escuelas o sistemas filosóficos
que no se hallen más o menos saturados de ideas cristianas (aunque
sea en sentido opuesto a las mismas): «Analícense las obras de los
panteistas más rígidos, de los más exagerados racionalistas, de los
positivistas y materialistas más osados, y se descubrirán en todas
ellas ideas que deben su origen al Cristianismo» (HF, 2,8). Y en este
sentido, realmente dialéctico, Fray Zeferino llega a incluir en ésta
segunda época filosófica y dice forman parte de la Filosofía cristiana, escuelas y sistemas «incompatibles con las verdades fundamentales de la religión de Jesucristo». Esta es la Filosofía cristiana per
accidens.
Frente a la filosofía cristiana per accidens, la filosofía esencialmente
cristiana o per se. Fray Zeferino enumera los criterios de delimitación siguientes (que deberá profesar y reconocer la verdadera filosofía cristiana),
y que de hecho organiza a partir de las cuatro rúbricas correspondientes a
las cuatro partes de la filosofía de F. Bacon de la que hemos hablado anteriormente o, si se prefiere, de las cuatro divisiones que siguen obrando en
la Metafísica de Wolff: a) la metafísica general, en cuanto incluye el Trata-
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do de Dios como ser infinito en sí mismo considerado, es decir, previo a su
relación con los seres finitos; b) el Tratado de Dios en cuanto ser numinoso
con el cual el hombre está en relación; c) el Tratado del Alma, o de los
espíritus finitos, que pueden tener esa relación con Dios y d) el Tratado del
Mundo:
«a) Que existe un Dios personal, infinito en su esencia y en sus atributos, trascendente, anterior, superior e independiente del mundo, el cual está
sujeto a su gobierno y providencia por parte de todos los seres que le componen, y especialmente por parte del hombre.
b) Que en virtud de esta providencia, Dios ejercita y prueba al hombre con bienes y males en esta vida, premiando y castigando respectivamente a buenos y malos despues de la muerte, según el uso bueno o malo
que hayan hecho de su libertad y de los auxilios divinos durante la vida
presente.
c) Que el alma del hombre es inmortal y está destinada a una felicidad
suprema, a una vida eterna, consistente en la unión íntima con Dios por el
entendimiento y la voluntad, o sea en la fruición del Sumo Bien y en la
posesión plena de la Verdad Suprema, Una y verdaderamente trascendental.
d) Que el mundo y el hombre deben su origen a una acción inefable
de Dios, por medio de la cual les comunicó el ser cuando y como plugó a su
soberana voluntad, en otros términos: que el mundo y el hombre existen en
virtud de la creación ex nihilo, en virtud de la acción omnipotente e infinita
de Dios, que los sacó libremente de la nada» (HF, 2,9-10).
Toda filosofía que rechace todas o alguna de estas tesis -que, si es
correcta la coordinación que hemos propuesto, cubren la totalidad de las
partes principales de la Filosofía- dice Fray Zeferino, podrá denominarse
más o menos cristiana en sentido accidental, pero no es ni puede apellidarse cristiana en sentido absoluto y propio, «denominación sólo aplicable a
los sistemas y escuelas que admitan esas cuatro verdades fundamentales,
sin perjuicio de seguir direcciones diversas y hasta encontradas en la solución de los demás problemas filosóficos». Podríamos decir que esas cuatro
tesis son una especie de mínimo común múltiplo que impone Fray Zeferino
a los sistemas para que puedan ser llamados filosofía cristiana en sentido
fuerte.
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Llegados a este punto, como Fray Zeferino ha sustanciado en forma
de tesis abstracta e intemporal las condiciones de una filosofía cristiana, y
dado que estas tesis aparecen con la pretensión de ser totalmente filosóficas (se cuida, como hemos dicho, de no hacer referencia sa Cristo, es decir,
se apoya en la linea tomista que considera de razón, y no de fe, por ejemplo, la tesis de la inmortalidad del alma), Fray Zeferino ha de encontrarse
obligadamente con el problema de la conexión entre estas tesis que en principio podrían ser suscritas, dado su caracter filosófico abstracto, por un
pensador no cristiano (budista, o de otra religión) con el cristianismo: ¿por
qué estas tesis son cristianas, cuando su cristianismo parece extrínseco a
las tesis mismas (aunque para el cristianismo ellas sean intrínsecas)?. Porque una cosa es que estas tesis sean intrínsecas al cristianismo (en cuya
discusión no entramos) y otra muy diferente que el cristianismo sea intrínseo
a estas tesis (pues el cristianismo como realidad histórica que es, no puede
entenderse al margen de otras tesis teológicas y dogmáticas que aquí ha
eliminado Fray Zeferino). Fray Zeferino tendrá, por tanto (al menos nuestra metodología hermeneútica así lo presume) necesariamente que dar cuenta
de la restricción de lo que en sí no son tesis cristianas al horizonte histórico
del cristianismo. Sin duda podemos preveer que le ha de ser muy dificil y
creemos que acaso sólo le cupiera la posibilidad de acogerse a una distinción similar a la que en otros contextos (los de la Historia de la Ciencia más
que los de la Historia de la Filosofía). Reichenbach propuso a saber, la
distinción muy conocida, entre contextos de descubrimiento y contextos de
justificación.
Queremos subrayar que, en este momento, y coherentemente con nuestra metodología hermeneútica, no podemos simplemente dejarnos llevar
por las propias opiniones de Fray Zeferino, sino que necesariamente tenemos que someterle a las propias exigencias de nuestra razón histórica. Tenemos que conceder, en principio, a Fray Zeferino la capacidad para tratar
a su modo la dialéctica de una filosofía en cuyas lineas internas no puede
aparecer la referencia al cristianismo y que sin embargo en una Historia de
la Filosofía se presenta como determinada por el cristianismo. En este sentido, la referencia a la distinción de Reichencach creemos puede ayudarnos
a distanciarnos de una cuestión que, a primera vista, puede parecer una
mera contradición o embrollo psicológico de un cardenal filósofo. Pues
acaso cabría traducir la posición de Fray Zeferino diciendo que las lineas
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maestras definidas de la filosofía cristiana, en el contexto de su justificación son independientes del cristianismo, pero no lo son en el contexto de
su descubrimiento. Y ésta respuesta podría interpretarse simultaneamente
en un plano teológico (el plano de la teología de la historia de Fray Zeferino:
pecado original, razón dañada, la fe como regla negativa de la razón, ...), en
cuyo caso carecería de interés en una tesis académica de filosofía como la
nuestra, pero también en un plano más propiamente filosófico, a saber, el
plano de la filosofía de la historia de la filosofía o, si se quiere, de la sociología del conocimiento. Porque también un sociólogo del conocimiento
puede defender, salva veritate, que el cristianismo o cualquier otro movimiento social ha sido la condición histórica y social para la cristalización
de determinadas ideas o valores que después se han desprendido de su matriz
e incluso se han vuelto contra ella.
Buscamos con esto por tanto reivindicar el derecho a tratar situaciones tan problemáticas como la que se le plantea a nuestro Cardenal González,
como cuestiones que tienen un lado filosófico y no menospreciarlas en
filosofía como si fuesen problemas puramente internos propios de una determinada confesión dogmática, y de los que podemos mantenernos alejados en una olímpica distancia.
La constitución de la filosofía cristiana
El complejísimo problema filosófico teológico que suscita
obligadamente el concepto de la filosofía cristiana puede descomponerse
en tres planos que reflejan la cuestión de forma diferente: el primero reduce éste problema a forma abstracta e intemporal (en el supuesto de que esto
tenga sentido, dado el caracter temporal preciso del cristianismo). Nos referimos al terreno muy neutral de la discusión escolástica sobre las relaciones de la fe y la razón, tal como se planteó en los grandes maestros desde
San Anselmo a Santo Tomás. Es un terreno donde la cuestión no se desarrolla en términos históricos, al menos explícitos, sino más bién
«sistemático-abstractos» (no decimos «sistemáticos» a secas, porque no
queremos presuponer la imposibilidad de una «Historia» sistemática).
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El segundo plano en el que se refleja la problemática encerrada en el
concepto de una filosofía cristiana es el plano histórico-teológico, el plano
de la teología de la historia. En el, el concepto de filosofía cristiana se
considera desde la perspectiva de ideas tales como «pecado original»,
«paraiso», «ciencia infusa originaria», «quebranto de la razón derivado del
pecado», «pérdida de la ciencia infusa» y su conservación en forma de
«rescoldo» en mitos o tradiciones étnicas, necesidad de la revelación, &c.
El tercer plano en el que puede plantearse la cuestión de la filosofía
cristiana es el que contiene la perspectiva histórico positiva. Esta perspectiva queda limitada por el hecho de que el cristianismo es un fenómeno que
aparece en el siglo I y se va propagando por el Mediterraneo en el siglo II y
siguientes. Una religión que se considera al principio por oposición a la
cultura pagana, a la que ve con gran recelo (San Pablo, 1 Cor. 1,26 ss:
«Porque mirad, hermanos, vuestro llamamiento, cómo no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles; más lo necio del mundo se escogió Dios para confundir a los sabios;
lo debil del mundo se escogió Dios para confundir a los fuertes...»), considerando a la cultura greco-romana, y en particular a la filosofía, como pura
sofística y sabiduría aparente (lo que hemos llamado crítica cristiana de la
razón pura, de la razón filosófica griega). Recelo y desprecio que se manifiesta de modo paradigmático en las figuras del fideismo cristiano tales
como Tertuliano y Taciano, y al que corresponde un desprecio recíproco
por parte de los escritores paganos en la medida en que sabemos cómo se
refieren al cristianismo (el testimonio de Celso, que ve a los cristianos como
una sedición y asociación secreta e ilegal, una gavilla de gentes necias, la
hez de la incultura y de la ignorancia... -Ver la Introducción de Daniel Ruiz
Bueno a Padres apologistas griegos (s.II), BAC, Madrid 1954, pgs. 49 y ss,
y 88 y ss.-). Leamos a Orígenes, en su Contra Celso, (mejor, a Celso a
través de Orígenes) en un párrafo cualquiera que sirva de ejemplo:
«Seguidamente aduce Celso lo que dicen unos cuantos, muy pocos,
de esos que son tenidos por cristianos al margen de la enseñanza de Jesús,
y no ‘los más inteligentes’ (como él se imagina), sino de los más ignorantes, y afirma que ‘entre ellos se dan órdenes como éstas: Nadie que sea
instruido se nos acerque, nadie sabio, nadie prudente (todo eso es considerado entre nosotros como males). No, si alguno es ignorante, si alguno
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insensato, si alguno inculto, si alguno tonto, venga con toda confianza.
Ahora bien, al confesar así que tienen por dignos de su dios a esa ralea de
gentes, bien a las claras manifiestan que no quieren ni pueden persuadir
más que a necios, plebeyos y estúpidos, a esclavos, mujerzuelas y chiquillos’. A eso podemos responder con un caso semejante...» (Orígenes, Contra Celso, Introducción, versión y notas por Daniel Ruiz Bueno, BAC,
Madrid 1967, Libro 3º, pg. 210)
«Veamos lo que dice seguidamente, que es de este tenor: ‘Mas
vemos por vista de ojos cómo los charlatanes que en las públicas
plazas ostentan sus artes más abominables y hacen su agosto, jamás
se acercan a un grupo de hombres discretos, ni entre éstos se atreven
a hacer ostentación de sus maravillas; mas dondequiera ven a un corro de muchachos o una turba de esclavos o de gentes bobaliconas,
allá se precipitan y allí se pavonean’. ¡Es de ver cómo también en
esto nos calumnia, equiparándonos a los que en los mercados exhiben sus artes más abominables y hacen así su agosto!» (Orígenes,
ed.cit., pg. 215)
Lo cierto es que desde el punto de vista de los datos de tipo
histórico-positivo, se puede afirmar que las relaciones entre cristianismo y filosofía (o entre cristianos y filósofos) se fueron transformando, por lo menos en el plano sociológico, en la medida en que
algunos filósofos griegos (el caso de San Justino) se iban haciendo
cristianos pero seguían siendo reconocidos como filósofos (San
Justino comienza su Diálogo con el judio Trifón recordando el saludo que su oponente le dijo cuando se econtró con el una mañana
paseando bajo los porches del gimnasio: «Salud, filósofo», creyendo
que era tal, y no sabiendo que era cristiano, al verle vestido con el
tribón, el hábito filosófico (En Padres apologistas giegos (s.II), ed.
cit., pg. 300).
De todas formas queremos subrayar que estas transformaciones
en el plano sociológico no pueden confundirse de hecho con la constitución de una filosofía cristiana desde el punto de vista histórico
doctrinal, pues muchas veces lo que ocurría era que estos hombres
vestidos con el tribon se limitaban a llamar filosofía al cristianismo,
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conservando el desprecio a los filósofos griegos (proceso que incluso
se puede apreciar siglos más tarde en el propio Scoto Eriugena).
El desarrollo de las ideas filosóficas, sin duda de origen griego, por
parte de los cristianos, será un proceso más lento que San Basilio (a quién
sólo de pasada cita Fray Zeferino), por ejemplo, en su famoso Discurso a
los jóvenes, todavía no puede formular claramente a pesar de su voluntad
de presentar a la filosofía griega, utilizando la teoría platónica del conocimiento, como una especie de propedeútica, incluso necesaria (que corresponde en el mito de la caverna platónico al segmento asignado a las apariencias y a la fe) para llegar la verdad, aquí representada por el cristianismo (invirtiendo, dicho sea de paso, el contenido platónico y tergiversándolo totalmente); aunque en realidad ya encontramos esta idea en el mismo
Orígenes, el cual no repugna determinado estudio de los filósofos: «Más si
me presentas maestros que dan una especie de iniciación y ejercicio
propedeútico en la filosofía, yo no trataré de apartar de ellos a los jóvenes;
ejercitados más bien como en una instrucción general y en las doctrinas
filosóficas, trataré de levantarlos a la magnificiencia sacra y sublime, oculta
al vulgo, de los cristianos, que discurren acerca de los temas más grnades
y necesarios, a par que demuestran y ponen ante los ojos cómo toda esa
filosofía se halla tratada por los profestas de Dios y por los apóstoles de
Jesús» (Orígenes, ed.cit., pg. 222). Citamos a San Basilio como referencia
esencial no sólo por el significado que tuvo en su tiempo, sino porque fué
tomado como bandera por una importante corriente que en el Renacimiento volvió otra vez a reivindicar el humanismo cristiano contra el fideismo
ambiente (Erasmo, en el cap. II del Enchiridion volverá a defender la utilidad para el joven de iniciarse en la filosofía griega, pero sin detenerse y aún
menos permanecer en ella, declarando que sigue a San Basilio, San Agustín
y San Jerónimo).
Este desarrollo de las ideas filosóficas que tuvo lugar estos siglos (desarrollo que algunos, como Brehier, han negado terminantemente, pero sin
sólidos argumentos, puesto que ésta negación equivale a ignorar los desarrollos que salva veritate se produjeron en torno a ideas tales como la de
creación, Dios, persona, historia, sociedad civil, o conocimiento
praeterracional) sólo pudo comenzar a ser una empresa sistemática (desde
el punto de vista sociológico) después del reconocimiento del cristianismo
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como religión oficial, cuando en el siglo IV el cristianismo comenzó a ser
religión de Estado. Algunos retrasan hasta San Agustín la cristalización de
una doctrina que se pueda llamar filosofía cristiana, por ejemplo Ambrosio
Victor, lo cual no quiere decir que no se reconozcan obligados precedentes
(por ejemplo el padre Ventura de Raulica reconoce una especie de trinidad
providencial encargada de conservar, a pesar de todas las torpezas del hombre, la filosofía cristiana: San Pablo, San Agustín y Santo Tomás).
Fray Zeferino se ve envuelto, naturalmente, al enfrentarse con
el problema de la filosofía cristiana, con las cuestiones que se dibujan tanto en el que hemos llamado plano abstracto como en el que
hemos llamado plano teológico. Lo que interesa destacar es, a nuestro parecer, la circunstancia de que Fray Zeferino, que procede como
si no quisiera de hecho suscitar explícitamente estas cuestiones en
los dos planos, aunque se refiera a ellas de vez en cuando (en la Filosofía elemental). En cambio orienta el problema (y es uno de los
primeros en plantearlo así en el siglo pasado) hacia el plano histórico
positivo, un plano esencialmente ambiguo puesto que en su terreno
tanto puede moverse el teólogo como el historiador no confesional.
Un terreno en donde sin duda ninguna los presupuestos o prejuicios
de caracter confesional han de orientar las tomas de posición, pero en
el que en todo caso estos «prejuicios» se verán obligados al menos a
buscar «sus hechos», a encontrar una ilustración de caracter histórico
«plausible». En este sentido parece adquirir un claro significado la
circunstancia de que Fray Zeferino no tienda a aplazar el momento
de cristalización de la filosofía cristiana a fechas tan tardías como las
de San Agustín. Se fijará precisamente en Clemente de Alejandría, lo
que no deja de tener cierto interés desde el momento en que se puede
afirmar que Clemente llevaba más de cien años «en baja» para la
Iglesia, desde que Benedicto XIV, en la «limpieza» que hizo del santoral y la nueva ordenación de los mecanismos para alcanzar la santidad, en bula Postquam intelleximus, ordena retirar la «santidad» que
se venía atribuyendo al alejandrino, a pesar de no estar en el Martirologio, que incluso tenía asignado el dia cuatro de diciembre como
fecha para su celebración. Sin embargo también es cierto que Fray
Zeferino, como no podía ser menos en tan resbaladizo terreno, incurre en vacilaciones y contradiciones.
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Fray Zeferino califica de «antecedentes y primeros ensayos» de
la filosofía cristiana a los escritos «eclesiásticos» que se produjeron
en los tres primeros siglos de existencia del cristianismo fruto de los
tres grandes campos de batalla que éste habría mantenido: uno, en el
campo didáctico o moral para luchar contra la corrupción de las costumbres; otro, de caracter apologético, para intentar reducir a las masas
politeistas y el tercero, de género polémico y dogmático, frente a las
sectas y herejías empeñadas en destruir «la pureza moral y la verdad
dogmática de la nueva religión». De cualquier modo, afirma nuestro
autor que estos apologistas y teólogos no hicieron sino iniciar el
movimiento filosófico cristiano de una manera indirecta y parcial,
quedando para la escuela catequética de Alejandría, la escuela de San
Panteno, la gloria de haber dado impulso a aquel movimiento filosófico, en la dirección más conciliadora con respecto a la Filosofía griega,
a la vez que desarrollaba y completaba la Filosofía cristiana. Por eso
divide Fray Zeferino la Filosofía patrística cristiana de los cuatro primeros siglos en dos escuelas: la escuela alejandrina, de caracter sintético y conciliador; y la escuela africana, de tendencia separatista y
exclusivista (considerando a la ciudad de Alejandría, «como centro
literario», más greco-oriental que africano, a pesar de su posición
geográfica).
Precisamente tenemos ocasión de comprobar el sentido poco
preciso o amplio en que maneja Fray Zeferino el concepto de filosofía cuando, tratando de la escuela separatista o africana, subraya la
hostilidad y repulsión universal contra la Filosofía greco romana que
manifiestan estos apologistas (el hombre debe buscar la verdad en
los libros santos... y no en los filósofos) pero sin embargo considera
a Tertuliano y Lactancio los «principales representantes de la
Filososofía cristiana en este concepto». Sorprende que Fray Zeferino
recupere a estos autores para la filosofía, máxime cuando, al comenzar el apartado dedicado a la filosofía alejandrina, escribe: «Cuando
la escuela africana trabajaba por establecer un muro de división
entre el Cristianismo y la Filosofía, exagerando los errores y los
peligros de la ciencia humana, habíase iniciado ya en la escuela
catequética de Alejandría un movimiento en sentido contrario...» (HF,
2,28). Se nos manifiesta así, por relación a los criterios internos que
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ha expuesto Fray Zeferino con anterioridad, una cierta laxitud en la
adscripción de aquellos autores, enemigos de toda filosofía, a la filosofía cristiana. Lo que no ocurre, como era de esperar, en la exposición del personaje más importante de la escuela de Alejandría, Clemente, que fué quién habría introducido el concepto en sus planteamientos. Fray Zeferino al resumir el pensamiento de Clemente de
Alejandría resalta en primer lugar las dos especies de filosofía que
Clemente distinguió: la divina o cristiana que trae su origen directamente de Dios y la humana o griega que procede de la razón humana
(y también procede de Dios de manera indirecta y menos principal).
De hecho, Fray Zeferino considerará a Clemente de Alejandría, como
dijimos más arriba, como iniciador de la filosofía cristiana (vd. en
esta linea J.A. Onrubia, Patrología o estudio de la vida y de las obras
de los padres de la Iglesia, Palencia, 1911).
«En todo caso, con Clemente de Alejandría y en Clemente de
Alejandría, la Filosofía cristiana adquirió el desenvolvimiento y perfección
necesaria para constituir un todo sistemático, un organismo científico y
completo, capaz de resistir a los embates y dificultades que contra ella se
levantaban de todas partes. Así es que, a contar desde el gran maestro de
Orígenes, la Filosofía cristiana se mantiene firme, inmovil y hasta victoriosa en medio y a pesar de los rudos atauqes de las escuelas gnósticas, encarnación del espíritu filosófico-oriental, y en medio también de los ataques
no menos rudos y perseverantes de la escuela neoplatónica, encarnación
del espíritu filosófico-helénico y concentración de sus fuerzas contra el
Cristianismo. El monumento elevado a la Filosofía cristiana por el autor de
los Stromata, permanece cual roca inmovil en medio del Oceano, mientras
que las olas del gnosticismo y del neoplatonismo se estrellan mugientes a
sus pies, y se retiran y desaparecen poco a poco, y mueren, finalmente,
despues de haber entregado a la Filosofía cristiana los elementos de verdad
y de vida que encerraba en su seno la Filosofía griega, y principalmente la
que habían enseñado Platón y Aristóteles» (HF, 2,38-39).
La filosofía cristiana habría sufrido un cambio de rumbo en el siglo
IV debido a la presencia del arrianismo y otras herejías que provocaron un
mayor interés por las cuestiones teológicas. La filosofía cedía el lugar a la
teología y la dogmática, quedando su cultivo esparcido y diseminado aquí
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y allá. Y así como San Panteno, Clemente y Orígenes habrían introducido
un elemento platónico en la filosofía cristiana, ahora, la necesidad de mantenerse en «la argumentación dialéctica y con frecuencia sofística de la
herejía» exigió acudir a la lógica de Aristóteles, que, de este modo, según
Fray Zeferino, quedó incorporado a la filosofía cristiana:
«De entonces más quedaron sentadas las bases fundamentales de la
Filosofía cristiana, considerada como organismo científico concreto, es decir,
de la ciencia, que, tomando como punto de partida y como norma y guía
del pensamiento la verdad cristiana, se asimila todos los elementos dispersos en la ciencia pagana, para darles vigor, fuerza y fecundidad, al fundirlos y armonizarlos en una concepción más alta y comprensiva, apoyada y
coronada por la idea católica. Que ésto y no otra cosa ha sido, es y será en
todo tiempo la Filosofía cristiana, el movimiento libre y espontaneo de la
razón fecundada por la verdad divina que entra en ella por medio del principio cristiano, y protegida por este principio divino contra los errores y
extravios de la razón puramente racional, de la ciencia puramente humana» (HF, 2,49-50)
En este texto, a nuestro juicio uno de los más ricos y claros que el
Cardenal González ha escrito sobre el concepto de la «filosofía cristiana»,
en tanto él incorpora la «crítica de la razón» de la que hemos hablado en
páginas anteriores, podríamos advertir la aplicación del principio tomista
general (la Revelación como -«regla negativa» de la razón) al terreno
histórico-positivo. Porque ahora Fray Zeferino, sin perjuicio del reconocimiento, en detalle, de las múltiples influencias de los dogmas cristianos en
el pensamiento filosófico (influencia que, en términos teológicos es la misma acción de Dios pero que en forma sociológico histórica corresponde a
la acción de ciertas formaciones culturales orientales sobre las formas del
helenismo), subraya el caracter libre y espontaneo del movimiento de la
razón filosófica, es decir, mantiene la perspectiva «racionalista» (no fideista)
en el plano sistemático, aunque reconociendo y aún abriendo ancho campo
a la perspectiva histórica, puesto que esa «espontaneidad y libertad» -dicesólo habrán podido encontrar su camino (y esta sería la «dialéctica histórica» de la filosofía cristiana) a través de las nuevas «experiencias» promovidas por la venida de Cristo.
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Fray Zeferino, aunque en su exposición doctrinal de los caracteres
que debe reunir una filosofía para poder ser llamada cristiana da la impresión de haber cerrado el concepto, en realidad, y no podía ser de otra manera dado el método histórico que cultiva, sólamente ha configurado unas
notas abstractas que necesitan concretarse históricamente, y que sólo históricamente pueden ser concretadas. En realidad su verdadero concepto de
filosofía cristiana sólo puede irse tallando a medida que avanza su trabajo
historico. Confirmamos, a cada paso, que en nuestro Cardenal no es el concepto de filosofía cristiana algo episódico o circunstancial al curso general
del desdarrollo de la filosofía, sino el verdadero eje sobre el que gira toda
su Historia de la filosofía de modo explícito. Maneja, en efecto, Fray Zeferino
un concepto de filosofía mucho más complejo de lo que que podría suponer quién se quedase, por ejemplo, con el esquemático resumen que hace
Etienne Gilson de las opiniones del Cardenal González (en las «Notas bibliográficas para servir a la historia de la noción de filosofía cristiana»
incluidas en El espíritu de la filosofía medieval (1932), (Trad. española de
Ricardo Anaya, Emecé, Buenos Aires 1952, pgs. 415-416). Gilson utilizó
la edición francesa de la Historia de la Filosofía de Fray Zeferino.
Especial atención dedica Fray Zeferino a la filosofía contenida
en los libros atribuidos a San Dionisio Areopagita (y pone en duda
sea su autor, en la linea que habían iniciado Lorenzo Valla y Erasmo,
aún cuando todavía en los años en que escribe Fray Zeferino algunos
teólogos católicos defendiesen lo contrario y no distinguiesen un
pseudo Dionisio). Estos libros representarían la encarnación de la
idea platónica en la idea cristiana, en la parte que la primera es compatible con la segunda. Y aprovecha su exposición para tratar de la
delimitación que la filosofía cristiana debe hacer con la panteista,
una vez que ha marcado la forma en la que hay que interpretar lo
sostenido por el pseudo Dionisio:
«Esta doctrina del autor de los libros areopagíticos, tomada en el sentido indicado, representa lo que hay o puede haber de verdad en ciertas
frases panteistas, si se separa en ellas el fermentum panteista y la significación que sus autores suelen darles. La Filosofía cristiana puede decir, como
la panteista, que Dios es el ser uno y entero; puede decir que Dios es la
identidad y la unidad de los contrarios; puede decir que la contradicción y
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oposición se resuelven en unidad y desaparece en Dios, con otras frases
análogas que suele usar el panteismo; pero a condición de darles el sentido
ortodoxo que acabamos de indicar en las frases y para las frases del autor
de los libros areopagíticos (...). El filósofo católico no debe perder de vista
éstas indicaciones, porque hay ciertos panteistas que pretenden demostrar
que sus teorías no se oponen a la Filosofía verdaderamente cristiana, aduciendo con éste objeto frases y palabras tomadas de los escritores sagrados
y de los Padres de la Iglesia...» (HF, 2,66-67).
San Agustín llama la atención de Fray Zeferino sobre todo por
sus doctrinas «psicológicas»: «se ve desde luego que la Filosofía
cristiana no necesitó que viniera al mundo la Filosofía
semiracionalista de Descartes para poner de manifiesto la importancia científica de la observación psicológica, ni para plantear y
resolver el problema de la certeza...». San Agustín representa, como
afirma Fray Zeferino, el primer ensayo relativamente completo y sistemático de la Filosofía cristiana, aunque, quizá su mayor mérito estribaría en su papel de «intermediario» de Santo Tomás: «Gracias al
impulso vigoroso que recibió de San Agustín, la Filosofía cristiana
pudo renacer en Santo Tomás con nuevo vigor, y lozanía, y esplendor, después de atravesar ciudades y bibliotecas reducidas a ceniza
por el alfanje de los hijos del desierto, y pasando por encima de las
ruinas amontonadas por los pies del caballo de Atila» (HF, 2,88).
Comentando a San Agustín aprovecha también Fray Zeferino para
teorizar sobre las relaciones de la filosofía cristiana con la teología:
«Porque la Filosofía cristiana lleva consigo una especie de refluencia
recíproca entre la ciencia humana y la ciencia divina, entre la Filosofía y la
Teología. Si la primera suministra a la segunda argumentos, demostraciones, analogías y métodos que la afirman y la aproximan a la razón humana,
la segunda suministra a la primera la clave para la solución de los problemas más trascendentales de la Filosofía, de la moral y de la historia, sobre
los cuales esparce vivísima luz. La fe, que, aún en el orden puramente humano y natural, es anterior a la razón, lo es mucho más cuando se trata de la
fe divina; la cual, por consiguiente, lejos de excluir la ciencia, le prepara
mas bién el camino (credimus ut agnoscamus.-Crede ut intelligas), y afirma sus pasos, y ensancha su horizonte. Por eso también el ideal de la Filo-
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sofía cristiana envuelve y entraña la marcha paralela, armónica y relativamente independiente de la razón y de la revelación, de la ciencia filosófica
y de la ciencia teológica: Nisi enim aliud esset credere, et aliud intelligere,
et primo credendum esset quod magnum et divinum intelligere cuperemus,
frustra dixisset propheta: Nisi credideritis, non intelligetis» (HF, 2,89)
San Agustín, en opinión de Fray Zeferino, cierra el ciclo de la Filosofía patrística. Decae a partir de el la preocupación por la filosofía, saber que
hubiera perecido «si la Providencia divina no hubiera velado sobre sus
destinos, al menos con respecto al Occidente, preparando y distribuyendo
por etapas ciertos hombres encargados de conservar y transmitir las tradiciones filosóficas de la antiguedad pagana y de la época patrística». Estas
«piedras miliares» colocadas por Dios en las diferentes naciones de la Europa señalando el derrotero a seguir fueron Capela y Claudiano, Boecio y
Casiodoro, San Isidoro de Sevilla, Beda y Alcuino. «Son los grandes anillos de la cadena que une la Filosofía patrística con la Filosofía escolástica, y representan la época de transición entre estas dos grandes manifestaciones de la Filosofía cristiana».
La filosofía escolástica: División y caracteres generales
La filosofía, que casi había desaparecido sepultada entre ruinas, «renació con nuevo vigor y lozanía desde el momento que las condiciones
externas y sociales permitieron el desarrollo y expansión del principio cristiano que en su fondo anidaba». De esta forma, haciendo responsable a
causas externas a la propia filosofía tanto su decaimiento como su reaparición, cuando las condiciones «externas y sociales» fueron adecuadas, y no
tanto a causas internas a la propia filosofía, introduce Fray Zeferino el periodo de la filosofía escolástica en su Historia de la Filosofía. Se atiene en
esta obra, por lo que hace a división y clasificación general de la filosofía
escolástica, al criterio que había adoptado en la Philosophia elementaria,
distinguiendo cuatro partes o edades, con lo que el paralelismo con el criterio seguido por F. Brentano en la obra que ya antes hemos mencionado se
hace ahora puntual. En efecto, según el Cardenal González, habría que dis-
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tinguir cuatro fases bién definidas en el desarrollo de la filosofía escolástica: incipiente (desde Carlo Magno, «o mejor con Erigena», a mediados del
siglo XI); la edad de incremento y desarrollo (desde mediados del siglo XI
-cuestión de los universales- a comienzos del siglo XIII -Alberto Magno);
periodo de perfección (el siglo XIII y el XIV hasta Occam); y edad de
decadencia (desde Occam hasta la caida de Constantinopla).
Observemos que los acontecimientos que abren y cierran el periodo durante el cual considera Fray Zeferino que se extiende la «filosofía escolástica», según su periodización, son ajenos al propio curso
de la filosofía: el advenimiento de Carlomagno y la caida de
Constantinopla. En cambio, los criterios para distinguir cuatro fases
son netamente internos al propio desarrollo filosófico. Al mezclar de
esta manera de forma muy interesante los acontecimientos externos e
internos a la filosofía, el Cardenal González da una prueba importante del «naturalismo» de la perspectiva histórica que le hemos atribuido.
A pesar de que, como hemos subrayado en otro lugar, Fray
Zeferino parece desarrollar globalmente la idea de un progresivo enriquecimiento de la filosofía cristiana a lo largo de la historia, fruto
en buena medida de la propia lucha con sus enemigos, las fases que
establece dentro del periodo de la filosofía escolástica dan más bien
la imagen de un modelo cerrado que alcanza su climax con Santo
Tomás para decaer hacia lo que él llama «crisis escolástico moderna». Pues el periodo escolástico atraviesa las fases que constituyen
un ciclo completo: fase incipiente, de incremento, de perfección y de
decadencia.
«Los caracteres más generales y propios de la Filosofía escolástica,
tomada en conjunto, son dos. El primero y principal es la unión o conciliación entre la razón humana y la revelación divina, entre la Filosofía racional y la teología cristiana. El segundo es la incorporación progresiva de la
Filosofía de Aristóteles a la Filosofía cristiana, incorporación en virtud de
la cual la Filosofía escolástica vino a ser y constituir como un todo orgánico vivificado por el pensamiento teológico del Cristianismo, e informado
por la lógica y la metafísica del fundador del Liceo» (HF,2,117).
