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Vestigios del paso de los portugueses por Japón
Traducción de Javier Dueñas Polo y Leandro Español Lyons
VESTIGIOS DEL PASO DE LOS PORTUGUESES POR JAPÓN
Wenceslau de Moraes
Traducción de Javier Dueñas Polo y Leandro Español Lyons
Coordinación y revisión de la traducción: Rebeca Hernández
La colonia portuguesa, establecida en el Japón, se reduce hoy en día a dos
empleados (si acaso) –un ministro y un cónsul– y a algunas decenas de macaenses y
descendientes de macaenses, que ocupan generalmente modestas funciones en las firmas
extranjeras. Gracias a su exotismo atrayente y a las encantadoras vistas del paisaje, el Japón
es un país muy frecuentado por extranjeros, por touristes; pues los touristes portugueses se
reducen anualmente a una media docena de individuos, venidos de la China en corta visita
de recreo o como empleados, transitando entre Macao y la Metrópoli, vía América. En
cuanto a las relaciones mercantiles entre Portugal y el Japón, no pasan todavía de meras
tentativas, indolentemente mantenidas y de éxito dudoso. Cuando nos pongamos a pensar
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en todo esto, parece casi inverosímil –pero está la Historia para afirmarlo– que hubiésemos
sido nosotros, los portugueses, quienes descubrimos, a mediados del siglo XVI, el Nippon al
mundo occidental, estableciendo inmediatamente íntimas relaciones con los nipones,
reservándonos el exclusivo tráfico europeo con el imperio y siendo mensajeros de un
nuevo credo, la religión cristiana, que implantamos, ejerciendo en pocos años una
brillantísima catequesis.
Cortos años fueron, en efecto: cerca de ochenta. Pasamos para rápidamente
desaparecer. Fuimos un meteoro social. Mientras tanto, este paso debería haber dejado
aquí, en la exótica civilización que por sorpresa devastamos, vestigios inequívocos de su
acción prestigiosa. Y los dejó. Lo que ocurre es que, desinteresados del Japón, como de
todo el Oriente, y calmada la fiebre aventurera que nos colocó en un lugar prominente en la
vida mundial, poco o nada nos importa ahora el estudio crítico del rastro de nuestros
propios hechos, aunque el asunto se muestre cautivador; abandonando la tarea a otros,
extranjeros, cuyas apreciaciones pecan a veces de falta de criterio y poca lealtad.
Las líneas que siguen se refieren a los vestigios que he mencionado. No tienen, sin
embargo, la pretensión, ni por asomo, de un estudio serio del asunto; son simples notas
inconexas, reunidas sin ton ni son, con el único fin de que despierten algún interés, sin
demasiado tedio por ser breves, a los lectores de mi tierra.
En 1542 (la fecha es un tanto discutida), los portugueses descubren el Japón al
mundo de Occidente. En 1549, el misionero jesuita Francisco Javier, español de origen,
pero al servicio de los portugueses, desembarca en Japón, en Kagoshima, y comienza su
propaganda religiosa, seguido de cerca por otros misioneros nuestros y por numerosos
mercaderes. En 1587, se da la primera persecución de cristianos. En 1597, en Nagasaki,
veintiséis cristianos mueren martirizados. En 1624, después de cruentas luchas, tragedias y
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masacres, Japón cierra sus puertas a la cristiandad, con excepción de los holandeses, que
aceptan a cambio de ganancias mercantiles, una humildísima condición de casi cautiverio,
recluidos en el islote de Deshima, en el puerto de Nagasaki. Durante 229 años, el imperio
se mantiene, puede decirse, incomunicado. En 1853, un comodoro americano, Perry,
fondea su flota cerca de las aguas de Yokohama; es el primer paso para restablecer las
relaciones, que marcan la extraordinaria evolución efectuada en el país durante los últimos
cincuenta años, bien conocida por todos nosotros.
Comenzando por la fecha de nuestra llegada a suelo japonés, es curioso observar
que no quedan de este hecho informaciones precisas. Sin embargo, no sorprende. No
podemos comparar esta llegada a un verdadero descubrimiento, como el de América, por
ejemplo. Desde los primeros años del siglo XVI nos eran familiares los mares de Extremo
Oriente; conocíamos Formosa, el archipiélago de Luchú (Ryûkyû en japonés), las costas de
Corea; portugueses y japoneses debían encontrarse frecuentemente en el mar y en tierras
asiáticas sin que manifestaran un gran interés por ello; y a una tras otra de las innumerables
islas del Japón, llevados por el mal tiempo, algunos de los nuestros habrían arribado por
casualidad, precediendo al escritor y aventurero portugués Fernão Mendes Pinto, que a su
vez a ellas arribaría traído por una tempestad.
