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PERSPECTIVAS ANTROPOLÓGICAS PARA LA EDUCACIÓN Y POLÍTICA VIAL Por Pablo Wright1 En un proyecto de antropología vial que desarrollamos en la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires, en el grupo de investigación aplicada llamado Culturalia, observamos una creciente instalación social del tema de la cuestión vial en general, y en particular el de la seguridad vial. El problema que nos interpela es justamente el hecho de los accidentes de tránsito, que según nuestra perspectiva corresponde al momento final de un largo proceso sobre el cual todos tenemos responsabilidad pero del que no tomamos conciencia hasta que llega el momento del siniestro. En vez de esperar una catástrofe, como sucede en la historia ciudadana argentina para darnos cuenta de que el cuerpo ocupa un espacio físico y que materiales combustibles en espacios cerrados son peligrosos; un ejercicio de la ciudadanía responsable es prevenir, planificar y poder presentar todos esos valores al público de un modo que no sea sólo enfatizando su dimensión normativa, sino también la dimensión práctica, cotidiana, con la que nos podamos relacionar desde nuestra propia experiencia de vida. En este sentido no estamos muy acostumbrados a esto: generalmente nos exponen a campañas que solo enfatizan normas y no nuestras prácticas concretas; como si actuar sobre la dimensión abstracta fuera el remedio automático de nuestros males. Lo contrario, el re-descubrimiento de nuestras prácticas nos exige instalarnos en una dimensión, no solo del auto-conocimiento colectivo, sino de la negociación y consenso democrático de cómo hacer para modificar ciertas formas de comportamiento que tienen consecuencias desastrosas para nuestra calidad de vida. Además, existe una valoración social de la improvisación y la creatividad que van asociados también a otros valores generados por la estructura de clases, como el estatus, el prestigio, y otros como el género, en particular la masculinidad. Desde la óptica antropológica, el valor de la improvisación por sobre la planificación no radica en que los argentinos seamos más talentosos que otras nacionalidades, sino que eso es un efecto de la estructura socio-política y productiva. Es decir, podemos afirmar que nuestra capacidad de “improvisación” y de “creatividad” está en relación orgánica con la clase de sociedad que tenemos y con la historia que la modeló. En el caso de la cuestión vial tenemos la responsabilidad específica de reflexionar sobre lo que sucede en el espacio público: calles, veredas, conductores, peatones. Aquí todos somos “nativos” y podemos decir cosas al respecto. Y estas voces las procesamos a través del horizonte conceptual de la antropología. Nuestra reflexión proviene inicialmente de trabajar con grupos indígenas, (algo un poco alejado de estos temas aparentemente), porque al viajar a Formosa y Chaco para hacer una serie de investigaciones sobre los Qom o Tobas. Una vez allí me encontré con algunos comportamientos diferentes a los que estaba acostumbrado en mi familia, en la universidad e incluso en la calle: los cuerpos tenían otra gestualidad, otra etiqueta, la gente hablaba una lengua desconocida, y también practicaban rituales dentro de sus iglesias indígenas que tenían elementos shamánicos. Esa experiencia de la alteridad fue clave y me llevó a poder desnaturalizar mis comportamientos y valores de clase media urbana y porteña. Entonces, como decía Emile Durkheim, el fundador de la Escuela Sociológica Francesa, lo importante en las ciencias sociales es “descubrir la acción social que está detrás del símbolo”. A partir de este estudio en particular, que me permitió aplicar herramientas conceptuales más generales, me acerqué a los símbolos religiosos, a las lenguas, a los comportamientos, a la geografía, y encontré más tarde la necesidad y la posibilidad con colegas y estudiantes de poder objetivar la cuestión vial, ver nuestra conducta vial como un hecho social, y en esa dimensión de análisis, tratar de entender las características que tiene como hecho colectivo y no producto de una psiquis individual. Además, es necesario entender estos hechos sociales dentro de la noción de cultura, ese repertorio colectivo de experiencias históricas que moldean el cuerpo, la mente y los valores. Es decir, hacemos cosas de las que no somos conscientes pero las hacemos y los demás también