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Si cotejamos, más en detalle, la visión de Fray Zeferino con la división propuesta por Brentano, antes citada, advertimos, por supuesto, diferencias importantes aún dentro de la analogía global de la estructura de las
cuatro fases, porque sólo cabría hablar de cierta correspondencia entre las
fase primera (incipiente según el Cardenal González, de desarrollo ascendente según Brentano) y cuarta (de decadencia según González, fase mística -Eckhardt, Tauler, Suso, Ruysbroek- según Brentano). Pero estas diferencias no borran curiosas analogías puntuales (por ejemplo, la consideración, por Brentano y González, de Duns Scoto como escéptico).
El platonismo entró, en todo caso, según Fray Zeferino, como
elemento importante, en el origen, constitución y desarrollo de la
filosofía escolástica. Incluso habría que explicar las variedades de
sistemas, teorías y direcciones que se dan en la filosofía escolástica
en función del predominio relativo de este elemento platónico. Aunque la causa más poderosa productora de tal variedad e incluso oposición de sistemas vendría determinada por la diferente consideración de lo que sería el caracter más fundamental de la Filosofía escolástica: la relación entre la Filosofía y la Teología. En las escuelas
ortodoxas, Filosofía y Teología marchan armónicas pero sin confundirse ni absorberse; en los sistemas heterodoxos se produce una identificación y confusión de la una con la otra.
Desde este punto de vista Fray Zeferino cree poder subrayar y definir
el caracter peculiar del racionalismo de la Filosofía escolástica respecto del
racionalismo de los tiempos modernos. Ambos exageran el alcance y poderío de la razón humana pero extraerían conclusiones diferentes: los modernos rechazarán como falso todo lo que la razón humana no pueda comprender y explicar; en la Edad Media creerán poder penetrar, comprender y
explicar todo, incluso los misterios de la revelación. Pero, observa el Cardenal González, los racionalistas de la filosofía escolástica, sin negar las
verdades de la fe por incomprensibles a la razón, las admiten y profesan,
«pero las desfiguran y destruyen con sus esfuerzos para encerrarlas en los
moldes estrechos de la razón humana». Y en tanto que el racionalismo
moderno se reduce a negar friamente y por cuanto el racionalismo escolástico aspira a comprender y explicar lo más misterioso, cabe reconocer -de-
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clara Fray Zeferino- cierta grandeza y generosidad en las aspiraciones medievales que harían superior a la Filosofía escolástica respecto de la filosofía moderna.
Pero además de estas dos formas de entender las relaciones
Filosofía-Teología, hay que tener en cuenta los elementos internos de la
propia filosofía escolástica. Los cuatro elementos internos y generadores
de la Filosofía escolástica que Fray Zeferino considera son: 1. La concepción o idea cristiana. 2. La concepción o doctrina aristotélica (sobre todo
en lo que concierne a la lógica, física general, psicología y metafísica). 3.
La concepción platónica y neoplatónica (en lo que se refiere a teodicea y
teoría del conocimiento) y 4. La concepción ascética o místico-cristiana.
Ahora bien, mediante las combinaciones de estos cuatro elementos
con las dos formas distintas de entender las relaciones Teología-Filosofía
(las que ha llamado ortodoxa y heterodoxa, con conceptos relativos que
son siempre adjudicados por los detentadores de la «doxa») según el predominio relativo de estos factores pretende Fray Zeferino dar cuenta de la
diversidad de sistemas, direcciones y escuelas que constituyen la Filosofía
escolástica.
Erígena será el primer representante de la Filosofía escolástica propiamente dicha. Sus reminiscencias neoplatónicas son las que explican su
tendencia a incurrir, también a causa de la mala interpretación de los libros
areopagíticos, en el error panteista. Error conectado con otros diversos errores teológico-religiosos, «cuya exposición no es de nuestra incumbencia en
este libro», dice Fray Zeferino, manteniéndose en su papel de filósofo.
Rabano Mauro, Enrique de Auxerre y Gerberto son los otros autores que
cubren el periodo, incipiente, de la escolástica.
El segundo periodo, de incremento, se caracteriza por la importancia
que adquiere el problema de los universales (con lo cual Fray Zeferino fija
una temática de indiscutible caracter filosófico que, por sí sola, sería bastante para defender la existencia de una filosofía escolástica frente a los
que pretendían negarla o subestimarla). Sin embargo, la temática de los
universales no es la única: «Así veremos a Abelardo enseñando el optimismo, y a San Anselmo siguiendo una dirección ontológica, y a Hugo y Ri-
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cardo de San Victor dando cierta preferencia relativa al elemento platónico sobre el aristotélico, a Amaury de Bene y David de Dinant proclamando
el panteismo, sin contar las tendencias críticas de Juan de Salisbury y el
panteismo psicológico de Averroes, cuya influencia se dejó sentir por largo tiempo y en mayor o menor escala en las escuelas cristianas» (HF, 2,
135): he aquí una muestra del proceder expeditivo que Fray Zeferino utiliza para referirse a Averroes como un elemento más del paisaje de la escolástica cristiana.
Abelardo, a quién Fray Zeferino aplica los mismos calificativos
que aquel daba a su maestro Roscelino, pseudo-philosophus y
pseudo-christianus, despierta en nuestro cardenal unas censuras que
más parecen propias del moralista que del filósofo («digan lo que
quieran los historiadores anticristianos y los novelistas de profesión; digan lo que quieran los panegiristas y admiradores de Abelardo
y Eloisa, su conducta es altamente censurable e inmoral, no ya solo
por parte de su caida primera, sino también por parte de sus hechos
y sentimientos despues de la conversión...», con parrafos, en latín
-«porque no nos atrevemos a ponerlo en castellano»-, de las supuestas cartas de Eloisa, que habían circulado ampliamente a mediados
del pasado siglo en numerosas ediciones, sobre todo francesas, como
la célebre de Mme. Guizot, de 1839). Abelardo tiene el «brillo de un
meteoro, que deslumbra, pero no ilumina».
San Anselmo es el «representante más genuino» de la Filosofía
escolástica en su segundo periodo. En la doctrina filosófica de San
Anselmo llega a ver Fray Zeferino gérmenes de ideas modernas sostenidas por Descartes y, en el límite, por Kant y Krause. Excedería
los límites que hemos fijado a nuestra exposición general de la idea
de la Historia de la filosofía mantenida por Fray Zeferino al detenernos en el comentario de los numerosos autores que, obviamente, aparecen en una Historia de la Filosofía. Sólo nos detendremos en aquellos que creamos sirven para nuestro propósito general.
El periodo de perfección de la Filosofía escolástica del que habla Fray Zeferino comienza con el siglo XIII. Es el momento histórico en el cual la Filosofía cristiana (digamos, de pasada, que en la
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exposición de los dos periodos anteriores Fray Zeferino parece queere
evitar el «apellido» cristiana), no sólo la escolástica:
«llega al apogeo de su esplendor, se eleva a la mayor altura a que
podía llegar, dadas las condiciones de la época y el estado de las demás
ciencias, y realiza, en fin, su misión providencial. Porque este periodo establece solida alianza entre la Filosofía y la Teología, entre la ciencia y la
religión de Cristo, y demuestra prácticamente que sin dejar de ser católico
se puede ser hombre de erudición y de saber, como lo fueron el enciclopedista
Vicente de Beauvais y los políglotas Moerbek, Roger Bacon y Miguel
Escoto; que sin dejar de ser católico se pueden cultivar con pasión y hacer
progresar las ciencias físicas y naturales, como las cultivaron y desarrollaron Alberto Magno y Bacon; que sin dejar de ser católico se puede sobre
todo, ser gran pensador y profundo filósofo, como lo fué Santo Tomás de
Aquino» (HF,2,186).
El apogeo del siglo XIII sólo puede explicarse, como Fray Zeferino
se preocupa en mostrar, como consecuencia de toda la actividad filosófica
del siglo anterior y de toda una serie de concausas que detalla. Y que que
van «de la comunicación de ideas que se establece entre el espíritu europeo
y el oriental, el árabe y el judio, merced a las Cruzadas», a la introducción
del papel. Digamos que, como ya hicimos notar más arriba, ignora prácticamente Fray Zeferino el vehículo transmisor representado por la escuela
de traductores de Toledo, cuya consideración hubiera permitido reconocer
un mayor protagonismo a la escolástica musulmana: habla de Gundisalvo
y de Miguel Escoto, pero trastocando notablemente la cronología. En efecto, la labor de Gundisalvo y su círculo, que Fray Zeferino no debiera ignorar (máxime cuando, en los momentos de la segunda edición de su Historia, ocupaba precisamente la silla toledana), es situada en el tercer periodo
de la filosofía escolástica que comentamos (la perfección del siglo XIII), y
no en el siglo XII, de incremento, que es donde cronológicamente tenía que
haberse colocado. De esa forma, confundiendo a Gundisalvo entre «los
filólogos y naturalistas» del tercer periodo, -sin perjuicio de hacer constar
que «el español Domingo Gonzalez o de Gonzalo (Gundisalvi)» a mediados del siglo XII tradujo al latín muchas obras de filósofos árabes (cita
incluso los escritos de Algacel, Alfarabi, Avicena, el Fons vitae de Avicebrón
y el De causis atribuido a Aristóteles entonces), y reconociendo que «por lo
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dicho se echa de ver que el arcediano español fué uno de los que contribuyeron más eficazmente a la propaganda y divulgación por la Europa cristiana de los escritos árabes y judios» (HF,2,196)-; consigue acaso Fray
Zeferino su objetivo más profundo: menospreciar el papel musulman en el
renacimiento aristotélico del siglo XIII para poder acogerse a su dudosa
teoría sobre la continuidad ininterrumpida y «providenciales» de la corriente
que pasa por San Isidoro.
Como puede comprenderse nos encontramos ante un punto
interpretativo crucial, donde los datos que ofrezca la Historia positiva alcanzan especial relevancia, ellos pueden hacer peligrar todo el
edificio tan «armoniosamente» levantado. Fray Zeferino es consciente
de ello, pero se diría que procura disimular los hechos que son más
molestos para su teoría. Hechos que desmentían hasta cierto punto la
«historia» de la filosofía cristiana y que, si no ignorar (lo cual hubiera sido contraproducente), si había que digerir cuidadosamente. Hechos que, como vemos por los textos que hemos citado, destaparían
la caja de las tormentas polémicas entre el arabista Asín Palacios y el
dominico Getino un cuarto de siglo después. Pero no es necesario
creer que la estrategia de Fray Zeferino hubo de pasar desapercibida
en su momento (o, si se quiere, que la importancia del problema es
una exageración nuestra). Al Don Marcelino Menéndez Pelayo, nada
sospechoso de heterodoxia, que aún no tiene dos docenas de años
cuando lee la primera edición del libro, le molesta también este punto: en carta de 3 de abril de 1879 le confía a Gumersindo Laverde (en
privado) sus opiniones sobre la obra de Fray Zeferino:
«El P. Zeferino me ha enviado la Historia de la Filosofía, en
general muy bien hecha, y casi siempre sobre las fuentes. Noto, sin
embargo, omisiones graves, v.g. la de Hamilton. Anda muy breve en
todo lo que se refiere a la escuela escocesa y al positivismo inglés. La
parte española es bastante detallada, pero omite, entre otros muchos,
a Fernando de Cordoba, Isaac Cardoso, Tosca, Fornér, Rey Heredia,
Marti de Eixalá, Llorens, etc. al paso que pone a muchos
contemporaneos no filósofos. Por esto, y por algunos rasgos nimis
scholastici, así como por lo que afirma respecto al conocimiento de
las obras de Aristóteles en las escuelas cristianas (contradiciendo
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sistemáticamente el influjo árabe, y sin distinguir con claridad qué
libros de Aristóteles se conocieron antes del siglo XII y cuales despues)
he pensado escribir un artículo, o más, sobre dicha obra. No sé si Ortí
me los admitirá en la Ciencia Cristiana». (Epistolario de MMP, tomo
3, carta 267, pg. 410-412. De MMP a Laverde. Fechada en Madrid, el
3 marzo [por abril] de 1879)
Cuatro dias despues, el 7 de abril de 1879, Laverde, desde Santiago de Compostela, contesta rápidamente a Menéndez Pelayo sobre estos puntos. Por las recomendaciones de Laverde podemos ambientar perfectamente el contexto de este asunto:
«Fundados son tus reparos a la Historia de la Filosofía; pero
creo que debes irte con tiento y mirarte mucho antes de publicarlos.
Corres el riesgo de que algunos se escandalizen y te tachen de irreverente y hasta de sospechoso. En la cuestión escolástica yo no entraría; es asaz delicada para los vientos que ahora soplan. Si la tocas, no
cuentes con hallar gracia en Ortí y Lara, más intransigente aún en
este punto que Fr. Zeferino. Limítate al ramo de noticias, y aún esto
amielando mucho la censura. La omisión de Isaac Cardoso es harto
extraña, cuando el P. González en otro libro anterior califica su
Philosophia libera de opus sane egregium» (Epistolario de MMP.
Tomo 3, carta 270, pg. 416-418. Fechada en Santiago, 7 abril 1879.
De Laverde a MMP)
Menéndez Pelayo no llegó a publicar su crítica a esta interpretación (por no decir manipulación) del influjo musulmán en la filosofía
escolástica cristiana. (Dos meses después de la última carta citada, el
9 de junio, comenta todavía Laverde a Menéndez Pelayo como añadido a otra carta: «¿Has visto el juicio de Ortí y Lara sobre la última
obra de Fr. Zeferino?. No sin razón te decía yo que aquel es más
intransigente escolástico que éste, de quién tilda la sentencia de que
todos los sistemas filosóficos importantes han dejado algún sedimento
útil para la ciencia» (Epistolario de MMP, tomo 3, carta 314, pg.
481-483. De Laverde a MMP. Fechada en Santiago, 9 junio 1879
-este texto va añadido en la carta, después de la firma-).
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Tesis Doctoral para obtener el grado de Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo (España). Junio de 1989
Versión digital del original, publicada por el Proyecto Filosofía en español: http://www.filosofia.org
Por lo demás, estos textos sirven muy bien para recordar la forma
como era esperada la publicación de la Historia de la Filosofía de Fray
Zeferino, verdadera novedad objetiva en la España de esos años, no sólo
por su contenido mismo, sino, no menos importante, por las circunstancias
de su autor (anteriormente hemos aducido los testimonios que demuestran
el gran interés y las espectativas que la Historia de la Filosofía suscitó). El
impacto que la aparición de esta primera historia de la filosofía «amplia» y
«con argumento», es decir, filosófica, escrita por un español en español
provocó, no defraudó las espectativas.
Estamos en el periodo de apogeo de la filosofía escolástica tal como
lo ve Fray Zeferino. Afirma éste, sin embargo, la existencia, en el siglo
XIII, de una «crisis peligrosa por que entonces atravesó la sociedad cristiana», y que habría sido fruto de la gran fermentación intelectual y social que
se produjo en la Europa, a consecuencia del choque producido por el contacto
de ideas árabes, neoplatónicas y judias con las ideas cristianas y a la «influencia deletérea del racionalismo y del penateismo de Erigena, Roscelin,
Abelardo y Gilberto, reproducidos al comenzar el siglo XIII por Amaury y
Dinant». La crisis se manifiesta en las herejías albigense y valdense, muestra de la lucha del principio racionalístico-panteista con el principio cristiano. Y la solución a tan grave situación hubo de ser resuelta, una vez más,
por las más altas instancias providenciales:
«No es facil calcular lo que hubiera sido de la Europa cristiana y la
solución de aquella gran lucha entre el principio racionalístico-panteista y
el principio cristiano, si no hubieran aparecido oportunamente las dos grandes Ordenes de San Francisco y Santo Domingo, encargadas por la Providencia de resolver en sentido cristiano y social aquella gran crisis, a la vez
científica, moral y social. Las sombras, los peligros y las vacilaciones se
disiparon ante el brillo y resplandor de los grandes santos y grandes sabios
que salieron del seno de aquellas dos Ordenes religiosas, y guiada y encauzada por ellos la sociedad europea, entró decididamente por los caminos de
la ciencia cristiana, de la Filosofía cristiana, de la moral cristiana, de la
política cristiana y de las artes cristianas» (HF,2,188).
Uno de los hechos «más notables y curiosos», en opinión de Fray
Zeferino, es el asunto de la primera enemiga a Aristóteles y las prohibicio-
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nes a la lectura de sus libros, asunto que, sin mencionar explícitamente el
«elemento musulmán» -mejor que árabe-, resuelve de manera harto superficial y poco convincente:
«Por eso, cuando las obras genuinas del maestro de Alejandro
fueron mejor conocidas y separadas de las apócrifas; cuando fueron
traducidas con más fidelidad y directamente del griego, y cuando
fueron explicadas y comentadas en sentido cristiano, a la vez que
racional, por Alberto Magno y Santo Tomás, la Iglesia que es enemiga del error, pero no de la ciencia, levantó la prohibición que sobre
ellas pesaba» (HF,2,189).
Como cabía esperar, los personajes más importantes de la filosofía escolástica según la escala de valores del dominico Fray Zeferino
(lo que no excluye que esta escala permita establecer valores objetivos) son los dominicos Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino. En
este orden de cosas cabe observar el tratamiento que Fray Zeferino
da a Pedro Hispano negando la identificación del autor de las
Summulae logicales con el papa Juan XXI, en beneficio de un supuesto homónimo dominico (y cita en defensa de esta tesis a Nicolas
Antonio). El dominico González se deja llevar aquí en exceso por su
espíritu de «religión» que le hace defender una tesis que, aunque aún
en aquellos años no estaba resuelta de modo definitivo, sí que parecía
enfrentarse a todas las evidencias que resumían en una sola persona
al papa y al lógico.
Nos permitimos llamar la atención sobre el hecho de que Fray Zeferino
no escribe «San Alberto Magno», sino «Alberto Magno» solamente, mientras que siempre dice «Santo Tomás». Se nos permitirá un breve excurso
sobre este asunto en la medida en que pueda darnos ocasión para puntualizar algunos aspectos estilísticos que, sin duda, conciernen a la figura de
Fray Zeferino. No vaya a pensarse que Fray Zeferino se adelanta, con esto,
en cierta forma, a esa costumbre cada vez más generalizada entre creyentes
o ex-creyentes (quizá más entre los abundantes prófugos de los cuadros de
la Iglesia, que proyectan ingenuamente el proceso de su propia secularización en la forma de una secularización del personaje histórico) que consiste en referirse a los Santos de una forma impropia (puesto que se les sigue
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contemplando emic), con una familiaridad y confianza inauditas llamando
Tomás a Santo Tomás o Pablo a San Pablo. Pero este no es el caso del
Cardenal González a propósito de «San Alberto». En realidad, lo que está
ejercitando Fray Zeferino es un purismo preciso y claro: Santo Tomás está
canonizado, San Alberto sólo beatificado por la Iglesia. La diferencia entre
ambas «recompensas» (en terminología de la sociología de la ciencia) estriba en el caracter restringido de la beatificación, frente al mandato preceptivo que reviste la canonización (aunque hay casos particulares en los
cuales el papa ha ordenado preceptivamente una beatificación): pero un
beato (cuyo atributo gráfico es la figura radiada) tiene un culto restringido
(a una ciudad, región, orden religiosa, &c.) y no un cúlto público de la
Iglesia universal, mientras que un santo canonizado (la diadema es su distinción gráfica) recibe culto público de la Iglesia universal. La cuestión no
es baladí y reviste muchas interpretaciones (incluida la polémica teológica,
en la que toma parte el propio Santo Tomás, a propósito de si es de fe que el
papa sea infalible o no al canonizar a un santo). ¿Por qué la Iglesia decide
canonizar a Tomás de Aquino, pero sólo beatificar (por ahora) a San Alberto?. La respuesta a esta pregunta excede, evidentemente, el marco de estas
páginas, pero podemos asegurar que nos descubre circunstancias históricas
muy interesantes. Santo Tomás fué canonizado en 1323, por Juan XXII,
medio siglo después de su muerte. San Alberto Magno no fué beatificado
hasta tres siglos y medio después de su muerte, en 1622, por Gregorio XV.
Este papa, solo seis dias despues de sentarse en la silla de Pedro, creó cardenal a un sobrino suyo de veintiseis años; pero si debe ser recordado por
los españoles es porque enriqueció notablemente nuestro santoral: beatificación a Alberto Magno, pero también a un español -San Pedro de Alcántara-;
canonizó a cinco santos, los cuales, quitando a San Felipe Neri son santos
españoles: San Isidro Labrador, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier y Santa Teresa de Jesús. ¿Por qué San Alberto Magno no ha sido canonizado (por ahora)?. Si hemos de creer a Fray Zeferino, razones en contra
no faltaban, pues aunque no le antepone el «San», sí que reconoce nuestro
Cardenal González que San Alberto Magno «murió en olor de santidad en
1280» (HF,2,213). Como se sabe, ese purísimo olor que desprenden al morir
los santos es inequívoca señal que los procesos formales debían tener en
cuenta (en cambio, en las sentencias «equivalentes», que confirman una
veneración, no hacen falta tantas razones) (Vd. Benedicto XIV, 1740-1758,
«De canonizatione sanctorum»). Aunque no se puede reprochar a Fray
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Zeferino que, perteneciendo a la misma orden dominicana que San Alberto, renunciase a darle el supremo tratamiento, cabe sin embargo preguntar:
¿por qué, pudiendo hacerlo, omite llamar santo al Gran Alberto?. Se podría
sospechar que Fray Zeferino, como filósofo, filósofo cristiano, intenta, restringiendo a lo imprescindible el uso del apócope evitar el mayor número
posible de elementos dogmáticos, sobrenaturales, como si buscase dar a su
libro un caracter civil o secular, desligado de la Iglesia católica (según una
costumbre que, curiosamente, quiere ser mantenida, desde el cristianismo,
pero fuera de la Iglesia católica, por la historiografía protestante, es decir,
«antipapista»). Como contraprueba y ejemplo de falta de coherencia por
parte de Fray Zeferino advirtamos que escribe «San Anselmo» (cuando
tampoco este santo está, por ahora, canonizado). Y en este sentido, sí que
podría ser precedente o estar en linea con quienes hoy hablan de Tomás con
excesiva familiaridad, olvidando que, en cierta medida, Tomás tiene hoy la
importancia que se le da precisamente por ser santo. Esto tenía más sentido
antes del pasado siglo: las canonizaciones recientes muestran cómo se va
degradando progresivamente el peso específico intelectual de los nuevos
santos, quizá debido a populismos demagógicos, exigencias de los mass
media y cambios de estrategia de la Iglesia para intentar responder a movimientos sociales que la envuelven: Pio IX canoniza a la pobre pastorcita
Santa Germana Cousin y León XIII canoniza al mendigo francés San Benito José Labre por los años en que escribe Fray Zeferino su Historia; pero
los filósofos cristianos Vitoria, Soto, Suarez o, por qué no, el propio Fray
Zeferino, no suben a los altares: es más, en los últimos mil años, con algo
más de doscientos santos canonizados, sólo podemos contar, entre los filósofos, a Santo Tomás y San Buenaventura: ¡Ni un filósofo santo desde el
siglo XIII!.
Fray Zeferino, al tratar de (San) Alberto Magno, más que exponer su
filosofía (que, advierte, aún siendo menos completa y elevada, coincide
con la de Santo Tomás) se preocupa, sobre todo, de defenderle de imputaciones que juzga equivocadas: Alberto Magno no sigue ciegamente a
Aristóteles, no es su simius; no admite la emanación divina del mundo
-contra Tennemann-; no es cierto que San Alberto creyera posible la piedra
filosofal,... Fray Zeferino admite en el Beato Alberto Magno «conocimientos extraordinarios y muy superiores a su siglo en lo que atañe a las ciencias físicas y naturales» -aunque reputa como leyendas los inventos que se
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le han atribuido (la cabeza de metal que, precursora de la robótica, la ingeniería genética y la inteligencia artificial, respondía a preguntas), inventos
que quizá por demasiado mundanos frenaron el proceso de la canonización-. Incluso aventura Fray Zeferino que Alberto Magno tuviera ideas y
teorías especiales en geografía, química, astronomía o ciencias físicas, «pero
que no se decidió a manifestarlas, en atención a que los hombres de su
época no se hallaban en disposición de recibirlas y comprenderlas»
(HF,2,219).
Nos parece interesante decir dos palabras sobre los procedimientos estilísticos que utiliza Fray Zeferino en el momento de abordar en
su Historia de la Filosofía la figura que, desde sus coordenadas, se
considera como la clave de boveda de todo el gran arco, la figura de
Santo Tomás de Aquino. Fray Zeferino se contiene al biografiar al
discípulo de Alberto Magno, a Santo Tomás, y se sirve de una cita del
apologético libro de su discípulo, Alejandro Pidal y Mon, para no
renunciar del todo a la elocuencia. Dedica más de cincuenta páginas
al Aguila de la filosofía. En su compendio de las doctrinas del Angélico Doctor, Fray Zeferino modifica un tanto el estilo que venía manteniendo en su Historia, identificando su propio pensamiento con el
del Angel de las Escuelas al punto de convertir en discurso doctrinal
el capítulo: más que hablar de «Santo Tomás dice...», expone el paradigma, la «ciencia normal» de escuela, tomista, cristiana.
La sobriedad que percibíamos en el inicio de la exposición dedicada a Santo Tomás, reaparece al final. Tras exponer Fray Zeferino
la doctrina de Santo Tomás, no se atreve a añadir comentario suyo
propio, y vuelve a recurrir al libro de Alejandro Pidal, copiando un
lírico párrafo (en realidad el libro de Alejandro Pidal sobre Santo
Tomás fué influjo directo del Fray Zeferino que adoctrinaba al «grupo de la Pasión» del que ya hablamos). Es como si Fray Zeferino no
quisiese abundar en la grandeza de su maestro por temor a ser tachado de parcial y poco objetivo. Lo que importa es dar una exposición
sobria y perfecta de lo perfecto, en la que no sobre ni falte nada. Y sin
embargo no puede decirse que las dos ediciones de su Historia, en lo
que concierne a Santo Tomás, fuesen idénticas. (En la segunda edición Fray Zeferino incluirá una nota de respuesta a una observación
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que le hizo Ortí Lara a propósito de un comentario sobre la tesis de
Santo Tomás defendiendo como la forma más perfecta de gobierno la
mixta: Ortí y Lara sostiene que esa forma mixta no es la monaquía templada por la aristocracia y la democracia, sino el reino, en el que la suprema
potestad reside en uno sólo: Fray Zeferino tampoco había dicho lo contrario, pero sobre esto volveremos al exponer la filosofía política de nuestro
autor).
Santo Tomás es la norma, por medio de la cual habrá que medir
a los demás. No sólo a San Alberto, sino también a San Buenaventura. Por lo demás, la doctrina del doctor seraphicus «coincide en la
substancia con la de Santo Tomás, aunque no es tan completa ni abraza todas sus partes y todos los problemas filosóficos con la profundidad y amplitud que se observan en los escritos del último» (HF,2,283).
Lo que hace peculiar la filosofía de San Buenaventura respecto de la
de Santo Tomás será su tendencia ontológica y su dirección mística,
pero Fray Zeferino se cuida de negar el ontologismo que se le atribuye «desde Mallebranche hasta Gioberti», con varios argumentos, aunque no pueda menos de reconocer ciertas «tendencias y desviaciones
evidentemente ontológicas».
Fray Zeferino, una vez fijada la norma de la Historia, Santo Tomás, someterá a partir de ahora su Historia de la Filosofía a esa norma, de manera que, en cierta medida, los autores y los sistemas se
tratarán a partir de ahora por referencia a este patrón, una vez que ya
ha podido ser históricamente explicitado. Observamos muy bien este
proceder en las páginas dedicadas a Duns Escoto: Utiliza allí el Cardenal asturiano hasta nueve párrafos con una estructura similar: «Santo
Tomás había enseñado...: Escoto enseña...». Se trata de marcar las
diferencias con la norma: «natural era que el Doctor Sutil, una vez
colocado en esta pendiente, y arrastrado por sus aficiones y tendencias excesivamente críticas, llegara hasta pisar el terreno del escepticismo, y así sucedió en efecto». Fray Zeferino llega a calificar a Escoto
como «el Kant de la Filosofía escolástica»:
«En suma: Escoto es el Kant del siglo XIII: su escepticismo es el
escepticismo posible en el filósofo cristiano: el criticismo del Doctor Sutil
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es el criticismo del autor de la Crítica de la razón pura, sin el racionalismo
que informa la doctrina toda del filósofo alemán, y salvas también las diferencias consiguientes a la situación de los espíritus y a las condiciones de
civilización en dos momentos históricos separados por cinco siglos de distancia» (HF,2,305).
En la segunda edición de su Historia contesta Fray Zeferino al
librito que el franciscano Francisco Manuel Malo había publicado
censurando lo que había escrito sobre Escoto, de forma breve (pues
había decidido no hacerlo ampliamente para evitar lo inoportuno e
inconveniente de «una controversia entre sacerdotes católicos»). Con
todo, la respuesta ocupa una larga nota de más de dos páginas apoyándose en la autoridad de Stockl, libro que Fray Zeferino no tenía al
publicar la primera edición. No deja de ser curioso el facil recurso al
que acude Fray Zeferino, valiéndose del apellido de su antagonista, a
quién cita regularmente por su apellido exento. Treinta años después,
todavía encontraremos un eco de esta polémica entre González y Malo,
en el Compendio de la Historia de la Filosofía que publicó Anselmo
Herranz Estables, catedrático de Filosofía del Seminario de Gerona,
«calcado principalmente sobre la ‘Historia de la Filosofía’ del sabio
dominico, el cardenal P. Ceferino González» -según propia declaración del autor en el Prólogo-, se lee:
«De aquí deduce el cardenal González que Escoto, por su criticismo, tiene vistas al escepticismo y es el Kant del siglo XIII; pero el
célebre y sabio franciscano P. Manuel Malo escribió un opúsculo
muy erudito, rechazando semejante aseveración, que el cree injustísima, como injustas son, al parecer, otras aseveraciones, prejuicios y
sombras que la pasión ha ido amontonando en torno del gran Doctor
de la Inmaculada. Así lo ha probado recientemente, entre otros, Mr.
Belmond en su obra Estudios sobre la filosofía de Duns Escoto».
(Herranz, Compendio..., Luis Gili, Barcelona 1915, segunda edición,
pg. 118)
Fray Zeferino dedica un interesantísimo apartado a «Dante y algunos
otros discípulos de Santo Tomás». En el se lee: «Cualquiera que haya leido
la Divina Comedia, no puede abrigar la menor duda acerca de la perfecta
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afinidad e identidad que existe entre su contenido filosófico y la doctrina
de Santo Tomás» (HF,2,321). Sin entrar en más consideraciones, dejemos
reseñado este interés de Fray Zeferino por «reclamar» a Dante para el tomismo, que en cierto modo sirve para confirmar su verdad: «Dante, al escribir la Divina Comedia, demostró prácticamente que la Filosofía de Santo Tomás encierra un gran fondo de belleza, cosa nada extraña por cierto,
toda vez que la verdad representa uno de los elementos esenciales de la
belleza, y principalmente de la que se refiere al orden inteligible». Fray
Zeferino no sospechaba la posibilidad de una fuente común, Averroes, pero
no es improbable que los paralelos de Fray Zeferino hubiesen llamado la
atención de Asín Palacios para su escatología (vd. Miguel Asín Palacios,
La escatología musulmana en ‘La divina comedia’ -Madrid, 1919; añadido
con la ‘Historia y crítica de una polémica’ en 1924; 2ª ed. Madrid, CSIC,
1943).
La parte de la Historia de la Filosofía dedicada al tercer periodo, el
periodo de perfección de la filosofía escolástica, termina con un balance,
con una valoración de las importancias relativas que pudieran atribuirse a
los distintos elementos que contribuyen al desarrollo escolástico. Estas valoraciones, por otra parte, son la mejor ocasión para descubrir los criterios
implícitos que utiliza nuestro autor -criterios que acaso no quedan puestos
de manifiesto suficientemente en las declaraciones generales. Así, constataremos, desde luego, el papel importante que reconoce al pensamiento
«pagano»: «En pos de los traductores, los eruditos, los filólogos y polemistas,
como Moerbek, Arnaldo de Villanova, Raymundo Martin, Vicente de
Beauvais, Roger Bacon, viene Santo Tomás, y utilizando estos elementos,
y combinándolos con otros más importantes tomados de la Filosofía pagana y de la Filosofía patrística, y desenvolviéndolos y fecundizándolos por
medio de concepciones profundas, originales y altamente armónicas y sintéticas, levanta y embellece el majestuoso edificio de la Filosofía cristiana»
(HF,2,359-360). A Raimundo Lulio se le valora en cuanto introductor en la
filosofía del «elemento cabalístico», según Fray Zeferino, «preludiando en
cierto modo a Hegel». Es interesante el énfasis que se pone en la figura de
Durando, «sin disputa el filósofo escolástico más independiente, más libre,
más partidario de la autonomía racional y posible de la razón, si cabe hablar así». La razón estriba, según Fray Zeferino, en que:
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«Durando abogó por la libertad de la ciencia y por la independencia
de la razón, pero sin traspasar los límites del principio católico; sin conceder a la razón humana independencia de la razón divina; sin rebelarse contra la autoridad de la Iglesia ni contra el Pontificado, mientras que el amante de Eloisa y el cortesano de Luis de Baviera no se cuidaron de mantenerse
dentro de la esfera del catolicismo, quisieron sobreponer la razón humana a
la revelación divina, se rebelaron contra la Iglesia y atacaron al Pontificado» (HF,2,363)
Durando le sirve, pues, a Fray Zeferino (diríamos) para llenar
un «hueco» que se abría en su exposición, evitando que en el siglo
XIV quedase la tradición tomista ayuna de grandes figuras. Durando
le sirve como argumento, frente a Escoto, de la existencia de una
filosofía tomista que, además, tiene aires nominalistas, y puede
parangonarse con Occam. Fray Zeferino, al interpretar de esta forma
al Doctor resolutissimus, el «temerario» Durando de San Porciano,
recupera una figura que en aquellos años había caido en un relativo
olvido, despues de haber campeado gloriosa por las universidades,
que, como a Escoto, dedicaban catedras especiales (en la Universidad de Salamanca, la Cátedra de Durando era la de más categoría y
paga entre las titulares amovibles, y fué ocupada por figuras tan prestigiosos como Fray Luis de León o el dominico Bartolomé de Medina).