Nótese, como circunstancia interesante, que el nombre de Mendes Pinto no figura
en las viejas crónicas niponas. En un libro de la época Keicho (1596-1615), citado como la
mayor autoridad japonesa en la materia, se menciona que el 25.º día de la 8.ª luna del año 12
de Tembún (23 de Septiembre de 1545), llegó al puerto de Tanegashima (cerca de
Kagoshima) un gran navío pilotado por una tripulación extranjera, siendo dos de sus jefes
Francisco y Kirishita (¿Cristovão?) da Mota. Se describen a continuación, con minuciosa
ingenuidad, los fusiles que poseían los extranjeros, a los que llamaban téppô (tal vez por
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onomatopeya), de entre los cuales los habitantes del lugar compraron dos, a un alto precio,
y aprendieron a usarlos y, después, a fabricarlos. El nombre de tanegashima, en la memoria
del lugar, aún es empleado hoy en día para nombrar los antiguos fusiles japoneses –ahora
artículos de museo– iguales a nuestras escopetas; y téppô es el término coloquial de cualquier
arma de fuego. Así, en la lengua, quedó el testimonio imborrable del gran acontecimiento
que los portugueses trajeron al Japón: la introducción de las armas de fuego, que
supusieron desde un primer momento importantísimas modificaciones en la táctica de la
guerra y en la construcción de los shiró, los castillos, algunos de los cuales todavía quedan
hoy en pie.
Nuestra influencia en Japón, limitada al periodo de 1542-1624, fue esencialmente
religiosa y mercantil. Considerándola por el lado religioso, comienzo por decir que no
quedaron monumentos, en el sentido habitual de esta palabra. Tales monumentos, si
existiesen, serían iglesias. La madera, que es aquí el material más empleado en la
construcción de los edificios, difícilmente hubiese podido resistir hasta nuestros días. Pero
no fue el paso del tiempo el que derribó los templos cristianos; fue la cólera de los Sogunes,
los generalísimos, quienes, expulsando o masacrando a los misioneros, a los mercaderes y a
los conversos, ordenaban al mismo tiempo la destrucción de todos los vestigios que
pudiesen recordar a la religión de la cruz. El rigor de la censura llegó hasta tal punto, que ni
fueron permitidas en los libros las más mínimas referencias al asunto, ni los términos que
designaban a los cristianos, a los extranjeros, podían ser escritos. Esto explica la escasez de
documentos literarios que Japón ofrece sobre este asunto.
El fervoroso padre Francisco Javier, al desembarcar en Kagoshima, visitó Hirado,
Yamaguchi, Kyoto (la capital); efectuó numerosos milagros, según rezan las crónicas
cristianas, convirtió a nobles, convirtió a bonzos y convirtió al pueblo. Otros jesuitas
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portugueses siguieron su ejemplo, uniéndose luego los frailes españoles. En 1582, la isla
entera de Amakusa, gran parte de las islas de Goto y de los daimiados de Omura y de
Yamaguchi son cristianos, contándose unas seiscientas mil almas convertidas. Embajadas
japonesas iban a Roma, a jurar obediencia al jefe supremo de la Iglesia, y pasaban por
Lisboa. A principios del siglo XVII, cerca de un millón de católicos, diseminados por todo
el imperio, representan la cristiandad japonesa. Y es poco después cuando, por orden de
Hideyoshi, de Iyeyasu y de los sogunes que se habían ido sucediendo en la dinastía
Tokugawa, las persecuciones comienzan, se inician y continúan las masacres, los martirios,
los terribles decretos represivos, la obra entera de los misioneros portugueses se ve
arrasada, la religión cristiana es juzgada como un crimen, y son expulsados
ignominiosamente los extranjeros. Fue entonces cuando muchos japoneses convertidos
huyeron a Macao, donde dejaron muestras de raza, de costumbres y de lenguaje
reconocibles hasta nuestros días.