las hacen; lo que el gran sociólogo francés Pierre Bourdieu (1977) denomina hábitus. Uno aprende copiando sin saber que está copiando y sin saber que está aprendiendo, y después el efecto de este proceso son cuerpos se mueven de cierta forma, cuerpos de carne y hueso, y cuerpos metálicos, como los llamamos un nuestro proyecto: los cuerpos de los vehículos, de los autos, camiones, motos, bicicletas, metáforas de nuestra piel, ahora metálica, transformada y en movimiento. Entonces los autos, y todos los vehículos que aparecen en la escena vial, pueden verse como una metáfora de nosotros, no solo como personas, sino como ciudadanos y esto es la clave fundamental para entender este proceso. ¿Por qué? Porque estamos acostumbrados a una práctica de ciudadanía muy débil (en donde no sabemos muy bien cuáles son nuestros derechos y deberes y la responsabilidad por exigirlos y cumplirlas, respectivamente), y tendemos a echar la culpa a los demás por la responsabilidad, tanto por acción como omisión, de nuestros actos. De ese modo, cuando sucede la catástrofe, que puede ser Cromagnon, un choque, o la avalancha en un partido de fútbol, por la inevitable y ominosa fuerza de los acontecimientos nos acordamos de que vivimos en un estado con leyes, también con leyes físicas y que hay limitaciones. Y aquí lo más importante es la responsabilidad, pero la responsabilidad no anclada a partir de golpes de estado o una violencia dictatorial sino en un proceso educativo de largo alcance que es lo central para nosotros. Entonces, desde la antropología intentamos generar herramientas conceptuales para comprender por qué hacemos lo que hacemos en la escena vial. En primer término, tomando un poco las ideas de campo social Bourdieu, aquí proponemos la delimitación conceptual del campo vial, o sea, el conjunto empírico de actores que se disputan e intercambian capitales (social, cultural, simbólico). De este modo, el campo vial está integrado por un conjunto de actores individuales e institucionales, como por ejemplo, peatones, conductores particulares, empresas de transporte y colectiveros, taxistas, remiseros, motoqueros, bibicleteros; empresas públicas de mantenimiento vial y sus correlatos privados, entre otras. Dicho esto, entonces para efectuar cualquier intervención, transformación, incluso cualquier estudio del campo vial, lo primero es justamente conocerlo, identificar los actores y ver qué es lo que está en juego, que es lo que llamamos, siguiendo a Bourdieu, “el juego de la calle”. ¿Cuál es el juego de la calle que jugamos en Buenos Aires, en Rosario, en Tafí del Valle? ¿Es posible generalizar patrones o hay determinaciones locales/ regionales importantes? ¿Hay una cultura vial nacional? Si hay diferencias: ¿es posible hipotetizar que se deban a que la Argentina, como país moderno dentro de un sistema capitalista dependiente o “periférico”, tiene una historia particular de surgimiento y desarrollo socio-político y económico que produjo realidades muy diferentes? Seguramente encontraremos diferencias, y en nuestra investigación lo hemos hecho, entre lo que observamos en la ruta 197 y ruta 8 que en la Av. 9 de julio; y seguramente habrá diferencias a detectar en la ciudad de Formosa comparada con la de Córdoba. Todo eso es importante para entender los flujos y sentidos que tiene el comportamiento vial. Pero aunque haya diferencias, es posible intentar delinear la lógica de nuestra cultura vial. En síntesis, el primer elemento es tener en cuenta el campo vial, reconocer un sistema de interacciones atravesado por relaciones de poder. Por eso, primero hay que conocerlo y después generar a partir de conceptos y de políticas públicas específicas, un conocimiento que permita una negociación con estos actores colectivos para transformar lo que puede ser transformable, sin apuros y con claridad tanto teórica como política y de gestión. Un ejemplo interesante de este proceso es el transporte público en Madrid , en donde uno puede tomar un colectivo en la importante Av. Serrano, que sería una símil de la Av. Santa Fe de Buenos Aires, y descubre, a los ojos del estilo argentino, que el vehículo se traslada a una velocidad “muy” lenta . Al respecto, consultaba a mis colegas españoles, el por qué de esa “lentitud” sin darme cuenta de que, en realidad, estaba contemplando como “natural” la velocidad y urgencias de nuestras empresas urbanas de pasajeros. La velocidad de base