A principios de este siglo, el historiador William Turner, retomando
la comparación que Fray Zeferino había hecho de Escoto con Kant,
se atrevió aún más y enriqueció esta clase de paralelismos defendiendo nada menos la idea de un Durando «Locke de la escolástica»
(William Turner, History of Philosophy, S. Paul de Minnesota, 1903,
cap. 43, pg. 359-362 de la versión italiana de Oliosi, Verona 1906).
Santo Tomás es el vértice de la época escolástica; en rigor es el punto
más alto de la Historia de la Filosofía. Pero la Historia de la Filosofía que,
como hemos dicho, no puede entenderse sólo comola exposición de la verdad, no tiene por qué acabar con él. Al periodo de perfección de la escolástica, personificado en Santo Tomás, habría seguido un cuarto y último periodo de decadencia. Nuestro principal interés ha de orientarse, obviamente, en el análisis dela forma en la que Fray Zeferino interpreta las causas
que desencadenaron esta decadencia, incluso su misma posibilidad: ¿cómo
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tiene cabida en el esquema general de la historia de la filosofía cristiana
una «decadencia» tras la «perfección» tomista, y como se interpreta «desde dentro» tal decadencia?.
Ante todo: la decadencia es una «cuestión de hecho», no es un
mero «juicio de valor»: bastará analizar la producción escolástica del
siglo XV, hacerse cargo de su formalismo, de su preciosismo, de su
apartamiento de los asuntos centrales, de su renuncia escéptica ante
las dificultades. Este hecho debe ser registrado en la Historia de la
Filosofía a la manera (reiterando nuestra caracterización antes expuesta) como el naturalista registra una zona del terreno en la cual la
vegetación más floreciente disminuye y se reseca. Lo importante es
encontrar las causas de este proceso.
Fray Zeferino aduce tres ejemplos de filosofías (por tanto, motivos «internos» al propio curso de la Historia de la Filosofía) que
«debían preparar el camino, y lo prepararon, en efecto», para el movimiento de decadencia que tomó cuerpo durante el primer tercio del
siglo XIV: «las semillas crítico-escépticas de Escoto, y más todavía
su tendencia formalista y sutilizadora», los «métodos cabalísticos y
excentricidades de lenguaje» de Raimundo Lulio, y «las opiniones
atrevidas» de Durando. El nominalismo y el escepticismo representan el «principio generador» de esa decadencia. Pero Fray Zeferino,
aparte de razones internas, no desprecia otras «circunstancias especiales del medio ambiente y del estado social de la Europa», que
desembocarán en una «esterilidad relativa» de esta cuarta época. Como
reacción contra las abstracciones y el formalismo de algunos escolásticos se llegó a las «tendencias escépticas, las aberraciones
panteistas y las exageraciones místicas»:
«La exagerada libertad de pensamiento, la tendencia a separar la Filosofía de la Teología, la hostilidad más o menos latente de la razón humana contra la razón divina, que encontramos en los iniciadores y en los representantes de esta época, trajeron consigo los alardes de independencia y
los ensayos de rebelión del poder civil contra el poder religioso, y del poder episcopal contra el poder pontificio. El nominalismo, sistema esencialmente materialista y sensualista, influyó en la corrupción de las costum-
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bres y relajación de la moral, mientras que el criticismo escéptico provocaba las exageraciones del misticismo, así del científico como del popular, y
producía por reacción las leyendas fabulosas y destituidas de espíritu crítico, y por ende de espíritu verdaderamente cristiano, el cual gravita
espontaneamente hacia la verdad, que le sirve de base y de alimento»
(HF,2,365-366).
Y no se agotan con esto las causas de la decadencia. Fray Zeferino
sugiere otras, sumamente curiosas, extrínsecas, como las influencias
del averroismo y «lo que pudieramos llamar el romanismo jurídico».
La influencia de la vuelta al Derecho romano, por lo que se buscaba
en él de cesarismo. El averroismo, que reconoce tenía prestigio e
influencia en algunas escuelas de Europa, por «la tendencia esencialmente naturalista y racionalista de este sistema, cuyo fundador fué
considerado por sus correligionarios como materialista, y poco menos que ateo».
La Historia de la Filosofía del Cardenal González, como historia filosófica, constituye uno de los más importantes «puntosde cristalización»
de ese concepto de «decadencia de la escolástica» que encuentra en Duns
Scotto, pero sobre todo en Occam, sus expresiones más genuinas. Es obvio
que estas valoraciones no eran nuevas, puesto que venían dadas por la tradición escolástica de las luchas entre escuelas o entre «religiones» (franciscanos, dominicos, más tarde jesuitas, &c.). Lo que ya es más nuevo es la
inserción de estas valoraciones en un vasto esquema histórico que, por su
amplitud y sus obligadas pretensiones, se ve empujado a profundizar en
esas valoraciones hasta un punto tal en el que se llegará a poner en cuestión
la misma significación cristiana de esta escolástica decadente. Una visión,
sin duda, dialéctica, del curso histórico consecuente con unos principios,
aunque ofensiva para otras valoraciones que también se consideraban formuladas desde el punto de vista cristiano, pero que tendrían que emprender
el camino de la «reivindicación del nominalismo», de la «reivindicación»
de Scotto o de Occam. Y nos parece evidente que el interés filosófico de
aquellas «valoraciones negativas» o de estas «reivindicaciones», sin descontar el interés que puedan ofrecer a la «Sociología del Saber», en cuanto
son testimonios de las luchas de grupos y escuelas que a su vez mantienen
probadas implicaciones políticas (Occam y Luis de Baviera, por ejemplo, y
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las que han servido de inspiración al libro de Umberto Eco, El nombre de la rosa), está en función de los esquemas generales sobre el
curso de la Historia que tales valoraciones movilizan. Y en este sentido hay que reconocer a la Historia de la Filosofía de Fray Zeferino
su audacia, su voluntad de exponer con toda claridad y simplicidad
un esquema desnudo, llamado por eso a herir a muchas sensibilidades, discutible, sin duda, pero que en todo caso constituye una de las
alternativas que deben ser discutidas.
El franciscano Occam, discípulo del franciscano Escoto, no encuentra pues un buén lugar en el esquema histórico universal del dominico
González, quién nada menos le pone en el origen de la filosofía anticristiana:
«En resumen y en realidad, el discípulo de Escoto produjo una
gran desviación en la Filosofía escolástica, comunicándole una dirección menos sobria, y, sobre todo, menos cristiana que la que antes
tenía. La filosofía del franciscano inglés representa y entraña, no solamente la degeneración y el falseamiento de la Filosofía escolástica,
sino el origen primero, los antecedentes lógicos más o menos latentes de la moderna Filosofía anticristiana, considerada en sus tendencias crítico-escépticas, en sus conclusiones positivistas y ateistas, en
su moral utilitaria y variable, en su psicología materialista, en su política secularizadora y cesarista, y hasta en su elemento revolucionario y en su levadura anárquica» (HF,2,379).
No deja de llamar la atención, no obstante, la dureza con la que
Fray Zeferino se atreve a escribir del franciscano y quienes le secundaron. Escribe Fray Zeferino: «Arrastrados por el orgullo, la ambición de mando, la codicia y la soberbia, no pudieron o no quisieron
comprender, no acertaron a prever que sus aplausos y sus empresas
contra la autoridad del Papa eran aplausos y empresas contra su propia autoridad y contra toda potestad social. En su imbecilidad e imprevisión, no comprendieron que el grito de guerra lanzado contra el
Papa por el cortesano de Luís de Baviera, era a la vez el grito de
guerra lanzado contra los reyes». En su diatriba contra Occam, llega
el Cardenal asturiano a comparar al «franciscanismo inglés» nada
menos que con Proudhon:
Gustavo Bueno Sánchez, La obra filosófica de Fray Zeferino González. Página 275 de 590
Tesis Doctoral para obtener el grado de Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo (España). Junio de 1989
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«En el fondo de la doctrina de Occam sobre esta materia, palpita y
resuena la voz de Proudhon, proclamando la anarquía universal: a la palabra del antiguo enemigo de la potestad pontificia, responde como eco y
corolario legítimo, aunque lejano, la del autor de las ‘Contradicciones económicas’ cuando escribe: Je suis anarchiste». (HF,2,380)
En cualquier caso, queremos subrayar la importancia de este enjuiciamiento para sondear el significado que la propia Filosofía escolástica
alcanza en un tomista tan genuino como pudo serlo el Cardenal González:
un significado en modo alguno «puramente académico», especulativo y
abstracto, sino profundamente implicado en los juicios prácticos y, por tanto, morales y políticos, es decir, «políticamente implantado» (sobre el concepto de ‘implantación política’ vease G. Bueno, «El concepto de implantación de la conciencia filosófica. Implantación gnóstica e implantación
política», en Homenaje a Aranguren, Madrid, Revista de Occidente 1972,
pp. 36-71). Como hemos recogido, buena parte de la crítica a Occam trasciende el análisis puramente filosófico abstracto, y se fundamenta en las
consecuencias de orden práctico que tales planteamientos escondían: las
relaciones de la Iglesia con el poder civil e incluso las propias relaciones
jerárquicas dentro de la Iglesia. Hasta cierto punto se puede colegir que
Fray Zeferino condiciona el «exito» de la filosofía cristiana a su implantación política.
Con el análisis de este último periodo, de decadencia, concluye el
Cardenal González la exposición de la filosofía escolástica. Advierte Fray
Zeferino que ésta conclusión no implica muerte o desaparición, pues «no
tardaremos en verla reaparecer con nuevo vigor, y marchar a través de los
siglos con mayor o menos fortuna, hasta llegar a nuestros dias, en que la
vemos restaurarse y dar señales de vida fecunda y vigorosa, al lado y al
compás de otras instituciones cristianas». Afirma expresamente el Cardenal González que las vicisitudes de la filosofía escolástica están en relación
con el florecimiento, decadencia y restauración del Catolicismo y demás
instituciones cristianas en general. Además, nos dice, la filosofía escolástica (que parece ahora se identifica con la cristiana) no puede perecer y durará tanto como el mundo, puesto que es la repercusión «lógica y científica»
de la idea cristiana, y como «eflorescencia natural y espontanea» de la
religión de Jesucristo, durará hasta la consumación de los siglos. Mientras
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que otras escuelas (jónica, eleática, platónica, peripatética, estoica) desaparecieron como tales (manteniendo solo algunos de sus elementos precisamente en la filosofía escolástica), no ocurrirá eso con la escolástica, que,
«a pesar de las grandes vicisitudes, no ya solo filosóficas, sino morales, religiosas, científicas, políticas y sociales que llenan la historia desde
su aparición hasta nuestros dias, ha conservado siempre su doctrina, sus
métodos y sus principios esenciales, ha tenido siempre escuelas, maestros
y discípulos dedicados y consagrados a su enseñanza, conservación y propaganda. Y lo que ha sucedido hasta el presente, sucederá en adelante, porque la Filosofía cristiana durará tanto como el Cristianismo; y la Filosofía
escolástica, como encarnación verdadera y genuina de la Filosofía cristiana, es la indagación racional y el conocimiento científico de las cosas por
medio de la razón humana, ensanchada en sus horizontes, dirigida en su
movimiento, y vigorizada en sus fuerzas por la fe cristiana, por la razón
divina» (HF,2,421).
Pero si reconoce Fray Zeferino, aún matizando la conclusión de la
filosofía escolástica como final del reinado casi exclusivo que había
detentado para pasar a luchar contra el renacimiento pagano y sus «hijos
legítimos» (el racionalismo religioso del protestantismo y el racionalismo
científico de la Filosofía moderna), que la solidez y fecundidad de la filosofía escolástica sufrieron un eclipse durante los siglos XIV y XV (por el
influjo de Occam, «el pedagogo de Lutero»). El eclipse se acabará con el
cardenal Cayetano y en Trento: Fray Zeferino llega a comparar la Summa a
la Biblia:
«La regeneración religiosa e intelectual llevada a cabo en el siglo XVI,
y representada por el Concilio de Trento, procede de Santo Tomás, cuya
Summa theologica fué colocada al lado de la Biblia, y en cuya doctrina se
habían formado e inspirado los grandes teólogos y escritores de aquella
asamblea. Enfrente del Concilio de Trento está el protestantismo, que procede de Occam por el intermedio de Lutero, formado e inspirado en la
escuela escéptico-nominalista. El Concilio de Trento representa la conclusión natural de la doctrina de Santo Tomás, que es su premisa lógica: el
protestantismo representa la conclusión lógica y natural de la premisa
occamista» (HF,2,422-423).
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La filosofía árabe y la cristiana
El cristianismo es la corriente central de la Historia, y sólo en función
de ella (sea como «preparación evangélica», para utilizar la frase de Eusebio
de Cesarea, o como revelación, y como desarrollo filosófico que la propia
revelación hace posible) cabe alcanzar una visión global de la Historia de
la Filosofía. Esta es la tesis central que inspira la Historia de la Filosofía
del Cardenal González, como también inspiró, según ya hemos dicho, la
Historia de la Filosofía de Hegel. Al lado del cristianismo poco pueden
significar otras religiones universales:
«estos críticos e historiadores, que se quitan el sombrero e inclinan la
cabeza con el mayor respeto cuando se hallan en presencia del coufi, del
bonzo, del ulema y del rabino; esos críticos e historiadores para quienes
todo es bueno, respetable, histórico, cuando se trata de los Vedas, del
Tripitaka, del Talmud y del koran, pasan con la cabeza erguida y dirigiendo
torvas miradas ante el hombre y ministro de Jesucristo, y solo encuentran
en la Biblia y en el Evangelio errores, absurdos, leyendas y mitos»
(HF,II,503-504). Y cita Fray Zeferino, en esta linea, a Draper «y a los críticos e historiadores de su escuela».
Sin perjuicio del esquema general por el que articula el curso de su
Historia, Fray Zeferino reconoce que al lado de la filosofía escolástica se
verificó un movimiento filosófico en el seno del mahometismo y del
judaismo del cual no es posible prescindir. Trata de estas filosofías «no
cristianas» despues, y no antes, de la escolástica cristiana.
Copia un párrafo de S. Munk (Melanges de philosophie juive et arabe,
1859) en el que se alude a la transformación de las disputas teológicas
dentro de los cismas musulmanes en escuelas filosóficas, reafirmando Fray
Zeferino la necesidad que esas sectas, para combatir las teorías contrarias y
defender las propias, tuvieron de buscar armas en la dialéctica y demás
partes de la filosofía, incluso en la misma literatura cristiano-oriental (San
Juan Damasceno, los nestorianos,...). Fray Zeferino, apoyándose incluso
en la autoridad de Humboldt (a quién cita varias veces a lo largo de la
Historia de la Filosofía), defiende claramente un origen cristiano para la
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filosofía árabe, origen que explicaría, por ejemplo, la importancia que se
dió a la obra de Aristóteles («Aristóteles es para la Filosofía de los sectarios
de Mahoma el filósofo por excelencia»). Sin duda, la tesis de Fray Zeferino
no puede considerarse gratuita, si tenemos en cuenta el papel de los círculos nestorianos (la historia del médico Churchis) en el descubrimiento de la
filosofía helénica por los musulmanes (vd. Miguel Cruz Hernández, La
filosofía árabe, Madrid, Revista de Occidente, 1963). Pero en todo caso
Fray Zeferino aprovecha estas relaciones, exagerando su importancia, y
ello debido, sin duda, a los requerimientos de su esquema global. Por decirlo así, trata de evitar, subestimándola, cualquier «relación» directa de la
filosofía mahometana con la clásica griega, de suerte que sea posible presentar por ejemplo incluso a Averroes como una especie de derivación de la
filosofía cristiana, por tanto, el averroismo de la escolástica cristiana al que
nos hemos referido, no sería sino una especie de vuelta a los orígenes cristianos). Incluso llega a asegurar el Cardenal González que
«aún con respecto a la medicina y a las ciencias físicas y naturales,
los mahometanos y árabes recibieron el impulso de los cristianos (...) y eso
que se trata aquí de ciencias cuyos progresos debieron mucho a los árabes,
porque si hay una rama del saber humano en que estos hayan dado pruebas
de originalidad y en que hayan trabajado con ahinco y con verdadero fruto,
es sin duda alguna la que se refiere a las ciencias físicas y naturales»
(HF,2,429).
El modo de presentar las cosas Fray Zeferino contrastaba con la propia autoconcepción que la filosofía árabe tenía de su historia: por eso califica de «inexactas y adulteradas con fabulosas tradiciones» las noticias de
la historia de la Filosofía que les llevaba a los de Mahoma a dividir ésta en
dos épocas: los filósofos antiguos (los griegos) y los filósofos musulmanes.
La discusión sobre los periodos históricos de la filosofía según los árabes
que presenta Fray Zeferino (en cuatro periodos: de Tales a Aristóteles, de
Aristóteles a Mahoma, de Mahoma a Avicena y de Avicena en adelante), es
asunto central, pues lo que allí está en tela de juicio es el mismo «nexo
cristiano» entre griegos y musulmanes y con él, la concepción global de la
estructura de la Historia de la Filosofía.
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Fray Zeferino no puede aceptar un modelo en el cual tanto la filosofía
árabe como la cristiana fuesen ramas paralelas que derivasen de Aristóteles.
Ello conduciría a un relativismo según el cual, por ejemplo, Mahoma equivaldría a Cristo -el cual, como hemos ya notado antes, nunca aparece como
tal en la Historia de nuestro autor-. Avicena podría equipararse a Clemente
de Alejandría o San Agustín y, por tanto, Santo Tomás con Averroes. El
modelo que tiene nuestro Cardenal, como hemos visto, es más bien el modelo de un tronco único (con todas las ramas que se quieran) hque llega
asta la filosofía alejandrino-cristiana: de este tronco surgiría la rama de la
filosofía arábigo-musulmana: y entonces ya no habrá dificultad en reconocer una especie de paralelismo evolutivo (diríamos nosotros) que explicaría la existencia de corrientes escépticas, materialistas o incluso panteistas
entre los árabes. De hecho Fray Zeferino resume en estas cuatro las tendencias o escuelas filosóficas habidas entre los árabes: la ecléctico-filosófica,
la racionalista, la filosófico-teológica y la místico-escéptica.
La exposición que Fray Zeferino hace de los filósofos musulmanes está marcada continuamente, y no podía ser de otra manera,
por la relación de estos con la escolástica cristiana y sirve a los fines
de una «historia pragmática» orientada a mostrarnos las ventajas que
para la Filosofía ha debido tener el humus cristiano, por contraste
con el humus musulman. Por ejemplo, si Al Farabi distingue en el
entendimiento humano, el entendimiento en acto o efecto, el adquirido y el poseido o alcanzado, hay que decir que «ni una ni otra teoría
fueron adoptadas, sino más bien rechazadas por los filósofos escolásticos, lo cual prueba lo infundado de la opinión de los que pretenden que la Filosofía escolástica debió su ser a los árabes y recibió
de ellos sus elementos y su doctrina» (HF,2,438-439).
Esto no excluye que Fray Zeferino reconozca influencias de algunos autores musulmanes en la filosofía posterior, y, así, llega a
considerar el Filósofo autodidacto de Abentofail como antecedente
del Emilio de Rousseau, de «la teoría de Cousin y en parte la de
Hegel».
Con Averroes cierra el ciclo de la Filosofía arábigo-musulmana,
despues de él no se encuentra nadie que pueda llamarse propiamente filó-
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sofo. Su influencia, reconoce Fray Zeferino, resonó por mucho tiempo en
las escuelas cristianas y las de los judios. Pero, sin perjuicio de ello cabe
asegurar que la «estrategia» del Cardenal González se orienta a rebajar
constantemente la significación de la influencia del pensamiento musulman
en la escolástica cristiana, oponiéndose a la tesis de tantos arabistas -Salomón
Munk, Ernesto Renan, &c.- o de ideólogos anticristianos (entre ellos Draper)
que veían en los filósofos árabes la verdadera savia que había reanimado el
arbol de la filosofía cristiana. «Algo, y solamente algo» reconoce el Cardenal González, influyó el movimiento filosófico de los árabes en la marcha y
desenvolvimiento de la escolástica.
Incluso barrunta Fray Zeferino una cierta «armonía preestablecida»
en la influencia musulmana: de no haber sido por Averroes no hubiera escrito Alberto Magno su Libellus contra eos qui dicunt quod post
separationem, ex omnibus animabus non remanet nisi intellectus unus et
anima una ni Santo Tomás el opúsculo De unitate intellectus contra
averroistas. Ahora bién, terminantemente afirma nuestro autor que la Summa
theologiae se habría escrito «con Averroes y sin Averroes, con Avicena y
sin Avicena».
Cabría decir que casi todo lo que Fray Zeferino niega a la filosofía
árabe se lo concede a la ciencia musulmana, como si quisiera evitar cualquier sospecha de fanatismo antiislámico que desvirtuaría sus propias estimaciones en torno a la filosofía musulmana. Hay sin duda una influencia
importante del pensamiento arábigo musulman en la cultura intelectual de
la Europa cristiana; pero esta influencia se reduce al ámbito de las ciencias
naturales. Esta concesión dice mucho sobre la propia concepción que Fray
Zeferino se había ido forjando en torno a la cuestión de las relaciones entre
la Filosofía y las Ciencias Naturales.
Hemos intentado mostrar los principios (relativos al significado global del desarrollo histórico universal de la Filosofía) que obligaban al Cardenal González a habilitar un esquema tan rotundo para definir las relaciones entre la Filosofía musulmana y la Filosofía cristiana. Se diría que en
este terreno, el de la Filosofía, es en donde juegan los postulados fundamentales del sistema entero (las relaciones de la fe y la razón, el tomismo,
el sentido del desarrollo histórico de la Iglesia romana...). Pero cuando nos
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apartamos de este terreno filosófico, del terreno de los principios, la situación puede ser muy otra.
Sin perjuicio del gran peso que el Cardenal González reconoce, en
general, a la Filosofía Natural (a la Cosmología), en cuanto que es parte de
la Metafísica especial, en el conjunto de la Filosofía (según hemos visto en
nuestro capítulo destinado a la exposición de su concepto de filosofía),
tenemos ahora la posibilidad de limitar el alcance de tal reconocimiento.
Pues advertimos que en el fondo de su concepto de filosofía late la tendencia a entender la filosofía como una forma de pensamiento profundamente
independiente del pensamiento científico natural o tecnológico, puesto que
la misma filosofía natural cristiana había podido constituirse sin la necesidad de los apoyos científicos o técnicos que ofrecían los árabes. De cualquier modo, el argumento final de Fray Zeferino es que, en todo caso, y se
apoya en Humboldt como autoridad, los árabes eran deudores de los cristianos cuanto a su cultura intelectual, y principalmente a la escuela de medicina que los nestorianos habían fundado en Edesa.
Por lo demás, el conocimiento que Fray Zeferino tenía de la filosofía
árabe se debía principalmente a las siguientes fuentes: Avicena (citado por
la edición de Gerardo de Cremona de 1522), Averroes (los comentarios a
Aristóteles, en edición latina de 1562), Abentofail (por la edición de Pocoke
del Philosophus autodidactus de 1671), Maimónides (a través de la edición de Munk, Le guide des égarés, 1856). Conoce Fray Zeferino, por supuesto, la célebre tesis doctoral de Ernesto Renán, Averroes et l’averroisme,
1852; y también maneja el Essai sur les écoles philosophiques chez les
Arabes, et notamment sur la doctrine d’Algazzali de Schmölders, 1842.
La filosofía entre los judios de la Edad Media
Los principios que inspiran la Historia de la Filosofía del Cardenal
González -que venimos interpretando, desde luego, como una historia «filosófica», de contenido teológico- permiten, por decirlo así, un tratamiento
diferente -un tratamiento de favor- a la filosofía judía, comparativamente
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con la filosofía árabe. La razón, creemos, reside en esto, en que el judaismo
tiene con el cristianismo, al menos cuando nos situamos en una perspectiva
histórico filosófica, teológica, unas relaciones muy distintas de las que tiene con el islamismo. A fín de cuentas, el cristianismo procedía de la Antigua Ley, mientras que el islamismo podía ser considerado como una simple herejía del cristianismo. La filosofía venía de Grecia, sobre todo, de
Aristóteles, y era muy probable que los griegos hubiesen, a su vez, conocido a Moisés -pero era imposible que los griegos hubiesen conocido a
Mahoma-.
No nos sorprende, por tanto, que Fray Zeferino, cuando habla del
más grande filósofo judio, Maimonides (a quién conoce, como hemos dicho, por la edición de Munk en francés), lo que resalta es que «el fondo de
su Filosofía es la Filosofía de Aristóteles, interpretada por sus comentadores griegos y árabes, y más o menos modificada por los escritos y las ideas
del neoplatonismo», razón por la cual es normal que la Guía de los extraviados fuera un libro famoso y consultado durante siglos por autores católicos (y se cita a Raimundo Martín, Pablo de Santa María y Alfonso de
Espina entre nuestros compatriotas).
La actividad intelectual entre los judios, centrada desde la ruina de
Jerusalem en torno al Mischna y el Talmud, hubo de buscar armas en la
filosofía cuando el ascenso del mahometismo hizo peligrar la ortodoxia
judaica. Así viene a explicar Fray Zeferino el interés judio por las obras de
Aristóteles, en particular la dialéctica. Muerto Saadia, el principal adversario del Karaismo, las escuelas judias de España se convierten en el centro
del movimiento filosófico judaico de la edad media. El Cardenal González
destaca, empeñado en delimitar los logros musulmanes, que
«la historia demuestra y dice claramente que los judios españoles tuvieron escuelas y filósofos notables antes que apareciera en
España ninguno de los principales representantes de la Filosofía
arábigo-musulmana. Cuando Ibn-Badja, o sea el Avempace de los
escolásticos, nació, ya había publicado su Fons vitae Ibn-Gebirol, o
sea el famoso Avicebrón, tan citado por los principales representantes de la Filosofía escolástica» (HF,2,480).
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Las fuentes de las que se sirve Fray Zeferino al tratar la filosofía judía
son escasas: fuera de lo contenido en los tratados generales ya mencionados se limitan a las referencias contenidas en los Mélanges... de Munk y a
la curiosa obra de Eliphas Levi, Histoire de la Magie, avec une exposition
claire et précise de ses procédés, de ses rits et de ses mystères, 1860.
Fray Zeferino, conoce los trabajos del orientalista francés de
origen alemán Salomón Munk (quién publicó extractos de «La Fuente de la Vida» de Avicebrón en 1857-59, en su Litterature sanscrite.
Melanges de philosophie juive et arabe, que Fray Zeferino cita). Y
así, mientras que en las historias de la filosofía de pocos años antes
-por ejemplo, en la de Bouvier, vertida al español con anotaciones de
Monescillo en 1846, tomo 1, pg. 269- la confusión en torno a
Avicebrón es grande (se le hace figurar entre los autores musulmanes), Fray Zeferino ya puede identificar el Avicebrón escolástico con
Abengabirol, y sospechar influencias del «filósofo de Málaga» en
Raimundo Lulio, en particular las reminiscencias cabalísticas de sabor judaico que se encuentran en el beato mallorquín.
En cualquier caso nos parece que es posible afirmar la presencia
en la Historia de la Filosofía del Cardenal González de una clara
actitud general projudía más que proárabe. No entramos en la investigación de los motivos psicológicos de estas diferentes actitudes,
pues queremos mantenernos en el terreno estrictamente sistemático.
En este terreno nos parece indudable que esta diferencia de actitudes
globales es congruente con la concepción general filosófico-teológica
de la estructura del curso histórico que intentaba llevar adelante el
Cardenal González. Tampoco necesitamos insinuar siquiera que pudiera haber sido esta concepción la determinante de estas actitudes.
Nos es suficiente constatar la congruencia a la que nos hemos referido y que, por lo demás, encuentra mil formas de aplicación. Así:
quienes de verdad persiguieron a los filósofos árabes (llega a afirmar
Fray Zeferino) fueron los propios gobernantes musulmanes, que predicaban la guerra contra Aristoteles, Alfarabi, Avicena y contra todos
los filósofos: la Europa cristiana «acogió entonces en sus escuelas» y
sirvió de refugio a las obras de los filósofos árabes que pudieron
salvarse de las persecuciones: los judios fueron quienes contribuye-
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ron a salvar esta filosofía, traduciéndola del arabe al hebreo y de este
al latín: «de aquí se infiere que la parte de influencia que corresponde a la Filosofía árabe en la Filosofía escolástica, más bien que a los
árabes, fué debida a los filósofos judios, los cuales realmente dieron a
conocer sus obras durante los siglos XIII y XIV» (HF,2,506). Fray Zeferino
quita importancia a las obras que sufrieron este proceso en el siglo XIII,
con lo cual, su argumento a favor de una penetración posterior a la efectiva
cristalización de la escolástica cristiana permite reconocer ciertas influencias posteriores de escasa relevancia: «Y con esto, dicho se está de suyo que
la Filosofía escolástica fué independiente de la Filosofía árabe, no ya solamente por parte de su origen, sino también por parte de su desenvolvimiento espontaneo y progresivo...».
Y, en general, a la hora de reconocer influencias, prefiere ceder en las
judias para no reconocer las árabes: «los judios podrían reclamar para si
este honor con mayor fundamento que los árabes». Añade Fray Zeferino a
los argumentos históricos que hemos comentado razones basadas en el contenido interno de las respectivas filosofías: mientras que de la filosofía árabe, aparte de la teoría averroística acerca del alma humana, dice el dominico, apenas se descubre huella en la escolástica, en cambio, la influencia de
la filosofía judia habría sido mayor, influencia que no debe extrañar a un
cristiano, «toda vez que la FIlosofía de los judios, como que está basada en
la palabra de Dios y en la revelación bíblica, entraña necesariamente mayor afinidad con la Filosofía cristiana que la Filosofía de los musulmanes»
(HF,2,507).
Conclusiones sobre la filosofía escolástica
Hemos intentado extraer del análisis de los procedimientos que el
Cardenal González utiliza como historiador de la filosofía de los siglos
medievales la idea implícita del significado que a la filosofía medieval corresponde dentro de su concepción general del desenvolvimiento de la historia del pensamiento. Los resultados que hemos obtenido coinciden ampliamente con las fórmulas que el propio Cardenal González acuñó, una
vez terminada la exposición de la etapa medieval, y que sustanció en cuatro
conclusiones y en una especie de corolario.
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1. La Filosofía escolástica, en conjunto, representa la evolución
espontanea, específica y concreta de la razón humana vigorizada por
el principio cristiano. Es un movimiento cuyo prólogo es la patrística
y su antecedente remoto la filosofía greco-latina, y cuyos elementos
preponderantes en el orden histórico-científico son la concepción de
Aristóteles, la de Platón y la del neoplatonimso alejandrino, todo ello
fundido en una concepción sintética que responde a la elevación del
principio cristiano y «a la fuerza nativa de la razón humana, latente,
pero vigorosa y exuberante en las razas y naciones europeas que, a
la sombra y bajo la acción del Cristianismo, marchaban a la conquista de la civilización».
2. En su origen y en su primer desenvolvimiento, durante los dos
primeros periodos de su existencia, la marcha de la Filosofía escolástica
fué autónoma e independiente de árabes y judios, cuya influencia fué
practicamente nula en dichos periodos (recordemos que estos dos primeros
periodos de Fray Zeferino, el incipiente y el de incremento cubren hasta
Alberto Magno, comienzos del siglo XIII).
3. En las dos últimas etapas, de perfección y decadencia, los escritores árabes y judios ejercieron alguna influencia en la filosofía y escritos de
los escolásticos: «la influencia que resulta siempre que dos doctrinas o dos
civilizaciones marchan la una al lado de la otra, o se ponen en contacto».
4. La influencia de los árabes, lejos de ser tan profunda como suponen sus admiradores, fué mucho menor que la ejercida por los judios, no
solo porque estos introdujeron los escritos árabes en las escuelas cristianas,
sino principalmente porque
«el filósofo de la Edad Media que dejó huellas más sensibles y universales de su doctrina en la doctrina filosófica de los escolásticos, fué, a
no dudarlo, Avicebrón, y hoy consta que Avicebrón fué un filósofo judio,
por más que hasta hace pocos años fué tenido y citado como uno de los
representantes de la Filosofía árabe» (HF,2,509).
En suma: la Filosofía escolástica cristiana es independiente de la Filosofía de los árabes por sus elementos internos, y hubiera podido marchar
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a través de los siglos con y sin filosofía de los árabes, la cual sólo contribuyó al desenvolvimiento de aquella de una manera indirecta, ocasional y en
sentido negativo: si las obras de Averroes no hubieran sido traducidas al
latín y leidas en las universidades, no hubieran tenido que escribir algunas
de sus obras ni Alberto Magno, ni Santo Tomás, ni Egidio Romano, ni
Raimundo Lulio. Aún reconoce más Fray Zeferino:
«En este sentido, y solo en este sentido, puede admitirse que la Filosofía de los árabes contribuyó eficazmente a la constitución y desarrollo o
marcha de la Filosofía escolástica, entendiendo por esto a la ortodoxa, que
es la que generalmente se sobreentiende cuando se habla de Filosofía escolástica».