Ahora es tiempo de aludir, brevemente, al vestigio más conmovedor, más
enternecedor y más inesperado que quedó de nuestro paso por el Japón. Después de la
llegada del comodoro americano, el Nippon fue reabriendo poco a poco sus puertas a los
extranjeros, no de buen grado, sino a la fuerza. Se redactaron y se ratificaron tratados. Una
misión católica francesa se estableció en el imperio. En 1862, una iglesia fue erigida en
Yokohama. En enero de 1865, otra, la iglesia de los Veintiséis Mártires, se construyó en
Nagasaki. Ahora bien, el día 17 de Marzo del mismo año en Nagasaki, un grupo de doce o
quince japoneses – hombres, mujeres y niños – se juntó a la puerta de la iglesia.
Sorprendido, el padre Petitjean abrió la puerta, entró con ellos, se arrodilló frente al altar y
se puso a rezar. Entonces, tres mujeres, ya mayores, se aproximaron al padre; y una de ellas,
con las manos sobre el pecho y hablando muy bajo, como si temiese que las paredes
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tuviesen oídos para escucharla, le dijo que su corazón y el corazón de todos los presentes
eran iguales al suyo, al corazón del padre… Petitjean, conmovido, le preguntó de dónde
venían. Venían de Urakami, un pueblo cercano. Y la vieja añadió: “Santa María no go zô wa
doko” (¿dónde está la noble imagen de Santa María?).
Se revelaba un gran misterio. Todas las persecuciones, todos los martirios, todos los
decretos represivos, todo el espionaje ejercido contra el cristianismo durante dos siglos y
medio, no habían logrado extirparlo del Japón. Aun sin curas ni templos, las creencias se
mantuvieron, en familias contadas por millares. En Urakami, en Goto, en Nagasaki y en
otros puntos, los cristianos pululaban, practicando el culto a escondidas como mejor
podían; de vez en cuando, denunciados por espías a las autoridades locales, algunos
pagaban con la vida la constancia en la fe de sus abuelos. Gente simple y ruda –pescadores,
campesinos– aquellos pobres creyentes recordaban en cierto modo a los primeros
discípulos de Jesús, unidos como hermanos por el prestigio de una idea, sufriendo por el
mártir de Gólgota. En cada uno de los gremios secretos de los cristianos, había un
individuo que ejercía el cargo hereditario de bautizar a los recién nacidos, y que conocía,
más o menos, las prácticas latinas usadas en tales casos. Todos aquellos japoneses poseían,
además del nombre nipónico, dado a los registros oficiales y conocido generalmente, un
nombre cristiano de bautizo para uso íntimo, apenas musitado en confianza; uno era Paoro
(Paulo), otro Domingo (Domingos), otro Rorenzo (Lourenço), otro Mikeru (Miguel), una
mujer se llamaba Iwana (Joana), una muchacha tenía el gracioso e ingenuo nombre de
Izaberina (Isabelinha). Se sabían de memoria, en latín, el Padre Nuestro, el Ave María y la
Salve; tenían libros de oraciones, rezaban juntos, celebraban la Navidad, la Semana Santa y,
para ellos, los domingos eran días de guardar; se presignaban a la portuguesa, lo cual dio
mucho que pensar al padre Petitjean, que se presignaba a su manera. Los misioneros
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franceses encontraron una hermosa pintura que representaba a la Virgen, una bella cruz de
cobre y otras reliquias; muchas familias poseían un recuerdo cualquiera de los curas
portugueses, transmitido de padres a hijos, y de estos a nietos y a bisnietos – a veces una
simple cuenta, sacada de un rosario.
Justo a mediados del siglo XIX resurgieron, durante algún tiempo, las persecuciones
a los cristianos; algunos de ellos, frágiles de espíritu o sometidos a tortura, hicieron pública
apostasía; otros – la gran mayoría – entre los que se distinguía el septuagenario Domingos
Zenyemon, mostraron una firmeza noble en sus creencias. Sin embargo, gracias a la
intervención de los diplomáticos extranjeros, y también del espíritu de la época, todo cesó
en breve; la libertad de culto se establecía en el país del Sol Naciente.