de los colectivos porteños era para mí el paradigma de la velocidad de cualquier vehículo de esa clase, sin distinción de lugares o naciones. El objetivo de la antropología, y el espíritu de todas las ciencias sociales, es el de lograr desnaturalizar los comportamientos cotidianos, colocándolos como productos históricos y, por eso, no necesarios o iguales a sí mismos para la eternidad y prueba de una “esencia nacional”. Como bien afirmara Marx, somos agentes de la historia que recibimos sin haberla construido, pero podemos transformarla con nuestras prácticas; podemos transformarla pero sin echarle la culpa a otros por lo que recibimos, hacernos cargo y seguir hacia adelante. En relación con esto, lo que descubrimos en la cuestión vial argentina es que hay un gran divorcio entre las normas y las prácticas, cualquier persona, este servidor incluido, maneja de una forma y dice que maneja de otra, no solo como conductor sino también como peatón. En la investigación, utilizando la noción de performance de la sociolinguística y de los estudios de arte, vemos que nuestro sistema práctico vial es un sistema performativo, no normativo. Es decir, en situaciones viales concretas, es más importante el sistema ad-hoc que se establece entre los actores viales, que es lo que llamamos “sistema performativo”, que cualquier esquema normativo abstracto, como el que aprendemos cuando obtenemos la licencia de conductor. En el tratamiento legislativo de la cuestión vial, por un lado existen normas, muchas de las cuales se copian acríticamente de experiencias de otros países (que son producto de una reflexión sobre sus propias prácticas, mediadas por sus sistemas institucionales), y, por otro lado, están las prácticas que realizamos a diario, sin que haya ninguna aproximación seria para entender sus lógicas y, eventualmente producir normas para “modelarlas” con el objetivo de mejorar nuestra calidad de vida. En nuestro proyecto estudiamos las prácticas viales, pero no desde el punto de vista moral, sino realmente “lo que se da allí”, para tratar de entender el “sistema de la práctica”, y con ello producir puntos de vista, materiales y contenidos que faciliten una intervención sobre el sistema. 1 Dr. en Antropología, Investigador Principal del CONICET, Prof. Titular del Departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires. Mail de contacto: pwright @filo.uba.ar Es importante que no sea desde la norma abstracta -que nadie aparentemente cumple-, sino desde una comprensión compleja de las performances viales. En otros países, como Estados Unidos, Inglaterra, o Suecia, que tienen sistemas y culturas políticas muy diferentes, allí están internalizadas estas normas de modo tal que en una escena concreta en la calle es posible que se dé la situación, para nosotros utópica, de que un peatón cuando quiera cruzar la calle en una intersección, de por supuesto, o sea que tenga “naturalizado”, que los vehículos frenarán, dándole el “lógico” derecho de paso. Además, algo que desarrollamos en otros artículos (Wright 2000; Wright, Moreira y Socih 2007), en esos países los signos viales tienen un significado directo, transparente, el cual está mantenido por un esquema de sanciones a las transgresiones muy bien organizado. En sociedades como la argentina, por otra parte, los signos viales sufren un proceso de transformación en “símbolos”, o sea en objetos a ser “interpretados” por el conductor o peatón ocasionales. Desde nuestras hipótesis de trabajo podemos afirmar que este proceso de transformación de signos a símbolos es función directa, en su complejidad histórica-política particular, de la relación ciudadano-estado que se da en nuestro país. Un ejemplo flagrante de este proceso es nuestra relación ambigua y caprichosa con los signos viales de “Pare” y/ o “velocidad máxima” en calles, avenidas y rutas. Otro ejemplo ilustrativo es la filosofía práctica de un remisero, que me comentaba: “¿para qué voy a frenar si no hay un policía, si es de noche?”