Porque Fray Zeferino si que reconoce una influencia de la filosofía
árabe en la filosofía escolástica, cuando se da este nombre al movimiento
«heterodoxo y racionalista que se manifestó en el seno de la Filosofía escolástica o, mejor dicho, a su lado», movimiento racionalista y anticristiano
cuyas corrientes atraviesan los siglos medios «de una manera más o menos
vergonzante o disimulada» hasta verificar su aparición oficial y pública a la
sombra del renacimiento: aquí si que se puede y debe hablar de averroismo.
Y carga Fray Zeferico contra Federico II por la protección que dispensó a
judios, arabes, «y en general a los incrédulos e indiferentes en religión»,
por ser quién contribuyó eficazmente a conservar, afirmar y propagar tal
movimiento racionalista: Fray Zeferino ya no puede dejar de citar a Renan
expresamente, el Renan vindicador de Averroes que había tenido siempre
presente nuestro dominico, como referencia elíptica, en sus argumentaciones anteriores.
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Crisis escolástico moderna
Transición de la filosofía escolástica a la filosofía moderna
El Renacimiento
El nervio de la Historia de la Filosofía del Cardenal González -más
exactamente, de la Filosofía de esa Historia de la Filosofía, una filosofía
que creemos debe enjuiciarse constantemente como una alternativa católica al proyecto de la Historia de la Filosofía de Hegel- es la consideración
de la época medieval, a través sobre todo de la Escuela de Santo Tomás,
como la época de la plenitud de la filosofía, la época en la que el pensamiento filosófico ha alcanzado su climax. Había que haber esperado hasta
el siglo XIII para que la filosofía aristotélica madurase al calor del cristianismo, y, purificándose, permitiese el desenvolvimiento de una primera
organización «científica» de la sabiduría. Pero esto no significa que la Historia de la Filosofía haya acabado, puesto que la Historia no puede confundirse con la mera exposición del sistema de la verdad (que nunca, por lo
demás, está completado). La Historia es precisamente la Historia de los
caminos que conducen a la verdad y por tanto también la historia de los
caminos a traves de los cuales la misma verdad alcanzada vuelve a perderse, a oscurecerse, y acaso a recuperarse, total o parcialmente. Por tanto, la
Historia de la Filosofía no es la Historia de las novedades absolutas, y
sólamente desde este supuesto se comprende que pueda degenerar la verdad una vez alcanzada. Desde el momento en que la verdadera filosofía se
considera, no como un sistema dado de una vez para siempre, sino como un
sistema que ha tenido que hacerse, dependiendo de múltiples factores, y
que por tanto puede también deshacerse total o parcialmente en manos de
los hombres, se comprenderá que la Historia de la Filosofía pueda concebirse precisamente como el análisis de esos procesos de «hacerse y deshacerse» o re-hacerse de la verdadera filosofía, de la philosophia perennis.
Por ello, el genuino interés del historiador no habrá que ponerlo tanto en el
climax cuanto en los mecanismos que condujeron a él y en los mecanismos
que pueden apartarnos de él. En las vías que pueden reconducirnos de nuevo a la verdad, incluyendo nuevos despliegues, nuevos problemas, deter-
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minados por las nuevas circunstancias, y sin perjuicio del contenido perenne que antes se ha postulado. Con estas palabras creemos expresar,
aunque libremente, la perspectiva desde la cual Fray Zeferino enfoca
su Historia de la Filosofía. Y si esto es así, es el análisis del tratamiento que hace el Cardenal González de conceptos como el del
«Renacimiento» aquello que puede aproximarnos al genuino significado de los conceptos generales abstractos que sobre el curso general
de la filosofía hemos ofrecido. Ante todo, porque en estas ocasiones
aparecerá en ejercicio la categoría misma de la «decadencia» o «degradación» de la filosofía. ¿Cómo es posible esta degradación o decadencia, cúales son sus mecanismos externos, pero también los
mecanismos internos, puesto que Fray Zeferino parece reconocer una
verdadera dialéctica de la degradación a partir del propio desarrollo
del sistema verdadero, por corrupción formalista de su propia perfección?. Pero también habrá que hablar de recuperación. Más aún, será
la categoría de la recuperación o del renacimiento aquella categoría
que servirá historiográficamente para interpretar episodios decisivos
de la Historia de la Filosofía.
Ante todo, la categoría «cuasi biológica» de la decadencia, de la
degradación. Fray Zeferino no duda en aceptar la necesidad de recurrir a esta categoría. No se trata, al parecer, de una mera invención de
los críticos de la filosofía medieval, de una categoría de los «modernos». La degradación de la filosofía escolástica existió, aunque no es
la única categoría. Concede que efectivamente la escolástica pudo
llegar a anquilosarse: hay una escolástica que internamente se degrada, pero hay otra escolástica viva, que es capaz de asimilar lo nuevo,
de remontar lo novedoso que parece superarla, de suerte que en una
generación posterior, una vez que las posiciones se hayan decantado,
podrá recuperarse el purismo y distinguir entre posiciones ortodoxas
y heterodoxas (Fray Zeferino, por ejemplo, llega incluso a considerar a Juán de Santo Tomás como escolástico rígido, acaso fijándose
en las posiciones excesivamente conservadoras que en filosofía natural -la cuestión sobre el principio de la inercia y el ímpetus, la cuestión sobre el geocentrismo y el heliocentrismo- mantuvo el confesor
de Felipe IV).
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Y, de esta manera, entiende Fray Zeferino el Renacimiento como
el punto de partida, precisamente, y la forma general del movimiento
filosófico que significa la transición de la filosofía escolástica a la
moderna. Punto de partida pero no causa exclusiva: la filosofía que
va a imperar en el siglo XVI debe sus caracteres además a otros grandes sucesos de la época, acontecimientos de los que enumera el Cardenal González hasta ocho: la invención de la imprenta, el descubrimiento del nuevo mundo, los viajes a la India, las luchas doctrinales
provocadas por el protestantismo, la invasión creciente de los legistas
y del poder civil contra la Iglesia, las tendencias secularizadoras y
absolutistas de los gobiernos, las guerras político religiosas de la época
y por último, una causa que muestra lo «moderno» del análisis que
hace Fray Zeferino, la formación y preponderancia de la clase media.
Confirmamos, desde luego, la importancia que da Fray Zeferino a la
«historia externa» en su Historia de la Filosofía. Estas causas, unidas
a la fascinación renaciente de la recuperación greco romana supusieron el predominio y victoria de la filosofía moderna sobre la escolástica.
«El espíritu humano, atraido por la belleza plástica de la forma
griega, desdeñó la belleza ideal y moral de las artes cristianas; lisonjeado en su orgullo y en su afán de independencia por los predicadores del libre examen, fascinado y lleno de entusiasmo en presencia de
los nombres, de los escritos y de los sistemas de los antiguos filósofos de la Grecia, marchó desatentado y como ebrio en todas direcciones, abandonando el terreno firme de la subordinación de la idea
filosófico-racional a la idea cristiana, echando en olvido y hasta menospreciando aquella sobriedad científica de que tan brillantes ejemplos diera la Filosofía escolástica en sus grandes y nobles representantes» (HF,3,6).
Se queja Fray Zeferino de que el Renacimiento se levantara contra la filosofía escolástica en general, y no contra su decadencia. Que
se apartara de ella en vez de intentar restituirla al buén camino, cayendo en curiosas reflexiones de historia fición e introduciendo reflexiones históricas de cuño idealista:
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«Si el espíritu humano, en vez de seguir en el orden filosófico la
tendencia neopagana y racionalista del Renacimiento, hubiera restaurado la Filosofía escolástica, completándola y perfeccionándola,
y en el orden religioso, en vez de recibir la influencia protestante con
sus naturales frutos, el racionalismo y naturalismo, hubiera seguido
desenvolviéndose y progresando bajo la influencia del Catolicismo,
¿cuál sería hoy el estado de la Europa? ¿Se hallaría, como se halla,
agitada y conmovida por tan funestos presentimientos acerca de su
porvenir? ¿Estaría tan amenazada y corroida por esas doctrinas y costumbres de sensualismo universal y por las corrientes ateo-socialistas?
Problema es este que bien merece fijar la atención de los hombres
que piensan, al menos de aquellos para quienes la Filosofía de la
historia entraña algo más que la concepción determinista, y para quienes la historia de la humanidad es algo más que una rama de la física» (HF,3,7).
Fray Zeferino reconoce la dificultad de clasificar el resultado
que la amalgama de tan variados elementos filosóficos renacientes
produjo y ensaya una división en cuanto al contenido filosófico en
diez escuelas o direcciones: platónica, aristotélica (con dos corrientes que llama aristotélico alejandrina y aristotélico averroista),
antiaristotélica, físico naturalista, teosófico naturalista, independiente, filosófico política, protestante, escolástica (incluyendo los escolásticos rígidos y los restauradores) y escéptica. Al tratar estas escuelas se preocupa Fray Zeferino de incluir sobre todo autores españoles, en buena medida porque, como en particular ocurre en la escuela
que llama independiente, prácticamente todos sus representantes son
españoles. La división de Fray Zeferino es bastante parecida a otras
clasificaciones de que se han servido para la filosofía renaciente otros
autores, por ejemplo la del mismo Bouvier cuarenta años antes (comparando la clasificación de Bouvier y la de Fray Zeferino, aquel trata
de los «nuevos estoicos», que no son considerados como una escuela
aparte por éste, y éste incluye un grupo físico naturalista que no aparece en aquél). Sin embargo se distanciará bastante de esa división de
Fray Zeferino, poco después, Menendez Pelayo en su «Inventario
bibliográfico» de La Ciencia Española (3ª parte, 1888) utilizando un
criterio más filosófico-literario (lo cual, por si mismo no tiene mayor
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importancia). Pero como ocurrió que cuando Adolfo Bonilla San
Martín preparó su Plan de una Historia de la Filosofía Española se
dejó guiar más por la ordenación de Don Marcelino que por la de
Fray Zeferino, y que aunque él dejó inacabdo su proyecto otros lo
continuaron puntualmente, ha resultado que la bibliografía sobre la filosofía española (Marcial Solana, quién ganó el concurso convocado para continuar fielmente el plan de Bonilla en el periodo correspondiente al siglo
XVI) de esta época no suele seguir la ordenación zeferiniana, sino la menos precisa de Bonilla (en críticos, platónicos, peripatéticos, eclécticos,
místicos y escolásticos).
La Escuela platónica
La cantidad de información positiva que sobre los distintos autores
incluye Fray Zeferino en el texto de su Historia de la Filosofía no es grande: más se preocupa por ofrecer interpretaciones y juicios sobre las doctrinas y los cursos biográficos respectivos: hace una historia más filosófica
que filológica. En particular se fija sobre todo Fray Zeferino en la actitud
que ante el cristianismo han mostrado los filósofos recordados, pudiéndose
detectar una cierta tendencia a «cristianizar» aquellos de interpretación
ambigua, llamando más la atención sobre los aspectos que favorecen una
lectura interesada, cuando esta es posible. Así, al tratar de la escuela platónica
renaciente y del que puede considerarse su iniciador, Jorge Gemisto, poco
puede hacer con este «Plethon», quién se empeñaba en reemplazar la religión cristiana por el misticismo alejandrino neoplatónico; pero del Cardenal Besarion -y sorprende un poco el comentario de Fray Zeferino al hablar
de un jerarca de la Iglesia, aunque fuera la Iglesia renaciente de vidriosa
historia, que el dominico ignora con prudencia- ya se dice que continuó la
linea de Gemisto con más moderación «y más puro sentido cristiano» y de
Marsilio Ficino se afirma que no es exclusivista ni anticristiano, resaltando
cómo defiende incluso algunas concepciones aristotélicas -rebatiendo además torcidas interpretaciones averroísticas- y «encamina sus esfuerzos a
demostrar y poner de manifiesto la conformidad y armonía de la Filosofía
platónica con la doctrina cristiana» (HF,3,13) (de nuevo, leyendo a Zeferino,
da la impresión de que el fundador de la Academia fuera contemporaneo o
posterior y discípulo del fundador de la Iglesia -como si se dijera de un
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historiador de la ciencia, por ejemplo, que ‘encaminó sus esfuerzos a demostrar y poner de manifiesto la conformidad y armonía de las doctrinas
de Newton con las tesis de Einstein’ -sin que con esto queramos entrar en la
discusión entre Lakatos y Kuhn sobre el anacronismo histórico). Fray
Zeferino, que no niega valor al Renacimiento restaurador de la filosofía, de
las ciencias y de las artes antiguas, «como elemento parcial de progreso»,
menciona precisamente a Besarion y Ficino como ejemplos de que tal restauración «podía y debía llevarse a cabo sin renegar de la Iglesia Católica
ni atacar sus instituciones». Y aunque de los otros platónicos de la época,
por su adherencias cabalísticas y mágicas fuera más dificl sacar partido, se
preocupará Fray Zeferino de resaltar que Pico de la Mirándola murió en la
práctica de las virtudes cristianas o que «en su honor es justo recordar que
(Reuchlin) se mantuvo firme y murió en la fe católica a pesar de las solicitudes de su sobrino Melachton y del propio Lutero».
Escuela aristotélica
Mientras que al tratar de los platónicos del Renacimiento Fray Zeferino
se muestra un tanto distante, preocupándose casi solo por la actitud que
ellos mantenían hacia el cristianismo, cuando aborda la exposición de los
aristotélicos se siente obligado a precisar que dicha escuela aristotélica
renaciente «no representa la doctrina pura de Aristóteles», acusación de
supuesta heterodoxia doctrinal que sólo quién se encuentra en una creida
ortodoxia aristotélica puede atreverse a enunciar, convirtiéndose en intérprete de purezas y árbitro cualificado para determinar la norma. Frente a
este aristotelismo «puro», el que había quedado determinado por el tomismo (obviando las diferencias internas a la escolástica, cuestiones, diríamos, de detalle), el aristotelismo renaciente se encuentra «amalgamado»
(metáfora que gusta repetir el dominico) con elementos platónicos e «ideas
personales» de los comentaristas, Alejandro de Afrodisias y Averroes o,
para utilizar la expresión de Bloch, la «izquierda aristotélica». Así, «dejando a un lado la escuela aristotélico-escolástica» (Zeferino deja para el capítulo dedicado a la escolástica el estudio del aristotelismo «puro»), divide
en tres grupos a los aristotélicos de este periodo: greco-aristotélicos,
aristotélico-alejandrinos y aristotélico-averroistas. Los que llama
greco-aristotélicos buscan directamente el Aristóteles primitivo, no comen-
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tado, aunque cuando Fray Zeferino trata de Jorge Escolar (Scholaris,
Gennadio) advierte que en realidad «su aristotelismo no es puro, sino
que presenta bastante afinidad con el que entraña la Filosofía escolástica». Los greco-aristotélicos no son vistos con recelo por Fray
Zeferino: de hecho Scholarius había traducido al griego a Santo Tomás y, en general combatieron a Gemisto y los platónicos (se sirve
González de Jorge de Trebisonda para volver contra Plethon, al comentar cómo aquél atacaba a éste, «a quién acusa, no sin algún fundamento, de pervertir y desfigurar la religión cristiana y de pretender
sustituirla con una especie de religión neoplatónico-pagana»). Para
definir los aristotélicos que siguen a los comentaristas, se sirve Fray
Zeferino de una cita de Ficino (en su prólogo a la versión de las
Enneadas de Plotino). Entre los alejandrinos incluye al español Juán
Ginés de Sepúlveda, en tanto que vertió al latín los libros metafísicos
de Aristóteles con los comentarios de Alejandro de Afrodisias (es
sabido que, en la cuestión de los indios, Sepúlveda se presentaba
como aristotélico).
Más peligro tienen, desde el punto de vista de Fray Zeferino, y
por las razones que ya quedaron apuntadas, los aristotélico-averroistas.
De hecho, antes de tratar de estos seguidores del estagirita versión
averroista, se extiende de nuevo González en una reexposición de las
diferencias averroistas (frente a la «ortodoxia»), aquellas que en particular se refieren a la teoría de la unidad del entendimiento y que
llegan a afectar, por hacerlas incompatibles, las doctrinas que sobre
la inmortalidad del alma y la existencia de una futura vida con premios y castigos para las acciones de cada hombre tiene nuestro Cardenal y la Iglesia, que por eso, recuerda el asturiano, «siempre ha
mirado con recelo y aversión el averroismo». Tiene interés resaltar
estas prevenciones con los más afines ideológicamente (y por tanto,
más peligrosos en potencia). De hecho es una curiosa constante, leyendo la exposición que Fray Zeferino hace de estos autores, la referencia a un arrepentimiento y como abjuración última del averroismo:
Nicolás Vernias «al final de su vida admitió la inmortalidad de las
almas particulares en el sentido de la filosofía cristiana», Alejandro
Achillini «hizo reservas a favor de la inmortalidad del alma», Agustín
Nifo «al final defendió la inmortalidad del alma». Como para justifi-
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car que el papa Clemente VIII tuviese un médico averroista, Andrés
Cesalpini, recuerda Fray Zeferino cómo el averroismo tuvo muchos
partidarios en Italia hasta el siglo XVII. En su exposición del «desgraciado» Vanini, copia algunos párrafos de Cousin.
Antiaristotélicos
La supuesta ortodoxia aristotélico escolástica provoca que Fray
Zeferino no pueda menos de tomar partido al tratar de los antiaristotélicos
(que además lo eran, en buena medida, en tanto que antiescolásticos):
Nizzoli, Patrizzi, Pedro Ramus o Hermolao Barbaro, «modelo y patriarca
de esa nube de escritores rutinarios que en los siglos siguientes declamaban a diestro y siniestro contra los escolásticos y su Filosofía, que ni habían
leido, ni se hallaban en estado de comprender y apreciar». Tiene interés
señalar el enfasis que hace el Cardenal asturiano al descalificar como filósofos a Erasmo («aunque excelente filólogo y humanista, carecía de sentido filosófico y poseía escasos conocimientos en esta ciencia») y a Lorenzo
Valla («que merece figurar entre los humanistas y críticos más bien que
entre los filósofos»), aunque los haga figurar como antiaristotélicos, con lo
que no da mayor importancia filosófica a sus críticas y, de paso, ofrecer un
caracter «literario», de ensayistas, a las polémicas renacientes (no exento
de agresividad y violencias, de las que ofrece muestras en forma de calificativos injuriosos usados en sus escritos por Valla).
Escuela físico naturalista
Fray Zeferino, que escribe en unos años en los que de nuevo estaba
agudizándose la conflictiva relación entre la ciencia y la religión (y aunque
hable como filósofo, lo hace como filósofo cristiano), ejerce de adelantado
de un armonismo que, cien años después, en el colmo de los divertidos
anacronismos que nos está tocando vivir, incluso vindicará, desde Roma, a
Galileo. Al tratar de la que llama escuela físico-naturalista, como si fuera
un naturalista sociólogo, comienza con esta observación:
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«La fermentación producida por el Renacimiento comunicó a algunos espíritus cierta tendencia físico-naturalista, o sea a la investigación y
estudio de la naturaleza. Esta dirección, sin formar escuela propiamente
filosófica, influyó en la Filosofía y en sus tendencias y manifestaciones
durante esta época que venimos historiando. Ni podía suceder de otra manera, dadas las relaciones y enlace que existen y existieron en todo tiempo
entre las ciencias físicas y naturales y la Filosofía propiamente dicha»
(HF,3,44).
Y para demostrar que esta «fermentación» no era ajena a los
hombres de la Iglesia, trata en primer lugar del «cardenal Nicolas de
Cusa» y del «canónigo Nicolás Copérnico». En esta linea se cuida
Fray Zeferino de advertir como «a pesar de que contenía una doctrina que debía chocar sobremanera por su oposición a la generalmente
recibida, la obra de Copérnico no encontró obstaculos, sino más bien
apoyo y protección por parte de la Iglesia y del mismo Sumo Pontífice, que aceptó su dedicatoria». Y es que Copérnico presentó sus revolucionarias teorías con sobriedad científica y «moderación cristiana»: incluso, prosigue Fray Zeferino escribiendo, si Galileo hubiera
imitado tal moderación y sobriedad, «es muy probable» que habría
evitado el ruido de su causa y la reprobación de sus ideas (aunque
nuestro dominico, para no verse comprometido en su alabanza
metodológica al «canónigo» Copérnico, se preocupa por matizar las
conjeturas de Humboldt basadas en Gassendi, indignado por el odio
que sienten algunos espíritus contra la Iglesia de Jesucristo en sus
relaciones con la ciencia y a los que parece «como imposible que
(algún genio) haya sido verdadero genio y verdadero sabio a la sombra de la Iglesia, bajo su protección y sin contradecir su doctrina y
sus derechos»).
Trata Fray Zeferino con cierto detenimiento las tesis de Telesio
y menciona más por encima a Galileo y Kepler. De hecho Galileo y
Kepler le sirven al asturiano para desenterrar el hacha de las guerras
de religión de aquella época, emitir interesantes juicios históricos no
menos interesados y, de resultas, casi declararse kepleriano:
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«Creemos oportuno recordar a los enemigos y detractores de la
Iglesia que nos hablan a todas horas de las persecuciones de Galileo,
que mientras este pasó su vida y murió rico, considerado y protegido
por Príncipes, duques de Toscana, por Obispos, Cardenales y Papas,
el legislador de los cielos, que valía tanto o más que Galileo, pasó su
vida en pobreza y murió casi en la indigencia y la miseria. Añádase a
esto que los escasos recursos con que atendió a su subsistencia, no
los debió a sus correligionarios los protestantes, sino al emperador
Rodolfo, que era católico. ¿Por qué tanta compasión y lástima en
favor de Galileo, y tanta irritación contra sus perseguidores o jueces,
y ninguna en favor de Kepler y contra los que le dejaron morir en la
indigencia?. La respuesta es muy sencilla: se reduce a una palabra
que entraña todo un sistema: los que persiguieron y juzgaron a Galileo
eran católicos; los que maltrataron a Kepler y le dejaron vivir y morir
en la indigencia, eran protestantes» (HF,3,49).
Pero el más nutrido grupo de representantes de esta escuela
físico-naturalista que distingue el dominico son españoles. Laguna, Huarte
y Servet, «por más que sus tendencias y direcciones teológicas sean diferentes». De Laguna parece haber manejado directamente su versión anotada de Dioscorides y alaba su acendrado catolicismo, a pesar de haber estado este médico en contacto, por sus viajes, con el protestantismo. De tratado «frenológico» es calificado el Examen de ingenios, del que llama la
atención al Cardenal González, pues lo transcribe, el punto «curioso y no
del todo infundado» en el que Huarte afirma que están reñidas en un mismo
sujeto la facilidad de palabra y la profundidad en la ciencia. Al mencionar a
Servet vuelve a cargar contra los racionalistas que declaman contra la Inquisición y se olvidan del crimen que con el aragonés cometió Calvino, por
haber puesto en práctica el principio fundamental del Protestantismo, es
decir, comentar con distinto sentido la Biblia (apunta Fray Zeferino, no sin
razón, que «al menos la Inquisición tenía más derecho para castigar, desde
el punto de vista de la infalibilidad dogmática de la Iglesia, que no Calvino
y demas protestantes»). Servet es visto como defensor de un panteismo
vago e indeciso, un panteismo emanatista.
Los otros dos españoles que incluye en este grupo físico naturalista
son Gómez Pereira y Sabuco. A Gómez Pereira, Fray Zeferino le llama
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Jorge. Parece que leyó la «Antoniana Margarita» pues, sobre citar un párrafo de la obra, afirma que es «libro por muchos citado, pero por pocos leido». Recoge cómo algunas doctrinas del de Medina fueron reproducidas, si
no plagiadas, por Descartes, Locke, y otros, sin cuidarse de citar al español.
La Nueva Filosofía de la Naturaleza del Hombre dice el dominico que
llama más la atención por la condición de su autor que por su mérito intrínseco, pues no podía dejar de pensar en Oliva Sabuco como autora del libro
de su padre (faltaban pocos años para que el curioso episodio quedara definitivamente aclarado, con los documentos publicados en 1903 por el registrador de la propiedad de Alcaraz don José Marco Hidalgo, aunque algún
iluminado quiera mantener hoy dia lo contrario -nos referimos a la impresentable edición de la obra de Sabuco perpretada por Atilano Martínez Tomé
en Editora Nacional, Madrid 1981) e incluso rechazar la opinión contraria
(«sospecharon algunos que la obra no salió de la pluma de una mujer, sospecha que carece de sólido fundamento») que en su época tenía más bases
misogínicas que documentales. De cualquier modo, renuncia el dominico a
resumir la doctrina de Sabuco en tanto que, sostiene, pertenece más a la
historia de las ciencias físicas y médicas que a la filosófica.
Escuela teosófico naturalista
Sorprende un tanto que Fray Zeferino, puntilloso a la hora de diferenciar qué debe ser considerado y no como filosofía, incluya en su historia de
la filosofía renaciente un apartado dedicado a una escuela teosófico naturalista, que se caracterizaría por una amalgama de ideas pertenecientes a la
magia natural, la alquimia, la astrología, la teurgia y la cábala, observaciones físicas y experimentos químicos con ideas más o menos filosóficas. Lo
más probable es que buscase, con el comentario a los personajes que incluye en este grupo, mostrar hasta que punto de locura e irracionalidad pudo
llegarse al mezclar libremente saberes más o menos heterodoxos. Así,
Paracelso, «llevado de su extremada jactancia y pedantería», que se gloriaba de recibir de Dios directamente sus conocimientos y que afirmaba poseer un remedio para alargar la vida de los hombres por espacio de siglos,
pero que no pudo evitar morir a los cuarenta y ocho años, habría hecho
alguna observación útil a la química y a la medicina. De Cardano, que se
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«gloriaba de tener visiones y revelaciones divinas, entrevistas con Dios y
con los emonios, y conversaciones con los ángeles», salva tambien algunas
ideas y observaciones útiles en medio de extravagancias y errores, aunque
«no tuvo reparo en sacar el horóscopo de Jesucristo». De Van Helmont
destaca que murió como buén católico despues de haberse retractado de
algunos errores contenidos en sus obras. Por último, de Santiago Boehm
destaca su explicación de la creación o processus de las cosas, como «precursor lejano del gran movimiento panteista que en tiempos posteriores
apareció en la Filosofía germánica», con lo que aprovecha nuestro dominico para, buscando precendentes tan pintorescos, descalificar al enemigo
filosófico posterior.
La escuela independiente
Incluye Fray Zeferino entre los independientes a aquellos autores que
mantienen una cierta independencia en su pensar, sin dar especial preferencia a Platón o Aristóteles, aunque conservando «el fondo esencial de la
Filosofía escolástico-cristiana, la cual lleva en su seno la perennis
philosophia de la humanidad». Los principales representantes de esta escuela son españoles. Incluye nuestro dominico en ella, entre otros, a Vives,
Fox, Vallés y Cardoso.
De Vives se queja Fray Zeferino de la supuesta injusticia en la que
habría incurrido al no hacer suficientes distingos en sus críticas globales a
la escolástica. Como no podía ser menos, «algo más justa» es la crítica que
hace Vives de Averroes. De cualquier modo, salva Fray Zeferino al Vives
filósofo, menos exagerado que el Vives crítico, porque, dice, su filosofía es
la misma en el fondo que la de Santo Tomás,salvo tres puntos en los que
parece disiente del Angélico (pues Vives rechazaría implícitamente la teoría del entendimiento agente y posible -pues no lo menciona al hablar de
las facultades y funciones del alma racional-, confundiría la memoria sensitiva con la intelectual y propendería a una concepción del alma humana
de tipo platónico). En su exposición de Vives sigue Fray Zeferino los comentarios de Melchor Cano. El mérito de Vives como filósofo, de cual-
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quier modo, consistiría en haber contribuido a la restauración de la
Filosofía cristiana. En el terreno no filosófico es presentado Vives
como precedente de Bacon y Descartes (siguiendo la opinión, que se
cita, de Lange).
En Fox Morcillo distingue también Fray Zeferino entre el elegante filósofo del Renacimiento (que, a pesar de su pretendida independencia es visto como algo filoplatónico) y el filósofo cristiano
que en el fondo coincide con la doctrina de Santo Tomás, «aún en
cuestiones de importancia secundaria».
A Vallés le considera Fray Zeferino antes filósofo que médico.
De Vallés, que como Fox pretendería ser imparcial entre Platón y
Aristóteles, llama la atención sobre su tendencia más proaristotélica.
Como no podía ser menos, en el armonismo expositor de que hace
gala Fray Zeferino, también el fondo de la doctrina de Vallés coincide con la escolástica cristiana de Santo Tomás. Se nota el interés que
«el divino» causó en el dominico, sobre todo por la recuperación que
del médico de Felipe II podía hacer para cuestiones de actualidad en
la época en la que escribía su historia (y que hoy mismo no dejan de
suponer buena parte de los problemas prácticos abiertos). De la doctrina de Vallés, de quién cita párrafos en latín (lo cual hace suponer
que el dominico se enfrentó directamente con De iis,... sive de Sacra
Philosophia), destaca: que enseñó que la animación del feto era directa e inmediata por el alma racional creada e infundida por Dios en
el cuerpo; que la Fisionomía (que el Cardenal González se cuida de
identificar: «o sea, lo que hoy se llama Frenología») no es cosa del
todo vana e infundada, pero no debe olvidar sus limitaciones y reservas en lo que tiene que ver con la gracia y los auxilios divinos; que la
diferencia propia y constitutiva del hombre no es la racionalidad, sino
la capacidad para adquirir sabiduría, pues los brutos discurren y
raciocinan también sobre cosas sensibles y perecederas y no eternas
y universales como el hombre. Fray Zeferino defiende también a Valles de la atribución de escepticismo que le daba Gumersindo Laverde
en los Estudios críticos sobre filosofía, literatura e instrucción pública (Lugo, 1868).
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Incluye Fray Zeferino también entre el grupo de los filosofos del renacimiento calificados como independientes a Isaac Cardoso (aunque escribió en el siglo XVII), a Fernán Pérez de Oliva, Pedro Juán Nuñez, Alejo
Venegas y Jerónimo de Urrea.
Escuela filosófico política
Como durante el Renacimiento «o digamos el entusiasmo general por
la antiguedad», hubo también partidarios de la política y el derecho que
calcaron de los modelos antiguos, sobre todo de la República de Platón,
abre Fray Zeferino una escuela filosofíco política en la que incluye a tales
autores: Maquiavelo, Tomas Moro, Bodin, Grocio y, en España, Molina,
Mariana, el portugués Osorio, Quevedo, Saavedra Fajardo, &c. Es curiosa
la ambivalencia con la que se refiere al martir inglés autor de Utopía: este
libro, calcado sobre la República de Platón, «sienta las bases o al menos
deja la puerta abierta a las teorías comunistas», dice Fray Zeferino, aunque
con ciertas restricciones y reservas exigidas por el espíritu cristiano, que se
confirman con la muerte del autor en el cadalso en defensa del Catolicismo
aunque «de todos modos, es cierto que el comunismo, o al menos la abolición de la propiedad individual, constituye parte integrante de su ideal político» (y cita nuestro dominico al inglés de una edición en francés). El
«comunista» Moro, el mismo año en que apareció la segunda edición de la
Historia de la Filosofía de Fray Zeferino, el 9 de diciembre de aquel año de
1886, fué beatificado por León XIII, seguramente en el contexto de la estrategia por ganarse conversos de la Iglesia anglicana (que siguieran el ejemplo entonces en boca de todos del Cardenal Newman) reivindicando beatos
y santos en la pérfida Albión (recordemos la curioso edición del De
communione rerum, ad germanos inferiores de Vives, realizada en 1937 -II
Año Triunfal- por el Dr. Oliveros, con el singular título de Humanismo
frente a Comunismo. El primer libro anticomunista publicado en el Mundo, obra de un pensador español, el universalmente célebre humanista Juan
Luis Vives, nacido bajo el signo Imperial del Yugo y las Flechas el mismo
año en que España descubrió el Nuevo Mundo).
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La filosofía y el protestantismo
Como no podía ser de otra manera, Fray Zeferino se mantiene en la
posición antípoda de Hegel, para quién Lutero es el liberador de la filosofía
del yugo medieval (Lecciones de Filosofía de la Historia, loc.cit.). El protestantismo es contemplado por el Cardenal asturiano como todo lo contrario, y lejos de concederle el significado de una revolución, lejos de reconocerle novedad, lo entiende como un eslabón más de la corriente franciscana
decadente enfrentada con el tomismo.
No se puede exigir objetividad en el juicio a un escritor católico tan
significado como Fray Zeferino al tratar de la filosofía y el protestantismo.
Pero no por eso es menos interesante la reducción que ejercita al interpretar
estas corrientes. Al nominalismo occamista antipapal y anticristiano de
Lutero, que aborrecía de la escolástica no sus defectos sino su espíritu católico, y era declarado antifilósofo, «afortunadamente para la pretendida Reforma», le sucedió Melanchton, quién dió preferencia a la filosofía de
Aristóteles (aunque, advierte Fray Zeferino, lo hizo en parte debido al estado militante del protestantismo y a las necesidades de su oplémica religiosa, más que a razones internamente filosóficas). Se preocupa por subrayar
Fray Zeferino las influencias occamico-nominalistas que, de cualquier modo,
tuvo Melanchton y que habrían subsistido en toda la filosofía alemana protestante hasta Leibniz.
De cualquier modo, no le falta razón al dominico en la crítica que
hace a los racionalistas que enumeran a Lutero entre sus progenitores, toda
vez que el padre del protestantismo negaba todavía más la capacidad especulativa de la razón humana.