En el museo de Ueno, en Tokyo, se encuentran hoy expuestos curiosos
documentos de la acción evangelizadora de los misioneros portugueses. Figuran, entre
otros, los siguientes: un retrato al óleo de Hashikura Rokuemon orando delante de un
crucifijo; el título de ciudadano romano conferido al mismo Rokuemon, que visitó al Papa
Pablo V, en 1615, como embajador del príncipe de Sendai; varias pinturas sagradas,
rosarios, crucifijos, un pequeño misal escrito en japonés, etc. Allí figuran también
ejemplares de las célebres fumi-ita, placas de metal con emblemas cristianos que eran
pisoteados por los japoneses en los tiempos de persecución y, parece cierto, que también
por los holandeses, con la intención de probar a las autoridades del país, cuando fuese
necesario, que no seguían el credo de Jesús.
Su historia y la crítica de la persecución japonesa contra los misioneros portugueses,
contra los extranjeros en general, llena de horrores como todas las persecuciones religiosas,
no se acaba aquí. Sin embargo, se le deben hacer algunos matices al natural resentimiento
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que los hechos anotados y descritos minuciosamente por nuestros viejos cronistas puedan
haber inducido al alma portuguesa.
Nuestros sacerdotes se muestran desde un primer momento intolerantes y los
nobles convertidos fueron más que intolerantes: fueron despóticos, fueron crueles,
obligando a la fuerza a sus vasallos que abrazaran la nueva fe, incendiando los templos
budistas y asesinando a los bonzos. El comercio pronto se convirtió en el monopolio de los
cristianos. Los padres portugueses y los monjes españoles, mercaderes portugueses de poca
finura de costumbres, y más tarde los holandeses y algunos ingleses, todos comenzaron a
tramar unos contra otros, y a intrigar contra el imperio, injiriéndose en la política interna,
conspirando; expandiendo la revuelta, la confusión y la anarquía. Los dirigentes japoneses
ansiaban establecer sobre unas bases sólidas el comercio del país con Occidente, con el
propósito de engrandecerlo a través de la industria y de los progresos obtenidos. Sin
embargo, no podían admitir tamaña influencia moral ejercida por extranjeros, ya que
llevaría a la desintegración de la familia japonesa, al fanatismo, a la opresión religiosa, a la
inquisición y, ciertamente, para colmo, al dominio político de los blancos en suelo de los
Mikados. La opinión generalmente admitida, entre los escritores occidentales modernos
más competentes, es que el peligro jesuita fue una de las coyunturas más amenazadoras que
hayan puesto en riesgo la independencia japonesa, durante la larguísima existencia de la
nación. Hideyoshi e Iyeyasu fueron bárbaros, pero salvaron a su patria de la esclavitud.
Pasemos página, para tratar ahora el lado mercantil del asunto. Poco hay que decir.
Los portugueses podrían haber hecho mucho en este campo. Podrían haber despertado las
energías latentes del alma de los nipones y de los chinos también, anticiparse a los hechos,
aliarse con los asiáticos y revolucionar el mundo. No lo hicieron, ni sorprende que así fuera.
El espíritu de hace tres siglos era otro. Los destinos reservaron a Inglaterra el lugar de
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primer aliado occidental de un imperio de Oriente. Está probado que los navíos de
nuestros mercaderes sirvieron de modelo a los barcos japoneses, comenzando a construirse
algunos de mayor tonelaje y adecuados a la navegación de larga distancia. Descubrimos en
este pueblo el espíritu aventurero, el amor por los grandes viajes, por las conquistas. En
1594, Hideyoshi distribuía permisos a ocho barcos japoneses para que negociasen con
Luzón, Amoy, Macao, Annam, Tonkín, Camboya, Siam, Malaca y otros puertos. Seis años
después, Iyeyasu aumentó tales permisos a sesenta y dos; en 1620 llegaban a ciento setenta
y nueve. En aquellos tiempos partió un barco japonés hacia la India con escala en Macao.
Allí, los portugueses, al no conseguir que el capitán vendiese la carga y desistiese de ir más
allá, se la confiscaron sin ningún proceso. Pero la expulsión de los extranjeros del suelo
japonés venía a poner fin a los desmanes de este pueblo en lo que a la expansión se refiere,
llevando a cabo naturalmente una política cautelosa, represiva; la emigración de los
nacionales fue prohibida, prohibido el regreso de los ausentes, el tonelaje de los barcos
reducido a cifras mínimas, permaneciendo solamente la navegación de cabotaje. El
aislamiento era la única ley.