. Encontramos muchos argumentos de esta clase, muchos de ellos de índole muy pragmática y asociados con la crisis económica que se traduce en una persistente “sensación de inseguridad”, que parece justificar ese ejercicio simbólico en el campo vial. Aunque también podemos sugerir que estas prácticas se originan mucho más allá de la presente coyuntura económica, en la historia de la ciudadanía argentina, en donde parece que “la autoridad” siempre tiene que estar afuera y siempre tiene que ejercer la coerción, el monopolio weberiano de la violencia. Es como si los avatares de la historia social y política nacional hubieran impedido ese proceso de internalización de la autoridad ciudadana en nosotros; somos como adultos que no terminan de incorporar la figura de los padres como autoridad, proceso lógico y natural, pero que en nuestro devenir ciudadano esto no se logra. Entonces, porque eso no ocurre, en la realidad vial debemos tener el semáforo que nos interpele o el policía que nos corrija en presencia, con la “natural desconfianza” que esas autoridades nos producen –especialmente la segunda. Otros conceptos interesantes que surgen de la investigación, y que ayudan a entender la dimensión performativa de nuestras prácticas viales, son las coreografías, las maniobras en el espacio vial que se anclan en una matriz kinésica, o sea, una matriz cultural de movimientos estereotipados que están socialmente aceptados en la práctica. Estos movimientos están asociados a valores que no figuran en los manuales, pero que existen y que son parte de nuestra comunicación cotidiana, como los valores del honor, la masculinidad, la clase, el género, la generación. Entonces, para intervenir en la escena vial desde una política pública educativa, hay que tener en cuenta esto, para también desarrollar una pedagogía, casi como un “acompañamiento terapéutico”, que se pueda transmitir a los hijos principalmente desde la práctica, aunque también explicitando los principios normativos. Es fundamental que los niños hagan trabajos prácticos con los padres, en donde aquellos puedan decir: “no papi, mami vamos muy rápido, ahí dice 40”. Eso pasa cotidianamente, no solo en la cuestión vial. Hay una gran ambigüedad en la práctica del poder; por un lado está la norma y por otro la práctica, la metacomunicacion de la práctica, la cuestión del mensaje subliminal es fundamental y es lo que captan los niños, adultos y jóvenes. En la práctica ciudadana, en la posibilidad de la transformación de la conducta vial actual, es fundamental que desde el poder se dé el ejemplo, pero para eso burócratas, legisladores, policías o quien sea, deben ser conscientes del efecto en los ciudadanos que tienen sus prácticas. Es una parte central de su responsabilidad como empleados del estado, y del poder que este les confiere. Los dos últimos elementos que referiremos aquí se relacionan con la masculinidad y la velocidad. En el primer caso, estamos llevando a cabo una investigación etnográfica de la construcción social del automóvil. Allí detectamos una conducta interesante en las estaciones de servicio, y es lo que sucede cuando hombres y mujeres van a cargar combustible. En general, la observación de campo indica que la mayoría de los varones salen de sus vehículos para el proceso de carga, mientras que las mujeres suelen permanecer en los mismos, para ser atendidas; no detectamos variaciones en función del sexo de los empleados. Las hipótesis preliminares que desarrollamos son que el automóvil es un objeto del mundo de lo masculino, y que por ello su total constitución metálica está asociada a esa esfera. Salir o quedarse en el auto mientras se carga combustible, parece estar asociado con el grado de interpelación que ese mismo acto produce en la constitución simbólica de género. Más allá de la plausibilidad o no de estas hipótesis, lo cierto es que nuestra conducta en estas situaciones tampoco está en ningún manual y sin embargo la realizamos. Y la realizamos de acuerdo a lo que vemos a nuestro alrededor, es decir, es parte de la cultura. Y en nuestra cultura los autos son “cosa de hombres”, al menos en sus definiciones más axiomáticas. Nos interesa entonces la dimensión social en donde el automóvil es símbolo de la masculinidad, y esto se relaciona al mismo tiempo con las sobredeterminaciones sociales del mismo como objeto de consumo, y todos los valores que se le asocian. Aquí entra el segundo elemento de esta parte final: la velocidad. En relación con la velocidad se trata de un hecho empírico que simultáneamente es un símbolo. Hay una carga simbólica importante, que conecta la velocidad con la “rebeldía ciudadana”, con la masculinidad, el estatus, el ascenso social. La velocidad “de base” en nuestras calles porteñas es mucho más alta que la de la norma, que se basa en cuestiones de seguridad, y en las leyes de