La filosofía escolástica durante la época de transición
Fray Zeferino no habla de la filosofía escolástica durante el Renacimiento, sino durante la «epoca de transición» (entre la segunda época o
«filosofía cristiana» y la tercera época, la de la «filosofía moderna»). Epoca de transición o de crisis escolástico moderna que coincide con el Renacimiento:
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«Desgraciadamente para la Filosofía escolástica, el postrer periodo de su movimiento descendente coincidió con el primer periodo
del movimiento ascendente del Renacimiento, y los humanistas, y
los eruditos, y los filósofos neopaganos, y los académicos renacientes
con sus extrañas Academias y denominaciones, hallaron franco y
expedito paso para atacar y oprimir a la primera, ora tomando ocasión de sus vicios y defectos, ora también a causa de la impotencia y
debilidad de sus representantes a la sazón, de algunos de los cuales
pudiera decirse que sólo manejaban en su defensa largas cañas,
arundines longas, como decía Melchor Cano de ciertos teólogos de
su tiempo» (FH, 3, 104-105).
Las causas de esta decadencia escolástica ya habían sido analizadas
antes por Fray Zeferino, como vimos, y simplemente vuelve a recordar
ahora que el cancer se llamaba «nominalismo occamista». Se apoya en los
diagnósticos que habían hecho Melchor Cano para describir la situación
(hace sonreir el asombro del gran teólogo ante algunos que en Italia, dice,
hacían más caso de las opiniones de Averroes, Aristóteles o Platón que de
las de San Pedro, San Pablo o el mismo Jesucristo; asombro que se hace
indignación cuando censura a las mismas altas dignidades de la Iglesia
que, lejos de enseñar la doctrina bíblica, se fijan en los Cicerones, Platones
y Aristóteles).
Distingue Fray Zeferino dos direcciones diferentes en el seno de la
Filosofía escolástica de este periodo: los rígidos (que se obstinaron en defender y practicar los métodos viciosos y los procedimientos defectuosos
que habían originado la decadencia) y los restauradores (que enseñaron y
hasta desenvolvieron la filosofía escolástica evitando los principales vicios
que sus enemigos le echaba en cara). Tiene interés llamar la atención sobre
los adjetivos utilizados por Fray Zeferino para designar estos dos grandes
grupos, sobre todo comparándolos con los términos equivalentes de los
que se han servido otros historiadores. Por ejemplo Marcial Solana (Historia de la Filosofía Española. Renacimiento. Siglo XVI, Madrid 1941 -pero
premiada por la Asociación para el Progreso de las Ciencias antes de la
Guerra-, 3 vols.) en el primer tercio de este siglo, hace una distinción similar al tratar de los escolásticos españoles del siglo XVI, los que dice «decadentes» y los «reformados». Fray Zeferino mide mejor sus calificativos
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que lo hace Solana: rígido tiene un matiz menos grave que decadente (los
rígidos lo habrían sido por mantenerse en una situación decaida que no se
niega, pero no habrían sido ellos mismos decadentes) y restaurador está
mucho más en linea con una tradición que permanece y se recupera y no
hay que volver a formar, a reformar (que es palabra que además, desde que
se habla de una contrareforma, debería destinarse sólo a designar a los
protestantes). En linea con lo dicho, cuando nuestro dominico precisa que
esta clasificación no puede ser exacta ni rigurosa, pues es más una escala
con muchos grados, se sirve de un sinónimo para referirse a la restauración
escolástica de la que habla que abunda en el sentido que hemos señalado:
habla de escolástico «regenerador» (que sobre el restaurador tiene el matiz
de la repetida generación, pero no el del reformador), término este el de
«regenerador» que guarda más parecido, además, con el de «renacimiento».
Esta distinción que utiliza Fray Zeferino para tratar de analizar la situación histórica es típicamente ideológica (interesada): él mismo reconoce que no es rigurosa. Pero quizá por esto mismo manifiesta, mejor que
otras, la idea que Fray Zeferino tenía sobre lo que fuera la filosofía escolástica. Pudiera sorprender que Fray Zeferino no utilice una distinción, por
ejemplo, entre ortodoxos y heterodoxos, que le hubiera llevado a considerar a los rígidos como ortodoxos, pero que al mismo tiempo le hubiera
empujado a una actitud de fidelidad ante fórmulas tomistas medievales y a
subestimar el valor de la filosofía cristiana, dispuesta a asimilar los resultados de la ciencia moderna; esto mismo suponía la simpatía de Fray Zeferino,
como hemos visto, por una evolución homogenea de la filosofía perenne,
incompatible con cualquier rigorismo. Al mismo tiempo, su sentido histórico y racionalista tenía que conceder bastante a los argumentos de sus
contemporaneos (Draper, &c.), identificados en gran medida con los humanistas y científicos del siglo XVI que atacaban a la escolástica, pues un
hombre como Fray Zeferino dificilmente podía explicar esos ataques como
puramente gratuitos. El mejor expediente a su alcance, según esto, sería
distinguir en la propia escolástica y, de este modo, hurtar a sus críticos el
cuerpo: lo que estos criticaban era la escolástica rígida, pero la escolástica
regeneradora estaba siempre viva. De donde recíprocamente se puede esperar la tendencia de Fray Zeferino, similar a la que hemos observado de
«cristianizar» a pensadores paganos, a hacer aristotélico tomistas ortodoxos
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incluso a aquellos autores que desde otros puntos de vista no lo son
tanto. Nos referimos principalmente al caso de Suarez, por un lado, a
quién Fray Zeferino considera como principal modelo de tomista restaurado y a Juán de Santo Tomás, por otro, a quién Fray Zeferino
incluye entre los escolásticos rígidos. Y citamos estos dos casos dado
que para una generación de historiadores tomistas posteriores a Fray
Zeferino, y con un planteamiento de relaciones entre filosofía escolástica y ciencia distinto (un planteamiento que tiende a subrayar la
autonomía prácticamente total de la filosofía como ciencia metafísica), la valoración de estos dos autores es justamente la inversa. Basta
ver como entiende a Juan de Santo Tomás o como valora a Suarez el
padre Gallus Manser O.P. (La esencia del tomismo, trad.esp. de
Valentín García Yebra, CSIC, Madrid 1947).
Fray Zeferino incluye entre los escolásticos rígidos a los autores de los Cursus philosophicus, Institutiones summularum y
Philosophia scholastica que se publicaron en los siglos XVI, XVII e
incluso XVIII (bién a cargo de los carmelitas complutenses, de los
jesuitas conimbricenses o de los dominicos de Alcalá). Incluso considera entre los rígidos a autores como Juán de Santo Tomás o Francisco de Silvestris, el Ferrariense, a pesar de las señales de restauración que dice se detectan en sus escritos.
Los principales representantes del movimiento restaurador de
la escolástico habrían sido, según la importancia que les atribuye
nuestro dominico, el cardenal Cayetano, Javelli, Vitoria, Soto, Cano,
Cardillo de Villalpando, Vázquez, Arriaga y Suarez (en un segundo
plano cita a otros varios, como los jesuitas Molina, Fonseca, Oviedo,
el secular Ciruelo -a quién, por cierto, el ya mencionado Marcial
Solana incluye entre los decadentes-, &c.). Como escritor apologético, dentro de este grupo, destaca la figura de Savonarola y como
exegeta la de Arias Montano. Como dato indicativo de la importancia
relativa que concede Fray Zeferino a los representantes de ambos
«géneros» de escolásticos, digamos que se despacha a los «rígidos»
en dos páginas, mientras que dedica cerca de cuarenta a los
«restauradores».
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Llamemos la atención sobre la tendencia que creemos se puede
detectar en el dominico asturiano a restar importancia al jesuita granadino Suárez: niega que pueda hablarse, en filosofía, de un suarismo
(salvo que quienes usen el término se refieran no a la filosofía de
Suarez sino a las diferencias con Santo Tomás que desarrollaron algunos jesuitas posteriores) puesto que, afirma Fray Zeferino reduciendo la importancia de Suarez, éste no hizo más que seguir al de
Aquino:
«La Filosofía de Suárez coincide con la escolástica, o, mejor
dicho, es la Filosofía de Santo Tomás, a quien cita y sigue en cada
página de sus obras filosóficas. Si se exceptúan las cuestiones relativas a la distinción real entre la esencia y la existencia, al conocimiento intelectual de los singulares y al modo de explicar el concurso
divino en la acción de las criaturas, apenas se encuentran problemas
de alguna importancia en que se aparte de la doctrina de Santo Tomás» (HF,3,145).
Como se puede observar, nuestro historiador, consciente de los
puntos principales de diferencia entre Santo Tomás y Suárez, los evita, reconociéndolos como excepción: Santo Tomás distingue entre
Potencia y Acto (esencia y existencia) -y sólo el Acto puro, Dios, es
Acto sin potencia- mientras que Suárez sólo exige como principio de
individuación la existencia (cf. el libro del P. Manser, antes citado).
Pero si Fray Zeferino, en plena dialéctica inconsciente entre dominicos y jesuitas, tiende a restar originalidad a Suárez, que no sería,
según lo entiende, más que un adaptador de Santo Tomás, en absoluto le quita importancia: precisamente se la concede por esa interpretada fidelidad tomista:
«Suárez es acaso, despues de Santo Tomás, el filósofo más escolástico de los escolásticos, el representante más genuino de la Filosofía escolástica, como evolución intelectual concreta del espíritu humano. Su concepción filosófica es la más completa, la mas universal y solida, si se exceptúa
la de Santo Tomás, que le sirve de punto de partida, de base y de norma»,
«En metafísica, como en teodicea, en moral como en psicología, Suárez
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marcha generalmente en pos del Doctor Angélico, cuyas ideas expone, comenta y desenvuelve con lucidez notable», «Suárez no hace otra cosa que
reproducir, afirmar y desenvolver la doctrina de Santo Tomás, acomodándola al lenguaje de su tiempo y a los errores que pudieran sobrevenir, como
en efecto sobrevinieron».
Como es facil deducir, parece como si, al margen de lo que hemos
dicho anteriormente, quisiera Fray Zeferino hacer mérito de las constantes
protestas de Suarez de seguir a Santo Tomás.
Movimiento escéptico
Por último trata Fray Zeferino del «movimiento» escéptico, décima
escuela de las que distingue en el Renacimiento. Menciona como formando parte de este movimiento, entre los del siglo XVI, a Montaigne, Charron,
Le Vayer y Francisco Sánchez con mayor detenimiento (le califica tanto de
filósofo bracarense como de filósofo español, consumando el imperialismo
de nuestra historia de la filosofía nacional sobre una de las mayores glorias
de la historia filosófica del pais vecino), y entre los de la siguiente centuria
a Hirnhaym, Glanvill, Huet y Bayle.
Ojeada retrospectiva sobre el Renacimiento
Fray Zeferino, al hacer balance sobre lo que significó, desde una perspectiva histórico filosófica, el Renacimiento, reconoce dos aspectos positivos (la reaparición de la literatura antigua y los grandes descubrimientos y
progresos de las ciencias físicas y naturales) y uno negativo, verdadero
virus o defecto de este periodo, es decir, la hostilidad contra la Iglesia. El
resultado de esta concurrencia de factores le lleva a emitir una conclusión
que no puede dejar lugar a dudas en cuanto al sentido de la valoración que
le merece dicha época a nuestro Cardenal: «el Renacimiento no merece las
simpatías ni la aprobación del católico, ni del hombre imparcial y de sano
criterio, porque en este concepto, fué un mal grnade, origen de males mayores» (HF,3,160). El Renacimiento, en filosofía, es comparado por el do-
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minico asturiano con la filosofía patrística, en tanto que esta habría sido
prólogo de la Filosofía escolástica y aquel lo habría sido de la Filosofía
moderna, que en este sentido, en tanto desarrollo de los gérmenes
renacientes, estaba tocada en su origen por tendencias racionalistas y un
espíritu anticristiano y antieclesiástico.
El Cardenal González no niega que hubiera Renacimiento en España,
pero sí afirma que en nuestro pais revistió caracteres únicos, pues fué la
única nación donde en medio del espíritu renaciente se conservó el espíritu
católico. Es más, le sirve España como ejemplo y demostración práctica de
cómo podría haberse desarrollado el Renacimiento en otras naciones, sin
aquel virus anticristiano. Lo que hay que poner en duda es, evidentemente,
la posibilidad misma de equiparar el renacimiento italiano con el español
(de otro modo, un renacimiento santificado, como hubiera aceptado Fray
Zeferino, no hubiera sido renacimiento, y sólo por una suerte de analogía
se puede hablar de verdadero renacimiento en España).
Concluye Fray Zeferino afirmando que aunque en el Renacimiento se
puede hablar de filósofos en realidad no se puede decir que tuvieran una
filosofía original: «Hay filósofos del Renacimiento, pero en rigor no hay
una Filosofía del Renacimiento» (dejando aparte la escolástica cristiana,
único sistema filosófico que se habría mantenido durante esos años).
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Tercera época de la filosofía: la filosofía moderna
Nos atreveríamos a afirmar que la concepción que el Cardenal
González ofrece del curso del desenvolvimiento de la filosofía tiene un
componente dialéctico sui generis (asemejable, hemos dicho, al de los organismos biológicos) indiscutible. Dado que, supuesta la plenitud de la
conciencia filosófica en la época de Santo Tomás, resulta ser el propio desarrollo interno de esta filosofía (que, por tanto, ya debiera tener por sí
misma una estructura dialéctica, es decir, el tomismo habría que verlo como
organismo que se desenvuelve por oposición al averroismo, al nominalismo
o al materialismo) aquel que conduce a la decadencia. En cierto modo cabría decir que la decadencia se produce por una recombinación (favorecida
por circunstancias externas, sin duda) de los mismos componentes que determinaron el estado de plenitud (o que pueden volver a determinarlos): los
elementos que estaban integrados, sometidos, sujetos, criticados mutuamente -sin que por ello perdiesen su necesidad propia- se rebelan, se desatan, crecen en desmesura. La «decadencia», tal como la trata Fray Zeferino,
se parece así a una crisis, a una enfermedad y, como la enfermedad, hay
que verla rondando siempre cerca de la salud. También por ello, la salud
podrá recuperarse de nuevo, aunque haya que partir necesariamente del
organismo enfermo. Eventualmente además este organismo viviente que
ha recuperado su salud, por sí o por sus hijos, podrá alcanzar un vigor aún
mayor que el de sus antecesores. Dentro de la perennidad del sistema cabe
hablar de progreso. Pero en todo caso, habrá que tener en cuenta que la
Historia no es solo la historia del progreso hacia la verdad, sino también la
historia de su conservación y la de las desviaciones de la verdad, del error
y de la oscuridad. Estas frases constituyen a nuestro juicio un modo válido
para describir la «dialéctica» de la Historia de la Filosofía que el Cardenal
González parece estar utilizando continuamente. Una dialéctica que, hay
que reconocerlo, sin perjuicio del dogmatismo que lleva implícito, y del
partidismo que significa, sin duda, la adopción de los criterios de salud y
enfermedad, le permite una amplia «capacidad de maniobra» para interpretar el decurso de las escuelas o de las individualidades filosóficas, una notable flexibilidad en los juicios, valoraciones y matizaciones, así como una
poderosa capacidad para salvar o recuperar, en muchos aspectos, contenidos de las mismas escuelas o individuos que condena. La perspectiva del
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Cardenal González ante la filosofía moderna no es pues, en modo alguno,
la del nostálgico que se lamenta del paraiso medieval perdido: es más bién,
como venimos diciendo, la del naturalista que se alegra de comprobar los gérmenes de salud que encuentre en cualquier organismo donde
quiera que se halle. En este sentido podríamos aventurar la fórmula
según la cual la Historia de la Filosofía, según la hace el Cardenal
González, se aproxima notablemente a una Historia de la Salud (o de
la enfermedad) no ya del cuerpo, sino del espíritu humano: una historia que tendrá a mano los recursos tanto de la «fisiología», como los
de la «epidemiología». La clave residirá en el acierto de los «diagnósticos».
Pues bién, la «Filosofía moderna» representa la tercera época
histórica de la filosofía, según el esquema de Fray Zeferino, tras la
filosofía pagana y la filosofía cristiana (con los correspondientes periodos de transición de la Patrística y el Renacimiento) y sobre todo,
una época de «enfermedad». El dominico asturiano es muy claro a la
hora de «diagnosticar» la enfermedad, de explicar, tanto el decaimiento final de la escolástica como el origen de la filosofía moderna.
El virus responsable no podía ser otro que el Doctor Singular e Invencible, el franciscano Guillermo de Occam, que es tachado por
Fray Zeferino de «libre pensador»; virus que se propagaría a la escuela nominalista «occamica» heredera del heterodoxo fundador.
De resultas de la unión entre el pensamiento racionalista incubado por esa escuela escéptico-nominalista con los aires renacientes
se habría llegado a la nueva situación, que caracteriza nuestro autor
por el protestantismo en el terreno religioso, el absolutismo (avasallador de la libertad eclesiástica) en el político y el racionalismo en la
filosofía. Así pues sería este racionalismo la nota característica de la
filosofía moderna (en sus tres vertientes de positivismo empírico -que
representa Bacon-, criticismo -iniciado por Campanella- y panteismo
-caracterizado por Bruno-; tres vertientes que Descartes contendría
en conjunto):
«En el fondo del protestantismo, y en el fondo del absolutismo absorbente, y en el fondo del separatismo filosófico-teológico del siglo XVI, lo
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mismo que en el fondo del deismo y del Dios-Estado, y del positivismo
materialista de nuestra época, palpita la idea racionalista, palpita la concepción del racionalismo que diviniza y proclama autónoma a la razón humana, como si no existiera sobre ella y antes que ella una razón divina; que
da por supuesto, sin cuidarse de probarlo, que Dios no puede revelar al
hombre alguna verdad superior a las que éste puede alcanzar con sus propias fuerzas; que convierte a la razón del hombre en principio y norma, en
medida absoluta de la verdad» (HF,3,167).
Como puede observarse, Fray Zeferino incorpora en este párrafo, juicios históricos de Ventura, Maret, Donoso, &c.
Aceptado por Fray Zeferino que el racionalismo es el fundamento de la filosofía moderna, y puesto que su concepción de la historia de las manifestaciones del «espíritu humano en el orden filosófico» es progresiva, plantea la cuestión de si era entonces necesario
para la restauración y progreso de la Filosofía haber llegado a los
límites «separatistas» de la filosofía moderna, como un momento necesario del proceso en su conjunto. La respuesta es negativa. Según
el cardenal asturiano la filosofía podría haber progresado sin necesidad de tales extremos racionalistas, como lo demuestran, argumenta
Fray Zeferino, los nombres de Campanella, Pascal, Malebranche,
Rosmini, Gioberti «y hasta relativamente los de Descartes y Reid, no
menos que el nombre inmortal de Leibnitz, que escribió sobre la conformidad entre la fé y la razón», que pudieron ensanchar los horizontes de la Filosofía «marchando de acuerdo y hasta recibiendo lecciones y dirección de la palabra divina».
Pero con esto no está abogando Fray Zeferino por una especie
de inmovilismo dogmático: tampoco la filosofía debía permanecer
estacionaria sin salir de los moldes de la ciencia patrística y de la
filosofía escolástica:
«que los siglos no pasan en vano sobre los hombres y los pueblos, y el
movimiento continuo de la historia entraña en su seno y arroja sin cesar al
mundo nuevas ideas y nuevos problemas para la Filosofía, como entraña y
arroja nuevos problemas para las ciencias físicas y naturales, para las cien-
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cias sociales y políticas. Sin salir de la esfera cristiana, y sobre la anchurosa
base filosófica, representada por los trabajos de San Agustín y Santo Tomás, pudiera haberse levantado muy bien lo que hay de sólido y verdadero
en las construcciones y desenvolvimientos filosóficos de la era moderna.
Compatibles son con esa base anchurosa y con esa atmósfera cristiana, el
empirismo baconiano dentro de ciertos límites, y algunas de las direcciones e ideas cartesianas, y el psicologismo analítico de la escuela escocesa,
y hasta el criticismo kantiano, todo ello contenido dentro de convenientes
límites y de reservas racionales» (HF,3,168).
Ofrece Fray Zeferino en primer lugar una caracterización general del
nuevo periodo para, después de haber expuesto en detalle autores y corrientes, cerrar con un apartado de resúmenes, conclusiones y valoración
general. Pero ocurre -y esto, a nuestro juicio, manifiesta mejor que cualquier otra cosa su método filosófico- que las anticipaciones que hace en el
texto Fray Zeferino no se corresponden totalmente con las conclusiones
que hace al final. Así el concepto de Filosofía Moderna adquiere su configuración precisa al final, configuración que, sin contradecirse con los caracteres que figuran al principio, contiene determinaciones importantes que
no se derivan -acaso porque no pueden derivarse- de aquellos. Es decir, hay
dos momentos en la definición de las notas propias de la filosofía moderna:
los caracteres que se detallan previa la exposición pormenorizada, donde
se formulan sobre todo los rasgos diferenciales de esa etapa respecto a las
otras, en una visión conspectiva del asunto que no es una mera sintesis, y la
caracterización que se hace ex post facto, retrospectivamente, y que aparece como resultado obtenido despues de la exposición del propio material
histórico, inductivamente. En el caso de la filosofía moderna esta diferencia queda claramente manifiesta en el hecho de que Fray Zeferino no utiliza el concepto de «filosofía novísima» más que cuando va a tratar de Kant,
cuando la coherencia interna hubiera exigido una referencia anticipatoria a
la nueva etapa que va a acabar distinguiendo en la filosofía moderna, la
novísima, al presentar esta tercera época de la Historia de la Filosofía. Se
pueden sugerir para explicar este proceso distintas causas, puesto que extraña que la caracterización general vaya al final más que al principio, como
siguiendo el proceso lineal de pensamiento que hubiera seguido Fray
Zeferino (en el que las caracterizaciones serían un resultado del análisis y
no algo previo). Más que buscar la explicación en un recurso pedagógico
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(como si nuestro Cardenal buscase que el lector fuera obteniendo
inductivamente él mismo las mismas conclusiones a las que habría
llegado tambien el autor en su momento, y no antes), sugerimos que
Fray Zeferino efectivamente decidió diferenciar una filosofía novísima
dentro de la moderna a medida que fué tratando el propio material
pero que, por los usos frecuentes aún en el siglo XIX, de ir imprimiendo los pliegos de las obras a medida que los autores prolíficos
los iban escribiendo, le habría impedido modificar una parte que ya
tenía escrita e incluso impresa.
De cualquier modo puede asegurarse que la filosofía moderna,
a partir de Kant, experimenta, en la Historia de la Filosofía del Cardenal González, una transición que da paso a una filosofía novísima.
Con la introducción de esta nueva etapa comienza Fray Zeferino a
hacer sinónimos los calificativos de nueva y moderna aplicados a la
filosofía (obligando a pensar que debió recurrir al «novísimo» para
no tener que hablar de una filosofía modernísima o modernista -que
recordaba «peligrosos» sistemas distintos).
La filosofía moderna se caracteriza, según Fray Zeferino, en el
terreno filosófico, por el empirismo y el idealismo, y, desde el punto
de vista teológico por el racionalismo (y estos tres componentes ya
se encontrarían en los dos primeros y principales representantes,
Bacon y Descartes). Sin embargo estas tres características no se encuentran yuxtapuestas. Leyendo a Fray Zeferino parece que más bien
los rasgos más propios de la filosofía nueva (o de la filosofía moderna antes de Kant) son el empirismo de Bacon (que conduce al escepticismo, con Hobbes y Berkeley) y el cartesianismo (que conduce al
idealismo, con Espinosa, Pascal, Malebranche y Condillac). De hecho parece como si el idealismo, que propiamente caracterizaría la
filosofía «novísima», se encontrara ya en germen en los primeros
momentos de la filosofía moderna, como ocurriría con el propio
racionalismo:
«La idea racionalista, incubada y aplicada, más bien que enseñada y
defendida, por Descartes y Bacon; el racionalismo, más bien práctico que
teórico, indeciso, incompleto y como vergonzante de los dos fundadores de
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la Filosofía moderna, se transforma en racionalismo explícito y decididamente anticatólico en Hobbes y Spinoza, sus sucesores inmediatos»
(HF,3,441).
Podría decirse así que Fray Zeferino ve en el empirismo y el
racionalismo las dos fuentes del idealismo, una de las tesis que cincuenta años más tarde defendería en detalle Regis Jolivet, en su obra
Las fuentes del idealismo (Les sources de l’idealisme, 1936, versión
castellana de Antonio Guruchani, Ediciones Descleé de Brouwer,
Buenos Aires 1945, 171 pgs.), donde documenta históricamente la
tesis del idealismo como consecuencia lógica del empirismo
nominalista, y del idealismo como racionalismo filosófico (Jolivet,
por cierto, no cita al Cardenal González; sin embargo, no es dificil
que el profesor de Lyon conociera la edición francesa de su obra).
Podríamos decir por tanto que Fray Zeferino interpreta el
racionalismo y el empirismo, en cierto modo, desde el idealismo,
perspectiva original que puede parecer anacrónica (pues Bacon o
Descartes no pueden ser llamados en propiedad idealistas: Kant mismo habla del «idealismo problemático» de Descartes -pero del «idealismo dogmático» de Berkeley- Crítica de la Razón Pura, Anal.tras.
lib.2, cap.2. sec.3: ‘Widerlegung des Idealismus’, anacronismo que
es reconocido por otros historiadores). Así Fray Zeferino dice que
Descartes «siguiendo su costumbre de embrollarse y contradecirse»
no tarda en «acercarse al idealismo» y colocarse en un «terreno
escéptico-idealista» (HF,3,225). Este tipo de «anacronismo», o aplicación de un concepto que ha resultado posteriormente de forma retrospectiva, donde Fray Zeferino no hace más que seguir, en el fondo, lo que afirma Hegel en el sentido de que la verdad de una escuela
está en sus resultados y que sólo desde ellos podemos juzgar, le permite ver más que posiciones subjetivas de los distintos autores al
reinterpretar la filosofía moderna desde la novísima.
Fray Zeferino no trata muy claramente las conexiones de empirismo
y racionalismo, que no están meramente yuxtapuestas. Si que parece que
ambos habrían confluido en un resultado común, la Enciclopedia (cuyo
«sensualismo materialista» -HF,3,441- sería fruto de las dos corrientes ini-
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ciadas en Bacon y Descartes). Tiene interés resaltar la idea de Fray Zeferino
de un idealismo ejercido (actu exercitu) en el empirismo y el racionalismo
que va logrando su representación (actu signato) a medida que adelanta el
curso de la historia, esquema que habrá de tener amplia acogida entre los
historiadores de la filosofía. Y en este proceso, Fray Zeferino reconoce la
importancia de Kant para la filosofía:
«Así es que, al finalizar el siglo XVIII, la Filosofía, corroida interiormente por un racionalismo universal y absorbente, y saturada a la vez de
escepticismo y sensualismo materialista, se hallaba en un estado de verdadera postración, y no es facil calcular lo que hubiera sido la historia de la
Filosofía, a contar desde la época indicada, sin la sacudida vigorosa que le
comunicó el genio de Kant» (HF,3,442).
Precisamente teniendo en cuenta esta consideración creemos de interés analizar con cierto detalle los esquemas que Fray Zeferino utiliza para
explicar el paso del racionalismo y empirismo hasta el idealismo trascendental, paso que se habría dado precisamente en Kant, con su filosofía trascendental, concepto que Fray Zeferino reinterpreta de modo muy curioso y
totalmente discutible, pero por ello más significativo del esquema que estamos tratando de atribuirle. Dice el dominico asturiano que la filosofía trascendental se llama así porque pretende elevarse (transcendens, dice él) tanto sobre la sensibilidad (sobre la que el empirismo o el sensualismo habrían
fundado el conocimiento) como sobre el entendimiento (como habría hecho el idealismo, el racionalismo), para dar «cabida simultaneamente a la
sensibilidad y al entendimiento o razón en la constitución y aplicación del
conocimiento» (HF,3,448). Evidentemente aquí Fray Zeferino está
distorsionando un tanto el sentido que Kant dió al concepto de trascendental (lo que precede a la experiencia y la hace posible y está aplicando simplemente el concepto escolástico de trascendental (por ejemplo, tal como
lo expone Suárez, lo que desborda o trasciende las categorías) al caso de las
«regiones» (por no decir categorías) de la sensibilidad y el entendimiento.
Y desde esta distorsión no tiene inconveniente Fray Zeferino en asegurar:
«Desde este punto de vista, y en este concepto, la Filosofía de Santo Tomás
y la de la mayor parte de los filósofos cristianos tiene tanto derecho como
la de Kant para apellidarse Filosofía trascendental» (HF,3,448). Al mismo
tiempo tenemos aquí la clave que explica la importancia que de hecho con-
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cede Fray Zeferino a Kant como iniciador y restaurador de una nueva etapa
de la filosofía, dentro de su esquema general de lo que es el desarrollo
de la Historia de la Filosofía, en tanto que la filosofía, como venimos
diciendo, sólamente podría encontrar su propio paso en la medida en
que se mantenga en la perspectiva de la filosofía perenne cuyo canon
es la filosofía de Santo Tomás.
Ahora bien, tal como hemos visto, Fray Zeferino procede entendiendo la filosofía moderna, empirismo y racionalismo, como la
historia de una degradación, de un desvío de la filosofía perenne. Por
tanto la filosofía moderna es entendida como una etapa de descomposición, de mezclas, que desemboca en un idealismo de signo diferente según su origen sea racionalista o empirista, y que confluye con
el escepticismo (caso de Hume) o incluso con un escepticismo de
cuño idealista (caso de Berkeley) o con un subjetivismo total incompatible con la filosofía, subjetivismo determinado por el desvío de
toda regla objetiva y particularmente del catolicismo. Kant, según
Fray Zeferino, es quien con su «concepción grandiosa y profunda»
(HF,3,488) logra remontar el curso de la filosofía, recuperación que
como es natural sólo podía ser vista por Fray Zeferino como recuperación de la perspectiva de la filosofía perenne trascendental tal como
él la entiende, recuperación del punto de vista tomista. La sorprendente reinterpretación que hace Fray Zeferino, al «apellidar» como
trascendentales, con tanto derecho como Kant, a la mayor parte de
los filósofos cristianos, nos pone en inmediata disposición de la recíproca, a saber, la interpretación de la filosofía tomista desde Kant,
como ensayaría, después de Fray Zeferino, el padre Marechal en «el
punto de partida de la metafísica».
Por lo que se refiere al empirismo, lo que escribe Fray Zeferino
parece más corriente. Va nuestro autor exponiendo a Bacon, Locke,
Hume y Berkeley, subrayando del ellos cómo la pretensión de derivar todo nuestro conocimiento de la sensación y de reducir el entendimiento a la sensación y lo inteligible a lo sensible (proyecto de
Locke y Hume) bloquea la posibilidad del conocimiento filosófico
objetivo y constituye el germen del idealismo subjetivo («todo lo que
conocemos, en el fondo, son sensaciones mias», sensualismo) y tam-
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bién, según Fray Zeferino, del materialismo. Es interesante constatar
que la conexión entre sensualismo y materialismo (conexión establecida
ampliamente por Lange y que Fray Zeferino conoce y cita) es establecida por el dominico de modo distinto a como podía establecerla
Lange. Pues el punto de vista de Fray Zeferino traduce el sensualismo
de la filosofía moderna más a términos escolástico aristotélicos, para
los cuales los sentidos nos ponen en presencia de las cosas materiales, argumento que no puede ser atribuido a los propios empiristas, ni
siquiera cuando Fray Zeferino les acusa de idealismo, porque particularmente el idealismo consiste en negar que los sentidos nos pongan por delante de la materia, pues la materia no existe (y en el idealismo material de Berkeley la materia es el propio lenguaje que Dios
nos envía -ser es ser percibido-). La conexión entre sensualismo y
materialismo no es clara más que desde el punto de vista escolástico.
En Fray Zeferino es confusa la delimitación entre el idealismo positivista y el empirismo idealista, el empiriocriticismo de Mach (por
cierto, como es sabido, la asociación de pensadores tan distantes como
Berkeley y Mach la percibió Lenín en su libro Materialismo y
Empiriocriticismo).
El análisis que hace Fray Zeferino del empirismo resulta, sin
duda, desde el punto de vista histórico, muy grosero, en cuanto que
no logra deslindar el empirismo idealista del materialismo aunque,
efectivamente, de forma recíproca, una clase de materialismo suele ir
asociada al empirismo. Fray Zeferino, que conocía el materialismo
sensualista del siglo XVIII, La Mettrie, Holbach, un materialismo
que efectivamente se acoge a una epistemología radicalmente empirista, parece que no tuviera en cuenta las derivaciones no materialistas sino idealistas del sensualismo. No creemos arriesgado afirmar
que esto sea debido al uso de sus propias categorías escolásticas que
traducirían siempre el conocimiento sensible en términos de la materia. Hay indicios que nos permiten suponer que Fray Zeferino explicaba el caso de Berkeley, es decir, el sensualismo idealista no materialista, por razones externas que tendrían que ver con su condición
de obispo anglicano y la influencia de la fe cristiana que permitía
sustituir la materia por un Dios espiritual, aunque, como escribe nuestro dominico, de modo un tanto gratuito:
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«El vicio radical del sistema de Berkeley consiste en no haber
reflexionado y reconocido que en la generación y constitución del
conocimiento humano, entran como elementos importantes y superiores la razón pura, las ideas universales y los principios o axiomas
necesarios, y que no bastan, por consiguiente, los sentidos con sus
percepciones y representaciones para explicar el génesis y constitución de la ciencia. Por lo demás, la doctrina de Berkeley es una evolución perfectamente lógica de la concepción sensualista de Locke,
que le sirve de punto de partida, y que entraña el germen y la razón
suficiente de los extravíos y exageraciones idealistas a que fué arrastrado el filósofo irlandes» (HF,3,372).