Voy ahora a referirme a otros vestigios de mínima importancia pero de
interesantísima mención, que quedaron de nuestro paso por Nippon. Estos vestigios se
encuentran en su escritura ideográfica: los japoneses escriben con tres figuras la palabra
“Portugal”. Las dos figuras superiores significan budô (uvas, viña); de modo que la rigurosa
denominación de nuestra tierra sería para ellos el País de las Uvas o, por extensión el País del
Vino... Irónica divisa, cuando se tiene en cuenta la escasez del vino portugués en tierras del
Japón; en todo caso corroborando la remota fama vinatera de la patria de Mendes Pinto y
de los que le sucedieron.
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Los portugueses trajeron al Japón ideas nuevas, objetos nuevos. De esto resultó
naturalmente la adopción, en la lengua del país, de muchos de nuestros términos; al darse la
circunstancia favorable de una notable semejanza de pronunciación en las lenguas habladas
por los dos pueblos. Abundan, como fácilmente se imagina, los términos religiosos;
muchos de ellos todavía en uso, a pesar de que los sacerdotes franceses, pastores actuales
del menguado rebaño de los católicos nipónicos, tratan de sustituir estas palabras por otras
etimológicamente nacionales. Cito algunos ejemplos:
-Kirisuto (Cristo), Yaso (Jesús), Kirisutan (Cristiano), Bataren (padre), Kontasu (Cuentas,
rosario), Anima (ánima, alma), etc.
Después, vienen los nombres de cosas: - botan (botón), birôdo (terciopelo, en
portugués veludo), bôto (bote), bidôro (vidrio), koppu (vaso, en portugués copo), manteru
(mantel), kappa (capa), mantô (manto), pan (pan), shabon (jabón, en portugués sabão), kompeitô
(gominola, en portugués confeito), saberu (sable), etc.
Los japoneses dicen: tempura (de “tempero”, u otro término parecido). Tempura es
cualquier producto de cocina frito en aceite, correspondiente a nuestro vocablo actual
“rebozado”. La palabra se conoce también en África, de importación portuguesa,
claramente; yo conocí, en Mozambique, una negra que se llamaba Tempura.
Los nipónicos dicen: tabako (tabaco). Parece no quedar duda de que fuimos
nosotros los que introdujimos la palabra en el Japón. Tanto la droga como la costumbre de
fumarla, alrededor de 1600. Al principio, se decretaron rigurosas leyes prohibitivas contra el
uso del tabaco; pero después se estableció la tolerancia y pasaron a fumarlo todos sin
distinción de sexos. Observa un autor japonés contemporáneo: “Mujer que no fume y
bonzo que persevere en sus deberes de abstinencia, son dos cosas igual de raras”. Dejando
sin comentario el cigarro, que las costumbres modernas van divulgándose profusamente,
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conviene saber que el tabaco japonés, de delicioso aroma, se fuma en cachimbas, algunas de
las cuales son verdaderas obras de arte, compradas a alto precio. El kiseru, la cachimba,
consta de un hornillo y de una boquilla de metal (cobre, plata u oro), y de un fino tubo de
bambú. Varios otros delicados utensilios (como la funda de seda, el chisquero, etc.) forman
parte del arsenal del fumador. Los hombres del pueblo, que trabajan por las calles, llevan
siempre la cachimba a la cintura, guardada en un estuche de cuero barnizado; los touristes,
ajenos a las costumbres, pensarán que van armados con un puñal. En el hogar, el ritual de
la musumé, tomando en los dedos una pizca de tabaco, llenando el hornillo, encendiéndolo
sobre las brasas, saboreando una única calada, sacudiendo los restos, llenando de nuevo el
hornillo y ofreciendo la cachimba a la compañera, es graciosísima.
Los nipónicos dicen: karuta (cartas, naipes). Sin duda, ya eran dados al juego desde
épocas remotas, como buenos asiáticos que son; pero, si no fallan los cálculos, fuimos
nosotros quienes les trajimos las cartas de juego. Lo que sucede, es que las cartas japonesas
son más bonitas que las nuestras. Nos parece adivinar que, mientras los buenos padres
jesuitas iban enseñando la doctrina a estos paganos y cuidando de guiarles el alma por buen
camino, Mendes Pinto y sus dignos sucesores –amables hijos del País del Vino– empleaban
sus horas muertas en inculcarles el vicio del tabaco, jugando al mismo tiempo a la brisca en
apacible sociedad. Cayó por tierra la doctrina de los padres; pero el tabaco y las cartas de
juego –¡oh, peste del alma humana!– persistieron...