la física. Observamos que el valor social del automóvil, del desplazamiento, de la velocidad es muy diferente que la normativa que nos recuerda el Automóvil Club. Entonces ¿cómo actuamos sobre eso? Lo primero es conocer qué es lo que sucede. La escena es compleja porque hay una confluencia de determinaciones; unas se vinculan con el mercado de automóviles, con la velocidad como valor, como mercancía, de status, de género, y se observan en las publicidades, y en la forma en que los autos desarrollan velocidades imposibles para nuestras calles y rutas. Una buena pedagogía debería tener en cuenta la relación entre el proceso y el producto, y no sólo este último, el hecho final a prevenir, o sea la colisión o malas maniobras viales. Es fundamental recordar esta aparente división entre norma y práctica. Entonces, los desafíos se vinculan con poder generar respuestas pedagógicas creativas que no sean sólo normativas, porque el estilo argentino es hacer una ley sin considerar el universo humano sobre el que se aplicará. Son necesarias estrategias pedagógicas reconociendo los éxitos de experiencias como la pedagogía waldorf, las escuelas experimentales, las Montessori, en donde se combinan ciencia y arte de formas muy creativas. La educación vial tiene que contribuir a objetivar y desnaturalizar la aparente “necesidad” de la lógica agonística que se observa en nuestras prácticas viales en donde el “otro”, sea peatón o conductor de distintas clases de vehículos, siempre es un antagonista, un “problema” y no otro interlocutor más en el espacio público. Desde nuestra perspectiva esto es una gran metáfora de cómo entendemos nuestra posición en el espacio social, en donde, como consecuencia de un ciudadanía débil, nuestras posiciones son inestables, y lo inestable que sucede en un lugar también lo es en la situación vial. La educación vial debería ser una parte de la educación ciudadana, no una materia aparte; justamente si la hacemos una materia aparte, estaríamos dando un mensaje de separación a los alumnos. Así debería ser una parte importante desarrollada curricularmente como otras áreas de la educación, como la geografía, matemática, que son fundamentales. Una buena política de estado que sea transpartidaria debe tener como regla básica asegurar su continuidad en el tiempo, lo que contribuye a respetar los tiempos sociales de instalación de temas que son mucho más lentos que los de la política. La cuestión vial, desde un punto de vista de política pública, sería muy similar a la del tratamiento del cigarrillo y la prohibición de fumar en lugares públicos, que fue un proceso de largo aliento sin apuros inútiles. Si bien las fuentes de legitimidad social son diferentes (una basada en la visión de la prevención de la salud, la otra en la prevención sobre seguridad), es importante seguir apoyando políticas públicas sobre educación y seguridad vial considerando los aportes de las ciencias sociales, que no son meros apéndices “técnicos” a estas políticas, sino herramientas centrales en su construcción de marcos de conocimiento y de crítica ideológica. Por lo dicho entonces, es relevante atender al valor de la construcción simbólica de los automóviles, y el valor social de los objetos viales en movimiento para después entender cómo actuar, para que eso a largo plazo se instale como tema y uno responsablemente diga “no voy a tomar en un asado, no voy a tomar, porque tengo que manejar”. Considero que podemos proponer formas de análisis de la realidad que después produzcan contenidos en relación a la prevención, la planificación y la responsabilidad ciudadana. En síntesis, esta visión antropológica provee de una caja de herramientas, métodos e interpretaciones de la realidad vial para que, en diferentes niveles de la comunidad científica y de las instituciones públicas de gestión, pueda desarrollarse una apropiación creativa y responsable. BIBLIOGRAFÍA • Bourdieu, Pierre. 1977. Outline of a theory of practice. Cambridge: Cambrige University Press • Wright, Pablo. 2000. Los viajes de Foucault y la materialidad de los signos: Philadelphia, Buenos Aires. 8 Congreso Argentino de Antropología Social, Villa Giardino, Córdoba. • Wright, Pablo, María Verónica Moreira y Darío Soich .2007. Antropología vial: símbolos, metáforas y prácticas en el “juego de la calle” en Buenos Aires. Seminario del Centro de Investigaciones Etnográficas, Universidad Nacional de San Martín