En todo caso subraya Fray Zeferino cómo no hace falta reflexionar mucho para conocer que gran parte de las conclusiones idealistas
de Kant son aplicación de la teoría de Berkeley (aunque advierte que
la solución dada por Berkeley al problema de la realidad objetiva del
mundo material es más radicalmente idealista que la solución de Kant
al mismo problema, HF,3,371).
El concepto de racionalismo de Fray Zeferino es muy interesante y no se manifiesta de una sola vez. Racionalismo no es solamente
un concepto utilizado por el dominico asturiano desde el punto de
vista «emic» para designar la doctrina que pone a las facultades intelectuales como única fuente de conocimiento, reduciendo las sensaciones al cogito, sino que también estaría incorporada en su concepto
de racionalismo la actitud objetiva -«etic»- de emancipación de las
doctrinas de la Iglesia católica, que es regla objetiva. Emancipación
que, es cierto, no es confesada por muchos de los racionalistas, por
ejemplo Descartes o Gassendi, que se consideran fieles adeptos de la
Iglesia Católica, pero si es practicada de hecho, y por eso Fray Zeferino
aprecia el espíritu de consecuencia de aquellos pensadores
racionalistas que ya abiertamente declaran su independencia de todo
criterio externo de verdad, como puede ser el caso de Espinosa. A
este se refiere sin duda Fray Zeferino cuando en el párrafo citado, al
describir la filosofía moderna, menciona al racionalismo en su contexto teológico. Es interesante subrayar cómo advierte Fray Zeferino,
de un modo que creemos certero, el componente subjetivo e indivi-
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dualista que mueve este racionalismo que ideológicamente se presenta como la regla misma de la objetividad, subjetivismo que se manifiesta en el rechazo por parte del racionalismo de la tradición y la historia,
sobre todo en Descartes:
«Después de echar por tierra toda la Filosofía tradicional y cristiana,
Descartes levanta el pedestal de su Filosofía sobre la doble base de la duda
universal y del libre pensamiento. (...). La segunda base del edificio cartesiano es la primera máxima o regla que propone en su discurso sobre el
método, máxima cuya letra y cuyo espíritu pueden condensarse en los siguientes términos: ‘No admitir cosa alguna como verdadera, sino a condición de ser conocida su verdad con evidencia por nuestro pensamiento: con
respecto a la verdad, el pensamiento humano debe ser libre de toda autoridad, y sólo debe someterse a la evidencia como regla única de verdad y
certeza’. Excusado parece advertir que esta máxima, fecundada, o, mejor
dicho, esterilizada por la duda universal y combinada con el menosprecio y
la hostilidad hacia la Filosofía cristiana tradicional, encierra, no ya sólo el
germen, sino la substancia y la esencia completa del racionalismo. Es, pues,
incontestable que el principio racionalista es el caracter dominante, es la
nota característica de la Filosofía cartesiana, y no sin razón lo han reconocido así generalmente católicos y no católicos, amigos y enemigos del
cartesianismo» (HF,3,219-220).
Tiene interés la imagen que nos presenta Fray Zeferino según la cual
el racionalismo de la filosofía cartesiana habría sido el origen de un gran
silogismo que habría tardado tres siglos en cerrarse:
«A causa del fermento racionalista que palpita en su seno, la Filosofía
cartesiana puede considerarse como la mayor de ese silogismo inmenso
que representa el proceso general de la Filosofía anticristiana y negativa de
los tres últimos siglos. Nada se debe admitir como verdadero, dijo Descartes, sino lo que lleva el sello de la evidencia, y el siglo XVII no hizo más
que comentar, desenvolver y aplicar esta tesis cartesiana. Vino después el
siglo de Voltaire y de la Enciclopedia, y estableció la menor del gigantesco
silogismo, diciendo: es así que nada de lo que hasta entonces había enseñado la Teología y la Filosofía acerca de la religión, de la moral cristiana, de
la vida y muerte eterna, etc., llevaba el sello de la evidencia. De donde
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infiere hoy nuestro siglo, combinando las dos premisas anteriores, que nada
debe admitirse como cierto y verdadero, sino lo que nos dicen los sentidos
y lo que se refiere a la materia». (HF,3,235-236)
Consideramos certero el diagnóstico de Fray Zeferino cuando presenta el racionalismo como subjetivismo, tal como Hegel había puesto de
manifiesto. La apelación del dominico asturiano a la regla objetiva de la
Iglesia Católica es la versión católica de lo que en términos hegelianos se
llamaría la corrección del espíritu subjetivo por la inmersión en el espíritu
objetivo.
Bacon
Fray Zeferino es muy crítico al valorar la figura del Canciller Bacon.
Bacon es presentado como un autor reivindicado sobre todo desde Voltaire
y D’Alembert y que, a pesar de sus doctrinas y su actitud, no aportó nada a
las ciencias experimentales, pues siendo como fué contemporaneo de figuras como Copérnico, Tycho-Brahe, Kepler o Galileo, no descubrió nada de
importancia. Sorprende aquí el certero juicio de Fray Zeferino sobre el
significado de Bacon para la filosofía de la ciencia moderna, significado
que fué mantenido en su dia por neokantianos (él mismo cita a Lange) y
hoy por otros historiadores y críticos, en el sentido de subestimar la importancia de Bacon, como Koyré, Ortega o Cassirer.
Fray Zeferino incluso niega que Bacon fuera un filósofo (pues, dice,
no tendría una filosofía, sino que a lo más cabría hablar de una doctrina
baconiana). Doctrina que, referida a la moral, arranca en nuestro dominico
la mayor dureza crítica: «Esta dirección antiteista y antiética se revela también en sus máximas morales y políticas, muchas de las cuales entrañan un
fondo de bajeza, de inmoralidad y de corrupción, que ha merecido la reprobación hasta de sus admiradores». El único mérito que se reconoce a Bacon es el haber llamado la atención de los hombres de letras sobre las ventajas de la experiencia y del método de la inducción para la restauración y
progreso más que de la filosofía, de las ciencias físicas, mérito que de cualquier modo queda oscurecido en tanto que, no cesa de recordar nuestro
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Cardenal, a pesar de todas las reglas y máximas que escribió sobre la materia, no hizo descubrimiento alguno de interés (cita a C. Bernard como apoyo: «Los que hicieron más descubrimientos en la ciencia, son los que menos conocieron a Bacon, al paso que nada han producido en este género
aquellos que más han leido y meditado sus obras»), y porque esa misma
proclamación de la necesidad del método experimental y de la inducción la
habían hecho y hacían otros, de hecho, con resultados prácticos. Incluso,
en esta linea de quitar mérito a Bacon en tanto que mero teórico, se apoya
nuestro dominico en el Lange de la Historia del Materialismo, «testigo
nada sospechoso en esta materia», que reconoce en Bacon una gran «ignorancia científica, en la que la superstición no tenía menos parte que la vanidad». Y no se puede decir que Fray Zeferino, que en los primeros años y
escritos de su vida se dedica a las ciencias naturales y experimentales, no
tuviera cierta autoridad para hacer estas censuras, «desde la ciencia», a
Bacon. Se indigna en particular Fray Zeferino por el desprecio que el Canciller inglés parece que mostraba hacia las matemáticas, que no eran vistas
por este más que como mero apéndice de la Física
De todas formas nos permitimos formular dos reservas críticas frente
al juicio que sobre Bacon hace Fray Zeferino:
1. Que no se distingue adecuadamente (como tampoco lo distingue
Bernard) entre contribución a las ciencias y contribución a la filosofía de la
ciencia. Bacon pudo no haber ofrecido ningún descubrimiento importante
en ninguna ciencia positiva, pero pudo a la vez haber significado alguna
importante novedad en la exposición del método científico. Creemos, sin
embargo, como Fray Zeferino, que el Novum Organum de Bacon da una
imagen de la revolución científica totalmente distorsionada, precisamente
por la desconsideración del método matemático (que el propio dominico
señala), que es un método deductivo y que no puede serle opuesto a la
inducción, salvo que la inducción se entienda como procedimiento justificativo más que heurístico.
2. El significado histórico en la filosofía de Bacon queda muy minimizado por Fray Zeferino, porque al margen de los juicios de valor -valoración que obviamente, desde el tomismo, tenía que ser negativa-, lo cierto es
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que Bacon fué practicamente el primero que formuló la reorganización del
sistema de las ciencias filosóficas de un modo no escolástico, distinguiendo la doctrina general del ser (entendida no ya como metafísica, sino como
exposición de los rasgos comunes a los tres géneros de ente, y abriendo con
esto la via a lo que se llamaría luego Ontología por Leclerq) de las doctrinas especiales que él llama de mundo, de homine y de numine (anticipándose así, como hemos subrayado en capítulos anteriores, a la formulación
de las tres famosas ideas de la filosofía cartesiana y kantiana, Dios, Mundo
y Hombre, que constituyen también los respectivos objetos de la metafísica
especial de Wolf).
Hobbes
Hobbes es visto por Fray Zeferino como el intérprete de Bacon que
aplicó la doctrina de éste a la moral y a la política. La doctrina de Hobbes,
mezcla de un nominalismo perfecto y una severa lógica, se resuelve así en
sensualismo materialista. En Hobbes se producen los desarrollos del materialismo que al dominico parecen naturales: el nominalismo en Filosofía,
el sensualismo utilitario en moral y el despotismo en política. Fray Zeferino,
evidentemente, no conoce a Hobbes, reduciéndolo a ser un mero discípulo
deBacon y pasando por alto su constructivismo y su matematicismo, tan
lejanos del empirismo baconiano.
Descartes
Dentro del racionalismo en el sentido estricto trata Fray Zeferino principalmente a Descartes, Malebranche, Geulincx y Espinosa (a Leibniz le
da un tratamiento especial). Quizá la mayor aversión que parece manifestar
Fray Zeferino lo es hacia Descartes, en quién ve a un hipócrita y un pusilánime, y a quién acusa de oscuro («siguiendo su costumbre de embrollarse y
contradecirse», HF,3,225) -precisamente a quién se había propuesto como
norma de la filosofía la claridad y la distinción- y de contradictorio y a
quién, por supuesto, niega novedad, apoyando este diagnóstico con la opi-
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nión de Ritter. Descartes es pues para Fray Zeferino uno de los principales
responsables de la des-composición en que consiste gran parte de la filosofía moderna. Mas que ver, como decimos, en Descartes el reflejo de
una nueva concepción y método, le achaca la trivialización y degradación unilateral de tesis conocidas. Así afirma Fray Zeferino que las
reglas del método cartesiano son reglas vulgares que se encuentran
en cualquier tratado de lógica («...dejando a un lado las máximas o
reglas que nos presenta en su discurso con mucho aparato, y que, sin
embargo, se encuentran en cualquier manual de lógica», HF,3,221) y
explica la fama de Descartes más que por sus novedades intrínsecas
en filosofía por su significado en la lucha contra la Iglesia Católica,
utilizado por sus enemigos aún en contra de sus mismas intenciones.
Descartes, quién, como vimos, habría sido principalmente quién
inició la descomposición de la filosofía cristiana al separar la filosofía y la teología y atenerse a la evidencia racional, habría incurrido,
siguiendo a Fray Zeferino, en contradiciones importantes, de las cuales la que más subraya es aquella que tiene que ver con el voluntarismo
teológico, porque ese Dios de Descartes que no está sometido a ninguna esencia y que puede hacer que los rayos de la circunferencia
sean desiguales entre si es un Dios irracional, «lo cual vale tanto
como negar implícitamente la distinción real y primitiva entre el bien
y el mal, y abrir la puerta al escepticismo universal, toda vez que
semejante doctrina es incompatible con la necesidad de la verdad
científica, y hasta echa por tierra el valor y la legitimidad del principio de contradicción, ley necesaria de la razón y condición precisa de
la ciencia» (HF,3,227).
En el Dios de Descartes que suprime todo tipo de necesidad
racional, que da un fundamento irracional a la razón, y, por supuesto,
que suprime las diferencias entre el bien y el mal objetivos, no aprecia Fray Zeferino el giro trascendental (en sentido kantiano) que
Descartes confiere al concepto de necesidad en cuanto fundado en el
cogito. Por eso tambien subraya Fray Zeferino el círculo vicioso cartesiano en la conexión entre Dios y la verdad del cogito («hay aquí
evidente petición de principio y lo que se llama circulo vicioso»,
HF,3,227). En cualquier caso insistimos en cómo Fray Zeferino su-
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braya la perspectiva escéptica idealista, precursora de Kant y Fichte,
de Descartes y su cercanía con las «pretensiones del empirismo materialista contemporaneo» (HF,3,231), por rechazar las causas finales, que lo hace
aquí precursor de La Metrie por su doctrina de los autómatas:
«Si sentir es pensar, como lo es en opinión del filósofo francés,
y si el pensamiento es el fundamento lógico y la prueba de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, es preciso negar a los brutos la facultad de sentir, so pena de concederles una alma espiritual e
inmortal. De aquí la teoria peregrina de Descartes acerca de los brutos como seres mecánicos, consecuencia necesaria de su teoría
sensualista sobre el pensamiento, y premisa natural a la vez del
hombre-maquina de La Metrie» (HF,3,224).
Utiliza Fray Zeferino un recurso crítico sumamente eficaz, como es
apoyarse en las críticas que a Descartes han hecho otros pensadores: de
Leibniz toma la afirmación de que el conocimiento que poseía Descartes
de la química «era bien pobre» y que no había penetrado bastante las verdades importantes de Kepler (HF,3,229); también Leibniz, Bossuet, Pascal,
Huet y «el mismo Mayle» habrían hecho reservas respecto al valor de la
filosofía cartesiana; de Ritter (presentado como uno de los «racionalistas
sensatos e independientes que no han podido menos de reconocer que el
mérito de la Filosofía de Descartes, como Filosofía, no responde en manera alguna a la fama y ruido que ha metido») transcribe un largo parrafo en
el sentido de restar originalidad a Descartes (HF,3,233-235). La estrategia
de Fray Zeferino parece clara, al tratar de explicar y entender las razones
por las cuales Descartes ha alcanzado tanta fama como una cuestión ideológica movida por motivos externos (la lucha contra la Iglesia) más que por
motivos internos a su propia filosofía.
Los gérmenes de panteismo que Fray Zeferino ha detectado en la
filosofía de Descartes, que serían desarrollados por la filosofía novísima,
vuelven a ser observados por el dominico, con mayor claridad, al hablar de
Geulincx, cuyo estoicismo ético se presenta como una posición precursora
del panteismo («esta doctrina del filósofo cartesiano {Geulincx} puede considerarse como el antecedente histórico de las modernas teorías
ético-panteistas y de esos imperativos categóricos, expresión genuina del
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principio racionalista aplicado a la ciencia moral», HF,3,245-246), con lo
cual el juicio es coherente con las ideas generales de su historia del pensamiento, dado que la emancipación de la Iglesia Católica, no sólo en cuestiones intelectuales sino morales, sólo podría tener sentido cuando estas
sustituyen a aquellas, cuando se erigen ellas mismas en divinas (por cierto
que Fray Zeferino no advierte o pasa por alto la importancia de Geulincx
en la teoría operatoria del conocimiento, que tampoco advirtió en Hobbes,
el verum est factum).
Malebranche, el «taciturno meditativo», en su dirección metafísico
teológica, y a pesar de su ocasionalismo universal y los defectos, errores y
tendencias peligrosas de su filosofía, que no tiene en cuenta las tradiciones
de la Filosofía cristiana, de que le acusa Fray Zeferino, es salvado en cierta
medida por el dominico en tanto que
«genio eminentemente metafísico, pero un genio que tiene más de
brillante que de sólido, así como tiene más de fecundo que de lógico y
racional. La movilidad natural de su genio, unida al virus racionalista que
bebió en la Filosofía cartesiana, dió origen a sus grandes errores e ilusiones, y le condujo más de una vez al borde del precipicio, del cual le salvó
su sentido cristiano, o, mejor dicho, la profesión de la fe católica» (HF,3,260).
Incluso presenta Fray Zeferino a Malebranche como apología del principio católico, pues la misma fe que le impedía caer en los errores a los que
le arrastraba la dirección racionalista cartesiana, le permitía moverse en las
direcciones tan peculiares de su doctrina. Llama la atención el dominico
sobre el precedente que la doctrina de Malebranche acerca de la infinidad
de la naturaleza y del espíritu supone respecto a la doctrina krausista sobre
ese punto.
Espinosa
Mucho más que a Descartes valora Fray Zeferino a Espinosa. Se diría
que el dominico asturiano guarda por Espinosa más respeto que el que
demuestra hacia Descartes. Desaparecen, o se reducen al mínimo, los adje-
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tivos que aplicaba a Descartes (embrollado, frívolo, superficial). Parece
que Fray Zeferino valora en Espinosa más que la doctrina y los contenidos
doctrinales propuestos, el método que utiliza y la coherencia de sus consecuencias («uno de los caracteres de la Ethica de Spinoza es el método geométrico, en conformidad al cual comienza por establecer una serie de definiciones y axiomas, con el objeto de sacar determinadas conclusiones en
relación con aquellos», HF,3,264; «En nuestra opinión, la doctrina de
Spinoza es un método más bien que un sistema filosófico. Porque lo que
hay verdaderamente original en su doctrina, no es el panteismo, ni siquiera
el racionalismo, que bajo una forma u otra habían aparecido antes y aparecieron despues en el campo de la Filosofía, sino la aplicación del método
geométrico a la metafísica», HF,3,276). Espinosa, pues, es visto por el Cardenal González como un cartesiano consecuente y ahí habría radicado su
mérito. Fray Zeferino en este punto es certero, ve el Tratado Teológico
Político como la culminación de la autonomía de la razón declarada de un
modo explícito. Dice a propósito de este libro:
«Obra que puede considerarse como la base y el punto de partida del racionalismo filosófico de los tiempos modernos, pero con
especialidad del racionalismo exegético y religioso, puesto que en
ella, además de proclamarse de manera explícita, y, por decirlo así,
definitiva, la independencia autonómica de la razón humana, se afirma y se enseña que también las cuestiones propiamente teológicas y
religiosas, como son las profecías, los milagros, la inspiración divina, etc., deben ser discutidas y juzgadas con criterio puramente racionalista» (HF,3,262-263).
En este sentido no es de extrañar que Fray Zeferino resalte el caracter
de precursor que el filósofo de Amsterdam tiene respecto al de Koenisberg.
Se diría que el juicio que Fray Zeferino tiene sobre Espinosa es muy claro.
«Spinoza es el primer representante explícito, genuino y completo del
racionalismo moderno en sus tres fases fundamentales, que son el panteismo
en la ciencia, el naturalismo en la religión, y el liberalismo en la política»
(HF,3,275). Espinosa, sin andarse con ambiguedades, analiza la Biblia desde la razón. Es certera esta valoración de Fray Zeferino. Y tiene gran interés el hecho de que el dominico abunde en la consideración de Espinosa
más que como panteista como ateo (sin perjuicio de que exponga su doctri-
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na sobre Dios): «Bayle le llamaba ateo de sistema, y generalmente era
considerado como un representante del ateismo, con sobrada razón por cierto, puesto que el Dios de Spinoza, no sólo carece de inteligencia, de voluntad y de personalidad, sino que es la misma naturaleza o totalidad de los
seres del mundo: natura naturata» (HF,3,278).
Cita la edición de la Etica de Spinoza llevada a cabo por Cinsberg
con el título Die Ethik der Spinoza im Urtexte (HF,3,263), y la edición que este autor hizo en 1876 de la Correspondencia de Spinoza
en su texto primitivo.
En el orden político presenta Fray Zeferino a Espinosa en linea
con el «liberalismo radical de nuestros dias» (HF,3,274). Aprovecha
nuestro dominico el comentario a las doctrinas político sociales de
Espinosa para dejar escritas aceradas críticas hacia algunos políticos
«modernos». Efectivamente, Espinosa, que sería a la vez demócrata,
radical y partidario del más opresor despotismo, según Fray Zeferino,
«merece ser apellidado padre y precursor de esos políticos modernos
que, después de autorizar la enseñanza del ateismo y del socialismo,
y después de permitir la apología de la insurrección, del asesinato
político y de la rebelión, ahogan en torrentes de sangre las aplicaciones de semejantes doctrinas, y, lo que es peor aún, mientras que permiten en nombre de la libertad la enseñanza y propagación de semejantes doctrinas, reprimen y prohiben, en nombre de la misma libertad, la enseñanza de las buenas ideas y de las instituciones en que se
encarnan» (HF,3,277).
«Geulincx, Malebranche y Spinoza representan la evolución de
los principios erroneos y antitradicionales de la Filosofía cartesiana,
y especialmente la evolución de su principio racionalista, el cual,
contenido dentro de ciertos límites en los dos primeros, a causa de su
Cristianismo personal, recibe forma y todo su desarrollo lógico en
Spinoza; Bossuet, Fenelon y Leibnitz, representan, como veremos
después, la continuación y evolución de la Filosofía cristiana, con
mayor o menor pureza. Pascal representa una evolución o situación
intermedia bajo este punto de vista» (HF,3,285).
Gustavo Bueno Sánchez, La obra filosófica de Fray Zeferino González. Página 327 de 590
Tesis Doctoral para obtener el grado de Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo (España). Junio de 1989
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Pascal, a quien Fray Zeferino considera mejor «escritor filosófico»
que filósofo propiamente dicho, es visto a la vez como un filósofo cristiano
y un filósofo escéptico-místico o sentimentalista (renuncia el dominico asturiano a defender la tesis de una conciliación de Pascal con la Iglesia antes
de morir, y afirma que murió como verdadero jansenista y sin reconocer la
autoridad del Pontífice). En su juicio sobre Pascal, Fray Zeferino, que comenta los juicios de historiadores anteriores, como Ritter o Nourrison, puntualiza a este último la afirmación de un pirronismo en Pascal heredero
directo de la duda metódica cartesiana, en el sentido de que, según nuestro
dominico, el pirronismo de Descartes lo sería a priori, mientras que el de
Pascal es más bien accidental y a posteriori. Porque en Pascal defiende
Fray Zeferino la existencia de dos personalidades que, fruto de un caracter
apasionado y un temperamento melancólico, habrían determinado las contradicciones que se podrían señalar en su obra: de una parte estaría el hombre del jansenismo, de la otra el hombre de la filosofía cristiana que marcha
espontaneamente por el camino de la verdad y del bien. Y según domine
una u otra personalidad así, afirma Fray Zeferino, podremos encontrarnos
con textos que podrían haber sido escritos por Gorgias, Pirrón o Sexto Empírico, o bien por un Padre de la Iglesia apologeta del cristianismo.
Más que nada, a título de curiosidad reseñamos la preocupación de
Fray Zeferino, propia de su ambiente clerical, por dejar bién claro que
Bossuet en modo alguno debe ser considerado como partidario de la filosofía de Descartes, como algunos historiadores de la filosofía, sobre todo
franceses, afirmaban. Desde sus posiciones, la consideración de Bossuet
como cartesiano rompería todos los esquemas defendidos por el dominico,
por lo que éste, buscando que no quedase sombra de duda en su empeño,
menciona hasta siete puntos de la doctrina de Bossuet absolutamente conformes a la doctrina tomista, y otros siete puntos en los que Bossuet se
aparta de Descartes. Porque Fray Zeferino defiende, por supuesto, que quién
lea las obras filosóficas del Obispo de Meaux «encontrará en ellas, no las
teorías cartesianas, sino las teorías de la Filosofía escolástico cristiana, y
determinantemente las teorías de Santo Tomás, teorías que Bossuet suele
adoptar y seguir, aún en los puntos controvertidos entre los escolásticos»
(HF,3,291).
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Leibniz
La época de la Filosofía moderna es una época de dolencia, una
época en la que la Filosofía vive enferma; pero no está muerta, incluso, en ocasiones, lográ recuperar pasajeramente su salud, con manifestaciones espléndidas de vitalidad. Ello sólo podría ocurrir cuando
el pensamiento filosófico se aparte, en lo posible, de las charcas que
lo infectan, cuando vuelva a las aguas limpias de la filosofía perenne.
Habría ocurrido esto en la filosofía moderna, sobre todo en el caso de
Leibniz.
El tratamiento que hace Fray Zeferino de Leibniz es especial. A
«este gran filósofo» (fórmula que hay que valorar adecuadamente,
puesta en la pluma de nuestro dominico) no le considera como un
mero racionalista, sino que el respeto que mantiene por él es casi
incondicional. Más aún, creemos que el tratamiento que Fray Zeferino
hace de Leibniz es uno de los puntos que mejor manifiestan lo que el
Cardenal González entendía precisamente por filosofía perenne, en
tanto que ésta no es necesariamente una reiteración de las fórmulas
tomistas, pues, por lo que dice Fray Zeferino a propósito de Leibniz
parece desprenderse que el asturiano admite incluso como posible al
menos, aunque en la práctica después no se pueda llevar a cabo, un
sistema filosófico no aristotélico, es decir, un sistema no fundado en
las sustancias aristotélicas y sobre los dualismos de espíritu/materia,
sino que estuviese fundado en la doctrina de las mónadas, como si la
doctrina de las mónadas fuese una de las pocas alternativas que pudieran ser pensadas como posibles en la filosofía perenne, aunque de
hecho, en verdad, ocurrirá que el sistema de Leibniz, a pesar de ser
un «edificio vasto y sólido», no logrará resistir los embates de la
filosofía moderna.
«El cartesianismo, representado por Descartes, Mallebranche y
Spinoza, había relegado en cierto modo a la sombra el principio de
contradicción y el de causalidad por medio del cogito, ergo sum, y
por medio del ocasionalismo. Leibnitz, para combatir y rectificar estas falsas y peligrosas direcciones, restablece la importancia científica del principio de contradicción, el cual, unido al de razón suficien-
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te y a la afirmación de la fuerza o causalidad eficiente en las substancias creadas, echa por tierra la tesis cartesiana, y restaura la tesis de la
Filosofía escolástica bajo este doble punto de vista» (HF,3,301)
Porque Fray Zeferino ve a Leibniz no solo como una «reacción y lucha» contra el sensualismo de Locke, el mecanicismo
de Descartes, el ontologismo de Malebranche, el panteismo de
Espinosa y, en general, contra todas las derivaciones
racionalistas incubadas por la doctrina de Descartes; sino como
autor de una «concepción ecléctica», en la cual predomina el
elemento escolástico en general, «pero especialmente la concepción filosófica de Santo Tomás» (HF,3,323). Pero Leibniz,
a quién la doctrina de Santo Tomás habría servido de guia y
norte en sus especulaciones filosóficas (y, por supuesto en las
teológicas -en las que no entra el dominico, fiel a su delimitación de campos), es visto además por Fray Zeferino desde otras
categorías historiográficas, a saber, las de haber llevado a cabo
la construcción independiente de una posible alternativa que
luego no lleva a término. Construcción de Leibniz que presenta Fray Zeferino resaltando las analogías con el tomismo, analogías que no podían dejar de ser muy profundas en el terreno
filosófico -pues, según el dominico, «esta afinidad es mayor y
se convierte casi en perfecta identidad en el terreno teológico»
HF,3,326: («Aún así es dificil conciliar ciertos pasajes de
Leibnitz relacionados con su Monadología, si no es interpretándolos en el sentido de la generación substancial de los escolásticos,...», HF,3,306; «...para Leibnitz, lo mismo que para los
escolásticos, el alma, hablando propiamente, no es substancia,
sino forma substancial o primitiva...», HF,3,307; «Despréndese
de lo dicho hasta aquí que la doctrina de Leibnitz y la de los
escolásticos coinciden frecuentemente hasta en puntos de importancia secundaria», HF,3,309; «Como se ve, este pasaje de
Leibnitz contiene la teoría de Santo Tomás sobre la materia, y
al leerlo parece que se está leyendo un artículo de la Suma»,
HF,3,318-319; «...hasta en esta cuestión dificil y espinosa, pero
opinable, Leibnitz coincide con Santo Tomás, como coincide
en casi todo lo que a teodicea y moral se refiere», HF,3,320).
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Pero Leibniz, a pesar de lo que pudiera parecer, no era Santo Tomás,
y tenía defectos graves. El mayor peligro que Fray Zeferino ve en la filosofía leibniziana consiste «en abrir la puerta a la teoría evolucionista, consiste
en su tendencia al transformismo» (HF,3,324). Tiene mucho interés esta
asociación que hace el dominico entre las mónadas, cuya distancia de una a
otra es infinitamente pequeña (natura non facit saltum), y la teoría
evolucionista y el transformismo, asociación certera a la vez que confusa,
que será ampliamente desarrollada por la historiografía posterior (Vid. por
ejemplo, Charles Singer, Historia de la Biología, trad. esp. Buenos Aires
1947, pág. 298, en donde se sugiere la afinidad entre las mónadas
leibnizianas y las «unidades vitales» de Buffon, en la perspectiva del desarrollo de la concepción evolucionista; pero de aquí no se sigue la teoría de
la evolución -Herbert Wendt, Tras las Huellas de Adán, Noguer 1960, pág.
105, lo expresa claramente: «por influencia de Leibniz concibió Buffon la
idea de que todos los seres proceden de diminutas moléculas orgánicas.
Estas moléculas corresponden a las mónadas de Leibniz, los verdaderos
átomos de la naturaleza de que se compone el mundo. Leibniz consideraba
el universo como una escala en que entre peldaño y peldaño no quedaba
hueco alguno (...) los espacios libres y las lagunas entre cada uno de los
grupos se rellenarían pronto con los nuevos descubrimientos. Si la naturaleza infalible no procedía por saltos, tampoco deberían darse éstos en un
sistema de la naturaleza»-. Según esto sería dificil hablar de un evolucionismo transformista en Leibniz; más recientemente C.V.M. Smith, El problema de la vida. Ensayo sobre los orígenes del pensamiento biológico,
Madrid, Alianza 1977, pag. 323, sostiene que Leibniz se opuso propiamente a la idea de la transformación de unos organismos inferiores en otros
superiores, pero en cambio -lo que equivaldría a un evolucionismo ideal
continuista, no transformista- «propone que los organismos existentes son,
en sentido matemático, densos, es decir, que entre dos elementos cualesquiera siempre hay sitio para otro»). De hecho afirma Fray Zeferino que la
teoría del alma humana y de las mónadas de Leibniz «contiene el germen y
entraña el fondo del darwinismo contemporaneo».
Entre otras influencias «heterodoxas» de Leibniz, en teorías panteistas
y racionalistas «de los tiempos modernos», detecta y señala Fray Zeferino
su influjo en la Filosofía de lo inconsciente de Hartmann (por la distinción
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entre percepción y apercepción), en Herbart y en general, en toda la filosofía alemana posterior.
Feijoo
Parece obligado considerar, aunque sea brevemente, el modo
como Fray Zeferino trata la figura de Feijoo en su Historia de la
Filosofía, pues parece obvio que el dominico había de dedicar una
especial atención al benedictino, que había sido un foco de luz radiante desde su Asturias natal y, al margen de esta relación «por contigüidad», y sin pretender entrar en la explicación de sus causas, porque advertimos, ahora por nuestra parte, una cierta semejanza o
«congenialidad» entre ambos pensadores, que acaso pudo ser advertida también por el propio Fray Zeferino (la «congenialidad» de la
que hablamos no la referimos tanto a las doctrinas cuanto, por un
lado, a la actitud de curiosidad abierta y receptiva hacia las novedades de sus respectivos tiempos y, por otro lado, al estilo literario,
fresco y agil, llano sin ser pedestre -un estilo de escribir filosofía,
común tanto a Feijoo como a Fray Zeferino, que recuerda como una
prefiguración suya, al de Ortega-. Sin perjuicio de estas consideraciones, la actitud de Fray Zeferino ante Feijoo no es precisamente lo
que podríamos decir muy favorable. En cualquier caso, es una actitud similar a la que el propio benedictino pudo tener, por ejemplo,
ante Suarez.
De entrada Fray Zeferino llega incluso a excusarse por dedicar a Feijoo
un capítulo especial («En una historia general y compendiosa de la Filosofía, solo corresponde de justicia una mención breve y de pasada a los PP.
Feijóo y Hervás; pero cuando esa historia está escrita por autor español,
bien puede perdonársele que dedique algunas palabras más a estos sus compatriotas», HF,3,435). Inmediatamente leemos que Feijóo no es un filósofo, propiamente hablando, aún cuando ejerció notable influencia en el proceso de avivar y fomentar el «movimiento filosófico» en España, por ejemplo, señalando los defectos y abusos que reinaban en las universidades u
escuelas de entonces, a causa, principalmente, del método de enseñar. Para
confirmar esto, recuerda Fray Zeferino algunos de los títulos de discursos
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de filosofía que escribió Feijóo en su Teatro crítico. (Menciona: «De lo que
conviene quitar en las Súmulas», «De lo que conviene quitar y poner en la
lógica y la metafísica», «De lo que sobra y falta en la física», «Abusos de
las disputas verbales», «Desenredo de sofismas», «Dictado de las aulas»,
«Argumentos de autoridad», «Sabiduría aparente». Es curioso advertir que
todos estos títulos de «Discursos» de Feijóo corresponden a los tomos 7 y
8 del Teatro Crítico (respectivamente son los títulos de los discursos 11, 12
y 13 del tomo 7, y de los 1 a 4 del tomo 8), salvo el último citado (que
corresponde al tomo 2). Parece como si Fray Zeferino, al escribir esa relación, no hubiera tenido a mano todos los tomos de Feijóo, o no se hubiera
preocupado por «vaciar» los títulos de los Discursos Filosóficos: de hecho
podía haber citado otros discursos, como «Consectario contra Filósofos
modernos», «Guerras filosóficas» o «Escepticismo filosófico» -en los tomos 1 a 3-).