Quedaron mencionados, muy por encima, como convenía, los vestigios que nuestro
rápido paso dejó en suelo japonés. Dos palabras ahora, para observar la corriente inversa,
que siempre se manifiesta como en los ríos, en fenómenos sociales del orden que he
señalado.
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Algunos
vocablos
japoneses
encontraron
adopción
en
nuestra
lengua,
especialmente en Macao, vecino y en íntimas relaciones con el imperio durante cierto
periodo. En Macao, se llama “biva” al níspero, al cual los japoneses llaman biwa. Los
japoneses llaman kaya (de ka, mosquito, ya, casa) a la mosquitera; el término se emplea
igualmente en el lenguaje de Macao. El vocablo “biombo” y el objeto que expresa son
evidentemente de origen japonés; los japoneses dicen biôbu. Lo mismo sucede con
“catana”, portugués, y katana, japonés. “Bonzo” es palabra japonesa; los japoneses dicen chá
para referirse al té; nosotros decimos también chá, como ellos; nuestro término viene de
uno u otro origen; pero “chávena” (taza) es de pura importación nipónica, de cháwan, palabra
que designa el mismo objeto.
Nuestros sacerdotes y nuestros mercaderes, animados por intenciones que nada
tenían que ver con el delicioso arte nipónico, no se habían preocupado por él, la habían
ignorado, desdeñosos. ¿Habrá en Portugal un jarrón de porcelana, una cajita de charol, una
hoja de dibujos, traídos del Japón, de la época en la que nosotros tan asiduamente lo
frecuentábamos? Supongo que no. Sin embargo, es bien posible que ciertas formas de
objetos (en las teteras, en las tazas, en las bandejas, etc.) hayan sido inspiradas en modelos
japoneses.
Los rubios de Holanda, al permanecer en Japón, nos excedieron inmensamente
como transmisores de ideas y de cosas entre el Japón y Occidente. No obstante, los
verdaderos descubridores del Japón artístico y pintoresco, los auténticos Mendes Pinto del
Nippon encantador y enhechizante, solo aparecieron hace algunos años, y fueron los
Goncourt, Revon, Lafcadio Hearn y pocos más. A ellos se debe nuestro reconocimiento
profundo de las delicadezas de esta tierra y esta gente, y la influencia resultante del arte
japonés en el arte de Occidente. A cambio, Japón viene adoptando nuestro sombrero de
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copa, nuestro lúgubre abrigo de ceremonia, nuestros cañones de disparo rápido y el bistec
con patatas, a la inglesa…
Reservando para el final un último comentario sobre la influencia portuguesa en el
Japón, comentario que es adecuado cuando acabamos de inventariar los casi quiméricos
vestigios que quedan de nuestro paso por el imperio, se me ocurre decir que conviene tener
en mente que semejante influencia fue principalmente de orden moral y no dejó por
consiguiente vestigios palpables, visibles, en abundancia. Nuestra convivencia con los
nipónicos no cesa por este hecho de ser, para ellos, una revelación de alcance formidable.
Acostumbrados, durante siglos innumerables, a ver Asia como el mundo y la vieja
civilización china como la única manifestación de pensamiento, sus relaciones con nosotros
y el envío de embajadas a Europa, pasando por Lisboa, entonces uno de los grandes
centros de actividades mundiales, sin duda abrieron mucho los ojos a los nipónicos, por
naturaleza ávidos de novedades e instrucción. Fueron los portugueses quienes enseñaron a
esta gente que allá a lo lejos, en las tierras de los hombres blancos, florecía también una
avanzada civilización, y que vastísimos impulsos, de progreso y de codicia, dirigieron allí la
marcha de las naciones. De tales conocimientos, nació seguramente un primer sobresalto
en el alma japonesa, que fue el germen de su posterior evolución, preparándose poco a
poco el imperio para la asombrosa metamorfosis que ha sufrido en nuestros días, en la
constitución íntima del Estado, en las fuerzas del país y en las aspiraciones de todo el
pueblo.
El texto original “Vestígios da passagem dos portugueses no Japão” (1926), se encuentra publicado en
Wenceslau de Moraes, Os serões no Japão.
Lisboa,Parceria A.M. Pereira, Lda., 1973
Imagen: Biombo Namban
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