Concede Fray Zeferino que Feijóo continúa en cierto modo la obra de
regeneración filosófico científica que en el siglo XVI habían comenzado
Vives, Melchor Cano, Soto, Fox Morcillo, Gómez Pereira o Vallés, aunque
matiza el dominico que Feijóo se halla muy distante de «los Vives y Canos» en cuanto a exactitud, alcance y originalidad de ideas, y en cuanto a
profundidad de juicio y elevación de crítica. De hecho reprocha a Feijóo el
haberse servido de erudición de segunda o tercera mano o sacada «de obras
contemporaneas de vulgarización, como el Diario de los Sabios, las Memorias de Trévoux, el gran Diccionario de Moreri, con otras por este estilo» (HF,3,437). Feijóo además tendería a confundir el objeto de la Filosofía con el objeto de las cosas físicas, aunque contribuyera a que se formaran
ideas más exactas sobre la importancia y naturaleza del método experimental. Fray Zeferino sale al paso de los apologistas de Feijóo que presentan al benedictino como la única luz que habría servido para desterrar de
España las tinieblas de la ignorancia. En general (sin duda, a nuestro juicio,
en virtud de esa su perspectiva global «organicista» o «biologista» desde la
que se aproximaba al material histórico), Fray Zeferino no cree en estos
fenómenos de acción individual y estima que la gloria de Feijóo es debida,
como otras, a razones más bien extrínsecas. Es interesante constatar por
eso cómo, al igual que Bacon (a quién D’Alembert había considerado de
un modo hiperbólico -según Fray Zeferino- como «el nacido en el seno de
la noche más profunda»), destaca Fray Zeferino que Feijóo no fué una flor
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en un desierto. Fray Zeferino, con certero sentido histórico, duda de esta
posibilidad y así recuerda que al lado y antes de Feijóo florecieron otros
sabios, historiadores y críticos en España, «como Lucas Cortés, Nicolás
Antonio, Mondéjar, Aguirre, Burriel, Mayans, Flórez, y en el terreno filosófico y científico Caramuel, Palanco, Hugo Omengue [sic, ¿serán Polanco
y Omerique?], el P. Tosca, Solano de Luque, Martín Martínez, Saquens,
Piquer, Forner y tantos otros» (HF,3,438). Fray Zeferino no dice más de
Feijóo, pero el cotejo con el tratamiento que dá a su paralelo, a Bacon, en
cuanto al mecanismo del monopolio de la gloria que a ambos se había
atribuido, hace pensar o sospechar si nuestro autor no estaría aplicando a
Feijóo una explicación similar a la que utilizó con Bacon y otros autores
racionalistas. Como si la desproporcionada gloria de Feijóo hubiera estado
movida precisamente por los enemigos de la Iglesia Católica y de las instituciones tradicionales. Morayta había dicho: «No decimos que Feijóo fuera un librepensador, pero si se hubiera propuesto descristianizar España no
hubiera hecho otra cosa de la que hizo». Nuestra sospecha es si al dominico
asturiano no se le pasó por la cabeza algo similar aunque juzgó más oportuno callárselo.
La filosofía novísima. Kant
Uno de los momentos más interesantes o, si se quiere, curiosos, de la
concepción de la Historia de la Filosofía que el Cardenal González va desplegando en el curso de su exposición cronológica es el momento en el que
delinea la idea de una filosofía novísima. Es la filosofía instaurada por Kant.
No se trata, desde luego, de una idea meramente cronológica, puesto que el
superlativo («novísima») no podía serle aplicado propiamente, en ese sentido, a Kant, a la distancia de un siglo -el siglo que media entre la Historia
de la Filosofía del Cardenal González y la publicación de las Críticas
kantianas. Se trata, sin duda, de una idea filosófica, la idea de un «periodo
nuevo», en el curso viviente (más o menos sano o enfermo) del pensamiento filosófico histórico. Y es este periodo el que se organiza, al parecer, precisamente en torno a la obra de Kant -y no, por ejemplo, en torno a la obra
de Hegel o de Comte o de Marx (a quién Fray Zeferino sólo cita de pasada).
La filosofía novísima es para Fray Zeferino la «filosofía crítica». De aquí el
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interés que tiene para nosotros -ocupados en analizar los conceptos
historiológicos que el Cardenal González ha ido elaborando en el momento
mismo de su construcción histórica- el precisar el alcance que, en el proyecto de Fray Zeferino, puede tener la novedad de la filosofía novísima,
dentro de las premisas de esa «dialéctica organicista» que venimos atribuyendo a la concepción histórica de nuestro autor. La visión de la filosofía
crítica como filosofía novísima que abre un periodo, nos pone en presencia
de la flexibilidad que las premisas de referencia podían alcanzar en manos
del Cardenal González: pues si el periodo moderno fué concebido como un
periodo de enfermedad, de disolución (con episodios de recuperaciones
magníficas, caso de Leibniz), el periodo novísimo demuestra que la reorganización de las fuerzas dispersas no significa necesariamente un retorno
pleno a la filosofía perenne. Sin duda la aproximación a ciertos principios
de la filosofía verdadera ha de ser condición para poder entender la posibilidad de una reorganización capaz de instaurar un periodo nuevo. Pero esta
aproximación no debe confundirse, sin más, con una re-generación de la
sana razón. No es, por tanto, la dialéctica cíclica del paso del estado de
salud al estado de enfermedad, o recíprocamente, aquella dialéctica que
aparece en el curso de la Historia de la Filosofía del Cardenal González. El
proceso es mucho más variado, y precisamente la idea de este periodo
novísimo nos ofrece el modelo de la posibilidad de una reorganización vigorosa y epocal de la filosofía -tras un periodo de postración- que, sin embargo, no nos devuelve propiamente a la salud, sino al vigor de una vida
que sigue estando enferma y que toma una dirección en cierto modo monstruosa:
«La concepción filosófica de Kant es una concepción grandiosa y
profunda, considerada como revelación del genio y de la fuerza analítica de
su autor; pero considerada en sus relaciones con la verdad y la realidad, es
una concepción sofística y gratuita; es una concepción fecunda para el mal
y el error, estéril e infecunda para el bien. En el fondo y en la esencia, en los
resultados y en la historia, la obra de Kant es una obra de muerte y no una
obra de vida» (HF,3,488).
Kant significa por tanto el momento en el que la filosofía moderna
que, como hemos dicho, es la filosofía de la descomposición, en lo que
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tiene de moderna, se remonta. En principio, si puede remontarse es porque
vuelve a la filosofía perenne: esta idea ya la había aplicado Fray Zeferino
en 1864, en los Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás en un curioso
capítulo (tomo 3, capítulo 21) dedicado a comparar a Kant con Santo Tomás:
«El intento de Kant de combatir las doctrinas sensualistas y restablecer el espiritualismo, le obligó a acercarse muchas veces a la
filosofía de santo Tomás; pero bien sea que se hallara dominado por
la idea de la originalidad, bien sea por no haber comprendido a fondo
sus doctrinas, o bien por que Dios quiso dar al mundo una nueva
prueba de lo que puede la razón humana, cuando en su orgullo insensato pretende levantar el edificio de la ciencia prescindiendo de todo
elemento religioso y de las tradiciones de la filosofía cristiana, el
autor de la Crítica de la razón pura, falseó la doctrina filosófica del
santo Doctor, separándose unas veces de ella en puntos fundamentales, y otras, dándole aplicaciones inconvenientes y exageradas. Los
sistemas de Fichte, Schelling y Hegel, el panteismo germánico y el
eclecticismo francés, cuya funesta influencia en todos los ramos de
la literatura conocemos y lamentamos hoy, debían ser y fueron en
efecto las consecuencias naturales y necesarias de esto, y el resultado
final del movimiento científico iniciado por el filósofo alemán»
(EFST,3,257).
Los gérmenes idealistas del racionalismo y del empirismo se desarrollan así en el idealismo trascendental que, como hemos dicho, es interpretado por Fray Zeferino como una reconstrucción o aproximación a la filosofía perenne, precisamente por trascender, envolviéndola, a la sensibilidad y el entendimiento. Fray Zeferino se atiene sobre todo a la Crítica de la
Razón Pura, pero no estamos seguros de que la hubiera leido en su integridad (cita a Kant algunas veces en alemán, pero sobre todo en francés -los
Prolegómenos a toda metafísica futura en traducción de Tissot ). Muestra
Fray Zeferino conocimiento suficiente de la «Introducción» a la Crítica de
la Razón Pura, donde se expone, como es sabido, la teoría de los juicios
sintéticos a priori, como problema fundamental de la filosofía crítica; así
también la Analítica parece que ha sido leida por Fray Zeferino, pero en
cambio da la impresión de que la dialéctica trascendental la conoce sólo de
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oidas. En efecto, ¿cómo explicar, dado el interés de Fray Zeferino por los
procedimientos formales constructivos, el silencio acerca de la doctrina de
Kant sobre la derivación de las ideas de Alma, Mundo y Dios a partir de los
silogismos categóricos, hipotéticos y deductivos respectivamente?. En su
lugar, Fray Zeferino expone una suerte de doctrina asociacionista, que atribuye a Kant:
«Juntando y aplicando a los actos internos las categorías de substancia y de causa, resulta la idea de alma; reuniendo y aplicando a los
fenómenos externos las categorías de ser, substancia, totalidad, causa, unidad, resulta la idea de Dios; de manera que las ideas y la razón
a la cual deben su origen, son cosas esencialmente sintéticas, al paso
que las categorías son formas simples de suyo, aunque pueden apellidarse sintéticas con respecto a las intuiciones sensibles que les sirven de materia» (HF,3,456-457).
Asimismo, el resumen final que hace de Kant es muy externo y escolar. Un intento de resumir la filosofía kantiana en ocho proposiciones (del
estilo de la «1. En el hombre deben admitirse tres facultades, fuerzas o
modos de conocer, la sensibilidad, el entendimiento, la razón», HF,3,459),
sólo puede equivaler a un índice de materias traducidas además a las propias coordenadas (por ejemplo, la sensibilidad, el entendimiento y la razón
no juegan en el sistema kantiano un papel equivalente a las facultades, fuerzas
o modos de conocer de los escolásticos). Sin duda Fray Zeferino ha leido
extensos capítulos de Kant a traves de traducciones francesas (cita el Prólogo de la de Tissot), pero nos parece evidente que Kant, a pesar del respeto
que le profesa, no ha sido comprendido por Fray Zeferino con una mínima
aproximación.
Esta falta de comprensión no es obstáculo para que no proponga Fray
Zeferino algunas sugerencias certeras y nos deje observaciones interesantes a propósito de Kant -y esto aún teniendo presente lo que Fray Zeferino
podía entender por idealismo, a saber, una simple forma de subjetivismo.
En efecto, Fray Zeferino sugiere que el idealismo de Kant debe reconocerse presente, más aún que en sus fórmulas, en su propio método constructivo, artificioso y sofístico. Utilizando una idea de Lange, dice Fray Zeferino
que se podría construir una figura formada de cinco lineas perpendiculares,
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cortadas por cuatro lineas horizontales, en la cual se llenaban las doce casillas resultantes [se refiere sin duda a la tabla de las categorías], en las que
Kant, con disquisiciones complejas y artificiosas, iría realizando «una elaboración sistemática, subjetiva y digamos como aranearia de las mismas»
que no podían menos que arrastrar al filósofo alemán al «terreno esencialmente idealista» (HF,3,480) -sin duda Fray Zeferino recuerda aquí
y utiliza la célebre clasificación de Bacon de los filósofos en tres
clases: los que son como arañas, que lo sacan todo de su vientre; los
que son como hormigas que acumulan y los que son como abejas,
que elaboran (Novum Organum, libro I,XCV). Pues bién, Fray
Zeferino ve en este método constructivo, artificioso y gratuito, la expresión misma del idealismo kantiano. Se trata de un idealismo en
ejercicio, es decir, actu exercito, tanto como actu signato. Un idealismo que había sido sobrepasado, por tanto, en este terreno, por Fichte,
Schelling y Hegel:
«Excusado parece añadir que la fase idealista de la tesis kantiana
contiene la razón suficiente y dió origen a las construcciones
apriorísticas y esencialmente idealistas de Fichte, de Schelling y de
Hegel. Que si es cierto que la razón dicta e impone sus leyes a la
naturaleza, como pretende Kant, Fichte bien pudo decir que el yo es
quién pone el no-yo y comunica al mundo la existencia, y Hegel pudo
afirmar que todo lo ideal es real» (HF,3,481).
Es pues Kant, en virtud de sus propias construcciones y planteamientos quién procede «construyendo el mundo», apriorísticamente;
su propio planteamiento -la teoría de los juicios sintéticos a prioricontiene ya en el fondo el origen del criticismo (HF,3,451). Kant está
en el origen de los errores de nuestros dias («Casi todos los grandes
errores de nuestros dias, o deben su origen directo al criticismo de
Kant, o se hallan incubados por su doctrina, a la cual se debe también
en gran parte la atmósfera especialmente racionalista y anticristiana
que respiramos; porque la Filosofía de Kant se halla penetrada e informada en todas sus partes por la idea racionalista», HF,3,487), incluso del materialismo («...Kant no considera cosa imposible que el
mundo externo, el Etwas nouménico que afecta y obra sobre nuestros sentidos, sea a la vez el sujeto del pensamiento -zugleich das
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Subject der Gedanken sein- idea muy en armonía, por no decir idéntica, con la tesis del materialismo contemporaneo» (HF,3,481)). Sugerimos que bajo la expresión «materialismo contemporaneo» que usa
Fray Zeferino se comprendía, más o menos, lo que comprendía esta expresión en la obra célebre de Pablo Alejandro Janet, El materialismo contemporáneo (trad.esp. de Mariano Arés, Salamanca 1879) que Fray Zeferino
conoció sin duda (aunque fuera por la edición francesa de 1864). Diagnóstico éste que parcialmente fué tambien aceptado por Engels y Marx -a quién
Fray Zeferino sólo cita de pasada en el tomo IV, pág. 76- cuando valoraron
la doctrina kantiana, particularmente la doctrina cosmológica nebular, como
una de las doctrinas de base del nuevo materialismo evolucionista (Vd.
L.Kolakowski, Las principales corrientes del marxismo, tomo I, Los fundadores, trad. esp. Madrid, Alianza 1985, pág. 379 y ss.).
Sin duda Fray Zeferino, al exponer conspectivamente la filosofía
novísima, adoptó una perspectiva francoalemana más que inglesa, al tomar
a Kant como el germen de toda la filosofía novísima posterior («el autor de
la Crítica de la Razón Pura es considerado como el iniciador de la Filosofía novísima, y su doctrina como el punto de partida general del movimiento filosófico durante este último periodo de la historia de la Filosofía»,
HF,4,5). En efecto, la clasificación de las corrientes constitutivas de la filosofía novísima en cuatro grupos que ofrece Fray Zeferino toma como punto de referencia a Kant:
a) El panteismo germánico, que según dice, tiene una filiación kantiana
directa, y está representado por Fichte, Schelling, Hegel, Krause,
Schopenhauer, &c. Es interesante constatar cómo nuestro dominico ve al
idealismo clásico alemán antes como panteismo germánico que como idealismo.
b) El eclecticismo francés, que procede de Kant también, del
«panteismo germánico», pero combinado con el psicologismo cartesiano,
y está representado por Cousin y sus adeptos.
c) El positivismo, que funde Fray Zeferino con el materialismo del
siglo XIX, y que mantiene relaciones de filiación y de reacción con el movimiento kantiano, representado por Comte, Littré, Darwin y Buchner; y
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d) La filosofía cristiana, que dice procede de Kant «ocasionaliter» y
por via de oposición.
Concluimos este análisis de las lineas maestras según las cuales
Fray Zeferino habría concebido el desenvolvimiento histórico del pensamiento filosófico subrayando la notable convergencia formal (no,
por supuesto, cuanto al contenido) entre su visión y la visión
neokantiana de la Historia de la Filosofía moderna. También para el
neokantismo, coetaneo de Fray Zeferino, el criterio de la actualidad
-el periodo novísimo, está marcado por Kant (era en España la posición que introdujo fundamentalmente José del Perojo y Figueras, fundador a fines de 1875 de la Revista Contemporánea, con la cual se
abría en nuestro pais la corriente neokantiana que iba a desplazar a
los krausistas: «Antes de 1868 los krausistas y cuasi-krausistas habían formado el núcleo de lo que bien puede llamarse el progresismo
intelectual español. Pero después de la Restauración ya no puede
decirse lo mismo. El calificativo de ‘progresistas’ pasó entonces a los
afiliados al positivismo, al neokantismo, al evolucionismo spenceriano
y, muy en particular, a los dedicados a las ciencias naturales. Nadie,
en rigor, trataba a los krausistas como reaccionarios. Pero sí se les
miraba como inactuales», como dice Juán López Morillas, El
krausismo español, Fondo de Cultura Económica, México 1956, pág.
100). Fray Zeferino no desconoce otras corrientes que pueden parecer independientes de la filosofía crítica -y el tomo IV de su Historia
está dedicado en gran parte a la exposición de muchas figuras secundarias del pensamiento político o social contemporaneo. Pero la verdadera novedad para el Cardenal González está en Kant, más que en
Hegel, en Marx o en Comte, que es también lo que sostenían los
neokantianos. La diferencia será esta: que mientras los neokantianos,
que veían en la filosofía crítica, convenientemente reinterpretada, la
genuina philosophia perennis, hubieron de predicar la «vuelta a Kant»
(el zuruck zu Kant de Otto Liebmann, de 1865), en cambio, los
neoescolásticos del Vaticano I, al menos en la medida en que pudieran considerarse en la misma linea del Cardenal González, prepararon su estrategia como una «crítica de la crítica», como una crítica de
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la filosofía kantiana, como una «vuelta a Santo Tomás». Pues en aquella filosofía residiría el verdadero peligro para la filosofía perenne,
para la filosofía cristiana. Allí estaría el verdadero enemigo filosófico, precisamente porque también era filosóficamente más potente.
Pués la filosofía crítica -«que sólo tiene de laudable sus esfuerzos,
estériles es cierto, para poner a salvo las verdades del orden moral»ha minado las bases mismas de la metafísica perenne. Pretende haber
destruido la racionalidad filosófica de la idea del alma, la racionalidad de la idea de Dios, la racionalidad filosófica de la idea del mundo, en nombre de un concepto de razón enteramente gratuito. Y con
esto se ha arruinado la posibilidad de una filosofía realista y se ha
abierto el camino al escepticismo y al subjetivismo, pues el idealismo es sólo una forma de escepticismo, dice el Cardenal González
(HF,3,481). Los grandes sistemas del idealismo alemán son intentos
de remontarse sobre estas ruinas kantianas: no parece que representen, en la perspectiva de Fray Zeferino, un peligro mayor. Y sin embargo tienen una realidad histórica y ofrecen un interés muy grande,
precisamente para la Historia de la Filosofía, y Fray Zeferino se lo
concede ampliamente. Así pues, el análisis del tratamiento que en su
Historia de la Filosofía da el Cardenal González a la filosofía clásica
alemana resulta ser una de las mejores ocasiones para comprender el
alcance general de su proyecto y para confirmar las pretensiones y
perspectivas desde las que actuaba, y que hemos tratado de formular
al comienzo de esta parte de nuestro trabajo.
La impresión que se recibe tras la lectura meditada de la Historia de la Filosofía clásica alemana contenida en la Historia del Cardenal González es ante todo la impresión de una voluntad de conocer
«las cosas mismas», de enterarse de lo que hay. No vemos tanto a un
escolástico ergotista tronando contra el adversario y desfigurándolo,
ni tampoco al eclesiástico que trata de conjurar, con ánimo inquisidor, los
perniciosos sistemas entonces a la sazón tan influyentes. Este es el cliché
desde el cual suele verse, como ya hemos dicho, la Historia de la Filosofía
de Fray Zeferino, dada su inequívoca militancia crítica. Pero más allá de
esta apariencia vemos aquí, mejor que aún que en otras partes, al «naturalista» que se aproxima a estos grandes sistemas no, desde luego, como un
historiador-filólogo, sino a la manera como el autor de una Historia Natu-
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ral se aproxima a las grandes vegetaciones que ve brillar en el campo y por
las que siente, ante todo, el entusiamo del naturalista que detecta una vida
vigorosa. He aquí lo que dice de Hegel tras exponer su sistema:
«El espíritu siéntese por de pronto solicitado, movido y arrastrado a
la admiración y al entusiasmo en presencia de esa concepción gigantesca,
que entraña la síntesis científica más general, más sistemática y más comprensiva de cuantas han aparecido en el campo extenso de la historia de la
Filosofía: en presencia de ese grande organismo informado por un método
inflexible, idéntico, universal; de ese grande organismo en cuyo fondo palpita la Idea como su verdadera y única forma substancial; de ese grande
organismo vivificado por una idea central, que reaparece y se encarna en
todos los puntos de la circunferencia, y que contiene la razón suficiente, la
explicación de la naturaleza y del espíritu, de Dios y del hombre, de la
historia de la humanidad y de la historia de la Filosofía, de la historia de las
religiones y de la historia de los Estados, de la libertad y de la felicidad, y,
finalmente, del arte, de la religión y de la ciencia. Así no es de extrañar la
influencia extraordinaria, universal y decisiva que el pensamiento hegeliano
ha ejercido sobre el pensamiento contemporáneo en todas sus esferas.»
(HF,4,64-65)
No son estas las palabras de un seco escolástico ergotista ni las de un
inquisidor avinagrado. Son las palabras de quién, por de pronto, está registrando la realidad de un espléndido organismo viviente. Pero, a la misma
actitud «del naturalista» pertenecerá el interés por establecer las condiciones de filiación que deben existir entre estas «vegetaciones» que tiene ante
sus ojos, explicar los motivos de su vitalidad y de su capacidad de propagación, tratar también de comprender las lineas de su evolución y las etapas
de la misma. Y también calibrar su capacidad de fructificar. No se trata
aquí, por tanto, de un interés pragmático (por los frutos) sobreañadido. Aún
siéndolo, puede fundarse en el interés por la misma realidad natural. También el naturalista puede distinguir en las vegetaciones que analiza, unas
veces unos mecanismos de propagación «externa», por mero trasplante o
injerto, que pueden dar lugar a grandes masas vegetativas, pero que irán
degenerando a medida que se alejan del tallo inicial, y otras veces verá los
mecanismos de propagación «interna», los que aseguran la reproducción
más duradera y objetiva, la reproducción gonocórica. Pero el naturalista
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que distingue estas dos formas de propagación está, sin dejar de serlo,
ejerciendo indudablemente una crítica, una discriminación. Decimos
esto como un modo de subrayar la impresión general que nos ha producido la Historia de Fray Zeferino, y particularmente su exposición
de la filosofía clásica alemana, en tanto que en ella, la crítica, formalmente explicitada como tal en párrafos ad hoc, por terminante y dura
que sea, no tiene precisamente ese sentido «ergotista», escolástico o
inquisitorial que tantos sobreentienden y, aunque lo tuviera, no puede borrar el entusiasmo «naturalista» de los previos párrafos
expositivos sino que incluso redunda, a nuestro juicio, este significado, tal como lo venimos sugiriendo.
Se observa en efecto que cuando Fray Zeferino se dispone a
hablar de Schelling, de Hegel o de Krause, no está en la mera actitud
de «cumplir un trámite», de «llenar un programa». El se ha informado de las doctrinas que va a exponer, ha leido, a veces directamente,
otras veces en traducciones francesas, obras centrales de estos pensadores y se ha formado un juicio que quiere ser enteramente objetivo
sobre el asunto, lo que no quieredecir que abdique de sus propios
criterios y coordenadas. Antes bien parece como si fuese la capacidad crítica de esas sus coordenadas las que le permiten una penetración en los textos. Y desde nuestras propias coordenadas no es que
podamos siempre asumir o hacer nuestros los análisis que nos dejó
Fray Zeferino, ni olvidar la enorme masa de contenidos que escapaban a sus análisis; lo que si deseamos manifestar es nuestro asombro
al constatar la gran cantidad de contenidos que, sin embargo, resultaban incorporados por esas retículas, y por tanto, la sutileza de las
mismas. Daremos algunas muestras.
Advertimos constantemente, ante todo, la voluntad de nuestro
autor, por llegar a las «claves sistemáticas» de las doctrinas que analiza. Por ejemplo, al distinguir las tres fases que solían diferenciarse
en la evolución del pensamiento de Schelling y que él formula como
fase fichteana, fase de la filosofía de la identidad y fase del sincretismo,
Fray Zeferino intenta sin embargo demostrar que, en realidad, la fase
primera es una especie de preparación para la segunda (pues en la
«filosofía de la identidad», el Yo de Fichte, en tanto que fuente del
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no-Yo, no queda tanto eliminado cuanto incorporado junto con la
tesis «materialista» opuesta del no-Yo como fuente del Yo), mientras
que la tercera representaría en realidad una aplicación o desarrollo de
la fase central. Fray Zeferino capta muy bien como lo Absoluto de la
filosofía de la identidad schellingiana es un resultado crítico, en el
marco kantiano, del processus que busca desbordar las oposiciones o
dualismos entre el Yo y el no-Yo, el Sujeto y el Objeto, lo Finito y lo
Infinito, la Naturaleza y el Espíritu. Pero este Absoluto que ya no es
un Yo, se alejará del Dios personal cristiano, y por tanto se aproximará al Ser impersonal (aunque Fray Zeferino no llega a precisar: a la
Sustancia de Espinosa, que, en cambio, sí es recordada por él, en
situación similar, al hablar de Krause, en el tomo 4, pg. 107). Pero al
mismo tiempo, este Ser impersonal, por ser infinito y contener en
germen la personalidad, tampoco puede confundirse con la naturaleza material desnuda. Fray Zeferino acude a su diagnóstico favorito:
el absoluto de Schelling es el ser panteista, que envuelve y unifica a
la naturaleza y al espíritu. Fray Zeferino subraya como Schelling cree
poder exponer las leyes del desarrollo natural como una réplica de
las leyes del desarrollo individual. Sin duda, el diagnóstico «panteista»
está llevado a cabo desde las propias coordenadas cristianas; pero
habría que tener en cuenta que desde estas coordenadas no es un
diagnóstico gratuito, puesto que Fray Zeferino subraya cómo las características de este Absoluto que se despliega como Naturaleza y
luego como Espíritu en el hombre, constituyen una reinterpretación
«racionalista» del Dios trinitario. Incluso creemos merece la pena
subrayar cómo la propia doctrina schellingiana de las tres potencias
(que Manuel F. Lorenzo ha analizado desde una perspectiva materialista en su obra La última orilla, Pentalfa 1989, cap. V: «La doctrina
de las tres potencias como doctrina ontológico-especial») es considerada explícitamente por Fray Zeferino, si bien interpretada a la luz
del dogma de la Trinidad -las potencias del Absoluto tendrían que
ver, precisamente, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y encontramos aquí una referencia que nos llama poderosamente la atención
por su caracter, por decirlo así, «intempestivo»: la comparación de
ésta «trinidad de las potencias» que aparece en las «teorías teológico
religiosas de última hora» schellingianas con el sabelianismo:
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«A pesar de las apariencias en contra, y a pesar de sus frecuentes citas
a los Padres de la Iglesia y de la Biblia, sus teorías teológico-religiosas de
última hora tienen más analogía con ciertas ideas de los neoplatónicos, y
más afinidad con el misticismo extraño de Boehm que con la doctrina de
los Santos Padres y de la Biblia. Su trinidad de última hora no pasa de ser
una trinidad sabeliana, consistente en tres manifestaciones o potencias del
ser Uno y Absoluto» (HF,4,30).
Sospechamos que esta visión de evolucionismo
neoplatónico-sabeliano que Fray Zeferino tiene del último Schelling
pudo estar inspirada en la lectura de Maret (a quién Fray Zeferino
conoció, y a quién incluso cita, desde luego, en el párrafo 89 del
tomo IV de su Historia, pág. 438) cuya Teodicea había sido traducida al español (Barcelona, Librería Religiosa, 1854) y es citada
críticamente en el cap. 12 («Opinión de Maret sobre el optimismo»)
del tomo 2 de sus Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás (pgs.
175-181). Maret había insistido muy especialmente en el sabelianismo
al exponer la Historia del Dogma de la Trinidad, buscando los antecedentes del moderno «racionalismo», polemizando con el «erudito» Creuzer (discípulo, por cierto, de Schelling, vd. HF,4,189) y otros
que quieren buscar fuentes védicas al dogma trinitario, siendo así
que éste sería un dogma estrictamente cristiano:
«El sistema de Sabelio [dice Maret, en la obra citada, pg. 226] enseña
que las tres potencias divinas que adora la Iglesia católica son otros tantos
modos de la esencia divina, o, según su expresión, de la monada divina.
Sin ir más adelante, ya reconocemos en este primer paso que Sabelio ha
tomado algo de Philon. En efecto, aunque el filósofo judio en muchos escritos suyos nos presente las fuerzas divinas como seres reales y personales; enseña en otros formalmente que semejantes potencias son meras modalidades de la esencia divina, manifestaciones de su actividad, y simples
fenómenos. Sabelio toma, pues, de Philon, su principio fundamental; pero
acudiendo luego al lenguaje cristiano, nos muestra como la esencia divina
se manifiesta en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La esencia divina,
dice, al principio encerrada y oculta en las profundidades de su naturaleza,
se desarrolla en tres fases diversas que han recibido cada una su nombre
particular, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cuando Dios crea y conserva el
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mundo, cuando promulga la ley antigua, se llama Padre; cuando la esencia
divina aparece en el Cristo para reconciliar el mundo y salvarlo, se llama
Hijo; en fin, es Espíritu Santo en cuanto forma, anima y sostiene a la Iglesia. Así una esencia única manifestada en tres momentos diferentes,
recibe tres nombres diferentes, según estos tres aspectos diversos; de
manera, que los tres principios de la Trinidad no son personas, sino
simples modalidades, simples denominaciones» (Maret, Teodicea
Cristiana, Barcelona, 1854, pág. 226).
En cualquier caso, y pese a algunos atisbos (entre ellos el conocimiento de las orientaciones de la «escuela de Schelling» que Fray
Zeferino demuestra tener -cita, por ejemplo, a Oken y a otros filósofos de la naturaleza-), Fray Zeferino no llega a apreciar la importancia del componente naturalista (por no decir materialista) de Schelling,
tendiendo a aproximar, pensamos que más de lo debido, a Schelling
con Hegel. Da la impresión de que la fórmula «panteismo» utilizada
por Fray Zeferino para caracterizar tanto a Schelling como a Hegel le
impedía captar la oposición esencial entre el idealismo hegeliano (que
culmina en un espiritualismo antropocéntrico) y el naturalismo de
Schelling (hoy diríamos: su ecologismo) y le empuja a una interpretación de Schelling «desde Hegel». En efecto, viene a afirmar Fray
Zeferino que, en sustancia, Hegel asume los mismos principios de
Schelling:
«El punto de partida y el esquematismo general de la concepción de Hegel coinciden con los de Schelling. Como el filósofo de
Leomberg, Hegel considera el absoluto, la Idea, el pensamiento, como
el principio, la esencia y el término de la realidad, ó sea de todas las
cosas, las cuales no son más que determinaciones varias de la Idea.
Como Schelling también, el filósofo de Stuttgardt explica el orígen y
la naturaleza de los seres, o, si se quiere, del Universo, por medio de
evoluciones progresivas y determinadas de la Idea o del absoluto»
(HF,4,41).
Y las diferencias, que reconoce, aparecen, no solo porque el desarrollo de Hegel es mucho «más vigoroso y armónico» que el de Schelling sino
porque este vigor le permite mayor originalidad en puntos de detalle y, en
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cierto modo, constituye él mismo la originalidad de Hegel: «Esto sin contar que las vacilaciones, obscuridad y contradicciones frecuentes que hemos observado en Schelling no se encuentran en Hegel, el cual marcha a su
objeto, semper sibi constans, con pleno dominio de sí mismo y de su idea,
con inquebrantable energía, con grande rigor dialéctico, dado su punto de
partida» (HF,4,42).
Por lo demás, la exposición que Fray Zeferino hace de Hegel, aunque
es muy global, es bastante ajustada y da una idea muy aproximada de los
principales momentos del sistema, constatando, cuando le sale al paso, la
profunda influencia que, en Hegel, tuvieron también los dogmas cristianos
-y muy principalmente, el dogma de la Trinidad- y cómo, sin embargo,
éstos dogmas quedan en sus manos desfigurados y aniquilados «a fuerza
de querer expresarlos y encerrarlos en fórmulas de la filosofía especulativa
e idealista». Pero, con todo, Fray Zeferino no cree nunca que Hegel sea un
sofista -como lo creía el padre Gratry a propósito del análisis de la dialéctica del Ser en su identidad con el no-Ser. Y sin embargo, la crítica de Fray
Zeferino a Hegel, a la que dedica el párrafo 12 del capítulo, es tan terminante y dura como podría haber sido la del Padre Gratry, con quién Fray
Zeferino ha polemizado. Y con esto volvemos a nuestra impresión inicial,
relativa a la actitud de fray Zeferino como «historiador natural» de la filosofía. ¿Cómo explicar que, supuesta una distanciación crítica tan absoluta
como la que se contiene en el párrafo 12, sin embargo se hayan podido
exponer tan «desde dentro» las ideas principales del sistema hegeliano sin
desfigurarlas, y además apreciando el vigor lógico de sus concatenaciones?.
No encontramos mejor respuesta que la que se desprende del «diagnóstico» que venimos sugiriendo: la actitud de «naturalista» de Fray Zeferino,
la semejanza de su Historia de la Filosofía con una historia natural del
pensamiento filosófico. En efecto, Fray Zeferino en modo alguno recae en
la tentación de hacer una crítica de orden psicologista («afán de novedades», «orgullo satánico», «voluntad sofística»,...), sino que constata que,
por circunstancias históricas (diríamos, cuasi biológicas), ha comenzado a
germinar y a desenvolverse un pensamiento que si efectivamente se desarrolla y se propaga es porque está dotado de una «fuerza vegetativa» que es
preciso reconocerle. Y lo verdaderamente interesante para medir el alcance
de esta tesis en el historiador que estamos analizando, es la posibilidad de
que esta fuerza vegetativa que «generosamente» es reconocida y apreciada
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entusiásticamente en donde quiera que se la encuentre, puede al mismo
tiempo ser valorada como una «monstruosidad», como una «aberración»,
como un cúmulo de errores, desfiguraciones y tergiversaciones y aún de
construcciones gratuitas. Esto es precisamente lo que no creemos facil de
entender -la simultaneidad de ambas perspectivas, la entusiástica y la crítica- o por lo menos lo que puede ser entendido de diversas maneras (por
ejemplo, desde las premisas de ese maniqueismo dualista,que tantas veces
hemos citado como propio del «pensamiento reaccionario» que atribuía a
la inspiración de Lucifer la belleza de las obras más perversas con objeto
de poder engañar a los incautos). Por ello, y puesto que nuestro autor no
explicita en sus lineas generales la respuesta a estos temas, es indispensable examinar su proceder crítico, en sus diversas particularidades, buscando en el análisis de ese proceder la confirmación de la respuesta que nosotros creemos haber encontrado en la fórmula del «naturalismo». En la crítica a Hegel encontramos, nos parece, la contraprueba de lo que ya habíamos
determinado en nuestro análisis del tratamiento crítico que Fray Zeferino
da a Leibniz -contraprueba, puesto que Leibniz es para Fray Zeferino, en
cierto modo, el antípoda ideológico de Hegel. Hegel parece ser, para
Zeferino:
A. Ante todo, un caso de floración magnífica y vigorosa de un sistema de ideas que demuestra la potencia del razonamiento constructivo, del
razonamiento lógico. Pero este vigor podría ejercitarse ampliamente sobre
un humus enfermo, sobre principios endebles y aún absurdos. Cuando analizamos en detalle el «fondo del sistema», el «brillo esplendente» muestra
su caracter apariencial y experimentamos «amarga cuanto inevitable decepción». Pues este «fondo del sistema» es (dice Fray Zeferino) la identidad entre el Ser puro o abstracto y la Nada: Sein und Nichts ist dasselbe
(HF,4,66) -esto no es un sofisma, dice Fray Zeferino-, pero aunque no lo
sea podemos asegurar que el sistema que lo incorpora como principio «está
herido de muerte». Fray Zeferino irá detallando las consecuencias que ese
vacio originario determina en diversos puntos de la construcción. No nos
corresponde, como es obvio, evaluar el alcance de estas críticas, pero sí nos
es preciso subrayar que, en todo caso, la actitud crítica es justamente la del
filósofo naturalista que diagnostica los puntos débiles de un organismo par-
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tiendo del diagnóstico de una enfermedad congénita del mismo. Es pues
una crítica que intenta ser lógica, filosófica -que no es una crítica externa,
por los efectos contagiosos que ese organismo enfermo pudiera ejercer en
los fieles de la Iglesia católica, y sin que se nieguen, desde luego, las probabilidades de producción de esos efectos.
B. Sin embargo parece como si Fray Zeferino no quedase satisfecho
con esta crítica a los fundamentos, salvando el vigor y el esplendor de la
arquitectura, de la «vegetación». Insistiendo en nuestra hipótesis naturalista: ocurre como si el biólogo, tras reconocer la enorme frondosidad de una
vegetación dada, no pudiera conformarse con la distinción entre una vitalidad real y una vitalidad aparente que encubre una enfermedad «de fondo»,
pues ¿cómo es posible una frondosidad de tales características que no tuviese nada que ver, y precisamente en virtud de su lozanía, con la vitalidad,
con la salud, con la verdad?. De otro modo: el deslumbramiento que produce el sistema de Hegel, ¿podría todo el ponerse a cuenta de su forma, o no
será preciso atribuirle también algún componente de genuina vitalidad
material, de verdad, en definitiva?. Y aquí es donde Fray Zeferino responde
con una audacia que no deja de causarnos asombro: sin duda, viene a decir,
aquellas cosas que brillan de modo tan intenso en Hegel, no pueden ser
simple apariencia, mero follaje: las formas deberán estar ligadas con las
raices, deberán ser de algún modo, frutos o verdades de la filosofía perenne. Pero no frutos o verdades perennes que una supuesta «vegetación sin
raices» hubiera podido generar casualmente: estas verdades o frutos deben
estar arraigados en la filosofía tradicional, es decir, deben haberse nutrido
de los jugosde la filosofía escolástica. Y esto es ya una estricta tesis histórica, una tesis que, a falta de demostración, tendrá que ser siempre al menos
admitida como «hipótesis de trabajo» propuesta por Fray Zeferino. La cita
que vamos a dar es larga pero creemos que es la mejor prueba documental
de todo cuando hemos venido diciendo:
«Antes de poner término a esta exposición y crítica de la Filosofía de
Hegel, seanos permitido indicar que algunos de sus puntos de vista más
originales ofrecen ciertas analogías y afinidades con algunas ideas y teorías de los escolásticos, siendo muy posible, y aun probable, que Hegel se
inspiró en ellas. Así, por ejemplo, la teoría de éste acerca del werden o
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hacerse de las cosas, parece ser una aplicación y trae a la memoria la definición del movimiento, según los escolásticos: Actus entis in potentia prout
in potentia, el acto de un ser que está en potencia, considerado precisamente según que está en potencia. El movimiento es acto o actualidad respecto
del sujeto que antes estaba en potencia para moverse y adquirir por medio
de este movimiento alguna actualidad, algún modo, alguna realidad (la mano
que adquiere sucesivamente el calor que antes no tenía, el cuerpo que pasa
del lugar A al lugar B), hacia la cual se mueve o aproxima; pero que todavía no tiene, y por consiguiente todavía está en potencia (prout in potentia)
con respecto a ella, aunque ya está en acto con respecto al estado anterior,
o sea al término a quo. El fieri o hacerse de Hegel, su werden primitivo y
lógico, entraña un acto, algo de actual con respecto al sujeto que le sirve de
término a quo, que es el ser abstracto o indeterminado que representa la
nuda potencia para el ser concreto, para la realidad, pero un acto que le
corresponde considerado como todavía en potencia, y como en camino para
llegar al acto perfecto, a la esencia determinada, la cual es como el término
ad quem del werden, del hacerse de la cosa, o sea del movimiento por
medio del cual la cosa posible pasa a adquirir alguna de las muchas actualidades y realidades que estaban contenidas en ella de una manera potencial, en estado de posibilidad pura. Así, pues, la noción del werden hegeliano
tiene grande analogía, por no decir perfecta semejanza, con la noción esencial del movimiento, según la comprendían y explicaban los escolásticos
en la definición: actus entis in potentia prout in potentia.
No es menor la afinidad de doctrina que existe entre Hegel y Santo
Tomás con respecto a la constitución interna de las categorías de la razón
pura. Por parte del génesis o del proceso generador de las categorías, nada
hay de común entre Santo Tomás y Hegel; pues el primero, sin anular ni
destruir el principio de contradicción, explica el génesis, la distinción y el
orden de las categorías racionales por medio de las diferencias genérocas y
específicas, de las cuales dice que son seipsis primo diversae, y por medio
de las maneras diversas de afectar o modificar la substancia.
Empero, por parte de la constitución racional e interna, por decirlo
así, de las categorías, puede decirse que hay perfecto acuerdo entre el doctor panlogista y el Doctor Angélico. Porque, como Hegel y siglos antes que
Hegel, Santo Tomás había dicho y enseñado,
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a) Que el ser, considerado en toda su universalidad (ens in communi,
ens communissimum), es el concepto más indeterminado y el menos real
objetivamente entre todos los conceptos, aunque sin identificarlo con la
nada, como Hegel;
b) Que el ser es el principio general de todas las categorías, no solamente por cuanto les sirve de punto de partida, sino principalmente porque
representa un elemento esencial de las mismas, puesto que el ser es un
concepto trascendental que se encuentra embebido necesariamente en todo
otro concepto;
c) Que, por consiguiente, las categorías, como la cantidad, la relación, la cualidad, pueden y deben considerarse como modos del ser. Que si
Hegel considera al ser puro e indeterminado como el elemento primordial e
inherente en los demás conceptos y categorías lógicas, también para Santo
Tomás todos los demás conceptos de la razón representan otras tantas modificaciones y como adiciones (oportet quod omnes aliae conceptiones
intellectus accipiantur ex additione ad ens) de la idea de ser; y si para
Hegel las categorías son evoluciones y determinaciones del ser, también
para Santo Tomás los géneros supremos, o sea las diez categorías, se constituyen, no por adición de elementos extraños, sino por contracción y determinación del mismo ser, representan determinados modos del ser: Ens
contrahitur per decem genera (los diez predicamentos o categorías), quorum
unumquodque addit aliquid supra ens, non aliquod accidens, vel aliquam
differentiam, quae sit extra essentiam, sed determinatum modum essendi.»
(HF,4,71-73).
No queremos pecar de prolijidad: este tipo de análisis podrían ser
multiplicados a lo largo de la Historia de la Filosofía del maestro asturiano. Limitémonos a añadir a lo ya dicho: que con su crítica naturalista, tal
como (suponemos) la ha practicado a lo largo de su Historia, Fray Zeferino,
sin duda, a veces, ha confundido o no ha podido diferenciar adecuadamente formaciones que son objetivamente diversas (por ejemplo Hegel y
Schelling), pero en cambio otras veces ha podido captar certeramente analogías y diferencias que han pasado desapercibidas para otros y que pueden
seguir teniendo valor en el presente. Por ejemplo, la contraposición que
establece, como colofón de su exposición de la filosofía clásica alemana,
entre Hegel y Krause, nos sorprende por su originalidad, sobre todo cuan-
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do la aplicamos a las proyecciones en la propia Historia de la Filosofía
Española. Fray Zeferino ha visto a Krause más en la vecindad de Fichte
que en la vecindad de Schelling (la conexión de Krause con Schelling y el
significado de esta conexión para el pensamiento español ha sido señalada
por Manuel F. Lorenzo en su artículo «Schelling o Krause», en El Basilisco, nº 14, pgs. 41-48). Fray Zeferino ha contrapuesto a Krause (y a sus
discípulos españoles, sobre todo Sanz del Río, del quién, por cierto, habla
con notable frialdad) y a Hegel en un punto que nos parece notable, pues es
el punto en el que se opone el materialismo con el espiritualismo en su
forma más metafísica imaginable: nos referimos al espiritismo.No es nada
improbable que Fray Zeferino conociera las tendencias espiritistas de algunos krausistas españoles (él mismo cita a Eguilaz), y sin duda, tuvo que
meditar en la frase que al morir (el 14 de octubre de 1869) parece que dijo
Don Julián Sanz del Río después de rechazar el Sacramento de la Comunión: «Muero en comunión con todos los seres racionales finitos». Lo cierto es que Fray Zeferino concluye así la exposición de la filosofía clásica
alemana:
«Hemos dicho arriba que el materialismo y el ateismo constituyen la
consecuencia última y como la evolución final de la Idea de Hegel, a través
de la izquierda hegeliana; y aquí podemos decir que la superstición espiritista es la consecuencia y aplicación lógica de la humanidad universal de
Krause, con la única diferencia que el espiritismo, considerado en el terreno de la lógica, se halla más cerca del panenteismo krausiano que el materialismo y el ateismo de la concepción de Hegel.» (HF,4,108).
La intersección entre la Historia de la Filosofía y el «Sistema de la
Filosofía»: la filosofía española coetanea de Fray Zeferino
Vamos a concluir nuestro análisis de la «obra magna» de Fray Zeferino,
su Historia de la Filosofía (1ª edición, 1878-1879) desarrollando una observación que no nos parece enteramente desprovista de fundamento objetivo, a saber: que en su parte final, la que se ocupa de la Historia de la
Filosofía española de su siglo, se atenúa notablemente el punto de vista que
hemos llamado de «naturalismo-histórico», hasta el extremo de desvane-
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cerse, para dar paso a un punto de vista esquemático, «militante»,
que, como si desembocara en él, coincide ampliamente, en cuanto a
la organización y estilo de la materia estudiada, precisamente con lo
que podría considerarse como el «manifiesto de un sistema de filosofía», puesto que no otra cosa es, en nuestra opinión, el Prólogo a la
primera edición de la Filosofía Elemental de 1873, reproducido en
ulteriores ediciones (la 3ª de 1881).
Esto supuesto -y a continuación intentaremos probarlo en la
medida en que ello sea posible-, la interpretación que arriesgamos
sería la siguiente: que ocurriría como si, tras su panorámica «visión
naturalista» en la que los sistemas del idealismo alemán, por ejemplo, van siendo analizados y criticados detalladamente (en relación
con la «escala» de la obra), como «formaciones» sistemáticas, muchas veces monstruosas, pero cuya vegetación importa perseguir en
todas sus ramificaciones internas, al pasar a la Filosofía española que
le era coetanea, los contornos de las «vegetaciones» se vuelven esquemáticos, se agrupan en regiones definidas enfrentadas, como si
las lineas divisorias, en lugar de seguir el sinuoso dibujo vegetativo,
se convirtieran en las lineas del mapa de un frente de batalla. Parece
como si ahora, las diferentes doctrinas que vivían en su contorno
más inmediato ya no fueran contempladas con la distancia histórica
adecuada -con la distancia propia de esa «historia natural» de la que
venimos hablando-, sino con la inmediatez y «urgencia pragmática»
de quién, desde una posición militante, quiere, ante todo, clasificar
su realidad según su significado de amistad o de enemistad, o de
posibles alianzas. Ni siquiera se habla, por ejemplo, de los orígenes
históricos (por ejemplo, la «via sevillana» de introducción del
krausismo en España, o de los canales por donde se introdujo en España el positivismo). Parece que el objetivo se pone ahora en trazar
los grandes frentes del combate filosófico de su actualidad, combate
en el cual el autor se siente comprometido, y de situar con precisión
el frente en el que milita cada cual, dando noticia, casi de trámite, de
las particularidades de cada doctrina. Y ocurre que, el «mapa de operaciones» así trazado en 1879 viene a ser sustancialmente al que había trazado en 1873 y, por cierto, tampoco en abstracto, sino con
particulares referencias también a la situación filosófica española del
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momento. Es en atención a estas circunstancias por lo que decimos
que el final de la Historia de la Filosofía (la Filosofía española), al
desembocar en el Sistema, intersecta con él «Manifiesto» de este sistema,
que tampoco se había mantenido en un estilo abstracto, sino que se desarrollaba con constantes referencias a la situación española. Por consiguiente, que la «zona de intersección» entre la Historia y el Sistema es la Historia de la Filosofía Española coetanea y que esta funciona, por tanto, como
verdadero campo inmediato de batalla, de la acción filosófica de Zeferino
González. Al mismo tiempo advertimos la circunstancia, en cierto modo
paradójica, de que mientras en esta parte final de la Historia de la Filosofía
parece como si las diferentes escuelas reseñadas tendiesen a ser vistas a la
luz de las «cuestiones eternas», en cambio, en el Manifiesto sistemático, se
dice claramente que las cuestiones eternas de la Filosofía perenne no excluyen la novedad que hay que reconocer a la filosofía moderna y novísima
(por lo que no hay que aprobar «las exageraciones de algunos contra la
filosofía moderna»), y que la filosofía tomista no puede considerarse acabada, puesto que sus «soluciones» hay que desarrollarlas unas veces, modificarlas otras y a veces incluso arbitrar nuevas respuestas, dado que los
problemas son tambien nuevos y ni siquiera se hallan mencionados en la
filosofía tradicional:
«Por ser peculiares de la época actual y de sus condiciones sociales,
científicas, religiosas y literarias. Bastará citar como pruebas y ejemplos de
lo que acabamos de consignar, las cuestiones referentes al orígen del lenguaje, a los criterios de verdad, al método inicial o fundamental de la ciencia, la teoría de la sensación, el orígen de las ideas, la discusión y examen
de las formas modernas del panteismo, el problemas crítico y su relación
con la teoría de la verdad, el espiritismo, la moral independiente, el imperativo categórico, el derecho de propiedad, la sociedad doméstica, relaciones
y deberes de la sociedad civil y de la religiosa, etc., etc., mas la discusión
de las diferentes y múltiples opiniones y teorías pertenecientes a la filosofía moderna y novísima, y desconocidas por consiguiente de los antiguos
escritores escolásticos» (FE,1,8-9).
Pero en cambio añadirá más tarde (FE,1,22) no es exacto decir «con
un panegirista de la filosofía novísima» -sin duda, se refiere a Canalejas,
publicista «en quién reconocemos de buén grado conocimientos superiores
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y nada vulgares en la materia, aunque se ha dejado llevar algo de sus aficiones krausistas»- que el caracter distintivo de esta sea estudiar «lo absolutamente infinito y lo infinitamente absoluto, es decir, el ser en sí y por sí
universal en el que todos los demás seres encuentran su fundamento». Pues
la filosofía tradicional ya ha estudiado a este Ser que no es otro que Dios y
sólo Dios, dice Fray Zeferino.
He aquí pues el cuadro con el que termina su Historia de la
Filosofía, un cuadro organizado por las dos líneas o movimientos de
la filosofía que se enfrentan el uno al otro y que (diríamos nosotros)
conviven luchando: el «movimiento filosófico racionalista» al lado
del «movimiento cristiano» (HF,4,441). Fray Zeferino divide el siglo
en dos fases: hasta el año 34 y despues del año 34 (toma, pues, como
criterio -criterio que hubiera podido ser aceptado por un carlista, pero
también por un liberal- el final de la «ominosa decada», a raiz de la
muerte de Fernando VII). Durante el primer periodo no cabe hablar
de un movimiento filosófico-racionalista en el sentido riguroso de la
palabra: los tratados publicados en la época «conservan lo esencial
del principio católico», si bien se aprecian en ellos ideas que gravitan
hacia el racionalismo, ya preludiadas por el sensualismo (no deja de
ser notable la equiparación que hace Fray Zeferino del sensualismo
empirista con el racionalismo, saltando por encima de la oposición
convencional entre un Descartes o Espinosa y un Locke o Condillac)
del Locke o Condillac que apareció al final del siglo anterior (y cita
la Theodicea o Religión Natural de Pereira, la Florida del P. Muñoz
y algunos escritos del presbítero Reinoso y de Jovellanos, así como
también obras de ciertos jesuitas tocados de sensualismo como
Eximeno y Andrés, o las Institutiones Philosophiae ecclecticae del
presbítero cubano D. Felix Varela). Tampoco el movimiento cristiano tiene en este periodo un desenvolvimiento sustantivo; aunque Fray
Zeferino no lo diga explícitamente lo expresa de hecho al afirmar que
los representantes de la filosofía cristiana en esta época son sobre
todo polemistas que entran en controversia sobre todo en el terreno
político-social (y cita a tres dominicos, el mallorquín Rafael
Puigcerver, el valenciano P. Vidal y el sevillano P. Alvarado, más conocido como «el filósofo Rancio»).
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Durante el segundo periodo -y sobre todo «desde la terminación de la
Guerra dinástica y principalmente desde la Revolución del 54» (se refiere
Fray Zeferino evidentemente a la que se llamó entonces «revolución de
Julio», la del «Manifiesto de Manzanares» firmado por O’Donnell -y escrito por Cánovas del Castillo- y que iba a dar paso al «bienio progresista»,
cuando Sanz del Rio es nombrado «Catedrático propietario» de Historia de
la Filosofía)- el racionalismo filosófico se desenvuelve y crece. Fray Zeferino
hace una velada alusión a la parte que en este crecimiento pudo corresponder a la Masonería: «El racionalismo político entraña relaciones secretas,
pero íntimas y reales, con determinadas escuelas filosóficas y ha contribuido también eficazmente al desarrollo y propaganda del racionalismo en
estos últimos años». Podemos comprobar por este texto y otros anteriores
(y en particular por la equiparación que antes hemos señalado del
sensualismo al racionalismo) que racionalismo viene a significar para Fray
Zeferino anticristianismo.
Y dentro del movimiento racionalista Fray Zeferino distingue tres
direcciones principales: la hegeliana, la krausista y la materialista. Siguió,
dice, la primera dirección «aunque de manera incompleta y vergonzante»,
Castelar, en los primeros años de su vida literaria (se refiere Fray Zeferino
a las célebres lecciones de Castelar en el Ateneo sobre La Civilización en
los cinco primeros siglos del Cristianismo); considera sin embargo como
más genuino representante de la dirección hegeliana (aunque afectado también de ideas de Proudhom) a Pi y Margall y a Canalejas (quién amalgamaría sus ideas hegelianas con otras krausistas). En cambio Fabié, el traductor
de la Lógica de Hegel, sólo parcialmente es hegeliano, puesto que rechaza,
dice Fray Zeferino, los puntos del sistema de Hegel que son incompatibles
con el catolicismo.
La dirección krausista la encuentra iniciada, por supuesto, por Sanz
del Rio (no cita Fray Zeferino los precedentes del krausismo español, sobre
todo en las Facultades de Derecho, muy conocidos hoy tras estudios como
los de Elias Díaz, La filosofía social del krausismo español, Madrid 1973).
A Sanz del Rio apenas le dedica unas lineas, muy distantes, y no hace sino
numerar a sus numerosos partidarios: Fernando de Castro, Tapia, «clérigo
apóstata a quién se confió la Catedra de Sistema de la Filosofía» fundada
por el patriarca del krausismo, a Giner de los Rios, a Nicolás Salmerón, a
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González Serrano, a Hermenegildo Giner, a Eguilaz, «el cual, en sus lecciones o tratados sobre el Derecho y más todavía en su Teoría de la Inmortalidad del alma une, con el fondo de la concepción krausista, ciertas ideas
y direcciones espiritistas».
En cuanto a la dirección «materialista» (dentro de la cual, curiosamente, Fray Zeferino engloba al positivismo, como
positivismo-materialista, saltando por encima de las proclamas
antimetafísicas de los positivistas comtianos), aparte de Cubí (como
divulgador de la Frenología) cita a la Filosofía Española del Dr. Mata,
al director de la Biblioteca positivista, el cubano Poey, a Pompeyo
Gener (La muerte y el diablo), al doctor Simarro y a Perojo (aunque
Perojo -a quién Juan José López Morillas considera por su Revista
Contemporanea como el «Ortega del siglo XIX»- en modo alguno
puede considerarse como materialista: su positivismo progresista era
de signo neokantiano, como discípulo que fué de Kuno Fischer, aunque eso si, como ya hemos dicho antes, iba a resultar ser el peor
enemigo de los krausistas). En cambio, Fray Zeferino considera «dentro de la dirección kantiana» al cordobés Rey y Heredia, por su Teoría trascendental de las cantidades imaginarias. En cuanto a don
Patricio de Azcárate y a don Juán Valera, Fray Zeferino no encuentra
una facil adscripción dentro de su esquema de las tres corrientes
racionalistas. La Exposición histórico crítica de los sistemas filosóficos modernos de Azcárate, la considera desde luego dentro del
racionalismo, pero en su dirección espiritualista (subrayemos, por
nuestra parte, que Azcárate manifestó en alguna ocasión su simpatía
por fray Zeferino y lo elogió porque moviéndose en el terreno filosófico, había fortificado el sentimiento católico y creia que «todo español que tuviera conocimientos filosóficos y estuviera dotado de buena voluntad, debería hacer un esfuerzo para propagar, dentro de la
misma filosofía, ideas que, lejos de ser hostiles a la religión, le sean
afines» (apud Nicolás M. Sosa, Patricio de Azcárate (1800-1886),
Universidad se Salamanca, 1979, pág. 121). En cuanto a Valera, a
quién en la primera edición de la Historia de la Filosofía había considerado como racionalista, en la segunda edición encuentra motivos
«personales y reales para excluir del gremio racionalista al autor del
Prólogo a los Ensayos críticos de Laverde».
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Ahora bien: el «racionalismo», que es el movimiento de la filosofía moderna y novísima que hay que identificar como el verdadero
enemigo de la filosofía perenne (que es la filosofía cristiana), no es,
según Fray Zeferino, un genuino racionalismo, puesto que su desmesura le hace saltar «fuera de las condiciones que la misma razón humana y la ciencia filosófica exigen» -decía Fray Zeferino en el
Prólogo-Manifiesto a la Filosofía Elemental (pág. 5). Y aquí Fray
Zeferino, aún sin nombrarlo, está poniéndose en linea, al menos en la
parte de la autolimitación de la Razón, con la filosofía crítica, con la
Crítica de la Razón Pura. El racionalismo absoluto -el de Hegel, el de
Schelling, incluso el «racionalismo armónico de los krausistas»- es
irracional en el fondo, porque no pone los límites que la razón debe
imponerse a sí misma. En este sentido cabría definir como
racionalismo crítico (si no hubiera confusión con la filosofía kantiana)
a la propia concepción de la filosofía cristiana que propone:
«Es preciso reconocer, en vista de esta sencilla reflexión, que lo
que se llama filosofía racionalista es esencialmente irracional en su
base, y que la filosofía cristiana es mas racional o racionalista, en el
verdadero sentido de la palabra, que la filosofía con este nombre conocida, al proclamar la subordinación de la razón humana a la Razón
divina, de la investigación filosófica a la palabra de Dios, como consecuencia necesaria y lógica de la verdad que en Jesucristo y en la
religión nos revelan de consuno la historia, la razón y la filosofía. El
defecto radical del racionalismo consiste precisamente en tomar como
punto de partida el postulado gratuito de la no existencia de la revelación divina, y en proclamar o suponer a priori la independencia y
suficiencia absoluta, es decir, la infinidad de la razón humana y su
identificación con la Razón divina. He aquí por qué y en qué sentido
hemos dicho que este es un libro de filosofía escolástica, si por este
nombre se entiende la investigación libre de la verdad, realizada por
la razón humana con subordinación a la Razón divina» (FE,1,6).
Sin embargo, este racionalismo crítico católico, nos parece, no podría
confundirse con el racionalismo crítico kantiano, y la diferencia, a nuestro
juicio, es bien clara. La crítica de la razón de Kant limita así la razón, pero
no para dar patente de corso a cualquier dogmática, para justificar «filosó-
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ficamente» cualquier fe positiva, y en particular la cristiana, puesto que el
propio Kant, en La Religión dentro de los límites de la pura razón se expresó de modo terminante sobre este punto central. Pero el racionalismo crítico de Fray Zeferino, como el de tantos otros cristianos, interpreta esta
«autocrítica de la razón» precisamente en un sentido opuesto, como subordinación, casi en sentido escéptico, de la razón humana a la «Razón divina» (denominada así precisamente para defender el nombre de racionalismo
de un modo puramente retórico, puesto que la Razón divina ya no es, según
se la define, adecuable a la razón humana), identificada además con la revelación cristiana. Y esta identificación da el salto mortal, el hiato sobre el
cual precisamente La Religión dentro de los límites de la pura razón se
había pronunciado, y sospechamos algo así como si Fray Zeferino tuviese
cierta impresión de la efectividad de este hiato, puesto que trata de atenuarlo o reducirlo al mínimo según un procedimiento ingenuo que no puede por
menos que hacernos sonreir:
«Escusado es añadir que esta subordinación a la Razón divina, solo se
refiere a las verdades, relativamente poco numerosas, que apellidamos misterios y enseñanzas de la fé católica, misterios y enseñanzas que dejan anchuroso campo a la razón humana para discurrir libremente por los diferentes ramos del saber, y para revelar su extensión, latitud y profundidad,
su inmensa fuerza y poderío» (FE,1,7).
Sin embargo es evidente que nuestro autor tiene plena conciencia de
su distancia insalvable con la crítica kantiana, desde el momento en que él
considera a Kant, como ya hemos subrayado, como la verdadera fuente del
racionalismo moderno y novísimo. Un racionalismo que, precisamente por
no reconocer una Razón divina por encima de la razón humana, tiende a
convertir ésta en razón absoluta, tiende a divinizarla y por tanto a divinizar
el mundo finito, es decir, tiende al panteismo. Creemos importante notar,
por tanto, que uno de los principales motivos del famoso rechazo de Fray
Zeferino al panteismo se encuentra precisamente en el racionalismo, en
este racionalismo que no admite la dogmática cristiana como instancia que
se encuentre por encima de la razón, y que por tanto, constituye la antesala
del ateismo:
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«Lo único que esta rechaza, y lo rechaza con justicia en nombre de la
misma razón natural y de la ciencia, es el sentido panteista de esa teoría:
porque sabe y demuestra que el panteismo es en el fondo el ateismo, es la
negación de la personalidad divina, de la Providencia, de la inmortalidad
verdadera, de la vida futura, de la libertad y de la moralidad, nombres y
palabras que para todo pensador carecen de sentido filosófico en la teoría
panteista, llámese este hegeliana o krausista» (FE,1,24-25).
Tres direcciones aberrantes de racionalismo (puesto que, como
vemos, Fray Zeferino no renuncia a considerarse racionalista) distingue pues nuestro autor: hegelianismo, krausismo y
positivismo-materialista. Frente a ellas convoca al racionalismo cristiano, al racionalismo del «movimiento filosófico cristiano», el movimiento animado en España por Balmes, «con un grave defecto, y
es su tendencia al escepticismo objetivo y al fideismo de Jacobi»;
además, Balmes se separa de Santo Tomás en las cuestiones que se
refieren a la existencia del entendimiento agente y de las ideas o especies inteligibles, a la naturaleza del alma de los brutos, a la distinción real entre la esencia y la existencia de las cosas finitas (HF,4,454);
y por Donoso Cortés, «cuyo genio exagera la importancia del criterio
teológico hasta caer en el tradicionalismo y abrir la puerta al escepticismo» (HF,4,456). Se recibe la impresión de que Fray Zeferino, haciendo el recuento de fuerzas propias, dentro de su proyecto de
racionalismo cristiano (una vez hecho el recuento de las fuerzas enemigas, organizadas según criterios sumamente discutibles y confusos, como hemos dicho) encuentra desfallecimientos racionalistas en
Balmes y en Donoso, aunque percibe la vitalidad de ese racionalismo
cristiano en múltiples lugares concretos (desde Campoamor hasta Ortí
y Lara, desde el padre Cuevas hasta Pou y Ordinas), pero pide una
reacción global espiritualista, la del racionalismo cristiano, atribuyéndose de hecho (aunque sin decirlo explícitamente) él mismo un
protagonismo especial en esta renovación.
Dos movimientos filosóficos están pues, frente a frente, en la Historia
de la Filosofía Española y en el Prólogo, que nosotros hemos llamado «Manifiesto», a la Filosofía Elemental: el movimiento racionalista inmoderado
o absoluto (con unas direcciones positivista-materialista -pues Fray Zeferino
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no identifica, ni cita siquiera, al materialismo dialéctico, que queda fuera
de su horizonte- y unas direcciones no propiamente materialistas, sino
idealistas, aunque panteistas, como las de Hegel o Krause) y el movimiento del racionalismo moderado o cristiano, puesto que es un
racionalismo moderado por la fe cristiana.
Nos parece de interés, para terminar esta parte de nuestro trabajo, confrontar este análisis que Fray Zeferino hace del «campo de
batalla» filosófica con el análisis que de ese mismo campo de batalla
hacía Sanz del Rio en su Prefacio al Ideal de la Humanidad. También
Sanz del Rio habla aquí en nombre de la razón, pero su ideal de
«racionalismo armónico» se encuentra, ahora, según el, bloqueado
por los dos flancos, de una parte por la filosofía escolástica, que pone
la razón al servicio de la Iglesia, de otra parte por la ciencia positivista o ciencia natural, que pregona la esterilidad de la razón filosófica,
en nombre de un empirismo absurdo e irracional. Como ha observado López Morillas en su obra ya citada, el verdadero enemigo del
racionalismo armónico progresista no iba a ser la filosofía cristiana,
la que representaba el pretérito (pese a que el Ideal de la Humanidad
había sido incluido en el Indice romano por Decreto de la Congregación del Indice de 26 de septiembre de 1865) sino del positivismo:
«la sorpresa de los krausistas al oirse tildar de retrógrados -ellos, que
se jactaban de ir en la vanguardia del progreso- contribuyó en parte,
a lo desmayado e inhabil de su defensa (...) y es notable paradoja que
el momento cabal en que creían asegurado su triunfo con el de la
Revolución de Septiembre, empiezan las defecciones en el campo
krausista. Por la via del neokantismo o por la de las ciencias naturales fueron pasando muchos discípulos de la escuela a militar bajo la
bandera del positivismo» (Morillas, pg. 65).
En el siguiente diagrama hemos intentado la representación esquemática de los análisis que del mismo «campo de batalla» hicieron
los dos «generales» contendientes, cada uno desde su punto de vista
(emic), Julián Sanz del Rio y Zeferino González Tuñón. La confrontación de estos diagramas es muy instructiva puesto que por una parte nos permite establecer la persistencia en ambos de ciertas corrientes que cada cual ve desde su punto de vista, en particular, creemos
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que es el positivismo, o el positivismo materialista, confusamente
percibido por ambos, aquella corriente que en el diagrama resalta
como el enemigo común de ambos:
Escolásticos
Filosofía
cristiana
Positivistas
Positivismo
materialista
Irracionalismo
filosófico
Sanz
del
Río
Hegelianos
Racionalismo
moderado
Racionalismo
absoluto
Zeferino
González
Racionalismo armónico
Krausistas
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